miércoles, 23 de octubre de 2013

La oración de Jesús en la espiritualidad hesicasta


 


Desde hace unos treinta años, numerosas publicaciones  [1] han revelado a los occidentales un método de vida espiritual familiar a los cristianos de Oriente, cuyo momento principal es la invocación repetida incesantemente: “Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador”.

Intencionalmente hablamos de método de vida espiritual: porque la Oración de Jesús no puede ser considerada una simple oración jaculatoria comparable a otras recomendadas por la piedad católica, si bien entre estas, el método occidental de las “aspiraciones” sí podría ubicarse en la misma corriente tradicional remontada a los Padres del desierto. Pero la Oración de Jesús es inseparable de una doctrina de vida espiritual que los cristianos bizantinos y eslavos consideran con mucho gusto el corazón de la ortodoxia: el hesicasmo [2]. Por esto, si se quiere recoger el significado y la importancia de la invocación del Nombre de Jesús en la espiritualidad ortodoxa es indispensable conocer las grandes líneas de esta doctrina.

1-            Los orígenes del método

El camino hesicasta se apoya en un doble fundamento: la doctrina de la deificación del hombre en Cristo, tal como es formulada por los Padres de la Iglesia griega, y la enseñanza práctica de los Padres del desierto sobre la custodia del corazón y la oración continua.

Enfrentados a las herejías trinitarias  y cristológicas, los grandes obispos y los teólogos del Oriente elaboraron una doctrina no exclusivamente especulativa y que implicaba profundamente una concepción del destino espiritual del hombre. Como repetían incansablemente frente a los negadores de la consubstancialidad del Verbo o de las dos naturalezas de Cristo, si el Verbo no es Dios, el hombre no puede ser divinizado. Si una naturaleza humana integral no ha sido unida “sin separación ni confusión” a la naturaleza divina en Cristo, el hombre no puede ser salvado y divinizado. Divinización que era concebida de forma extremadamente realista, indudablemente no como una unión hipostática de cada persona humana con la esencia divina, pero sí como una compenetración vital del actuar increado de Dios, en prolongación de la deificación de la naturaleza humana de Cristo.

Las controversias cristológicas, conducen a los Padres a poner a la luz el rol soteriológico de la carne de Cristo, hubo otras dos consecuencias, en efecto conectadas. Por una parte, el pensamiento bizantino, frente a las tendencias espiritualistas que el cristianismo alejandrino había heredado del helenismo, tomó cada vez más conciencia que quien ha sido salvado es el hombre entero: la deificación no está reservada solo al alma sino que se extiende al cuerpo, como se ha manifestado por el resplandor corporal de Cristo sobre el Tabor. Por otra parte, fue más vivamente percibida la importancia de los signos sacramentales y litúrgicos, que extienen hasta nosotros las acciones deificadoras de la carne de Cristo. Las catequesis bautismales de los Padres nos transmiten los primeros ecos de esta mística sacramental, que permanecerá como una de las características de la espiritualidad oriental.

En los ambientes monásticos de los primeros tiempos, la doctrina de la deificación del hombre estaba también presente, pero aparecía bajo una luz un poco distinta. Se ponía menos el acento sobre las bases cristológicas y sacramentales y más sobre el aspecto experiencial. El santo monje, el abba del desierto, era un hombre deificado, pneumatoforo, a través del cual la presencia del Espíritu en la creatura se manifestaba visiblemente. En el secreto de la oración, él hacía la experiencia de aquella Presencia que transfigura su ser. Pero esta experiencia deificante requería ante todo un largo combate ascético, la vigilancia del corazón y la asiduidad de la oración. Era fácil caer en la tentación de confundir la divinización del cristiano mediante la gracia con la experiencia mística, es decir, con sus falsificaciones sutiles y gruesas; malinterpretar el valor insustituible de los sacramentos, cuyos efectos no son inmediatamente perceptibles, y reconocer la eficacia solo del esfuerzo ascético, o técnicas de oración que favorecen una exaltación mística de baja gama. El colmo fue superado en las búsquedas monásticas hechas por la herejía mesaliana, en la cual la autentica experiencia de la dulzura de Dios florecía en las aberraciones más peligrosas.

