domingo, 27 de octubre de 2013

“¡Señor, ten piedad de mí!” (Sal 40,5)


 

A algún lector de los Relatos de un peregrino ruso le podrá parecer quizás extraño que la fórmula tradicional de la oración continua del corazón sea: “Señor Jesucristo, ten piedad de mí, pecador”. Éste puede asombrarse del hecho de que la base del hesicasmo de la Iglesia oriental sea, justamente, una especie de oración penitencial. Pero quien leyó el capítulo sobre las lágrimas de la “metanoia” no se asombrará tanto. Al contrario, le parecerá del todo lógico que al final los padres hayan concordado en esta fórmula, de la cual no escuchamos nada en los primeros tiempos del monaquismo. Ésta refleja, en efecto, de modo perfecto aquel espíritu que desde el inicio preñaba su obrar.

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La costumbre de recitar oraciones en forma de invocaciones muy breves, en intervalos regulares, se remonta a los inicios del monaquismo en Egipto. Ésta era conocida también ya antiguamente fuera de Egipto, al menos por oídas, como testimonia Agustín:

“Se dice que en Egipto, los hermanos hacen ciertas oraciones, repetidas frecuentemente, que, sin embargo, son extremadamente concisas y [por decirlo así] lanzadas velozmente como jabalinas, para que aquella vigilante atención que se ha creado y que es sumamente necesaria para quien ora, no desaparezca y se atenúe a través de lazos de tiempo muy prolongados” [1]

De estas oraciones semejantes a “disparos de jabalinas” (quodam modo iaculatas), a las cuales se remontan  nuestras “jaculatorias”, habla ya Evagrio en numerosos de sus escritos como de un ejercicio universalmente conocido. Éstas deben ser hechas “frecuentemente”, “ininterrumpidamente” e “incesantemente” y, al mismo tiempo, deben ser “concisas” y “breves”, para citar algunos de los muchos sinónimos de los cuales él se sirve al respecto.

“¡Al momento de semejantes tentaciones haz uso de una oración breve y continua!” [2]

Y en el capítulo 97 del De oratione, en la cual son nombradas las tentaciones del demonio que quiere aniquilar la “oración pura”, Evagrio da un ejemplo de tales “oraciones breves”:  “Yo no temeré ningún mal, porque tú estás conmigo.”

Se trata, por tanto, de un breve versículo sálmico [3]. Como muestra claramente la anotación que sigue: “y semejantes” (es decir, textos de este tipo), el orante era completamente libre en la elección. Evidentemente, Evagrio no conoce una fórmula fija. Al contrario, Juan Casiano, un contemporáneo de Evagrio, ha recibido de sus maestros egipcios el versículo 2 del Salmo 69 como la “jaculatoria” más adaptada para todas las circunstancias de la vida [4]:

“¡Oh Dios, ven en mi auxilio!
¡Señor, apresúrate a socorrerme!”

También en otros casos los Padres aconsejan casi siempre versículos de la Escritura.

“Uno de los padres contó: En las Celdas había un anciano laborioso, que [como ropa] llevaba una estera. Éste fue un día a ver al anciano Ammonas. Cuando el anciano [Ammonas] lo vio vestido con una estera le dijo: ¡Esto no te sirve para nada! El anciano le preguntó: ‘Tres pensamientos me atormentan: si vivir en el desierto, si ir a tierra extranjera donde nadie me conozca, o si en cambio encerrarme en una celda, no ver a nadie, y comer un día sí y un día no’. Abba Amonas le dijo: ‘Ninguna de estas tres cosas te conviene hacer. Permanece más bien en tu celda, come un poco cada día y ten incesantemente en tu corazón la palabra del publicano y te salvarás.’”[5]

Se hace referencia aquí a las palabras: “Oh Dios, ten piedad de mí, pecador” [6], que son una libre formulación del Salmo 78,9. Ammonas es discípulo directo de Antonio el Grande, en cuya Vida, escrita por Atanasio el Grande, no sólo leemos que ésta “primicia de los anacoretas” (como lo llama Evagrio) “oraba incesantemente” [7], sino también que rechazaba las violentas tentaciones de los demonios con breves versículos de los salmos [8]. Otro discípulo de Antonio es Macario el egipcio, maestro de Evagrio, del cual ha sido transmitido el siguiente texto:

