viernes, 28 de octubre de 2011

Maestro de la Gracia, San Agustín



Pocos santos han marcado tanto la fe y la doctrina de la Iglesia como san Agustín; tal vez, como se ha afirmado, lo que hoy es la reflexión de la fe eclesial se la debamos fundamentalmente a tres santos con sus aportaciones específicas: san Ireneo, san Agustín y santo Tomás de Aquino; tiempo y ocasión habrá de volver sobre ello.



De San Agustín parece que todo el mundo conoce y se refieren a él con lugares comunes y anécdotas típicas (el niño con el cubito de agua en la playa para entender la Trinidad, o la frase "quien canta reza dos veces" que no es de él, sino un adagio latino, porque su afirmación es "cantar es propio de los que aman"). San Agustín merece ser conocido y leído.



Su vida es la de un buscador, la de alguien inquieto que necesita ver, conocer, abrazar la Verdad y que esta Verdad inunde su corazón. Con nada que sea menos que Dios-Verdad se puede conformar san Agustín, y lo buscó desesperadamente, leyendo, reflexionando, incluso coqueteando con la secta de los maniqueos. Hasta llegar a Milán como profesor de retórica, empezar a escuchar la predicación de san Ambrosio y ser tocado por la Gracia al oír los himnos que los católicos cantaban melodiosamente. El hombre está hecho para la Verdad. En la Verdad descubre su hogar y su propia identidad, y le exige el esfuerzo de la búsqueda y el análisis, de la lectura, de la reflexión y hasta de la oración. Pero llegó a la Verdad, llegó a Dios... ¡y sintió que había llegado tarde, que había buscado a Dios solamente en sus reflejos, en sus criaturas, cuando todas las cosas del mundo le gritaban: "Ve a Dios"! Hoy esto sigue siendo válido. ¡Cuántos espíritus están adormecidos! Apenas se piensa, apenas se busca. Se vive en el conformismo de lo que nos dan hecho ya, se piensa según los criterios establecidos y públicamente determinados por el sistema ideológico imperante, y se entretiene la mente con programas en televisión que ralentizan la conciencia y la búsqueda al menor esfuerzo posible con tal de no pensar.

Hay otro aspecto en san Agustín que me gustaría poner de relieve: él define al hombre como Mendigo de la Gracia. Ante Dios el hombre no es autosuficiente, ni todo lo puede por sí mismo, ni puede exhibir una lista de derechos y quejas para que Dios se doblegue. Ante Dios el hombre se sitúa como un mendigo que pide y espera confiadamente. De Dios lo recibe todo pero es Gracia todo lo que recibe. Y sin la Gracia, perdemos el horizonte, nos dejamos guiar por las pasiones y la concupiscencia que tira de cada uno hacia donde uno no quiere ni asomarse siquiera. Mendigos de la Gracia recordando que "sin mí no podéis hacer nada", no mucho ni poco, no algo pero con la ayuda del Señor más fácilmente, ¡es que sin Él no podemos hacer nada!, por eso pedimos su Gracia sin la cual no podemos vivir ni amar ni santificarnos. La misma oración para san Agustín es una constante petición de la Gracia.

Muchos aspectos quedan en el tintero. Tal vez con los comentarios se podría enriquecer. Pero con estos rasgos de la personalidad teológica de san Agustín, hemos trazado ya una silueta aproximada del Gran Padre de la Iglesia, el Doctor de la Gracia, el Doctor de la Caridad.

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