Introducción: Un Hecho y su Secreto
Salí del Padre y vine al mundo.
Ahora dejo el mundo y voy al Padre.
(Jn 16,28)
Se
llega al monasterio por distintos motivos. Puede ser debido al
comentario de un amigo, o por que se leyó alguna vez sobre la vida de
los monjes, o porque uno busca realmente una vida más plena.
La
primera impresión es de paz. ¿De dónde les viene a los monjes esta paz?
¿Cuál es el secreto de esta vida? Y ¿Cómo explicarla, cuando parece ser
algo del pasado y tan extraño a la sociedad actual?.
Francamente,
los argumentos que se suelen aducir para responder a tales preguntas
son muchas veces insatisfactorios y engañosos, debido a que se los
fundamenta en razones de utilidad. Por el contrario, lo que interesa
destacar acerca del Cister es su diferencia con respecto al mundo. El
contrasentido aparente del monasterio a los ojos del mundo es lo que le
confiere su verdadera razón de ser. En un mundo de ruido, confusión y
conflicto, es necesario que haya lugares como estos de silencio,
disciplina interior y paz; no la paz de la comodidad, sino de la caridad
interior y del amor basado en el seguimiento total de Cristo. En
realidad, el monje no pregunta tanto el porqué de su vida. Lo intuye de
una manera simple y directa en la persona de Cristo. No espera “librarse
de problemas”, pues sabe por experiencia que la misma fe cristiana
implica una cierta angustia y es una manera de confrontar e integrar el
sufrimiento interior, no una fórmula mágica para hacer desaparecer todos
los problemas. Tampoco es por aventuras espirituales extraordinarias o
heroicas por lo que el monje cisterciense da sentido a su vida, sino
que, a fin de cuentas, el monasterio enseña al hombre a comprender su
propia medida y aceptarse como Dios lo ha hecho. En una palabra, le
enseña la verdad sobre sí mismo, lo que suele llamarse la “humildad”.
Es
cierto que el monje reza por el mundo; pero este modo de justificar el
sentido de su vida sugiere una especie de bullicio espiritual que es muy
ajeno al espíritu monástico. El monje no ofrece al Señor muchas
oraciones y luego mira hacia el mundo y cuenta las conversiones que
debieran resultar. La vida monástica no es “cuantitativa”. Lo que
importa no es el número de oraciones, ni la multitud de prácticas
ascéticas, ni el ascenso a varios “grados de santidad”. Lo que cuenta es
no contar y no ser tenido en consideración, desaparecer para dar lugar
al amor de Cristo.
“El
amor – dice San Bernardo- no busca justificación fuera de sí mismo. El
amor es suficiente en sí mismo, es agradable en sí mismo y para sí
mismo. Es amor es su propio mérito, su propia recompensa, no busca una
causa fuera de sí ni otro resultado que el amor mismo. El fruto del amor
es el amor”. Y agrega que la razón de este carácter autosuficiente del
amor es que viene de Dios como su origen y vuelve a Él como si fin,
porque Dios mismo es Amor.
Por
consiguiente, la existencia aparentemente gratuita del cisterciense
está centrada en el sentido más hondo del mundo y en el valor más
trascendental: amar la verdad por sí misma; abandonar todo para
escucharla en su fuente, la palabra de Dios; dejar que esta palabra
repercuta en las diversas dimensiones de la vida humana, para que todo
el ser del hombre sea asumido en Jesús, la palabra hecha carne, y por Él
conducido al Padre. El monje sirve a sus hermanos precisamente en
cuento sale del mundo con Cristo y va al Padre.
Las
presentes páginas están escritas a modo de meditación sobre lo que se
puede llamar con franqueza “el secreto de la vida monástica”. Es decir,
tratan de penetrar el significado interior de algo que está
esencialmente oculto, una realidad espiritual que elude una explicación
clara.
Enfrentarse
con el secreto de la vocación monástica y asirse a la misma es una
experiencia profunda. Es un don; un don no otorgado a muchos, pero que
tiene una historia a la vez antigua y moderna. Desde los primeros años
del cristianismo, en efecto, siempre ha habido discípulos de Jesucristo
que se reunían en grupos, más o menos apartados de los pueblos y
ciudades, para escuchar mejor la Palabra de Dios y vivirla más
plenamente. En el siglo VI, san Benito redactó una regla para tales
comunidades, que los monjes han tomado como interpretación práctica del
Evangelio.
