viernes, 25 de octubre de 2013

MARIA, Virgen y Madre


LECCION 1
Cielo reluciente de estrellas 
Los problemas teológicos y dogmáticos crean diversas reacciones en nosotros.  Cuando acercamos nuestra mirada interior a la divina Trinidad y perdónenme estas imágenes imperfectas, nos parece caminar en plena luz;  la imagen de Dios nos comunica la impresión de hallar “la estrella de la mañana”, como dice el apóstol Pedro, el hogar, el fuego, la llama.
En cambio, después de la Encarnación, de la Resurrección y de la Ascensión, penetramos en la economía1 de nuestra salvación, descubrimos las profundidades de la naturaleza, y nos descubrimos comparables a los peregrinos cuyo camino _a través de cavernas sucesivas y de colinas_ asciende hacia las cumbres de las montañas.
Ciertamente no voy a afirmar que la mariología está envuelta en un clima lunar donde se perciben sombras y temores nocturnos : ella ofrece a nuestra contemplación un cielo reluciente de estrellas.  La Virgen resplandece en sus apariciones, radiante de luz;  sin embargo, el azul y el plata predominan sobre el oro.  Sin llegar a la oposición sol-luna, reconozcamos que la mariología asume un color particular.
¿Quién es María? 
¿Quién es María?  No sólo como personalidad histórica, sino también como persona íntimamente vinculada a Eva, madre de los vivientes, de quien heredamos la muerte.  Insisto, íntimamente vinculada:  Eva-María-Iglesia nos transporta al dominio de la maternidad, de la Mujer única, con M mayúscula, la virginidad-femineidad.  Y de pronto, dejando aparte la piedad y el dogma sublime del nacimiento del Cristo _que estudiaremos posteriormente_ alcanzamos de lleno un sol nuevo.
Ya he tratado en este Instituto2 el dogma de Calcedonia.  Este año me arriesgo a aventurarme, en compañía de ustedes, en el misterio de María y el misterio de la Mujer.  Hablaré poco de Eva y de la Iglesia:  me detendré en María, aunque Eva y María estén unidas hasta el punto en que no podamos comprender a la Virgen si no sabemos nada de nuestra primera madre, de quien ella es la celestial réplica.  ¿Y podemos comprender a María sin comprender a la Iglesia?
Todo lo que se ha dicho de María es apropiado para la Iglesia y, detrás de María y de la Iglesia, se perfila ese algo misterioso, esa “Sabiduría” que baila y se regocija ante el Creador desde el nacimiento del mundo, esa “Sophia”, “Sapientia”, a quien el Antiguo Testamento concede lugar eminente.  ¡Qué extraño!  Pocos pasajes del Evangelio contienen referencias a María; los analizaremos porque son significativos, pero no son numerosos; el Credo dice algo al pasar:  “nacido del Espíritu Santo y de María la virgen”, y los Hechos de los Apóstoles : “María, la madre de Jesús, estaba allí”, y nada más.
Empero, la tela viva de la Iglesia tradicional, tanto de la católica ortodoxa como de la católica romana, está tejida con María;  nos la encontramos a cada paso.
Las perlas sembradas en el corazón 
He revisado la lista de iconos y de estatuas milagrosas de la Virgen.  Forman una escala que llega desde los primeros siglos hasta el siglo XX.  En Rusia:  ochocientos sitios de peregrinajes marianos; y en Francia, en España, en Alemania, en Italia, . . ., allí donde está la Iglesia, allí la Virgen y el culto de la Virgen.  Los protestantes debieron hacer un esfuerzo inmenso para apartarla, en nombre de las Escrituras, y al alejarla esto es característico perdieron la visión mística de la Iglesia; se convirtieron en cristianos ya como grupos, ya como personas aisladas frente a Dios.
Junto a una multitud de nombres de lugares: Laghet, Lourdes, Chartres, Pontmain, le Puy, etc., aparece una multitud de calificativos.  En Rusia:  “Las Entrañas Bienaventuradas”, “Nuestra Señora del Cielo, Plena de Gracia”, “Nuestra Señora de las Flores Aromáticas”, “Nuestra Señora del Júbilo Universal”, “Nuestra Señora, Recuerdo de los Perdidos”, “Nuestra Señora, Dadora de las Aguas Celestiales”, “Nuestra Señora, Gozo de los Afligidos”, “Nuestra Señora de la Dignidad”, “Nuestra Señora de Triple Ternura”, “Nuestra Señora, Fuente de los Santos Oleos”, “Nuestra Señora, Dadora de Vida”, “Nuestra Señora, Vida Venturosa”, “Nuestra Señora, Virgen Madre”, “Nuestra Señora, Nutricia”, “Nuestra Señora, Ojo Vigilante”, “Nuestra Señora, Zarza Ardiente”, “Nuestra Señora, Inmodelada por la Mano del Hombre”, “Nuestra Señora, Alegría de los Desesperados”, “Nuestra Señora de las Lágrimas de la Madre de Dios”, “Nuestra Señora, Mirada de Humildad”, “Nuestra Señora, Visión de los Ojos del Corazón”, “Nuestra Señora, Sabiduría Divina”, “Nuestra Señora, Salud de los Ahogados”, “Nuestra Señora, Consuelo de las Angustias”, “Nuestra Señora de Pasión, de Consolación, de Triple Gozo, de Ternura, de Calma, La que Escucha, Sanadora”, etc.
Nombres análogos iluminan a Francia:  “Nuestra Señora de la Gracia, de Misericordia, del Buen Socorro, de Alegría, de la Guarda, de Consolación de los Afligidos”, etc.  Las letanías de la Virgen son un manantial de nombres de amor:  “Torre de Marfil, Rosa Mística, Vaso de Honor, Casa de Oro, Puerta del Cielo, Estrella de la Mañana, Refugio de los Pecadores, Reina de los Angeles, de los Patriarcas, de los Confesores, de Todos los Santos”, etc.  Lo mismo acontece en las letanías orientales (Acathistos).  ¿De dónde proviene esta necesidad de la Iglesia de pronunciar miles y miles de veces el Nombre de la Madre de Dios, y de sembrar esas perlas en el espacio del corazón?  ¿Qué es lo que suscita estos transportes entre nosotros y esa Madre a quien Dios confió la humanidad, Madre y Virgen?
Símbolos, más que dogmas 
Hace algunos años, en 1950, Pío XII, en un arranque de piedad, proclamó el dogma de la Asunción de la Virgen María.  La Iglesia siempre creyó en la Asunción.  Ya en el siglo III encontramos textos que hablan de ello.  En el siglo IV, la fiesta de la Asunción se propaga a muchas iglesias, y en el siglo V cubre el universo.  Por ende, el dogma proclamado por Pío XII en nada contradice la sagrada tradición de la Iglesia.  No obstante, la conciencia ortodoxa se pregunta:  ¿por qué convertirlo en dogma?  ¿Acaso los vínculos que nos ligan a la Virgen no son diferentes de los que existen entre el Cristo y nosotros como, por ejemplo, las dos naturalezas, fundamento de nuestra salvación?  La Virgen suscita más un lenguaje simbólico que definiciones abstractas.  En la literatura patrística de los primeros siglos, los hechos, las imágenes bíblicas, se consideran signos, símbolos proféticos de María:  la escala de Jacob por donde bajó el Cristo, el Paraíso donde habita el Verbo, la Zarza que arde sin consumirse, la Puerta cerrada del templo de Ezequiel.  Los textos se suman a los textos.  Contemplen ustedes esa innumerable asamblea de signos, de imágenes, de símbolos, en torno de ese ser que por un lado es “divino”, y por el otro está habitado por la profundidad de la creación primordial.
El vacío, eco del Verbo 
La maternidad encierra “algo” que viene de abajo, de la tierra, de la materia, para sublimarse, abrirse, alimentarse, ir al encuentro de la Gracia, semejante a un cáliz que recibe la vida.  Ese “algo” canta el cántico de la Iglesia, sube más alto que los querubines, incomparablemente superior a los serafines.  La mujer, en su profundidad metafísica, es en verdad la juntura de Dios con la nada, pero con una nada que por obediencia a la voluntad de Dios, Le responde;  o, más bien, un vacío que reclama, que es eco de la Palabra.
La Esposa bienamada de Dios 
Es significativo advertir que, en el amor, el hombre contempla la hermosura, y la mujer busca la palabra.  Una esposa está descontenta cuando su marido no le repite “te amo”:  le parece que se vuelve indiferente.  Hasta la fealdad le importa poco si la palabra es dulce.  El esposo, en cambio, es atraído por la mirada.  Este ejemplo baladí encierra una verdad metafísica.  “Dios dijo”, y el mundo fue.  El todo lo creó por Su Verbo, y nada fue hecho sin El.  Pero cuando El hubo creado el mundo, “Dios vio” que era hermoso.  El ser llamado de la nada, el ser que se despierta, quiere oír a Dios.  María escuchaba y guardaba en su corazón;  María era obediente:  ella escuchaba y acechaba al Verbo Pre-Eterno.
Si nos internamos más en nuestra investigación del misterio mariano, de lo que expresa, de lo que manifiesta, veremos que con la eclosión del universo, sacado de la nada, nace simultáneamente la aspiración pura y fecunda de engendrar a Dios, de contener en sus entrañas al Verbo por medio del Espíritu, de darle nacimiento conforme a la creación:  nacimiento de Dios en nosotros.  En los primeros días del mundo, la Sabiduría bailó con divino gozo frente a las criaturas, pues sabía que su belleza no estaba destinada a permanecer tal cual, sino a entreabrirse, como una flor que engendraría al Dios-hombre y realizaría el poderoso misterio de la “Madre de Dios”.
