Vistió el hábito capuchino en el convento de Morcone el 22 de enero de 1903, y recibió su nuevo nombre: Fray Pío de Pietrelcina. Con qué propósito y con cuánta entrega vivió el año de noviciado fray Pío nos lo da a conocer él mismo en una carta autobiográfica de 1922: el Señor hacía comprender al quinceañero Francisco que para él «el puesto seguro, el hogar de paz era el batallón de la milicia eclesiástica. Y, ¿dónde podré servirte mejor, oh Señor, que en el claustro y bajo la bandera del pobrecillo de Asís?… ¡Oh Dios! deja que mi pobre corazón te sienta cada vez más y lleva a término en mí la obra comenzada por ti… Que Jesús me conceda la gracia de ser un hijo menos indigno de san Francisco, que pueda servir de ejemplo a mis hermanos de modo que el fervor continúe siempre en mí y se acreciente cada vez más hasta hacer de mí un perfecto capuchino». El 25 de enero de 1904, dos días después de hacer la profesión temporal, partió del noviciado para continuar los estudios y prepararse al sacerdocio; después de haber permanecido en diferentes conventos, en mayo de 1908, tuvo que volver a su casa paterna por motivos de salud. Continúa privadamente los estudios siendo ordenado sacerdote el 10 de agosto de 1910 en Benevento, y de nuevo se queda en su casa, siempre por motivos de salud, hasta 1916. Cada Santa Misa para el padre Pío es siempre la primera Misa; la gloria es continua e inexpresable, gusta ya el paraíso, siente como un fuego que le abrasa y su boca saborea toda la dulzura de aquella carne inmaculada del Hijo de Dios. Las luchas del espíritu no faltan en este período: grandes tormentas diabólicas, que a veces no lo dejan libre ni siquiera en las horas de descanso: el demonio lo quiere para sí a toda costa; cuando se ve al borde de la desesperación recurre a la Virgen María a la que no sabe cómo agradecer tantas y tan singulares gracias; se pone con confianza en los brazos de Jesús y que suceda lo que Él quiera; Él, ciertamente, vendrá en su ayuda. Orando a los pies de Jesús no siente ni el peso del cansancio al vencer las tentaciones, ni la amargura o el desagrado. Durante un mes de permanencia en el convento de Venafro, en 1911, la comunidad advierte los primeros fenómenos sobrenaturales: «Asistí, y no fui yo el único -escribe el padre Agustín en su diario-, a varios éxtasis y a muchas vejaciones diabólicas. Escribí, entonces, todo lo que escuché de su boca durante el éxtasis y cómo sucedían las vejaciones satánicas». Constreñido a vivir «desterrado en el exilio del mundo, es decir, fuera del convento, en Pietrelcina, como sacerdote se esfuerza por tratar a todos con cordialidad y confianza: el mundo campesino del que proviene es también su propio mundo; va al campo y, lo mismo que antes, saluda, dice buenas palabras de ánimo, acepta voluntariamente la invitación de pararse a descansar, aunque sea por un momento, bajo la sombra de un árbol si hace calor, o dentro del cortijo si hace mal tiempo; en los campos y a los campesinos les habla de Dios en su típico «dialecto». Su apostolado ministerial se reduce a ayudar al párroco en la administración de los sacramentos, excepto oír confesiones para lo que el Provincial no le concede licencia en los primeros años de haber cantado misa, por motivos de salud y por carecer entonces de la suficiente experiencia moral. Hacia finales de este período (1914-1915) inicia la dirección espiritual de algún alma que otra, pero, por correspondencia, y siempre con permiso expreso de los superiores. Pero mucho más que en estas formas visibles, el padre Pío manifiesta su celo por las almas a través del estado de víctima, vivido intensamente como irradiación de la virtud salvífica de Jesús y del sufrimiento del cuerpo y del alma, requerido y aceptado como participación personal y generosa por el rescate de la humanidad redimida y pecadora. Este es su programa trazado desde el día de su ordenación sacerdotal y vivido intensamente día tras día: «Jesús, mi aliento y mi vida, hoy que trepidante te elevo en un misterio de amor, haz que contigo yo sea para el mundo Camino, Verdad y Vida, y para ti sacerdote santo y víctima perfecta».
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