Le tocó el trabajo a los maestros espirituales del siglo V –precisamente a Marcos el Eremita y a Diádoco de Fótice – cernir el buen grano de la cizaña y formular una doctrina en la cual la auténtica experiencia mística, distinta a sus imaginarias falsificaciones, sea reconocida como efusión normal de la gracia bautismal y donde la vida sacramental y litúrgica sea colocada en la base de toda la obra de la salvación.

Marcos el Eremita escribe:

“Aquellos que han sido bautizados en Cristo han recibido místicamente la gracia, pero esta obra en ellos en la medida en el cual ellos cumplen los mandamientos… Quien ha sido bautizado en la fe ortodoxa han recibido místicamente toda la gracia. Y tienen la certeza solo después, practicando los mandamientos.” [3]

La “certeza” (pleroforia), la “obra” de la gracia, indican aquí el aspecto espierencial de la divinización, el gusto de Dios y de las cosas de Dios. La “práctica de los mandamientos” es según Evagrio Póntico el término técnico para indicar el conjunto del esfuerzo ascético del hombre, la cooperación de su libertad en la obra de la gracia. Y Diádoco de Fótice, utilizando la distinción frecuente en los Padres entre la “imagen” y la “semejanza” de Dios en el hombre, describe así los dos tiempos de la divinización:

“Con el bautismo de la regeneración, la santa gracia nos confiere dos bienes, uno de las cuales supera infinitamente al otro. Ella nos concede el primero de manera inmediata. En efecto nos renueva en el agua misma y hace brillar todos los rasgos del alma, es decir la imagen de Dios, eliminando de nosotros todo rastro del pecado. En cuanto al segundo, para producirlo ella espera nuestra colaboración, este es la semejanza. Cuando pues el intelecto, en un sentimiento profundo, haya comenzado a gustar la bondad del Espíritu Santo, debemos saber que entonces la gracia comienza a pintar, por así decirlo, la semejanza sobre la imagen… así pues, días tras día, nuestor hombre interior se renueva en el gusto de la caridad, y encuentra  en la perfección de esta su plenitud.” [4]

En el panorama de esta doctrina tiene lugar la Oración de Jesús: el medio, privilegiado por toda la tradición hesicasta, de tomar conciencia de la presencia de Cristo que habita en nuestros corazones desde el bautismo. Y por su medio se cumplirá la “práctica de los mandamientos”.

2. La sobriedad espiritual y la invocación del nombre de Jesús

En los Padres del desierto, el método propuesto para “procurar la propia salvación”, es decir para alcanzar el pleno desarrollo de la vida espiritual, tenía dos elementos: por una parte, los “trabajos corporales” –ayunos, vigilias, austeridad de todo tipo, trabajo manual- y por otra la custodia del corazón, que implicaba al mismo tiempo una incesante lucha espiritual contra “los pensamientos” – es decir las malas sugestiones sembradas en el corazón por los demonios – y una incansable asiduidad en la oración.

Consultado sobre la importancia de estos dos elementos, el abba Agatón declaraba:

“El hombre es semejante a un arból: el trabajo corporal representa las hojas, mientras la custodia del interior es el fruto. Pues bien, la Escritura dice: Todo árbol que no produce buen fruto será cortado y tirado al fuego. Es claro pues que todo nuestro esfuerzo debe mirar al fruto, es decir, a la custodia del Espíritu. Sin embargo tenemos necesidad del follaje y del manto de las hojas: es decir, del trabajo corporal”. [5]

Será esto la enseñanza de los maestros del hesicasmo: ellos no cesarán de recomendar ante todo el estar atentos a sí mismo, de entrar en el propio corazón, o, según la expresión de San Juan Clímaco, de “circunscribir lo incorporal (el espíritu) en el cuerpo”, antes que dejarse dispersar hacia fuera.