Lo repito:  no podemos contemplar las verdades reveladas (la Trinidad, el Hijo del hombre e Hijo de Dios) de la misma manera que lo hacemos con el misterio mariano, pues la Madre de Dios _la maternidad unida a la virginidad:  “Madre intacta y Virgen fecunda”, según los textos galos de los siglos quinto y sexto_ pertenece a nuestra naturaleza, nosotros participamos en ella.  No la miramos desde afuera.  ¡María es hueso de nuestros huesos, y carne de nuestra carne!  Detrás de nuestra humanidad está la Pura, la Elegida.  Sin embargo, ella nos supera inimaginablemente;  nuestras imperfecciones, nuestros desvíos, nuestras impurezas, son el obstáculo para una visión total de la Madre creadora y Virgen íntegra, aunque presintamos en Ella el pensamiento íntimo de Dios hacia su criatura.
Ustedes conocen seguramente la imagen bíblica en que Dios quiere colocarse frente a su obra como un esposo delante de su esposa.  Esta imagen corresponde exactamente a la Iglesia, a Israel y a la Virgen.  Un pintor que ejecuta su obra se le asemeja _aunque muy imperfectamente_;  un pintor que no se contenta con mirar y amar a la obra que refleja su talento y su genio, sino que desea que esta obra de arte fabricada por sus manos _y éste es el turbador misterio_ se convierta en su Bien-Amada, le responda de igual a igual, y se transforme hasta el punto de dialogar con él.
La Biblia nos revela que Dios modeló el mundo como un alfarero;  luego tomó ese objeto, lo animó y dirigió para que fuese susceptible de ser su igual, y de hablarle de persona a Persona.  De esta revelación surgieron la liberación y deificación del mundo.  Esto en cuanto a la esposa.
Finalidad del Mundo : la maternidad divina 
El misterio de María, Madre de Dios, se hunde más lejos:  Dios, como un alfarero, modeló un objeto no solamente con miras a hacer un ser vivo capaz de decir “te amo” o “no te amo”:  lo modeló con la voluntad de que esta criatura Lo llevara en sus entrañas.  ¿Advierten ustedes lo inesperado de esta perspectiva, de este misterio inconcebible de María, la Mujer, la creación, o más bien del Pensamiento divino sumergiéndose en su criatura?

De este misterio derivan en el hombre dos sentimientos:  la sensación de su debilidad ilimitada, que lo empuja a no ser nada, a desaparecer en Dios, a perderse en sus brazos como un niñito, y la de saberse “teóforo”, portador de lo divino.
  1        ECONOMIA:  Esta palabra, que etimológicamente significa “administración de la casa”, se aplica en su acepción teológica al designio salvador de Dios para la creación;  también, y más específicamente, a la manera en que ese designio se adapta a nuestras necesidades, nuestras debilidades y nuestra libertad. El uso del término se extiende asimismo a las disposiciones por las cuales la Iglesia se pone al nivel de los hombres _aún de los más pecadores_ para salvarlos e instruirlos, superando la interpretación legalista de las escrituras y los cánones, e imitando el amor de Dios y su misericordia, a los que se da primacia sobre la ley.  (Nota del Traductor)
  2        Instituto Ortodoxo Francés de París Saint-Denis .
LECCION 2
¿Quién es la que sube del desierto? 
Para cantar la Asunción de María, la Iglesia se sirve de textos del Cantar de los Cantares:  ellos pueden ilustrar no sólo la fiesta triunfal de la Virgen, sino, como ya dije, la maternidad-virginidad del “eterno femenino”.
Esta es una de las antífonas:
“¿Quién es la que sube del desierto, cubierta de ricas telas, apoyada en su Bienamado?”.
“¿Quién es la que sube del desierto, cubierta de ricas telas?”.  Aquí es preciso introducir la distinción entre dos maternidades:  tierra y Eva.
“Que sube del desierto” tiene dos sentidos.  El desierto es el caos primitivo, la materia vivificada y seca, como dirá San Ireneo, materia primordial, llamada a ser formada y deificada al fin de los tiempos, pero todavía desierta.  Algunos afirman que en la luna no hay vida, y otros que no hay vida todavía.  Aceptemos.  Imaginemos, como una débil aproximación a esa protomateria desprovista de vida biológica y mineral _ni hablemos de vida animal o espiritual_, a ese desierto informe, recién nacido de la nada, como algo, como potencialidad.
El desierto tiene un segundo sentido: representa asimismo una etapa, la de la caída;  ese “algo”, esa potencialidad, llegados a ser jardines florecientes, volvieron al estado de desierto, como el Sahara, antaño tierra fértil _aún encontramos trazas de fecundidad en él_, al que la ausencia de agua, o diversas circunstancias, recubrieron de aridez.
“Desierto”, pues, evoca la materia primordial, y el mundo surgido de Eva.  Nunca perdamos de vista esas dos etapas;  una sola palabra asocia a la creación y a la caída:  en la creación no es todavía, en la caída no es más.  Veremos que después de María es todavía:  ¡la restauración!  “¿Quién es la que sube del desierto, cubierta de ricas telas?” nos proporciona la explicación del destino del mundo en el Pensamiento divino.  La Biblia nos dice que el mundo fue creado caótico, materia, “algo”, y que precisamente de eso surge la belleza.
Cubierta de ricas telas 
“¿Quién es la que sube del desierto, cubierta de ricas telas?” nos descubre el sentido cósmico en el Pensamiento divino:  el embellecimiento como trabajo progresivo para alcanzar la belleza definitiva.  A la creación, la existencia y la utilidad no le bastan;  está también dotada _con excepción de la caída_ de un movimiento de ascensión hacia la belleza.  El apóstol Pablo define:  “el cuerpo perecedero y el cuerpo glorioso”, “aguardamos la gloria y el esplendor”.  ¿Y qué son la gloria y el esplendor, sino la belleza en el sentido absoluto de la palabra?  Dios es el Artista único.
No menospreciemos a esa curiosa rama de la humanidad que se ocupa del arte.  Sin duda, se dice, el arte es una emoción necesaria;  pero son la ciencia, la moral y la religión quienes proporcionan lo serio.  El arte, aunque respetado (no podríamos vivir sin él), en general se considera un lujo.  Tampoco menospreciemos ese lujo, pues si en definitiva el arte no transforma el mundo, en cambio a través de la intuición humana profetiza la belleza, como substituto _aunque más no sea_ de la Belleza divina.  La bondad-caridad, amigos míos, es necesaria cuando hay pobres;  la verdad es indispensable si hay ignorancia y mentira;  pero la belleza no es necesaria:  simplemente ahí está.
¿Por qué existe el mundo?, les preguntarán.  Respondan:  creo en María porque sé que por ella lo creado existe para alcanzar la belleza suprema.
La religión verdadera tiene en el centro el sentimiento de la belleza.  Por eso, las tradiciones religiosas auténticas no pueden prescindir del arte.  Su presencia no es solamente útil para distraer o consolar las almas de alrededor, o para llevar lo mejor del mensaje del hombre a Dios:  el cristiano se maravilla al ver subir del desierto a la que está “cubierta de ricas telas”.
¿Han observado que la mujer busca estar hermosa aún en el pecado?  El arreglo puede ser exterior, a veces vulgar o chillón;  sin embargo se arreglará de todos modos, porque _consciente o inconscientemente_ por instinto, y por la naturaleza de las cosas, sigue el camino de la belleza.  Está lejos, por supuesto, de la belleza de María, o de la del cosmos transfigurado . . .;  pero la imita como puede.  Así como hay una gradación entre el amor carnal, el amor maternal y el amor divino, asimismo existe una escala inmensa entre los amores deformados y el amor divino;  aquéllos, empero, encubren un germen de belleza.  “Mujeres, _exhorta el apóstol Pedro_ que vuestro adorno no sea sólo el externo, hecho de rizos y trenzados, de oro y vestidos, sino que esté en el ser escondido de vuestro corazón, en la incorruptibilidad de un alma dulce y calma;  eso es lo bello y precioso ante Dios” (1 Pedro 3,3-4).
Apoyada en su bienamado 
“¿Quién es la que sube del desierto, cubierta de ricas telas?”.  El manto de ricas telas expresa siempre el esplendor y la luz.  Las “túnicas de piel” de Adán y Eva ahogaron los vestidos de la luz.  Nuestro asombro aumenta cuando a ese versículo se añade el siguiente, ¡inimaginable!: la que viene de la nada está “apoyada en su Bienamado”.  Se apoya en el Cristo como en su novio: en ese minuto, su gesto eleva el mundo hacia la Transfiguración.  ¿Pues, qué puede ella, por sí sola, sin apoyo, sin la mirada de Dios?  ¡Ah!, ustedes lo saben:  existen miradas, incluso humanas, que repentinamente nos visten de esplendor.  La mirada espiritual ennoblece, la mirada vulgar rebaja y rasga los vestidos.  Vayamos a ver a un santo:  ¿qué sucede?  Al principio nos sentimos confundidos por conversar con un interlocutor que penetra nuestra alma;  quizás nos sintamos indignos, cubiertos de polvo, demasiado impuros para acercarnos a él;  allí estaremos, incómodos.  El nos mira, y lo que era vulgar se desvanece, nuestro modo de hablar cambia, nos sentimos aliviados, distendidos, los problemas insolubles se alejan.  Conocí a un sacerdote que había llegado a la santidad;  desde el punto de vista de su porte, de su elocuencia, de su cultura, era como cualquiera.  Tomaba a menudo con él el tren de Meudon.  ¡Indudablemente era un hombre hermoso!  Con su cara vulgar y su sotana algo raída y gastada, exhalaba belleza desde el primer contacto.  Estaba apoyado en el Bienamado.
“Cenicienta” 
Permítanme una paradoja más allá de cualquier novelería, y sin embargo esencial:  la filosofía, la metafísica y la teología, que vinculan al Dios creador con la criatura, son un canto de amor.  Bien lo sabe la mentalidad popular que representa en sus cuentos a una princesa dormida a quien despierta su bienamado, o al hijo de un rey que se prenda de una jovencita que no es nadie, de una pobre adolescente, y descubre de pronto que su “Cenicienta” es la más hermosa;  encuentra la belleza donde no esperaba hallarla.
