domingo, 27 de octubre de 2013

El significado y el carácter de los apotegmas



Los apotegmas pueden ser tomados en consideración desde muchos puntos de vista. Individualmente, son una fuente esencial para conocer a los padres del desierto: para mucho de ellos no tenemos otro modo de conocerlos. Globalmente, se pueden usar para recabar una panorámica detallada de la vida que ellos conducían en el desierto de Escete y de las Celdas (sobre Nitria tenemos poca información). Es lo que he hecho en mi obra La vida cotidiana de los padres del desierto [1], no sin algunas dudas. No sé si se pueda verdaderamente hablar de “reconstrucción”, porque la importancia que se le atribuye a cada una de las indicaciones no siempre corresponde a la realidad.

Estoy cada vez más convencido que cada uno de los apotegmas es un mundo en sí mismo, un fragmento independiente que hay que tratarlo en cuanto tal. Ciertamente, se pueden realizar algunas síntesis, como en la obra arriba citada, pero esto probablemente falsee las perspectivas. En cada apotegma se cuenta un evento, una palabra, una experiencia, un fragmento de vida que es en sí mismo un todo coherente, buscando enfocar en el contexto a los interlocutores presentes. En la mayor parte de los casos hay un discípulo que interroga a un abba y que recibe de él una respuesta adaptada a la situación. A veces son dos ancianos que dialogan, o todo un grupo que discute durante una asamblea comunitaria.

Lo que a nosotros nos interesa ante todo aquí son las confidencias que recogen de la boca del abba sobre su vida interior, su vida profunda, su relación con Dios. Evidentemente es justo sobre este ámbito secreto e íntimo que los padres a menudo no hacen confidencias: la humildad y el pudor se los impiden. Por el contrario, a veces la humildad los impulsa a contar con toda simplicidad sus tentaciones y luchas… nada menos que sus debilidades. Si uno de ellos considera, para edificación de otros, un deber contar un hecho extraordinario del cual ha sido protagonista, lo hará en tercera persona, como si se tratase de otro. A veces puede pasar que un discípulo sorprenda al anciano en éxtasis o en conversación con los ángeles o con los demonios, pero son casos raros y justamente por esto preciosos.

Esto es lo que buscaré hacer emerger en la primera parte de esta obra en la cual el eremita se encuentra frente a Dios, en las tentaciones y en la oración, donde una no está nunca separada de la otra.

La segunda parte considera el servicio al prójimo. No siempre es posible separar de manera absoluta ambos aspectos en la vida del eremita, porque para él el prójimo es Dios y él obra siempre y solo para Dios.

Para cada una de las dos partes del libro he elegido figuras que considero especialmente representativas: es una selección muy limitada, porque de los doscientos o trescientos eremitas del siglo IV que conocemos por los apotegmas, muchos no han dejada casi nada, sólo una o dos palabras. La elección se ha hecho entre los más antiguos, por lo menos aquellos que así se los considera, porque la cronología no deja de ser incierta. Y he buscado presentar en esta galería un abanico de figuras suficientemente variadas. Los padres del desierto no fueron personajes estereotipados, a menudo eran personas originales, con características bien marcadas. Y era necesario que así fuesen para poder vivir en las condiciones en que se encontraban en pleno desierto.

Apotegmas profanos y apotegmas de los padres.

Para comprender bien qué son los apotegmas, se necesita considerar el significado exacto del término y su origen.

Los primeros volúmenes de la edición de Solesmes traían un poco a propósito en el título la lectura de sentencias. Pues bien, los apotegmas no son esencialmente buenos pensamientos, máximas de gran valor elaboradas por los intelectuales, pensadores, literatos, sino que son palabras sacadas de la vida e insertas en ella, palabras pronunciadas en circunstancias bien determinadas.

El término apotegma, tenemos que reconocerlo, presenta el inconveniente de evocar un género literario, con el riesgo que se confunde, o por lo menos que no se distinguen suficientemente, los apotegmas de los padres del desierto de los apotegmas de los grandes protagonistas de la edad clásica. Las diferencias son múltiples y profundas, dadas por aquellos que los han pronunciado y transmitido. Por una parte, se diferencian los maestros que se habían propuesto serlo, que tenían ciertamente la intención de instruir a los discípulos, pero de costumbres no siempre irreprensibles y a menudo animadas del deseo de brillar, preocupados de la gloria humana. De los otros, hombres que habían huido del mundo y rechazado toda ambición de vanagloria, que hablaban solo para edificar, no para instruir, sin hacer ostentación ni de la propia ciencia ni de la propia virtud.

