El cristianismo sabe que en el centro de su propuesta se anuda una apretada paradoja: la personal exigencia por esforzarse en el bien y la no menos exigente tarea de dejarlo a Dios hacernos buenos. El “a Dios rogando y con el mazo dando” tiene por primer foco nuestro propio corazón y el arduo proyecto de tornarlo evangélico.
Y aunque el dicho, con sus lubricados gerundios, nos habla de ensamble y armonía, lo cierto es que se nos va la vida buscando la “puesta a punto” de este motor de dos tiempos. Ante cada desafío emerge la perplejidad: ¿le apuesto a la Gracia o me arremango y arremeto a pulmón? ¿Le confío el asunto a Dios o me hago cargo yo? El simplista responderá sin pestañar: ¡las dos cosas a la vez! Y no yerra. Pero haciendo un poco de zoom, se ve que este “a la vez” admite una variopinta paleta de colores... Un antiguo aforismo jesuita aconseja moverse “como si todo dependiera de uno, sabiendo que todo depende de Dios”... Tampoco convence.
Tal vez, sólo tengamos en claro evitar cordonear sobre los extremos de la pura pasividad o del cuentapropismo engreído y suficiente. Y solamos apostarle —como casi siempre que media la perplejidad— a que “el punto” esté a mitad de camino entre ambos extremos. Ante lo cual acotaría la indomable Simone Weil: no siempre la verdad equidista de extremos erróneos y arbitrarios; no es serio determinarla de este modo geométrico...
Gracia divina y voluntad humana: ¿cómo se trenzan vuestras hebras para tejer la trama del hombre evangélico?
Un modo en que solemos hilvanar este tapiz es haciéndonos a la idea de que el Año Litúrgico, en su vasto recorrido, nos promoviera, según el color de la estación, uno u otro ovillo. Es decir, que hubiera —diría Salomón— un tiempo para la gracia y un tiempo para el esfuerzo. O al menos (para no morder banquina), un tiempo para acentuar la Gracia y un tiempo en que acentuar la voluntad propia. Conforme a esta hoja de ruta, Navidad y Pascua lucirán como los tiempos óptimos del don divino: regalo del Dios humanado; regalo del Resucitado. Y a contrapunto: Adviento y Cuaresma, como tiempos de tarea, de esfuerzo y trabajo espiritual.
Hoy, Miércoles de Ceniza, los católicos comenzamos un tiempo especial, dedicado a buscar con mayor fervor el camino de retorno, la vuelta al Evangelio. Un tiempo “de conversión”.
Y ante este reto reflota la acuciante pregunta: ¿qué hilo enhebrar?, ¿quién transformará mis rencores en perdones, mis iras en mansedumbre, mis acritudes en dulzura? ¿Quién podrá transfigurar este tullido egoísmo en amor grácil? ¿Quién me quitará de la vista la paja del ojo ajeno? Y más adentro aún: ¿cómo se tornará vidrio cristalino mi empañada fe, florecerá mi esperanza, cobrará color mi anémica caridad?
¡Esfuérzate! —susurra una seca voz interior—. Dios ya hizo su parte —insiste—; la ceniza en tu frente marca el inicio de tu tarea: toma tú la posta y corre la carrera que te toca. Dios mismo te arenga y desafía: “¡conviértete y cree en el Evangelio!”
Soy dado a pensar que hay trampa en este instalado planteo.
Un viejo aforismo dice que la sabiduría consiste en reconocer proporciones... Veamos. “El Dios que te creó sin ti no te salvará sin ti”: y es cierto. Pero...
Es que no se trata de una Sociedad donde ambos socios invierten capital en partes iguales. Aunque se avenga a no tomar decisiones sobre nuestro comportamiento sin el voto favorable de su socio menor, en esta asociación Dios es dueño del 99 % de las acciones.
Así pues, no se da “la química” del fascinante misterio de la vida cristiana intercalando de a ratos o estaciones la gracia y el esfuerzo en parecidas proporciones. Ni alcanza con otorgarle a la Gracia una educada, lógica y piadosa “primacía”, por ser divina.
