“Orar” es, sin duda, según su esencia, un evento espiritual que se realiza entre Dios y el hombre, y nuestro “intelecto”, en virtud de su naturaleza espiritual, sería de por sí capaz de orar también sin el cuerpo, como asegura Evagrio [1]. El hombre, sin embargo, está compuesto de alma y cuerpo, y, como éste último está ligado al espacio y al tiempo, también el orar del hombre sucede, concretamente, siempre en el espacio y en el tiempo. La elección del lugar adaptado y de las horas más idóneas del día o bien de la noche no es, por consiguiente, en absoluto un presupuesto de importancia secundaria para lo que los padres llaman “oración verdadera”.
Orígenes, en efecto, entre las cosas necesarias para la oración según la disposición interior, incluía también el “lugar”, el “punto cardinal” y el “tiempo”. También nosotros queremos atenernos a esta sucesión.
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“Cuando oréis,
entrad en tu habitación” (Mt 6,6)
Para muchos cristianos “orar” significa, hoy, solo participar en una celebración religiosa colectiva. La oración personal ha ido desde hace mucho desapareciendo o ha dejado el lugar a múltiples formas de “meditación”. Para el hombre bíblico, como para los padres, era en cambio algo obvio no sólo participar regularmente y en los tiempos establecidos en la oración común de todos los creyentes, sino, más allá de esto, retirarse, con igual regularidad, también para la oración personal.
Así se nos ha dado a conocer de nuestro Señor Jesucristo, en cuya actividad terrena los cristianos de todas las épocas han visto un modelo normativo, que él participaba regularmente en las celebraciones sabáticas en las sinagogas de Palestina, como también desde niño peregrinaba a Jerusalén para las grandes fiestas. Es probable que todo hebreo piadoso se comportase, en ese tiempo, de modo semejante. Lo que sin embargo parece haber impresionado especialmente a sus discípulos y que ellos, por consiguiente, nos han transmitido repetidamente, ha sido su oración personal.
Jesús tenía, notoriamente, el hábito de orar regularmente “a solas” [2]. Para este coloquio muy personal con su Padre celestial se retiraba preferentemente “a lugares desérticos” [3] y “a solas sobre un monte” [4]. Cuando quería orar se alejaba pues regularmente de la multitud, para la cual sin embargo se sabía enviado [5], e incluso de sus discípulos [6] que lo acompañaban siempre. Incluso en el jardín Getsemaní, donde allí los había expresamente llevado consigo, dejó aparte a sus más íntimos amigos, Pedro y los dos hijos de Zebedeo, y se alejó de ellos “un tiro de piedra” - es decir, fuera del alcance del oído- para estar totalmente sólo, en la oración, y entregar a la voluntad del Padre su corazón angustiado hasta la muerte [7].
Esto que él mismo ha hecho durante toda su vida, lo ha también expresamente enseñado a sus discípulos. Contrariamente a la piadosa costumbre, muy difundida, de detenerse a orar en las plazas públicas o en las esquinas de las calles, cuando a la señal de la trompeta se anunciaba en el templo el inicio del sacrificio de la mañana y de la tarde, Cristo manda a retirarse en la “habitación” más secreta de la propia casa, donde se puede ser vistos y sentido sólo por el “Padre que está en lo secreto” [8].
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Los apóstoles y, después de ellos, los santos padres se han comportado del mismo modo. Vemos, en efecto, a Pedro y a Juan subir al templo “para la oración de la hora nona” [9], y también toda la comunidad primitiva “perseverar unánimemente en oración” [10]. Sin embargo, del mismo modo, vemos a Pedro sólo “subir a la hora de nona a la terraza para orar” [11]. Como se ve, se puede orar en cualquier lugar en el cual uno se encuentre en ese momento. Sin embargo, si uno se quiere dedicarse a la oración personal, elegirá un lugar idóneo para este objetivo. Pedro se encuentra de viaje y a él le queda únicamente elegir como lugar la terraza de la casa, en la cual estaba hospedado, para permanecer sólo.
En una época en el cual para un cristiano era todavía algo obvio orar regularmente cada día, los padres se han ocupado también de la cuestión relativa al lugar apto para esta oración personal.
En cuanto al lugar [de la oración] se debe saber que, si se reza bien, cualquier lugar es apto para orar. En efecto: “En todo lugar, dice el Señor, ofrecedme incienso en oblación” [12], y: “Quiero, pues, que los hombres oren en todo lugar” [13].
Pero para que cada uno pueda hacer sus propias oraciones en la quietud y sin distracciones, hay también una prescripción [la cual dice] que se debe elegir en la propia casa, en cuanto sea posible, un lugar muy santo, por así decir, y allí orar [14].