El término apotegma no es el más antiguo para designar las palabas de los padres. En los documentos más primitivos encontramos lógos, lóghion y sobre todo rhêma: “Abba, dime una palabra (rhêma)”. Los tres términos son presentados en la Biblia, donde los primeros dos designan la palabra de Dios y también, en el Nuevo Testamento, las palabras de Cristo. El tercer término, rhêma, que corresponde al hebreo davar, significa tanto un hecho, un evento, una cosa, como una palabra pronunciada: así, por ejemplo, Lucas en su evangelio escribe que “María guardaba todas estas cosas/palabras (rhémata) en su corazón” (Lc 2, 19). El significado de este término tiene presente la relación con la vida y la acción: no se trata de palabras vacías, palabras dichas al aire, sino que son palabras portadoras de vida y eficaces, porque vienen de Dios o de un hombre de Dios. Y se vuelven fuente de vida en el discípulo que las recibe con fe y las pone en práctica: “Abba, dime una palabra que yo cumpliré para ser salvado”. El término rhêma expresa bien el peso que la palabra de un padre del desierto lleva en sí sea para aquel que la solicita, como para el que la pronuncia. Este último acepta hablar sólo si se siente inspirado e impulsado a esto por Dios, y puede comunicar esta palabra solo a oyentes que a su juicio están dispuestos a ponerla en práctica.

Mientras rhêma indica el carácter particular de la palabra por su contenido, apotegma designa la forma literaria. El término era de uso corriente en la antigüedad clásica. Los griegos distinguen la sentencia (gnóme), el apotegma y el relato (chreía). La sentencia es una máxima de sabiduría enunciada en abstracto y que puede ser puesta por escrito sin haber sido pronunciada. El relato es la relación circunstanciada de un evento que puede contener también algunas palabras, pero estas no son el componente principal. En el apotegma, por el contrario, lo esencial es la palabra, palabra que es referida junto a las circunstancias en las cuales ha sido pronunciada y que aclaran el significado. El término apotegma parece haber sido aplicado a las palabras de los padres del desierto por un monje de nombre Zósimo, que vivía en Palestina en el siglo VI. Este Zósimo, amigo de Doroteo de Gaza, era como él un letrado. En aquella época las palabras de los padres habían sido recogidas en colecciones que, por su orden, recordaban a las colecciones semejantes de las palabras de los hombres célebres. En el siglo I de nuestra era, Plutarco había reunido bajo el término de apotegmas las palabras memorables de personajes ilustres, como reyes, capitanes y sabios.

Como el rhêma, el apotegma está en estrecha relación con la vida, es un fragmento de la vida. Plutarco había escrito algunas Vidas de personajes célebres. Inmediatamente hizo algunas colecciones de apotegmas de estos mismos personajes, para los que no tuvieran tiempo de leer las Vidas y también para que los lectores conocieran mejor por la narración, la fisonomía y el pensamiento de cada uno de estos personajes. Estos últimos no tenían ninguna ambición literaria, sus palabras traducen simplemente la reacción ante un cierto evento, o bien son respuestas sabias a las cuestiones que son por ellos expuestas. Tales son también los apotegmas de los padres, palabras sacadas de la vida, ligadas a circunstancias concretas de la existencia que se vivían en el desierto. En el título de las colecciones a menudos se encuentran fórmulas que subrayan el vínculo esencial entre palabra y vida, entre el decir y el hacer. Una antigua colección conservada en etíope es titulada: “Palabras de los padres: como han vivido”. Esta conexión se encuentra también en el doble título de la tradición latina recogida por Rosweyde: Vitae Patrum, Verba seniorum, “Vida de los padres, palabras de los ancianos”: es una única y misma obra que contiene solo “palabras de vida”, es decir, palabras vividas aún antes de ser pronunciada y proferidas únicamente para transmitir vida.

