miércoles, 23 de octubre de 2013

“Siete veces al día yo te alabo” (Sal 118, 164)




El hombre, sobre esta tierra, está ligado al espacio y al tiempo. No menos importante que el lugar apropiado es, por esto, el “tiempo adecuado y preferible” para la oración, como afirmaba Orígenes.

Nosotros experimentamos el tiempo como un ordenado alternarse, del sol y la luna, de épocas determinadas. Algunos de estos alternamientos se repiten cíclicamente, mientras en cambio, en su conjunto, el tiempo de nuestra vida corre linealmente hacia el fin. Uno de los secretos de la vida espiritual es, por consiguiente, la regularidad, que  corresponde al ritmo de nuestra vida. Sucede como en cualquier menester o arte: no es para nada suficiente, por ejemplo, tocar de tanto en tanto algunos pocos compases del piano para convertirse en un buen pianista. “El ejercicio es un buen maestro”, también en la oración. Un “cristiano practicante”, según el concepto de los santos padres,  no es un hombre que, más o menos fielmente cumple su deber dominical, sino uno que ora durante toda su vida, día a día y muchas veces al día, que practica regularmente su fe, del mismo modo que, cumple con las funciones vitales necesarias: comer, dormir, respirar… Sólo así su “actividad espiritual” alcanzará la espontaneidad que parece obvia de las funciones vitales.

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Para el hombre bíblico era algo natural tanto las reglas personales de oración como la participación en la oración comunitaria o en el culto. Daniel se arrodillaba tres veces al día y oraba a Dios (mirando hacia Jerusalén, porque se encontraba exiliado en Babilonia) [1]. Esta era, probablemente, una costumbre común entre los hebreos devotos. Los salmos están llenos de alusiones análogas. Los tiempos preferidos para la oración eran, manifiestamente, a la mañana temprano [2], en la tarde [3] o en la noche [4], es decir, lo momentos de mayor calma del día. Como hemos visto, estos son también los momentos que Cristo prefería para retirarse a la oración solitaria.

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La costumbre de orar tres veces al día, es decir, a la mañana, al medio día y a la tarde [5], o a la tercia, a la sexta y a la hora nona, era ya una regla del cristianismo primitivo [6]. Los antiguos padres se remitieron a los mismos apóstoles, que por su parte, sin embargo, habían sido fieles simplemente a la costumbre hebreas, como muestra el ejemplo de Daniel. Así escribe, por ejemplo, Tertuliano [7] entre el 200 y el 206:

Con respecto a los tiempos de oración no nos es absolutamente prescripto nada, sino de orar “en todo momento” [8] y “en todo lugar” [9].

Tertuliano, después de haber tratado de aquel “en todo lugar”, que hay que entenderlo –él dice- teniendo en cuenta la oportunidad y la necesidad, para no caer en contradicción con Mt 6,5, continúa:

Considerando los tiempos, sin embargo, no es probablemente para nada superflua la observancia exterior de ciertas horas, es decir aquellas horas comunitarias que marcan las partes principales del día -tercia, sexta y nona- que se encuentran nombradas también en la Escritura como las más excelentes. El Espíritu Santo fue derramado por primera vez sobre los discípulos reunidos juntos en la hora tercia [10]. El día en el cual Pedro, con aquel mantel suntuoso tuvo la visión de la comunión [entre hebreos y paganos], había subido a la terraza a la hora sexta para orar [11]. Él mismo, a la hora nona, iba con Juan al templo, donde devolvió la salud al paralítico [12].

Es verdad que Tertuliano no ve, en esta costumbre de los apóstoles, un precepto vinculante, pero considera algo bueno dar a la oración “una forma estable” mediante estas horas. El cristiano, “independientemente de las oraciones normales, las cuales debemos hacerlas también sin propiamente una exhortación, al inicio del día y en la noche”, debería, pues, “adorar a Dios no menos de tres veces al día -al menos- como ofrenda a las tres personas, la del Padre, la del Hijo y la del Espíritu Santo” [13]. Con esto tendríamos cinco momentos cotidianos de oración, como son hasta hoy conservados por los discípulos de Maometo.

“No menos de” significa ya que el sentido de estas horas establecidas no puede ser el de orar sólo en estos momentos, sea que esto suceda a la mañana y a la tarde, sea que suceda cinco veces al día o también “siete veces al día” [14], como se acostumbró más tarde.

Si bien algunos fijan determinadas horas para la oración, como, por ejemplo, la tercia, la sexta, la nona, es necesario decir que los “gnósticos” oran durante toda su vida, ya que él se esfuerza por estar unido a Dios a través de la oración y, en definitiva, de abandonar todo lo que no le es útil, una vez que ha llegado allá arriba, como uno que ya desde aquí ha alcanzado la perfección de quien se ha convertido en un hombre maduro en el amor.
Además, también la repetición de las horas con sus tres intervalos, que es honrada con oraciones adecuadas, es familiar a los que conocen la tríada bienaventurada de las santas moradas [15] [en el cielo]. [16]

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Este ideal “gnóstico” cristiano, es decir del contemplativo en posesión del don del verdadero conocimiento de Dios, que Clemente de Alejandría formuló bien antes de surgir el monaquismo organizado, ha sido asumido más tarde por los discípulos de Antonio. Los padres del desierto conocían solo dos tiempos fijos para la oración, al inicio y al final de la noche, que no eran ni siquiera especialmente largos. Para el resto del día y de buena parte de la noche se servían de un “método” determinado, como veremos más adelante, para tener su “espíritu constantemente en oración”. El monaquismo palestinense conoció pronto un número más grande de tiempos establecidos para la oración. Así, por ejemplo, el obispo Epifanio de Salamina en Cipro, originario de Palestina, dedicaba siete momentos de oración por las indicaciones esparcidas en el Salterio.