“Algunos dijeron a abba Macario: ‘¿Cómo debemos orar?” El anciano les respondió: ‘No es necesario malgastar palabras [9], sino tender las manos y decir: ¡Señor, como quieras [10] y como sabes [11], ten piedad de mí! [12]. Cuando sobrevenga una tentación, basta decir: ¡Señor ayúdame! [13]. Ya que él sabe qué necesitamos y nos tendrá misericordia.’” [14]

Con este simple “¡Señor ayúdame!” la mujer cananea, una “pagana impura”, venció el inicial rechazo de Jesús.

Cómo mostrando estos pocos ejemplos, hay, por tanto, una ininterrumpida tradición de los “hermanos de Egipto” (Agustín) que se remonta al mismo Antonio el Grande. Y, se remonta aún más para atrás, como veremos, y llega hasta el tiempo de Cristo.

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Valorando en su conjunto los testimonios sobre tales “jaculatorias” que nos son transmitidas en textos sueltos, salta a la vista como, a pesar de la extrema variedad de formas, el espíritu es común. Todas ellas son gritos de auxilio por parte del hombre tentado: “¡Oh Dios, ten piedad de mí, pecador!” [15], “¡Señor, ten piedad de mí!”, “¡Señor, ayúdame!” [16], “¡Hijo de Dios, ayúdame!” [17], “¡Hijo de Dios, ten piedad de mí!” [18], “¡Señor, sálvame del maligno!” [19].

Se comprende, por consiguiente, lo que entendía Evagrio cuando aconseja orar “no como el fariseo, sino como el publicano” [20], como aquel publicano del evangelio, que desde lo profundo del corazón –golpeándose el pecho, lugar de este corazón abatido- se declaraba pecador, cuya única esperanza era el perdón de Dios [21].

El espíritu común a todas estas “jaculatorias” es el espíritu de “metanoia”, de arrepentimiento, de conversación y de contrición. Justamente aquel espíritu, por tanto, que sólo está pronto para acoger el “feliz anuncio” de la “reconciliación en Cristo” [22]:

“El tiempo se ha cumplido
y el reino de Dios está cerca.
¡Convertíos
y creed en el evangelio!” [23]

Sin “conversión”  (metanoia) no hay fe, sin fe no hay participación en el evangelio de la reconciliación. Los discursos de los apóstoles que Lucas nos ha transmitido en sus Hechos de los Apóstoles terminan, por esto, generalmente, con este llamado a la “conversión”  [24]. Y esta “metanoia” no es un acto que se realiza una sola vez, es, más bien, un acontecimiento que dura toda la vida. El “espíritu de compunción”, la humildad que viene del corazón, por tanto, no se alcanza de una vez por todas. No es suficiente una vida para “aprender” de Cristo este rasgo característico que, según sus mismas palabras, lo caracterizan  de modo esencial [25].

La práctica de la “súplica” recitada ininterrumpidamente –de modo perceptible o en el corazón- en el espíritu del publicano arrepentido, de la cual se ha hablado en el capítulo anterior, es uno de los mejores medios para tener despierto en nosotros el deseo ardiente de una sincera “metanoia”.

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Las breves “jaculatorias” se dirigen, desde los inicios, casi sin excepción a Cristo, si bien esto no siempre expresado de modo explícito, tratándose mayormente de versículos de los salmos. Con la invocación de “Señor”, esto es obvio desde el principio, en cuanto la confesión de Cristo como Kýrios, está el Credo cristiano más antiguo [26]. Y para los primeros cristianos “Cristo” es, prácticamente, sinónimo de “Hijo de Dios” [27]. El Hijo, sin embargo, es después también llamado directamente “Dios”: “Mi Señor y mi Dios”. Es con esta confesión que Tomás expresa su fe en el Resucitado [28]. No asombra por esto si Evagrio en una pequeña oración compuesta de versículos sálmicos ante la invocación “Señor, Señor” cambia en “Señor, Cristo”, para después atribuir a Cristo, de modo todo espontaneo, también las palabras “Dios y protector”:

“Señor, Cristo,
fuerza de mi salvación [29],
inclina hacia mí tu oído,
¡apresúrate a salvarme!
Sé para mí Dios y protector
y casa de refugio
para salvarme. [30]

La fórmula: “¡Señor, Jesucristo, ten piedad de mí!”, vuelta común con el pasar del tiempo, dice por tanto, explícitamente, lo que ya desde el inicio se entendió de modo implícito, que “no hay otro nombre dado a los hombres bajo el cielo en el cual podamos ser salvados” [31], sino, precisamente, el nombre de Jesucristo. Con pleno derecho, por tanto, los padres han dado , más tarde, un valor particular a esta salvífica confesión de “Jesús el Cristo”, hasta llegar a una verdadera mística del nombre de Jesús. En efecto, con su “súplica insistente”, el orante se pone conscientemente en el número de aquellos - ciegos, paralíticos, etc.- que imploraban ayuda a Jesús durante su vida terrena. Ellos hacían esto de un modo que es propio sólo del dirigirse a Dios, testimoniando con esto su fe en la filiación divina del Salvador más claramente que a través de toda otra fórmula de confesión de fe.

La confesión de Jesucristo como Señor, que es formulada en la primera parte de la llamada “oración de Jesús”, es inseparable de la súplica contenida en la segunda parte. Quien piensa, a partir de un determinado momento, de no tener necesidad de esta segunda parte, la “metanoia”, recuerde lo que Evagrio decía a propósito de las lágrimas…

*

El Señor nos ha enseñado a “orar siempre”. Pero nos ha puesto también en guardia de la mala costumbre pagana de “malgastar palabras” [32]. Los padres han tomado muy en serio esta admonición. Ya Clemente de Alejandría dice del verdadero gnóstico:

“En la oración que recita en voz alta él no usa muchas palabras, porque ha aprendido del Señor también lo que es necesario pedir [33]. Orará, por tanto, “en cualquier lugar” [34], pero  no en público ni delante de los ojos de todos.” [35]

Evagrio, que hizo enteramente suyo este ideal del verdadero gnóstico cristiano y lo integró en la espiritualidad monástica, lleva más allá su pensamiento:

“El elogio de la oración no es simplemente una cuestión de cantidad, sino de calidad. Lo demuestran los “que subían al templo” [36] y, además, la palabra: “Pero vosotros, cuando oréis, no malgastéis palabras”, etcétera.” [37]

Evagrio, que hacía él mismo cientos de oraciones al día, no es en absoluto enemigo de la cantidad. Esta pertenece al “modo práctico” de la oración, que no se puede sostener sin el ejercicio y la repetición. Pero, como la “letra” no podría existir en absoluto sin el “espíritu” o el “sentido”, del mismo modo la simple cantidad no hace a la oración “digna de alabanza”, es decir agradable a Dios, si no tiene adecuada correspondencia en su “calidad” intrínseca, en su contenido cristiano, como nos ha enseñado el mismo Señor. [38]

La avalancha de palabras del fariseo, virtuoso pero lleno de sí mismo, está privado del valor en relación a las pocas palabras del publicano, cargado de pecados pero arrepentido. De la misma manera está privado de todo valor el “malgastar palabras” de los paganos charlatanes que se comportan como si Dios no supiese de lo que tiene necesidad el hombre [39], en relación a las pocas palabras pero confiadas palabras del “Padre nuestro”. En consecuencia, a la pregunta, cuál oración se debe decir, generalmente los padres responden, como hemos visto, refiriéndose a la Oración del Señor. [40]

En las pequeñas “jaculatorias”, que cada uno puede recitar “en espíritu” sin fatiga y en toda circunstancia, incluso en presencia de otros, así como en el “Padre nuestro” recitado devotamente con voz perceptible “en la habitación”, los padres han encontrado un modo para unir juntas “cantidad” y “calidad”, es decir para orar “siempre” e “incesantemente”, y sin caer en un tonto parloteo.

