martes, 8 de octubre de 2013

“¡Francisco, ven y repara mi casa!”,“¡Papa Francisco, sé servidor del Evangelio!”

 

 
                                                       
 
El viaje del Papa Francisco a Asís, del viernes 4 de octubre, festividad de San Francisco (ver páginas 34 y 35) fue todo un acontecimiento de gracia y de luz. Las expectativas se cumplieron hermosa y fecundamente. Y como si la historia, ocho siglos después, hubiera dado un giro copernicano, ahora era Pedro (el Papa Francisco, Jorge Mario Bergoglio) quien acudía a San Francisco de Asís para que este le “bendijera” como él mismo, en el año 1209, peregrinó a Roma para ser bendecido por Pedro (el Papa Inocencio III)…  Y tanto en una cita como en la otra, una palabra y un sentimiento sobrevolaban, conmovían e interpelaban los corazones: Evangelio. Sí, vivir y servir el Evangelio de Jesucristo, el único oro y la única plata que los cristianos, que la Iglesia, pueden en verdad ofrecer a una humanidad –la de ayer, la de hoy y la de siempre- sedienta y ávida, aunque con tantas búsquedas erráticas y tantos hallazgos ilusorios, de plenitud y de salvación.
En su encuentro vespertino, en la Porciúncula, con los jóvenes, el Papa, respondiendo a cuatro grandes preguntas sobre temas tan claves como familia, trabajo, vocación y misión, volvió a hacer una nueva y significativa confidencia: “Me parece oír la voz de San Francisco que nos repite: ¡Evangelio, Evangelio!”. Me lo dice a mí también, más aún, me lo dice en primer lugar a mí; ¡Papa Francisco, sé servidor del Evangelio! Y si no logro a ser servidor del Evangelio, ¡mi vida no vale nada!”.
Hace más de ochocientos años, Dios irrumpió en la vida del joven Francisco Bernardone. Un hermoso icono bizantino, en una iglesia derruida en las afueras de su ciudad, inspiraba buena parte de aquel proceso. Era la imagen de un Cristo crucificado, vivo, con ojos abiertos y los brazos extendidos. Aquel joven mundano pero inquieto miró y se dejó mirar por el Crucificado, y Dios, poco a poco, fue obrando el resto, el resto de la historia del cristiano que quizás más se ha parecido a Jesucristo.
“Mi visita –habla el Papa al llegar a Asís- es, sobre todo, una peregrinación de amor para rezar ante la tumba de un hombre que se desnudó de sí mismo y se revistió de Cristo y que, siguiendo el ejemplo de Cristo, amó a todos, especialmente a los más pobres y abandonados, y amó con estupor y sencillez la creación de Dios”. Y después apostilló: “El amor a los pobres y la imitación de Cristo pobre son dos elementos unidos de modo inseparable en la vida de Francisco, las dos caras de la misma moneda”.
¡Esto es, sí, Evangelio! Evangelio que es desnudarse de la mundanidad, del espíritu contrario a las Bienaventuranzas. Desnudarse de  la prepotencia, de la vanidad,  del orgullo, de la idolatría de creernos, en el fondo, como dioses autosuficientes e imprescindibles, árbitros y jueces de los demás.
Y, a cambio revestirse, de Jesucristo es también Evangelio. Puro Evangelio y sin glosa. Un Evangelio que no concierne solo a la religión, sino a la totalidad de la persona y a la entera civilización humana. Un Evangelio que transforma los corazones y de este modo es levadura para un mundo mejor. Un Evangelio que suscita la fe, y así evangeliza, y cambia el mundo según Dios. “Éste es el camino: llevar el Evangelio a través del testimonio de nuestra vida.  Miremos a Francisco: él hizo ambas cosas, con la fuerza del único Evangelio. Francisco hizo crecer la fe, renovó la Iglesia, y al mismo tiempo renovó la sociedad, la hizo más fraterna, pero siempre con el Evangelio, con el testimonio”.
El Papa Francisco llegó a Asís después de otra trepidante semana en la actualidad vaticana: anuncio de las canonizaciones de Juan XXIII y Juan Pablo II, entrevista en el diario La Repubblica, reunión -repleta de anuncios de profundas renovaciones en la Curia Romana y en el modo de ejercer la autoridad- del Consejo de Cardenales, la indignación del Papa y de la humanidad de bien por la tragedia del naufragio en Lampedusa… Y en Asís todo quedó reflejado, condensado e iluminado: el camino, el único camino que salva es el Evangelio. ¿Cómo no dejar, pues, que vibre y enardezca nuestro corazón? ¿Y cómo quedarnos con lo secundario, con los  gustos,   con las comparaciones, con los recelos, con las críticas, con las lisonjas, en suma, con la mundanidad?

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