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Sante de Urbino Brancoisini, Beato |
Laico Franciscano
Martirologio Romano: Cerca de Montebaroccio, en el Piceno, en
Italia, beato Sante de Urbino Brancoisini, hermano converso de la
Orden de los Hermanos Menores (1390).
Hermano profeso franciscano, del que no sabemos con exactitud el
año en que nació ni el año en que murió.
En su juventud, noble estudiante y militar; luego, en el
convento, maestro de postulantes y hermanos laicos, cocinero y hortelano,
o dedicado a otros humildes menesteres. Destacó por su vida
penitente y oculta a los ojos de los hombres, en
la intimidad del retiro y en el trato continuo con
Dios.
La vida del Beato Sante de Urbino ofrece admirables contrastes.
Noble retoño de la ilustre familia de los Brancaccini, conocida
más tarde con el nombre de Giuliani, morirá como humilde
hermano lego en el seno de la familia franciscana; y
el hombre que en los umbrales de la vida manejó
la espada para ejercer el derecho de legítima defensa, no
conocerá, al final de su carrera, más armas que una
pobre cruz de palo que le recuerde la Pasión del
divino Redentor.
Nació en el pueblo de Monte Fabbri, diócesis de
Urbino (Italia). Ilustre por su sangre, no lo fue menos
por la piedad e inocencia de costumbres, a la par
que por su inteligencia despejada y por los rápidos progresos
que hizo en las ciencias y en las artes humanas.
Sintió
especial atractivo por la carrera de las armas y se
prometía brillante porvenir, cuando quiso Dios que cambiara radicalmente de
idea y de género de vida; la Providencia le tenía
destinado un lugar humanamente más humilde, pero de realidades mucho
más espléndidas: la vocación religiosa. Aquel cambio repentino le sobrevino
a consecuencia de un desagradable suceso que imprevistamente le ocurrió
cuando contaba unos veinte años de edad.
Penitencia por un homicidio
involuntario
Un día, por motivos y en circunstancias que la historia
desconoce, se encontró frente a frente con su padrino que,
armado de espada, le amenazó de muerte. Puesto nuestro joven
en trance de legítima defensa, echó rápidamente mano de su
propia espada, y más ágil sin duda que su contrario,
trató de reducirlo, para lo cual le hirió en la
pierna. Sin embargo, a consecuencia de la herida, murió el
padrino pocos días después.
En realidad, nuestro joven no era culpable,
pues se había limitado a rechazar al injusto agresor; sin
embargo, experimentó por ello tales remordimientos que determinó abandonar el
mundo y el brillante y lisonjero porvenir que la vida
le ofrecía, para consagrarse enteramente al servicio del Señor, lejos
de aquellos peligros que suelen acarrear las pasiones.
La Orden Franciscana
le pareció la más conforme con las aspiraciones de su
alma, que no eran otras que vivir vida penitente y
desconocida de los hombres, en la intimidad del retiro y
en el trato continuo con Dios.
El hermano converso
Nadie ignora
que en las órdenes religiosas, especialmente en las antiguas, hay
religiosos sacerdotes dedicados a las funciones de su ministerio y
otros religiosos, llamados conversos o legos, que no reciben las
órdenes sagradas, y viven ocupados en los diferentes empleos y
trabajos manuales propios del monasterio.
San Francisco de Asís dispuso que
entre sus religiosos no hubiera categorías, y que, por consiguiente,
tanto los miembros investidos de la dignidad sacerdotal, como los
simples hermanos legos, vistieran el mismo sayal, se sentaran a
la misma mesa y tuvieran igual lecho. Sin embargo, es
natural que, debido a sus ocupaciones, el religioso sacerdote lleve
vida más ostensible que el simple lego; y por lo
mismo, puede ocurrir que las virtudes de éste permanezcan más
fácilmente ignoradas o que sean menos conocidas, como consecuencia de
aquella vida más retirada y humilde.
Esto era cabalmente lo que
deseaba Santos; y a pesar de la nobleza de su
familia y haciendo caso omiso de los estudios cursados y
de los conocimientos adquiridos, pidió y obtuvo ser admitido en
calidad de hermano lego. Pensaba valerse de la humildad de
aquella vida para realizar los anhelos de santidad que el
Señor le infundía. Temía el peligro de lo exterior y
por nada del mundo hubiera dejado la seguridad que a
sus inquietudes espirituales ofrecía aquel retraimiento conventual.
Ardientes deseos de austeridad
Al
hablar del hermano Santos, nos dicen sus historiadores que desde
los comienzos se distinguió por su santísima vida y que
muy presto adelantó en perfección a los más fervorosos. Se
ha dicho que ayunar a pan y agua es llevar
la penitencia al último grado; pues bien, Santos fue más
lejos, si cabe, ya que pasó largos años sin probar
un bocado de pan, contentándose con tomar algunas legumbres y
frutas en la cantidad absolutamente indispensable para conservar la existencia.
