La cultura en que vivimos nos envuelve y va generando un tipo humano muy concreto. Es la cultura de la postmodernidad en la que como católicos estamos situados, a la que hemos de responder y a la cual debemos purificar, poseyendo una suficiente personalidad y madurez católica para no dejarnos arrastrar impunemente.
Tengamos presente que el Evangelio genera una cultura cristiana y que como un torrente de vida, la cultura se ve purificada para responder a su ser y corresponder a la necesidad de Verdad y de trascendencia del hombre, de todo hombre. La cultura no nos es indiferente.
La cultura postmoderna prefiere crear sujetos que no piensen, que no tengan capacidad de discernir, ni analizar, ni reflexionar, ni criticar. Todo lo dan hecho. Se impone un pensamiento dominante al que todos deben acatar, disfrazado con un lenguaje demagógico de “respeto” y “tolerancia”, pero que es hermano del “relativismo” (todo vale porque nada hay que sea Verdad ni sea Bueno; todo da igual). Esta uniformidad en el pensamiento se imparte, se adoctrina, en los informativos: todos –salvo alguna excepción de nuevos grupos mediáticos- presentan las mismas noticias, las interpretan, pero omiten para la gran masa algunas otras noticias que podrían ir en contra de los principios relativistas. Los documentales, los pocos debates televisivos, las series de televisión, van orientando el pensar imponiendo los nuevos modos de la cultura post-moderna, y nadie se puede salir de lo previamente establecido, por ejemplo, hoy está muy mal visto alguien que defienda el matrimonio fiel y con varios hijos, o que llame asesinato al aborto, porque esta cultura postmoderna ha relativizado el matrimonio y los hijos y el aborto está considerado no un asesinato, sino un nuevo derecho.
La cultura postmoderna ha retomado, ¡y con qué fuerza!, el pan y circo del Imperio romano, alienando a las masas, con entretenimientos de baja calidad cultural y educativa, provocando reacciones primarias y/o sentimentales: el fútbol es el gran ejemplo (nada tiene que ver con el deporte, la superación, etc.), así como los programas “de corazón” donde se convierte en problema nacional las miserias de personajes que se exponen a pública desnudez sin respeto alguno, ni pudor; personajes que en el circo romano de hoy despiertan los instintos y la curiosidad mal sana de la “audiencia” (otra palabra mítica hoy).
La cultura postmoderna ignora las realidades trascendentes y espirituales, valorándolo todo desde el pragmatismo y la utilidad (lo que no es útil, incluso la vida humana, se desecha). Se ve una pérdida de tiempo las humanidades, el arte o la historia, pero se admira la técnica, la ciencia, la física y la matemática, aquello que da control sobre el mundo para doblegar la naturaleza al capricho del hombre. Un científico (o un programador informático o... ) es el nuevo hechicero de la tribu social, al que se le respeta y encumbra, porque tiene poderes superiores. La cultura es ya tecnología, ciencia aplicada. La Verdad es sustituida por la posibilidad de hacer, y si se puede lograr algo, entonces, por sí, ya es bueno, sin valorar las implicaciones éticas y morales.
La cultura postmoderna no quiere elevar al hombre, sino igualar al hombre abajándolo, sumergiéndolo en una masa acrítica. Como algunos o muchos no alcanzan objetivos más elevados, el nivel se va rebajando para acomodarlo a la mayor simplicidad e ignorancia. La enseñanza escolar y universitaria son un ejemplo. Para igualar, no se premia el esfuerzo, el mérito, el empeño de alguien por mejorar, adquirir mayor capacidad y mayor conocimiento; se presentan iguales condiciones de acceso a todo (trabajo, por ejemplo), que pueden lograr el inteligente como el torpe, el experto como el profano, el mejor preparado como el más completo inútil. La sociedad se empobrece humanamente, la cultura se degrada lentamente: y la excusa es convertir la igualdad en igualitarismo.
La cultura postmoderna llora por las consecuencias, pero se niega a reconocer las causas. Lo vemos todos los días. Se lloran las consecuencias de “la violencia en las aulas” y el fracaso escolar, pero se resiste a enfrentarse a las causas de la falta de autoridad buscada, a la poca vigilancia de los padres y su abdicación en la educación de los hijos, de los planes de estudio paupérrimos. Se lloran las consecuencias de la “violencia de género”, los malos tratos, las violaciones de jóvenes cada vez de menor edad, etc., pero una ceguera absoluta para ver que la causa primera está en la relativización del sexo, en la inmadurez afectiva, en la libertad absoluta que se quiere dar a todo sin referente moral, presentando la sexualidad como un juego desvinculado del ser personal y la entrega. Se lloran las consecuencias del envejecimiento de la población, el problema económico que plantea para la producción en la sociedad y el trabajo, pero es imposible admitir la “causa” que radica en el matrimonio débil (que fácilmente se rompe), en el aborto como derecho y en la misma estructura económica que dificulta tener hijos y mantener el alto nivel de vida que se plantea como normal.
Un católico debe dar respuesta a esa cultura postmoderna de la que aquí hemos trazado algunas pinceladas; un católico debe luchar por no contaminarse con esos principios de la postmodernidad, sino adquirir una mentalidad católica, una mente formada, unos criterios rectos... y, por cierto, también elevar su propio nivel cultural.
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