domingo, 27 de octubre de 2013

Antonio, presa del desaliento en el desierto




Conocemos la vida de Antonio sobre todo por la biografía que le ha dedicado su amigo Atanasio, pero también por los apotegmas, que no se deben pasar por alto, tanto que algunos de ellos han podido figurar entre la documentación utilizada por el biógrafo. En estos apotegmas, en todos los casos, se pueden encontrar detalles interesantes, que merecen ser recordados y contribuyen a enriquecer nuestro conocimiento del padre de los monjes. En particular, el primer apotegma de la colección dedicada a Antonio en la gran Serie alfabética griega narra un evento importante, crucial de su vida, que merece atraer nuestra atención. Es el episodio en el cual vemos a Antonio que se aburre en el desierto y es presa del terrible demonio de la acedia.

Un día, mientras permanecía en el desierto, el santo abba Antonio fue presa de la acedia y de una gran tiniebla en los pensamientos. Y decía a Dios: “Señor, quiero ser salvado, pero los pensamientos me lo impiden. ¿Qué debo hacer en mi aflicción para ser salvado?” Asomándose un poco, Antonio vio otro como él que estaba sentado y trabajaba, luego se levantaba del trabajo y oraba, luego de nuevo se sentaba y entrelazaba cuerdas, luego de nuevo se levantaba para orar. Era un ángel del Señor enviado a corregir a Antonio y a afianzarlo. Y oyó un ángel que decía: “Haz esto y serás salvado”. Oída esta palabra, el fue presa de una gran alegría y coraje, y haciendo así fue salvado. [1]

“El santo abba Antonio”: al inicio de la gran colección de los apotegmas, Antonio aparece con este doble título, que parece no se encuentra en ninguna otra parte. A menudo se encuentra o hághios, “santo”, o abba, pero no los dos títulos juntos. Antonio, si se exceptúan los mártires, es el primer santo que ha sido reconocido como tal y del cual ha sido escrita la vida. Sin duda, es también el primer monje egipcio que ha merecido el título de abba y que ha ejercitado de hecho una paternidad universal sobre todos los monjes cristianos. Él es verdaderamente, desde todo punto de vista, el primero y el más grande de todos los abba no sólo de su tiempo, de sus contemporáneos, sino también de cuantos han venido después de él y que él ha engendrado a la vida monástica. Antonio es como Abraham, el patriarca no sólo de todos los eremitas, sino también de todos los monjes, incluso los cenobitas que a partir del siglo IV se han proclamados sus hijos.

Antonio decía que el monje debe siempre aprender del comportamiento de Elías, como en un espejo, la vida que debe llevar [2]. Pero esto es igualmente verdadero para la conducta del mismo Antonio. Se recuerda aquel hermano que lo iba a visitar cada año y no le preguntaba nunca nada, diciendo: “¡A mí me basta verte!” [3]. Mirando, contemplando el ícono de Antonio, se contempla la imagen de un verdadero cristiano. Y es así que se puede aprender en detalle a vencer la acedia. Pero veamos cómo se escapa Antonio de esta presa.

La lucha con la acedia

Los primeros dos apotegmas de la Serie alfabética han sido colocados al inicio de la colección porque justamente en ellos es evidente que Antonio está solo en el desierto. No tiene aún algunos discípulos que lo interroguen, como en el caso de los apotegmas sucesivos. Al inicio del primer apotegma se dice que permanece –literalmente “está sentado” (kathezómenos)- en el desierto, expresión que se refiere no tanto a una postura corpórea sino sobre todo al hecho de que él reside en el desierto: el desierto se convirtió en su morada habitual, su ambiente vital, su medio, como el agua para el pez. Por inspiración divina y para seguir mejor a Cristo, el asceta que en un primer tiempo vivía en las cercanías de su ciudad se fue a vivir en pleno desierto, poco importa la localidad, si es en Pispir o sobre el monte Qolzum. Parece que Antonio no era aún muy aguerrido. Además, Poimén, Teodoro y Casiano dicen que el demonio de la acedia da batalla sobre todo a los novicios.