Hay que partir de esta roca: el cristianismo es un regalo. Un indebido y desproporcionado regalo de Dios. Y nuestra “tarea” consiste en recibir, desenvolver, contemplar, agradecer y aprovechar el regalo. Un paquete de “tareas” que, aun distando tanto del heroísmo estoico, no logramos sacar a flote.
Sí: la urdimbre cristiana se teje tramando los dorados hilos de la Gracia en Acción con las barrosas hebras de nuestra acción de gracias. Circularidad eucarística. Lo redondo y líquido del Amor correspondido.
***
¡Conviértete! —clama el grito de guerra interior, sobre el pórtico de la Cuaresma.
¡Conviérteme y me convertiré! —contesta el cristiano, doblando la apuesta, no en monto, sino en dirección. Y el Señor no menea la cabeza, como diciendo: uno les da la mano y le toman el brazo... No. Su Brazo poderoso asume gustoso el protagonismo de la Cuaresma. Yo , el Señor, lo digo y lo hago. Yo te convertiré al Evangelio. Si tú aceptas que Yo lo haga...
Y cualquiera lo percibe: hay algo desmedido en la pretensión. Hay algo entre cruel y utópico. ¿No sería más sensata, más comedida, y más “madre” si con tono afable y misericorde nos animara con un “intenta convertirte; procura creer un poco más en el Evangelio”?
Sería más sensato si esas palabras las dijera en nombre propio y por cuenta propia. Pero no. Ella tan sólo presta voz a la Palabra Omnipotente del Señor Jesús. Al mismo Señor que en el origen protagonizó aquel “y dijo Dios: que haya luz, y hubo luz”; al mismo que, nacido de María, dijo: Lázaro sal fuera; la niña no está muerta; o, ¡levántate y camina! Ese mismo Cristo, me mira a los ojos, me recuerda mi inerte nada y sopla sobre mis huesos secos Su hálito de Vida: ¡conviértete y cree en el Evangelio!”
Sí. Es Su Voz. Es la Voz del Señor sobre las aguas de mi vida diluida, bramando con el vigor de su divinidad, capaz de arrancar de cuajo los cedros antiquísimos de mi malicia. El mismo que puede decir sobre un mendrugo de pan “esto es mi Cuerpo”, ¿cómo no ha de poder inclinarse sobre mi miseria, tomarla y partirla, diciendo: “ora a tu Padre”, “ayuda a tu hermano”, “perdona, consuela, ama”, “vete y no peques más”, y dar con ello, mucho más que consignas y mandatos, una palabra creadora, viva y eficaz, que hace lo que dice. Fiat mihi secundum Verbum tuum...
Y no sólo hoy. Durante toda la Cuaresma la Iglesia espiga de los evangelios los textos más intensos en que se nos anima a la conversión. El tiempo verbal suele estar en imperativo: haz esto, evita aquello.
Mal entendido, se nos puede tornar un fatigoso camino recolectando piedras a cargar en la mochila de propósitos vanos, intentos fallidos, tareas pendientes...
Bien entendido, podemos ante cada uno de estos Evangelios, abrir las puertas del corazón y dejar que esa Palabra Poderosa actúe. Haga lo que dice.
En uno de esos pasajes magistrales del teatro de Claudel, se da este diálogo:
— Es bueno dar gracias al Señor, dice el Salmo...
— Lo dirá; pero la realidad va más allá: es bueno quien da gracias al Señor.
Es que tal vez, como balbucea en un hilo de voz el moribundo cura rural de Bernanos, “¡Qué más da! Si al final, todo es gracia”.
***
Con ambos brazos estirados, y un cerrado regalo nimbando entre las yemas de sus dedos, Dios nos extiende la Cuaresma , nos regala la conversión. Y con divinas ansias, anhela que, sin miedo ni desconfianza, sin traumada lectura ni retorcido análisis, con la simpleza y candor de un niño, lo aceptemos, desenvolvamos, agradezcamos y disfrutemos. Es el arte de la irresistencia.
Es que, tal vez, la vida cristiana no trate de mucho más que de eso: de saber reaccionar ante un regalo...
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