En
estos primeros años del siglo XXI, lejos de ser una cosa del pasado, la
vida monacal sigue siendo un hecho religioso ineludible. Ciertos
hombres se encuentran inexplicablemente atraídos a ella y el árbol
monástico está lleno de vida joven, desarrollándose en nuevas formas.
Sin embargo el que entra, aunque abandone la sociedad para vivir una
vida diferente de la del hombre común de nuestro tiempo, lleva
inevitablemente al monasterio las complicaciones, los problemas y las
debilidades del hombre contemporáneo, junto con sus cualidades y
aspiraciones. Ninguna comunidad monástica puede evitar estar afectada
por tal hecho.
Cada
monasterio tiene un carácter muy propio. La “personalidad” de cada
comunidad es una manifestación especial del Misterio de Cristo y del
espíritu de la Orden monástica. Esta es la razón por la cual los monjes
se consideran ante todo miembros de una comunidad particular aun antes
que miembros de una Orden.
Así
el monje cisterciense será siempre un hermano del monasterio donde hizo
su promesa solemne de estabilidad, y puede ser que no vea en toda su
vida otro monasterio de la Orden. Al entrar alguien en la vida
cisterciense, su propósito es vivir y morir en ese único lugar elegido,
en esa comunidad única, con sus gracias, ventajas, problemas y
limitaciones especiales. Si llega a ser un perfecto discípulo de Cristo –
es decir, un santo-, su santidad será la de aquel que ha encontrado a
Cristo en una comunidad particular y en un momento particular de la
historia. Estas páginas son un testimonio, a veces confuso e imperfecto,
de la realidad de tal experiencia. Basándonos en algunos textos
bíblicos y de los Padres del monacato cristiano, reflexionaremos juntos
sobre lo más fundamental de una comunidad cisterciense.
VIDA CONTEMPLATIVA CISTERCIENSE (Parte 2)
I. Soledad que Despierta
El
Señor dijo a Abraham: “Deja tu país, a los de tu raza y a la familia de
tu padre, y anda a la tierra que yo te mostraré. Camina en mi presencia
y trata de ser perfecto. Yo confirmaré mi alianza entre tú y yo, y te
daré una descendencia muy numerosa”. (Gn 12, 1 y 17, 1-2).
<<
Levantémonos, por fin! La Escritura nos urge: “Ya es hora de
despertar”. Con los ojos abiertos a la luz que nos diviniza, con los
oídos atentos, escuchemos lo que cada día nos exhorta a la voz divina:
“Si hoy oís su voz, no endurezcáis vuestros corazones >>. Y ¿qué
nos dice? << venid, hijos, escuchadme; os enseñaré el temor del
Señor>>. <>. El Señor, buscando
un obrero entre la multitud, todavía insiste: “¿Quién es el hombre que
quiere la vida?”>> (Regla de San Benito).
Como
muchos hombres, el monje ama la vida. Él reconoce que Jesús es esta
vida, y corre con todo su corazón hacia Él. Jesús lo llama al desierto o
a la soledad; es decir, a la tierra que es desconocida para él y poco
frecuentada por otros hombres. Su viaje al desierto es una respuesta
positiva a la llamada de Dios, llamada inexplicable, que solo puede ser
verificada en la fe y la sabiduría espiritual de la Iglesia.
El
monje deja la sociedad para vivir en fidelidad a la alianza misteriosa y
personal entre él y Dios, alianza pactada con la sangre de Cristo,
asumida en el bautismo y confirmada por su propia vocación y por sus
votos. En la soledad, el monje se despierta a la verdad, porque en
alguna medida ha experimentado que el caos de codicia, violencia,
ambicion y lujuria que el Nuevo testamento llama <> (1Jn 2, 16), es el reino de la mentira. Es un lugar de
confusión y de falsedad donde el espíritu está esclavizado y donde no se
puede aprender con facilidad los caminos de Dios. El corazón del monje
no escapa de esta esclavitud. En la soledad y el silencio, todo su
desorden interior sube a la superficie, desaparecen los falsos amores,
crece la libertad espiritual y , poco a poco, se restablece la armonía
de corazón, con sus exigencias y condiciones necesarias.
