"Toda espléndida, la hija del rey" (Sal 45, 14)
"Una
gran señal apareció en el cielo: una mujer, vestida del sol, con la
luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza"(Ap 11, 19-12,1).
"La Asunción de María es una participación singular en la resurrección de Cristo" S.S. Juan Pablo II
Los
dogmas marianos, hasta ahora, son cuatro: María, Madre de Dios; La
Virginidad Perpetua de María, La Inmaculada Concepción y la Asunción de
María.
FUNDAMENTO DE ESTE DOGMA
El
Papa Pío XII bajo la inspiración del Espíritu Santo, y después de
consultar con todos los obispos de la Iglesia Católica, y de escuchar el
sentir de los fieles, el primero de Nov. de 1950, definió solemnemente
con su suprema autoridad apostólica, el dogma de la Asunción de María.
Este fue promulgado en la Constitución "Munificentissimus Deus":
"Después
de elevar a Dios muchas y reiteradas preces y de invocar la luz del
Espíritu de la Verdad, para gloria de Dios omnipotente, que otorgó a la
Virgen María su peculiar benevolencia; para honor de su Hijo, Rey
inmortal de los siglos y vencedor del pecado y de la muerte; para
aumentar la gloria de la misma augusta Madre y para gozo y alegría de
toda la Iglesia, con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, de los
bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo y con la nuestra, pronunciamos,
declaramos y definimos ser dogma divinamente revelado que La Inmaculada
Madre de Dios y siempre Virgen María, terminado el curso de su vida
terrenal, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria del cielo".
¿Cual es el fundamento para este dogma? El Papa Pío XII presentó varias razones fundamentales para la definición del dogma:
1-La inmunidad de María de todo pecado:
La descomposición del cuerpo es consecuencia del pecado, y como María,
careció de todo pecado, entonces Ella estaba libre de la ley universal
de la corrupción, pudiendo entonces, entrar prontamente, en cuerpo y
alma, en la gloria del cielo.
2-Su Maternidad Divina:
Como el cuerpo de Cristo se había formado del cuerpo de María, era
conveniente que el cuerpo de María participara de la suerte del cuerpo
de Cristo. Ella concibió a Jesús, le dio a luz, le nutrió, le cuido, le
estrecho contra su pecho. No podemos imaginar que Jesús permitiría que
el cuerpo, que le dio vida, llegase a la corrupción.
3-Su Virginidad Perpetua:
como su cuerpo fue preservado en integridad virginal, (toda para Jesús y
siendo un tabernáculo viviente) era conveniente que después de la
muerte no sufriera la corrupción.
4-Su participación en la obra redentora de Cristo:
María, la Madre del Redentor, por su íntima participación en la obra
redentora de su Hijo, después de consumado el curso de su vida sobre la
tierra, recibió el fruto pleno de la redención, que es la glorificación
del cuerpo y del alma.
La
Asunción es la victoria de Dios confirmada en María y asegurada para
nosotros. La Asunción es una señal y promesa de la gloria que nos espera
cuando en el fin del mundo nuestros cuerpos resuciten y sean reunidos
con nuestras almas.
Madre Adela Galindo SCTJM
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Con esta constitución apostólica, el Papa Pío XII proclamó el dogma de la Asunción el 1ro de Noviembre de 1950.Tomado de la Liturgia de las Horas del 15 de Agosto. (AAS 42 [19501, 760-762. 767-769)
Tu cuerpo es santo y sobremanera glorioso
Los santos Padres y grandes doctores, en las homilías y disertaciones
dirigidas al pueblo en la fiesta de la Asunción de la Madre de Dios,
hablan de este hecho como de algo ya conocido y aceptado por los fieles y
-lo explican con toda precisión, procurando, sobre todo, hacerles
comprender que lo que se conmemora en esta festividad es, no sólo el
hecho de que el cuerpo sin vida de la Virgen María no estuvo sujeto a la
corrupción, sino también su triunfo sobre la muerte y su glorificación,
a imitación de su hijo único, Jesucristo.
Y, así, san Juan Damasceno, el más ilustre transmisor de esta
tradición, comparando la asunción de la santa Madre de Dios con sus
demás dotes y privilegios, afirma, con elocuencia vehemente:
"Convenía que aquella que en el parto había conservado intacta su
virginidad conservara su cuerpo también después de la muerte libre de la
corruptibilidad. Convenía que aquella que había llevado al Creador como
un niño en su seno tuviera después su mansión en el cielo. Convenía que
la esposa que el Padre había desposado habitara en el tálamo celestial.
Convenía que aquella que había visto a su hijo en la cruz y cuya alma
había sido atravesada por la espada del dolor, del que se había visto
libre en el momento del parto, lo contemplara sentado a la derecha del
Padre. Convenía que la Madre de Dios poseyera lo mismo que su Hijo y que
fuera venerada por toda criatura como Madre y esclava de Dios."
Según el punto de vista de san Germán de Constantinopla, el cuerpo de
la Virgen María, la Madre de Dios, se mantuvo incorrupto y fue llevado
al cielo, porque así lo pedía no sólo el hecho de su maternidad divina,
sino también la peculiar santidad de su cuerpo virginal:
"Tú, según está escrito, te muestras con belleza; y tu cuerpo virginal
es todo él santo, todo él casto, todo él morada de Dios, todo lo cual
hace que esté exento de disolverse y convertirse en polvo, y que, sin
perder su condición humana, sea transformado en cuerpo celestial e
incorruptible, lleno de vida y sobremanera glorioso, incólume y
participe de la vida perfecta."
Otro antiquísimo escritor afirma:
"La gloriosísima Madre de Cristo, nuestro Dios y salvador, dador de la
vida y de la inmortalidad, por él es vivificada, con un cuerpo semejante
al suyo en la incorruptibilidad, ya que él la hizo salir del sepulcro y
la elevó hacia si mismo, del modo que él solo conoce."
Todos estos argumentos y consideraciones de los santos Padres se
apoyan, como en su último fundamento, en la sagrada Escritura; ella, en
efecto, nos hace ver a la santa Madre de Dios unida estrechamente a su
Hijo divino y solidaria siempre de su destino.
Y, sobre todo, hay que tener en cuenta que, ya desde el siglo segundo,
los santos Padres presentan a la Virgen María como la nueva Eva asociada
al nuevo Adán, íntimamente unida a él, aunque de modo subordinado, en
la lucha contra el enemigo infernal, lucha que, como se anuncia en el
protoevangelio, había de desembocar en una victoria absoluta sobre el
pecado y la muerte, dos realidades inseparables en los escritos del
Apóstol de los gentiles. Por lo cual, así como la gloriosa resurrección
de Cristo fue la parte esencial y el ú1timo trofeo de esta victoria, así
también la participación que tuvo la santísima Virgen en esta lucha de
su Hijo había de concluir con la glorificación de su cuerpo virginal, ya
que, como dice el mismo Apóstol: Cuando esto mortal se vista de
inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra escrita: "La muerte ha
sido absorbida en la victoria."
Por todo ello, la augusta Madre de Dios, unida a Jesucristo de modo
arcano, desde toda la eternidad, por un mismo y único decreto de
predestinación, inmaculada en su concepción, asociada generosamente a la
obra del divino Redentor, que obtuvo un pleno triunfo sobre el pecado y
sus consecuencias, alcanzó finalmente, como suprema coronación de todos
sus privilegios, el ser preservada inmune de la corrupción del sepulcro
y, a imitación de su Hijo, vencida la muerte, ser llevada en cuerpo y
alma a la gloria celestial, para resplandecer allí como reina a la
derecha de su Hijo, el rey inmortal de los siglos.
-Versión electrónica del documento realizada por las Siervas de los Corazones Traspasados de Jesús y María. SCTJM.
1. "Una mujer, vestida del sol"(Ap 12, l).
Hoy,
solemnidad de la Asunción, la Iglesia refiere a María estas palabras
del Apocalipsis de san Juan. En cierto sentido, nos relatan la parte
conclusiva de la "mujer vestida del sol" nos habla de María elevada al
cielo. Por eso la liturgia las enlaza oportunamente con la parte inicial
de la historia de María: con el misterio de la visitación a la casa de
santa Isabel. Se sabe que la visitación tuvo lugar poco después de la
anunciación, como leemos en el evangelio de san Lucas: "En aquellos
días, se levantó María y se fue con prontitud a la región montañosa, a
una ciudad de Judá" (Lc 1, 39).
Según una tradición, se trata de la ciudad de Ain-Karim. María,
habiendo entrado en la casa de Zacarías, saludó a Isabel. ¿Acaso deseaba
contarle lo que le había sucedido, cómo había acogido la propuesta del
ángel Gabriel, convirtiéndose así, por obra del Espíritu Santo, en la
Madre del Hijo de Dios? Sin embargo, Isabel la precedió y, bajo la
acción del Espíritu Santo, continuó con palabras suyas el saludo del
enviado angélico. Si Gabriel había dicho: "Alégrate, llena de gracia, el
Señor está contigo" (Lc 1, 28), ella, como prosiguiendo, añadió: "Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno" (Lc 1, 42). Así pues, entre la anunciación y la visitación, se forma la plegaria mariana más difundida: el Ave María.
Amadísimos
hermanos y hermanas: hoy, solemnidad de la Asunción, la Iglesia vuelve
idealmente a Nazaret lugar de la anunciación; va espiritualmente hasta
el umbral de la casa de Zacarías, en Ain-Karim, y saluda a la Madre de
Dios con las palabras: "¡Ave, María!", y junto con Isabel, proclama:
"¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron
dichas de parte del Señor!" (Lc 1, 45).
María creyó con la fe de la anunciación, con la fe de la visitación,
con la fe de la noche de Belén y de la Natividad. Hoy cree con la fe de
la Asunción, o más bien, ahora en la gloria del cielo, contempla cara a
cara el misterio que penetró toda su existencia terrena.
2.
En el umbral de la casa de Zacarías, nace también el himno mariano del
Magníficat. La Iglesia lo repite en la liturgia de este día, porque
ciertamente María, con mayores motivaciones aún, lo proclamó en su
Asunción al cielo: "Engrandece mi alma al Señor y mí espíritu se alegra
en Dios mi salvador porque ha puesto los ojos en la humildad de su
esclava, por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán
bienaventurada, porque ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso,
santo es su nombre" (Lc 1, 46-49).
María
alaba a Dios, y él la alaba. Esta alabanza se ha difundido ampliamente
en todo el mundo. En efecto, ¿cuántos son los santuarios marianos en
todas las regiones de la tierra dedicados al misterio de la Asunción!
Sería verdaderamente difícil enumerar aquí a todos.
"María
ha sido llevada al cielo, se alegra el ejército de los ángeles",
proclama la liturgia de hoy en el canto al Evangelio. Pero se alegra
también el ejército de los hombres de todas las partes del mundo. Y
numerosas son las naciones que consideran a la Madre de Dios como Madre y
su Reina. En efecto el misterio de la Asunción está unido a su
coronación como Reina del cielo y de la tierra; "Toda espléndida, la
hija del rey" --como anuncia el salmo responsorial de la liturgia de
hoy-- (Sal 45, 14)
para ser elevada a la derecha de su Hijo: "De pie a tu derecha está la
reina, enjoyada con oro de Ofir" (antífona del Salmo responsorial).
3.
La Asunción de María es una participación singular en la resurrección
de Cristo. En la liturgia de hoy san Pablo pone de relieve esta verdad,
anunciando la alegría por la victoria sobre la muerte, que Cristo
consiguió con su resurrección, "porque debe él reinar hasta que ponga a
todos sus enemigos bajo sus pies. El último enemigo en ser destruido
será la muerte" (1 Cor 15, 25-26). La victoria sobre la muerte
que se manifiesta claramente el día de la resurrección de Cristo,
concierne hoy, de modo particular, a su madre. Si la muerte no tiene
poder sobre él, es decir sobre su Hijo, tampoco tiene poder sobre su
madre, o sea, sobre aquella que le dio la vida terrena.
En
la primera carta a los Corintios, san Pablo hace como un comentario
profundo del misterio de la Asunción. Escribe así: "Cristo resucitó de
entre los muertos como primicias de los que durmieron. Porque, habiendo
venido por un hombre la muerte, también por un hombre viene la
resurrección de los muertos. Pues del mismo modo que en Adán mueren
todos, así también todos revivirán en Cristo. Pero cada cual en su
rango: Cristo como primicias; luego los de Cristo en su venida» (1 Cor 15, 20-23). María es la primera que recibe la gloria; la Asunción representa casi el coronamiento del misterio pascual.
Cristo
ha resucitado, venciendo la muerte, efecto del pecado original , y
abraza con su victoria a todos los que aceptan con fe su resurrección.
Ante todo a su Madre, librada de la herencia del pecado original
mediante la muerte redentora del Hijo en la cruz. Hoy Cristo abraza a
María, inmaculada desde su concepción, acogiéndola en el cielo en su
cuerpo glorificado, como acercando para ella el día de su vuelta
gloriosa a la tierra, el día de la resurrección universal que espera la
humanidad. La Asunción al cielo es como una gran anticipación del
cumplimiento definitivo de todas las cosas en Dios, según cuanto escribe
el Apóstol: "Luego, el fin, cuando entregue (Cristo) a Dios Padre el
Reino, para que Dios sea todo en todo" (1 Cor 15, 24, 28). ¿Acaso Dios no es todo en aquella que es la madre inmaculada del Redentor?
¡Te
saludo, hija de Dios Padre! ¡Te saludo, madre del Hijo de Dios! ¡Te
saludo, esposa mística del Espíritu Santo! ¡Te saludo, templo de la
santísima Trinidad!
4.
«Y se abrió el santuario de Dios en el cielo, y apareció el arca de su
alianza en el santuario. "Una gran señal apareció en el cielo: una
mujer, vestida del sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce
estrellas sobre su cabeza"(Ap 11, 19-12,1).
Esta visión del Apocalipsis, se considera, en cierto sentido, la ultima
palabra de la mariología. Sin embargo, la Asunción que aquí se expresa
magníficamente, posee al mismo tiempo su sentido eclesiológico.
Contempla a María no solo como Reina de toda la creación, sino también
como Madre de toda la Iglesia. Y como Madre de la Iglesia, María,
elevada al cielo y coronada, no deja de estar implicada en la historia
de la Iglesia, que es la historia de la lucha entre el bien y el mal.
San Juan escribe: "Y apareció otra señal en el cielo: un gran dragón
rojo" (Ap 12, 3). En la sagrada Escritura, ya desde los primeros capítulos del libro del Génesis (cf. Gn 3, 14),
se conoce a este dragón como el enemigo de la mujer. En el Apocalipsis,
el mismo dragón se pone delante de la mujer que está a punto de dar a
luz, decidido a devorar al niño apenas nazca (cf. Ap 12, 4).
El pensamiento va espontáneamente a la noche de Belén y a la amenaza
contra la vida de Jesús, recién nacido, constituida por el perverso
edicto de Herodes, que ordena "matar a todos los niños de Belén y de
toda su comarca, de dos años para abajo" (Mt 2, 16).
De
todo lo que el Concilio Vaticano II ha escrito, emerge de modo singular
la imagen de la Madre de Dios, insertada vivamente en el misterio de
Cristo y de la Iglesia. María, Madre del Hijo de Dios, es, a la vez,
Madre de todos los hombres, quienes en el Hijo han llegado a ser hijos
adoptivos del Padre celestial, Precisamente aquí se manifiesta la lucha
incesante de la Iglesia. Como una madre a semejanza de María, la Iglesia
engendra hijos a la vida divina, y sus hijos, hijos e hijas en el Hijo
unigénito de Dios, están amenazados constantemente por el odio del
"dragón rojo: Satanás".
El
autor del Apocalipsis, al mismo tiempo que muestra el realismo de esta
lucha que continúa en la historia, pone de relieve también la
perspectiva de la victoria definitiva por obra de la mujer, de María que
es nuestra abogada y aliada potente de todas las naciones de la tierra.
El autor del Apocalipsis habla de esta victoria: "Ahora ya ha llegado
la salvación, el poder y el reinado de nuestro Dios y la potestad de su
Cristo" (Ap 12, 10).
La solemnidad de la Asunción pone ante nuestros ojos el reinado de nuestro Dios y el poder de Cristo sobre toda la creación.
5.
¡Cómo quisiera que por doquiera y en todas las lenguas se expresara la
alegría por la Asunción de María! ¡Cómo quisiera que de este misterio
surgiera una vivísima luz sobre la Iglesia y la humanidad! Que todo
hombre y toda mujer tomen conciencia de estar llamados, por caminos
diferentes, a participar en la gloria celestial de su verdadera Madre y
Reina.
¡Alabado sea Jesucristo!
La
tradición de la Iglesia muestra que este misterio "forma parte del plan
divino, y está enraizado en la singular participación de María en la
misión de su Hijo".
"La
misma tradición eclesial ve en la maternidad divina la razón
fundamental de la Asunción. (...) Se puede afirmar, por tanto, que la
maternidad divina, que hizo del cuerpo de María la residencia inmaculada
del Señor, funda su destino glorioso".
Juan
Pablo II destacó que "según algunos Padres de la Iglesia, otro
argumento que fundamenta el privilegio de la Asunción se deduce de la
participación de María en la obra de la Redención".
"El
Concilio Vaticano II, recordando el misterio de la Asunción en la
Constitución Dogmática sobre la Iglesia (Lumen Gentium), hace hincapié
en el privilegio de la Inmaculada Concepción: precisamente porque ha
sido 'preservada libre de toda mancha de pecado original', María no
podía permanecer, como los otros hombres, en el estado de muerte hasta
el fin del mundo. La ausencia de pecado original y la santidad, perfecta
desde el primer momento de su existencia, exigían para la Madre de Dios
la plena glorificación de su alma y de su cuerpo".