En efecto, el corazón del hombre, en el sentido bíblico del término, designa la fuente secreta de la cual procede la vida espiritual más profunda, hecha de aquellas inclinaciones espontáneas y de aquel sentido íntimo de las cosas que envuelve todo su ser. En el bautismo, aquel corazón ha sido recreado por el Espíritu, que le ha grabado su ley y le ha penetrado con su unción. En otros términos, hay inscripta en él una atracción por el bien capaz de triunfar sobre todas las solicitudes del mal, y un sentido de Dios y de sus misterios en virtud del cual el cristiano no debería más tener necesidad de enseñanzas externas, ya que esta unción le instruye plenamente (cfr. 1 Jn 2,27). Y de hecho, estas energías divinas son en él solo el estado germinal y requieren la cooperación (sinergia) de la gracia y de nuestra libertad para expandirse en una dirección vuelta espontánea de todos los movimientos de nuestro psiquismo hacia Dios (apàtia) y una experiencia intuitiva y gustosa de la Presencia divina (contemplación, teoría). Además, el bautismo deja suscistir en nosotros otras seducciones, vestigios del pecado, que la gracia nos da el poder de combatir, que sin embargo permanecen temibles. Si el hombre deja huir su espíritu (o “intelecto” nous) a través de los sentidos del cuerpo y va sin control hacia los objetos externos, alimentará a aquellas tendencias centrífugas, las despertará, y se expondrá a consentir a ellas. Para esto no es siempre necesaria la presencia de los objetos  externos: basta que, con la ayuda de los demonios, surga en el alma el recuerdo de objetos capaces de darnos una satisfacción egoísta, y la voluntad cederá a la pasión suscitada de esta manera. El hombre vivirá entonces en una suerte de sueño con los ojos abiertos, en un modo irreal donde el bien y el mal, lo verdadero y lo falso, serán apreciados solo en función de las propias tendencias afectivas.

A esta perniciosa embriaguez espiritual, los Padres opondrán la “sobriedad” y la vigilancia ya recomendada por San Pedro en un texto retomado a menudo por los maestros del hesicasmo: “sed sobrios, vigilad. Vuestro adversario, el Diablo, ronda en torno vuestro, como león rugiente, buscando su presa” ( 1 Pedro 5,8).

La sobriedad espiritual (nepsis), es por tanto la actividad del espíritu que vela y lucha por permanecer dueño de sí durante el asalto de los pensamientos que se esfuerzan por hacerle perder su lucidez interior. Ella implica ante todo una atención sin falla y un discernimiento de los espíritus al cual podrá suplir, en los principiantes, solo el abrirse al Padre espiritual:

“La sobriedad, es un centinella inmóvil y perseverante del espíritu sobre la puerta del corazón, para distinguir sutilmente aquellos que se presentan, escuchar sus propósitos, espiar las maniobras de los enemigos mortales, reconocer la impronta demoniaca que, a través de la imaginación, intenta devastar nuestro espíritu. Conducida efizcasmente, esta operación nos dará, si lo queremos, una experiencia muy sentida de la lucha interior” [6]

A esta vigilancia, ya los Padres del desierto aconsejaban añadir la repetición de una invocación, compuesta de una sola y breve fórmula (“oración monológica”). Con esta práctica se destruían los pensamientos contrarios al poder victorioso de Cristo, presente apenas se lo invocaba. Al mismo tiempo, esta permitía oponer al “recuerdo del mal” el “recuerdo de Dios”, que en nuestros autores es la toma de conciencia de aquellos rasgos divinos y de aquel sentido íntimo de las cosas de Dios escritas en el alma por el bautismo. A este método, Casiano, si bien no conocía la invocación del Nombre de Jesús, ya le había dado una formulación casi definitiva:

“Todo monje vuelto al recuerdo continuo de Dios debe habituarse a murmurar interiormente y a repasar incesantemente en su corazón la fórmula que le daré, y callar con ella la multitud de otros pensamientos, porque podrá sólo resistir si se libera de todas las preocupaciones y solicitudes del cuerpo. En esta doctrina hemos sino iniciados por los Padres […] Para conservar continuamente el recuerdo de Dios, debeis pues tener constantemente presente en vuestro espíritu esta santa fórmula: “Dios mío, ven en mi auxilio; Señor, apresúrate a socorrerme” (Sal 69, 2). Este versículo no ha sido elegido de toda la Escritura porque sí. Este expresa todos los sentimientos que la naturaleza humana puede concebir, se ajusta perfectamente a todos los estados y a todas las tentaciones. Se encuentra en esta incovación a Dios contra todos los peligros, la humildad por esta humilde y piadosa confesión, la vigilancia que procede de la atención y temor continuo, la consideración de nuestra fragilidad, la confianza de ser escuchados, la certeza de un socorro siempre presente y pronto a intervenir. Porque quien invoca constantemente a su Protector tiene la certeza de tenerlo siempre presente”. [7]

En este excelente texto hay ya –ante litteram- dos elementos fundamentales de la Oración de Jesús: la humilde confesión de nuestra miseria, que únicamente nos puede abrir a la gracia, y en la cual por este motivo los Padres del desierto veían el único camino de salvación; y el vínculo estrecho y estable entre la invocación y la presencia íntima del Señor.

Introducir sin embargo en la fórmula de la oración monológica el nombre mismo del Señor Jesús, constituirá un apreciable progreso. Diádoco de Fótice, dando al término de “meditación” su antiguo significado de rumiar una palabra o una fórmula, se presenta como uno de los primeros testimonios de esta “invocación del Señor Jesús”, que es también una “meditación de su santo y glorioso Nombre”:

 “Cuando le cerramos todas las salidas con el recuerdo de Dios, el intelecto exige absolutamente de nosotros una obra que pueda satisfacer su necesidad de actividad. Se le debe dar pues como única ocupación la repetición del “Señor Jesús” que responde enteramente a su fin. Ninguno en efecto – se ha escrito- dice “Jesús es el Señor” si no es en el Espíritu Santo (1 Cor 12, 3). Que por todo el tiempo, de manera exclusiva, contemple aquella palabra con sus propios tesoros y no se distraiga hacia alguna fantasía. En efecto, solo los que en la profundidad de su propio corazón meditan constantemente aquel santo y glorioso nombre, pueden ver finalmente la luz del propio intelecto. Porque esta repetición, sostenido por el pensamiento con una fuerte atención y con un sentimiento intenso, consume toda la suciedad  que cubre la superficie del alma. Y en verdad, Dios –se ha dicho- es un fuego que devora (Dr. 4, 24). A continuación, el Señor incita al alma hacia un gran amor de su gloria. Porque cuando persiste, con la memoria intelectiva, en el fervor del corazón: aquel Nombre glorioso y tan deseable implanta en nosotros el hábito de amar la bondad sin que ahora ya nada se oponga. Esta es pues la perla preciosa que se puede comprar vendiendo todos los propios bienes, para gozar, una vez descubierta, de una alegría inefable.”
   
Diádoco, aquí, quiere decir que el Nombre de Jesús –como los versículos de la Escritura que los antiguos monjes amaban rumiar en una meditación incesante- posee una eficacia excepcional capaz de despertar en el corazón el amor divino allí escondido, en virtud del bautismo, como una brasa bajo las cenizas. Con la fuerza del “choque” de la invocación, el gusto de Dios y de las cosas de Dios se hace sentir y triunfa sobre las falsas dulzuras del pecado. El espíritu podrá entonces “ver su propia luz”, expresión evagriana que indica la contemplación y significa que el espíritu, tomando conciencia experiencial de las inclinaciones que lo impulsan hacia Dios, gusta algo de Dios mismo, ya que este atractivo es la manifestación de la presencia divinizante de Cristo y de su Espíritu en el hombre.

