viernes, 4 de octubre de 2013

Muerte, vida

       

 


 

 
 
Las creencias de los israelitas sobre el más allá evolucionaron a lo largo de los siglos (ver resurrección*). ¿Cómo se representaban la vida y la muerte? Veamos

La vida

La vida (heb. hayyim, gr. bios o zoé) solamente la da por Dios, bajo la forma de soplo, de respiración, como durante la creación* del hombre: «El Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra, sopló en su nariz un hálito de vida, y el hombre se convirtió en un ser viviente» (Gn 2,7). Este principio vital dado a un ser es llamado frecuentemente nefes (ver cuerpo*), traducido antaño con frecuencia por «alma» (anima: lo que anima); pero que más corrientemente hay que traducir por «vida, ser vivo», como en este caso. En esta concepción, la vida depende directamente de Dios: «Si retiras tu soplo, expiran y vuelven al polvo. Envías tu espíritu, los creas» (Sal 104,29-30).
En la Biblia, la vida se desarrolla en varias dimensiones. Vivir es, en primer lugar, transmitir la vida, tener hijos; de ahí la vergüenza para aquel o aquella que no los tienen, como Isabel (Lc 1,25). Al contrario que la bendición*, que es primeramente la fecundidad, la esterilidad es vista como una maldición. Vivir también es alcanzar la vejez («tener largos días»), o bien, como Job después de sus desgracias, ver a «sus hijos y a los hijos de sus hijos, hasta la cuarta generación» (Job 42,16). Vivir es, finalmente, habitar la tierra de Israel: «Honra a tu padre y a tu madre para que vivas muchos años en la tierra que el Señor, tu Dios, te va a dar» (Ex 20,12).

La muerte

En la Biblia hay dos miradas distintas sobre la muerte (heb. mot, gr. thánatos), según sus circunstancias. La muerte de una persona anciana, «saciada de días», es vista como normal, sin ninguna tragedia; corresponde al orden natural de las cosas: el regreso a la tierra de donde los seres humanos han sido sacados. Aquí vemos cómo se expresa la muerte de Abrahán: «Expiró; murió en buena vejez, colmado de años, y fue a reunirse con sus antepasados» (Gn 25,8). Ser enterrado se dice «acostarse con sus padres» (Gn 47,30), sus antepasados. Esta concepción conlleva también, de hecho, el que se valore la vejez: se respeta al anciano debido a su experiencia, su sabiduría; los «ancianos» son los responsables de una ciudad o de un pueblo.
Por el contrario, la muerte violenta o la muerte de una persona aún joven es vista como una catástrofe, una especie de maldición. El rey Ezequías suplica no morir a la mitad de sus días (Is 38,9-12). David llora la muerte de Saúl y de su amigo Jonatán, muertos en combate (2 Sam 1,19-27), o bien la muerte de su hijo Absalón, que sin embargo se ha rebelado contra él: «¡Hijo mío, Absalón! ¡Hijo mío, hijo mío, Absalón! ¡Ojalá hubiera muerto yo en tu lugar, Absalón, hijo mío, hijo mío!» (2 Sam 19,1-5). La desgracia es doble cuando esta muerte es un asesinato, como ocurre con el primer muerto: Abel, asesinado por su hermano Caín (Gn 4,8-11). ¿No es cualquier homicidio un fratricidio?

La morada de los muertos

Los israelitas compartían más o menos las creencias de los pueblos de Mesopotamia relativas al mundo de los muertos. La tumba es comprendida como un acceso al mundo subterráneo, allí donde se reúne todos los muertos (heb. el seol; gr. el hades; en latín se dirá: «los lugares inferiores», inferni, los infiernos). Tres imágenes aparecen para describir este mundo de los muertos: el silencio, las tinieblas y el polvo. En este lugar, los muertos ya no tienen ninguna relación con Dios, que es la Vida y fuente de vida. Harán falta siglos para que se abra paso una esperanza para los muertos.

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