El
Papa señaló que "en la Asunción de la Virgen podemos ver también la
voluntad divina de promover a la mujer. De manera análoga con lo que
había sucedido en el origen del género humano y de la historia de la
salvación, en el proyecto de Dios el ideal escatológico debía revelarse
no en un individuo, sino en una pareja. Por eso, en la gloria celeste,
junto a Cristo resucitado hay una mujer resucitada, María: el nuevo Adán
y la nueva Eva".
Para
concluir, el Papa aseguró que "ante las profanaciones y el
envilecimiento al que la sociedad moderna somete a menudo al cuerpo,
especialmente al femenino, el misterio de la Asunción proclama el
destino sobrenatural y la dignidad de todo cuerpo humano".
Adaptado de: Vatican Information Services VIS 970709 (350)
El
Papa recordó los 50 años de la proclamación del dogma de la Asunción el
1ro de Noviembre del 2000. La teóloga Cettna Militello, en el Foro
Internacional de Mariología en Roma acertó que se trata de una verdad de
fe que tiene mucho que decir a nuestra cultura.
«El
lazo de unión entre el dogma de la Asunción y el Jubileo no es casual
--indica la profesora Militello, catedrática en las facultades
teológicas «Marianum» y «Teresianum» de Roma y presidente de la Sociedad
Italiana Para la Investigación Teológica--. Ya en el 1950, el año en el
que Pío XII lo proclamó, era un año santo. La misma constitución
apostólica "Munificentisimus Deus", que proclama esta verdad de fe,
tiene un tono doxológico, es un himno de alabanza a Dios por las
maravillas realizadas en María. Y la alabanza es una dimensión
típicamente jubilar».
--¿Pero qué puede decir la Asunción al hombre de hoy?
--En
el contexto de transición cultural en el que vivimos, con un hombre
contemporáneo que cada vez más se enfrenta a la búsqueda de sentido, yo
creo que el tema a subrayar es el de la corporeidad: este dogma dice que
el cuerpo de María, cuerpo de mujer, es exaltado. Es un hecho que para
nosotros es paradójico: justamente el cuerpo femenino, en nuestra
cultura, ha sido durante mucho tiempo el emblema del desprecio. María,
en cambio, exaltada en su Asunción, revoluciona esta idea: nuestra
corporeidad, por muy enferma que esté, está llamada a la transfiguración
en el diseño de Dios.
--María muestra, por tanto, lo que nos espera...
--Sí.
Pero dice también algo sobre nuestra condición de hoy, sobre este
cuerpo nuestro, lugar de la relación con el otro y con la creación. En
el fondo de la Asunción está el misterio de la Encarnación que hay que
tomarlo en serio: si Cristo se ha hecho carne, tampoco la dimensión
corpórea es ya la de antes. El resucitado nos ha sumergido ya en la
nueva realidad, nos lleva a interpretar el espacio y el tiempo en manera
diversa. Lo que en María se ha cumplido ya en plenitud, también
nosotros estamos llamados a experimentarlo en forma sacramental en la
relación con nuestro cuerpo.
--Pero, ¿qué tiene que decir el cuerpo de María elevado a los cielos sobre nuestro destino último?
--Es
para nosotros horizonte, meta, signo de esperanza. María nos muestra la
plenitud de la carne: la salvación no es una dimensión desencarnada.
Las imágenes de las que se sirve la Escritura, los bienes que se nos han
prometido, lo dicen claramente. No se trata de hacer una física de las
realidades últimas: todo queda en el misterio. Pero imágenes como las
del Apocalipsis (la esposa, el banquete...) nos hacen intuir en forma
simbólica que la plenitud no será sólo espiritual.
--¿Por qué se hace memoria de este dogma justo en la fiesta de Todos los Santos?
--Hay
un nexo profundo entre María y la comunión de los santos. Lo que
contemplamos en la Asunción como un «privilegio» de la Madre de Dios, en
la solemnidad de Todos los Santos se hace un hecho participado y común.
Es un designio que implica a todos los redimidos: los del cielo y junto
a ellos todos los que viven en gracia. La comunión de los santos, en
efecto, no es sólo de los que nos han precedido: se relaciona, para usar
la definición clásica, también con la Iglesia peregrinante, la que vive
en el mundo. La Asunción, por tanto, es la primera, no la única. Y en
la fiesta de Todos los Santos celebramos la coparticipación en todo lo
que ella goza. Pío XII podía perfectamente promulgar este dogma el día
de la Asunción. Al escoger como fecha el 1 de noviembre, en cambio, dio a
esta verdad de fe una precisa impronta eclesiológica.
El Misterio de la Asunción de la Santísima
Virgen María está íntimamente relacionado con nuestro destino final: la
inmortalidad que nos espera después de la muerte.
La Asunción de la Santísima
Virgen María
En el año 1950, cuando se declaró el Dogma de la Asunción
de la Santísima Virgen María al Cielo, y en los meses previos a la Declaración,
a pesar de que las comunicaciones entre los diversos países del mundo no podían
equipararse en rapidez y eficiencia con las comunicaciones actuales, el tema de
la Asunción de la Virgen en cuerpo y alma al Cielo, tuvo bastante difusión y se
le dio mucha importancia, tanto en los medios eclesiales, como en los seculares.
Pero... ¿qué pasó luego del aggiornamento que nos trajo el
Concilio Vaticano II? ¿Dónde quedó el Dogma de la Asunción de la Santísima
Virgen en cuerpo y alma al Cielo? Sabemos que la devoción a María disminuyó
notablemente entre los Católicos a partir de 1960. En esa década se promovió
-con mucho acierto- , pero tal vez en desmedro de la devoción a la Santísima
Virgen, un catolicismo “Cristocéntrico”.
¿Por qué -entonces- es importante que los Católicos
recordemos y profundicemos en el Dogma de la Asunción de la Santísima Virgen
María al Cielo? El Nuevo Catecismo de la Iglesia Católica responde a este
interrogante:
“La Asunción de la Santísima Virgen constituye una
participación singular en la Resurrección de su Hijo y una anticipación de la
resurrección de los demás cristianos” (#966).
La importancia de la Asunción para nosotros, hombres y
mujeres de comienzos del Tercer Milenio de la Era Cristiana, radica en la
relación que hay entre la Resurrección de Cristo y la nuestra. La presencia de
María, mujer de nuestra raza, ser humano como nosotros, quien se halla en
cuerpo y alma ya glorificada en el Cielo, es eso: una anticipación de nuestra
propia resurrección.
Más aún, la Asunción de María en cuerpo y alma al cielo es
un Dogma de nuestra fe católica, expresamente definido por el Papa Pío XII
hablando “ex-cathedra”. Y ... ¿qué es un Dogma? Puesto en los términos más
sencillos, Dogma es una verdad de Fe, revelada por Dios (en la Sagrada
Escritura o contenida en la Tradición), y que además es propuesta por la
Iglesia como realmente revelada por Dios.
En este caso se dice que el Papa habla “ex-cathedra”, es
decir, que habla y determina algo en virtud de la autoridad suprema que tiene
como Vicario de Cristo y Cabeza Visible de la Iglesia, Maestro Supremo de la
Fe, con intención de proponer un asunto como creencia obligatoria de los fieles
Católicos.
¿En qué consiste, entonces, eso que los Católicos tenemos
como uno de nuestros dogmas: la Asunción de la Santísima Virgen?
Para entender mejor en qué consiste ese privilegio de
María, hija predilecta del Padre, citamos del libro La Madre de Dios según la
Fe y la Teología, escrito en 1955, al Teólogo Gabriel María Roschini: “Al
término de su vida terrestre, María Santísima, por singular privilegio, fue asunta
en cuerpo y alma a la gloria -gloria singularísima- del Cielo. Mientras a todos
los otros santos les glorifica Dios al término de su vida terrena únicamente en
cuanto al alma (mediante la Visión Beatífica), y deben, por consiguiente,
esperar al fin del mundo para se glorificados también en cuanto al cuerpo,
María Santísima -y solamente Ella- fue glorificada en cuanto al cuerpo y en
cuanto al alma”.
El Nuevo Catecismo de la Iglesia Católica (#966) nos lo
explica así, citando a Lumen Gentium 59, que a la vez cita la Bula de la
Proclamación del Dogma: “Finalmente, la Virgen Inmaculada, preservada libre de
toda mancha de pecado original, terminado el curso de su vida en la tierra, fue
llevada a la gloria del Cielo y elevada al Trono del Señor como Reina del Universo,
para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los señores y vencedor
del pecado y de la muerte”.
Y el Papa Juan Pablo II, en una de sus Catequesis sobre la
Asunción, explicaba esto mismo en los siguientes términos:
“El dogma de la Asunción afirma que el cuerpo de María fue
glorificado después de su muerte. En efecto, mientras para los demás hombres la
resurrección de los cuerpos tendrá lugar al fin del mundo, para María la
glorificación de su cuerpo se anticipó por singular privilegio” (JP II,
2-julio-97).
“Contemplando el misterio de la Asunción de la Virgen, es
posible comprender el plan de la Providencia Divina con respecto a la
humanidad: después de Cristo, Verbo encarnado, María es la primera criatura
humana que realiza el ideal escatológico, anticipando la plenitud de la
felicidad, prometida a los elegidos mediante la resurrección de los cuerpos”
(JP II , Audiencia General del 9-julio-97).
Continúaba el Papa: “María Santísima nos muestra el
destino final de quienes `oyen la Palabra de Dios y la cumplen' (Lc. 11, 28).
Nos estimula a elevar nuestra mirada a las alturas, donde se encuentra Cristo,
sentado a la derecha del Padre, y donde está también la humilde esclava de
Nazaret, ya en la gloria celestial” (JP II, 15-agosto-97)
Los hombres y mujeres de hoy vivimos pendientes del enigma
de la muerte. Aunque lo enfoquemos de diversas formas, según la cultura y las
creencias que tengamos, aunque lo evadamos en nuestro pensamiento, aunque
tratemos de prolongar por todos los medios a nuestro alcance nuestros días en
la tierra, todos tenemos una necesidad grande de esa esperanza cierta de
inmortalidad contenida en la promesa de Cristo sobre nuestra futura
resurrección.
Mucho bien haría a muchos cristianos oír y leer más sobre
este misterio de la Asunción de María, el cual nos atañe tan directamente. ¿Por
qué se ha logrado colar la creencia en el mito pagano de la re-encarnación
entre nosotros? Si pensamos bien, estas ideas extrañas a nuestra fe cristiana
se han ido metiendo en la medida que hemos dejado de pensar, de predicar y de
recordar los misterios, que como el de la Asunción, tienen que ver con la otra
vida, con la escatología, con las realidades últimas del ser humano.
El misterio de la Asunción de la Santísima Virgen María al
Cielo nos invita a hacer una pausa en la agitada vida que llevamos para
reflexionar sobre el sentido de nuestra vida aquí en la tierra, sobre nuestro
fin último: la Vida Eterna, junto con la Santísima Trinidad, la Santísima
Virgen María y los Ángeles y Santos del Cielo. El saber que María ya está en el
Cielo gloriosa en cuerpo y alma, como se nos ha prometido a aquéllos que
hagamos la Voluntad de Dios, nos renueva la esperanza en nuestra futura
inmortalidad y felicidad perfecta para siempre.
¿Murió la Santisima
Virgen María?
Es sabido que la muerte no es condición esencial para la
Asunción. Y es sabido, también, que el Dogma de la Asunción no dejó definido si
murió realmente la Santísima Virgen. Había para entonces discusión sobre esto
entre los Mariólogos y Pío XII prefirió dejar definido lo que realmente era
importante: que María subió a los Cielos gloriosa en cuerpo y alma, soslayando
el problema de si fue asunta al Cielo después de morir y resucitar, o si fue
trasladada en cuerpo y alma al Cielo sin pasar por el trance de la muerte, como
todos los demás mortales (inclusive como su propio Hijo).
Juan Pablo II, en una de sus Catequesis sobre el tema, nos
recordaba que Pío XII y el Concilio Vaticano II no se pronuncian sobre la
cuestión de la muerte de María. Pero aclara que “Pío XII no pretendió negar
el hecho de la muerte; solamente no juzgó oportuno afirmar solemnemente, como
verdad que todos los creyentes debían admitir, la muerte de la Madre de Dios”.
(JP II, 25-junio-97)
Sin embargo, algunos teólogos han sostenido la teoría de
la inmortalidad de María, pero Juan Pablo II nos dice al respecto,“existe
una tradición común que ve en la muerte de María su introducción en la gloria
celeste”. (JP II, 25-junio-97)
Se refiere posiblemente a que, como afirma Antonio Royo
Marín o.p., la Asunción gloriosa de María, después de su muerte y
resurrección, reúne un apoyo inmensamente mayoritario entre los Mariólogos.
(cfr. La Virgen María, A. Royo Marín, 1968).
Los argumentos en favor de la muerte de María los
dividiremos: según la Tradición Cristiana (incluyendo el Arte Cristiano), según
la Liturgia, según la razón teológica y por la utilidad de la muerte.
1. Según la Tradición Cristiana:
Royo Marín afirma que el testimonio de la Tradición -dice
que sobretodo a partir del Siglo II- es abrumador a favor de la muerte de
María. Es su afirmación, aunque no da citas al respecto. (cfr. La Virgen
María, A. Royo Marín, 1968).
Inclusive la misma Bula Munificentissimus Deus de Pío
XII (sobre el Dogma de la Asunción), aunque no propone como dogma la muerte
de María, nos presenta este dato interesantísimo sobre la muerte de María en la
Tradición de la Iglesia: “Los fieles, siguiendo las enseñanzas y guía de sus
pastores ... no encontraron dificultad en admitir que María hubiese muerto como
murió su Unigénito. Pero eso no les impidió creer y profesar abiertamente que
su sagrado cuerpo no estuvo sujeto a la corrupción del sepulcro y que no fue
reducido a putrefacción y cenizas el augusto tabernáculo del Verbo Divino” (Pío
XII, Bula Munificentissimus Deus #7, cf. Doc. mar. #801).
El Padre Joaquín Cardoso, s.j. edita en México en el Año
de la declaración del Dogma un librito “La Asunción de María Santísima”. Y
nos refiere lo siguiete sobre la muerte de María en la Tradición:
“Hasta el Siglo IV no hay documento alguno escrito que
hable de la creencia de la Iglesia, explícitamente, acerca de la Asunción de
María. Sin embargo, cuando se comienza a escribir sobre ella, todos los autores
siempre se refieren a una antigua tradición de los fieles sobre el asunto. Se
hablaba ya en el Siglo II de la muerte de María, pero no se designaba
con ese nombre de muerte, sino con el de tránsito, sueño o dormición, lo
cual indica que la muerte de María no había sido como la de todos los demás
hombres, sino que había tenido algo de particular. Porque aunque de todos los
difuntos se decía que habían pasado a una vida mejor, no obstante para indicar
ese paso se empleaba siempre la palabra murió, o por lo menos `se durmió en el
Señor', pero nunca se le llamaba como a la de la Virgen así, especialmente, y
como por antonomasia, el Tránsito, el Sueño”.
Son muchísimos los Sumos Pontífices que han enseñado
expresamene sobre la muerte de María. Entre éstos, nuestro Papa Juan Pablo II,
quien en su Catequesis del 25 de junio de 1997, titulada por el Osservatore
Romano “La Dormición de la Madre de Dios”, nos da más datos sobre la
muerte de María en la Tradición:
Santiago de Sarug (+521): “El coro de los doce
Apóstoles” cuando a María le llegó “el tiempo de caminar por la senda de todas
las generaciones”, es decir, la senda de la muerte, se reunió para enterrar “el
cuerpo virginal de la Bienaventurada”.
San Modesto de Jerusalén (+634), despues de
hablar largamente de la “santísima dormición de la gloriosísima Madre de Dios”,
concluye su “encomio”, exaltando la intervención prodigiosa de Cristo que “la
resucitó de la tumba” para tomarla consigo en la gloria .
San Juan Damasceno (+704), por su parte, se
pregunta: “¿Cómo es posible que aquélla que en el parto superó todos los
límites de la naturaleza, se pliegue ahora a sus leyes y su cuerpo inmaculado
se someta a la muerte?”. Y responde: “Ciertamente, era necesario que se
despojara de la parte mortal para revestirse de inmortalidad, puesto que el
Señor de la naturaleza tampoco evitó la experiencia de la muerte. En efecto, El
muere según la carne y con su muerte destruye la muerte, transforma la
corrupción en incorruptibilidad y la muerte en fuente de resurrección”.
No es posible, además, ignorar el Arte Cristiano,
en el que encontramos gran número de mosaicos y pinturas que han representado
la Asunción de María, tratando de hacernos ver gráficamente el paso inmediato
de la “dormición” al gozo pleno de la gloria celestial, e inclusive algunos,
del paso del sepulcro a la gloria, siendo asunta al Cielo.
2. Según la Liturgia:
De acuerdo a Royo Marín, el argumento litúrgico tiene gran
valor en teología, según el conocido aforismo orandi statuat legem credendi,
puesto que en la aprobación oficial de los libros litúrgicos está empeñada la
autoridad de la Iglesia, la cual iluminada por el Espíritu Santo, no puede
proponer a la oración de los fieles fórmulas falsas o erróneas.
Y desde la más remota antigüedad, la liturgia oficial de
la Iglesia recogió la doctrina de la muerte de María. Royo Marín refiere dos
oraciones “Veneranda nobis...” y “Subveniat, Domine ...” , las cuales
estuvieron en vigor hasta la declaración del Dogma (1950) y recogen
expresamente la muerte de María al celebrar al fiesta de su gloriosa Asunción a
los Cielos. Las oraciones posteriores a la declaración del Dogma, por razones
obvias, no aluden a la muerte.
Así decía la oración “Veneranda nobis”: “Ayúdenos con
su intercesión saludable, ¡oh, Señor!, la venerable festividad de este día, en
el cual, aunque la santa Madre de Dios pagó su tributo a la muerte, no
pudo, sin embargo, ser humillada por su corrupción aquélla que en su seno
encarnó a tu Hijo, Señor nuestro”.
