domingo, 27 de octubre de 2013

“Oración y súplicas con lágrimas” (Heb 5,7)





Nadie se maravilla si un hombre derrama lágrimas porque ha sido afectado por un gran dolor. También las lágrimas de alegría nos son familiares. Pero, ¿las lágrimas en la oración?

Para los padres, en realidad, lágrimas y oración iban juntas, inseparablemente, y no eran en absoluto consideradas un signo de inoportuno sentimentalismo. Esto vale también para el hombre bíblico.

Escucha mi oración, Señor,
acerca el oído a mi grito,
no seas sordo a mis lágrimas [1]

Las lágrimas acompañan sobre todo a la “súplica” (déesis). Así, por ejemplo, es entre las lágrimas que un padre desesperado pide la curación de su hijo [2], como también es entre las lágrimas que la pecadora, sin hablar, pide a Cristo el perdón [3].

Y Cristo mismo “en los días de su vida terrena ofreció oraciones y súplicas con fuertes gritos y lágrimas a aquel que podía liberarlo de la muerte” [4]

*

Las lágrimas pertenecen al “modo práctico” de la oración, porque son parte de las fatigas de la praktiké, es decir del primer grado de la vida espiritual.

“Aquellos que siembran entre lágrimas, cosechan entre cantares”: Los que realizan la praktiké entre las fatigas, “siembran entre lágrimas”. Aquellos en cambio que reciben sin fatiga el conocimiento, “cosechan con júbilo” [5]

¿Por qué esta insistencia sobre la necesidad de las lágrimas, que suena tan extraña para el hombre moderno? El cristiano ¿no está destinado, sin embargo, a la alegría?

Seguro, pero los padres juzgan la condición del hombre de modo más realista que nosotros.

Abba Longino poseía una gran compunción durante la oración y la salmodia. Un día su discípulo le preguntó: “Abba, ¿es esta la regla espiritual, que el monje llore siempre durante su oficio?” Y el anciano respondió: “Sí, hijo mío, esta es la regla que Dios nos pide. En principio, en efecto, Dios no ha creado al hombre para que llorase, sino para que se alegre y exulte, le dieran gloria [con corazón] puro de pecado e íntegro como los ángeles. Pero, cuando el hombre cayó en el pecado, tuvo necesidad de las lágrimas. Y todos aquellos que han caído, tienen la misma necesidad. En efecto, donde no hay pecados, no son necesarias tampoco las lágrimas” [6]

*

Objeto de este primer grado de la vida espiritual es, por tanto, sobre todo lo que la Escritura y los padres llaman “penitencia”, “conversión”, “cambio de mentalidad” (metánoia). Sin embargo, ya al sólo pensamiento de tal conversión se contraponen inesperadas resistencias interiores.

Evagrio con este propósito habla de una cierta “dureza” (agriótes, lit.: “rudeza”) interior o “insensibilidad” (anaisthesía) espiritual [7] y entumecimiento, contra los cuales son de ayuda sólo las lágrimas de “luto” (pénthos) espiritual.

Pide antes que otra cosa el don de lágrimas para ablandar, por medio de la compunción, la dureza que permanece en tu alma y para obtener por él, “mientras confiesas en contra de ti al Señor tu iniquidad” [8], el perdón [9].

Esta “dureza” es ciertamente revelada a cada hombre en la forma de aquel oprimente estado de ánimo que los padres llaman akedía, taedium cordis, desánimo, disgusto, vacío interior… Las lágrimas son para esto un poderoso remedio.

Oprimente es la tristeza
e insoportable el tedio,
pero las lágrimas a Dios
son más poderosas que ambos.[10]

Al contrario, “el espíritu de akedía alejan las lágrimas y el espíritu de tristeza destruye la oración” [11]. ¿Qué hacer pues si nos encontramos en el callejón ciego de la aridez interior, del tedio y de la tristeza? Evagrio aconseja entonces de

dividir, entre las lágrimas, al alma en dos partes, una de las cuales consuela y la otra es consolada, sembrando en nosotros mismos una esperanza buena y cantando en nosotros las palabras encantadoras del santo David: “¿Por qué te entristecéis, alma mía, y por qué me turbás? Espera en Dios, para que yo conozca: la salvación de mi rostro y mi Dios” [12]

*

Pero, pues, más allá de que sea agradable al Señor una oración presentada entre lágrimas [13], ¡éstas no pueden volverse fin en sí mismo! En efecto, en toda actividad ascética del hombre, en cuanto es su actividad, está implícita la fatal tendencia a hacerse autónoma. El medio se vuelve imprevistamente el fin.