[Epifanio de Salamina] decía: El profeta David oraba “por la noche” [17], “se levantaba a medianoche” [18], “antes del alba” [19] invocaba ayuda [de Dios], “a la mañana se ponía de pie” [20] [delante de Dios], “al alba” imploraba, “a la tarde y al medio día” [21] oraba. Por esto dice: “Siete veces al día yo te alabo” [22].

A pesar de esto, sin embargo, su ideal era el de la “oración continua”, que en el fondo ya se encontraba a su vez trazado en los salmos. El salmista afirma, en efecto, que él “grita a Dios todo el día” [23], o bien, que medita “la ley día y noche” [24], es decir, de hecho, siempre.

Al bienaventurado Epifanio, obispo de [Salamina] en Cipro, fue mandado decir por el abad del monasterio que él poseía en Palestina: “Gracias a tus oraciones no hemos descuidado nuestra regla, sino que con celo celebramos la hora prima, tercia, sexta, nona y las vísperas”. Y él lo reprendió y le dijo: “Es evidente que ustedes descuidan las otras horas del día dejando de orar. ¡El verdadero monje, en efecto, debe tener “incesantemente” [25] en su corazón la oración y la salmodia!” [26]

La observancia de un número determinado y fijo de tiempos de oración distribuidos a lo largo del día (y de la noche), cosa que exige una cierta autodisciplina, tiene, en definitiva, el único objetivo de crear puentes, gracias a los cuales nuestro espíritu inestable logra ir más allá del flujo del tiempo. A través de este ejercicio, se consigue aquella agilidad y ligereza de movimiento, del cual ningún artista o artesano pude prescindir. Ciertamente, en parte, esto es simple “rutina”, pero esta es necesaria para llevar a cumplimiento lo que está propiamente en cuestión, el arte: de la carpintería, de tocar el violín, del jugar a la pelota… y, precisamente, también de la oración, que es la más alta y la más perfecta actividad de nuestro espíritu, como asegura Evagrio [27]. Mientras más grande es la habilidad, tanto más grande es el efecto de la perfecta naturaleza del movimiento y tanto más grande es también la alegría que, en esto, experimentamos.

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Como en todo arte, sin embargo, también en el cotidiano ejercitase en la oración hay de tanto en tanto determinados obstáculos por superar. El peor adversario es un cierto, a menudo no definible, disgusto, que se presenta también cuando no nos falta el tiempo disponible.

Este estado de disgusto, que también para los padres era bien conocido, puede a veces volverse tan fuerte para el monje –así él lo piensa, en todo caso- que es capaz ya de no recitar su “oficio” cotidiano. Entonces, si cede, llega incluso al final hasta de dudar del sentido de su existencia. Injustamente, porque

combates como estos vienen por una especie de abandono por parte de Dios, para poner a prueba la libre voluntad  [y ver] por cual parte se inclina. [28]

¿Qué se debe entonces hacer? Se debe hacer lo posible, poniendo en movimiento la voluntad de observar, en cada caso, el número prescripto de los tiempos de oración, si bien se puede reducir el “oficio” mismo a un mínimo de salmos, de tres “Gloria al Padre”, de un “Trisagion” y de una metanía –en el caso en el cual se está todavía en condiciones de hacer esto-. Cuando la opresión el alma es muy grande, es necesario recurrir a un último remedio.

Cuando crece la violencia de este combate en contra de ti, oh hermano, y te cierra la boca y no te permite recitar el oficio, ni siquiera en el modo en el cual se ha dicho arriba, entonces oblígate a ti mismo a ponerte de pie y a ir de arriba a abajo por tu celda, saludando la cruz y haciendo metanías ante ella. Entonces nuestro Señor, en su gracia, hará cesar en ti [este combate]. [29]

Cuando las palabras parecen haber perdido todo su sentido, permanezcamos sólo con el gesto del cuerpo: un tema sobre el cual volveremos más delante de manera detallada.


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[1] Dn 6, 10.13

[2] Sal 5,4; 58,17; 87, 14; 91, 3

[3] Sal 54, 18; 140,2

[4] Sal 76, 3-7; 91,3; 118, 55; 133, 2

[5] Sal 54, 18

[6] Didagé 8,3

[7] Tertuliano, Oratione 23

[8] Lc 18,1

[9] 1 Tm 2,8

[10] Hechos 2, 15

[11] Hechos 10, 9

[12] Tertuliano, Oratione 25. Referencia a Hechos 3,1.

[13] Ibid.

[14] Sal 118, 164

[15] Cf. Clemente de Alejandría, Strom. VI, 114, 3.

[16] Ibid. VII, 40, 3-4.

[17] Sal 118, 147.

[18] Sal 118, 62.

[19] Sal 118, 148.

[20] Sal 5,4.

[21] Sal 54, 18

[22] Epifanio 7. Última cita: Sal 118, 164

[23] Sal 31,3.

[24] Sal 1,2.

[25] 1 Ts 5, 17.

[26] Epifanio 3.

[27] Evagrio, Or. 84.

[28] Hazzaya 87, p. 361.

[29] Ibid. 92, p. 367.

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