Más adelante, Diádoco muestra la íntima conección que debe establecerse entre la invocación formulada por el espíritu del hombre y la aspiración del Espíritu Santo que se deja poco a poco sentir en el fondo del corazón:

“Entonces efectivamente, el alma tiene la gracia misma que medita y que grita con ella “Señor Jesús”, como una madre enseña a su niño la palabra “papá” repitiéndola con él hasta el punto en que, en lugar de los otros balbuceos infantiles, lo haya conducido al hábito de llamar claramente al padre, incluso durante el sueño. Por esto el Apóstol dice: “De igual modo, el Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad. Porque cuál es el modo justo de orar nosotros no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede soberanamente por nosotros con gemidos inefables (Rm. 8, 23)” [9]

Este hábito de la oración, que se prolonga “también en el sueño”, es algo muy distinto a un simple reflejo automático creado por la repetición de los gestos. Es el fruto de una plenitud interior, de una perfecta unión de todas las energías del alma puestas al servicio de la caridad y animadas por ella. El constante recuerdo de Dios al cual el ejercicio en un primer momento costoso de la Oración de Jesús conduce, resulta menos por un sucederse de gestos cuanto más bien por un estado del corazón, por una orientación, que se vuelve espontánea y estable, hacia Dios. Es, como dice el Patriarca Calixto en un breve tratado que se clasifica entre los más excelentes de la Filocalia,  

“un agua viva y chorreante que brota del alma como de una fuente perenne. Esta habitaba el alma de Ignacio el Teóforo y le hacía decir: “Aquel que tengo dentro no es el fuego ávido de la materia, es el agua que obra y habla” [10]

3.     La técnica corporal

El elemento fundamental del método hesicasta es la oración monológica: “Señor, Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador”. Formula que indudablemente, en el tiempo de Diádoco de Fótice, no estaba constituída en su integridad y que también podrá ser abreviada “según las fuerzas y el estado de aquel que ora”. En algunos, se reducirá incluso al solo Nombre de Jesús. [11]

Pero a la práctica de la invocación es necesario agregarle algunas condiciones más externas. La primera –la única que la tradición más antigua cita explícitamente- es el retirarse a un lugar solitario y en silencio, lejos de toda agitación mundana. Sin duda que, en una época ya mucho más tardía, algunos espirituales se encargaron de demostrar que también los laicos pueden sacar gran provecho de la Oración de Jesús. Pero los orígenes del método son sin embargo monásticos y contemplativos. Este ha sido creado por hombres consagrados a testimoniar el absoluto de Dios y que ven en la soledad el mejor auxilio para la hesiquía interior. Gregorio Palamas describe así el clima originario de la práctica de la Oración:

“Cuando el espíritu se abandona a su propia energía que consiste en el retorno y en la vigilancia sobre sí mismo, cuando, con esta energía, se trasciende a sí mismo, podrá unirse a Dios. He aquí por qué quien quiere vivir apasionadamente con Dios, huye de la vida sujeta a condena. Elige la vida monacal, extraña al matrimonio, prefiere habitar sin agitaciones y preocupaciones en el santuario de la hesiquía, lejos de toda relación exterior. Ahí, en la medida de lo posible, libera su alma de todo vínculo material y liga su espíritu a la oración ininterrumpida a Dios. Con esta se concentra enteramente sobre sí mismo y encuentra un medio nuevo y misterioso para ascender al cielo. Estado que se puede llamar la incomprensible tiniebla del silencio iniciador.” [12]

A la vida en soledad, la tradición hesicasta ha agregado después la práctica de una postura del cuerpo determinada, con un cierto control de la respiración. Las primeras descripciones escritas sistemáticas que nos han llegado son del siglo XIII, pero diversos indicios permiten pensar que aquel método psicofísico existiese, al menos en un estado rudimentario, ya en la época más antigua. La absoluta necesidad de la guía de un Padre espiritual experto justifica el carácter en primer lugar oral de la tradición sobre este punto. Las mismas descripciones literarias no pretenden en absoluto suplir a la iniciación en directo, y permanecen incompletas. Gregorio de Palamas, que debió defender el método contra las ligeras acusaciones de los adversarios, comenta:

“[…]Por otra parte, no es fuera de lugar enseñar, sobretodo a los principiantes, a obsevarse a sí mismos y a mantener el propio espíritu dentro de sí por medio de la inspiración… Un hombre sensato no prohibiría, en efecto, a nadie a conducir dentro de sí, mediante ciertos procedimientos, al propio espíritu que aún no se contempla en sí mismo. Aquellos que han iniciado hace poco esta lucha ven continuamente su espíritu huir: y más cuando se suma el cansancio. Es necesario para ellos  pues reconducirlo a sí continuamente. En su inexperiencia, no se dan cuenta que nada en el mundo es más difícil que contemplar y nada en el mundo es más activo para el espíritu. Por esto, algunos les recomiendan controlar el vaivén de la respiración y retenerlo un poco, con el fin de mantener así el espíritu vigilando sobre la respiración, hasta que con la ayuda de Dios hayan progresado;  hasta cuando hayan sustraído  su espíritu de todo lo que lo circunda y lo hayan purificado, y por esto ellos puedan reconducirlo verdaderamente a un recogimiento unificado. Se podrá constatar que esto es un efecto espontáneo de la atención del espíritu, para que el vaivén de la respiración se vuelva tranquilo al momento de cada reflexión intensa, sobre todo en aquellos que, en cuerpo y espíritu, se encuentran en estado de reposo… Aquel que busca hacer entrar al propio espíritu en sí para impulsarlo no en un movimiento en línea recta [hacia el exterior], sino en el movimiento circular e infalible [del retorno en sí mismo], en vez de girar los ojos de acá para allá, ¿no tendría mayor provecho el fijarlos sobre el pecho o sobre el propio ombligo como punto de apoyo? Porque no solo se recogerá así exteriormente sobre sí mismo, hasta que le sea posible, conforme al movimiento interior que él busca para su espíritu, sino también, teniendo tal postura del cuerpo, enviará hacia el interior del corazón el poder del espíritu que desciende a travé de la vista desde el exterior.” [13]

Esta disciplina corporal se funda en definitiva sobre la concepción bíblica de la composición humana. Todo el ser debe participar en la vida espiritual, ya que es todo el ser, cuerpo y alma que debe recibir la salvación. La mentalidad bíblica, unida a la experiencia tradicional, ha vuelto atentos a los maestros espirituales del Oriente cristiano a no separar el espíritu del cuerpo y a simbolizar la actitud del alma con gestos corporales, para permitir “la integración armónica de todo nuestro ser en su elevación hacia Dios” [14] Y cualquier cosa que se diga sobre las exageraciones y simplificaciones peligrosas a las que el método hesicasta ha dado a veces acceso, al menos ellos sabían que su método no podía tener un rol puramente regulativo frente a una experiencia que permanece esencialmente como un don de la gracia:

“Es la gracia divina que corona la invocación monológica dirigida a Jesucristo con fe viva, con toda pureza, sin distracciones, con el corazón. No es el efecto puro y simple del método natural de la respiración practicada en un lugar tranquilo y oscuro. ¡Ciertamente que no! Los santos Padre, inventaron este método,  entendiéndolo sólo como un auxilio, si así se puede decir, para recoger el espíritu, para reconducirlo a sí de la habitual distracción y procurar la atención… Por ti, hijo mío, si deseas tener días felices y “vivir de modo incorporarl en tu cuerpo” vive según la regla que te he enseñado.” [15]


Conclusión

Nuestro conocimiento sobre los orígenes del método hesicasta tiene muchas lagunas para poder deternimar si existe alguna relación o influencia entre esta y la espiritualidad musulmana, hindú o budista que predican también la invocación del Nombre divino unido a una técnica respiratoria. Semejante influencia no disminuiría en nada el método: las leyes del psiquismo humano son universales, y la gracia, lejos de destruir la naturaleza asume el dinamismo transfigurándola. Y sobre todo, la técnica está aquí sostenida por una doctrina que nos parece, en los mejores representantes, auténticamente bíblica y cristiana. Sin la fe en los dogmas de la creación del universo espiritual y material, de la salvación a través de la gracia en Cristo, de la resurrección del cuerpo, de la deificación mediante los sacramentos, la enseñanza que los “santos Padres népticos” nos han transmitido sobre la oración del corazón sería incomprensible.

