La soberbia espiritual necesita conocerlo todo y no se deja conducir exigiendo mucho al Señor, incluso murmurando del Señor, rebelándose contra Él.
La soberbia se cree siempre mejor que los demás, llevando siempre la razón, constituyéndose en un absoluto; por eso es incapaz de amar, porque el amor es donación y entrega recíprocas.
La soberbia cree poder educar siempre a los demás, incluso propiciándoles humillaciones “por su bien”.
La soberbia no sabe escuchar para aprender, compartir o buscar, sino que sólo habla, cree que sabe y es incapaz de experimentar la misericordia.
La soberbia apenas reconoce los propios pecados y cuando le duelen éstos, no es por amor de Dios, sino por el orgullo de ver herida su propia imagen, escandalizándose de sí mismo (“¡Cómo he podido yo caer en esto...!”).
La soberbia imagina que regiría su propia vida, la historia de los demás y el devenir del mundo mejor y más acertadamente que Dios. ¡Cree, en el fondo, que lo haría mejor que Dios!
La soberbia cree merecérselo todo, por tanto, desconoce la gratitud, la cortesía, la delicadeza, la amabilidad, la caballerosidad.
La soberbia, que se tiene por la más importante, es exigente con los demás, impaciente, impone sus derechos con maneras groseras (¡jamás tiene deberes!): piensa que todos los demás están a su servicio e intenta doblegar con esos malos modos a todo el mundo.
La soberbia posee una mirada turbia y deduce siempre dobles intenciones o intenciones ocultas y enrevesadas en las acciones de los demás, por más puras y rectas que sean.
La soberbia es mezquina y juega con los demás pensando que los demás son iguales que ella, intentando mover las ambiciones de los demás, en un perpetuo juego de iniquidad.
La soberbia se cree una princesa, pero es una desterrada del Paraíso (Adán y Eva, claros exponentes).
La soberbia requiere tal protagonismo que siempre será la guinda del pastel, nunca la humilde levadura que fermente la masa desde la sencillez y una vida escondida con Cristo en Dios.
La soberbia edifica murallas protegiéndose de los demás, así no le molestarán nunca porque los otros siempre son inferiores; nunca saboreará la amistad, ni la confianza, ni la transparencia, ni la sencillez. No tiene amigos ni hermanos, ¡exige aduladores, una corte de los milagros detrás!
La soberbia no necesita un Médico, ni un Salvador, ni un Redentor; la soberbia jamás –en el fondo- reconocerá a Cristo y se entregará a Él porque lo verá como alguien superfluo (“¿Qué tienes que ver con nosotros, Jesús Nazareno?”, Mc 1,24) o como un adversario (Herodes no quería competir con el Rey de Israel y lo busca para matarlo; Mt 2,3ss).
La espiritualidad que brota del Corazón de Cristo, la Presencia de Cristo que se hace Compañía, va desmontando la propia soberbia para adquirir la mansedumbre y humildad del Corazón de Jesús. Ante la Presencia de Cristo se disipan las propias tinieblas, uno se va viendo tal cual es, se desmonta el escenario teatral de la soberbia... y sale la verdad de uno mismo, verdad que puede ser redimida por Jesucristo. El camino entonces es la humildad franciscana, la auténtica y recia, que tanto dominio exige de sí, y que no sabe de populismo ni de feria de vanidades. El camino entonces es ponerse delante de Cristo y suplicarle: “Que me conozca, que te conozca” (S. Agustín, Soliloquios, 1,1).
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