Materia y contenido de los apotegmas

Todo apotegma es, por su conformación, una palabra, una palabra pronunciada en determinadas circunstancias. Pero muchos dichos conservados en las colecciones no contienen ninguna palabra. A menudo un anciano no hace más que recordar una acción particular, una cualidad o una virtud de otro anciano, o bien es un discípulo el que evoca la conducta edificante de su anciano. Antes que fuera la palabra, antes que naciese el apotegma, ha habido en el desierto innumerables actos de virtud que merecían ser transmitidos. Muchos anacoretas han vivido en un silencio total. De algunos de ellos no conocemos ninguna palabra, solo algunos detalles de su conducta. Todos estaban convencidos en general que el silencio vale más que la palabra, que la palabra no vale nada sin la vida y que las acciones son más importantes que las palabras. Así a un discípulo que no pedía más que escuchar y obedecer, un anciano se limitó en decirle: “Aquello que ves, hazlo” [2]. Y ésta era también la convicción compartida por aquellos que han recogido y transmitido los apotegmas. Ya en el siglo IV, por ejemplo, Evagrio, al insertar algunos apotegmas de los ancianos al final de su Tratado práctico, subraya que se trata de “cosas bellas dichas y hechas por ellos” [3] según el ejemplo de Jesús que “hizo y enseñó” (Hechos 1, 1). Así, también abba Isaías presenta de este modo las colecciones de apotegmas que él ofrece en su Ascetikon: “Hermanos, lo que he visto y escuchado de los ancianos, eso les cuento” [4]. Y concluye con estas palabras: “Luchamos pues también nosotros, bien amados, construyendo sobre el fundamento que nuestros padres han dejado, preocupándonos de cuánto hemos visto y escuchado” [5]. A su vez, también los compiladores de la Serie alfabética unen en el prólogo el “admirable modo de vivir” a las “palabras de los santos y bienaventurados padres” [6]. Por otra parte, se puede fácilmente constatar que todas las colecciones de apotegmas, sin excepción, contienen algunas rhémata en el sentido bíblico, es decir en la unión de los dichos y de los hechos a menudo entrelazados entre ellos. Estaría tentado en compararlo a un método audiovisual: es decir, lo que entra no sólo por los ojos sino también por las orejas.

Henri Bremond presentaba la literatura del desierto como una sucesión de estratificaciones geológicas:

A nivel del suelo está la tierra cultivada y sus opulentas mieses… más abajo las colecciones, los apotegmas transmitidos por la tradición; finalmente y propiamente en el fondo, una delgada vena, o mejor las vetas de oro puro, las palabras dichas personalmente por los antiguos padres. Pero la más importante es la estratificación aún más profunda del humus o del fango, en la cual han germinado y crecido todas las plantas que, con sus flores y sus frutos, aparecen en la superficie del desierto. Gracias a las abundantes faldas de aguas subterráneas que alimentaban y hacían crecer la vida, el desierto se volvió aquel jardín  exuberante, aquel “paraíso de los padres”, del cual los apotegmas son el perenne memorial”. [7]

Todo aquello que fue hecho y dicho por los padres del desierto habría podido volverse materia de un apotegma. Pero, como en todo lugar y siempre sucede, la memoria obra una selección. De la trama cotidiana de aquella vida simple, hecha de austeridad y despojo, de los antiguos anacoretas, ha permanecido en el recuerdo de los hombres solo lo que era verdaderamente memorable: como un hecho insólito o una palabra sorprendente, que ha provocado una perturbación o admiración en aquel que ha estado implicado como sujeto, testigo u oyente. En los apotegmas hay cosas que pueden parecer triviales a nosotros que las leemos, pero que ciertamente no lo eran para quienes las han conservado y transmitidos.

Si se quisiera clasificar los eventos significativos de la vida de los padres del desierto de los cuales los apotegmas conservan el recuerdo, se podría distinguir aquellos que tocan solo al anacoreta en su soledad, aquellos que se verifican en un encuentro entre dos y aquellos que han sucedido, por así decir, “en público”, en el curso de una reunión de diversos monjes.