Llevado
de los ardientes deseos de austeridad que llenaban su alma,
suplicó a Dios que le hiciera sentir vivos dolores en
su cuerpo, y en el preciso lugar en que había
herido a su adversario, el recuerdo de cuya muerte no
se apartaba de su memoria. Oyó el Señor el ruego
de su siervo, el cual tuvo que soportar, hasta la
muerte, las molestias de una dolorosísima úlcera, aparecida en el
muslo, sin que, humanamente hablando, nadie pudiera explicar su origen.
Cuantos medios tomaron los superiores para curarle o al menos
aliviar al paciente, resultaron inútiles.
Cinco siglos han pasado desde entonces,
y todavía puede observarse, en el cuerpo incorrupto del siervo
de Dios, la señal de aquella llaga que fue para
él señal pesadísima, pero muy gloriosa y amada cruz.
El maestro
de los novicios legos
Generalmente, ya antes lo hemos apuntado, la
vida del hermano lego se desliza en la oscuridad y
en el silencio del claustro; incluso sus virtudes parecen tener
menos brillo. Sin embargo, Dios quiere a veces colocar la
luz sobre el candelero a fin de que su fulgor
irradie a todas partes; y fue de su divino beneplácito
hacerlo así con fray Santos, cuya magnitud espiritual no podía
pasar fácilmente inadvertida.
Fue fácil ver desde el principio que era
hombre de Dios, a quien una profunda humildad ponía al
abrigo de muchos peligros. Considerándole sus superiores con sólida virtud
y suficiente capacidad, no quisieron reparar en la costumbre hasta
allí seguida de no conferir cargos a los simples hermanos,
y le confiaron la difícil misión de formar en la
vida y costumbres religiosas a los postulantes legos en calidad
de maestro.
«Así como la verdadera sencillez rehúsa humildemente los cargos
-dice San Francisco de Sales-, la verdadera humildad los ejerce
sin jactancia». Esta sentencia del santo obispo de Ginebra tuvo
exacta realidad en la persona de fray Santos. La confianza
que en él habían depositado los superiores, no salió fallida,
y lo hubieran dejado en el cargo mucho más tiempo,
si su humildad no se hubiera resistido ante el espanto
que tal responsabilidad le producía. Suplicó, pues, encarecidamente a los
que le habían impuesto aquella obligación, le aliviaran de ella
y la depositaran en otros hombros más fuertes y robustos,
ya que él quería trabajar en oficios más adecuados a
su condición y a la vida de oración y silencio
que, guiado por luz superior, había venido a buscar en
el claustro.
Un cocinero prodigioso
Pocos pormenores de la vida del Beato
nos dan sus biógrafos, aunque nos lo muestran empleado en
el humilde oficio de cocinero. Sin reparar en trabajos y
fatigas, Santos se entregó de lleno a su ocupación, convencido
de que «trabajar es rezar», como afirma el doctor seráfico
San Buenaventura. Por lo demás, los trabajos manuales no le
impedían el ejercicio de la oración, y su gran espíritu
de fe le ayudaba a sobrenaturalizar todas las obras. Esta
intensa vida espiritual constituía el secreto de los favores que
recibía de Dios. Hubiérase dicho que el Todopoderoso había abandonado
en manos del humilde hermano su dominio sobre la naturaleza,
hasta el punto de permitirle obrar estupendos milagros, siempre que
las necesidades del convento o la conveniencia lo demandaban.
Cierto día
en que la santa pobreza, tan amada de San Francisco,
visitó el convento con la más completa penuria, era llegada
ya la hora de preparar la comida y no había
en la cocina ninguna provisión de boca. Recogióse el santo
cocinero en la presencia de Dios por breves momentos, y
luego, con la mayor naturalidad del mundo, mandó al religioso
ayudante que fuera a buscar hortalizas a la huerta. El
sumiso hermano se abstuvo de hacer la menor observación, pero
no pudo reprimir una sonrisa pensado en la candidez del
cocinero, que le mandaba traer lo que habían sembrado juntos
el día anterior.
Pero su sorpresa fue enorme al ver que
las hortalizas ofrecían hermosísimo aspecto. La comida de la comunidad
fue aquel día excelente, al decir del padre Waddingo, célebre
cronista de la Orden Franciscana.
Una mañana, después de poner la
olla al fuego, se retiró a un rincón de la
huerta para entregarse a la oración. Como se acercara la
hora de comer, se volvió a la cocina, pero halló
la marmita rota. Puesto de rodillas suplicó al Señor le
socorriera en aquel aprieto; luego, se levantó y vio que
en uno de los trozos quedaba como media escudilla de
caldo. Sólo Aquel que en el desierto sació el hambre
de cinco mil personas con cinco panes y dos peces,
puede decirnos cómo pudieron alimentarse, con caldo, los dieciocho religiosos
y varios forasteros que fueron comensales aquel día.