Dios encuentra esta belleza única en el “desierto”, y le otorga su apoyo.
Exhortación a la belleza 
He advertido que ciertos cristianos, demasiado familiarizados con las cosas sagradas _sacerdotes, fieles_, pierden el gusto por la belleza;  ya no la ven, ya no la escuchan.  Una pizca de cinismo _y eso es innoble_, un algo de espíritu seminarista, el salmo citado a disgusto, una leve sonrisa, una alusión impura, y el veneno empieza a actuar.  Amigos míos, cultiven en ustedes el gusto por lo hermoso;  eso los conducirá al clima de María, “que sube del desierto apoyada en su Bienamado”.  Mujeres, amen ustedes la belleza en el seno de la familia;  no es lujo, porque la belleza se conforma con poco;  ustedes tienen una misión de belleza.  El destino de los universos, de los espacios celestes, y el de todas las criaturas, piedras, plantas, animales, hombres o soles, es el alcanzar esta belleza a quien Dios dice:  te amo, eres hermosa.
Traición de la frágil Eva 
Esto en cuanto a la ontología;  pero la creación progresa.  La tierra-madre engendra formas al apoyarse sobre el Bienamado, y en su evolución el mundo produce formas más y más espléndidas, que están previstas por el plan divino.  Nuestros monstruos prehistóricos vivieron para probar la marcha de los seres hacia las formas perfectas.  Sí, todavía nos quedan algunos animales ridículos para recordarnos, precisamente, el trabajo que se realizó apoyándose sobre el Bienamado, el embellecimiento de la naturaleza.  Y para coronar esta belleza “evolucionante”, aparece la más hermosa, la más pura, de una belleza de niño, delicada, frágil, el último gesto de la creación:  Eva.  Ella era la Iglesia, ella era quien debía esperar ser amada por el Verbo, y ella lo traiciona con la serpiente.  Entonces se produce el divorcio entre Dios y la criatura.  Eva traicionó el amor de Dios.  Comprendan ahora el sentido de María:  hasta la divorciada puede, en ella, volver y unirse a su Dios.
María “materia” y María “redentora” 
María reúne las dos nociones:  el cumplimiento de la tierra-madre, y esa materia visitada por Dios.  Ahí reside la maternidad virginal.  María es también la redención, el rescate, la supresión del divorcio de Eva y Dios;  en ella, Eva regresa a su Esposo;  María borra la traición y la caída.
Leamos juntos un texto del Cantar de los Cantares:
“He aquí mi Bienamado que me habla y me dice:  levántate, apresúrate, mi bienamada, mi paloma, mi única belleza, y ven a mí”.
“He aquí mi Bienamado que me habla”, es la Encarnación del Verbo.
“El dice:  levántate”, es la Resurrección del Cristo, que resucita nuestra naturaleza.
“Apresúrate”, es su Ascensión.
“Mi bienamada, mi paloma”, es el mundo pleno del Espíritu Santo.
“Mi única belleza”, es el mundo transfigurado.
“Ven a mí”, es el mundo que se eleva hacia Dios para ser deificado.
Y otro texto:
“Es la voz de mi Bienamado, helo aquí, viene brincando sobre las colinas”.
“Es la voz de mi Bienamado, helo aquí, viene brincando sobre las colinas”, como el sol naciente, como la primavera.  Pues, ¿qué son las colinas sino la elevación de los seres humanos hacia Dios?  Y también el amor ardiente de Dios que brinca sobre las colinas.
Y más allá:
“Levántate, amiga mía, hermosa mía, y ven;  pues he aquí:  el invierno ha pasado”.
El invierno precede a la primavera, la esterilidad al nacimiento, el desierto a la fecundidad de los campos, y la noche marcha delante del día.  Todo comienza con el invierno, y todo acaba con la primavera eterna.
El vapor del deseo de Dios 
Y una última cita:
“¿Quién es la que sube del desierto como una columna de aromas?  Vapor de mirra y de incienso, de perfumes exóticos, alleluia, alleluia”.
Volvemos al gran misterio.  Al tiempo que da la libertad a su creación, Dios deposita en ella el deseo por El, y en María ese deseo se convierte en “columnas de aromas, vapor de mirra y de incienso, perfumes exóticos”, pues el deseo, como ustedes saben, es un perfume.
Tales son los textos con los que yo quería rodear mis palabras.
María, segunda Eva 
Volvamos ahora a la comparación de María y de Eva, de María y de la tierra.

Tomemos como maestro a San Ireneo:  nadie ha hablado mejor que él de María y de Eva.  El pecado se expresó en Adán y Eva.  Si el Cristo es el segundo Adán, se impone la segunda Eva.
Escrutemos más adelante:  ¿podemos poseer una visión completa de las cosas si eliminamos el elemento femenino?  Pero no somos ni femeninos ni masculinos _me replicarán ustedes_, ¿no dice el apóstol Pablo:  “No hay ni hombre ni mujer, ni griego ni judío”?  Es cierto, pero el Cristo, quien “recapituló” todo, era, pese a todo, un hombre.  Le hacía falta un complemento mujer.  Y comprobarán ustedes que ahí donde está la conciencia pura, la comprensión de María, ahí está también la conciencia de la Iglesia _nos enseña el Patriarca Sergio_, es decir el sentimiento de la unidad cósmica del mundo que será salvado.  Que el lugar de María sea diferente del lugar del Cristo, que el Uno sea Dios encarnado y la otra el ser humano deificado, es algo tan absoluto en el Evangelio que nos parece inútil hablar de ello;  pero cuando el Cristo sube hacia Su Padre, no nos abandona, porque en la Iglesia, a través de la persona de Juan, nos da una madre:  “He ahí a tu madre”.
LECCION 3
Semilla-palabra 
Nuestro Señor nos enseña, con la parábola del Sembrador, que la semilla es semejante a la palabra.  La misma realidad se manifiesta en dos planos diferentes.  La palabra y la semilla están profundamente vinculadas, hasta tal punto que se podría decir que la palabra es la semilla espiritual, y la semilla la palabra carnal.  Ambas son fecundas:  una, la carnal, sólo engendra lo carnal;  la otra, la espiritual, puede engendrar el espíritu y la materia.
En su primera epístola, el apóstol Pedro nos brinda esta admirable enseñanza:
“Habiendo purificado vuestras almas con la obediencia a la verdad para un amor fraternal no fingido, amaos de corazón intensamente los unos a los otros, como quienes han sido regenerados, no de semilla corruptible sino incorruptible, por la palabra viva y duradera de Dios” (1 Pedro 1,22-23).
Juan, predicador del Verbo, nos instruye:
“El que comete pecado, del diablo procede . . ., todo el que ha nacido de Dios no comete pecado, porque la semilla de Dios permanece en él” (1 Juan 3,8-9).
Nuestro Señor identifica la semilla con la palabra:
“La buena semilla es la palabra de Dios” (Lucas 8,11).
En los Evangelios sinópticos hay muchas parábolas sobre la semilla.  Indiquemos las de Mateo:  “el sembrador” (13,1-23), “la cizaña” (13,24-30), “el grano de mostaza” (13,31-32).
Las Santas Escrituras encierran un gran número de textos que vinculan orgánicamente la palabra con la semilla.  La Liturgia, teóloga orante, se sirve de muchas de ellas, significativas.  Aquí van algunas, extraídas de la liturgia de Sexagésima del antiguo rito de las Galias:
“El diablo ara nuestra alma por las pruebas.  El Cristo siembra la palabra de vida en nuestros corazones, alleluia”.
“Los que guardan la palabra de Dios en su corazón producen fruto con paciencia”.
“María guarda en su corazón las palabras celestiales, ella, que engendra sin simiente el cuerpo del Verbo”.
“¡Oh Verbo divino!  Tú siembras en mi alma el Verbo Eterno.  Tú Te siembras a Ti mismo en mi alma, Tú, nacido sin simiente de la Virgen, nacido para sembrarte en la tierra por tu cuerpo, y en el abismo de la muerte por tu alma, para resucitar el mundo.  ¡Oh Sembrador, oh Simiente, oh Verbo, concédenos que llevemos el fruto de penitencia en la esperanza de la resurrección!”.
Eva sembrada por Satanás 
Cuando Eva escucha las proposiciones del diablo y las acepta, es “sembrada” espiritualmente por Satanás.  La virgen Eva pierde la virginidad tan pronto da su adhesión a esa palabra.  Y cuando lean ustedes que el pecado original es una especie de adulterio, no lo relacionen a un acto físico entre Adán y Eva, ya que antes del pecado Dios les ordena: “multiplicaos”, y “dos serán una sola carne”.  Ese adulterio no es para nada la consecuencia de una unión de los cuerpos, sino la de la concupiscencia espiritual, mediante la palabra, entre Eva y el demonio.  Eva se convierte, por medio de su oído, en la amante del diablo.  Ha traicionado su unión con Adán, y a través de él su unión con Dios.  La humanidad es, por un lado, el producto de la simiente humana, esto es, de Eva y Adán, y por el otro, de la simiente-palabra diabólica, lo que permite exclamar al Cristo:  “Sois los hijos del diablo”.  El diablo es, espiritualmente, nuestro padre ilegítimo.  Considerados desde este ángulo, los “hombres nacidos en el pecado” son, al mismo tiempo, hijos de sus padres y del príncipe de iniquidad.  La Encarnación nos arrancó de la paternidad diabólica.  Por medio del Verbo, de la Palabra increada, de una nueva simiente, nos restablece como hijos de Dios.  De nuevo podemos decir “Padre nuestro”, porque no somos ya hijos del tentador.
