domingo, 27 de octubre de 2013

¿Qué hace una monja o un monje durante Semana Santa?


 



Cuando llegó su Hora, el Señor vivió el único acontecimiento de la historia que no pasa:
Jesús muere, es sepultado, resucita de entre los muertos
y se sienta a la derecha del Padre “una vez por todas”.
Es un acontecimiento real, sucedido en nuestra historia, pero absolutamente singular:
todos los demás acontecimientos suceden una vez,
y luego pasan y son absorbidos por el pasado.
El misterio pascual de Cristo, por el contrario, no queda sólo en el pasado...
Todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres
participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos
y en ellos se mantiene permanentemente presente. 
Catecismo 1085 

Busqué consoladores y no los encontré
Salmo 69,20


Podría parecer que la respuesta al título de este comentario es bastante sencilla y casi obvia: nada demasiado distinto al resto del Pueblo de Dios. Si vamos a los “programas” no difieren mucho a los de cualquier parroquia. Podríamos a lo más presuponer que las celebraciones serán un poco más largas, un poco más pausadas, un poco más detalladas.
Y todo ello es cierto.

Pero hay otro asunto, que no está en los programas... aunque constituye “el” programa del monje y la monja durante esos días entrañables y fontales. Cuando el padre Sergio nos pidió a los tres Monasterios mendocinos que compartiéramos algo más que los horarios... en seguida pensé en este “algo más” que espero lograr revestir de letras. Y así como me da temor no lograr expresar lo pretendido, no puedo decir lo mismo de esta libertad que me tomo de hablar en nombre no sólo de los monjes del Cristo Orante, sino de las hermanas Carmelitas descalzas y las hermanas Dominicas de santa Catalina.

¿Y de dónde esta seguridad para poder ser portavoz de 40 personas, de las cuales la mayoría ni conozco? Porque somos de la misma raza -diría san Pablo-; porque las distinciones carismáticas son poco y nada en comparación con la rocosa identidad monástica, que nos pone a todos -varones y mujeres, jóvenes y menos jóvenes, con carga pastoral o sin ella- a todos nos instala en una misma frecuencia ante la entrada del Señor Jesús a Jerusalén para sufrir, morir y resucitar de amor por mí, por cada hombre, por este mundo en llamas. Y hacerlo en tiempo real, en tiempo actual, como dice el escalofriante 1085 del Catecismo.

¿Qué hacen los 40 contemplativos de la Arquidiócesis en estos días santos?
Tal vez un modo de irnos aproximando a la respuesta sería objetar el verbo en cuestión: “hacer”. Pues bien podría pasar por allí el distintivo, lo característico del modo monástico de vivir la Semana Santa: desterrando el hacer. ¿Estará bien decir entonces -como suelen fustigar sus objetores- que los monjes y monjas no hacen nada? ¿Decir que destinan esos días santos a la inactividad? Como siempre, el lenguaje es elástico, y las palabras lucen de un color u otro, según desde donde reciban la luz. Desde la lumbrera del Triduo pascual, a riesgo de ser mal entendido, atrevo el juicio -el propio y el de mis 40 hermanos contemplativos- y con honor y audacia afirmo y rubrico: sí señor; no haremos nada; y a mucha honra.

Claro está: no en la acepción de la pachorra holgazanería. El Mundo incrédulo aprovecha esos días para el reposo; el mundo eclesial en general -obispos, curas, religiosas, laicos comprometidos-, muy por el contrario, pasarán días agotadores, de máxima actividad pastoral. ¿Y la vida monástica, qué? Ni descanso ni trabajo: “compañía” tal vez sea la palabra más cercana.

No obstante, curiosamente, serán para nosotros días intensos, agotadores como pocos. ¿Por las muchas cosas que haremos? Insisto: no. Intensos y agotadores por las muchas cosas que pasarán... (porque en Semana Santa pasan cosas...). La monja y el monje suelen llegar agotados a la Pascueta no por la multitud de gente atendida, ni por las corridas organizativas... (aunque suelen no faltar... también en los claustros). Pero no, es otra cosa lo que tritura al contemplativo en la Semana Santa... Digámoslo ya de una vez: es Jesús mismo el que arrasa; es Cristo mismo, con su renovada Pasión de amor, el que nos deja exhaustos de tanto... ¿amar? Digamos -para lograr incluirme- de tanto intentar amar al Amor que no es amado...

Los contemplativos ingresan a esta Semana-Huracán a sabiendas de lo que ha de ocurrir: Su Amor hecho Pasión volverá a la palestra, y reclamará la vida: sin atenuantes, sin glosa, sin componendas, sin cera...  