Los primeros cristianos –y así también los primeros monjes del desierto egipcio- cada vez que les era posible, reservaban, en efecto, un lugar de su casa, que fuese oportunamente tranquilo y orientado de un modo determinado [hacia el oriente], para recitar sus oraciones privadas. Los oratorios de los primeros padres del desierto egipciano, que desde algunos decenios se están desenterrando de la arena, son fácilmente reconocibles como tales. Esto, naturalmente, no impedía a los cristianos orar con predilección también allí “donde los creyentes se reúnen, como es natural”, continúa Orígenes,
porque [allí] se encuentran junto a la multitud de los creyentes tanto las potencias angélicas como “la fuerza misma de nuestro Señor” [15] y Salvador, y además también de los espíritus de los santos y, como yo creo, de aquellos ya separados [por la muerte] y, claramente, también de aquellos que están todavía con vida, si bien no es fácil indicar el “cómo” [16].
Este espléndido testimonio de una firme y viva conciencia de lo que nosotros llamamos “comunión de los santos”, y que ahora somos capaces de experimentar sólo con mucho trabajo, tiene su origen desde la época en la cual los cristianos, en cuanto comunidad perseguida de creyentes, no podían aún construir ninguna “iglesia” en sentido verdadero y propio, y debían reunirse en las salas de las grandes casas privadas.
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Los padres habían tomado muy en serio para sí mismos la amonestación de Cristo respecto a toda exhibición pública de la propia religiosidad, vale decir la hipocresía, aquel sutil vicio propio del hombre religioso.
La vanagloria recomienda orar en las plazas,
pero aquel que la combate ora en su habitación. [17]
La vanagloria recomienda orar en las plazas,
pero aquel que la combate ora en su habitación. [17]
Nosotros conocemos muchos dichos en los cuales los padres del desierto hacían de todo para dedicarse al ejercicio ascético –y sobre todo a la oración- siempre en el ocultamiento. El ejemplo de Cristo y también de algunos padres nos lleva sin embargo a reconocer que, con esto, no se trataba solo de evitar pecados de vanidad. La oración es, en efecto, en su esencia más profunda “un coloquio del intelecto con Dios”, durante el cual la presencia de los otros puede ser causa de distracciones.
Abba Marcos dijo a abba Arsenio: “¿Por qué nos evitas? El anciano les dijo: “Dios sabe que los amo. Pero no puedo estar con Dios y [al mismo tiempo] con los hombres. Los ejércitos celestiales que son miles y decenas de miles tienen una única voluntad [18], los hombres en cambio tienen muchas voluntades. Yo no puedo dejar a Dios e ir a los hombres”. [19]
Pero el peligro de la disipación a causa de la presencia de los otros, con los cuales además tenemos la oración comunitaria, no es el último motivo por el cual el verdadero orante desea la soledad. En el “estar con Dios”, del cual hablaba Arsenio, suceden en efecto, entre el Creador y la creatura cosas que por su naturaleza no están destinadas a ojos y orejas extrañas.
Un hermano fue a la celda de abba Arsenio en Escete. Él miró a través de la ventana y vio al anciano arder totalmente como fuego. Pero el hermano era digno de ver esto. Cuanto golpeó, el anciano salió y vio al hermano asustado y le dijo: “¿Golpeas la puerta desde hace tiempo? ¿Has visto algo aquí? Él le respondió: “No”. Y después de haber hablado con él, lo despidió. [20]
Esta misteriosa “oración ardiente” nos es conocida también a través de otros padres [21]; de ella habla Evagrio, como también Juan Casiano [23]. El tiempo idóneo para ella es sobre todo la noche, cuya obscuridad aleja el mundo visible de nuestros ojos. Su lugar es el desnudo “desierto”, la “altura de la montaña” que nos separa de todo y, donde esto es inalcanzable: la “habitación” secreta.
[1] Evagrio, Pr. 49.
[2] Lc 9, 18.
[3] Mc 1, 35; Lc 5, 16
[4] Mt 14, 23; cf. Mc 6, 46; Lc 6, 12; 9, 28.
[5] Cf. Mc 1, 38.
[6] Mc 1, 36s
[7] Lc 22, 41 par
[8] Mt 6, 5-6
[9] Hechos 3,1
[10] Hechos 1,14 y passim.
[11] Hechos 10,9
[12] Ml 1,11
[13] 1 Tm 2,8
[14] Orígenes, Orat. XXXI, 4.
[15] Cf. 1 Cor 5,4
[16] Orígenes, Orat. XXXI, 5.
[17] Evagrio, Octo spir. VII, 12.
[18] Cf. Mt 6, 10.
[19] Arsenio 13.
[20] Isaías 4; José de Panefisis 6.7
[21] Evagrio, Or. III
[22] Casiano, Conl. IX, 15 ss.
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