Mucho ruido por todas partes.
Los coches rugen su motor acompasado por música estridente (moderna, la llaman).
Conversaciones casi a gritos en todas partes, hablar por hablar, hablar sandeces, en bares, cafeterías, metro, tren...
Apenas se oye ya el silencio.
En nuestro interior las imágenes se suceden unas tras otras. Nos cansan.
Suben recuerdos a nuestra memoria, pensamientos que se pisan el terreno uno al otro.
Allá donde vamos, está lleno de gente, y llega a cansar, porque aunque siempre estamos rodeados, hoy el hombre se siente más solo que nunca y la soledad es el principal problema: ¿con quién esponjar el corazón? ¿Con quién compartir la confidencia íntima, manifestar lo que uno es y siente? ¿Quién está en la vida a ese nivel? ¿A quién puedo desvelar mi mundo interior?
Entonces es cuando conviene hacer una pausa. Salir corriendo del marasmo del mundo y de tanto caos inútil de las sociedades modernas. Entrar en una iglesia -¿notas qué silencio hay en ella, qué paz?- y dirigirse allí donde una lamparita normalmente roja está encendida indicando una Presencia, la de Cristo en el Sacramento, que espera.
La genuflexión pausada (rodilla derecha en tierra) permite el reconocimiento externo y adorante de esa Presencia, y el corazón comienza a sosegarse. Nada se oye. Se arrodilla para orar, mira al Sagrario, siente cómo Cristo recibe y acoge, cómo ama y cómo habla. Y todo ese mundo interior tan solitario pasa a estar acompañado por Jesucristo. Se empiezan a balbucir palabras silenciosas en la soledad del Sagrario. Todo empieza a iluminarse. No estoy solo, Cristo está conmigo. El corazón comienza a esponjarse, el silencio se vuelve elocuente.
“En la vida actual, a menudo ruidosa y dispersiva, es más importante que nunca recuperar la capacidad de silencio interior y de recogimiento: la adoración eucarística permite hacerlo no sólo en torno al "yo", sino también en compañía del "Tú" lleno de amor que es Jesucristo, "el Dios cercano a nosotros"” (Benedicto XVI, Ángelus, 10-junio-2007)
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