Sabiendo Jesús llegada Su Hora anual de pasar este Mundo al Padre... todo se torna extremo: todo queda envuelto por una atmósfera de amor extremo.
Y los monjes y monjas lo sabemos: Pasión con pasión se paga.
No hay nada que hacer... sino dejar que se venga el vendaval y que ocurra lo inevitable, lo circularmente inevitable...

Lo nuestro ha de ser ingresar al Misterio con pasión. Sin resistencias (un monje trapense decía que la vida de un monje/a no es más que eso: un canto a la irresistencia...).
Acoger la Semana Buena con pasión. Y dejándola venir, sumergidos en sus aguas, dejar que el “con” se funda con la “pasión”... y despierte en compasión.

En compasión y compañía.  

¿Acompañar a quién, compadecerse de quién? De Jesús de Nazaret, el Maestro y Señor, el Cristo. Pues créase o no, Él volverá; y volverá para volver a vivir y morir -o morir y vivir- su Pasión, Muerte y Resurrección.

Las parroquias y misiones se preguntan con valioso celo: ¿quiénes vendrán esta Semana Santa? En el Claustro reverbera otra pregunta, que aun con respuesta certera, no por eso deja de ser inquietante y expectante: ¿Él vendrá? ¿Volverá a ceñirse la túnica en la Cámara alta, a temblar en el Huerto, a callar sobre el Patíbulo, subirá al desnudo Gólgota? ¿Volverá a preguntar “por qué me pegas”? ¿Reestrenará para mí el irresistible Tiberíades?
   
Sí. Mientras la Iglesia entera sale a las pobladas calles del orbe para anunciar el Misterio del Amor más grande... alguien ha de quedarse en Casa. Tras la repartija completa de ministerios y servicios, tareas y responsabilidades... queda este puñado de discípulos y discípulas que reciben la escueta consigna de quedarse, de hacerle compañía, de brindarle compasión al Maestro, al Amigo, al Esposo que viene, que vuelve.

Una imagen patente de esto tal vez pueda ser lo que nos pasa en el anochecer del Viernes Santo. Cuando las multitudes vuelven a sus casas, a sus cosas... Alguien ha de hacer de José de Arimatea para bajarle a la Madre el Cuerpo de su Hijo; y estar con ella, silenciosos, acompañando la soledad. Alguien ha de quedarse para llenar de nardo y besos el Cuerpo yacente del Maestro...

Y digámoslo también: todo este “programa” marginal no es invento o capricho nuestro... Él mismo nos armó esto del quedarnos con Él sin más. Él mismo se obstinó en quedarse con unos pocos, aún a sabiendas de que nos dormiremos en el Huerto, huiremos cobardemente en el Pretorio, lo negaremos... pero ahí, en su cercanía, con los ojos muy fijos en los Suyos: para su descanso, para su recreo, para su consuelo... Él -el Mendigo divino, el Sediento- lo mendiga sin ambages ni pudores: tú no, tú quédate aquí; que los demás -por mandato mío también- vayan y “hagan”... pero tú  -monja, monje- tú quédate a mi lado, a un tiro de piedra... y encárgate de mi Cuerpo y de mi Madre... hasta que despunte la Pascua.

A mí se me hace que “lo nuestro” -al menos del Jueves al caer la tarde hasta el alborear del Domingo- lo nuestro es este desnudo estar-con-Él.

¿Pero no podría rubricar ese cometido cualquier otro cristiano, obispo, cura o catequista; misionero o ama de casa? ¿No acaba de insistir Aparecida en que todos hemos de ser discípulos, íntimos de Jesús? La parte del “estar con Él” ciertamente es de todos. Lo que -tal vez- nos pertenezca con algo más de especificidad sea ese minúsculo punto que sigue a la palabra “Él”.

Digámoslo algo mejor: a todos en la Iglesia atañe abocarse esos días a estar con Jesús para que su Pascua transforme el corazón propio y el corazón de tantos hombres, que de un modo especial se acercarán a la Iglesia en esos días y no en otros. Son días intensos, entre otras cosas, porque son días “promocionales”: días especialmente provechosos pastoralmente. Y esto es magnífico: la Iglesia entera, de pie, discípula y misionera, se aboca con esmero a estar con Él para que muchos más lo encuentren y en Él encuentren la Vida.

Pero los monjes y monjas -en las ciudades, en los peñascos, en cuevas sobre laderas o en ermitas del desierto, en inmensos Monasterios o en minúsculas buhardillas-, experimentan el intransferible, el indiluible e ineludible impulso por estar con Él sin más. No porque no haya más por hacer ni desprecien el hacer... sino por saber que mientras el resto de la Iglesia esté haciendo de Marta... este puñado de llamados, deben quedarse quietos, ahí, a los pies del Maestro, en la irresistencia, recogiendo de a una cada mirada, cada suspiro, cada ademán, cada palabra y cada silencio que caigan del Amado. Y esto: en nombre de todos.

