miércoles, 23 de octubre de 2013

CONTEMPLATIVOS como NIÑOS JUGANDO


Nuestro soplo original, hecho por amor y llamado a desplegar ésta su esencia, conocerá su plenitud en la comunión con Dios. A diferencia del macrocosmos que algún día se apagará y desaparecerá, el destino final de nuestra expansión es la plena amistad con Jesucristo, y desde Él con la trinidad: “aquel día comprenderán que yo estoy en el Padre y ustedes en mí y yo en ustedes” (Jn 14, 20); “vendremos a él y habitaremos en él” (Jn 14, 23). 

En la contemplación para alcanzar amor (EE 230 – 237), Ignacio nos invita a respirar el amor de Dios en toda circunstancia, acontecimientos y personas, “a Él en todas amando y a todas en Él” (Const 288).  En “El Medio Divino”, Teilhard nos recuerda que “este Dios se halla tan extendido y es tan tangible como una atmósfera que nos baña. Por todas partes El nos envuelve, como el propio mundo”.  De esta manera nuestro soplo original sintoniza y se acompasa con el aliento divino que le dio y sigue dando la existencia.

Proponemos entrar en la dinámica del amor divino como quien entra en un juego de niños.  Así como en el amor, también un niño jugando está lleno de alegría, gozo y gratuidad .  El juego exige empeñarme en la acción, de cuerpo entero, y en la comunicación solidaria. Como cuando Ignacio dice que el amor se debe poner en obras y consiste en comunicación de las dos partes (EE 230-231).  Que el amor de Dios posea un carácter lúdico no significa restarle seriedad. Nietzsche definió la madurez como "la habilidad de recuperar la seriedad que uno tenía cuando era niño en el juego" .  Paradójicamente, la madurez ignaciana del contemplativo en la acción, nos ubica como niños que se toman muy en serio la gratuidad del Padre, “ponderando con mucho afecto cuánto ha hecho Dios nuestro Señor” por ellos (EE 234).

El niño en el juego está completamente concentrado en lo que hace, absorto en su mundo. Para quien respira el amor divino, todo el universo se explica desde el Padre que revela sus secretos a los pequeños (Mt 11, 25). “El gran misterio del Cristianismo no es exactamente la aparición, sin la Transparencia de Dios en el Universo.  Sí, Señor, no solo el rayo que roza sino el rayo que penetra.  No vuestra Epifanía, Jesús, sino vuestra Diafanía”, dice Teilhard.  Quien respira el amor divino reconoce su Presencia en todas las creaturas, incluyéndose habitado por ella: “y así en mi dándome ser, animando, sensando y haciéndome entender; asimismo haciendo templo de mi” (EE 235). 

El niño puede estar absorto en su juego porque cuenta con el amor incondicional de sus padres. Inconscientemente sabe que sus necesidades básicas de cuidado y protección están cubiertas y aseguradas. No se preocupa por la comida y el vestido, eso lo ha dejado en manos de sus padres. En la dinámica del amor divino también confiamos en que “Dios trabaja y labora por mí en todas las cosas creadas” (EE 236); nos volcarnos de lleno en la búsqueda del Reino, despreocupados porque el Padre del cielo sabe bien lo que nos hace falta (Mt 6, 32).

El juego es un espacio de aprendizaje y autoconocimiento para cada niño/a. El juego ayuda a descubrir y desarrollar su propio cuerpo, descubrir a otros y desarrollar relaciones interpersonales para imitar papeles de la familia y descubrir nuevos modos de operar. A la luz del amor divino también descubro quién soy.  El soplo original contiene un caudal de dones que nos dan identidad, pero solo al calor del amor pueden transparentar nuestra semejanza, “así como mi medida potencia de la suma y infinita de arriba, y así justicia, bondad, piedad, misericordia, etc.; así como del sol descienden los rayos, de la fuente las aguas, etc.” (EE 237).

«Dios es mayor que la cosa mayor del mundo, sin embargo le podemos hallar en la cosa más pequeña», reza el elogio sepulcral de Ignacio en el primer centenario de la fundación de la Compañía.  Y por eso encontramos la grandeza del amor divino en la seriedad de un niño jugando.

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