El último fundamento del método está en el testimonio del corifeo de los Apóstoles ante el Sanedrína: “Porque no hay bajo el cielo otro Nombre dado a los hombres por el cual debamos ser salvados” (Hechos 4, 12)

En una época en la cual muchos cristianos buscan “una disciplina total de vida, que comprenda lo corporal, que sirva al equilibrio y al florecimiento espiritual [6], no es poco interesante para nosotros escuchar a los viejos monjes que han sabido poner al servicio del florecimiento de la gracia de Cristo en el hombre una sabiduría humana de la cual nuestro Occidente ha perdido el secreto.

 NOTAS

[1] La mejor iniciación en lengua francesa a la Oración de Jesús es sin duda el artículo de Elisabetta Behr-Sigel, “La Prière de Jésus, ou le mystère de la spiritualité monastique orthodoxe“, in La douloureuse joie (Spiritualité orientale, no 14), Bellefontaine, 1974, p. 81-129.
- El artículo del Padre Padre Boris Borinskoi, Prière et vie intérieure dans la tradition orthodoxe, Ibid., p. 33-70, es precioso para ubicar la Oración de Jesús entre las diversas formas de la piedad ortodoxa.
- La antología de J. Gouillard, Petite Philocalie de la prière du coeur, Paris, 1953, hace accesibles los textos fundamentales.
- Los apasionantes Récits d’un pèlerin russe, trad. J. Laloy, Paris 1953, llenos de savia tradicional, ilustran la práctica de la Oración de Jesús en los ambientes eslavos del siglo XIX.
- El opúsculo de Un monje de la Iglesia de oriente, La Prière de Jésus, Chèvetogne-Seuil, 1963, constituye una sugestiva iniciación, no introduce sin embargo al lector en el corazón del método.
[2] La hesiquía consiste en un estilo de vida, caracterizado por el retiro en la soledad, y en la actitud interior de un alma que ha alcanzado la paz y el silencio de los pensamientos, vuelta a la contemplación divina. El hesicasmo es la correspondiente doctrina espiritual, como ha sido profesada en el monaquismo oriental. Los escritos de los principales maestros de esta escuela, que se escribieron desde el siglo IV al siglo XIV, han sido recogidos al final del siglo XVIII por Macario de Coriento y Nicodemo El Hagiorita en la Filocalia, que sufrirá sucesivamente las adaptaciones eslavas, rusas y rumanas.
[3] Trad. J. Gouillard, Petite Philocalia, p. 90-91.
[4] Trad. E. Des Places, Sources chrétiennes 5 bis, p. 141-150.
[5] Apophtegmes, Agathon, 8.
[6] Hésychius de Batos, trad. J. Gouillard, Petite philocalie, p. 126.
[7] Conférences, X, 10.
[8] Trad. E. Des Places, Sources chrétiennes 5 bis, p. 119.
[9] Trad. E. Des Places, Sources chrétiennes 5 bis p. 121.
[10] Trad. J. Gouillard, Petite philocalie, p. 296
[11] Cf Calliste et Ignace Xanthopoulos, in J. Gouillard, Petite Philocalie, p. 294.
[12] Grégoire Palamas, Défense des saints hésychastes, trad. J. Meyendorff, Louvain 1959
[13] Grégoire Palamas, Défense des saints hésychastes, p. 90.
[14] Sobre la necesidad permanente de tal “sabiduría del cuerpo”, ver las refleciones del P. P. Regamey en La vie spirituelle, 93 (1955), p. 339-372.
[15] Calliste et Ignace Xanthopoulos, in J. Gouillard, Petitte Philocalie, p. 290
[16] La expresión es del P. Regamey, nella postfazione al libro di J.-M. Dechanet, La voie du silente, Paris 1963.
Es significativo que esta obra que pretende “hacer servir a la vida cristianas ciertas disciplinas del yoga” (p.5) y mostrar cómo hacer del propio cuerpo “un instrumento más adecuado a la contemplación y a la vida contemplativa” se haya enriquecido en el apéndice, en sus últimas ediciones, con una excelente “Nota sobre la oración del corazón seguida de algunos estractos de la Filocalia"

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