El Padre Joaquín Cardoso, s.j. tiene esto que decirnos
sobre la muerte de María en la Liturgia:
“La Iglesia, pues, tanto la Griega, como la Latina,
creyeron siempre, no solamente como posible, sino como regla, en la muerte de
María, y en las más antiguas Liturgias de ambas Iglesias se encuentra siempre
la celebración y el recuerdo de la muerte de María, con el nombre de la Dormición,
Sueño o Tránsito de Nuestra Señora. Porque eso sí: si creían que realmente
la Virgen había muerto, indicaban con esa denominación, no usada comúnmente
para todas las muertes, que la de la Virgen había tenido algún carácter
especial y extraordinario, que es precisamente el de su resurrección inmediata
y Asunción a los Cielos”.
“Y como dicen los críticos, aun protestantes ... ya en
el Siglo VI era absolutamente general la creencia en la Asunción de María, tal
cual lo demuestran las antiquísimas liturgias de todas las Iglesias que tienen,
al menos desde el siglo IV, establecida la Fiesta de la Dormición de
María”.
3. Según la razón teológica:
Iniciamos este aparte con Juan Pablo II: “¿Es posible
que María de Nazaret haya experimentado en su carne el drama de la
muerte? Reflexionando en el destino de Maria y en su relación con su Hijo
Divino, parece legítimo responder afirmativamente: dado que Cristo murió, sería
difícil sostener lo contrario por lo que se refiere a su Madre” (JP II,
25-junio-97).
Cristo, el Hijo de Dios e Hijo de María, murió. Y ¿puede
ser la Madre superior al Hijo de Dios en cuanto a la muerte física? Es cierto
que la Santísima Virgen María, habiendo sido concebida sin pecado original
(Inmaculada Concepción) tenía derecho a no morir. Pero, nos decía Juan Pablo II:
“El hecho de que la Iglesia proclame a María liberada del pecado original
por singular privilegio divino, no lleva a concluir que recibió también la
inmortalidad corporal. La Madre no es superior al Hijo, que aceptó la muerte,
dándole nuevo significado y transformándola en instrumento de salvación. ” (JP
II, 25-junio-97)
Y Royo Marín remata este argumento de la siguiente manera:
“Sin duda alguna, María hubiera renunciado de hecho a ese privilegio para
parecerse en todo -hasta en la muerte y resurrección- a su Divino Hijo Jesús.”
El Padre Joaquín Cardoso, s.j. dice al respecto: “María
Santísima nunca tuvo pecado, por el privilegio de Dios de su Inmaculada
Concepción; por consiguiente, no estaba sujeta a la muerte, como no
lo estaba Jesucristo; pero también Ella tomó sobre sí nuestro castigo,
nuestra muerte”.
Y Juan Pablo II: “María, implicada en la obra redentora
y asociada a la ofrenda salvadora de Cristo, pudo compartir el sufrimiento y la
muerte con vistas a la redención de la humanidad”. (JP II, 25-junio-97)
4. Por la utilidad de la muerte:
Dice Royo Marín que la muerte de María nos sirve de
ejemplo y consuelo. María debió morir para enseñarnos a bien morir y dulcificar
con su ejemplo los supuestos terrores de la muerte. Los recibió con calma, con
serenidad, aún más, con gozo, mostrándonos que no tiene nada de terrible la
muerte para aquéllos que en la vida han cumplido la Voluntad de Dios.
Y Juan Pablo II: “María, implicada en la obra redentora
y asociada a la ofrenda salvadora de Cristo, pudo compartir el sufrimiento y la
muerte con vistas a la redención de la humanidad”. (JP II, 25-junio-97) “La
experiencia de la muerte enriqueció a la Virgen: habiendo pasado por el destino
común a todos los hombres, es capaz de ejercer con más eficacia su maternidad
espiritual con respecto a quienes llegan a la hora suprema de la vida”. (JP II,
25-junio-97) .
¿De qué murió la Virgen?
Royo Marín responde así a la pregunta ¿de qué murió
María?: ""No parece que muriera de enfermedad, ni de
vejez muy avanzada, ni por accidente violento (martirio), ni por ninguna otra
causa que por el amor ardentísimo que consumía su corazón”
No creamos que esta afirmación de que el amor a Dios haya
sido la causa del fallecimiento (¿o desfallecimiento?) de María, sea una
ilusión poética, producto de una piedad ingenua y entusiasta para con la
Santísima Virgen. No. Esta enseñanza se funda en testimonios de los Santos
Padres, quienes dejaron traslucir con frecuencia su pensamiento sobre este particular.
El Padre Joaquín Cardoso, s.j. cita a San
Alberto Magno: “Creemos que murió sin dolor y de amor”. Nos asegura,
además, que a San Alberto siguen otros como el Abad Guerrico, Ricardo de San
Lorenzo, San Francisco de Sales, San Alfonso María de Ligorio y otros
muchísimos.”
Y veamos qué nos decía Juan Pablo II sobre las causas de
la muerte de la Madre de Dios: “Más importante es investigar la actitud
espiritual de la Virgen en el momento de dejar este mundo”. Entonces se
apoya en San Francisco de Sales, quien considera que la muerte de María
se produjo como un ímpetu de amor. En el Tratado del Amor de Dios habla
de una muerte “en el Amor, a causa del Amor y por Amor” (JP II, 25-junio-99).
Royo Marín cita a Alastruey, quien en su Tratado
de la Virgen Santísima afirma: “La Santísima Virgen acabó su vida con
muerte extática, en fuerza del divino amor y del vehemente deseo y
contemplación intensísima de las cosas celestiales”.
Es nuevamente Juan Pablo II quien aclara aún más este
punto: “Cualquiera que haya sido el hecho orgánico y biológico que, desde el
punto de vista físico, le haya producido la muerte, puede decirse que el
tránsilo de esta vida a la otra fue para María una maduración de la gracia en
la gloria, de modo que nunca mejor que en este caso la muerte pudo concebierse
como una `dormición'”
Luego basándose en la Tradición para tratar este tema, el
Papa nos aclara aún más este maravilloso suceso:
“Algunos Padres de la Iglesia describen a Jesús mismo
que va a recibir a su Madre en el momento de la muerte, para introducirla en la
gloria celeste. Así, presentan la muerte de María como un acontecimiento de
amor que la llevó a reunirse con su Hijo Divino, para compartir con El la vida
inmortal. Al final de su existencia terrena habrá experimentado, como San Pablo
-y más que él- el deseo de liberarse del cuerpo para estar con Cristo para
siempre”. (JP II, 25-junio-97)
Otro ilustre Mariólogo, Garriguet, también citado
por Royo Marín, nos describe más detalles sobre la vida y la dormición de la
Madre de Dios: “María murió sin dolor, porque vivió sin placer; sin temor,
porque vivió sin pecado; sin sentimiento, porque vivió sin apego terrenal. Su
muerte fue semejante al declinar de una hermosa tarde, como un sueño dulce y
apacible; era menos el fin de una vida que la aurora de una existencia mejor.
Para designarla la Iglesia encontró una palabra encantadora: la llama sueño
o dormición de la Virgen”.
Pero es el elocuentísmo predicador francés del Siglo
XVI-XVII, Bossuet, Obispo de Meaux, quien en su Sermón Segundo sobre
la Asunción de María nos describe con los más bellos detalles qué significa
morir de amor y cómo fue este maravilloso pasaje de la vida de la Madre de
Dios:
“El amor profano es quejumbroso y está diciendo
siempre: languidezco y muero de amor. Pero no es sobre este fundamento en el
que me baso para haceros ver que el amor puede dar la muerte. Quiero establecer
esta verdad sobre una propiedad del Amor Divino. Digo, pues, que el Amor
Divino, trae consigo un despojamiento y una soledad inmensa, que la naturaleza
no es capaz de sobrellevar; una tal destrucción del hombre entero y un
aniquilamiento tan profundo en nosotros mismos, que todos los sentidos son
suspendidos. Porque es necesario desnudarse de todo para ir a Dios, y que no
haya nada que nos retenga. Y la raíz profunda de tal separación es esos
tremendos celos de Dios, que quiere estar solo en un alma, y no puede sufrir a
nadie más que a Sí mismo, en un corazón que quiere amor. (Amarás a Dios sobre
todas las cosas. Si alguno ama a su padre o a su madre o a sus hermanos más que
a Mí, no es digno de Mí).”
“Ya podemos comprender esta soledad inmensa que pide un
Dios celoso. Quiere que se destruya, que se aniquile todo lo que no es El.
Y, sin embargo, se oculta y no da a ninguno un punto de donde asirlo
materialmente, de tal modo que el alma, desprendida por una parte de todo, y
por otra, no encontrado aquí el medio de poseer a Dios efectivamente, cae en
debilidades y desfallecimientos inconcebibles. Y cuando el amor llega a su
perfección, el desfallecimiento llega hasta la muerte, y el rigor hasta
perder la vida.”
“Y he aquí lo que da el golpe mortal: es que el corazón
despojado de todo amor superfluo, es atraído con fuerza al solo Bien necesario,
con una fuerza increíble y, no encontrándolo, muere de congoja. `El hombre
insensato' -dice San Pablo- `no entiende estas cosas y el sensual no las
concibe; pero nosotros hablamos de la sabiduría entre los perfectos y
explicamos a los espirituales los misterios del espíritu'. Digo, pues, que
el alma, desprendida de todo anhelo de lo superfluo, es impulsada y atraída
hacia Dios con una fuerza infinita, y es esto lo que le da la muerte; porque ,
de un lado, se arranca de todos los objetos sensibles, y por otro, el objeto
que busca es tan inaccesible aquí, que no puede alcanzarlo. No lo ve sino
por la fe, es decir: no lo ve; no lo abraza, sino en medio de sombras y como a
través de las nubes, es decir, que no tiene de dónde asirlo. Y el amor
frustrado se vuelve contra sí mismo y se hace a sí mismo insoportable.”
“Yo he querido daros alguna idea del amor de la
Santísima Virgen durante los días de su destierro y la cautividad de su vida
mortal. No, no; los Serafines mismos no pueden entender, ni dignamente
explicar, con qué fuerza era atraída María a su Bien Amado, ni con qué
violencia sufría su corazón en esta separación. Si jamás hubo algún alma tan
penetrada de la Cruz y de este espíritu de destrucción santa, fue la Virgen
María. Ella estaba, pues, siempre muriendo, siempre llamando a su Bien Amado
con un anhelo mortal”.
“No busquéis, pues, almas santas, otra causa de la
muerte de la Santa Virgen. Su amor era tan ardiente, tan fuerte, tan inflamado,
que no lanzaba un suspiro que no debiera romper todas las ligaduras de esta
vida mortal; no enviaba un deseo al Cielo que no hubiera debido arrastrar
consigo su alma entera. Os he dicho antes, cristianos, que su muerte fue
milagrosa, pero me veo obligado a cambiar de opinión: su muerte no fue el
milagro, el milagro estuvo en la suspensión de esa muerte, en que pudiera vivir
separada de su Bien Amado. Vivía, sin embargo, porque esa era la
determinación de Dios, para que fuese conforme con Jesucristo su Hijo
crucificado por el martirio insoportable de una larga vida, tan penosa para
Ella, como necesaria para la Iglesia. Pero como el Divino Amor reinaba en su
corazón sin ningún obstáculo, iba de día en día aumentándose sin cesar por el
ejercicio, creciendo y desarrollándose por sí mismo, de modo que al fin llegó a
tal perfección, que la tierra ya no era capaz de contenerla. Así, no fue
otra causa de la muerte de María que la vivacidad de su amor”.
“Y esta alma santa y bienaventurada atrae consigo a su
cuerpo a una resurrección anticipada. Porque, aunque Dios ha señalado un
término común a la resurrección de todos los muertos, hay razones particulares
que le obligan a avanzar ese término en favor de la Virgen María”. (Bossuet, citado
por el Padre Joaquín Cardozo s.j. enLa Asunción de María Santísima).
¿Dónde murió la Virgen?
Para responder a esta pregunta hay que responder primero dónde
vivía la Santísima Virgen cuando tuvo lugar su muerte.
La más antigua y general tradición de la Iglesia señala
que María había vivido en Jerusalén en los últimos años de su vida. Sin embargo
hubo algunos que emitieron la opinión que la Virgen había vivido en Efeso y que
allí había muerto.
Con respecto de Efeso, es conocido por muchos turistas la
llamada “Casita de la Virgen”, donde supuestamente habría vivido la Madre de
Dios con San Juan al final de su vida en la tierra y donde, por lo tanto,
habría muerto.
La historia de este sitio comienza recientemente, a fines
del siglo 19, cuando se descubrieron cerca de Efeso las ruinas de una capilla
que en la antiguedad llevaba el nombre de “Puerta de la Toda Santa”,
posiblemente dedicada a la Virgen, y que se encontraba adosada al monte
Bulbul-Dag (Monte del Ruiseñor). Nos dice el Padre Joaquín Cardoso que el
propietario hizo correr la voz de que las ruinas eran de una casita en la que
habitara María con San Juan al final de su vida y que por consiguiente allí
habría tenido lugar la Asunción.
El Padre Cardoso apoya su afirmación en investigaciones y
varios autores: Monseñor Duchesne, Monseñor Baunard (Rector de la Universidad
de Lille), Monseñor Le Camus, documentos todos escritos también a fines del
siglo 19.
Hoy en día lo de Efeso son unas ruinas reconstruidas en
piedra, donde muestran a los turistas cada aposento de la casa y cada sitio
donde supuestamente tuvo la muerte, la Asunción, etc.
Son unos cuantos los argumentos en favor de Efeso, pero la
gran generalidad de la tradición eclesiástica señala a Jerusalén como el sitio
donde la Virgen vivió sus últimos días en la tierra. Y el argumento principal a
favor de Jerusalén es la cronología del Nuevo Testamento.
Según la cuenta del Padre Cardoso, por la Sagrada
Escritura sabemos que San Juan no fue a Éfeso sino mucho después de la muerte
de San Pablo, por allá en el año 67. Por otro lado, María tenía 15 años cuando
dió a luz al Salvador y 48 cuando murió Jesús en la cruz. Si hubiera ido a Éfeso
cuando fue San Juan (año 67) para ese momento hubiera tenido más de 82 años. A
esta edad habría que añadir los años que pasara en Éfeso. Habría entonces
muerto María casi de 90 años de edad.
Pero la Tradición de los Padres de la Iglesia señala el
final de los días de María en la tierra entre los 63 y los 69 años de edad. Con
esto se deduce que no fue con San Juan a Éfeso, ni vivió allí nunca, sino que
murió en Jerusalén unos 15 años después de la muerte de Jesús, cuando San Juan
todavía estaba en Jerusalén evangelizando, junto con San Pedro y San Felipe,
las ciudades de Palestina.
Es cierto que San Juan saldría de vez en cuando de
Jerusalén. Es por ello que San Pablo no lo consigue allí en su primera visita a
esa ciudad en el año 43 o 44. San Pablo nos dice que sólo encontró allí a Pedro
y Santiago. (cfr. Gal. 1, 18-20). Sin embargo, sabemos que San Juan, una
vez llegado a Éfeso, no volvió a salir de esa zona. Así que no pudo haber
estado en Éfeso en ocasión de esa visita de Pablo a Jerusalén. El mismo San
Pablo nos relata que cuando por segunda vez fue a Jerusalén en el año 50, es
decir, 15 años después de su primera visita, sí encontró a Juan en Jerusalén (cfr.
Gal. 2, 1 y 9). Fue en esa segunda visita cuando tuvo lugar en la Ciudad
Santa la gran Asamblea de los Apóstoles, antes de que éstos se dispersaran por
el mundo entero conocido hasta el momento. (cfr. Hech. 15)
¿Existe un sepulcro de la
Santísima Virgen ?
Averiguar el lugar dónde fue sepultada la Santísima Virgen
tiene sobre todo valor histórico y arquelógico, fundamentado únicamente en la
fe humana. Recordemos que el Dogma de la Asunción sólo nos obliga a creer que
María está en cuerpo y alma en el Cielo, aunque no tome en cuenta si hay un
sepulcro, si éste está vacío, o -inclusive- si el sepulcro está en ese lugar o
en otro.
Sin embargo, como por Tradición Apostólica sabemos que la
Asunción tuvo lugar en el sepulcro de María, no pareciera ocioso tratar de
dilucidar también dónde fue enterrada la Madre de Dios.
Sabemos, entonces, que María vivió sus últimos días en
Jerusalén. Pero, cabe preguntarnos ¿se conoce también el lugar preciso donde
acaeció su “dormición”?
A esto se puede contestar que sí. El Padre Cardoso nos
dice que la tradición señala como el lugar de la muerte el Monte Sión, en el
célebre Cenáculo donde Jesús instituyó la Sagrada Eucaristía. Esta edificación,
como otras de las familias pudientes de la época, tenía varios departamentos:
uno de ellos había sido cedido por la dueña, María, madre de Juan Marcos, a
María, la Madre de Jesús y al Apóstol Juan, a quien Jeús le había confiado en
la cruz el cuido de su Madre, por lo que podemos concluir, entonces, que ése
sería el lugar del tránsito de María.
En cuanto al sitio de la sepultura, el sepulcro de María
Santísima es uno de los muchos que había en Getsemaní, al pie del Monte
Olivete.
Ambas cosas están muy bien fundamentadas por el Padre
Cardoso en su estudio titulado“La Asunción de María Santísima”, ya antes
citado, editado en México el año de la declaración del Dogma (1950).
El autor se basa en algunas obras apócrifas (es decir,
obras que no son de los autores a quienes se atribuyeron, ni tienen carácter
ninguno de revelación divina), a saber: Las Actas de San Juan (año
160-170), atribuidas falsamente a San Prócoro, uno de los siete primeros
Diáconos, díscipulo de San Juan; otras dos obras atribuidas también falsamente
a San Ignacio mártir (año 365). Ambos documentos, sin tener intención expresa
de hacerlo, señalan que María vivió en el Monte Sión.