Cuando Atanasio, en su célebre biografía, presenta todas las tentaciones soportadas por Antonio, que primero se retira a un sepulcro y después a un fortín [4], no aparece la acedia. Si bien, en el capítulo 36, en su gran discurso a los monjes, Antonio la nombra entre los efectos de las apariciones demoníacas [5].  Se considera que este discurso ha sido pronunciado en Pispir, antes de su partida para el monte Qolzum. A la acedia se la señala solo de pasada. En el apotegma, la evocación es breve pero sugestiva. Ni Antonio ni Atanasio definen la acedia, sino que en dos palabras Antonio describe el propio estado de ánimo: “una gran tiniebla de pensamientos” lo sumergen y él experimenta una total impotencia para liberarse.

Evagrio [6] y Casiano [7] se encargan de enriquecer la descripción de forma frecuentemente pintoresca. Para ellos la característica de la acedia y lo que la distingue de la tristeza en la lista de los siete vicios capitales es de no tener una causa precisa: por esto la turbación, la agitación y la confusión de pensamientos. Es un disgusto general por la vida, una vaga melancolía. La acedia no debería existir para el monje, para el cristiano que tiene consigo a Dios. El eremita en el desierto normalmente goza de la alegría de estar con Dios, pero cuando le falta esta alegría, cuando el demonio ataca sugiriéndole que su vida no tiene sentido, que se está perdiendo, entonces viene el desconcierto.  Y en el desierto no hay posibilidad de distracción. Más tarde, cuando el desierto esté poblado, el eremita asaltado por el demonio de la acedia estará tentado de salir de la celda y de ir al encuentro de un hermano o un anciano. Pero Antonio está totalmente aislado, y no quiere para nada dejar el desierto donde el Señor lo ha conducido. No sabe qué hacer: “¿Qué puedo hacer en mi aflicción?”.

Todo monje está llamado, antes o después, a sufrir los asaltos de los demonios de la acedia. Para esto nos consuela y nos da ánimo el saber que el gran Antonio, el padre de todos los monjes, pasó también por esta prueba. Antes de Evagrio y de Casiano, ya Orígenes había hablado de la acedia, y según él también Jesús ha conocido esta tentación como los otros [8]. Lo afirma basándose en la palabra de Lucas al final del relato de las tentaciones en el desierto: “Después de haber agotado todo tipo de tentaciones, el diablo se alejó” (Lc 4, 13). Pero se piensa también aquello que los evangelios dicen de la agonía de Jesús en Getsemaní: que él “comenzó a sentir tristeza y angustia” (Mt 26,37), “temor y angustia” (Mc 14, 33), que él fue presa del desaliento (cf. Lc 22, 44), de una tristeza hasta morir.

El recurso a Dios

No sabiendo qué hacer en la prueba, Antonio recurre con gran naturalidad a la oración, como probablemente hacía de manera habitual. Su oración puede haber tenido también una cierta permanencia, como la prueba misma. Lo sugiere el verbo en el imperfecto: “Y decía a Dios…” [9].

Se puede también observar que la oración de Antonio está formulada en torno a los mismos términos utilizados a menudo por el discípulo que se dirige al anciano: “Abba, yo quiero ser salvado, pero los pensamientos no me dan tregua. ¿Qué debo hacer? ¿Cómo puedo ser salvado?” Antonio, que está solo en el desierto, no tiene un anciano a quien recurrir. Por esto se dirige directamente a Dios y le hace la misma pregunta que muchísimos monjes podrán posteriormente hacer a su abba. Pregunta que expresa la turbación, el desaliento, pero también una firme voluntad y una fe sólida. Se puede además agregar que, también para el monje que puede recurrir a un anciano, está siempre implícito el recurso a Dios, la oración acompaña siempre la pregunta. El recurso al abba no puede jamás sustituir al recurso a Dios. El verdadero abba es el Señor. “Señor, quiero ser salvado”: es la misma palabra que Dositeo repetirá incesantemente a su llegada al monasterio de Séridos, dos siglos después [10]. No sabía decir otra cosa. Se trata evidentemente de la disposición fundamental.