Fecundidad verbal 
La conducta de Eva y del padre de la mentira condujeron el mundo a la espiritualidad satánica.  El bautismo y todos los exorcismos de los sagrados ritos luchan de nuestro lado, y por eso renunciamos a Satanás como maestro;  la Iglesia extirpa su simiente y sus palabras de nuestros corazones mediante la Palabra del Evangelio y la compasión encarnada del Verbo.  ¡Tengamos cuidado!  Los que se dejan llevar a expresiones vanas cometen adulterio activo, y los que les prestan oídos adulterio pasivo.  Es particularmente peligroso tirar al aire palabras capaces de sembrar el mal;  diré más:  las mismas palabras sagradas no deben dispersarse.  “No arrojéis perlas a los puercos”.  Esta es la técnica, éstos los mandamientos con respecto a la palabra escuchada y dicha.  Los espíritus livianos que se imaginan que el acto carnal es algo y la palabra no es nada, cometen un craso error.  La palabra es poder, la palabra precede a la simiente carnal.  El Génesis no nos enseña que Dios “sembró” el mundo, sino que Dios dijo.  “Dios dijo:  que la tierra produzca según su simiente”.  Antes del ritmo natural, físico-biológico, existía la fecundación verbal.  Sílabas articuladas crearon el mundo.
María acepta doblemente el mensaje angélico.  Primeramente acepta las palabras que trae Gabriel en nombre de Dios;  luego, recibe en su corazón las Palabras del Espíritu y del Verbo.  ¿Comprenden ahora por qué el Verbo fue carne?  El pecado es el resultado de otro verbo clavado en la carne, pero que no fue carne.  La diferencia es indefinible.  El Verbo se convirtió en nosotros, idéntico a nosotros, para unirnos a El;  el otro penetró en nosotros como un parásito asesino.  Esta observación indispensable nos abre las comparaciones entre Eva y María.
Virginidad natural y virginidad espiritual 
María substituye a veces a la tierra primordial, y a veces a Eva.  En ciertos casos, María y Eva se confunden;  a menudo, se oponen.  Vírgenes son las dos, o más bien las tres, o más bien las cuatro:  la tierra, nuestra madre;  Eva, nuestra madre;  María, nuestra madre espiritual;  la Iglesia, nuestra madre.  Las cuatro inicialmente son vírgenes.
Consideremos a Eva y María.  La primera es virgen por naturaleza, la segunda no lo es por naturaleza, sino por conquista.  En esto, el dogma de la Inmaculada Concepción presenta una profunda falla.  Declara, en efecto, que Dios, en vista de los méritos de Nuestro Señor Jesucristo, preservó a María del pecado.  Si fue preservada, no lo conquistó.  María es la virgen adquirida por toda la humanidad, en eso es imagen de la perfección espiritual, y elegida a causa de ello como fundadora del Monte Athos.  Naturalmente pura, lo es también voluntariamente.  Distingamos esas dos virginidades:  la no tocada todavía, y la que no quiere ser tocada.  Si María _como lo anuncia el dogma romano de la Inmaculada Concepción_ hubiera sido preservada del pecado original sin acción libre de su parte, todo el sentido de su virginidad quedaría destruido.  Una virgen libremente perdida, Eva, debe ser recuperada libremente;  sólo se puede borrar lo realizado libremente en el mal mediante un acto libre en el bien.  Si es Dios, y no la humanidad, quien construye la virginidad de María, ¿qué necesidad tenía Dios de esperar a la Virgen?  ¿Por qué no suprimió simplemente la libertad?  San Gregorio Palamas dirá que la mayor asceta y conquistadora de la perfección es María.  Y el Patriarca Sergio, teólogo eminente de nuestra época, insistirá:  la Virgen no es un instrumento pasivo entre las manos divinas;  avanza conquistadora como, en cierto modo, Catalina de Alejandría.  Me replicarán ustedes que la gracia de Dios inundaba a María;  sin duda, pero había un encuentro.  ¿Si sólo fuera pasiva, cuál sería el papel de la humanidad que ella representa?  Si llevamos ese dogma romano de la Inmaculada Concepción a sus últimas consecuencias, ningún esfuerzo, ninguna conquista, ninguna evolución espiritual tendrían ya sentido.  Si “los méritos del Salvador” son los únicos capaces de liberarnos, descansemos, entreguémonos al “dolce far niente”, como dice la expresión popular.  ¿Y por qué unos se salvarían y otros no?
La Madre de Dios es “más venerable que los querubines” porque ella es una elevación constante, porque sube los quince peldaños del Templo hacia el Santo de los Santos.  Portadora de sabiduría y claridad, esta plenitud humana fue preparada desde su infancia por toda la humanidad.
María, la Conquistadora 
María trabaja, se concentra, guarda en su corazón la enseñanza divina, alcanza el apogeo de la labor interior, y sus breves y luminosas respuestas al Arcángel encierran la sabiduría total.  Eva se deja atrapar ingenuamente.  Satanás le habla, y ella escucha.  No se da cuenta de lo que pierde, le otorga confianza, olvida a Dios.  María, en cambio, replica a Gabriel:  ¿cómo va a pasar?  Pregunta, reflexiona, acepta.  El Proto-Evangelio de Santiago nos relata que ella leía sin cesar las Escrituras, especialmente a Isaías.  Su alma se cincelaba poco a poco.  La conducta de Eva y de Adán, tal como la cantamos en la fiesta del Santo Encuentro (la Candelaria), sólo es “puerilidad” (San Ireneo).  Reaccionan como niños sin experiencia.
Si oyen ustedes decir que la virginidad es lo que no ha sido tocado, o lo que es virgen de nacimiento, no lo crean.  La virginidad puede adquirirse, pues _afirma el Señor_ “aún si vuestros pecados fuesen como el carmín, se harán más blancos que la nieve”, desaparecerán integralmente.  Suponer que la virginidad es un don natural, es una concepción falsa.  Pensemos en la “selva virgen”:  inquieta, inculta, hervidero de vidas desconocidas, mundo en formación, no ordenado todavía por la mano del hombre.
Dios prefirió colocar al primer hombre en el paraíso celestialmente preparado.  El Paraíso era algo así como un dibujo hecho en puntos, que deben ser unidos para acabarlo, un ensayo que le permitía a Adán aprender a cultivar.  El caos y la virginidad natural son, en cambio, informes y oscuros.  ¡Qué confusa puede sentirse una joven virgen! (hablo de virginidad natural, no de la espiritual).  La Virgen, al contrario, se alza como la Flor cultivada, el Jardín, el Paraíso en donde _anuncia la Escritura_ “la Sabiduría justifica a sus hijos”.  Ella es maravillosa porque, ser humano como nosotros, desde la infancia tendía a preservarse voluntariamente, a obrar con prudencia y sabiduría.  Poseía, es cierto, la Gracia, sin la que nada podemos, pero la Gracia tampoco puede nada sin nuestro esfuerzo.  El Bienaventurado Antonio de Voronesh decía:  “Cuando ofrecemos a Dios una vela de dos centavos, nos devuelve la luz de una de cuarenta rublos”.  Es verdad, siempre que haya habido una vela de dos centavos.  La Virgen no dejará nunca de progresar hasta la Asunción, su última conquista.
La virgen imprudente y la virgen sabia 

Estas son, pues, las dos virginidades:  la imprudente, que por el oído acepta la simiente del verbo diabólico, y la sabia, la prudente, que recibe el Verbo eterno;  la primera, inmaculada por naturaleza;  la segunda, inmaculada por salvaguardia.  Si Eva se hubiera reservado solamente para Dios, no hubiera podido escuchar al diablo:  el tentador no le hubiera interesado.  Quien ama a Dios, solamente a El escucha, sólo a El se remite, íntegramente.  Un simple enamorado, ¿puede escuchar otras voces además de la de su amada?  La virgen insensata y la Virgen sabia son madres ambas:  la una, después de su conversación con Satanás;  la otra, tras su diálogo con el Arcángel Gabriel, pues el drama no está, como imaginamos, en el nacimiento de Caín y Abel, sino en que el demonio se instale, en lugar del Verbo, en el corazón del hijo mayor de Eva.
La Biblia nos habla de dos árboles en el Paraíso:  el del conocimiento del bien y del mal, en el que está enrollada la serpiente, y el de la Vida, la Cruz en donde está clavado el Cristo.  La serpiente del árbol del conocimiento del bien y del mal hace de Eva la madre de quienes van a la muerte; el Cristo hace de María la Madre de quienes van a la Vida eterna.
LECCION 4
Espejo 
En las Santas Escrituras, en la literatura patrística y en los cantos de la Iglesia, encontramos diferentes analogías entre Eva y María, y entre Eva y la Iglesia.  Yo las definiría como “analogías directas”, o “positivas”: virgen y Virgen, madre y Madre, etc.;  y “analogías opuestas”, o “negativas”:  Eva engendra la muerte, María la vida;  Eva es imprudente, María sabia, etc.  Están, por último, las analogías ni por semejanza ni por oposición, a las que yo llamaría “analogías de reflejo, de espejo”.  Entrevemos aquí el fascinante misterio del espejo, en el que no podemos detenernos demasiado esta vez.  Indiquemos solamente un ejemplo, que nos ayudará a penetrar esta misteriosa “analogía del espejo” y a recibir su beneficio.  San Gregorio Palamas considera que la creación es el espejo de Dios.  La característica del espejo consiste en que lo que está a la derecha aparece a la izquierda, y viceversa:  consideren ustedes todo lo que puede provocar la aplicación de ese concepto a nuestro universo.