Además nos presenta como sustentación de esta realidad una
carta, que sí es auténtica, la cual data del año 363, escrita por Dionisio el
Místico (quien no se debe confundir con Dionisio el Aeropagita, discípulo de
San Pablo), la cual nos trae un relato de la Asunción, en la que se define el
lugar: “Los Apóstoles, inflamados enteramente en Amor de Dios, y en cierto
modo arrebatados en éxtasis, lo cargaron cuidadosamete (el cuerpo muerto de
María Santísima) en sus brazos, según la orden de las alturas del Salvador
de todos. Lo depositaron en el lugar destinado para la sepultura en el lugar
llamado Getsemaní ...”
Nos traen, además, otros testamentos apócrifos, de valor
histórico y arqueológico, entre los cuales destaca uno muy convincente: la
reseña de la peregrinación que hizo San Arnulfo al Monte Sión, redactada por un
monje escocés, llamado Adamnano en el año 670, en la que se ve un plano
rudimentario de la Basílica de Sión, en el cual se lee: Hic Sacta Maria
obiit (Aquí murió Santa María). La Basílica de Sión había sido levantada en
el siglo IV y estaba ubicada en el flanco sur del Santo Cenáculo, encerrando
con su construcción las antiguas dependencias que habitaran la Virgen y San
Juan, y, sobre todo, los lugares sagrados de esa edificación.
Es interesante notar que sobre la vivienda última de María
han habido ciertas discusiones y opiniones diversas. Pero nunca las hubo acerca
del lugar de su sepultura, por lo que podemos decir que el lugar de su
Asunción gloriosa al Cielo fue Getsemaní.
En los tiempos de Jesucristo, el Monte Olivete estaba
separado del Monte Sion por un estrecho vallecito, recorrido en toda su
longitud por la barranca del Cedrón, la cual estaba casi seca la mayor parte
del año. A orillas de la barranca, al pie del Monte Olivete, estaba el Huerto
de Getsemaní (Huerto de los Olivos), donde Jesucristo solía ir a orar por las
noches cuando se encontraba en Jerusalén y donde precisamente fue aprehendido
por los soldados la noche anterior a su crucifixión.
La facilidad con que Jesús entraba a aquel jardín ha hecho
suponer a algunos historiadores que el lugar era propiedad de la familia de su
Madre. Sabemos que los judíos acostumbraban a tener sus sepulcros en sus mismas
propiedades. Sabemos que Jesús fue una excepción: su cuerpo fue enterrado en un
sepulcro propiedad de José de Arimatea, ubicado al pie del Gólgota, donde fue
la Crucifixión, debido a la rapidez con que hubo que enterrar su cuerpo por el
apuro de la fiesta del Sábado (cfr. Jn. 38-42).
Los Apóstoles y demás miembros de la comunidad cristiana
naciente comenzaron a venerar los sitios santificados por Jesús y por su Madre,
cuando vivieron en la tierra: el Cenáculo, el huerto de Getsemaní, la cima del
Olivete, donde tuvo lugar la Ascensión de Jesucristo al Cielo; la Vía Dolorosa
que va desde Sión al Calvario, el Gólgota, etc. Señalaron todos estos lugares,
pero muy especialmente los sepulcros de Jesús y de María.
Sabemos que en el año 70 tuvo lugar la destrucción de
Jerusalén, anunciada con todos sus detalles por Jesucristo, de manos de las
tropas romanas. Estas levantaron verdaderas murallas de piedra alrededor de la
ciudad. Talaron gran parte del Monte Olivete y abrieron fosos y trincheras, lo
cual dio por resultado que las entradas de los sepulcros de Getsemaní quedaran
bloqueadas y sepultadas bajo ruinas y escombros, como quedó toda Jerusalén. Creen
algunos que de lo poco que quedó en pie fue el Cenáculo.
Posteriormente el Emperador Adriano, más bien favorable a
los judíos, reconstruyó la ciudad, pero haciendo de ella una ciudad netamente
pagana. Así, rellenó y niveló las depresiones que rodeaban al Monte Sión,
además de hacer construir un templo a Venus en el sitio del sepulcro de
Jesucristo.
Parece que el sepulcro de María escapó a la reconstrucción
y a su consiguiente profanación, porque estaba oculto bajo la tierra cuando se
hizo el relleno de nivelación.
Cuando Constantino apoyó y promovió la Iglesia, y su madre
Santa Elena se ocupó de restaurar y adornar los lugares santos, descubrió el
Santo Sepulcro del Señor, en donde encontró la verdadera cruz, y levantó sobre
éste una gran Basílica. Hizo lo mismo con el Cenáculo, sobre el cual construyó
la Basílica de la Dormición. Sobre el sepulcro de María no se dice nada en esa
ocasión, pero algunos suponen que sí se ocupó de éste Santa Elena, por un
asunto de estilo en la construcción: el sepulcro de María está -como pueden
verlo los peregrinos que van a Tierra Santa- separado de la roca por una
rotonda semejante a la del sepulcro de Jesucristo.
En el siglo V comienza a haber testimonios escritos que
hablan del sepulcro de María. Uno de éstos, Breviarius de Hierusalem, de
un autor anónimo, al describir los Santos Lugares del valle del Cedrón, escribe
lo siguiente: “Allí se ve la Basílica de Santa María y en ella está su
sepulcro. Allí entregó Judas a Nuestro Señor Jesucristo.”
¿Dónde fue la Asunción?
Como por Tradición Apostólica sabemos que la Asunción tuvo
lugar en el sepulcro de María, podemos concluir, por todo lo dicho en el
capítulo anterior, que la Asunción tuvo lugar en el mismo sitio donde Jesús fue
apresado antes de su Pasión y Muerte; es decir, en el Huerto de Getsemaní,
donde oró así al Padre la noche antes de morir: “Padre, si es posible que
pase de Mí esta prueba, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”
¿Cómo fué la Asunción?
Para responder a esta pregunta, tomaremos la opinión del Teólogo
Antonio Royo Marín, o.p., la cual aparece en su libro La Virgen María,
Teología y Espiritualidad Marianas, editado por B.A.C. en 1968.
En el momento mismo en que el alma santísima de María se
separó del cuerpo -que en esto consiste la muerte- entró inmediatamente en el
Cielo y quedó, por decirlo así, el alma incandescente de gloria, en
grado incomparable, como correspondía a la Madre de Dios y a la elevación de su
gracia. Su cuerpo santísimo, mientras tanto, fue llevado al sepulcro por los
discípulos del Señor.
Una antigua tradición, fundada en el argumento de la Madre
también parecerse en esto a su Hijo, nos señala que el cuerpo de María estuvo
en el sepulcro el mismo tiempo que el de Cristo. Es decir, que poco tiempo
después de haber sido sepultado, el cuerpo santísimo de la Santísima Vírgen
resucitó también como el de Jesús.
La resurrección se realizó sencillamente volviendo el alma
al cuerpo, del que se había separado por la muerte. Pero como el alma de María,
al entrar de nuevo a su cuerpo virginal, no venía en el mismo estado en que
salió de él, sino incandescente de gloria, comunicó al cuerpo su propia
glorificación, poniéndolo también al nivel de una gloria incomparable.
Teológicamente hablando, la Asunción de María consiste
en la resurrección gloriosa de su cuerpo. Y, en virtud de esa resurrección,
comenzó a estar en cuerpo y alma en el Cielo. Por cierto Royo Marín contradice
una diferenciación que se ha hecho con frecuencia entre la Ascensión de
Nuestro Señor Jesucristo y la Asunción de su Madre al Cielo, como si la
Ascensión fue hecha por el Señor por su propio poder y la Asunción de María
requiriera de la ayuda de los Angeles, para Ella poder ascender.
Nos dice que el traslado material a un determinado lugar
-si es que el Cielo es un lugar, además de un estado- lo hizo María por sí
misma, sin necesidad de ser llevada por los Angeles. Esto sucedió en virtud de
una de las cualidades de los cuerpos gloriosos, que es la agilidad.
Para entender lo que es esta cualidad nos apoyaremos en el
mismo autor, quien nos describe en su libroTeología de la Salvación, al
referirse a las cualidades de los cuerpos gloriosos de los resucitados, en qué
consiste la agilidad:
“En virtud de esta maravillosa cualidad, los cuerpos de
los bienaventurados podrán trasladarse, cuando quieran, a sitios remotísimos,
atravesando distancias fabulosas con la velocidad del pensamiento. Sin embargo,
este movimiento, aunque rapidísimo, no será instantáneo... pero será tan
vertiginoso que será del todo imperceptible”.
La diferencia, entonces, entre la Ascensión de Cristo y la
Asunción de María radica en que Cristo hubiera podido ascender al Cielo por su
propio poder, aun antes de su muerte y gloriosa resurrección, mientras
que su Madre no hubiera podido hacerlo antes de que hubiera tenido lugar su
propia resurrección.
Sin duda alguna, nos dice Royo Marín, irían con
Ella todos los Ángeles del Cielo, aclamándola como su Reina y Señora, como bien
lo han descrito poetas y pintado pintores, pero sin necesidad de ser llevada o
ascendida por Ángeles, pues ella sola se bastaba con la agilidad de su cuerpo
santísimo, ya glorificado por su gloriosa resurrección.
La Asunción de María en
la Sagrada Escritura
Sabemos, por supuesto, que la Asunción de la Santísima
Virgen no aparece relatada, ni mencionada en la Sagrada Escritura. ¿Por qué,
entonces, titular así un capítulo?
Veamos lo que nos dice el Padre Joaquín Cardoso, s.j. en
su estudio sobre la Asunción: “Son muchos los Teólogos -y de gran renombre,
por cierto- que han afirmado y creen haberlo probado que, implícitamente,
sí se encuentra, tanto en el Nuevo como en el Antiguo Testamento la revelación
de este hecho ... Pues, si no hay una revelación explícita en la Sagrada
Escritura acerca del hecho de la Asunción de María, tampoco hay ni la más
mínima afirmación o advertencia en contrario, y por consiguiente, si la razón
humana, discurriendo sobre alguna otra verdad cierta y claramente revelada,
deduce legítimamente este privilegio de Nuestra Señora, tendremos
necesariamente que admitirlo como revelado en la misma Sagrada Escritura de
modo implícito”.
Existe, por cierto, un precedente autorizado por la
Iglesia, de una verdad considerada como revelada implícitamente. Se
trata del misterio de la Inmaculada Concepción, el cual el Papa Pío XI declaró
como dogma, a finales del siglo XIX y reconoció esta verdad como revelada implícitamente
al comienzo de la Escritura, en Génesis 3, 15, cuando Dios anunció
que la Mujer y su Descendencia aplastarían la cabeza de la serpiente infernal.
Y esto no hubiera podido suceder si María no hubiera estado libre de pecado
original, pues de no haber sido así, hubiera estado sujeta al yugo del demonio.
Esto mismo hizo el Papa Pío XII en la definición del Dogma
de la Asunción. La Asunción de la Virgen María al Cielo, que ha sido aceptada
como verdad desde los tiempos más remotos de la Iglesia, es un hecho también
contenido, al menos implícitamente en la Sagrada Escritura.
Los Teólogos y Santos Padres y Doctores de la Iglesia han
visto como citas en que queda implícita la Asunción de la VirgenMaría, las
mismas en que vieron a la Inmaculada Concepción, porque en ellas se revelan los
incomparables privilegios de esa hija predilecta del Padre, escogida para ser
Madre de Dios. Así quedaron estrechamente unidas ambas verdades: la Inmaculada
Concepción y la Asunción.
He aquí algunas de las citas y de los respectivos
razonamientos teológicos como nos los presenta el Padre Cardoso:
“Llena de gracia” (Lc. 1, 26-29) : Dios le
había concedido todas las gracias, no sólo la gracia santificante, sino todas
las gracias de que era capaz una criatura predestinada para ser Madre de Dios.
Gracia muy grande es el de haber sido preservada del pecado original, pero
también gracia el pasar por la muerte, no como castigo del pecado que no tuvo,
sino por lo ya expuesto en capítulos anteriores y, como hemos dicho también, sin
sufrir la corrupción del sepulcro. Si María no hubiera tenido esta gracia, no
podría haber sido llamada llena (plena) de gracia. Esta
deducción queda además confirmada por Santa Isabel, quien “llena del
Espíritu Santo, exclamó: “Bendita entre todas las mujeres” (Lc. 1,
41-42).
“Pondré enemistad entre tí y la Mujer, entre tu
descendencia y la suya. Ella te aplastará la cabeza” (Gen. 1, 15), es, por
supuesto, el texto clave.
Además, Cristo vino para “aniquilar mediante la muerte
al señor de la muerte, es decir, al Diablo” (Hb. 2, 14). “La muerte ha
sido devorada por la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde
está, oh muerte, tu aguijón? El aguijón de la muerte es el pecado” (1 Cor. 15,
55)
Todos hemos de resucitar. Pero ¿cuál será la parte de
María en la victoria sobre la muerte? La mayor, la más cercana a Cristo, porque
el texto del Génesis une indisolublemente al Hijo con su Madre en el triunfo
contra el Demonio. Así pues, ni el pecado, por ser Inmaculada desde su
Concepción, ni la conscupiscencia, por ser ésta consecuencia del pecado
original que no tuvo, ni la muerte tendrán ningún poder sobre María.
La Santísima Virgen murió, sin duda, como su Divino Hijo,
pero su muerte, como la de El, no fue una muerte que la llevó a la
descomposición del cuerpo, sino que resucitó como su Hijo, inmediatamente,
porque la muerte que corrompe es consecuencia del pecado.
“No permitirás a tu siervo conocer la corrupción”
(Salmo 15). San Pablo relaciona esta incorrupción con la carne de Cristo. Y
San Agustín nos dice que la carne de Cristo es la misma que la de María.
Implícitamente, entonces, la carne de María, que es la misma que la del
Salvador, no experimentó la corrupción.
Así el privilegio de la resurrección y consiguiente
Asunción de María al Cielo se debe al haber sido predestinada para se la Madre
de Dios-hecho-Hombre.
El Concilio Vaticano II, tratando ese tema en la
Constitución Dogmática sobre la Iglesia, también relaciona el privilegio
de la Inmaculada Concepción con el de la Asunción: precisamente porque fue “preservada
libre de pecado original” (LG 59), María no podía permanecer como los demás
hombres en el estado de muerte hasta el fin del mundo. La ausencia del pecado
original y la santidad perfecta ya desde el primer instante de su existencia,
exigían para la Madre de Dios la plena glorificación de su alma y de su cuerpo.
Pero oigamos también a nuestro Papa Juan Pablo II tratar
el punto de la Asunción de María en la Sagrada Escritura.
En su Catequesis del 2 de julio de 1997 nos decía: “El
Nuevo Testamento, aun sin afirmar explícitamente la Asunción de María, ofrece
su fundamento, porque pone muy bien de relieve la unión perfecta de la
Santísima Virgen con el destino de Jesús. Esta unión, que se manifiesta ya
desde la prodigiosa concepción del Salvador, en la participación de la Madre en
la misión de su Hijo y, sobre todo, en su asociación al sacrificio redentor, no
puede por menos de exigir una continuación después de la muerte. María,
perfectamente unida a la vida y a la obra salvífica de Jesús, compartió su
destino celeste en alma y cuerpo”.
La Asunción de María en la Tradición de la Iglesia
Así tituló el Osservatore Romano la Catequesis del Papa
Juan Pablo II del día Miércoles 9 de julio de 1997. Y en esa fuente tan
importante y tan reciente, como son las palabras del Papa en ésta y en la
Catequesis de la semana inmediatamente anterior (2-julio-97) nos apoyaremos
casi exclusivamente para este Capítulo.
La perenne y concorde tradición de la Iglesia muestra cómo
la Asunción de María forma parte del designio divino y se fundamenta en la
singular participación de María en la misión de su Hijo. Ya durante el primer
milenio los autores sagrados se expresaban en este sentido, nos recordaba el
Papa Juan Pablo II.
Además, la Asunción de la Virgen forma parte, desde
siempre, de la fe del pueblo cristiano, el cual al afirmar la llegada de María
a la gloria celeste, ha querido también reconocer y proclamar la glorificación
de su cuerpo.
Nos decía el Papa Juan Pablo II que el primer testimonio
de la fe en la Asunción de la Virgen aparece en los relatos apócrifos,
titulados “Transitus Mariae” , cuyo núcleo originario se remonta a los
siglos II y III. Nos informaba el Papa que se trata de representaciones
populares, a veces noveladas, pero que en este caso reflejan una intuición de
la fe del pueblo de Dios.
Algunos testimonios se encuentran en San Ambrosio, San
Epifanio y Timoteo de Jerusalén. San Germán de Constantinopla (+733) pone en
labios de Jesús, que se prepara para llevar a su Madre al Cielo, estas
palabras: “Es necesario que donde yo esté, estés también tú, Madre
inseparable de tu Hijo”.
Nos decía el Papa JPII que la misma tradición eclesial ve
en la maternidad divina la razón fundamental de la Asunción. Un indicio
interesante de esta convicción se encuentra en un relato apócrifo del siglo V,
atribuido al pseudo Melitón. El autor imagina que Cristo pregunta a los
Apóstoles qué destino merece María, y ellos le dan esta respuesta: “Señor,
elegiste a tu esclava, para que se convierta en tu morada inmaculada ... Por
tanto, dado que, después de haber vencido a la muerte, reinas en la gloria, a
tus siervos nos ha parecido justo que resucites el cuerpo de tu Madre y la
lleves contigo, dichosa, al Cielo”.
¿Por qué citaba el Papa un libro apócrifo? Los apócrifos
no tienen autoridad divina. Pero pueden tener autoridad humana, agregando, así,
un testimonio que apoya la unanimidad a favor de la Asunción.
