lunes, 28 de octubre de 2013

El Cordero y el Beso que salvan


 


El extenso y colorido relato de la parábola —tantas veces leído, tantas veces comentado— incluye tres términos que tal vez puedan aportarnos alguna “novedad”, en esa acepción de impacto imprevisto, de asombro, de  descubrimiento. Dos de ellos son términos bastante raros (en su griego original incluso) y el tercero, aunque usual como término, carga su anomalía a cuenta de su aplicación. Ellos, a su vez, se engarzan cual tres diamantes enhebrables en preciosa alhaja.

Los términos son: insalvo; rebeso y becerro.

Un relato de más de cien palabras, está literalmente montado sobre estos tres curiosos pivotes. Veamos de qué se trate:

El primero, un término muy en el centro, muy en el vórtice de todo el relato, que amerita una profunda atención si uno quiere superar lecturas fáciles, psicologistas, emocionales de la parábola.
Y refiere a cómo vivía este joven rico, el independizado heredero, en aquel lejano país. Dirá san Lucas que vivía “asótos”. Es un adverbio. Es decir, un término que modifica el obrar del sujeto. Se suele traducir “licenciosamente” o “inmoralmente” y hasta, con mayor torpeza, por “lujuriosamente”. Pues nada de eso especifica el término a-sotos que —como se ve sin mayores dificultades— alude a la negación de soter, de salvación. Vivía sin salvador, sin protector, sin respaldo. Libremente, este hombre, opta, elige, escoge la “insalvencia”, si se me permite neologar. Nadie lo condena: él se insalva, abraza la lejura salvífica.

Surge así de la parábola un concepto de lo malo muy importante: no está mal algo porque esté prohibido; está prohibido porque hace mal. El hijo no contraviene una norma: más bien arruina su calidad de vida; vive mal. Malo es quien vive mal, quien no goza de un buen vivir. De una vida “a salvo”.
Dios no lo castiga. Su propio error lo automargina de la felicidad. Dios no sabe castigar; sólo sabe proveer salutífera felicidad, a quien, en su cercanía, la quiera recibir. Lo que llamamos “castigo divino” no es más que lejura divina —como el frío es lejura de calor—; y esa lejura la viandamos nosotros mismos: no Él.
Lo a salvo o insalvo se da, en definitiva, no tanto por tal o cual conducta, sino en razón de relación, en razón de distancia (cercanía o lejura). Es iluminado no quien se las ingenia en alumbrar sino quien se mantiene cerca de la lumbre. Por eso —como hemos comentado con recurrencia— más que un hijo pródigo, el drama en cuestión es el de un hijo prófugo. Fugarse lejos del Salvador nos hace desgraciados “asotos”, insalvos. 

El segundo término es una perla preciosa; de esas que vale guardar solas, sobre negrísimo terciopelo y contemplarla ahí, reluciente, mil veces…
No hay mucho más cristianismo fuera de este neologismo lucano, fundante de la vera Religión: katefílesen; que es un reduplicativo del verbo besar. Es recontrabesar. Tras correr, tras colgársele del cuello, lo recontrabesa. No solemos hacer eso los padres. Ni los según la carne, ni los espirituales. Entendemos que el perdón es esencial a nuestro Credo, incluso entendido en todo su “setenta veces siete”. Pero que el hijo debe entender también la gravedad de su error para evitar reincidencias. A lo más, solemos arrojar un: “está bien; borrón y cuenta nueva; demos vuelta la hoja.” El Padre de la Parábola no quiere hacer eso. Es ésta la mejor página del vínculo: ¡darla vuelta sería como adelantar una película en su escena más intensa y bella! La vida cristiana no comienza al día siguiente de este beso: la vida cristiana vive de este beso.
Ese beso tan especial —el recontrabeso— es un beso generativo. O mejor aún: regenerativo. Toda la herencia perdida, como en una implosión galáctica, es reabsorbida, rejuntada, restablecida en un mágico Génesis. La Creatio ex nihilo da paso a la Re-creatio ex amore. La Boca de Dios dice haya vestido y hubo vestido; haya anillo y hubo anillo; haya calzado y lo hubo. Y vio Dios que era bueno. Y fue ese el Octavo día.

Y nos queda el tercer término: “mosjon”, novillo, becerro. Sustantivo que admite un verbo (mosjopoieo), por aquellos judíos que hicieron, fabricaron un becerro (de metal). Dios también sabe de mosjopóiesis. Crea uno antes de la creación del mundo, como nos avisa misteriosamente san Pedro en su Carta. Y este Cordero festivo es el verdadero protagonista de todo el relato. No sólo una suerte de broche final.
Ya que “venimos del futuro”, toda la Parábola hay que atreverse a leerla en su curso invertido (del versículo 31 al 11) y entender entonces varias cosas: que es este Cordero “el primero en todo”. Es la prolepsis con que ocurre la economía salvífica: porque como el Cordero de Dios, puedo entrar dentro de mí, puedo aborrecer de las bellotas, puedo no echarme a morir debajo de la retama de Elías, y hasta puedo —oh Misterio— alejarme de la Casa paterna y descubrirme insalvo.

Que el Cordero y el Beso nos revistan de la Salvación.

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