Jesús
en el desierto bendijo y consagro esta vida de soledad y silencia. Por
eso, para la persona que ha abrazado tal vida, ella no constituye una
ruptura de comunión con el mundo, sino que, por el contrario, se vuelve a
una forma especial de presencia entre los hombres. En efecto, los
sacrificios del desierto lo son en una nueva relación con el universo
entero, gracias a la nueva interioridad que despierta en él, por la que
encuentra que Cristo habita realmente en su corazón por la fe, más allá
de sus sentimientos y sus gustos.
No
todos los que experimentan el deseo ardiente de vivir con Jesús en el
desierto o de <> son, por ese mismo hecho, llamados a la vida monástica.
Por el contrario, su salida del mundo no sería una experiencia de
apertura y enriquecimiento. Para ello están las muchas formas de vida
religiosa que incorporan elementos de soledad dentro de un marco de
estrecho contacto con la sociedad.
No
obstante, queda en pie el hecho de que existen hombres realmente
llamados a abandonar sus hogares, apartarse de las ciudades humanas,
dejar las formas más activas de evangelización, para vivir aparte,
consagrados a la meditación silenciosa y a la oración litúrgica, al
trabajo manual, la soledad, la disciplina corporal, mental y espiritual.
Más
aún, la seriedad total de la vocación monástica podría perderse, si nos
olvidáramos de la urgencia que frecuentemente impulsa al monje a salir
de la sociedad. Sucede a menudo que los mismos monjes vacilan al hablar
sobre este aspecto de su vocación. No quieren como hostiles al mundo,
porque piensan que es necesario reconocer la bondad que hay en él y
pasar por alto lo malo. En esto tienen una cierta razón. Es un problema
delicado. El monje lo puede solucionar únicamente si valora al mundo a
la luz de Cristo y no a la luz de la evaluación que el mundo tiene de sí
mismo, la cual es completamente engañosa.
En
esta encrucijada de valores, en la que todo hombre de buena voluntad se
encuentra tarde o temprano, el monje juzga a la sociedad actual
mediante una opción a la vez revolucionaria y pacífica, que las
presentes páginas tratan de describir. La palabra tradicional para
indicar esta opción en profundidad es “conversión”, una conversión
total, un cambio de estructuras vivenciales, mentales y hasta afectivas,
para que el Espíritu de Cristo reine en el corazón humano y en todo el
pueblo de Dios.
El
monje siente la necesidad de salir de la sociedad envuelta por las
tinieblas de la muerte, no para descansar, sino para realizar esta
conversión o, mejor dicho, para permitir que el Espiritu, que renueva
día tras día a su Iglesia, la realice en él.
En
consecuencia, aunque el monje debe ser aquel cuyos ojos estén
completamente abiertos al misterio del mal, también debe estar más
dispuesto aún a contemplar la bondad de Dios en la muerte y resurrección
de Jesús.
Esto
implica, a su vez, un conocimiento profundo del bien que existe en el
mundo, el cual es creación de Dios, y en los corazones de los hombres,
todos los cuales están hechos a imagen de Dios, redimimos por Jesús y
llamados por él a la luz de la verdad y a la unión con él en el amor. El
monje no pide que Dios tolere simplemente el mal o lo pase por alto,
sino que enfrenta el valor de la vida resucitada de Cristo con la
iniquidad del mundo. Esta es la perspectiva de la esperanza cristiana,
que cree que el mal, por grande que sea, es vencido por la verdad y la
bondad, las cuales pueden parecer de poca fuerza, pero en realidad no
están sujetas a limitaciones cuantitativas.
Pero,
hay que pagar un precio. Si el monje debe ser, como Abraham, un hombre
de fe, no se le permite simplemente establecerse en un nuevo dominio y
desarrollar una nueva clase de sociedad para sí mismo, y allí asentarse
para una existencia plácida y autocomplaciente. Paz y orden y virtud
deben caracterizar siempre la vida de la familia monástica. Pero también
hay sacrificio. Así como Dios exigió de Abraham una docilidad que
prefiguró la obediencia de Cristo hasta la muerte (Fil 2,8), se le exige
también al monje que corone su renunciamiento al mundo por una renuncia
mucho más difícil: la del propio yo. Esta autorrenuncia se efectúa en
primer lugar por la vida de los votos monásticos, especialmente por la
obediencia; pero el sacrificio del yo se consume sobre todo en el
secreto fuego de la tribulación interior. Ésta es la prueba real del
monje que algún día le será requerida y lo despertará verdaderamente.