San Germán, en un texto lleno de poesía, sostiene que el
afecto de Jesús a su Madre exige que María se vuelva a unir con su Hijo Divino
en el Cielo: “Como un niño busca y desea la presencia de su madre, y como
una madre quiere vivir en compañía de su hijo, así también era conveniente que
tú, de cuyo amor materno a tu Hijo y Dios no cabe duda alguna, volvieras a El.
¿Y no era conveniente que, de cualquier modo, este Dios que sentía por ti un
amor verdaderamente filial, te tomara consigo?”
En otro texto el mismo San Germán sostiene que “era
necesario que la Madre de la Vida compartiera la Morada de la Vida”. Así
integra la dimensión salvífica de la maternidad divina con la relación entre
Madre e Hijo. /p>
San Juan Damasceno subraya la relación entre la
participación en la Pasión y el destino glorioso: “Era necesario que aquélla
que había visto a su Hijo en la Cruz y recibido en pleno corazón la espada del
dolor ... contemplara a ese Hijo suyo sentado a la diestra del Padre”.
Nos dice el Padre Cardoso que ya en los escritos del Siglo
IV los historiadores eclesiásticos se refieren a la Asunción de María como de
tradición antiquísima, que a causa de su unanimidad, no puede venir sino de los
mismos Apóstoles y, por consiguiente, como de revelación divina, pues la
revelación en que se funda la religión cristiana terminó, según enseña la
Iglesia, con la muerte de San Juan.
Continúa diciéndonos que del Siglo V en adelante, no
encontró un solo escritor eclesiástico, ni una sola comunidad cristiana que no
creyera en la Asunción de María.
En el Siglo VII el Papa Sergio I promovió procesiones a la
Basílica Santa María la Mayor el día de la Asunción, como expresión de la
creencia popular en esta verdad tan gozosa.
Posteriormente se fue desarrollando una larga reflexión
con respecto al destino de María en el más allá. Esto, poco a poco, llevó a los
creyentes a la fe en la elevación gloriosa de la Madre de Jesús en alma y
cuerpo, y a la institución en Oriente de las fiestas litúrgicas de la Dormición
y de la Asunción de María.
La fe en el destino glorioso del alma y del cuerpo de la
Madre del Señor después de su muerte, desde Oriente se difundió a Occidente con
gran rapidez y, a partir del Siglo XIV, se generalizó.
El Papa Juan XXII en 1324 afirmaba que “la Santa Madre
Iglesia pidadosamente cree y evidentemente supone que la bienaventurada
Virgen fue asunta en alma y cuerpo”.
En la primera mitad de nuestro siglo, en víspera de la
declaración del Dogma, constituía una verdad casi universalmente aceptada y
profesada por la comunidad cristiana en todo el mundo.
Así, en Mayo de 1946, con la Encíclica Deiparae
Virginis Mariae, Pío XII promovió una amplia consulta, interpelando a los
Obispos y, a través de ellos, a los Sacerdotes y al pueblo de Dios, sobre la
posibilidad y la oportunidad de definir la Asunción corporal de María como
Dogma de Fe. El recuento fue ampliamente positivo: sólo 6 respuestas de entre
1.181 manifestaban alguna reserva sobre el carácter revelado de esa verdad.
Citando ese dato, la Bula Munificentissimus Deus afirma:
“El consentimiento universal del Magisterio ordinario de la Iglesia
proporciona un argumento cierto y sólido para probar que la Asunción corporal
de la Santísima Virgen María al Cielo ... es una verdad revelada por Dios y,
por tanto, debe ser creída firme y fielmente por todos los hijos
de la Iglesia”.
El Concilio Vaticano II, recordando en la Constitución
Dogmática sobre la Iglesia el misterio de la Asunción, atrae la atención hacia
el privilegio de la Inmaculada Concepción: precisamente porque fue “preservada
libre de pecado original” (LG 59). María no podía permanecer como los demás
hombre en el estado de muerte hasta el fin del mundo. La ausencia del pecado
original y la santidad perfecta ya desde el primer instante de su existencia,
exigían para la Madre de Dios la plena glorificación de su alma y de su cuerpo.
Y continuando con la Tradición Eclesiástica hasta nuestros
días, tenemos toda la enseñanza del Papa Juan Pablo II que recogemos en este
estudio.
Como dato curioso el Padre Cardoso anota uno adicional que
es sumamente revelador y que él agrega a la unanimidad en la Tradición: el
hecho de que no hayan reliquias del cuerpo virginal de María. Nos dice que ni
siquiera los fabricantes de falsas reliquias -que los ha habido a lo largo de
la historia de la Iglesia- se atrevieron jamás a fabricar una del cuerpo de
María, pues sabían que, dada la creencia universal de la Asunción, no hubieran
sido recibidas como auténticas en ninguna parte del mundo cristiano.
Testimonios místicos
Para
estos testimonios nos basaremos en las revelaciones privadas hechas a Santa
Isabel de Schoenau (1129-1164), a Santa Brígida de Suecia (1307-1373), a la
Venerable Sor María de Agreda (1602-1665) y a la Venerable Ana Catalina
Emmerich (1774-1824), testimonios que se encuentran recopilados en el libro
"The Life of Mary as seen by the Mystics" (La Vida de María vista por los Místicos) de
Raphael Brown (Nihil Obstat & Imprimatur 8-junio-1951). Uniremos estos
testimonios en un solo relato, con el fin de poder seguir mejor la secuencia de
los hechos relatados.
(El
Nihil Obstat y el Imprimatur son declaraciones oficiales de un Censor
Eclesiástico y de un Obispo, respectivamente, mediante las cuales se expresa
que una publicación no contiene errores doctrinales o morales. No indican estos
sellos aprobación o respaldo a las ideas contenidas en dicha publicación).
La
Santísima Virgen María supo cuándo iba a morir y supo que iba a morir en
oración y recogimiento. Al conocer esto, pidió a su Hijo la presencia de los
Apóstoles para la ocasión. Así, por avisos especiales del Cielo, los Apóstoles
comenzaron a reunirse en Jerusalén.
La
mañana del día de su partida, la Madre de Dios convocó a los Apóstoles y a las
santas mujeres al Cenáculo. La Virgen se arrodilló y besó los pies de Pedro y
tuvo una emotiva despedida con cada uno de los otros once, pidiéndoles la
bendición. A Juan agradeció con especial afecto todos los cuidados que había
tenido para con ella.
Después
de un rato de recogimiento, la Santísima Virgen habló a los presentes:
Carísimos hijos mío y mis señores: Siempre os he tenido en mi alma y escritos
en mi corazón, donde tiernamente os he amado con la caridad y amor que me
comunicó mi Hijo santísimo, a quien he mirado siempre en vosotros como en sus
escogidos y amigos. Por su voluntad santa y eterna me voy a las moradas
celestiales, donde os prometo, como Madre, que os tendré presentes en la
clarísima luz de la Divinidad, cuya vista espera y ansía mi alma con seguridad.
La Iglesia, mi madre, os encomiendo con exaltación del santo nombre del
Altísimo, la dilatación de su ley evangélica, la estimación y aprecio de las
palabras de mi Hijo santísimo, la memoria de su vida y muerte, y la ejecución
de toda su doctrina. Amad, hijos míos, a la santa Iglesia y de todo corazón
unos a otros con aquel vínculo de la caridad y paz que siempre os enseñó
vuestro Maestro. Y a vos, Pedro, Pontífice santo, os encomiendo a Juan mi hijo
y también a los demás .
Las
palabras de despedida de la Señora causaron honda pena y ríos de lágrimas a
todos los presentes y lloró también con ellos la dulcísima María, que no quiso
resistir a tan amargo y justo llanto de sus hijos. Y después de algún espacio
les habló otra vez y les pidió que con ella y por ella orasen todos en
silencio, y así lo hicieron.
En
esa quietud sosegada descendió del Cielo el Verbo humanado en un trono de inefable
gloria, y con dulcísimas palabras invitó a su Madre a venir con El al Cielo:
Madre mía carísima, a quien Yo escogí para mi habitación, ya es llegada la
hora en que habéis de pasar de la vida mortal y del mundo a la gloria de mi
Padre y mía, donde tenéis preparado el asiento a mi diestra, que gozaréis por
toda la eternidad. Y porque hice que como Madre mía entraseis en el mundo libre
y exenta de la culpa, tampoco para salir de él tiene licencia ni derecho de
tocaros la muerte. Si no queréis pasar por la muerte, venid conmigo, para que
participéis de mi gloria, que tenéis merecida .
Quería
Jesús llevarse a su Madre viva. Pero ella, indigna criatura, no puede pasar
menos que su Hijo e Hijo de Dios. Postróse la prudentísima Madre ante su Hijo y
con alegre semblante le respondió: Hijo y Señor mío, yo os suplico que
vuestra Madre y sierva, entre en la eterna vida por la puerta común de la
muerte natural, como los demás hijos de Adán. Vos, que sois mi verdadero Dios,
la padecisteis sin tener obligación a morir; justo es que como yo he procurado
seguiros en la vida, os acompañe también en morir .
Aprobó
Cristo nuestro Salvador este último sacrificio y voluntad de su Madre santísima
y dijo que se cumpliese lo que ella deseaba. En este momento solemne, los Angeles
comenzaron a cantar con celestial armonía algunos versos del Cantar de los
Cantares y otros nuevos. Salió también una fragancia divina que con la música
se percibía hasta la calle. Y la casa del Cenáculo se llenó de un resplandor
admirable. La presencia del Señor fue percibida por varios de los Apóstoles;
los demás sintieron en su interior divinos y poderosos efectos, pero la música
de los Angeles la percibieron los Apóstoles, los discípulos y muchos otros
fieles que allí estaban.
Al
entonar los Angeles la música, se reclinó María santísima en su lecho, puestas
las manos juntas sobre su pecho y los ojos fijos en su Hijo santísimo, y toda
enardecida en la llama de su divino amor. Siente la Madre de Dios un abundante
influjo del Espíritu Santo que invade todo su cuerpo. Las fuerzas que se le
iban eran reemplazadas por una fuerza de Amor. El Amor excedía la capacidad de
su cuerpo. Y en esa entrega de Amor, sucede la dormición de la Madre de Dios: sin esfuerzo alguno, su
alma abandona el cuerpo y María queda como dormida.
Las
facciones de la Virgen Santísima se transfiguran: parecía totalmente inflamada
con el fuego de la caridad seráfica, en su bellísimo semblante apareció una
expresión de gozo celestial, acompañada de una suave sonrisa. Los presentes no
sabían si realmente se había muerto. Todo era tan hermoso y suave que no era
posible asociarlo con una muerte.
El
sagrado cuerpo de María Santísima, que había sido templo y sagrario de Dios
vivo, quedó lleno de luz y resplandor y despidiendo de sí una admirable y nueva
fragancia, mientras yacía rodeado de miles de Angeles de su custodia. El fulgor
que irradiaba la Virgen María era el Espíritu Santo. Fue una manifestación
especial que mostraba la grandeza de la Madre de Dios, poniéndose de manifiesto
lo que había estado siempre escondido por la grandísima humildad de la más
humilde de las criaturas.
Los
Apóstoles y discípulos, entre lágrimas de dolor y júbilo por las maravillas que
veían, quedaron como absortos por un tiempo y luego cantaron himnos y salmos en
obsequio a su Madre. No sabían qué hacer con ella, pues continuaba el fulgor y
el aroma exquisito. La cubrieron con un manto, pero sin taparle el rostro, como
era la costumbre con los demás muertos. Había una barrera luminosa que impedía
que se acercaran, mucho menos tocarla.
Para
los Apóstoles fue un momento de infusión del Espíritu Santo, pues se habían
vuelto a sentir abandonados. Para todos los demás fue un acontecimiento de
grandes gracias.
La
luz radiante que despedía, impedía ver el cuerpo de la Santísima Virgen. Pedro
y Juan toman cada lado del manto sobre el cual estaba reclinada y levantan el
cuerpo de María, dándose cuenta que era mucho más liviano de lo esperado. Así
lo colocan en una especie de ataúd ... era como una caja. El resplandor
traspasaba la caja.
Casi
todo Jerusalén acompañó el cortejo fúnebre, tanto judíos como gentiles, para
presenciar esta maravillosa novedad. Los Apóstoles llevaban el sagrado cuerpo y
tabernáculo de Dios, partiendo hacia las afueras de la ciudad, al sepulcro
preparado en Getsemaní. Este era el cortejo visible. Pero además de éste, había
otro invisible de los cortesanos del Cielo: en primer lugar iban los miles de
Angeles de la Reina, continuando su música celestial, que los Apóstoles,
discípulos y otros muchos podían escuchar, música que continuó durante el
tiempo de la procesión y mientras el cuerpo permaneció en el sepulcro.
Descendieron
también de las alturas otros muchos millares o legiones de Angeles, con los
antiguos Patriarcas y Profetas, San Joaquín y Santa Ana, San José, Santa Isabel
y el Bautista, con otros muchos santos que del Cielo envió nuestro Salvador
Jesucristo para que asistiesen a las exequias y entierro de su beatísima Madre.
Llegados
al sitio donde estaba preparado el privilegiado sepulcro de la Madre de Dios,
los mismos dos Apóstoles, Pedro y Juan, sacaron el liviano cuerpo del féretro,
y con la misma facilidad y reverencia lo colocaron en el sepulcro. Juan lloraba
y Pedro también. No querían dejarla. Era dejar a aquélla que los mantenía
unidos al Señor. Era su Madre. Cubrieron el cuerpo con el manto y cerraron el
sepulcro con una losa, conforme a la costumbre de otros entierros. Los Angeles
de la Reina continuaron sus celestiales cantos y el exquisito aroma persistía,
mientras se podía percibir el fulgor que salía del sepulcro.
Los
Apóstoles, los discípulos y las santas mujeres oraban con mucho fervor, con
mucha confianza, con mucho amor. Pero la Virgen Santísima no estaba allí:
estaba con Jesús, ya que, inmediatamente después de la dormición, nuestro
Redentor Jesús tomó el alma purísima de su Madre para presentarla al Eterno
Padre, a quien le habló así en presencia de todos los bienaventurados: Eterno Padre mío,
mi amantísima Madre, vuestra Hija, Esposa querida y regalada del Espíritu
Santo, viene a recibir la posesión eterna de la corona y gloria que para premio
de sus méritos le tenemos preparada. Justo es que a mi Madre se le dé el premio
como a Madre; y si en toda su vida y obra fue semejante a Mí en el grado
posible a pura criatura, también lo ha de ser en la gloria y en el asiento en
el Trono de Nuestra Majestad .
El
Padre y el Espíritu Santo aprobaron este decreto por el cual el Hijo le pedía
al Padre un sitio especial para su Madre al lado de la Trinidad Santísima, como
Madre y como Reina, para que así como El había recibido de Ella su humanidad,
recibiera ella ahora de El su gloria.
El día tercero que el alma santísma de María gozaba de esta gloria, manifestó
el Señor a los santos su voluntad divina de que Ella volviese al mundo y
resucitase su sagrado cuerpo, para que en su cuerpo y alma fuese otra vez
levantada a la diestra de su Hijo santísimo, sin esperar a la general
resurrección de los muertos. Y llegando al sepulcro, estando todos a la vista
del cuerpo virginal de María, dijo el Señor a los Santos estas palabras:
Mi Madre fue concebida sin mácula de pecado, para que de su
virginal sustancia purísima y sin mácula me vistiese de la humanidad en que
vine al mundo y le redimí del pecado. Mi carne es carne suya, y ella cooperó
conmigo en las obras de la redención, y así debo resucitarla como Yo resucité
de los muertos; y que esto sea al mismo tiempo y a la misma hora, porque en
todo quiero hacerla semejante a Mí
.
Luego
la purísima alma de la Reina con el imperio de Cristo su Hijo santísimo, entró
en el virginal cuerpo y le reanimó y resucitó, dándole nueva vida inmortal y
gloriosa, comunicándole los cuatro dotes de claridad, impasibilidad, agilidad y
sutileza (*), correspondiente a la gloria del alma, de donde se derivan a los
cuerpos
Con
estos dotes salió en alma y cuerpo del sepulcro María Santísima, extremadamente
radiante, gloriosamente vestida y llena de una belleza indescriptible, sin que
quedara removida ni levantada la piedra con que estaba cerrada la fosa.
Desde
el sepulcro comenzó una solemnísima procesión acompañada de celestial música
hacia el Cielo glorioso. Entraron en el Cielo los Santos y Angeles, y en el
último lugar iban Cristo nuestro Salvador y a su diestra la Reina vestida de
oro de variedad, como dice David: De
pie a tu derecha está la Reina, enjoyada con oro de Ofir , y tan hermosa, que
fue la admiración de todos los cortesanos del Cielo. Allí se oyeron aquellos
elogios misteriosos que le dejó escrito Salomón: Salid, hijas de Sión, a
ver a vuestra Reina, a quien alaban las estrellas matutinas y festejan los
hijos del Altísimo. ¿Quién es ésta que sube del desierto, como varilla de todos
los perfumes aromáticos? (Cant. 3,6) ¿Quién es ésta que se levanta como la
aurora, más hermosa que la luna, refulgente como el sol y terrible como muchos
escuadrones ordenados? (Cant. 6,9) ¿Quién es ésta en quien el mismo Dios halló
tanto agrado y complacencia sobre todas sus criaturas y la levanta sobre todas
al trono de su inaccesible luz y majestad? ¡Oh maravilla nunca vista en estos
cielos! ¡Oh novedad digna de la Sabiduría Infinita!
Con
estas glorias llegó María Santísima en cuerpo y alma al trono de la Beatísima
Trinidad, y las Tres Divinas Personas la recibieron con un abrazo indisoluble.
El Eterno Padre le dijo: Asciende más alto que todas las criaturas, electa
mía, hija mía y paloma mía . El Verbo humanado dijo: Madre mía, de quien
recibí el ser humano y el retorno de mis obras con tu perfecta imitación,
recibe ahora el premio de mi mano que tienes merecido. El Espíritu Santo dijo:
Esposa mía amantísima, entra en el gozo eterno que corresponde a tu
fidelísmo amor y goza sin cuidados, que ya pasó el invierno del padecer (Cant.
