lunes, 28 de octubre de 2013

El final del viaje



 

El objetivo de la Oración de Jesús, como el de todas las oraciones cristianas, es que nuestro orar se vaya progresivamente identificando con la Oración ofrecida por Jesús, Sumo Sacerdote, dentro de nosotros. Nuestra vida debería volverse una con la suya, nuestra respiración una con su respiración, que sostiene el Universo. El objetivo final puede ser descripto bien con el término patrístico de theosis, deificación o divinización.

En palabras del arcipreste Sergio Bulgakov: “El Nombre de Jesús, presente en el corazón humano, confiere a este el poder de deificarse” [1]. “El Logos se hace Hombre –dice San Atanasio- para que nosotros pudiésemos volvernos Dios”. Él, que es Dios por naturaleza, toma nuestra humanidad para que nosotros –hombres- pudiésemos participar por gracia de su divinidad, haciéndonos “partícipes de su naturaleza divina” (2 Pe 1,4).

La oración de Jesús dirigida al Verbo encarnado es un medio para realizar en nosotros mismos el misterio de la theosis,  por la cual la persona humana alcanza la verdadera semejanza con Dios.

La Oración de Jesús, uniéndonos con Cristo, nos ayuda a compartir el recíproco habitar o perijorésis de las tres Personas de la Santísima Trinidad.

Mientras  la Oración más se vuelve parte de nosotros mismos, más entramos en el movimiento de amor que “pasa incesantemente entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo”. De este amor San Isaac el Sirio ha escrito con gran belleza:

El amor es el Reino del cual nuestro Señor habló simbólicamente cuando prometió a sus discípulos que comerían en su Reino: “vosotros comeréis y beberéis en la mesa de mi Reino”. ¿Qué comeréis sino el amor?...

Cuando hemos alcanzado el amor, hemos alcanzado a Dios y nuestro camino es infinito: hemos alcanzado la isla que está más allá del mundo, donde está el Padre con el Hijo y el Espíritu Santo, a quien sea la gloria y el poder. [2]

En la tradición hesicasta el misterio de la theosis ha tomado muchas veces la forma al exterior de una visión de luz. Aquella que los santos ven en la oración, no es una luz simbólica de la mente y tampoco una luz física o creada por los sentidos. Ella es la luz divina e increada de Dios Padre que irradió desde Cristo en la transfiguración sobre el monte Tabor, y que iluminará al mundo entero en la segunda venida en el último día.

Hay un pasaje característico sobre la luz divina, tratado por San Gregorio Palamas. Él  describe la visión del Apóstol cuando fue arrobado y elevado al tercer Cielo (2 Cor 12, 2-4):

Pablo ve una luz sin límites, debajo, sobre, y por todas partes: no le ve límites a la luz que se le aparecía e se irradiaba alrededor de él. Y era como un Sol infinitamente más brillante y más grande que el Universo. En medio de este Sol estaba él mismo, habiéndose convertido en ninguna otra cosa más que en ojos. [3]

Tal es la visión de la Gloria que podemos alcanzar a través de la invocación del Nombre. La Oración de Jesús hace que la luz de la transfiguración penetre en cada rincón de nuestra vida. En el anónimo autor de Los relatos de un peregrino, la constante repetición tiene dos efectos: primero, ella transforma las relaciones con la creación material alrededor de él, haciendo todas las cosas transparentes, transformándolas en un sacramento de la presencia de Dios. Él escribe:

Cuando oraba con el corazón, cada cosa alrededor de mí me parecía deliciosa y maravillosa. Los árboles, las plantas, los pájaros, la tierra, el aire, la luz parecían decirme que existían para la salvación del hombre, que testimoniaban el amor de Dios por el hombre, que cada realidad daba testimonio del amor de Dios por el hombre, que todas las cosas oraban a Dios y cantaban su alabanza. Así llegué a entender lo que la Filocalia llama el “conocimiento del lenguaje de todas las creaturas”… Yo sentía un amor ardiente por Jesús y por todas las creaturas de Dios. [4]

En palabras de Bulgakov: “resplandeciendo a través del corazón, la luz del Nombre de Jesús ilumina todo el universo” [5]

En segundo lugar, la Oración transforma la relación del peregrino no solo con la creación material sino también con los otros seres humanos:

Nuevamente comencé a caminar. Pero ya no iba más como antes, lleno de preocupaciones. La invocación del Nombre de Jesús aliviaba mi camino. Todos eran gentiles conmigo, era como si cada uno me amase. Si alguien me hacía mal, yo pensaba únicamente en “cómo era de dulce la Oración de Jesús”, y la ofensa y la rabia pasaban, y yo me olvidaba de todo. [6]

“Todo lo que hagan al más pequeño de estos mis hermanos a mí me lo hacen” (Mt 25, 40). La Oración nos ayuda a ver a Cristo en cada persona y a cada persona en Cristo. La invocación del Nombre de este modo es gozosa más que penitencial, afirmando de modo positivo más que negando al mundo.

A quien sienta hablar de la Oración de Jesús por primera vez, puede parecerle que sentarse sólo, en la oscuridad, con los ojos cerrados, constantemente repitiendo… “ten piedad de mí”, es un modo de orar triste y desesperante.