Al aceptar las engañosas palabras de Satanás, cerca del árbol, Eva se convierte en madre de los que mueren;  el Cristo, desde el árbol de la Cruz, hace de su Madre _a través de Juan_ nuestra madre, y ella se convierte en madre de los vivientes, de la raza nueva.  Eva es la esposa de Adán, quien, modelado con tierra por Dios, tiene como madre al limo;  la Virgen es la madre, no la esposa, del Segundo Adán, y la Iglesia, surgida del costado lacerado del Salvador, y reflejo de María, será la Esposa de Nuestro Señor.  Este ritmo de inversión de lo que fue, es una restauración.  La armonía de los hechos se forma de nuevo:  Eva cede el lugar a María, Madre del Nuevo Adán;  Eva, esposa del hombre “potencialmente” deificado, contempla a la Virgen, Madre del Hombre-Dios según la naturaleza.  Detrás del misterio de la encarnación y de la redención, vemos, pues, cómo se perfila el misterio del espejo.
 Adquisición de la maternidad 
Podríamos decir que si la “mariología” comienza en Eva por la esposa, termina en la maternidad.  La humanidad, al evolucionar hacia el Cristo y el mundo transfigurado, se aproxima a la maternidad divina.  En el curso de ese trayecto, los seres que se espiritualizan superan el sexo:  las Santas Mujeres actúan con una espiritualidad masculina, y los Santos se sirven de una intuición femenina, de una delicadeza maternal.  El que asciende hacia Dios no es más, específicamente, varón o mujer.  Curiosa comprobación:  el progreso está imantado por la maternidad;  el apóstol Pablo ya escribía a los Corintios:
“Yo soy quien os ha engendrado” (1 Cor 4,15).
y a los Gálatas:
“Hijitos míos por los que siento dolores de parto” (4,19).
La caridad que distribuye la gracia es maternal.  El sentimiento del pastor frente a sus fieles, amigos míos, es una imagen de esa maternidad.  No sólo es el padre de sus hijos:  los lleva en sus entrañas.  Permítanme la audacia de esta expresión:  como María, él es virgen y madre.
San Agustín reza 
En la misa del día de Navidad, según el antiguo rito de las Galias, encontramos una Bendición de los fieles atribuida a San Agustín que refleja, efectivamente, el espíritu del obispo de Hippona.
“Señor, nacido hoy para nuestra salvación de la Virgen María, haz que tu pueblo santo, aquí presente, reciba también la gracia de ser virgen y madre.  Amén.
Virgen por la fe integra, que te confiesa verdadero Dios y verdadero hombre.  Amén
Madre por la caridad, que lleva en sus entrañas los mundos fatigados y agobiados.  Amén.
Que este pueblo dé a luz, sin semilla de avidez, la generosidad fraternal.  Amén.
Que sea bueno para los hombres, que sea bueno también para los animales, que vieron hoy a su Creador acostado en el pesebre.  Amén.
Que ame los cielos, adornados hoy por los ángeles y el astro inmaterial.  Amén.
Que bendiga la tierra, más hospitalaria que las ciudades humanas, que Te abra hoy una gruta, a Ti, Salvador y Liberador nuestro, Jesucristo, consubstancial con el Padre y el Espíritu Santo, en los siglos de los siglos.  Amén.”
Doble exigencia en el hombre
“Virgen fecunda y madre intacta”, cantan las plegarias del rito de las Galias.  Esta noción impregna a los actos más simples de nuestra vida cotidiana;  nos indica que lo que nos mueve, consciente o inconscientemente, es el deseo de esta única solución:  ser madre intacta y virgen fecunda, virgen-madre.  La elevación del alma va en alas de algo leve, así como en el arte, búsqueda de lo auténtico, lo no-mezclado, lo no-confundido.  El amor humano busca lo único, y ¨único” significa entonces pureza, pues la pureza es necesariamente íntegra.  Esta aspiración hacia lo único se revela en las ciencias, del mismo modo que en el amor: escrutamos para descubrir la ley única, no porque ella sea necesaria, sino porque encarna una urgencia del pensamiento lógico.  Queremos, exigimos, esa formula, piedra filosofal que nos comunicará la respuesta última.  Y simultáneamente, junto a este único, a este inmutable, el alma anhela ardientemente la creación o engendramiento, la manifestación, la floración.
La espada que traspasa el alma de María 
Pero la Virgen fecunda y la Madre intacta, ¿debió, como Eva, sostener el combate contra Satanás?  ¿Fue tentada?  ¿Dudó?
San Simeón le dice, proféticamente:  “una espada te traspasará”.  Ella acepta esta espada, dolor de una madre al pie del árbol de la Cruz, pues conserva su integridad;  pero en el momento de la crucifixión da prueba de cierta duda.  ¿Resucitará?  La Iglesia nos ha transmitido ese sentimiento en un cántico del Viernes Santo:
“Viendo a su Cordero arrastrado a la inmolación,
María, consumida de dolor, se lamenta.
¿Adónde vas, hijo mío?
¿Por quién recorres este duro camino?
¿Debo acompañarte o esperarte?
¡Dime una palabra, oh Verbo!
¡No pases en silencio!
¿Habrá otra boda en Caná?
¿Volverás a convertir para ellos el agua en vino?
¿Debo acompañarte o esperarte?
¡Dime una palabra, oh Verbo!
¡No pases en silencio!
Responde a la que Te engendró siendo virgen.
¡Tú eres mi Hijo y mi Dios!
¿Debo acompañarte o esperarte?
¡Dime una palabra, oh Verbo!
¡No pases en silencio!”
y la respuesta del Cristo, en otro canto:
“No llores, oh Madre,
voy a resucitar y a glorificarte.”
Ofrezcamos la palabra de la Iglesia:
“Al contemplar en la Cruz al Cordero, al Pastor, al Salvador del mundo, la que lo había traído al mundo dice, bañada en lágrimas:  El universo se regocija al recibir la liberación, pero mis entrañas se secan cuando contemplo Tu crucifixión;  Tú la sufres por todos, Hijo mío y Dios mío.”
“Viendo la Cordera a su Cordero inmolado, fue herida de espada y se deshace en gemidos, llevando al rebaño a llorar con ella:  ¡Oh Dios y Verbo, oh mi Alegría, cómo podría soportar ver tu mortaja durante tres días!  ¡Mis entrañas se desgarran de duda y dolor!
¿Quién me dará un manantial de lágrimas _exclama la Esposa de Dios y Virgen_ para que yo llore a mi dulce Jesús?
¡Colinas y valles, y vosotros, multitudes de hombres, llorad!  ¡Universo, laméntate conmigo, la Madre de Dios!
Unica entre todas las mujeres, yo Te puse en el mundo sin dolor, Hijo mío, mas ahora sufro la pena intolerable de Tu Pasión.
¡Ay, Hijo mío!, decía la que no conoció hombre, yo Te creía Rey y Te veo en la Cruz, como un condenado.  Al menos, eso me anunciaba Gabriel cuando voló hacia mí y me dijo que el reino de mi Hijo y de mi Jesús sería eterno.
La profecía de Simeón se cumple, ¡tu espada ha traspasado mi corazón, Emmanuel!
Contemplando tu muerte, ¡oh Cristo!, tu Madre Inmaculada gemía amargamente:  ¡oh, Vida, no te demores en la muerte!, ¡oh, mi dulce Primavera, mi dulce Hijo, hasta dónde ha descendido tu belleza!”
Entonces, el Hijo responde:
“Yo sufro, oh Madre, para liberar a Adán y a Eva, no llores más.”
Y María:
“Glorifico tu soberana Pasión, oh Hijo.  Resucita, oh Compasivo, para arrancarnos de los abismos del infierno.
¡Apresúrate a resucitar, oh Verbo, para poner fin al dolor de la que Te concibió virginalmente!”
María, la Victoriosa 
María nunca se aventuró a un combate contra la incredulidad.  Sin embargo, sutil, profundamente, su ruta es difícil.  Ella soporta la crucifixión espiritual y la atraviesa mediante una victoria sucesiva.  La Iglesia nos lo enseña cuando afirma que la Madre del Verbo, una vez salida de este mundo, es invencible;  ningún demonio puede acercarse a ella, la Victoriosa, no solamente porque fue portadora de Dios, sino porque además ganó la batalla, íntegra en la fe, íntegra en la fidelidad, íntegra en la obediencia.  Las almas de los difuntos le son confiadas.  ¡Veámosla descender hasta los abismos del infierno para consolar las penas!  Nada puede tocarla, nada puede detenerla.  Es una virtud que conquistó.
La nota acorde 
Otro pasaje del Evangelio, menos percibido, nos presenta uno de los aspectos del combate de la Virgen.  Ella advierte que el Niño Jesús no la ha seguido;  se inquieta como una madre y, alentada por José, lo reprende con dulzura cuando lo encuentra en el Templo entre los doctores de la Ley.  Lucha entre la maternidad natural, que teme, y el abandono a su Hijo y su Dios.
Es muy difícil definir la “duda” de la Virgen.  ¿Es realmente una duda?  De ningún modo.  ¿Incredulidad?  ¡De ningún modo!  ¿Y entonces?  En el mayor de los actos humanos siempre hay, no sé cómo explicarlo, una cuerda tendida entre dos extremos.
Pongamos un ejemplo:  las virtudes teologales, fe, esperanza y caridad.
La fe está tan lejos de la credulidad del ingenuo, del inexperto, del niño que “cree en los Reyes Magos”, como de la incredulidad y el escepticismo.  El engañado y el idealista son dos tipos anti-creencia o, más exactamente, anti-fe.  La fe es una tensión entre las dudas, suscitadas a cada instante, y la confianza en el Cristo.  La fe es lúcida, la credulidad, ciega.  La fe resiste los embates y las pruebas, la credulidad se hace trizas.  El incrédulo es una víctima de la credulidad engañada.
La esperanza, igualmente, no es optimismo (“¡todo será para bien!”), ni desesperación pesimista dominante (“¡adónde va el mundo!”);  ella es una superación permanente de las desilusiones, la espera firme en la realización de las promesas del Cristo.