2,11) y llegaste a la posesión eterna de nuestros abrazos .
Allí
quedó absorta María Santísima entre las Divinas Personas y como anegada en
aquel océano interminable y en el abismo de la Divinidad. Los Santos, llenos de
admiración, se llenaron de nuevo gozo accidental. Era una gran fiesta en el
Cielo.
Mientras
tanto, aquí abajo, al lado del sepulcro, Pedro y Juan perseveraban junto con
otros en la oración, no sin lágrimas en los ojos. Al día tercero reconocieron
que la música celestial había cesado, e inspirados por el Espíritu Santo
coligieron que la purísima Madre había sido resucitada y llevada en cuerpo y
alma al Cielo, como su Hijo amadísimo.
En
la mañana de la Asunción de la Santísima Virgen al Cielo, estaban Pedro y Juan
decidiendo si abrir o no el sepulcro. Llegó Tomás de Oriente en esa hora. Al
informársele que ya María Santísima había dejado el mundo de los vivos, Tomás
en medio de grandes llantos, suplicaba que le enseñaran por última vez a la
Madre de su Señor. Pedro y Juan, con gran veneración procedieron a retirar la
piedra. Entraron. No estaba ya en el sepulcro: sólo quedaron el manto y la
túnica. Juan salió a anunciar a todos que la Madre se había ido con su Hijo.
Mientras
cantaban himnos de alabanza al Señor y a su Santísima Madre, después de haber
repuesto la loza del sepulcro a su sitio, apareció un Angel que les dijo:
Vuestra Reina y nuestra, ya vive en alma y cuerpo en el Cielo y reina en
él para siempre con Cristo. Ella me envía para que os confirme en esta verdad y
os diga de su parte que os encomienda de nuevo la Iglesia y conversión de las
almas y dilatación del evangelio, a cuyo ministerio quiere que volváis luego,
como lo tenéis encargado, que desde su gloria cuidará de vosotros .
Allá
en el Cielo glorioso, mientras la Santísima Virgen María se encontraba postrada
en profunda reverencia ante la Santísima Trinidad y absorta en el abismo de la
Divinidad, las Tres Divinas Personas pronuncian el decreto de la Coronación de
la Madre de Dios, y María, la más humilde de las criaturas, considerábase inmerecedora
de semejante reconocimiento.
La
Persona del Eterno Padre, hablando con los Angeles y Santos, dijo: Nuestra
Hija María fue escogida y poseída de nuestra voluntad eterna la primera entre
todas las criaturas para nuestras delicias, y nunca degeneró del título y ser
de hija que le dimos en nuestra mente divina, y tiene derecho a nuestro Reino,
de quien ha de ser reconocida y coronada por legítima Señora y singular Reina .
El Verbo humanado dijo: A mi Madre verdadera y natural le pertenecen todas
las criaturas que por Mí fueron redimidas, y de todo lo que Yo soy Rey ha de
ser ella legítima y suprema Reina . El Espíritu Santo dijo: Por el título
de Esposa mía, única y escogida, al que con fidelidad ha correspondido, se le
debe también la corona de Reina por toda la eternidad .
Dicho
esto, la Santísima Trinidad solemnemente colocó sobre la cabeza inclinada de
María una esplendorosa y grandiosa corona de múltiples y brillantes colores que
representan las gracias que recibimos a través de Ella por voluntad de Dios.
Así,
el Padre le entrega todas las criaturas y todo lo creado por El. El Hijo le
entrega todas las almas por El redimidas. Y el Espíritu Santo todas las gracias
que El desea derramar sobre la humanidad, porque todas nuestras cosas son
tuyas, como tú siempre fuiste nuestra .
El Padre Eterno anuncia a los Angeles y Santos en medio de
esa Fiesta Celestial que sería Ella quien derramaría todas las gracias sobre el
mundo, que nada de lo que Ella pidiera le sería negado a quien era Reina de
Cielo y Tierra.
************
*)
Veamos las definiciones de las cualidades de los cuerpos gloriosos que nos da
Royo Marín, en "Teología de la Salvación" : Claridad: cierto
resplandor que rebosa al cuerpo, proveniente de la suprema felicidad del alma. Impasibilidad:
gracia y dote que hace que no pueda ya el cuerpo padecer molestia, ni sentir
dolor, ni quebranto alguno. Agilidad: se librará el cuerpo de la carga
que le oprime y se podrá mover hacia cualquier parte a donde quiera el alma con
tanta velocidad, que no puede haberla mayor. Sutileza: el cuerpo
bienaventurado se sujetará completamente al imperio del alma y la servirá y
será perfectamente dócil a su voluntad. Es la espiritualización del cuerpo
glorificado.
Documentos históricos
Presentamos dos documentos históricos reseñados por el
Padre Cardoso en su publicación “La Asunción de María Santísima”.
El primero es la carta de Dionisio el Egipcio o el
Místico (no Dionisio el Areopagita, discípulo de San Pablo) a Tito,
Obispo de Creta, que data de fines del Siglo III a mediados del Siglo IV, y
publicada por primera vez en alemán por el Dr. Weter de la Facultad de Tubinga
en 1887. Dice el Padre Cardoso que el Dr. Nirschl, que la ha estudiado, fija
como fecha el año 363, declarándola absolutamente auténtica. Esta misma carta
ha sido mencionada en el Capítulo 5 de nuestro estudio (¿Existe un sepulcro de
la Santísima Virgen María?) al tratar de definir el sitio de la sepultura de
María.
Este documento histórico es importantísimo para conocer
cuál era la tradición en Jerusalén acerca de la Asunción de María, pues es lo
más próximo que se conoce a la tradición de los mismos testigos presenciales
del hecho, es decir, los Apóstoles. Dice así:
“Debes saber, ¡oh noble Tito!, según tus sentimientos
fraternales, que al tiempo en que María debía pasar de este mundo al otro, es a
saber a la Jerusalén Celestial, para no volver jamás, conforme a los deseos y
vivas aspiraciones del hombre interior, y entrar en las tiendas de la Jerusalén
superior, entonces, según el aviso recibido de las alturas de la gran luz, en
conformidad con la santa voluntad del orden divino, las turbas de los santos
Apóstoles se juntaron en un abrir y cerrar de ojos, de todos los puntos en que
tenían la misión de predicar el Evangelio. Súbitamente se encontraron reunidos
alrededor del cuerpo todo glorioso y virginal. Allí figuraron como doce rayos
luminosos del Colegio Apostólico. Y mientras los fieles permanecían alrededor,
Ella se despidió de todos, la augusta (Virgen) que, arrastrada por el ardor de
sus deseos, elevó a la vez que sus plegarias, sus manos todas santas y puras
hacia Dios, dirigiendo sus miradas, acompañadas de vehementes suspiros y
aspiraciones a la luz, hacia Aquél que nació de su seno, Nuestro Señor, su
Hijo. Ella entregó su alma toda santa, semejante a las esencias de buen olor y
la encomendó en las manos del Señor. Así es como, adornada de gracias, fue
elevada a la región de los Angeles, y enviada a la vida inmutable del mundo
sobrenatural.
“Al punto, en medio de gemidos mezclados de llantos y
lágrimas, en medio de la alegría inefable y llena de esperanza que se apoderó
de los Apóstoles y de todos los fieles presentes, se dispuso piadosamente, tal
y como convenía hacerlo con la difunta, el cuerpo que en vida fue elevado sobre
toda ley de la naturaleza, el cuerpo que recibió a Dios, el cuerpo
espiritualizado, y se le adornó con flores en medio de cantos instructivos y de
discursos brillantes y piadosos, como las circunstancias lo exigían. Los
Apóstoles inflamados enteramente en amor de Dios, y en cierto modo, arrebatados
en éxtasis, lo cargaron cuidadosamente sobre sus brazos, como a la Madre de la
Luz, según la orden de las alturas del Salvador de todos. Lo depositaron en el
lugar destinado para la sepultura, en el lugar llamado Getsemaní.
“Durante tres días seguidos, ellos oyeron sobre aquel
lugar los aires armoniosos de la salmodia, ejecutada por voces angélicas, que
extasiaban a los que las escuchaban; después nada más.
“Eso supuesto para confirmación de lo que había
sucedido, ocurrió que faltaba uno de los santos Apóstoles al tiempo de su
reunión. Este llegó más tarde y obligó a los Apóstoles que le enseñasen de una
manera palpable y al descubierto el precioso tesoro, es decir, el mismo cuerpo
que encerró al Señor. Ellos se vieron, por consiguiente, obligados a satisfacer
el ardiente deseo de su hermano. Pero cuando abrieron el sepulcro que había
contenido el cuerpo sagrado, lo encontraron vacío y sin los restos mortales.
Aunque tristes y desconsolados, pudieron comprender que, después de terminados
los cantos celestiales, había sido arrebatado el santo cuerpo por las
potestades etéreas, después de estar preparado sobrenaturalmente para la
mansión celestial de la luz y de la gloria oculto a este mundo visible y
carnal, en Jesucristo Nuestro Señor, a quien sea gloria y honor por los siglos
de los siglos. Amén”.
El segundo documento es de San Juan Damasceno, Doctor
de la Iglesia. Es un sermón por él predicado en la Basílica de la Asunción
en Jerusalén, por el año 754, ante varios Obispos y muchos Sacerdotes y fieles:
“Ahí tenéis con qué palabras nos habla este glorioso
sepulcro. Que tales cosas hayan sucedido así, lo sabemos por la “Historia
Eutiquiana”, que en su Libro II, capítulo 40, escribe:
`Dijimos anteriormente cómo Santa Pulqueria edificó
muchas Iglesias en la ciudad de Constantinopla. Una de éstas fue la de las
Blanquernas, en los primeros años del Imperio de Marciano. Habiendo, pues,
construído el venerable templo en honor de la benditísima y siempre Virgen
María, Madre de Dios ... buscaban diligentemente los Emperadores llevar allí el
sagrado cuerpo de la que había llevado en su seno al Todopoderoso, y llamando a
Juvenal, Arzobispo de Constantinopla, le pidieron las sagradas reliquias'.
“Juvenal contestó en estos términos: `Aunque nada nos
dicen las Sagradas Escrituras de lo que ocurrió en la muerte de la Madre de
Dios, sin embargo nos consta por la antigua y verídica narración que los
Apóstoles, esparcidos por el mundo por la salud de los pueblos, se reunieron
milagrosamente en Jerusalén, para asistir a la muerte de la Santísima Virgen.'
“La Historia Eutiquiana nos dice luego, que los
Apóstoles, después de la sepultura de la Virgen, oyeron durante tres días los
coros angélicos; después nada más. Ahora bien, como Santo Tomás llegó tarde,
abrieron la tumba y debieron comprobar que no estaba allí el sagrado cuerpo.
Repuestos de su estupor, no acertaron los Apóstoles a inferir otra cosa, sino
que Aquél que le plugo nacer de María, conservándola en su inviolable
virginidad, se complació también en preservar su cuerpo virginal de la
corrupción y en admitirlo en el Cielo antes de la resurrección general'
“Oído este relato, Marciano y Pulqueria pidieron a
Juvenal que les enviase el ataúd y los lienzos de la gloriosa y santísima Madre
de Dios, todo cuidadosamente sellado. Y, habiéndolos recibido, los depositaron
en la dicha Iglesia de la Madre de Dios en las Blanquernas. Y es así como
sucedió todo esto”.
Nos dice el Padre Cardoso que esta “Historia Eutiquiana”,
de la que tomó San Juan Damasceno el relato, se cree por los Padres
Bolandistas, que data de San Eutiquio, contemporáneo y amigo de San Juvenal, el
cual ocupó la sede de Jerusalén del año 418 al 458. El relato de San Juvenal es
considerado como absolutamente histórico y nos dice que la Iglesia Católica lo
ha incluido en el Breviario (Liturgia de las Horas).
Por otra parte, no cabe la menor duda de que el ataúd y
mortaja de María
fueron, desde la segunda mitad del Siglo V, objeto de
veneración para los fieles en la Basílica de los Blanquernos en Constantinopla.
El dogma de la Asunción
Como es sabido, el Papa Pío XII, declaró el Dogma de la
Asunción de la Santísima Virgen en cuerpo y alma al Cielo el día 1 de noviembre
de 1950.
Lo hizo desde el atrio exterior de San Pedro Vaticano,
rodeado de 36 Cardenales, 555 Patriarcas, Arzobispos y Obispos, de gran número
de dignatarios eclesiásticos y de una muchedumbre entusiasmada, de
aproximadamente un millón de personas. Definió así solemnemente, con su suprema
autoridad, este dogma mariano.
A continuación, las palabras mismas que definen este
Dogma, tomadas de la Bula Munificentissimus Deus:
“Después de elevar a Dios muchas y reiteradas preces y
de invocar la luz del Espíritu de la Verdad, para gloria de Dios omnipotente,
que otorgó a la Virgen María su peculiar benevolencia; para honor de su Hijo,
Rey inmortal de los siglos y vencedor del pecado y de la muerte; para aumentar
la gloria de la misma augusta Madre y para gozo y alegría de toda la Iglesia,
con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados Apóstoles
Pedro y Pablo y con la nuestra, pronunciamos, declaramos y definimos ser
dogma divinamente revelado, que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen
María, terminado el curso de su vida terrena fue asunta en cuerpo y alma a la
gloria celestial”.
Puede entenderse por qué se levantó un grito al unísono de
parte de la multitud entusiasmada que estaba en la Plaza San Pedro: casi 1900
años de fe del pueblo y de la Iglesia en esta verdad, confirmada y ratificada
por el Romano Pontífice, apelando a la infalibilidad conferida a quien es el
Sucesor de San Pedro. También hubo millones de espectadores en los cinco
continentes, quienes vieron en televisión u oyeron por las estaciones de radio
del mundo católico, el importante anuncio papal.
A partir de ese momento ya ningún católico podía dudar del
hecho de la Asunción de María en cuerpo y alma al Cielo, sin apartarse de la Fe
de la Iglesia.
Y es importante hacer notar aquí lo que Royo Marín nos
dice en su tratado sobre la Santísima Virgen, respecto de la irreversibilidad
que tiene un Dogma declarado. Nos dice que la infalibilidad del Papa al
proclamar “ex-cathedra” un dogma de fe, no recae sobre el valor de los
argumentos esgrimidos por el mismo Pontífice para apoyar dicho dogma, sino que
cae sobre el objeto mismo de la definición.
¿Qué significa esto? Significa que no pudiera darse el
caso de que alguno de los argumentos utilizados fuesen considerados
posteriormente dudosos -o incluso, falsos. Después de la definición de un
dogma, la verdad definida es asunto de fe. La infalibilidad cae sobre
esa verdad y no sobre los argumentos empleados por los Teólogos e, inclusive,
por el Papa en la introducción a la misma definición del dogma.
Sin embargo, este teólogo mariano considera que los
argumentos teológicos que explican el Dogma de la Asunción -al igual que el de
la Inmaculada Concepción- son del todo firmes y seguros, y por sí solos nos
llevarían -como llevaron a la Iglesia durante tantos siglos- a creer con
certeza en la Asunción de María al Cielo en cuerpo y alma.
Continuando con la Bula de la Asunción, he aquí algunos de
estos argumentos, contenidos en la misma. Los dos primeros argumentos son el de
la Tradición y el de la Liturgia. Luego sigue que:
1. Es una exigencia de la Inmaculada Concepción:
“Este privilegio -el de la Asunción de María-
resplandeció con nuevo fulgor desde que Pío IX, definió solemnemente el Dogma
de la Inmaculada Concepción. Estos dos privilegios están -en efecto- estrechamente
unidos entre sí. Cristo, con su muerte, venció la muerte y el pecado; y
sobre el uno y sobre la otra reporta también la victoria, en virtud de Cristo,
todo aquél que ha sido regenerado sobrenaturalmente por el bautismo. Pero, por
ley general, Dios no quiere conceder a los justos el pleno efecto de esta
victoria sobre la muerte, sino cuando haya llegado el fin de los tiempos.
Por eso también los cuerpos de los justos se disuelven después de la muerte, y
sólo en el último día volverá a unirse cada uno con su propia alma gloriosa.
“Pero de esta ley general quiso Dios que fuera
exenta la bienaventurada Virgen María. Ella, por privilegio del todo
singular, venció al pecado con su Concepción Inmaculada; por eso no estuvo
sujeta a la ley de permanecer en la corrupción del sepulcro, ni tuvo que
esperar la redención de su cuerpo hasta el fin del mundo.”
2. Es una exigencia de su dignidad de Madre de Dios y
del amor de su Divino Hijo hacia ella:
“Todas estas razones y consideraciones de los Santos
Padres y de los Teólogos tienen como último fundamento la Sagrada Escritura, la
cual nos presenta a la excelsa Madre de Dios unida estrechamente a su Hijo y
siempre partícipe de su suerte. De donde parece imposible imaginarse separada
de Cristo, si no con el alma, al menos con el cuerpo, después de esta vida, a
Aquélla que le concibió, le dio a luz, le nutrió con su leche, le llevó en sus
brazos y le apretó a su pecho.
"Desde el momento en
que nuestro Redentor es Hijo de María, ciertamente, como observador
pefectísimo de la divina ley que era, no podría menos de honrar, además de al
Eterno Padre, también a su amantísima Madre. Pudiendo, pues, dar a su Madre,
tanto honor al preservarla inmune de la corrupción del sepulcro, debe creerse
que lo hizo realmente”.
3. Por su condición de nueva Eva y Corredentora de la
humanidad:
“Pero hay que recordar especialmente que desde el Siglo
II María es presentada por los Santos Padres como nueva Eva, estrechamente
unida al nuevo Adán, si bien sujeta a El, en aquella lucha contra el enemigo
infernal, que, como fue preanunciado en el Protoevangelio (Gen. 3, 15), había
de terminar con la plenísima victoria sobre el pecado y sobre la muerte,
siempre unidos en los escritos del Apóstol de las Gentes (cf. Rom 5 y 6; I Cor.
