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Emilia de Vialar, Santa |
Virgen y Fundadora de la Congregación de las Hermanas de San
José de la Aparición
Martirologio Romano: En Marsella, en Francia, santa
Emilia de Vialar, virgen, que tras haber trabajado con denuedo
por difundir el Evangelio en países lejanos, fundó la Congregación
de las Hermanas de San José de la Aparición y
la propagó ampliamente (1856).
Etimológicamente: Emilia = Aquella que es
amable y gentil, es de origen griego.
Fecha de canonización: Fue
canonizada el 24 de junio de 1951 por el papa
Pío XII.
En agosto de 1835
un navío francés atracaba majestuosamente en el puerto de Argel,
“la ciudad blanca". Rompen a tocar las charangas militares, y,
entre los vítores guturales que lanza la multitud y el
estruendo de la artillería que atruena el espacio, cuatro humildes
monjitas descienden al desembarcadero y pasan entre dos filas de
soldados que presentan armas. Pero no se vaya a creer
que estos honores son precisamente para ellas. Es que han
venido en el mismo barco que trae al nuevo gobernador
general, mariscal Clauzel. Con él ha hecho también la travesía
el barón de Vialar, hermano de Emilia, fundadora de un
naciente Instituto —las Hermanas de San José de la Aparición—
que, todavía en los primeros balbuceos de su existencia, ya
se siente con bríos para llevar a las gentes mahometanas
de Africa el mensaje de Cristo, desplegando ante ellas "todas
las formas de la caridad".
Emilia Vialar había visto
la luz primera en la graciosa ciudad de Gaillac, que
baña con sus aguas el Tarn, en el Languedoc. La
ceremonia del bautizo se celebró el 12 de septiembre de
1797 en la iglesia parroquial de San Pedro, sin alegría
de campanas, toda vez que, por orden del Comité de
Salud Pública, durante el Terror habían sido descolgadas para fundirlas,
convirtiéndolas en cañones, aunque con el boato y esplendidez que
se podían permitir sus acaudalados padres.
Allí, en
una de aquellas quintas señoriales coronadas de altas azoteas, desde
las que se domina un panorama encantador, se deslizaron suavemente
los años de la infancia de Emilia. ¡Con qué bella
plasticidad los sintetiza la escena hogareña que nos ofrece una
de sus biografías! A la sombra de una espléndida acacia,
la niña aprende a leer en el libro que se
abre sobre las rodillas de su mamá, la baronesa de
Vialar, cuya delicada salud la obliga a pasar frecuentemente los
días estivales al aire libre tendida en un canapé. "El
buen Dios —dice la solícita educadora a su hijita— nos
ha criado. Nos ama. ¿Lo entiendes, querida mía?” "Sí", replica
Emilia con todo el fervor de su alma pura.
Pero la baronesa no puede continuar su dulce y
duro magisterio, y decide enviar a su hija a la
escuela. La elección no es fácil. Pese al concordato que
habían firmado conjuntamente Bonaparte y el Papa, aún permanecían cerradas
en la ciudad las casas de enseñanza religiosa. La única
institutriz de la región era una damisela que había personificado
a la diosa Razón en las sacrílegas mascaradas de los
pasados tiempos revolucionarios. No hubo otro remedio. Y mañana y
tarde, durante seis años las calles tortuosas de Gaillac vieron
pasar a una niña de grandes ojos castaños y crenchas
doradas, desbordantes de su blanca cofia, que con el cestillo
al brazo, se dirigía a la escuela, abierta en la
ciudad por aquella infeliz. Dicho se está que entre la
nueva maestra y la avisada discípula no pudo establecerse jamás
ninguna corriente de simpatía.
Una tarde de septiembre
de 1810 la familia de Vialar llegó a París, ebrio
a la sazón con el vino espumoso de las últimas
victorias imperiales, para presentar a la jovencita Emilia a las
religiosas de la Congregación de Nuestra Señora, fundada en el
siglo XVIII por San Pedro Fourier, que regentaban el célebre
pensionado de l´abbaye-au-Bois, cuya reapertura era reciente. Cabe afirmar que
éste fue el gesto postrero de su cristiana madre, quien
el 17 de aquel mismo mes expiró, rodeada de los
suyos, a la prometedora edad de treinta y cuatro años.
Con tan acerbo dolor se inicia el Viacrucis que tendrá
que recorrer intrépidamente la futura fundadora. Sin embargo, no escalará
sola la cuesta del Calvario.