Una y otra, fe y esperanza, son cuerdas que suenan afinadamente, acordadas abajo por la prueba de la duda, y arriba por la Gracia.  Conquista y don coexisten en ellas, produciendo un armonioso sonido.
Análogamente a la fe y la esperanza, resuena la caridad.  Fruto de la victoria perdurable sobre las pasiones, unida a la alegría divina.
María trasciende la credulidad y la duda con la fe victoriosa y gratuita.
 Tentación de María 

La Madre de Dios está en perpetua lucha, sometida a tentación a cada instante;  hay en ella un eco de la tentación de Eva y de la tentación del Cristo, de un modo más concentrado, misteriosamente, durante los años que pasó en el Templo.  Y porque ella rechaza sin respiro el llamado insinuante del diablo, puede aceptar las proposiciones del arcángel Gabriel.
Durante el bautismo, antes de responder a la pregunta:  “¿Quieres unirte al Cristo?  Sí, quiero”, renunciamos a Satanás, a su orgullo y a su pompa.  Antes de tener la posibilidad de responder al mensajero celestial:  “Yo soy la esclava del Señor”, y de escuchar sin riesgo las palabras de Gabriel, la Virgen debió sostener otro diálogo en el Templo;  necesitó responder “¡no!” al enemigo.  Pues para decir en plenitud ¡sí! a la salvación, hay que haber dicho ¡no! al príncipe de iniquidad.  Entrevemos, como detrás de un velo, este elemento de tentación al que generalmente no se alude.
La primera madre dice “sí” al padre de la mentira.  María responde “no”.  Ella elige a Dios para nosotros, a Dios totalmente, sin sombra de compromiso.
LECCION 5
Sin padre 
Según la Biblia, el primer hombre no tiene padre terrestre;  la naturaleza es su madre, y el Creador su Padre celestial, no ciertamente según la naturaleza divina, sino según la voluntad divina;  del mismo modo, el Segundo Adán tampoco tiene padre terrestre.
Adán no es sólo el primer hombre esculpido;  leemos en el segundo capítulo del Génesis que es asimismo el prototipo del universo.  Ese universo, dirá el apóstol Pablo, está hecho a la imagen de ese hombre preeterno (“pre” entendido en el sentido de antes de la formación del mundo, y no del más allá del tiempo, en el sentido divino), hecho él mismo a imagen de Dios.  Adán no es sólo un individuo entre otros, es “pan-hombre”, hombre “colectivo” que concentra en él a la humanidad total.  Por lo tanto, podemos deducir que la humanidad en su origen, en su totalidad, no tiene padre terrestre.  De este modo, cada uno de nosotros puede decir:  como hombre, nací sin padre, y como uno de los hombres, nací de un padre.
Del mismo modo, el Cristo será un individuo “bajo Poncio Pilato”, un predicador llegado de Galilea, nacido en Belén, Jesús de Nazaret y, simultáneamente, el hombre total, Hijo del hombre.  Pablo precisa:  “todos hemos muerto en Adán, y todos hemos resucitado en el Cristo”.  ¿Habría podido anunciar esta verdad si Adán y el Cristo hubieran sido solamente individuos?
San Juan escribe en su Prólogo:  “el Verbo se hizo carne”, es decir, materia, cuerpo, humanidad, criatura en sentido objetivo y universal;  y añade:  “habitó entre nosotros”, esto es, como individuo, como “Jesús de Nazaret”.  Jesús de Nazaret es el “pan-anthropos”, el hombre universal.
El Segundo Adán debía ser conforme al primero, es decir:  hombre sin padre terrestre, pero poseedor de una madre, la materia.  En la creación, los vínculos entre madre e hijo preceden a los de la pareja.
 Preludio de la caída de Adán 
La idea de la separación de Adán en hombre y mujer es posterior a la creación del primer hombre sin padre ni esposa.  El “desdoblamiento” de Adán no debe considerarse como algo acabado, el último rasgo de la perfección de la criatura, sino más bien como un preludio de la caída.  ¿Por qué?  Como frecuentemente he comentado en mis cursos, Dios propone a Adán que encuentre su complemento en el mundo inferior a él:  en el animal, en la naturaleza, a fin de humanizar el cosmos.  El hombre prefiere nombrar a los animales, y poseer un complemento que le sea igual.
Esto ya preludia la caída:  es rechazar el plan divino, que preveía las bodas de lo superior y lo inferior con el propósito de elevar a éste hacia aquél.  Las bodas que el Creador quería no eran las de Adán y Eva _y la misa de esponsales alude a ello_ sino las nupcias de Dios y su criatura, del Cristo y la Iglesia, del espíritu y la materia, de Adán y la naturaleza, para que lo inferior alcanzara en igualdad a lo superior.  Adán declina la proposición divina;  ¿advierten ustedes en esto la sutil analogía con la caída del diablo?
“¡Aléjate, Satanás!” 
También Satanael rechazó ese pensamiento divino;  la caída orgullosa del más grande de los serafines residía en el rechazo de la humillación de la Encarnación de Dios, y no solamente en su deseo de ser como Dios.  En el evangelio de San Mateo, el Cristo dice a Pedro:  “¡Aléjate, Satanás!”  ¿De dónde proviene esta extraña dureza del Señor con respecto a aquél a quien ha dicho un poco antes:  “¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás . . ., tú eres Pedro!”.  Porque Pedro, tras haber recibido del Padre Celestial la revelación de la divinidad del Cristo, deslumbrado por ella, rechaza la humillación del Hijo de Dios, y refleja así la tentación primordial de Satanael.  Dios se despoja, desciende en la materia, hacia su criatura, para hacerla ascender a su diestra.  La misma economía se le planteó a Adán frente al cosmos.
La naturaleza, esposa del hombre
             El destino del hombre es el de desposar al cosmos, y colocarlo en el nivel humano.  Los cuentos de hadas respiran una cierta nostalgia por lo que el hombre no supo cumplir . . ., los animales hablan y, en los relatos más antiguos, las plantas cantan . . .  Los animales se humanizan, las plantas se animizan (ánima, alma).  Recuerden ustedes palabras proféticas como las que leemos en la fiesta de la Teofanía:  Las montañas brincarán como majadas de cabritos, y los árboles aplaudirán el espectáculo maravilloso de la venida del Cristo:  el elemento inanimado, o casi inmóvil, entrará en movimiento y bailará.  El mundo no será sólo el paraíso de los espíritus, en él la naturaleza adquirirá progresivamente las cualidades superiores;  entonces veremos que la materia bruta, como esta lámpara que me alumbra y las máquinas, “se evangelizan” . . .
Desdoblamiento del ego 
Volvamos a Adán.  El rechaza esas nupcias con el mundo inferior.  Dios condesciende a esta primera restricción de su alma.  No es una desobediencia, no es aún el pecado, la elección del mal.  Es la elección del bien fácil, una debilidad, podríamos decir.  Adán aspira a un amor, propio de él.  Entonces, Dios lo adormece:  primer sueño, primera inconciencia.  ¿Y qué sucede?  La mujer sale del costado del hombre.  ¿Y que dice Adán?  ¿Cuáles son sus primeras palabras?  Nada sublimes, dignas mas bien de un fulano cualquiera, ¡y tan lejos del Cristo, de la revelación divina!  Exclama:  “hueso de mis huesos, carne de mi carne”.  ¿Qué ha sucedido en realidad?  Adán tiene un complemento, Adán es dos . . .  ¡Magnífico!  Pero ese complemento . . ., ¿de qué fue hecho?  Ese complemento es la ampliación de su “yo”.  Adán no sale de sí mismo, pues Eva salió de Adán.
El amor verdadero es, precisamente, salir de sí mismo, dirigirse hacia algo totalmente distinto.  Cuando Dios comenzó a crear nuestro cosmos, no lo creó sublime;  lo sacó de la nada, otro, diferente.  De allí ese amor de Dios por ese mundo informe que El forma.  Eva, en cambio, es la prolongación del hombre.  Doble aspecto de la pareja, masculino y femenino:  por un lado, complemento; por el otro, ampliación del ego.  ¿Será acaso por ello que los enamorados son generalmente egoístas?
Rescate por la muerte 
La tierra produjo a Adán.  Nosotros penetramos en otro ritmo, el de la Gracia de Dios, el del aliento de Dios, el del amor de Dios.  Y esa cosa vil, la tierra, se transforma poco a poco en plantas, en animales, para culminar en forma de hombre.  El pensamiento de Dios la ensalza.  Y he aquí el no-reconocimiento, la ingratitud casi, de Adán.  Lejos de sumergirse en ese ritmo, él reclama:  quiero una compañera hueso de mis huesos.  ¿Acaso no fue él mismo sacado del limo?  Dios se lo recuerda:  ¡Atención, te negaste a levantar la naturaleza hasta ti!  Después del pecado, le dice:  “Polvo eres, y al polvo volverás”.  La muerte del hombre es una especie de rescate:  vuelve a ser lo que hubiera debido exaltar.  El Todopoderoso no le impuso el amor a lo inferior; se lo propuso.
Madre e hijo 
Los lazos entre madre e hijo, en sentido elevado, son más entrañables, más ajenos a toda impureza, que los de los esposos.  Hemos visto a criminales adoptar súbitamente una actitud de pureza absoluta hacia su madre.  Sería interesante destacar ejemplos de esto en la historia y la literatura.  Por eso es que el Hombre, y luego el Hijo del Hombre, no pudieron nacer de una pareja, de un “yo” agrandado.  El Cristo debía nacer de algo distinto, cósmico, universal, salido de la Maternidad, de la Mujer, para ser plenamente hombre, sin deficiencias;  de otro modo, hubiera sido hombre con el pecado o, por lo menos, con el pregusto del pecado, con la carencia de verdadero amor, fruto de esa unión semiegoísta.