15, 21-26; 54-57). Por lo cual, como la gloriosa resurrección de Cristo fue parte
esencial y signo final de esa victoria, así también para María la común
lucha debía concluir con la glorificación de su cuerpo virginal; porque, como
dice el Apóstol, cuando ... este cuerpo mortal sea revestido de
inmortalidad, entonces sucederá lo que fue escrito: la muerte fue absorbida por
la victoria (I Cor 15, 54).
4. Por el conjunto de los demás privilegios:
“De tal modo la augusta Madre de Dios, misteriosamente
unida a Jesucristo desde toda la eternidad con un mismo decreto de
predestinación, inmaculada en su concepción, virgen sin mancha en su divina
maternidad, generosa socia del divino Redentor, que obtuvo un pleno triunfo
sobre el pecado y sobre sus consecuencias, al fin, como supremo coronamiento de
sus privilegios, fue preservada de la corrupción del sepulcro y, vencida
la muerte, como antes por su Hijo, fue elevada en alma y cuerpo a la gloria
del Cielo, donde resplandece como Reina a la diestra de su Hijo, Rey
inmortal de los siglos (cf. I Tim. 1, 17).”
Luego hay un aparte en la Bula en el que se resumen
todos los motivos que hubo para declarar el Dogma de la Asunción:
“Y como la Iglesia universal, en la que vive el
Espíritu de la Verdad, que la conduce infaliblemente al conocimiento de las
verdades reveladas, en el curso de los siglos ha manifestado de muchos modos su
fe, y como los Obispos del orbe católico, con casi unánime consentimiento piden
que sea definido como dogma de fe divina y católica la verdad de la Asunción
corporal de la Bienaventurada Virgen María al Cielo -verdad fundada en la
Sagrada Escritura, profundamente arraigada en el alma de los fieles, confirmada
por el culto eclesiástico desde tiempos remotísimos, sumamente en consonancia
con otras verdades reveladas, espléndidamente ilustrada y explicada por el
estudio de la ciencia y sabiduría de los teólogos- creemos llegado el
momento pre-establecido por la Providencia de Dios para proclamar solemnemente
este privilegio de María Virgen”.
He aquí, entonces, el texto de la fórmula definitoria del
Dogma de la Asunción: es “Dogma de Revelación Divina que la Inmaculada Madre
de Dios, siempre Virgen María, terminado el curso de su vida terrena, fue
asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial”.El significado de la
Asunción de María al Cielo queda plasmado y maravillosamente resumido en el
Prefacio de esta Solemnidad Mariana, en la cual celebramos la glorificación de
la Madre de Dios ... y también nuestra propia glorificación: la que nos espera al
final de los tiempos.
Así rezamos en el Prefacio de la Asunción: "Hoy ha
sido llevada al Cielo la Virgen Madre de Dios. Ella es figura y primicia de la
Iglesia que un día será glorificada. Ella es consuelo y esperanza de tu pueblo,
todavía peregrino en la tierra. Con razón no quisiste, Señor, que conociera la
corrupción del sepulcro la Mujer que, por obra del Espíritu Santo concibió en
su seno al autor de la vida".
Homilía
del Excmo. Mons. André Dupuy Nuncio Apostólico
ante las Comunidades Europeas
Solemnidad de la Asunción
Abadía de Val-Dieu, Bélgica
15 de Agosto de 2005
Un padre dominico,
predicador de talento, el Padre Bro, cuenta que durante sus conferencias
de Cuaresma en Nuestra Señora de París, tardó tres
años para abordar el misterio de la Virgen María. Sí,
tres años, porque « hay realidades que requieren tiempo,
preparación y silencio ».
En el momento de
comentarles la Palabra de Dios en esta solemnidad de la Asunción
de la Virgen, hago mía la reflexión del P. Bro: no es fácil
abordar el misterio de María.
Uds. me dirán
que la Virgen es menos complicada que la Sma. Trinidad. De acuerdo. ¿Por
qué? Porque María no es Dios; es una criatura y, por lo
tanto, muy distante de su Creador. No tener en cuenta esa distancia que
la separa de Dios no ayuda a su glorificación. En el Magnificat
que acabamos de oír ¿acaso no dice ella que “el Señor
ha mirado la humildad de su sierva”? No se puede, pues, hablar de
María si la apartamos de nuestra común humanidad, como si
fuese alguien que no tuviera mucho que ver con nosotros.
María brota
de esa tierra de Israel, cuya esperanza comparte. Es una mujer que, como
todas las mujeres del Antiguo Testamento, como Ana, Judit, Sara o Ester,
suplicaba cada día al Señor. Le pedía que enviase
a Aquél que restauraría todas las cosas y sellaría
para siempre la Nueva Alianza. Rogaba, con su pueblo, para que la humanidad
fuese arrancada del poder de las tinieblas; para que la tierra diera su
fruto.
Pero si María
comparte nuestra humana condición, es también una criatura
de excepción, única, porque es la Madre de Dios. Tal vez
sea aquí donde la tarea se hace más ardua o, en todo caso,
más exigente y acuciante para cada uno de nosotros. Porque si María
es única, si es grande, lo es a causa de la calidad de su fe, de
la respuesta libre, valerosa, audaz que ha dado a la propuesta de Su Creador.
“Dichosa la
que ha creído”, dijo Isabel al acoger a María. Esta
bienaventuran-za nos recuerda que la Madre de Jesús debió
crecer en la fe. Ella que, desde el día de la Anunciación,
había dado un “sí” sin reserva a Dios, dio nuevos
pasos en la fe, en Belén, en Caná, en el Calvario, en el
Cenáculo. No imaginemos su vida interior como una vida inmóvil,
muy por encima de nosotros. María creció en la fe, porque
se dejó llevar siempre más adelante en el amor de su Hijo
por el Padre. Juan Pablo II decía que María no había
creído solamente una vez, sino que “ha creído todos
los días”. Cada día ha repetido este “sí”
que había dado al Ángel.
Hoy es la fe de María
la que celebramos. La Asunción “es la revelación de
una cierta manera de tomar su destino en mano”. La Asunción
es la prueba de que toda irrupción de Dios en una historia humana
produce una distensión progresiva de los límites, para que
Él ocupe el lugar que le corresponde.
María tuvo
el valor de dejar que Dios habitase en Ella y, a causa de esto, fue elevada
en cuerpo y alma a la gloria del cielo. María ha tenido el valor
de dejarse modelar y moldear por el Espíritu de Dios. Tuvo la audacia
de decir “sí” sin poder medir todas las consecuencias
que, desde la fe, este “sí” supondría en su
vida de mujer y de madre. Se mantuvo firme hasta el final, desde el pesebre
hasta la cruz. Exenta quedó María de la desesperación
de la Magdalena cuando le fue quitado el cuerpo de su Señor. Algunos
consideran, incluso, que en la mañana de Pascua no tuvo necesidad
de ir al sepulcro. Entró directamente en el misterio pascual. Manifestó
una fe tan inquebrantable, infatigable, que durante los días que
separaron la Ascensión de Pentecostés, los discípulos
no se alejaron de María. Se había convertido para ellos
en un refugio, en un lugar de fe. “Jamás pecó contra
la luz”, decía el cardenal Newman.
“Dichosa la
que ha creído”. Sí, dichosa porque ha sobrellevado
la prueba de la duda, del tiempo, de la incomprensión, de la renuncia.
No es por casualidad que la Biblia representa el itinerario de la fe como
la ascensión de una montaña: Abraham sube a Morea en compañía
del hijo de su amor. Moisés escala el monte Nebo al final de su
peregrinación terrestre, contemplando desde lejos aquella Tierra
de promisión, en la cual nunca el entrará. El viejo rey
David asciende al monte de los Olivares bajo las burlas y las pedradas
de su pueblo.
¿Cómo
creció María en la fe? Por la meditación de la Palabra
de Dios. María es de la raza de los que buscan a Dios, habitada
por un hambre insaciable de conocer al Padre.
Y nosotros ¿qué
es de nuestro itinerario de fe? ¿Seguimos las huellas de los Reyes
Magos camino de Belén, para adorar al Mesías? ¿Tenemos
acaso un corazón anhelante de Dios? ¿Estamos en busca de
Dios? “Alegría para los corazones que buscan a Dios”,
canta el salmista. Si estamos a menudo tristes, desanimados, heridos por
las dificultades de la vida, ¿no es en definitiva porque no sabemos
“beber con alegría en las fuentes de la salvación”?
(Is. 12, 3, 6)
Por cierto, los tiempos
son difíciles. “La memoria cristiana, en particular la de
los jóvenes, está completamente talada”, confiaba
recientemente el cardinal Danneels en una entrevista publicada con ocasión
de las Jornadas Mundiales de la Juventud. “Los jóvenes se
sienten muy solos, añadía. Ahora bien, un joven cristiano
solo está en peligro de muerte”. Muchos pierden confianza.
Hay una crisis de la esperanza. Unos miedos nos habitan y nos desestabilizan.
El combate de la mujer y del dragón, del cual nos habla el Apocalipsis,
continúa. Es la lucha contra todas las formas que reviste el mal
en nosotros y en el mundo. Combate agotador y nunca acabado.
Acaso muchos de nosotros
estamos experimentando pruebas: problemas de salud, preocupaciones familiares,
incomprensiones y rupturas, reconciliaciones difíciles, separaciones
y duelos. La letanía de nuestras inquietudes sería larga
de enumerar. Pero si creemos que Dios, en Jesús Cristo, camina
con nosotros, si seguimos fieles a la llamada que hemos recibido en la
fe, no podemos desesperar del amor del Señor y de la maternal ternura
de María.
La felicidad de María
no fue una felicidad fácil. Del mismo modo la felicidad de los
que “escuchan la palabra de Dios y la cumplen” no es una felicidad
de pocos vuelos. La fe no ampara contra la prueba, porque Dios no quiso
apartar a los suyos de este mundo. La fe no es un seguro contra la desgracia,
“es la garantía de las cosas que esperamos”, dice la
Epístola a los Hebreos.
Si queremos mantener
firme esta esperanza, una condición me parece indispensable, una
condición difícil, pero necesaria: el amor al silencio.
Cualesquiera que sean nuestra edad y condición social, aprendamos
a atesorar el silencio. ¿Cómo pudo Santa Teresa del Niño
Jesús colaborar tan eficazmente a la obra de redención,
ella que había comprendido la llamada del mundo y oído el
grito de todas las miserias humanas? Refugiándose en el silencio
de Dios. Cada día, en las pantallas de nuestros televisores, vemos
a los grandes de este mundo reunirse, discutir, negociar con más
o menos éxito. No nos engañemos: es a los que han elegido
el silencio de Dios a quienes debemos las mayores transformaciones del
mundo de hoy. He leído recientemente que cuando se excavan los
viejos edificios cistercienses, uno se da cuenta de que sus cimientos
ocultos son de una belleza que nada tiene que envidiar a las piedras que
están a la vista. Así pasa con aquéllas y aquéllos
que han optado por las sombras de los claustros: como los cimientos ocultos,
nada se sabe de ellos, y son ellos, sin embargo, los que constituyen el
fundamento del mundo.
O María, haz
que amemos el silencio de Belén, el silencio de la noche que regenera
y rejuvenece, el silencio de los que han llegado a Ti para adorar el fruto
bendito de tus entrañas.
Danos amar el silencio
maravillado de los pastores y de los Magos ante el misterio de un Dios
que se ha revelado a nosotros en el frágil infante del pesebre.
Un Dios nuevo, tan próximo y tan presente a nuestra vida, que ni
siquiera sabemos verle.
O María, llena
nuestros corazones con el silencio de la alegría, de la verdadera
alegría, esa alegría que sólo Dios puede darnos.
Alegría discreta, que no hace ruido. Alegría del espíritu
y del corazón, tan alejada de las superficiales, exuberantes y
estruendosas. Alegría de la paciencia y de la serenidad.
Ayúdanos a
apreciar las alegrías de hoy como las primicias de la que no tendrá
fin..
La Asunción de María en la tradición de la Iglesia |
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1. La perenne y concorde tradición de la Iglesia muestra
cómo la Asunción de María forma parte del designio divino
y se fundamenta en la singular participación de María en
la misión de su Hijo. Ya durante el primer milenio
los autores sagrados se expresaban en este sentido.
Algunos testimonios, en
verdad apenas esbozados, se encuentran en san Ambrosio, san Epifanio
y Timoteo de Jerusalén. San Germán de Constantinopla ( 733)
pone en labios de Jesús, que se prepara para llevar
a su Madre al cielo, estas palabras: «Es necesario que
donde yo esté, estés también tú, madre inseparable de tu
Hijo...» (Hom. 3 in Dormitionem: PG 98, 360).
Además, la misma
tradición eclesial ve en la maternidad divina la razón fundamental
de la Asunción.
Encontramos un indicio interesante de esta convicción en
un relato apócrifo del siglo V, atribuido al pseudo Melitón.
El autor imagina que Cristo pregunta a Pedro y a
los Apóstoles qué destino merece María, y ellos le dan
esta respuesta: «Señor, elegiste a tu esclava, para que se
convierta en tu morada inmaculada (...). Por tanto, dado que,
después de haber vencido a la muerte, reinas en la
gloria, a tus siervos nos ha parecido justo que resucites
el cuerpo de tu madre y la lleves contigo, dichosa,
al cielo» (De transitu V. Mariae, 16: PG 5, 1.238).
Por consiguiente, se puede afirmar que la maternidad divina, que
hizo del cuerpo de María la morada inmaculada del Señor,
funda su destino glorioso.
2. San Germán, en un texto lleno
de poesía, sostiene que el afecto de Jesús a su
Madre exige que María se vuelva a unir con su
Hijo divino en el cielo: «Como un niño busca y
desea la presencia de su madre, y como una madre
quiere vivir en compañía de su hijo, así también era
conveniente que tú, de cuyo amor materno a tu Hijo
y Dios no cabe duda alguna, volvieras a él. ¿Y
no era conveniente que, de cualquier modo, este Dios que
sentía por ti un amor verdaderamente filial, te tomara consigo?»
(Hom. 1 in Dormitionem: PG 98, 347). En otro texto,
el venerable autor integra el aspecto privado de la relación
entre Cristo y María con la dimensión salvífica de la
maternidad, sosteniendo que: «Era necesario que la madre de la
Vida compartiera la morada de la Vida» (ib.: PG 98,
348).
3. Según algunos Padres de la Iglesia, otro argumento en
que se funda el privilegio de la Asunción se deduce
de la participación de María en la obra de la
redención. San Juan Damasceno subraya la relación entre la participación
en la Pasión y el destino glorioso: «Era necesario que
aquella que había visto a su Hijo en la cruz
y recibido en pleno corazón la espada del dolor (...)
contemplara a ese Hijo suyo sentado a la diestra del
Padre» (Hom. 2: PG 96, 741). A la luz del
misterio pascual, de modo particularmente claro se ve la oportunidad
de que, junto con el Hijo, también la Madre fuera
glorificada después de la muerte.
El concilio Vaticano II, recordando en
la constitución dogmática sobre la Iglesia el misterio de la
Asunción, atrae la atención hacia el privilegio de la Inmaculada
Concepción: precisamente porque fue «preservada libre de toda mancha de
pecado original» (Lumen gentium, 59), María no podía permanecer como
los demás hombres en el estado de muerte hasta el
fin del mundo. La ausencia del pecado original y la
santidad, perfecta ya desde el primer instante de su existencia,
exigían para la Madre de Dios la plena glorificación de
su alma y de su cuerpo.
4. Contemplando el misterio de
la Asunción de la Virgen, es posible comprender el plan
de la Providencia divina con respecto a la humanidad: después
de Cristo, Verbo encarnado, María es la primera criatura humana
que realiza el ideal escatológico, anticipando la plenitud de la
felicidad, prometida a los elegidos mediante la resurrección de los
cuerpos.
En la Asunción de la Virgen podemos ver también la
voluntad divina de promover a la mujer.
Como había sucedido en
el origen del género humano y de la historia de
la salvación, en el proyecto de Dios el ideal escatológico
no debía revelarse en una persona, sino en una pareja.
Por eso, en la gloria celestial, al lado de Cristo
resucitado hay una mujer resucitada, María: el nuevo Adán y
la nueva Eva, primicias de la resurrección general de los
cuerpos de toda la humanidad.
Ciertamente, la condición escatológica de Cristo
y la de María no se han de poner en
el mismo nivel. María, nueva Eva, recibió de Cristo, nuevo
Adán, la plenitud de gracia y de gloria celestial, habiendo
sido resucitada mediante el Espíritu Santo por el poder soberano
del Hijo.
5. Estas reflexiones, aunque sean breves, nos permiten poner
de relieve que la Asunción de María manifiesta la nobleza
y la dignidad del cuerpo humano.
Frente a la profanación y
al envilecimiento a los que la sociedad moderna somete frecuentemente,
en particular, el cuerpo femenino, el misterio de la Asunción
proclama el destino sobrenatural y la dignidad de todo cuerpo
humano, llamado por el Señor a transformarse en instrumento de
santidad y a participar en su gloria.
María entró en la
gloria, porque acogió al Hijo de Dios en su seno
virginal y en su corazón. Contemplándola, el cristiano aprende a
descubrir el valor de su cuerpo y a custodiarlo como
templo de Dios, en espera de la resurrección.
La Asunción, privilegio
concedido a la Madre de Dios, representa así un inmenso
valor para la vida y el destino de la humanidad.
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María hoy y en la Iglesia Primitiva
Recientemente me
encontré con un amigo que había encontrado a Jesús en otra denominación.
Tuvimos una gran conversación acerca de Jesús y de la fe. Cuando
mencioné a María se produjo un frío cortante y el me dijo: "no le rezo a
gente muerta".