A los trece
años hace su primera comunión en la capilla del convento
en que se educa, y Jesús toma posesión del alma
de la niña. No transcurren dos sin que su afligido
padre reclame la presencia de la pensionista en la morada
familiar de Gaillac, tan llena de entrañables recuerdos. La colegiala,
hecha ya una mujercita, retorna de París. Pasa del tibio
invernadero de l´abbaye-au-Bois a la vida de frivolidad y de
chismorreo de la pequeña ciudad, con riesgo de que el
céfiro engañador pueda deshojar las flores primerizas de una virtud
todavía tierna y de que el jansenismo reinante corte las
alas a los más ambiciosos intentos de santificación. Por eso
dirá Emilia refiriéndose a esta época: "Apenas si frecuentaba los
sacramentos". No importa. Ya se cuidará el Señor de que
la muchacha no le olvide completamente aun en medio de
las vanidades y fruslerías de una existencia más o menos
mundana.
"Un día —escribe—, estando sola en la
habitación, de temporada en el campo, fue como transportada en
Dios. De súbito me sentí dominada, casi deslumbrada, por una
luz brillante que me envolvía. Parecióme que ésta venía del
cielo, y allá dirigí mis ojos, poniéndome de rodillas. Esto
duró sólo unos instantes, si bien el gran arrobamiento que
me produjo este toque de la gracia no me hizo
perder en absoluto el uso de mis facultades. El favor
señalado que el Señor me concedió me impulsó a tomar
la resolución de pertenecerle a Él enteramente..."
La
misión solemne predicada por 1816 en la iglesia de San
Pedro —la primera que se celebraba después de la revolución—
afianzará los generosos propósitos de la jovencita y acabará con
todas las bagatelas seductoras del mundo. A partir de este
año las gracias del Señor irán cayendo en lluvia incesante
sobre el alma de Emilia. Una visión inolvidable pondrá la
rúbrica a estos dones maravillosos. "Durante una visita que hice
al Santísimo Sacramento —cuenta M. Vialar— de tres a cuatro
de la tarde, me hallaba sola en la iglesia, orando
con calma y fervor. Tenía, a lo que me parece,
la cabeza un poco inclinada, debido al recogimiento. De pronto
veo a Jesucristo sobre el altar. Estaba extendido: su cabeza
descansaba al lado del Evangelio, y sus pies, al de
la Epístola. Los brazos del Salvador se abrían en forma
de cruz. Distinguía su figura y su cabellera, que le
caía sobre la espalda. Una sombra cubría parte de su
sagrado cuerpo; pero el pecho, costado y pies se hacían
visibles a los ojos de mi alma y no podría
precisar si también a los de mi cuerpo: tan visibles
como lo sería una persona que se colocara delante de
mí. Mas lo que atraía más fuertemente mis miradas eran
las cinco llagas, que yo veía con toda claridad, sobre
todo la de su costado derecho. Yo clavaba mis ojos
en ella; brotaban de la misma muchas gotas de sangre”.
Tan grabada se le quedó a la vidente
esta imagen estremecedora, que, en honor de las cinco llagas,
prometió rezar diariamente cinco padrenuestros y otras tantas avemarías, promesa
que las hijas de la fundadora continúan cumpliendo fielmente. Con
todo, el horizonte de su porvenir no se aclara. Mientras
tanto, el nuevo cura de San Pedro, reverendo Mercier, empieza
a dirigir aquella alma elegida por los senderos de la
paciencia, de la abnegación y de la caridad. De allí
en adelante no se contentará con soportar los repentinos accesos
de ira de su padre, ni las asperezas y desconsideraciones
continuas de Toinon, la antigua sirvienta de la casa, sino
que, dejando poco a poco los salones de Gaillac, se
entregará al ejercicio de la más heroica caridad. Aquellas tertulias
galantes —en que sólo se habla de modas y sucesos
políticos— tienen que ceder el puesto a las visitas a
los pobres, avecindados en sórdidos y malolientes tugurios. Y, por
si esto fuera poco, cada mañana se dan cita en
el zaguán del aristocrático hotelito de Emilia todas las miserias
de la ciudad a despecho de las protestas exasperadas de
la vieja ama de llaves. Ejercicio de la caridad que
llega a su grado más alto en el terrible invierno
de 1830, cuando las aguas del Tarn quedaron convertidas en
una larga cinta de hielo.