Algunos pueden también estar tentados de considerar la Oración como egocéntrica, evasiva, introvertida y, en general, una evasión de las responsabilidades de la comunidad humana. Este sería un grave error: para cuantos han realmente hecho el propio camino del Nombre, esta oración no se presenta como triste y opresiva, sino como una fuente de liberación y de curación. El calor y la alegría de la Oración de Jesús son especialmente evidentes en los escritos de San Hesiquio del Sinaí (siglo XVIII-XIX):

A través de la perseverancia en la Oración de Jesús la mente alcanza un estado de dulzura y de paz…
Como cuanto más la lluvia cae sobre la tierra, tanto más la ablanda, así mientras más invocamos el nombre de Cristo, más grande es la alegría y exultancia que ella trae a la tierra de nuestro corazón…
El sol, surgiendo sobre la tierra, crea la luz del día; y el venerable y santo Nombre de Jesús, resplandeciendo sin cesar en la mente, hace nacer innumerables pensamientos resplandecientes como el sol. [7]

Además, lejos de dar las espaldas a los otros y rechazar la creación de Dios, en el recitar la Oración de Jesús afirmamos nuestro acto de compromiso hacia el prójimo y hacia nuestro dar valor a cada ser y a cada cosa en Dios: “Alcanza la paz interior –dijo San Serafín de Sarov (1759-1833)- y miles de personas alrededor de ti encontrarán la salvación”. Estando en presencia de Cristo, aunque sólo por pocos momentos cada día, invocando su Nombre, nosotros profundizamos y transformamos todos los momentos restantes del día, volviéndonos disponibles hacia los otros, eficientes y creativos, como no podríamos hacerlo de otro modo. Y también si usamos la Oración de Jesús de forma libre durante el día, esto nos hace capaces de “poner el sello divino sobre el mundo”, para usar una frase de Nadeida Gorodetzky (1901-85):

Podemos dirigir este Nombre a las personas, a los libros, a las flores, a todas las cosas que encontremos, veamos y pensemos. El Nombre de Jesús, poniendo el sello divino sobre el mundo, puede convertirse en una llave mística para el mundo mismo, un instrumento de invisible ofrenda de cada cosa y de cada uno. Se podría quizás hablar aquí del sacerdocio de todos los creyentes. En unión con nuestro Sumo Sacerdote imploramos al Santo Espíritu: haz de mi oración un sacramento. [8]

“Podemos aplicar este Nombre a las personas…”. Aquí Gorodetzky sugiere una posible respuesta a una pregunta que surge a menudo: ¿puede la oración de Jesús ser usada como forma de intercesión? He aquí una posible respuesta: en sentido estricto ella es distinta de la Oración de intercesión. Como expresión de una “espera de Dios” no discursiva, no icónica, ella no comporta el explícito reclamo y el recuerdo de nombres particulares. Simplemente nos dirigimos a Jesús. Es verdad, naturalmente, que dirigiéndonos a Jesús, no nos separamos por esto de nuestros semejantes. Todos aquellos que amamos, están ya puestos en su corazón, son amados por Él infinitamente más que por nosotros mismos. Y así, al final, a través de la Oración de Jesús, los encontramos siempre más plenamente en el amor desbordante de Cristo por el universo entero. Pero si seguimos la tradicional fórmula hesicasta de la Oración de Jesús, no ofrecemos a los otros llamándolos específicamente por el nombre ante Él y no los tenemos deliberadamente en la mente mientras recitamos la invocación. Todo esto, sin embargo, no excluye la posibilidad de dar también a la Oración de Jesús una dimensión de intercesión. De tanto en tanto, sea en la oración libre sea en la formal, podemos sentirnos movidos a “dirigir” el Nombre a una o más personas, invocando Jesús sobre ellos. Así decimos: “… ten piedad de nosotros”, e incluso incluyendo el nombre verdadero y propio o los nombres: “…. ten piedad…. de Juan”. Si bien esto no es exactamente lo que los textos hesicastas contemplan, es ciertamente una extensión legítima y útil de la práctica de la Oración de Jesús. El camino del Nombre tiene una extensión tal, una generosidad tal, que no está limitada a esquemas rígidos e inmutables.

“Oración y acción. Orar es ser altamente eficaces” [9]. De ninguna oración esto es más verdadero que de la Oración de Jesús. No obstante que ella se recomienda con una mención especial en el oficio de la profesión monástica como oración para monjes y monjas [10], es igualmente una oración para laicos, para esposos, para doctores y psiquiatras, para asistentes sociales y conductores de autobús.

La invocación del Nombre practicada de manera correcta compromete a toda la persona más profundamente en el trabajo que le es designado, haciéndolo más eficiente en sus acciones, no alejándolos de los otros, sino uniéndolos a ellos; haciéndolo más sensible a sus temores y ansias, de un modo mayor que antes.

La Oración de Jesús transforma a cada persona en “un hombre para los otros”, un instrumento viviente de la Paz de Dios, un centro dinámico de reconciliación.


 
[1] The Orthodox Church, Londra 1935.

[2] Trattati mistici, trad. Wensinck, pp. 211-212.

[3] Triadi in difesa dei Santi esicasti, 1, III, 21.

[4] La via di un pellegrino, pp. 31-2, 41.

[5] La Chiesa ortodossa, p. 171.

[6] La via di un pellegrino, pp. 17, 18.

[7] Sobre atención y santidad, 7, 41, 196; cf. Palmer, Sherrard y Ware, La Filocalia, vol. I (Londra 1979), pp. 163, 169, 197.

[8] La preghiera di Gesù, Blackfriars XXIII (1942), p. 76.

[9] Tito Cliander, The Way of the Ascetics.

[10] Durante la toma de hábito de un monje, tanto en la tradición griega como en la rusa, se usa dar al monje un Rosario (komvoschoinion). En la práctica rusa el Abad dice las siguientes palabras, mientras se lo entrega: “Toma, hermano, la espada del Espíritu, que es  la Palabra de Dios, para la oración continua de Jesús. Porque debes tener siempre el Nombre del Señor Jesús en la mente, en el corazón, sobre los labios, diciendo siempre: ‘Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador’.” Se nota la usual distinción entre los tres niveles de la oración: labios, mente y corazón.

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