Creo que se refería a Deuteronomio 18,10-12. Martin Lutero dijo: "No queda duda de que María está en el cielo”
(Sermón, Fiesta de la Visitación, 1537). Los católicos creen que el
cielo es un lugar de vivos (no de muertos) lleno de alabanza y oración.
Los católicos piensan que María en el cielo también ora a Nuestro Señor y
Salvador
Hay quienes dicen que
los católicos inflaron ("maquillaron", "agrandaron") estas cuestiones de
María en la última centuria o algo así; que lo relacionado a ella no
era parte del cristianismo primitivo. Paradójicamente hay otro montón de
gente que descarta a María por identificarla con la antigua diosa
pagana Gaia (la "Madre Tierra") que, por lejos, es muy anterior a
Cristo. Algunos evangélicos parecen irse muy lejos para explicar la
relación de los católicos con María. Los católicos piensan que el mejor
lugar para buscar sobre este tema son la Biblia y la Iglesia Primitiva.
Solamente pasaron un
par de cientos de años desde el último cuestionamiento sobre la validez
de María. Una simple mirada a pinturas medievales verificará que ella
siempre formó parte de la escena en el cristianismo.
El libro: "La bendita
Virgen en los Padres de los primeros seis siglos"
("The Blessed Virgin in the Fathers of the First Six Centuries", by
Thomas Livius, Published by Burns & Oates) contiene abundante
testimonio de la devoción a María de los primeros cristianos. En el año
130 Ireneo escribió sobre ella, él estaba familiarizado con quienes
habían estado cerca de Pedro y de Pablo y de quienes "aùn poseen las
predicaciones de los benditos apóstoles sonando en sus oídos". Él dice:
"Como Eva fue seducida
por el discurso de un ángel y tuvo que huir de Dios por transgredir su
palabra; también María recibió las buenas noticias por medio del
discurso de un ángel, para que sea Dios dentro de ella, siendo obediente
a su palabra. Y mientras que una desobedeció a Dios, la otra se acercó a
Él por la obediencia; de aquella virgen Eva, la virgen María devino en
abogada y, como por una virgen la raza humana fue atada a la muerte, por
una virgen ha sido salvada, el balance se ha preservado -la
desobediencia de una virgen por la obediencia de otra virgen- (Contra
las herejías, 3, 19) (130 D.C..)
San Justino en 110-165 D.C. escribe:
Mientras que Eva, aún
virgen y pura, por medio de concebir la palabra venida de la serpiente
hizo nacer la desobediencia y la muerte; la Virgen María, recibiendo con
fe y gozo, el momento en que el Ángel le anunció la buena noticia de
que el Espíritu del Señor vendría sobre ella y el poder del Altísimo la
cubriría con su sombra y así el Santo nacería de ella y sería Hijo de
Dios, respondió, se haga en mi acorde a su palabra. Y por medio de ella,
Él nació, concerniente a quien nosotros hemos mostrado muchas
Escrituras han hablado, a través de quien Dios destruye a la serpiente y
a aquellos ángeles y hombres que se han asemejado a ella; y por otro
lado, obra la liberación de la muerte para quienes se arrepienten de sus
malas acciones y creen en Él. (Diálogo con Tryfón, 100 D.C.)
St. Epiphanius, Contra Ochenta Herejías, 78,9:
Eva fue llamada la
madre de los vivientes...después de la caída le fue dado este título.
Esto es verdadero...toda la raza humana sobre la tierra ha nacido de
Eva, pero en realidad es de María que la Vida nació verdaderamente para
el mundo. De modo que dando a luz al Viviente, María devino en la Madre
de todos los Vivientes.
¡Una de las más
antiguas catacumbas contiene un dibujo de la Madre y el Niño, datada en
la segunda centuria y la oración de petición más antigua dirigida a
María, el "Sub Tuum Praesidium", viene del año 300 D.C.!
Recurrimos a tu patrocinio, o santa Theotokos2;
no desprecies nuestra petición en nuestras necesidades,
líbranos siempre de todo peligro,
Oh siempre gloriosa y bienaventurada Virgen
2Theotokos significa
"Portadora de Dios" (Madre de Dios). Este es un título que surge en la
cristiandad muy temprano. Simplemente dice que de ella ha nacido Jesús,
quien todos los cristianos coincidimos es Dios.
Existen también pruebas de la celebración en memoria de la Asunción de María en Antioquía en el 380 D.C.
Veamos el origen de la
doctrina de la Inmaculada Concepción, la Asunción y el rol tradicional
de María como Corredentora y Mediadora en la Iglesia Primitiva. Presento
ahora referencias a María de otros Padres de la Iglesia
María, tú eres el vaso y
tabernáculo que contiene todos los misterios. Tu conoces lo que los
Patriarcas no conocieron, tu has experimentado lo que nunca ha sido
revelado a los Ángeles, tu has escuchado lo que los profetas nunca
escucharon. En una palabra, todo lo que fue oculto a las generaciones
precedentes fueron conocidas por ti, y aún más, la mayoría de esas
maravillas dependieron de ti. (270 D.C., San Gregorio Taumaturgo)
Bienaventurada Virgen,
inmaculada y pura eres, la Madre sin pecado de tu Hijo, el poderoso
Señor del Universo. Tú eres santa e inviolada, la esperanza de los
desesperanzados y pecadores; cantamos tus alabanzas. Te alabamos porque
eres la llena de gracia que trajo al Dios-Hombre. Todos te veneramos,
invocamos e imploramos tu ayuda...Santa e Inmaculada Virgen...sé nuestra
intercesora y abogada en la hora de la muerte y el juicio...tú eres
santa ante los ojos de Dios a quien sea el honor, gloria, majestad y
poder por los siglos. (373 D.C., San Efrén de Edessa)
Acuérdate de nosotros,
tú que estás cerca de Aquel quien te ha dado todas las gracias, tú eres
la Madre de Dios y nuestra Reina. Ayúdanos por los méritos del Rey,
Señor, Dios, Maestro que ha nacido de ti. Por esta razó tu eres llamada
"llena de Gracia"... (373 D.C. San Atanasio)
Bendita Virgen María,
¿Quién puede, merecidamente, retribuirte con alabanza y acción de
gracias por haber rescatado un mundo caído con tu generoso
consentimiento?...acepta entonces tan pobres acciones de gracias que te
ofrecemos, a pesar de ser desiguales a tus méritos. Recibe nuestra
gratitud y obtiene por tus oraciones el perdón de nuestros pecados. Toma
nuestras oraciones en el santuario del cielo y llévalas a la paz de
Dios...Santa María, ayuda al miserable, fortalece al desanimado,
conforta al sufriente, ora por tu pueblo, ruega por el clero, intercede
por todas las mujeres consagradas a Dios. que todos quienes te veneran
sientan ahora tu auxilio y protección...Brinda tu continuo cuidado al
pueblo de Dios, tú que has sido bendecida por Dios y te has hecho
merecedora de llevar en tu seno al Redentor del mundo, que vive y reina
por los siglos. (San Agustín, 450 D.C. )
Algo importante que
debemos notar en todas estas citas son las referencias claras a Dios/
Jesús como Salvador y el rol intercesor de María. María es un auxiliar.
No hay pecado en pedir a alguien ayuda. La mayor parte de nosotros en
algún momento ha pedido a su pastor o a algún amigo que interceda por
nosotros. Esto es los que los Padres de la Iglesia hacen.
La Iglesia Católica es
explícita en el rol de María como ayudante. Allá por los años
350-450 D.C. existió una herejía llamada Colyridianismo en que un grupo
de mujeres adoraba a María como deidad. No eran católicos. Un
representante de la Iglesia, San Epifanio, destruyó esta herejía con su
apología el Panarion.
Para quienes piensan que las cosas de María en la Iglesia Católica están relacionadas a antiguas prácticas paganas les sugiero
Vean este artículo
Fuera de toda lo presentado aquí, la razón por la que creo que María está en el cielo ayudándonos es porque tuve una
experiencia con María que
no puedo negar. Nadie puede decirme que ella está muerta, para mí eso
es tan claro como la luz el día. Ella es una amiga que ora por mí y me
ha mostrado cosas verdaderamente cool acerca de su Hijo. Creo que si hoy
soy un mejor cristiano es por causa de María.
Si tienes miedo de
hablar de María, te invito a que ores a Jesús sobre María. Estoy seguro
que ningún evangélico podría negar que es perfectamente seguro y bueno
orar a Jesús sobre cualquier cosa. Pregunta a Jesús qué hay con María y
dale tiempo a que te responda. Ruego para que puedas vivir la misma
experiencia que me ha llevado a la íntima convicción sobre el valor de
María como ayuda de los indefensos y gran guerrera de la oración.
- Genesis 3,15; 24,43-46 - Rebecca, 28,12 - La escalera de Jacob 28,12
- Exodo 3,11-12; 13,2; 13,14 (Magnificat), 15,20; 21, 26 (Magnificat), 25,8 Arca 34,19-20
- Levitico 12,2; 8 Purficacion
- Numeros 18,15 Presentacion
- Jueces 6,12; 15 Anunciacion
- I Samuel 2,1-10 (Magnificat)
- Isaias 7,14 (Nacimiento de una Virgen)
- Ezequiel 44,2 (Virginidad perpetua de Maria)
- Mateo 1,16; 18-25 (Maria con su
Niño: 2,11, 13-14, 20-23 Huida hacia Egipto 12,46-50 ¿Quien es mi madre?
13, 55 ¿No es acaso Maria su madre?
- Marcos 3,31-35 Su madre estaba afuera 6:3 ¿No es el hijo de Maria?
- Lucas
1,26-56 Anunciacion, visitacion y magnificat 2,5-7; 16-19; 22; 33-35;
39; 41-51 Natividad, los pastores, la presentacion, el hallazgo en el
templo 8,19-21. Tu madre esta afuera 11,27-28 Bendito el vientre que te
llevo...
- Juan 1,14 encarnacion 2,1-5 Cana 6,42 Conocemos a su madre 19,25-27
- Hechos 1,14 Reunidos en oracion con Maria - Galatas 4,4 Dios envio a su Hijo nacido de mujer
- Colosenses 1,15; 18 primogenito, Cabeza del Cuerpo
- Apocalipsis 11,19 Arca en el cielo 12,1-17 La Mujer revestida de sol
Señor Jesús te pedimos por la unidad de los cristianos
que se haga realidad a Tu modo
tenemos absoluta confianza
en que puedes reunir a tu pueblo.
Te damos absoluto permiso para obrar
Amen.
De los sermones de San Bernardo de Claraval : "EN LA ASUNCION DE LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARIA DE LOS DOS RECIBIMIENTOS, DE CRISTO Y DE MARÍA"
1.
Subiendo hoy a los cielos la Virgen gloriosa, colmó sin duda los gozos
de los ciudadanos celestiales con copiosos aumentos, pues ella fué la
que, a la voz de su salutación, hizo saltar de gozo a aquel que aún
vivía encerrado en las maternas entrañas. Ahora bien, si el alma de un
-párvulo aún no nacido se derritió en castos afectos luego que habló
María, ¿cuál pensamos sería el gozo de los ejércitos celestiales cuando
merecieron oír su voz, ver su rostro y gozar de su dichosa presencia?
Mas nosotros, carísimos, ¿qué ocasión tenemos de solemnidad en su
asunción, qué causa de alegría, qué materia de gozo?
Con
la presencia de María se ilustraba todo el orbe, de tal suerte que aun
la misma patria celestial brilla más lucidamente iluminada con el
resplandor de esta lámpara virginal. Por eso con razón resuena en las
alturas la acción de gracias y la voz de alabanza, pero para nosotros
más parece debido el llanto que el aplauso. Porque ¿no es, por ventura,
natural, al parecer, que cuanto de su presencia se alegra el cielo otro
tanto llore su ausencia este nuestro inferior mundo? Sin embargo, cesen
nuestras quejas, porque tampoco nosotros tenemos aquí ciudad permanente,
sino que buscamos aquella a la cual María purísima llega hoy. Y si
estamos señala. dos por ciudadanos suyos, razón será que, aun en el
destierro, aun sobre la ribera de los ríos de Babilonia, nos acordemos
de ella, tomemos parte en sus gozos y participemos de su alegría.,
especialmente de aquella alegría que con ímpetu tan copioso baña hoy la
ciudad de Dios, para que también percibamos nosotros las gotas que
destilan sobre la tierra. Nos precedió nuestra reina, nos precedió, y
tan gloriosamente fué recibida, que confiadamente siguen a su Señora los
siervecillos clamando: Atráenos en pos de ti y correremos todos al olor
de tus aromas. Subió de la tierra al cielo nuestra Abogada, para que,
como Madre del Juez y Madre de misericordia, trate los negocios de
nuestra salud devota y eficazmente.
2.
Un precioso regalo envió al cielo nuestra tierra hoy, para que, dando y
recibiendo, se asocie, en trato feliz de amistades, lo humano a lo
divino, lo terreno a lo celestial, lo ínfimo a lo sumo. Porque allá
ascendió el fruto sublime de la tierra, de donde descienden las
preciosísimas dádivas y los dones perfectos. Subiendo, pues, a lo alto,
la Virgen bienaventurada otorgará copiosos dones a los hombres. ¿Y cómo
no dará? Ni le falta poder ni voluntad. Reina de los cielos es,
mísericordiosa es; finalmente, Madre es del Unigénito Hijo de Dios. Nada
hay que pueda darnos más excelsa idea de la grandeza de su poder o de
su piedad, a no ser que alguien pudiera llegar a creer que el Hijo de
Dios se niega a honrar a su Madre o pudiera dudar de que están como
impregnadas de la más exquisita caridad las entrañas de María, en las
cuales la misma caridad que procede de Dios descansó corporalmente nueve
meses.
3.
Y estas cosas, ciertarnente, las he dicho por nosotros, hermanos,
sabiendo que es dificultoso que en pobreza tanta se pueda hallar aquella
caridad perfecta que no busca la propia conveniencía. Mas con todo eso,
sin hablar ahora de los beneficios que conseguimos por su
glorificación, si de veras la amamos nos alegraremos inmensamente al ver
que va a juntarse con su Hijo. Sí, nos alegraremos y le daremos el
parabién, a no ser que, como esté lejos de nosotros, quisiéramos
mostrarnos ingratos con aquella que nos dió al autor de la gracia. Hoy
es recibida la Virgen en la celestial Jerusalén por Aquel a quien ella
recibió al venir a este mundo; pero ¿quién será capaz de expresar con
palabras con cuánto honor fué recibida, con cuánto gozo, con cuánta
alegría? Ni en la tierra hubo jamás lugar tan digno de honor como el
templo de su seno virginal, en el que recibió María al Hijo de Dios, ni
en el cielo hay otro solio regio tan excelso como aquel al que sublimó
hoy para María el Hijo de María. Feliz uno y otro recibimientos,
inefables ambos, porque ambos a dos trascienden toda humana
inteligencia. ¿Mas a qué fin se recita hoy en las iglesias de Cristo
aquel pasaje del Evangelio en que se significa cómo la mujer bendita
entre todas las mujeres recibió al Salvador? Creo que a fin de que este
recibimiento que hoy celebramos se pueda conocer de algún modo por
aquél, o, más bien, a fin de que, según la inestimable gloria de aquél,
se conozca también que esta gloria es inestimable. Porque ¿quién, aunque
pueda hablar con las lenguas de los hombres y de los ángeles será capaz
de explicar de qué modo, sobreviniendo el Espíritu Santo y haciendo
sombra la virtud del Altísimo, se hizo carne el Verbo de Dios, por quien
fueron hechas todas las cosas ¿Cómo el Señor de, la majestad, que no
cabe en el uni. verso de las criaturas, se, encerró a sí mismo, hecho
hombre, dentro de las entrañas virginales?
4.
Pero ¿y quién será suficiente para pensar siquiera cuán gloriosa iría
hoy la reina del mundo y con cuánto afecto de devoción saldría toda la
multitud de los ejércitos celestiales a su encuentro? ¿Con qué cánticos
sería acompañada hasta el trono de la gloria, con qué semblante tan
plácido, con qué rostro tan sereno, con qué alegres abrazos sería
recibida del Hijo y ensalzada sobre toda criatura con aquel honor que
Madre tan grande merecía, con aquella gloria que era digna de tan gran
Hijo? Felices enteramente los besos que imprimía en sus labios cuando
mamaba y cuando le acariciaba la madre en su regazo virginal. Mas, ¿por
ventura, 110 los juzgaremos rnás felices los que de la boca del que está
sentado a la diestra del Padre recibió hoy en la salutación dichosa,
cuando subía al trono de la gloria cantando el cántico de la Esposa y
diciendo: Béseme con el beso de su boca? Porque cuanto mayor gracia
alcanzó en la tierra sobre todos los demás, otro tanto más obtiene
también en los cielos de gloria singular. Y si el ojo no vió ni el oído
oyó, ni cupo en el corazón del hombre lo que tiene Dios preparado a los
que le aman; lo que preparó a la que le engendró y (lo que es cierto
para todos) a la que amó más que a todos, ¿quién lo hablará? Dichosa,
por tanto, María, y de muchos modos dichosa, o recibiendo al Salvador o
siendo ella recibida del Salvador. En lo uno y en lo otro es admirable
la dignidad de la Virgen Madre; en lo uno y en lo otro es amable la
dignación de la Majestad. Entró, dice, Jesús en un castillo y una mujer
le recibió en su casa. Pero más bien nos debemos ocupar en las
alabanzas, pues se debe emplear este día en elogios festivos. Y pues nos
ofrecen copiosa materia las palabras de esta lección del Evangelio,
mañana también, concurriendo, nosotros juntamente, será comunicado sin
envidia lo que se nos dé de arriba, para que en la memoria de tan grande
Virgen no sólo se excite la devoción, sino que también sean edificadas
nuestras costumbres para aprovechamiento de la conducta de nuestra vida,
en alabanza y gloria de su Hijo, Señor nuestro, que es sobre todas las
cosas Dios bendito por los siglos. Amén.
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