Sus devociones favoritas
Dice
el Breviario Romano-Seráfico el día 14 de agosto [ó 6
de septiembre], que el siervo de Dios honraba con culto
particular a la Santísima Virgen. Siempre ha sido la devoción
a María Santísima una tradición en la Orden Franciscana. «Su
amor más intenso -se ha dicho de San Francisco-, después
del profesado a Nuestro Señor, era para su benditísima Madre»;
como él solía decir, «al Dios de majestad, la Virgen
lo ha hecho nuestro hermano...». Francisco la había constituido patrona
de la Orden, y a medida que avanzaba en edad
aumentaba en deseos de ver a sus religiosos protegidos por
el cariñoso manto de la celestial Madre.
No menor era la
devoción del seráfico Padre a la Pasión del Salvador; a
su ejemplo, su fiel discípulo fray Santos, meditaba asiduamente los
sufrimientos del Hombre Dios, y en esa meditación profunda encontraba
los medios de crecer en el amor divino con extraordinario
aprovechamiento.
Su amor a la Sagrada Eucaristía
Nuestro Beato honraba también de
un modo especial a la Sagrada Eucaristía, centro donde convergen
los amores de todos los santos. A ello contribuyó no
poco el ejemplo de su Fundador, el Estigmatizado de Alvernia,
gran amante e inflamado apóstol del Dios sacramentado.
No le fue
dado al humilde lego permanecer al pie de los altares
largos ratos, como puede hacerlo, por regla general, el religioso
sacerdote con la celebración y administración de los sacrosantos misterios,
ni siquiera el acercarse a ellos con la frecuencia de
otros legos, por ejemplo, el sacristán; antes al contrario, ¡cuántas
veces, con gran dolor de su alma, tuvo que alejarse
del santuario durante la celebración de algún oficio! ¡Cuántas otras
hubiera prolongado sus adoraciones profundas y sus fervientes plegarias de
no habérselo impedido la voz del deber que le llamaba
a otra parte! Pero la obediencia era para él expresión
de la voluntad de Dios, y acudía gozoso doquiera el
deber le esperaba. Mas si su cuerpo se alejaba del
Sagrario, su corazón no se apartaba de allí ni interrumpía
los amorosos coloquios con el Divino Prisionero. Dios recompensó aquella
obediencia y sacrificio con favores maravillosos, tales como el siguiente.
Era
un día de fiesta. En la iglesia del convento se
celebraba una misa solemne; pero, retenido en la cocina para
el servicio de la comunidad, no podía fray Santos contemplar
la pompa y magnificencia de las ceremonias ni repetir sus
coloquios con el Señor, que iba a descender de nuevo
al altar. Sin embargo, el recuerdo del Dios tres veces
Santo le acompañaba en medio de sus quehaceres. Súbitamente oye
el tañido de la campanilla que anuncia el solemne momento
de la elevación; en seguida se postra vuelto del lado
del altar y adora... Mas, ¡oh prodigio!, en aquel instante
se entreabren las paredes, y puede ver en las manos
del celebrante la Sagrada Hostia, imán de sus amores. La
visión no duró mucho, pero fue lo suficiente para inundar
el alma del cocinero de consuelos inefables.
El lobo que acarrea
leña
No siempre tuvo que responder fray Santos de los trabajos
de la cocina, sino que fue empleado en otros menesteres.
Durante un tiempo había sido encargado de proveer de leña
al convento, y para transportarla desde las casas de los
bienhechores o desde el bosque, tenía a su disposición un
borriquillo. En cierta ocasión, al declinar de la tarde, dejó
la acémila al raso, pues se presentaba una noche tranquila
y serena, y además tenía que volver al bosque muy
de mañana para proseguir su trabajo. Acudió, en efecto, a
primera hora conforme a sus propósitos; pero en vez del
borrico se encontró con un lobo que acababa de darle
muerte y se refocilaba devorando satisfecho los despojos de su
víctima. Huyó la fiera a la vista del hermano, pero
éste la llamó como si de un ser racional se
tratara; le recriminó el perjuicio y daño que había ocasionado
a la comunidad, le puso el ronzal al cuello, cargó
sobre sus lomos la leña y se la hizo llevar
al convento. Dícese que el lobo, más o menos domesticado,
siguió en adelante prestando buenos servicios a los religiosos. Caso
éste muy semejante a otros varios de santos.
Un cerezo con
fruto en invierno
Algunos se figuran que los santos desconocen en
esta vida las dificultades y molestias propias de todos los
hijos de Adán. Los santos no se ven exentos de
los dolores, enfermedades y demás pruebas que pesan sobre todos
los mortales; pero saben soportarlas con paciencia y por amor
de Dios, y así sobrenaturalizadas, se les tornan más llevaderas,
y acaban por amarlas y abrazarlas cual si de verdaderos
regalos se tratase.