No quiero disminuir de ningún modo el valor del matrimonio.  “Ese misterio es grande por su relación con el Cristo y con la Iglesia”.  El es el icono sagrado del amor de Dios por su criatura, el símbolo vivo de la economía de nuestra salvación, pero nos hace falta reconocer la justicia divina.
Efectivamente:  si la sentencia de la muerte después del pecado (retorno a la tierra) obliga a la raza adámica a volver a ser lo que no quiso ser, semejante a quien hubiera debido ser su bienamada, las relaciones entre hombre y mujer, por la misma sentencia divina, se transforman en relaciones desiguales:  el hombre domina a la mujer, la protege, y la mujer, sometida al hombre “personifica” al cosmos;  esposa-esclava, sigue siendo, sin embargo, reina en la maternidad.  Y así Dios tuvo la última palabra.  Esto debe hacernos pensar . . .  ¿Vale la pena desobedecer su voluntad?
Tres nacimientos humanos 
Tengo que hacerles notar que el mandamiento:  “Multiplicaos y poblad la tierra” no fue dirigido a la pareja en el primer capítulo del Génesis, sino al Humano, es decir, al andrógino.  Es pues un mandamiento totalmente diferente, una forma de nacimiento totalmente diferente a la que sobreviene luego.  Hay tres formas de nacimiento: nacimiento antes de la caída, nacimiento después de la caída, y nacimiento mariano.  No puedo hoy detenerme en este punto;  solamente lo menciono.
La esfera de múltiples ventanas 
Además del “yo agrandado”, la pareja encierra un elemento más grave del que no he hablado:  la ruptura con el pasado.  El texto bíblico dice:  “El hombre abandonará padre y madre y se unirá a su mujer, y ambos serán una sola carne”.  Se impone una entidad nueva, y tan fuerte _dos enamorados, una nueva familia_ que le es necesario romper con el pasado para ser ella misma.  El Cristo recapitula en El todo el pasado.
La pareja, la nueva generación, es ajena a la antigua generación (“heredad excluida”).  La unidad de la pareja está animada por una potencia tal, que cuando Eva se prostituye con las palabras de Satanás, Adán no se divorcia, ni siquiera protesta: la sigue.  Pero, me preguntarán ustedes, ¿con qué rompió Adán?  Con Dios y su mandamiento, en nombre de la nueva entidad de la pareja, de una mónada formada por dos.
Imagínense a la pareja como si fuese una esfera provista de una minúscula ventana de hospitalidad _una ventana, no una puerta_, y al Cristo como el dueño de una esfera cubierta de multitud de ventanas, semejantes a puertas abiertas de par en par, sin trabas para penetrar por ellas.  “Yo soy la puerta.  Si alguien entra por Mí, será salvo”, entrará y saldrá, y encontrará praderas cubiertas de verdor”.
 Tres eras 
Insisto;  existen dos clases de esponsales:  el matrimonio que Dios propuso a Adán, con el superior unido al inferior para hacerlo ascender hasta él, y el que Adán reclamó al Creador, con el semejante ampliado en el semejante, la pareja.  Tras el Segundo Advenimiento, y la transfiguración del cosmos, arribará un tercer período:  viviremos bajo el aspecto de hija.  El mundo llegará a ser Hija de Dios.  Noción todavía bajo un velo, que yo no quiero tocar.

Tres “eras” misteriosas”:  la nuestra, la de la maternidad (madre-naturaleza, madre-María, madre-Iglesia);  el Segundo Advenimiento, las nupcias del Cristo con su criatura (era del Esposo);  y la era futura, la era de la “Hija de Dios”.
Volvamos a los términos masculinos:  la paternidad es Dios;  el esposo, el vínculo de Dios con el mundo;  el hijo, la realización divino-humana.  Por último, el término femenino:  la esposa, el vínculo del mundo con Dios.
¿Por qué las Escrituras y la Iglesia dan a Dios nombres masculinos _Padre, Hijo_, a Quien está más allá de los sexos?  Comprendemos que Dios es invisible, pero ¿por qué Padre eterno, Hijo eterno, y no hija eterna, madre eterna?  Además, la Iglesia siempre se ha opuesto a las tendencias “femeninas” en la Trinidad, por ejemplo.  ¿Es que Nuestro Dios es masculino?  No, ciertamente; nuestro espíritu es ya asexuado, y los ángeles no son ni hombres ni mujeres.
Trataré esta cuestión la próxima vez.
LECCION 6
Más allá de los sexos 
Hemos planteado una cuestión espinosa:  ¿por qué revelan las Santas Escrituras _qué digo_, por qué Dios Mismo se revela a través de nombres masculinos:  el Padre, el Hijo, y no a través de nombres femeninos:  la madre, la hija, El, que está más allá de la distinción de los sexos?  Es verdaderamente absurdo introducir en la Divinidad la menor alusión a un sexo natural: ya los ángeles y los espíritus humanos no tienen sexo.  Y escribe el apóstol Pablo:  “En el Cristo no hay ni hombre ni mujer”.
¡Lejos de nosotros el impío pensamiento de que el sexo masculino está más cerca de la Divinidad que el femenino!  De esa Divinidad, que trasciende toda oposición, comparación o dualidad.  ¿Por qué, entonces, Dios se complace en llamarse Padre, y no madre, Hijo, y no hija?  Para mantenernos bien en la cabeza que en las Personas divinas no hay ni sometimiento ni pasividad.  Los calificativos femeninos tienen inevitablemente un dejo de “sometido”, o de “pasivo”.
Cuando el Hijo y el Espíritu se dan, se entregan;  Ellos se dan y se entregan libremente, soberanamente y activamente.
“Fue entregado o, más bien, se entregó libremente para la vida de todos”.  “Mira, Señor, a esta familia por la que tu Hijo, nuestro Señor Jesucristo, no vaciló en entregarse en manos de los malvados y someterse al suplicio de la cruz”, precisan los textos litúrgicos.
 Nada de pasivo en el Espíritu 
En hebreo, el Espíritu es femenino;  esta singularidad abre camino a las concepciones de femineidad en la Trinidad.  Algunos, tomando como fundamento esta singularidad de la lengua sagrada, pretendieron ver en el Espíritu a la Madre, situada junto al Padre, formando así, antropomórficamente, “una familia natural” en el seno de lo Inaccesible.  Otros, más sutilmente, sin emplear terminología femenina, identificaron al Espíritu con un Don, en vez de proclamarlo Dador de dones;  con el Amor, en vez de confesarlo Portador del amor;  así impusieron a la sublime relación trinitaria una Hipóstasis (en griego, “la Persona”) más o menos pasiva, más Divinidad que Dios.  Y en su aberración distinguieron, al hablar del Espíritu Santo, la espiración activa del Padre y la espiración pasiva del Hijo.  Olvidaban que esta dualidad entre activo y pasivo es una imperfección propia de las relaciones humanas.
El Espíritu Santo penetra todo, todo escruta, hasta las mismas profundidades divinas.  El no es sometido, sino que somete, en tanto que Dador de la Gracia.  El procura el ser, el movimiento, la evolución, la vida, la perfección.
¡Atención!  Santiago escribe que toda paternidad tiene su origen en el Padre de las luces, poniendo así de relieve la relación entre las paternidades y la Paternidad.  Santiago, por supuesto, habla de “paternidad” en sentido espiritual, más allá de todo sexo.
 La paternidad maternal 
No obstante, las imágenes femeninas y maternales no están totalmente excluidas de la Revelación de la naturaleza divina y de la acción del Creador.  Una serie de textos sagrados cantan las “entrañas de la Divinidad”, “las entrañas de su misericordia”.  En el curso sobre el Génesis hablamos de las entrañas de la misericordia divina, que llevan en sí al universo, como si el mundo fuera un hijo encerrado en el seno paterno durante nueve meses, hasta el cumplimiento de los tiempos.  Cuando en la fiesta de Navidad anunciamos con el salmista “Antes de la aurora Yo te engendré . . ., Tú eres Mi Hijo”, confesamos audazmente que el Padre está preñado de su Hijo, pre-eternamente.  Escuchemos también al Cristo:  “Yo estoy en mi Padre”;  y para que no permanezcamos agobiados por la visión carnal, para que la superemos, agrega:  “el Padre está en Mí”.  El Padre no necesita una madre como intermediaria para engendrar a su Hijo;   Abismo no manifestado, posee a su Unico.
Permítanme decirlo sin ambages:  Dios no es una madre, El es Padre;  pero su paternidad es maternal.
 El Nutricio 
¡Y qué decir del Hijo!  ¿Es el hombre quien alimenta a su hijo?  No;  la madre es quien amamanta al recién nacido;  el Cristo, asimismo, nos amamanta con su propia carne, con su propia sangre, con su naturaleza divina, en el misterio eucarístico.  “Venid a Mí, los fatigados y agobiados.  Yo os consolaré, pues soy manso y humilde de corazón”.  ¿No son estas palabras de ternura maternal?
Al llorar por Jerusalén, El se compara con una gallina que quiere reunir a sus pollitos bajo sus alas.
La Clueca 
Y qué decir del Espíritu Santo, en quien reside la plenitud de la divinidad, en quien moran el Padre y el Hijo, y que _semejante a una clueca_ planea sobre las aguas, da calor al mundo, y le procura la vida y el vigor . . .
“El”, trascendente;  “Ella”, inmanente 
Dios es “El”, pero la divinidad es “Ella”.  El Padre es El, el Hijo es El, el Espíritu es El, la Trinidad es Ella, la Potencia, la Sabiduría, son Ella.  El rito occidental de la Bendición de las Fuentes bautismales del Sábado Santo llama “Nuestra Madre” a la Gracia.
Si se nos permite emplear un lenguaje sumario, burdo, pero que contiene de todos modos una analogía aproximativa, diremos:  Dios en Sí es El;  en su manifestación, El es Ella;  y llevando la paradoja al límite:  El es trascendente, Ella es inmanente.  Esto basta para suavizar la dureza de nuestro lenguaje.