Pero nadie puede predecir exactamente cuándo el fuego será encendido por
el Señor. Puede ser que la prueba comience en toda su intensidad
solamente al llevar el monje muchos años en el monasterio. No siempre el
sacrificio es comprendido por el mismo monje, ni por aquellos que viven
con él. Su sentido está escondido por el mismo monje, ni por aquellos
que viven con él. Su sentido está escondido en el corazón de Cristo. Lo
que importa es estar dispuesto a ofrecer todo, aun lo más querido, si
Dios lo pide.
Sólo
así se pueden apreciar las palabras de Juan XXIII acerca de la vida
contemplativa en el Cister: “La Iglesia, al paso que aprecia bastante
el apostolado externo, tan necesario en nuestros tiempos, sin embargo,
atribuye la más grande importancia a la vida dedicada a la
contemplación, y precisamente en esta época demasiado empeñada en
acentuado activismo. Pues el verdadero apostolado consiste en la
participación en la obra de salvación de Cristo, cosa que no puede
realizarse sin un intenso espíritu de oración y sacrificio. El Salvador
liberó al mundo, al esclavo del pecado, especialmente con su oración al
Padre y sacrificándose a sí mismo; por esto el que se esfuerza por
revivir este aspecto íntimo de la misión de Cristo, aunque no se dedique
a ninguna acción externa, también ejercita el apostolado de una manera
excelente”.
<<
Dar lugar >> al reinado de Cristo es el significado verdadero de
toda renuncia monástica. Pero aunque a veces se la pinta en términos
dramáticos, por regla general no tiene nada de dramático. De hecho,
aquellos cuya sensibilidad insiste en hacer una tragedia de todo lo que
les ocurre, no pueden durar mucho en el monasterio. En la vida monástica
se puede hallar una paz y un desapego que no son experimentados ni
dichosos, ni como amargos. Son tranquilos, pacientes y en cierto sentido
indiferentes. Porque la paz real de la renuncia monástica es a un mismo
tiempo normal y más allá del alcance del sentimiento. Es algo que no se
puede conocer antes que uno abandone cualquier intento de pesarlo o
medirlo. Llega a ser evidente únicamente en la medida en que uno olvida
sus propios deseos y no busca agradarse a sí mismo, sino al Señor.
Entonces se descubre que Jesús es el secreto de la sociedad.
Vida Contemplativa Cisterciense (Parte 3)
II. Comunidad Contemplativa
“Las
Moradas de los monjes en las colinas eran como santuarios llenos de
coros divinos, cantando con la esperanza de la vida futura, trabajando
para dar limosnas y preservando el amor y la armonía entre sí. Y en
realidad, era como ver un país aparte, una tierra de misericordia y
justicia” (San Atanasio de Alejandría, Vida de San Antonio).
Lo
que verdaderamente transforma el mundo no es tanto el testimonio
singular de un cristiano, por más santo que sea; lo que cambia al mundo
es el testimonio de una comunidad que vive de la Palabra, se nutre en la
Eucaristía y testifica su servicio en la caridad. Todo lo que tenemos
que hacer es formar verdaderas comunidades. Si es una comunidad que
busca la oración, una comunidad que busca el servicio y una comunidad
que vive en la alegría y en la esperanza, e comunidad cristiana. Yo creo
que son señales infalibles de una auténtica comunidad cristiana. Una
comunidad busca la interioridad, la oración, la contemplación, una
comunidad que siente necesidad de orar. Comunidades en una palabra, que
siguen creyendo en la eficacia transformadora del Evangelio;
concretamente comunidades que se sienten enamoradas de Jesús.
A
lo largo de los siglos, la llamada a abandonar la sociedad y vivir en
un desierto físico o espiritual se ha expresado en formas variadas. En
los primeros días del monacato, había algunos monjes que adoptaban
simplemente una vida errabunda en el desierto, sin morada fija. Otros
vivían completamente solos como ermitaños. Con el tiempo, descubrieron
que se necesitaba cierta forma de vida social e institucional para dar
estabilidad y orden. De esta forma se afianzó la vida común o
cenobítica, en la cual la misma comunidad estaba ubicada en el yermo, o
por lo menos alejada de cualquier ciudad, y en la cual los hermanos
preservan un ambiente de oración por medio del silencio entre ellos
mismos.