Emilia se ha
preparado contra cualquier contingencia, y, como la caridad es ingeniosa,
ha hecho abrir una puerta con su escalera junto a
la calle que bordea el muro de la casa, a
fin de que sus pobres puedan tener acceso a la
terraza sin pasar por el interior. Otras veces es ella,
la señorita de Viallar, la que humildemente vestida, como una
muchacha de servicio, recorre trabajosamente las callejas nauseabundas en que
se cobijan sus amigos, acarreando pesados sacos de trigo. De
seguro estos violentos esfuerzos le causaron la hernia, que, mal
cuidada, habría de producirle la muerte años más tarde...
La noche de Navidad de 1832 será siempre una
fecha histórica en los anales de la Congregación de Hermanas
de San José de la Aparición. Emilia, con otras tres
compañeras suyas, se recluye en la casa que había adquirido,
contigua a la iglesia parroquial de San Pedro, dentro del
más riguroso secreto. Para entonces había muerto su abuelo, el
barón de Portal, dejando a su nieta favorita una pingüe
herencia de treinta millones de francos. Cabía financiar con tal
suma la fundación que proyectaba. Y, al efecto, la hija
ejemplar, temiendo la injusta oposición de su irritado padre, deposita
sobre la mesa de su escritorio una carta henchida de
ternura, con la que se despide definitivamente de aquel hogar
tan querido, pero en el que tanto ha tenido que
sangrar su corazón.
Desde el primer momento la
fundadora se ha puesto bajo el patrocinio del bendito patriarca.
En el Museo de Toulouse existe un cuadro de mediano
mérito que hirió vivamente la imaginación de Emilia. Representa al
arcángel anunciando en sueños a José el gran misterio de
la Encarnación: "No temas tomar a María por esposa tuya,
porque lo que de ella nazca es obra del Espíritu
Santo" (Mt. 1,20). También sus hijas, que ansían practicar la
caridad del modo más excelso, llevarán hasta los últimos confines
de la tierra el fausto anuncio de la Encarnación. Así
viven por dos años, protegidas por monseñor De Gualy, nuevo
obispo de Albi, mientras afluyen en gran número las jóvenes
"a la Orden de Santa Emilia", como malas lenguas dicen.
Es verdad que el Instituto no tiene todavía reglas ni
constituciones. Pero para tender el vuelo sobre el mundo infiel
le basta con el soplo del Espíritu Santo.
Y es que las misiones habían ejercido, de antiguo, un
influjo perenne y avasallador en el ánimo valeroso a toda
prueba de Emilia. "Sin que me diese cuenta de ello
—escribirá—, notaba yo un sentimiento vivísimo que arrebataba mi corazón
a los países infieles." Ya en las frecuentes visitas que
solía hacer a su anciano abuelo en París, nunca dejaba
de entrar en la iglesia de las Misiones de la
calle de Bac. Por otra parte, sin salir de Gaillac,
la pensativa joven tenía costumbre de visitar la iglesia del
barrio de San Juan de Cartago, en la que había
una capilla dedicada a San Francisco Javier. "A la edad
de dieciocho años —precisa la Santa— hice el voto de
invocar diariamente a este gran santo." ¿Cómo no iba a
ser apostólico y misionero el Instituto de Hermanas de San
José de la Aparición?
Dios se valió de
un desengaño amoroso de Agustín de Vialar, que se trasladó
a Argelia, envuelta aún en el halo de la reciente
conquista, para que éste llamase a su hermana por encargo
del Consejo de la Regencia. Y allá se dirigen audazmente
las monjitas para estrenarse, en una lucha desigual, contra la
violenta epidemia del cólera que diezma espantosamente la población. Los
musulmanes quedan prendidos en las mallas de una caridad tan
extraordinaria. ¡Qué mejor premio para tantas fatigas y vencimientos que
la frase que uno de ellos dice a Emilia de
Vialar, señalando con el dedo la cruz que campea sobre
su hábito, mientras siente la blandura de la mano que
le venda las llagas!: "¡Sin duda alguna es bueno quien
te mueve a hacer estas cosas!" Aquel puñado de almas
esforzadas se multiplica. Todo está por hacer. Por eso, no
bien desembarcó en Argel la fundadora, se apresuró a adquirir
una gran casa, que vino a ser un asilo providencial
—la "misericordia"— para los menesterosos y desvalidos. Emilia, como más
tarde Carlos de Foucauld, quiere ser, sobre las arenas de
Africa, el "hermano universal" de todos sus moradores. ¡Cuántas obras
emprendidas y coronadas en dos años! Un noviciado, un hospital,
una enfermería-farmacia, una escuela gratuita, un asilo...
