lunes, 28 de octubre de 2013

Dejarse llevar por la nostalgia





“Háblale a la roca,
para que te entregue sus aguas.” Num 20,8



Una escueta expresión de la samaritana pueden servirnos de pórtico a esta intrincada reflexión: “Él me ha dicho todo lo que he hecho” (Jn 4,39). Su admiración por Jesús ha cuajado no por lo que su Palabra le delatara sobre los recónditos misterios de Dios y su Reino, sino por lo que le revelara acerca de ella misma.

El largo, sinuoso e intenso recorrido que hacen las Escrituras enteras -desde el primer versículo del Génesis hasta el último del Apocalipsis- no sólo revelan los arcanos secretos de la vida divina, la interioridad y la actividad de Dios. Tampoco agotan su luz en ser la descripción del arco completo de la Historia de la Humanidad, desde su fundación hasta su definitiva recapitulación.

La Palabra de Dios -completa- también constituye la minuciosa, detallada y precisa descripción y relato de la vida de cada hombre. Las escrituras hablan de mí. Me dicen -como percibió con estupor la samaritana- todo lo que he hecho, y todo lo que soy.

La Voz del Dios plural diciendo “hagamos al Hombre” en verdad jamás sonó así: Ellos sólo hacen personas y no géneros. “Y dijo Dios, hagamos a Adán... y vio que Adán era muy bueno...” y así hasta el último parto de hoy.

Cada uno de nosotros, amasado y soplado por el tierno Aliento de un Dios enamorado, se paseó con Él en un furtivo Paraíso, donde traicionó la confianza y perdió la amistad. Todos -pero mejor: “cada uno”; y mejor aún: “yo”- fui expulsado del Paraíso y a sus puertas cerradas he llorado amargamente. Todos y cada uno ha sido esclavo en Egipto, ha salido con luna llena, prisa y aire de río, escapando del Enemigo... y así, Libro por Libro, cada versículo “habla de mí”... Todos podemos decir con Pedro: nosotros, yo mismo, he visto con mis propios ojos su Majestad en el Tabor... Yo me dormí y corrí cobardemente cuando los soldados entraron al Huerto. Yo lo vi perdonar y expirar en el Gólgota. Emaús y Tiberíades me pertenecen, hablan de mí. Como los Hechos de los Apóstoles, como las Cartas a las siete Iglesias... y también -con vértigo digámoslo- esa muchedumbre de testigos cantando ante el Trono de Dios y del Cordero... es una postal que me incluye. Mía es esa Ciudad sin sombras, alumbrada por el Cordero de Luz y Amor: yo habito su Gloria en ese sin-tiempo que sabe a siempre... Mío es el “Ven Señor Jesús” con que el Espíritu y yo clamamos hasta que del Oriente aparezca cabalgando sobre los cielos antiquísimos Aquel que murió por mí.

Y remata san Agustín: yo no la escribo, pero la Escritura me escribe: me describe. Por eso, aunque en otro sentido, también cada uno de nosotros puede decir como Jesús: “las escrituras hablan de mí”. Para lo que hoy nos atañe, sobre todo acentuemos: el Génesis y el Apocalipsis hablan de mí, relatan todo cuanto he hecho.

Así las cosas, el Hombre, cada hombre, cada uno de nosotros, camina desde un perdido Paraíso hacia un Cielo definitivo, sin tener sobre la línea del horizonte actual ni la salida a las espaldas ni la llegada ante sí. Nuestro posicionamiento en el incierto y vasto Desierto no nos admite unir Origen y Meta para trazar la recta que marcara el mejor camino... al menos no lo admite sobre la inexpresiva superficie de la monótona arena. Sin aurora ni crepúsculo a la vista, todo es des-orientación.

¿Qué nos guiará entonces por el Camino para viajar con sentido?
¿Qué nos orientará para que el andar errante sea peregrino?
La sed. “Sólo la sed nos alumbra” cantan miles de jóvenes posmodernos en Taizè.

¿Qué es esta sed? Es el ciego deseo y muda añoranza de “algo” perdido, que el Hombre no sabe nombrar, ni enfocar, ni identificar. Es un sutilísimo pero estable (de tan estable, casi imperceptible) tironeo hacia una plenitud que extrañamente pareciera haberse vivido alguna vez. Y que por eso se la ansía como el ciego los colores, como el mudo las palabras, como el ahogado respirar...