Esta
combinación de soledad y comunidad concilió las ventajas de la vida
apartada con las de la vida social. El monje no disfrutaba únicamente
del silencio y de la libertad frente la las tareas distrayentes de la
actividad mundana, sino también tenía el apoyo y el aliento de la
caridad fraternal. Podía olvidarse de sí mismo en el servicio a los
demás, trabajar por el bien común de la comunidad monástica y alimentar a
los pobres.
Se
beneficiaba de la obediencia y la dirección espiritual, y lo ayudaba el
buen ejemplo de los demás. Ante todo, podía participar en la oración
litúrgica comunitaria en la cual Cristo, el Señor y Salvador, estaba
presente en medio de la asamblea monástica ofreciendo el sacrificio de
alabanza y acción de gracias en los misterios de nuestra fe celebrados
por los hermanos.
En
la vida comunitaria no se procuraba solamente que el hermano buscara su
propia salvación o un tipo individualista de contemplación, sino que la
misma comunidad era un sagrado lugar de encuentro entre Dios y el
hombre. Aquí el monje se abría a la acción del Espíritu que lo unía
íntimamente con sus hermanos y recibía la fortaleza necesaria para
continuar la contenida solitaria e interior a la cual Jesús lo había
llamado.
Los
monjes cistercienses se han dedicado desde el siglo XII a esta vida
contemplativa en comunidad, sin perder de vista ni la nota de soledad ni
el hecho de que forman un solo Cuerpo en Cristo resucitado.
Lo
que le ayuda al cisterciense a permanecer en cierta medida solitario,
aun estando entre sus hermanos, es ante todo el silencio. Luego el
trabajo manual en el campo en los talleres tiene algo de solitario y de
oración, además de ser el medio por el que el monje se autoabastece. De
este modo también se mantiene libre de los múltiples contactos con el
mundo exterior. Además, raras veces deja su monasterio, y lo hace
únicamente por razones serias.
Así
la unión fraterna en la vida comunitaria monástica no es el simple
resultado de la sociabilidad natural, sino que es un fruto del Espíritu
Santo, un carisma sobrenatural otorgado por Cristo resucitado para bien
de todo su pueblo. Por lo tanto, debe considerárselo como completamente
distinto de la cordialidad de una comunión natural, que es buena en su
propia esfera. Las amistades del monje dependen de su sensibilidad
respecto al fin hacia el que se orienta toda la comunidad monástica: la
gloria de Dios y la unión con él. Por consiguiente, aunque los valores
humanos y la sinceridad de la amistad monástica no debe tender a ser un
simple substituto del cariño del hogar natural, al cual el monje ha
renunciado.
En
todo caso, la alegría de la vida en el Císter proviene de la entrega
generosa a la tarea espiritual común de alabanza y trabajo, y a la
búsqueda en común de <> la Iglesia en la verdad.
La vocación del monje no es la de <> cómodamente
en el monasterio un ideal monástico ya realizado, que hace suyo con un
mínimo de dificultades. El monaquismo es algo que cada generación de
monjes está llamada a <> y tal vez a
<>. De esta manera, nunca se logra
completamente el ideal y nadie tiene derecho a sentirse amargado o
defraudado porque no lo encuentre realizado en su comunidad.
Cada
hermano debe a su comunidad el esfuerzo de ayudar o
<> a sus hermanos, trabajando con ellos para
preservar y mejorar la vida contemplativa que comparten y por la cual
han renunciado al mundo. Su alegría está basada, en última instancia,
en la verdad y sinceridad con que se entregan a Cristo que vive entre
ellos. Cuando esta verdad está viva en sus corazones, la cisterciense
debe buscar primero la verdad en sí mismo y en su hermano antes de poder
encontrarla en Dios.
El
monje encuentra la verdad de Cristo en sí mismo por la humildad con que
reconoce su propia pecaminosidad y sus propias limitaciones. Encuentra
esta verdad en su hermano no juzgando sus pecados, sino identificándose
con su hermano, poniéndose en su lugar, respetando el hecho de que el
hermano es una persona diferente, con distintas necesidades y con una
tarea distinta a realizar dentro de la labor única y común a todos.