Emilia
de Vialar interrumpe brevemente su estancia en Argel para conseguir
la aprobación de las constituciones y sellar la reconciliación con
su apaciguado padre. Sin pérdida de tiempo regresa al continente
africano. Ante ella se abre un esperanzador rosario de fundaciones
y una cadena ininterrumpida de luchas y sufrimientos. Primero es
Bona. "Será la Chantal, la Teresa de nuestros tiempos —escribe,
aludiendo a la fundadora, su amiga Eugenia de Guérin—. Veréis
las maravillas que obra.” Luego, Constantina. Entre los árabes del
interior la Santa se pone a curar al jefe de
las tribus del desierto, "Tanta es la confianza que le
inspiro —escribirá Emilia—, que, al presentarle un remedio y probarlo
yo antes para animarle a beberlo, me dijo con acento
de persona ofendida: —¿Por qué haces eso? De tu mano
yo lo tomaré sin recelo alguno.”
A fines
de 1839 puede añadir a la lista de sus fundaciones
dos casas más: una sobre la risueña colina de Mustafá
y la otra en Ben Aknou. Al año siguiente prepara
la instalación de una comunidad en la regencia de Túnez,
fuera de los límites de la protección francesa. Desde esta
ciudad, tan populosa entonces como Marsella, sus hijas se derramarán
por Susa, Sfax, La Marsa y La Goleta. Emilia de
Vialar, andariega incansable —como la virgen de Avila—, después de
un largo periplo por Gaillac, París y Roma —donde echa
los cimientos de otra fundación—, vuelve de Túnez a Argel.
Una desatada tormenta zarandea el navío, que, por fin, de
arribada forzosa, fondea en las costas de Malta. Aquí, emulando
al apóstol San Pablo, desembarca y da cima a dos
fundaciones más. Once meses permanece Emilia en aquella isla, floreciente
de prometedoras vocaciones.
La voluntad de Dios se
le manifiesta de mil maneras distintas. Unas veces será una
tempestad. Otras, una simple carta. Como la llamada epistolar apremiante
del reverendo Brunoni, misionero de Chipre, que solicita la ayuda
de las Hermanas de San José de la Aparición. Las
dos almas apostólicas se saludan en Roma junto a la
basílica de San Pablo, y, en la imposibilidad de trasladarse
ella personalmente, envía a dos religiosas para la isla, cuyos
habitantes —cristianos y musulmanes— se apiñan, ávidos de contemplar a
aquellos "ángeles bajados del cielo para bien de la humanidad".
Ahora es Grecia la que requiere su presencia, y la
fundadora no quiere ceder a nadie la gloria de capitanear
la expedición. Parte, pues, con rumbo a Syra, Beyrouth y
Jerusalén, la Tierra Santa por excelencia, a la que tan
particular devoción profesan las Hermanas de San José de la
Aparición por los recuerdos que allí se veneran de la
Sagrada Familia. A las fundaciones apuntadas seguirán bien pronto las
de Chío, Jaffa, Trebizonda, la isla de Creta y Belén.
No se han agotado los nombres que resplandecen, como estrellas,
sobre las aguas azules del Mediterráneo, Hay que agregar a
ellos Saida, Trípoli, Erzerum. Finalmente Alepo, cuya fundación revistió caracteres
de inconcebible odisea, y Atenas. Estas dos fueron las últimas,
realizadas por la Santa en 1854.
El Próximo
Oriente ha podido admirar ya los raros ejemplos de caridad
de las hermanas de la nueva Congregación misionera. Pero la
mano de San Francisco Javier, el apóstol de las Indias,
les señala el mar de sazonadas mieses que amarillean en
los remotos campos de Asia. En 1856 el vicario apostólico
de Birmania busca afanosamente, por una y otra parte, religiosas
que secunden la ímproba tarea de los misioneros. La madre
De Vialar escoge a seis de sus hijas. Viaje épico
el suyo. Aún no ha sido horadado el istmo de
Suez. Y aquí cabalmente es donde los anales de la
Congregación se tiñen con el reflejo de una página dorada,
que recuerda la deliciosa ingenuidad de las Florecillas de San
Francisco. "Durante el viaje de Alejandría a Suez —cuenta una
de las hermanas— un buen anciano se presenta a nuestras
hermanas cada vez que se detiene el vehículo, diciéndoles: "Soy
yo, hijas mías, no temáis; aquí estoy". Este anciano tenía
una luenga barba y un bastón en la mano. Les
tomaba los bultos y les ayudaba a bajar. Así hasta
su embarco en Suez. Ya en el barco, el anciano
dice a las hermanas: "¡Adiós, hijas mías, buen viaje! No
temáis. Yo estoy con vosotras."