¿Puede uno añorar, tener nostalgia de los bosques de Moravia sin haber jamás pisado los crujientes ocres de su otoño? Claro que no. Se podrá tener interés, hasta deseo por conocerlos, pero no nostalgia... Nostalgia sólo se puede de la vivencia intensa pasada y perdida; nostalgia se puede del mirar tierno de la madre, del olor a tostada de la infancia, de las baldosas de un patio ido, del aroma de un tilo o de un rostro enamorado... No de la desconocida Moravia. No obstante... ante Dios y no menos, ante la santidad, la experiencia humana es curiosamente esa: es nostalgia.

Nostalgia de Cielo, como profundo río subterráneo nos atraviesa, nos recorre... o mejor: nuestra historia personal se va dibujando, tranco a tranco, sobre el arcano recorrido de este río interior, que une secretamente mi Origen con mi Meta.

Y mientras estas aguas murmuran y corren caudalosas por lo profundo (cantando: “¡ven al Padre!” decía san Ignacio), sobre la superficie inerte de mi desierto sólo hay arena y sed. Y yo, como un venado sediento y herido, busco la corriente de agua. La busco suspirando por un “dónde” que oriente y vincule -con o sin nombre- esta “Transitoriedad” con que deambulo desde mis aguas primordiales hacia mis aguas definitivas.

Y es entonces que el Salmista dice algo imprevisto, clave y crucial que vale traducir así: me dejo llevar por la nostalgia (42,5). No dice “me abandono a la nostalgia” como un melancólico depresivo... No: dejarse llevar es otra cosa, es dejarse conducir.
Es decir, en esta búsqueda incierta, en este torpe tanteo, ella -la hiriente nostalgia- es mi lazarillo, mi guía, el invisible pastor de mi desierto... pulsión secreta que busca por mí y para mí la vida perdida.

Que otros conjuren a sus dioses. A nosotros se nos ha dado en custodia esta clave para cruzar el vasto páramo de la desdibujada existencia desde el esfumado Origen hacia la aplazada Meta: dejarse llevar por la nostalgia.

¿Hay razones para dar? Intentémoslo al menos: la nostalgia, como un dolor regresivo nos puja desde un fondo originario y nos atrae desde el destino...  
Sólo porque yo he estado en Manos de Aquel que me hizo; sólo porque era mi misma mismidad que hoy deambula en el tiempo la que en los umbrales del ser fue besado por el Aliento divino; sólo porque mi oído primordial recibió del Primer Vidente el elogio de estar bien hecho; sólo por eso, mi cautiva santidad no es Moldavia, sino el inconfundible aroma que sin imágenes suben y reverberan en mí, destilando nostalgia desde aquel propio origen aún encantado...

Otro tanto -con más audacia y cintura- habría que decir del Destino, de la Meta, del Cántico de Bodas del Cordero, de cada esquina y recodo de la Jerusalén eterna: “mi” Ciudad, mi Casa eterna, mi extrañado Hogar... ¡si me “olvidara” de ti...!
Pero, ¿puede olvidarse lo por-venir? Es que ya hemos sido justificados y glorificados (Rom 8,30); en las orillas ajenas al devenir, Dios ya nos vivificó, ya nos resucitó y ya nos sentó en los Cielos (Ef 2,6; Col 2,12).

Origen y Destino comparten la misma condición estable y definitiva del fundamento. Es decir, de roca. Ambos -cual abismos que se reclaman mutuamente (Sal 42,8) conforman una misma y única realidad que sostiene con indeleble firmeza el borroso y precario ser en devenir. Sólo por eso, hablar -como atreve la poesía- de una nostalgia de futuro no es una extravagancia, sino la inasible imagen del pulsar discreto con que el sólido fundamento, en su condición de Meta, atrae nuestro “todavía-no” desde su cumplido “ya”.

Y así, mi condición definitiva, tanto como mi condición de origen, ya me sostienen; soportan mi tiempo vacilante...

De ahí que el insistente “recuerda Israel” con que Dios espolea al Hombre, pretende socavar más y más adentro en su memoria, para ir de espesura en espesura hasta arribar al último subsuelo, al recuerdo primordial... a la memoria viva de la brisa de tarde, del fragante diálogo de amor del inicio, cuando Él me pensó y modeló e instaló en el ser y me miró y me amó por vez primera. Esta memoria primordial me acerca a la roca, a ese suelo mismo sobre el que Dios ha construido nuestra inviolable identidad.

La nostalgia como recuerdo no encubre (Freud) sino que desvela (Rilke) nuestra desnuda pureza primordial. Lo sagrado en que fuimos fundados.