En los orígenes de la vocación de Antonio en la iglesia de la ciudad estuvo la palabra de Jesús al joven rico: “Si quieres ser perfecto y ser salvado es en el fondo la misma cosa, con la diferencia que ser perfecto expresa la totalidad del don y de lo que podemos hacer para responder al llamado del Señor: “Ve, vende todo lo que posees”. El joven del evangelio creía haber hecho todo. “Una sola cosa te falta” (Mc 10, 21), le dice Jesús. Y nosotros vemos en la vida de Antonio como el joven monje descubre poco a poco todo aquello que le falta y continúa incesantemente queriendo progresar con todas las fuerzas hacia la perfección de la salvación. “Ser salvado” subraya en cambio el aspecto pasivo: es Dios que salva, pero el hombre tiene de todas maneras también algo por hacer.

Antonio realiza verdaderamente las dos condiciones necesarias para que la oración tenga efecto. Por una parte, su voluntad coincide con la de Dios, porque quiere ser salvado, y por otra parte se da cuenta muy bien de que no tendrá éxito con sus solas fuerzas. Es la doble condición pedida por Jesús en el evangelio. Antonio está dispuesto a hacer cualquier cosa para salir de esa situación, pero no sabe qué hacer. Entonces pide al Señor que se lo indique. La acedia no se debe confundir con la pereza, que no tiene su lugar en la lista de pecados capitales. A menudo la acedia impulsa a actuar, pero desordenadamente, por ejemplo saliendo de la celda. Aquí se ve a Antonio que se levanta como para salir. Sólo en la versión armenia él sale efectivamente de la celda. En otras versiones Antonio se levanta y hace algunos pasos “como si fuese a salir”. No abandona el campo de batalla, toma solamente la distancia necesaria para poder vislumbrar la visión misteriosa de la cual el Señor le hace el don.

La visión misteriosa

En la Vida de Antonio hay muchas visiones, visiones buenas que vienen de Dios y visiones falsas suscitadas por los demonios. Antonio da los criterios para distinguir unas de las otras. En este caso, se trata claramente de una visión que viene de Dios, esto es dicho expresamente. Como para Cristo en el desierto o en Getsemaní, la tentación termina con la intervención de un ángel que viene a reconfortar y a tranquilizar a aquel que es tentado. Pero aquí, en el caso del primer apotegma de Antonio, nosotros nos podemos preguntar cuál es exactamente el sentido de la visión.

El sentido del pasaje no es inmediatamente evidente. De la Vida de Antonio sabemos que, desde el inicio de su vida ascética, el santo oraba y también trabajaba continuamente. Parece que era la costumbre de todos los monjes de Egipto, desde los orígenes, entre los cenobitas pacomianos y entre los eremitas. El ángel ha sido probablemente enviado a Antonio para enseñarle a interrumpir cada tanto su trabajo y a levantarse a orar. Esto no quiere decir que Antonio debiese pues dejar de orar mientras trabajaba, sino que el hecho de interrumpir el trabajo y de levantarse rompía la monotonía de aquella vida: una práctica destinada a volverse común entre los monjes de Egipto y de otros lugares. Pero ignoramos cómo ha aparecido y se ha difundido en Egipto en el siglo IV.

En los apotegmas, con la excepción de algunos casos excepcionales de monjes que solo oraban y no trabajaban – precursores de los que más adelantes serán llamados mesalianos en Asia Menor o en la Mesopotamia-, normalmente todos los monjes oran y trabajan sin parar, haciendo las dos cosas simultáneamente. Pero, necesita reconocerlo, no somos ángeles, y la lección que el ángel le da a Antonio corresponde verdaderamente a los límites de la condición humana. El propósito de orar y trabajar continuamente pone en riesgo el que poco a poco se descuide la oración, porque es mucho más difícil, si no imposible, orar verdaderamente sin interrupción y con la rutina la oración se vuelve a menudo un gesto que se realiza mecánicamente. El hecho de interrumpir el trabajo y levantarse para orar de modo más explícito y exclusivo obliga a tomar mayor conciencia de la presencia de Dios y a suplicar con más insistencia. Por otra parte, justamente el reconocimiento de la validez de este principio es el origen de lo que llamamos “oración de las horas”. Pero esto que se hace al ritmo de las horas durante el día, se puede también hacer con más frecuencia entre una hora y la otra, cada cinco, diez o quince minutos. Ahora, desde el momento en que los antiguos monjes no tenían reloj, ellos regulaban este ritmo sobre la base del trabajo que hacían: por ejemplo, cada tres filas de nudos de red que entrelazaban se levantaban a orar. Sabemos esto por la lectura de las cartas de Barsanufio y de Juan, que hablaban de esta costumbre de los monjes de Escete, adoptada en el monasterio de Séridos, cerca de Gaza (siglo VI) [12].