Si incluso derramases ríos de lágrimas en tu oración, no te ensoberbezcas absolutamente en ti mismo, como si tú te encontrases por encima de la masa. En efecto, tu oración ha recibido sólo una ayuda [divina] para hacerte capaz de confesar prontamente tus pecados y atraer sobre ti la benevolencia del Señor a través de las lágrimas.
No transformar, por tanto, en pasión el medio de defensa contra las pasiones mismas, ¡para no hacer enojar aún más al dador de la gracia! [14]

Quien pierde de vista el objetivo de las lágrimas, es decir la “extremadamente amarga conversión” [15], corre el peligro de “perder la cabeza y de desviarse” [16]. Por otra parte, ninguno se imagina, en cuanto “progresado”, de no tener más necesidad de las lágrimas.

Cuando te parezca que no tienes más necesidad de las lágrimas en tu oración a causa de los pecados, entonces presta atención a cuánto te has alejado de Dios, mientras en cambio, deberías estar establemente junto a él, y derramar muchas más calurosas lágrimas. [17]

Esta advertencia, fruto de una objetiva valoración de la realidad humana, vale además para la praktiké en su conjunto. Así, Evagrio advierte, por ejemplo, al “gnóstico”, es decir, al contemplativo “que ha sido hecho digno de conocimiento”:

San Pablo “trataba duramente a su cuerpo y lo arrastraba a la esclavitud” [18]. No descuides, pues, durante toda tu vida, tu dieta y no expongas a la reprobación a la impasibilidad, humillándola a través de un cuerpo robusto. [19]

Incluso, si el hombre ha alcanzado el objetivo de la “vida práctica”, es decir el estado de la paz interior del alma, ¡no desaparecen, sin embargo, las lágrimas! Sin embargo, en este nivel, ellas se vuelven la expresión de la humildad y, como tales, una garantía de la autenticidad de este estado de quietud frente a sus multiformes falsificaciones demoniacas [20]. En consecuencia, los padres consideraron a las lágrimas incluso como signo de la proximidad del hombre a Dios, como ya mencionaba Evagrio.

Un anciano dijo: “Un hombre que permanece en su celda y medita los salmos es semejante a un hombre que está fuera y busca al rey. Aquel que ‘ora incesantemente’ es semejante a quien habla con el rey. Quien en cambio pide entre lágrimas es semejante a aquel que abraza los pies del rey e implora de él misericordia, como la prostituta [21] que en poco tiempo lavó con sus lágrimas todos sus pecados” [22]

Seguro, Dios no ha creado al hombre para que llore, sino para que viva en la alegría, como dijo un padre. Pero en Adán han caído todos y, por esto, todos tienen necesidad de las lágrimas, así como todos tienen necesidad de la penitencia y de la conversión. Reconocer esto es un signo de humildad. Como veremos más adelante, lo mismo vale para las llamadas “metanías”, que en el gesto expresan el mismo significado de las lágrimas.

“Cuanto más un hombre está cerca de Dios, tanto más se siente pecador”, ha dicho un padre, porque sólo la santidad de Dios hace verdaderamente manifiesto nuestro ser pecador. Por este motivo, las lágrimas no están sólo al inicio del camino espiritual de la conversión, sino, en realidad, lo acompañan también hasta el objetivo, en el cual estas se transforman “en lágrimas espirituales y en una cierta alegría del corazón”, que los padres consideran como un signo de la acción inmediata del Espíritu Santo y, por tanto, de la cercanía de Dios. [23]


 

Notas:

[1] Sal 38, 13

[2] Mc 9, 24

[3] Lc 7, 38

[4] Hebreos 5, 7

[5] Evagrio, In Ps. 125,5. Evagrio repite más veces este dato de hecho experiencial: cf. In Ps. 29, 6; 134, 7; Pr. 90.

[6] Nau 561 (cf. Detti inediti, p. 561)

[7] Evagrio, Mal.cog. II

[8] Cf. Sal 31, 5.

[9] Evagrio, Or. 5

[10] Evagrio, Virg. 39.

[11] Evagrio, Mon. 56.

[12] Evagrio, Pr. 27. Cita: Sal 41, 6.12; 42,5

[13] Evagrio, Or. 6

[14] Ibid. 7

[15] Evagrio, In Ps. 79, 6

[16] Evagrio, Or. 8.

[17] Ibid. 78

[18] 1 Cor 9, 27

[19] Evagrio, Gnost. 37

[20] Evagrio, Pr. 57

[21] Cf. Lc 7, 38.47

[22] Nau 572 (cf. Detti inediti, p. 224)

[23] Diádoco de Fotice, Cap. LXXIII, citado infra, p. 143.

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