La nostalgia es el secreto y silencioso instinto -ciego pero infalible, mudo pero incesante- con que lo más noble de nosotros mismos “extiende sus raíces hacia la corriente” (Jer 17,8). Es el genuino “eros”, la auténtica libido universal, aquel 'sentimiento oceánico' del que habla la psicología profunda; deseo de infinito, de plenitud, de vida. (Nostalgia y memoria fue uno de los temas centrales del fundador del psicoanálisis, para quien el Hombre siempre está intentando regresar por la memoria al origen personal y genérico. Rilke y Freud conversaron de esto en el año 13... pero nos estamos arremolinando...).

Emerjamos al hecho de mediodía: el diálogo de Jesús ante el brocal del pozo de Sicar es entrañable. Su cansancio parece milenario. La pregunta que ninguno atrevió -“¿qué quieres de ella?” (Jn 4,27)- es en verdad abismal...

Jesús sabe lo que quiere; y se esmera por descaminar -o mejor, por cavar- palada por palada, en la memoria de la Mujer para llevarla hasta su raíz más honda: no sólo donde el pecado es pecado y pecado original, sino sobre todo, donde el don es don y don original. Jesús -como un cuidadoso arqueólogo- cava en ella hacia “el Origen aún encantado” al decir de Rilke.

Si reconocieras el don de Dios... si te reconocieras como don de Dios... darías con la Fuente, con el Río subterráneo que corre por tus entrañas desde el Manantial primordial del Jardín del Edén (Gen 2,6) hasta el fontanar cristalino del Trono de Dios y del Cordero (Ap 22,1).

Pero este Río subterráneo, estas aguas arcaicas no emergen en fresco surgente sino punzando el arduo y rocoso Fundamento. Por eso el misterioso consejo divino que recibiera Moisés: háblale a la roca, y brotará el agua primordial. Háblale a la Roca; habla con tus cimientos; habla con tu propia nostalgia, con tu origen encantado, con lo mejor de vos mismo... háblale con Palabras claras y tranquilas, y domesticarás al río, que se te entregará como el agua del torrente domesticada en la copa...(Teillier).

La tan mal traducida Spe Salvi lo pretende decir más o menos así: “A la mayoría de los hombres –así nos atrevemos a suponer- les queda en lo más profundo de su ser una última apertura interior a la verdad, al amor, a Dios. Pero en las opciones concretas de la vida, esta apertura se ha tapiado (o recubierto: überdeckt) por nuevos compromisos con el mal; mucha suciedad recubre la pureza, a pesar de lo cual queda la sed (o la sed permanece), la cual, a pesar de todo, rebrota siempre desde el fondo de la inmundicia y permanece presente en el alma.” (SS 46).

Este indeleble reflejo, este insobornable rebrote es lo mejor de nosotros mismos: o al menos, constituye nuestro fondo intocable, donde la inmundicia no puede apagar el amor primero. Es el indomable oleaje de la nostalgia la que, como tabla de salvación, entre el pesado fango y las insulsas bellotas nos animan y apuran a retornar. El hijo menor entró dentro de sí (Lc 15,17)... y habló con la Roca. “Diré a la Roca -insiste el mismo salmo 42- ¿por qué me olvidas?” Pero la Roca no sólo no olvida, sino que provoca el recuerdo y agita dentro de mí la esperanza... al pulso de las nostalgias... y suplica el salmista: “que ellas me guíen y me conduzcan a tu monte santo, al lugar donde habitas.”

Nostalgia de la candorosa pureza, nostalgia de ingenua mansedumbre, nostalgia de exquisita humildad, nostalgia de amor sin límites, de entrega sin retaseos, de plegaria de fuego... nostalgia de inocencia: si nos dejamos llevar por ellas, la roca se partirá y brotará el agua y el desierto se tornará vergel y camino. Lo incierto germinará en rumbo. Lo inerte germinará sagrado.

Pues emergiendo desde la calavera de Adán, brotará el Río de Vida desde el punzado Costado y Brocal de la Roca: Cristo, más íntimo a nosotros que nosotros mismos.

Y así, el mismo que dijo “hágase la luz” hará brillar esa luz primordial en nuestros corazones, amaneciéndonos en Vida.

Cuaresma es tiempo de nostalgia, de hiriente nostalgia, en que añorar el Hogar, en que extrañar la santidad perdida. Tiempo en que dejarnos llevar por dentro tras sus aromas primarios hasta esa Noche Santa en que el Fuego y el Agua nos devuelvan un cristianismo y un “yo mismo” a estrenar.

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