Africa, Asia..., Oceanía,
la última parte del mundo, colmará los anhelos bienhechores de
Emilia. En junio de 1854 el integérrimo benedictino español monseñor
Serra, obispo de Perth (Australia occidental), viene a Europa con
el designio de pedir a la madre De Vialar algunas
religiosas para establecer un puesto en Fremantle. La fundadora, accediendo
a sus deseos, envía cuatro hermanas a Londres. La Santa
ha echado la rúbrica a su obra. Pero ¡a costa
de cuántas amarguras! Las fundaciones de Hermanas de San José
de la Aparición han ido aprisionando el globo terráqueo como
en una red de caridad. Que en el corazón de
la madre Emilia ha tenido el cerco trágico de una
corona de espinas...
Argel fue la primera y
acaso la más acerada. Porque la fundadora tuvo que defender
así los derechos de su naciente Instituto, no contra las
hordas revolucionarias ni contra las autoridades anticlericales, sino contra el
pastor de la diócesis. Monseñor Dupuch trata de inmiscuirse en
el régimen interno de la Congregación. La Santa no cede,
y su resistencia es calificada de abierta rebeldía. El prelado
no perdonará medios para doblegarla: desde las amonestaciones más severas
hasta el entredicho y la privación de los sacramentos. Tres
años interminables de durísimo forcejeo. "Dios me ha dado un
corazón fuerte —escribe con toda sencillez la fundadora a su
insigne protector, monseñor De Gualy—; ninguna prueba me ha podido
abatir en el pasado, y esta que me aflige ahora
no hace otra cosa que redoblar mi fuerza. Si debo
pelear hasta la muerte, yo pelearé..." El prelado, empero, no
ceja en su actitud, y las Hermanas de San José
de la Aparición se ven obligadas a dejar bruscamente Argel.
Otro será el comportamiento de Emilia cuando monseñor Dupuch, a
su vez, tenga que salir al destierro.
Gran
corazón. Lo necesitaba la fundadora. Ya que, años más tarde,
el huracán sacudirá, hasta derribarlos, los muros de la casa
madre de Gaillac. Esta otra prueba tendrá una acerbidad singularmente
dolorosa. Paulina Gineste, una de las cofundadoras, dilapidará los bienes
de la comunidad y, en trance de tener que rendir
cuentas de su pésima administración, se alzará contra la madre
De Vialar y la llevará a los tribunales, terminando por
traicionar a la fundadora y sembrar la cizaña entre las
religiosas, varias de las cuales seguirán las tristes huellas de
la hija pródiga. Es preciso dejar también aquel nido en
que la Congregación ensayó sus primeros vuelos. Hay que partir
para el exilio.
En 1847 la reducida comunidad
se establece en un modestísimo local de Toulouse. Estrecheces, privaciones,
sacrificios de todo género. La cruz seguirá proyectando su sombra
sobre la casita de las desterradas. Y otra vez se
repetirá la historia de Argel, con los mismos caracteres de
incomprensión, reserva, entremetimiento. Se hace necesario pensar en otro puerto
de refugio. Por fin, en agosto de 1852 la sufrida
expedición llega a Marsella, la "tierra prometida”, como la llaman
acertadamente los biógrafos de Santa Emilia de Vialar. Dos años
más tarde la fundadora, presa en un principio de violentos
dolores, efecto no del cólera —como se temió—, sino de
la hernia estrangulada, descansará plácidamente en la paz del Señor.
Había sido fiel a su lema: "Entregarse y morir".
Más de cuarenta misiones había fundado a su muerte
el Instituto de Hermanas de San José de la Aparición.
Y la esclarecida misionera —alma gigante que tan a maravilla
supo conciliar, como Santa Teresa de Jesús, las dos vidas
activa y contemplativa— ascendió a la gloria de los altares
el 24 de junio de 1951, juntamente con Santa María
Dominica de Mazzarello, la cofundadora de San Juan Bosco. Los
sagrados restos de la fundadora fueron trasladados en 1914 desde
el cementerio de San Pedro a la casa madre de
Marsella. He aquí el homenaje póstumo de la Congregación de
Hermanas de San José de la Aparición, que, según el
sentido epitafio, "gobernó (la Santa) durante veinte años con una
gran suavidad y un celo admirable".
¡Felicidades a quien lleve este
nombre!
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