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Todavía una última cosa. Pablo enseña a los tesalonicenses no sólo a “orar incesantemente”, sino añade también que estos debían “dar gracias en todo” [41]. El espíritu de la “metanoia” innato en la oración del corazón, en efecto, concuerda perfectamente con la acción de gracias por todo el bien que el Señor nos hace. Una de las “definiciones” evagrianas de la oración afirma:

“La oración es un fruto de la alegría y del agradecimiento”. [42]

La antigua tradición etiópica ha dado a la oración continua del corazón una forma particular, que, en un modo extraordinariamente simple, une dos cosas, imploración y agradecimiento:

“Abba Pablo, el cenobita, dijo: ‘Cuando te detienes con los hermanos, cuando trabajas, cuando aprendes de memoria, alza lentamente los ojos al cielo y di al Señor desde los profundo del corazón: ¡Jesús, ten piedad de mí! ¡Jesús, ayúdame! ¡Te bendigo, mi Dios!’” [43]

La misma tradición etiópica es también la que nos trae a la memoria el verdadero horizonte teológico de toda oración: la espera escatológica de la “parusía” del Señor, de su segunda venida “en la gloria de su Padre con los santos ángeles” [44].

“Un hermano me ha dicho: ‘En esto consiste la espera del Señor: el corazón se dirige al Señor mientras grita: ¡Jesús, ten piedad de mí! ¡Yo te bendigo en todo tiempo, mi Dios viviente! Y se elevan lentamente los ojos, mientras se dicen estas palabras al Señor en el propio corazón”. [45]


 

Notas:

[1] Agustín, Epistula CXXX, 20 (tr. It. : Opere di S. Agostino/Le lettere, a cargo de A. Trapè, Roma 1971, vol. XXII, p. 95).

[2] Evagrio, Or. 98.

[3] Sal 22, 4.

[4] Casiano, Col. X, 10

[5] Ammonas 4.

[6] Lc. 18, 13.

[7] VA 3,6.

[8] Ibid. 13, 7 y 39, 3.5.

[9] Mt 6,7.

[10] Cf. Mt 6,10.

[11] Cf. Mt 6,8.

[12] Sal 40, 5.

[13] Mt 15, 25.

[14] Macario el Egipcio 19.

[15] Ammonas 4.

[16] Macario el Egipcio 19.

[17] Nau 167 (cf. Detti, p. 99).

[18] Nau 184 (cf. Detti, p. 109)

[19] Nau 574 (cf. Detti, p. 225)

[20] Evagrio, Or. 102.

[21] Lc 18, 10-14.

[22] Cf. 2 Cor 5, 18-20.

[23] Mc 1, 15.

[24] Cf. Hechos 2, 38; 3, 19; 5, 31; 17, 30.

[25] Mt 11, 29.

[26] Hechos 2, 36.

[27] Cf. Lc 4, 41; Jn 20, 31.

[28] Jn 20, 28.

[29] Sal 139, 8.

[30] Evagrio, Mal. Cog. 34 r.l. Citación: Sal 30,3.

[31] Hechos 4,12.

[32] Mt 6, 7.

[33] La alusión al “Padre nuestro” (Mt 6, 9-13)

[34] 1 Tm 2,8.

[35] Clemente de Alejandría, Strom. VII, 49, 6.

[36] Lc 18, 10, el fariseo y el publicano.

[37] Evagrio, Or. 151.

[38] El final del capítulo recién citado (“etcétera”) indica que Evagrio, como ejemplo para el modo correcto de orar, tiene en mente el “Padre nuestro”.

[39] Mt 6,8.

[40] Las palabras del “Padre nuestro” forman ciertamente como el hilo conductor del escrito de evagriano De oratione (cf. G. Bunge, Das Geistgebet, pp. 44 ss).

[41] 1 Ts 5, 18.

[42] Evagrio, Or. 15.

[43] Scriptores Aethiopici, Collectio monástica, ed. V. Arras, CSCO 46, Louvain 1963. 13, 42.

[44] Mc 8, 38.

[45] Scriptores Aethiopici, Collectio monástica, ed. V. Arras, CSCO 46, Louvain 1963. 13, 26.


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