Por tanto, habría aquí que leer esta enseñanza dada a Antonio por un ángel, de igual modo como en la tradición pacomiana, donde la llamada “regla del ángel” normaba el número y la repetición de las oraciones. El ángel da a Antonio un buen consejo para romper la monotonía, pero sobre todo él es el mensajero enviado por el Señor para tranquilizarlo y confirmarlo en su vocación. En el desaliento en el cual se encontraba, Antonio podía pensar que había sido abandonado por Dios. En el nombre del Señor, el ángel le asegura que va por buen camino, sobre la vía de la salvación. Lejos de olvidarse de él, el Señor no ha dejado de observar a su atleta en el estadio. Se piensa en el episodio análogo relatado en la Vida de Antonio, donde interviene una visión para volver a darle fuerza y coraje a él que está luchando:

El Señor en ningún momento se olvidó de la lucha de Antonio y vino en su ayuda. Cuando elevó la mirada éste vio que el techo estaba abierto y que un rayo de luz descendía hasta él. Los demonios desaparecieron de improviso, inmediatamente cesó el dolor del cuerpo y la casa estaba nuevamente intacta.
Antonio sintió que el Señor lo ayudaba y tuvo un suspiro de alivio. Liberado de los dolores, preguntaba a la visión que se le había aparecido: “¿dónde estabas? ¿por qué no apareciste desde el inicio para poner fin a mis sufrimientos?” Y él escuchó una voz: “¡Antonio, estaba allí! Pero esperaba para verte combatir. Ya que has resistido y no te has dejado vencer, seré siempre tu ayuda y haré que tu nombre sea recordado por dondequiera.” Al oír estas palabras se levantó y se puso a orar y fue tan confortado que sintió en su cuerpo mucha más fuerza que antes. En aquel tiempo tenía alrededor de treinta y cinco años. [13]

También aquí, como en el apotegma, no se dice que Antonio vio a Cristo.  Pero él reconoce la voz del Señor en la voz o en la aparición del ángel. La palabra del ángel en el apotegma: “haz así y serás salvado”, retoma en otra parte una palabra de Jesús en el evangelio dirigida al doctor de la ley que le preguntó qué debía hacer para obtener la vida eterna: “haz esto y vivirás” (Lc 10,29), porque en hebreo salvación y vida coinciden, como en la expresión “tener salvada la vida”. En el texto siríaco del apotegma dice: “haz esto y vivirás. Antonio hizo aquello que le había dicho el ángel y tuvo vida.” En el texto armenio dice: “hizo así hasta el fin”, y en copto: “hizo así todos los días de su vida”.

Fue salvado, curado. Lo que no significa que Antonio no sería tentado por la acedia otras veces. Según una palabra de Antonio, contada por Poimen, el monje debe “esperar la tentación hasta el último respiro” [14]. Pero Antonio ya conocía el remedio. Había tenido la impresión de haber sido abandonado por Dios en su soledad: desde aquí la acedia, el desaliento, el estado de postración. Pero descubre no haber nunca estado solo, que hay un ángel con él que ora y trabaja, y sobre todo que el Señor se ocupa siempre de él. Es comprensible que esto le dio mucha alegría y ánimo.

También aquí, el apotegma se conecta a la Vida de Antonio. Entre todos los elementos con los cuales Atanasio esboza la figura de Antonio, la alegría es quizás el más marcado. Antonio era alegre y su alegría se irradiaba: “la alegría del corazón hacía feliz su rostro” [15]. Como a David, cuyos “ojos daban alegría al verlo… así se podía reconocer también a Antonio. No se turbaba nunca, su alma estaba en paz, no estaba nunca triste porque su mente estaba llena de alegría” [16]. Todos sentían alegría al verlo, y no solo gracias a los beneficios corporales y espirituales que les procuraba a los que iban a buscarlos, sino sólo por su simple presencia. Así, con sus visitas a los monasterios, reanimaba la alegría entre los monjes y él mismo se alegraba del regocijo de ellos [17]. Atanasio observa que Antonio “no tenía modos rudos de un hombre crecido y envejecido por la montaña, sino que era afable y sociable… todos los que venían a buscarlo se alegraban por su causa” [18] ; “¿quién fue a él con dolor y no volvió con alegría?” [19].
Y es también descripta su alegría al aproximarse a la muerte: “hablaba [con los hermanos] con alegría” [20] ; “lleno de alegría por su presencia yacía acostado con el rostro radiante” [21]. Y su alegría permanece en los discípulos después de su muerte:

Cada uno que ha recibido la piel de oveja del bienaventurado Antonio y su manto consumado (es decir, el obispo Atanasio y el obispo Serafión) custodian estos vestidos como grandes tesoros. Cuando lo miran, es como si viesen a Antonio, y cuando se lo ponen, es como si llevasen con alegría sus admoniciones. [22]

¿Cómo llegar a poseer la alegría de Antonio y custodiarla para siempre? Se necesita recordar la lección que él recibió del ángel del Señor cuando fue tentado. Son muchos los monjes y los cristianos que han leído y releído este apotegma de Antonio por dieciséis siglos hasta ahora. De éste se aprende sobre todo la fuertísima convicción acerca de la constante solicitud del Señor por cada uno de nosotros. Especialmente en la crisis de acedia, cuando se es tentado por la duda y por el desaliento, en los momentos de obscuridad, o de espesa tinieblas, se debe recordar que Jesús está siempre presente, testigo de nuestras luchas y siempre dispuesto a intervenir para asegurarnos la victoria.

Muy bella es también la formula de oración, de confianza y de abandono –“Señor, quiero ser salvado…”-, que expresa al mismo tiempo la voluntad de ser salvado, de ser curados, la impotencia radical en la cual nosotros nos encontramos y el pedido de una luz para salir.

En fin, el apotegma ofrece una imagen muy elocuente del hábito para tomar y mantener de orar muy a menudo durante el trabajo, cualquiera este sea. Ora et labora: estas palabras de la orden benedictina tienen en realidad raíces muchos más antiguas y son susceptible a diversas interpretaciones. Toca a cada uno traducirla en la práctica y custodiarla fielmente en todas las circunstancias, cualquiera sean las tareas a desarrollar. No hay duda que, imitando a Antonio, se puede llegar a compartir su alegría y su coraje, en la certeza de estar sobre el camino de la salvación.


 
[1] Antonio 1, en Detti editi e inediti, pp. 173-174.
[2] Cf. Atanasio di Alessandria, Vita di Antonio 7, 13, p.94
[3] Antonio 27, en Detti editi e inediti, pp. 251.
[4] Cf. Atanasio di Alessandria, Vita di Antonio 8, 12, p.95, 99-100
[5] ibid. 36,2, p.124.
[6] Cf. G. Bunge, Akedia. Il male oscuro, Qiqajon, Bose 1999.
[7] Juan Casiano, Le istituzioni cenobitiche X, a cargo de L. D’Ayala Valva, Qiqajon, Bose 2007, pp. 263-289
[8] Cf. Orígenes, Omilie sul Vangelo di Luca fr.gr. 56, en Id., Homélies sur S. Luc, a cargo de H. Crouzel, F. Fournier y P. Périchon, SC 87, Cerf, Paris 1962, p. 503.
[9] Antonio 1, en Detti editi e inediti, pp. 173.
[10] Cf. Doroteo de Gaza, Vita di Dositeo 4, en Id., Scritti e insegnmenti spirituali, a cargo de L. Cremaschi, Edizioni Paoline, Roma 1980, pp. 52-53.
[11] Atanasio di Alessandria, Vita di Antonio 2,3, p.83
[12] Cf. Barsanufio y Juan de Gaza, Espistolario 143, a cargo de M. F. T. Lovato y L. Mortari, Città Nuova, Roma 1991, pp.206-207.
[13] Atanasio di Alessandria, Vita di Antonio 10, 1-4, pp. 97-98.
[14] Antonio 4, en Detti editi e inediti, pp. 51.
[15] Atanasio di Alessandria, Vita di Antonio 67,6, pp. 153
[16] ibid. 67,8, p.154.
[17] ibid. 54, pp.140-141.
[18] ibid. 73,4, p.158.
[19] ibid. 87,3, p.171
[20] ibid. 89,4, p.173.
[21] ibid. 92,1, p.176.
[22] ibid. 92,3, p.176.

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