Sin réditos. Sin cálculos. Sin números. Sin el “paraqueísmo” del utilitarismo moderno. Sacando a latigazos del templo del corazón a esos incontables mercaderes que cada año vuelven, intentando instalar en nuestras entrañas sus puestitos que tornen “provechosa” la Semana Santa...
Y no. Desde nuestro puesto, se trata “de hacerle compañía” como anima con llaneza y vértigo santa Teresa de Jesús.

Fue sin más lo que “hizo” la Virgen María. ¿Qué hizo la Virgen durante estos días santos? Estar.
El Stabat Mater dice muchas cosas hondas y fuertes. A nosotros, contemplativos, nos dice mucho su primera palabra, que aunque escueta, forja identidad y misión, rol y tarea en la Iglesia: “stabat”.
Mientras la Iglesia va buscando el punto justo -para toda Ella- en que conjugar el ser y el hacer, a nosotros nos toca custodiar y ejercer este verbo maravilloso, que no todo idioma tiene (pues no toda cultura comprende). Y es el bellísimo “estar” castellano. “Permanecer” dice san Juan, el Apóstol contemplativo por excelencia.

Recurramos: ¿qué le atañe entonces a un monje, a una monja hacer durante la Semana Santa? Estar. Estar al pie y de pie. Como la Madre, como María de Betania, como Juan recostado sobre el Corazón del Maestro...

Y con todo el pecado encima -el propio y el ajeno- a cada curva del itinerario del Señor poder insistirle como un arrullo, como una letanía, como un alivio cirenaico: aquí estoy, Señor; aquí estoy... ¿para? No: sin “para”, sin utilidad. Aquí estoy para nada, para estar. He ahí el “estado” de vida de los contemplativos: estar. Día y noche: estar. Estar con aroma a nardo.

Estar porque sí nomás, que lejos de ser una respuesta irracional o caprichosa, es una respuesta pura y lúcida del amor. El amor debe poder decir “porque sí” pues todo otro por qué -por más noble que fuere- distorsiona la esencia misma del amor: su desinterés, su inviolable gratuidad.
Y remata un gran monje -san Bernardo- amo porque amo, amo por amar... ¡qué tanto!

Tal vez justamente por todo esto, el hecho de que las Liturgias monásticas sean algo más largas y pausadas, pueda entenderse no como un simple detalle de estilo o de mayor disponibilidad de tiempo, sino la expresión, la exteriorización de este amor de compasión, de este existir en gratuidad, en esmerado ejercicio.

Y a riesgo de que el codo borronee lo límpido de este puro amor, digamos también en justicia: cuando el monje y la monja, en silencio y esperanza acompañan al Señor... “hacen” en beneficio de la Iglesia y el Mundo lo insospechado. Como el mismo Maestro, cuando menos hizo, cuando a cuatro vientos flameó el Amor, desde la inactividad del Gólgota, “hizo la mayor obra que en toda su vida con milagros y obras había hecho, que fue reconciliar y unir al género humano por gracia de Dios. Y esto fue al tiempo y punto que este Señor estuvo más aniquilado en todo.” (san Juan de la Cruz).

Y apremia el Señor a santa Catalina: “Toma tus lágrimas, tu sudor; y lava con ellos la cara de mi Esposa. Yo te prometo que por este medio le será devuelta su belleza.”

Y remata santa Teresita: “Los cristianos más fervorosos encuentran que somos exageradas, que debiéramos servir como Marta, en vez de consagrar a Jesús los vasos de nuestras vidas con los perfumes que contienen… y sin embrago, ¿qué importa que nuestros vasos se rompan, si Jesús es consolado y el mundo, aun a pesar suyo, se ve forzado a percibir los perfumes que de ellos se exhalan y que sirven para purificar el aire infectado que no cesa de respirar?”

El consuelo de Jesús y la belleza de su Esposa, desde la inactividad de la compañía: he ahí la apretada síntesis del quehacer monástico en Semana Santa. He ahí nuestra “parte”...

Los tres Monasterios anclados en Mendoza renovarán en estos días esto mismo, que han hecho por casi dos mil años nuestros ancestros, nuestros Padres en la vida monástica, cuya antorcha hemos recogido -para el tiempo y punto de nuestro hoy eclesial- intacta, llameante como en su primer día. ¿Qué haremos? Quedarnos con Él. Y aunque parezca pan comido, aseguro que no lo es. Cada año hay que volverlo a amasar. Hay que volver a destilar el nardo para que también en esta Pascua no sólo convierta muchos corazones a Dios... sino que Jesús, en la Agonía que prolonga hasta el fin del Mundo, halle un poco más de alivio y consuelo.

Así volverá a sonar, desde el corazón de nuestra amada Iglesia de Mendoza, el suave canto de la Irresistencia. Para eso estamos. Para eso: “estamos”.

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