San
Bernardo dice <>
Por
lo tanto, el amor del monje por su hermano debe ser realista, compasivo
y comprensivo. Un idealismo intolerante, que se impacienta ante cada
falta, acusando y condenando siempre a los otros, es una debilidad
encontrada frecuentemente en los monasterios. Tal actitud demanda la
compasión y comprensión de aquellos cuyo amor es más profundo.
La
vida común no impide al monje vivir en cierto modo como un solitario,
sino que lo protege contra los peligros del egoísmo y de la
introversión. De este modo purifica y profundiza la verdadera gracia de
la soledad, que es paradójica, pues aumenta con la caridad.
Ya
en el siglo IV Evagrio indicaba esta paradoja, al decir: <>. La
comunidad contemplativa abre corazones de sus miembros a una comunidad
más amplia y universal. Un cartujo moderno, anónimo, explica este
fenómeno:
<
Este
hecho aparentemente extraño tiene una sola explicación: el monje no
está unido a Dios y a los hombres por una comunicación natural o por
expresiones humanas de afecto, por buenas que sean, sino por un único
Amor que ha nacido en las profundidades de Dios mismo y se nos ha dado
en la Persona del Espíritu Santo. Es el Espíritu quien causa la secreta
fecundidad a la Iglesia.
Es
cierto que esta adoración contemplativa se realiza ya en el corazón del
mundo por los miles de hombres y mujeres entregados a una vida de fe y
oración en medio de su trabajo diario. La oración de estas personas es
de grandísimo valor a los ojos de Dios y para la extensión de su Reino.
<> (Mt 5,8). Fe activa y fe
contemplativa son mutuamente necesarias, no sólo en la total de la
Iglesia, sino también en la vida de cada cristiano. Todos somos
llamados a ser contemplativos con Cristo, el gran Contemplativo. Pero
también es verdad que en la historia del Pueblo de Dios siempre aparecen
lugares fuertes de oración donde se excluyen finalidades secundarias
para dar una preeminencia más total al don contemplativo, mediante un
estilo de vida ordenado a su desarrollo. Esto se debe al hecho de que
la gracia contemplativa, común a toda la Iglesia y activa de alguna
manera en el corazón de todo hombre, tiende a hacer girar la existencia
humana en torno suyo. Así, sin la fidelidad del monje a su disciplina
humana en torno suyo. Así, sin la fidelidad del monje a su disciplina
constante de humildad, soledad y caridad contemplativas y sin una
comunidad estable y organiza para expresar en alma y cuerpo estos
valores evangélicos el don general de oración, que el Espíritu otorga a
su Pueblo, se iría debilitando, como lo demuestra la experiencia de
muchos siglos. El carisma monástico de oración y disciplina
comunitarias es absolutamente necesario para el bienestar de la Iglesia
entera: para su apostolado y para su oración.
Dicho
esto, es verdad que a veces Dios puede pedir, como una excepción a la
norma general, un apostolado especial y más exterior de porte de algún
miembro de una comunidad contemplativa. Sin embargo, la vocación
monástica no puede ser entendida en este sentido. El modo más efectivo
en que el monje participa en la actividad evangelizadora de la Iglesia
es ser, en toda su plenitud, el que está llamado a ser: un hombre de
silencio y de oración, que ha seguido a Jesús al desierto y allí se
queda con sus hermanos. Sólo así cumplirá está misión profética de la
vida monacal que consiste en mostrar visiblemente o por lo menos
sugerir, algo de aquello hacia lo cual tiende toda vida humana: la
vocación final y única para todos de unión con Dios en el amor. La
experiencia ha demostrado que incrédulos o católicos no practicantes,
que no sienten más que desprecio y desconfianza por el mensaje de
apóstoles activos, pueden encontrarse extrañamente conmovidos por el
espectáculo de una comunidad de monjes silenciosos, quienes han optado
por vivir al margen de la soledad y muestran que el ser humano puede
encontrar una nueva plenitud espiritual al vivir así no prestando
atención a las modas de la sociedad, ni a sus placeres efímeros o
intereses superficiales, sino orando por las necesidades profundas y
frecuentemente trágicas que la afligen.
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