El mismo cronista padre Waddingo nos muestra a
fray Santos en el crisol del sufrimiento. Ya hemos visto
con qué espíritu de sacrificio soportaba la misteriosa llaga del
muslo. En otra circunstancia, y sólo cediendo a los ardores
de la fiebre, tuvo que guardar cama muy a pesar
suyo; sentía, además, extremada inapetencia. En tan triste situación manifestó
sencillamente al enfermero que quizás comiendo cerezas muy maduras se
apagaría la ardiente sed que le devoraba; en consecuencia le
rogaba que le procurase algunas que le sería fácil encontrar
en el mismo convento.
El enfermero le advirtió que en aquella
época era de todo punto imposible acceder a su demanda.
Como insistiera fray Santos, bajó el enfermero al huerto, y
con gran asombro vio un árbol del que pendían cerezas
hermosísimas. No dudó que Dios había obrado un milagro para
aliviar los dolores de su fiel siervo. Añade Waddingo que,
para perpetuar el recuerdo de ese prodigio, los religiosos que
fueron testigos de él pusieron en un frasco algunas de
aquellas frutas y las guardaron por espacio de largos años.
Preciosa
muerte
Trabajosa y mortificada en sumo grado había sido la vida
del hermano Santos, que nunca regateó sacrificios cuando se los
exigía el servicio de Dios; además, la llaga de la
pierna, fruto de ardientes plegarias, le fatigaba mucho. Todos cuantos
esfuerzos se hacían para mejorar su salud y fortalecerle, resultaban
inútiles. Dios nuestro Señor lo quería para sí, y las
humanas medicinas carecían de verdadera eficacia. Fue, pues, debilitándose gradualmente
hasta sentirse agotado.
Tendría unos cuarenta años cuando, a mediados de
agosto de 1390, se durmió en la paz del Señor,
en el convento de Santa María de Scotaneto, sito en
las cercanías de Montebaraccio, diócesis de Pésaro en las Marcas,
lugar apacible donde había pasado casi toda su vida religiosa.
A pesar de la fama y general reputación de santidad
de que gozaba mientras vivió, fue inhumado, después de muerto,
en el cementerio común de los religiosos.
Un lirio sobre su
tumba
Un lirio de extraordinaria hermosura, que floreció espontáneamente sobre su
tumba, atrajo la atención de los fieles, que en ello
vieron un signo patente del valimiento de que ante Dios
gozaba. Muchos recurrieron a su intercesión y experimentaron muy pronto
los efectos de su poder y patrocinio. Ante pruebas de
santidad tan manifiestas, se preparó un sepulcro de piedra junto
al altar dedicado a la Natividad de Nuestra Señora en
la iglesia del convento, para llevar el cuerpo allí.
Cuando se
quiso trasladar a dicho sepulcro el santo cadáver, hallaron que
estaba intacto y sin la menor traza de corrupción. Este
hecho sorprendente sirvió para acrecentar la devoción popular al bendito
lego, y Dios recompensó la confianza de los fieles obrando
por intercesión de su siervo innumerables prodigios que hicieron del
sepulcro lugar de piadosa romería.
El cuerpo del Beato Sante de
Urbino se conserva todavía incorrupto y tan flexible, que aún
después de más de cinco siglos, se pueden mover fácilmente
sus miembros para revestirlo de ropas nuevas. En su tumba
se conservan dos botellas que contienen bálsamo del que servía
para aliviar a nuestro Santo. Hay, además, una cruz de
madera labrada por él mismo y enriquecida con preciosas reliquias,
un trozo del cilicio con que afligía sus carnes y
una estera que le servía de lecho.
Seríamos excesivamente prolijos
si nos pusiésemos a contar sus milagros. Sólo referimos dos
que relatan los historiadores franciscanos sin entrar en pormenores.
Una pobre
mujer recibió de un caballo fogoso tan tremenda coz en
la cara, que quedó tendida en el camino como muerta.
Sus parientes, que acudieron prestos a socorrerla, invocaron confiados a
fray Santos, y la mujer se levantó completamente curada y
sin rastro de la herida.
El segundo milagro lo realizó a
favor de un pobre hombre que padecía fortísimos dolores de
cabeza; había perdido un ojo y corría peligro de perder
el otro. En tan grave aprieto tuvo la feliz idea
de acercarse al sepulcro del santo, apoyó en él la
cabeza y quedó instantáneamente curado.
El papa Clemente XIV aprobó, el
18 de agosto de 1770, el culto que desde largo
tiempo atrás se le tributaba. Celebrase la fiesta el 14
de agosto.
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