jueves, 27 de octubre de 2011

Joseph Ratzinger recuerda los orígenes de su vocación


60 años de sacerdocio de Benedicto XVI

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En diálogo con Peter Seewald, el Cardenal Joseph Ratzinger recordaba, quince años atrás, el origen de su vocación y las crisis que tuvo que atravesar.

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¿Y cómo conoció su vocación? ¿Cómo supo que estaba destinado para esto? En una ocasión dijo: «Yo estaba convencido, aunque no sabría decir por qué, de que Dios quería de mí algo que sólo podría llevarlo a cabo ordenándome sacerdote».


No lo vi gracias a un rayo de luz que, de pronto, me iluminara y me hiciera entender que debía ordenarme sacerdote, no. Fue más bien un lento proceso que iba tomando forma paulatinamente; tenía una vaga idea, siempre la misma, hasta que, por fin, tomó forma concreta. No sabría decir la fecha exacta de mí decisión. Lo que si puedo asegurar es que, esa idea de que Dios quiere algo de cada uno de nosotros -de mí también-, empecé a sentirla desde muy joven. Sabía que tenía a Dios conmigo y que quería algo de mí; ese sentimiento empezó muy pronto. Luego, con el tiempo, comprendí que se relacionaba con mi ordenación de sacerdote.


Y después, pasado el tiempo, ¿recibió alguna nueva luz se sintió de alguna manera iluminado por Dios?


Iluminado en el sentido clásico de la palabra que nosotros conocemos por los místicos, eso no, nunca; soy un cristiano normal y corriente. Pero en un sentido un poco más amplio, la fe aporta una nueva luz, qué duda cabe. Con la fe unida a la razón -como decía Heidegger- se puede entrever un espacio de claridad entre distintos caminos equivocados.


Y, una vez decidido a ordenarse sacerdote, ¿nunca tuvo dudas, tentaciones, nostalgias?


Si. Claro que tuve. Concretamente en el sexto año de estudios de teología uno se encuentra frente a cuestiones y problemas muy humanos. ¿Será bueno el celibato para mí? ¿Ser párroco será lo mejor para mí? Estas preguntas no siempre tienen respuesta fácil. En mi caso concreto, nunca dudé de lo fundamental, pero tampoco me faltaron las pequeñas crisis.


Pero, qué clase de crisis. ¿Le importaría citarme algún ejemplo?


Durante mis años de estudiante de teología en Munich yo me planteaba dos posibilidades muy distintas. La teología científica me fascinaba. La idea de profundizar en el universo de la historia de la fe, era algo que me interesaba mucho; aquello me abriría extensos horizontes del pensamiento y de la fe, que me llevarían a conocer el origen del hombre y el de mi propia vida. Pero, al mismo tiempo, cada vez veía más claro que el trabajo en una parroquia -donde atendería todo tipo de necesidades- era mucho más propio de la vocación sacerdotal, que el placer de estudiar teología. Eso suponía que ya no podría seguir estudiando para ser profesor de teología que era mi más íntimo deseo. Porque, si me decidía al sacerdocio, significaba una entrega plena a mis obligaciones, incluso en los trabajos muy sencillos y poco gratificantes. Por otra parte yo era tímido y nada práctico -estaba más bien dotado para el deporte que para la organización o el trabajo administrativo-, y también tenía la preocupación de si sabría llegar a las personas, si sabría comunicarme con ellas. Me preocupaba la idea de llegar a ser un buen capellán y dirigir a la juventud católica, o dar clases de religión a los pequeños, atender convenientemente a enfermos y ancianos, etc. Me preguntaba seriamente si estaba preparado para vivir toda la vida así, si aquella era realmente mi vocación.


A todo ello iba siempre unida la otra cuestión de si yo podría hacer frente al celibato, a la soltería, de por vida. La Universidad estaba, por aquel entonces, medio en ruinas y no teníamos local para la Facultad de teología. Estuvimos dos años en los edificios del Palacio de Fürstenried, en los alrededores de la ciudad. Aquello hacía que la convivencia -no sólo entre alumnos y profesores, sino también entre alumnos y alumnas-, fuera muy estrecha, así que la tentación de dejarlo todo y seguir los dictados del corazón era casi diaria. Solía pensar en estas cosas paseando por aquellos espléndidos parques de Fürstenried. Pero, como es natural, también haciendo largas horas de oración en la Capilla. Hasta que, por fin, en el otoño de 1950 fui ordenado diácono; mi respuesta al sacerdocio fue un rotundo sí, categórico y definitivo.


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Tomado de “La sal de la tierra. Una conversación con Peter Seewald”, de Joseph Ratzinger.

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