Los primeros habitantes del desierto, y muchos otros después de ellos,  han vivido largos períodos de su vida en completa soledad. Sabemos cuáles eran en general sus ocupaciones corporales –la recitación de oraciones y el trabajo manual- con muchas variantes en los detalles, pero ignoramos casi toda su actividad esencial, es decir la relación que tenían con Dios y con el mundo invisible de los ángeles y de los demonios. ¡Hombres que habían huido de la compañía de sus semejantes para penetrar en el desierto  no estaban ciertamente inclinados a divulgar los secretos de la propia vida interior!

Entre los eventos que merecen pasar a la historia están aquellos que han marcado el inicio y el fin de la vida de los grandes anacoretas en el desierto. Nosotros encontramos en efecto en los apotegmas algunos relatos que se refieren a las circunstancias en las cuales un Arsenio, un Macario o un Poimén han sido atraídos a la soledad, pero, también aquí, se trata de perlas raras. Las crónicas de los últimos instantes de vida de los padres son, por el contrario, muy numerosas, porque en aquella circunstancia el anciano era a menudo rodeado por uno o más discípulos, que tenían buenas razones para custodiar y divulgar el recuerdo de aquel final edificante.

Si todos los anacoretas del gran desierto hubiesen pasado la vida entera en la propia gruta o en la celda, sin nunca encontrarse, nosotros no tendríamos el tesoro de los apotegmas. Pero por fortuna, ellos no podían abastecerse a sí mismos, sea en lo material como en lo espiritual. A medida que el número crecía y que “el desierto se convertía en ciudad” [8], como escribe Atanasio en la Vida de Antonio, hubieron relaciones más frecuentes entre los monjes. Las principales ocasiones eran las visitas que se hacían de celda en celda, las reuniones semanales para la liturgia dominical, y algunos trabajos efectuados en común. También cuando diversos monjes estaban reunidos alrededor de un anciano, y se tenía una especie de conferencia, la collatio, las respuestas a las preguntas que le hacían ha alimentado ampliamente nuestras colecciones de apotegmas.

Pero la fuente principal de los apotegmas es seguramente la relación de los jóvenes monjes con los padres espirituales. Esta relación podía ser permanente, para el discípulo que habitaba con el anciano, o bien ocasional, más o menos frecuente para el hermano que venía a confiar a un anciano sus problemas para recibir consejos saludables. Para muchos  anacoretas ha sucedido que el encuentro más memorable fuese el primero, aquel en el cual el recién llegado al desierto se encuentra en presencia de un padre venerable. Encuentro tanto más precioso en cuanto la ocasión podía no presentársele más. Pero una sola palabra acogida de aquel momento particular podía marcar a un monje para toda la vida.

El problema en este punto no es conocer los detalles de todo lo que podía haber sucedido o dicho en estos encuentros o en estos diálogos. Se tiene presente que si en esta masa de palabras y de hechos algunos se han convertido en apotegmas,   es ante todo porque han permanecido impresos en la memoria de un monje, para su provecho espiritual. Pero ha sido necesario que después se presentase la circunstancia favorable que le ha ofrecido la ocasión de hacerlo un apotegma.






[1] Cf. L. Regnault, La vida cotidiana de los padres del desierto. Piemme, Casale, Monferrato, 1994.
[2] Serie alfabetica, Sisoes 45, en Detti editi e inediti dei padri del deserto, a cargo de S. Chialà e L. Cremaschi, Qiqajon, Bose 2002, p. 23 (de ahora en adelante los apotegmas de la Serie alfabética serán citados simplemente con el nombre del abba, seguido con el número.
[3] Evagrio Póntico, Trattado pratico 91, a cargo de G. Bunge, Qiqajon, Bose 2008, p.271.
[4] Isaia di Gaza, Ascetikon 30,1 , Grafite, s.l. 1998, p. 351.
[5] Ibid, 30,7, p. 361.
[6] Serie alfabetica, Prologo, en Vita e detti dei padri del deserto I, a cargo de L. Mortari, Cittá Nuova, Roma, 1975, p. 75.
[7] H. Bremond, Le charme d’ Athènes, Librairie Bloud Gay, Paris 1925, p. 160.
[8] Atanasio de Alejandría, Vita di Antonio 14,7, a cargo de L. Cremaschi, Edizioni Paoline, Milano 2007, p. 102.



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