Cuando proclamamos que Dios es nuestro “Padre” y que la naturaleza-María es nuestra “madre”, no estamos oponiendo brutalmente ambos sexos:  designamos en su comparación un símbolo desbordado por la realidad, que indica más de lo que expresa.
 El doble hilo, rojo y negro 
Jung, notable psicoanalista del siglo XX, subrayó con rara maestría que la madre, que da nacimiento y alimenta a su hijo, se transforma por espíritu “de entrañas” en tumba de ese mismo hijo.  ¡Cuántas veces observamos a un hijo o una hija sofocados por sus padres, y especialmente a un hijo único por su madre amante!  El odio de muchas suegras por sus nueras proviene de su rechazo a “compartir” su hijo.  Después del pecado original, esta inquietante mezcla de la vida y de la muerte, de la tierra-madre-fecunda y de la tierra-tumba, de la madre de la vida y de la ogresa que devora su progenie, atraviesa como un doble hilo rojo y negro toda la trama de la historia de la humanidad.  La madre, la familia, el medio, la tribu, la sociedad, la nación:  esta maternidad agrandada, que engendra, cultiva y alimenta a las personas, tan pronto como éstas tratan de evadir los cuadros cálidamente natales, los devora, los obliga a replegarse, a reintegrarse al estado de infancia.  Los “indevorables” son excomulgados, relegados a una atmósfera de “mal paridos”.
El Cristo-Psicoanalista 
El Verbo, nuestro Liberador y Redentor, nacido de la Santísima y Purísima Virgen María, apareció entre nosotros para exaltar a la Madre divina, para liberarla, para rescatarla _y a través de ella, al mundo_ de la madre de la muerte.  El Cristo pronuncia palabras de extrema violencia a propósito de la familia y del medio: “El que no odia a su padre y a su madre no es digno de Mí”.  ¿Por qué una palabra tan cruel como “odio” en la boca de Aquél que es el amor total y perfecto?  Porque el instinto de la muerte posesiva, sofocante, global, está tan hundido, tan profundamente arraigado en el subconsciente humano, que hay que arrancarlo implacablemente.  El odio al padre y a la madre, no es el odio al padre, fuente de vida, ni a la madre, dadora de vida, sino al padre asesino y a la madre sepulcro.
Notable es la pedagogía amorosa del Hijo del hombre frente a su madre.  Jesús libera y preserva a María de la tentación de inclinarse a la maternidad posesiva.  Ninguna miasma mortal, por ínfima que fuera, debía mancharla.  A los doce años, en el Templo, El la libera y la preserva.  El la libera y la preserva en las bodas de Caná.  El la libera y la preserva cuando una mujer exclama:  ¡Bienaventurada la que te amamantó!  El la libera y la preserva del complejo maternal, pero exalta en ella a la Madre de Dios.  La honra con su obediencia, al seguirla cuando viene a buscarlo en el Templo, al acceder a su deseo y realizar su primer milagro en Caná.  El la llama bienaventurada cuando responde a la mujer:  “Bienaventurado más bien quien escucha mi palabra y la guarda”.  Así, el Cristo aparece como nuestro Redentor, Liberador y único Psicoanalista.

 El icono de la Madre de Dios 
Los iconos de la Virgen, pintados según la tradición griega, rusa, catalana, siria, etc., e inspirados por una mariología ortodoxa, encarnan los vínculos auténticos entre Jesús y María.  El niño no es un muñeco, un bebé desnudito que la mamá abraza y acaricia;  Jesús será un niño, es verdad, pero con una personalidad acabada en su mirada, en su actitud, en su ropaje.  Manifestará una ternura filial hacia su madre, pero bendiciéndola y protegiéndola delicadamente.  La cabeza inclinada de María es un gesto maternal y de adoración.  Con una mano lo sostiene, con la otra le reza.  Vamos a encontrar numerosas interpretaciones, tanto por el estilo como por la composición, en los iconos de María, pero todas subrayan la independencia del Hijo con respecto a su Madre, porque el Hijo es Dios, sin duda, pero asimismo porque el icono representa a una Madre pura y a un Hijo sin pecado.
LECCION 7
Terapéutica química 
NN es un hombre que cura enfermedades mentales, angustias, neurosis, e incluso _algunas veces_ ciertas formas de locura;  todo esto mediante la magia de medicamentos químicos administrados a sus pacientes.  El resultado es positivo, el setenta por ciento de sus pacientes se ha curado.  NN escribe entonces esta afirmación: la acción evidente de una terapéutica puramente química en toda una serie de estados mentales, testimonia que esos estados tienen su origen en un desorden fisiológico.  Y algo más adelante continúa:  el origen exclusivamente somático (esto es, corporal, “soma” en griego significa “cuerpo”), exclusivamente corporal, de los desarreglos nerviosos es certero.
¿En dónde está la falla de este juicio?
Los espiritualistas, los hombres religiosos y los psicoanalistas que sólo quieren aplicar el método psíquico exclaman:  ¡materialismo!  Personalmente, me permito pensar que si los enfermos se curan con píldoras, en lugar de mediante larguísimos tratamientos o múltiples exorcismos, la cosa no es tan mala.  Sin embargo, ¿qué falla en el juicio de NN?
El declara que todas las enfermedades mentales y psíquicas tienen su origen en un desorden fisiológico;  “todas”, opinión apresurada.  La segunda afirmación es absurda:  el origen puramente corporal de los desarreglos nerviosos es certero.  Totalmente falso.  Esa opinión es una especie de monismo.  Atribuir todo a una causa única es un error.
 El monismo agresivo 
El monismo, además, puede ser divino, psíquico o físico.  Uno de los monismos más típicos es, por ejemplo, el de los “sanadores”.  Justamente hoy he leído una carta que un sanador enviaba a un enfermo (felizmente, pude detenerla) donde decía:  Su enfermedad no es física sino mental, proviene de que usted hizo esto y lo de más allá;  puedo curarlo, porque es enteramente espiritual.
El pronóstico no era del todo inexacto;  la fuente de la enfermedad no era solamente física;  sin embargo, podía perturbar al enfermo y agravar su dolencia.  En todo caso, ese sanador se revelaba firmemente monista al atribuir los efectos a una sola causa, la espiritual, mientras que el señor NN hubiera contemplado una sola causa, la corporal.
¿Cuál es la razón de tal monismo agresivo, espiritualista o somático, que tiene como fundamento a una elección violenta?  Digo agresivo, pues existen monismos que no lo son, como los de los pueblos primitivos, cuyos contornos confunden a Dios, el hombre y la naturaleza.
El dualismo equívoco 
Ese monismo agresivo es una reacción contra el dualismo de un Descartes o de un Leibniz.  El dualismo de los Descartes y los Leibniz tiene sus raíces _si no filosóficamente, por lo menos psíquicamente_ en la Edad Media.  Volvemos a encontrar esas hondas huellas en nuestra propia educación.  Expongámoslo de manera simplista:  dos mundos, el espiritual y el material;  y entre esos dos mundos, ninguna relación.  Recuerden que Descartes era absoluto en ese punto:  los dos mundos son paralelos.  Cuando nos arriesgamos a decir que el milagro puede tener una causa segunda, material, los espiritualistas habituados al dualismo exclaman:  ¡no!, la causa sólo puede ser sobrenatural o espiritual;  de otro modo, el milagro estaría comprometido, “manchado” por un mundo inferior.
Dos mundos totalmente separados:  eso conduce a Leibniz, a la teoría de las mónadas, mónadas espirituales y mónadas corporales.  ¿Y cómo se unen?  No hay unión en el hombre _responde Leibniz_, ellas sólo se unen en Dios.  Descartes también veía la unión únicamente en Dios.  Esta actitud sobrevive en nuestra mentalidad.  ¿Acaso no decimos con frecuencia, esto pertenece al dominio de la religión, y aquello al dominio de la medicina o de la ciencia?
El error magistral de esta visión es el separatismo, autor _a su vez_ de los monismos agresivos.
Por una parte, la ciencia y sus experimentos nos aportan la biología, la generación del hombre, de los animales y de las plantas;  sabemos casi exactamente cómo nace un ser, un niño, y en qué condiciones (ciertos elementos son particularmente interesantes, aún desde un ángulo teológico);  y por otra parte, quedamos estupefactos ante lo que nos propone la religión:  la gestación de un hijo por una virgen que sigue siendo virgen, hecho difícilmente concebible para la biología.
 Nueva biología 
¿Cómo ha de obrar entonces un creyente?  Vive sobre todo en el plano biológico de la ciencia moderna.  ¿Llegará a la conclusión de que se trata de una excepción a la regla, a la que él adhiere porque la Iglesia se lo pide, y que no aporta nada nuevo a su concepción biológica de la vida?
Entre su creencia, que acepta más o menos sin discusión, y la enseñanza de la ciencia impartida en las escuelas, se encuentra sitiado por dos mundos cartesianos, desprovistos de relaciones mutuas.
El caso único de la Virgen María, empero, no significa solamente una excepción a la regla: digamos que si semejante milagro tuvo lugar, fue con miras a algo, a una enseñanza nueva, a una rectificación, a un nuevo horizonte por abrirse.  El caso aislado de la Madre siempre Virgen es una antorcha destinada a iluminar nuestra visión científica de la biología transformada.
Partenogénesis 
En una palabra: la madre-virgen parece establecer una contradicción entre lo posible y lo imposible.  Biológicamente, este fenómeno es imposible, y desde el punto de vista de la ciencia actual, un contrasentido.  Inútil refugiarse en el problema de la partenogénesis, que no cuenta aquí, y al que me veré obligado a volver.  Señalemos, de paso, que en la partenogénesis la gestación se produce sin varón, pero que producido el nacimiento ya no se habla de virginidad.
Coexistencia pacífica 
Henos aquí llegados al nudo de esta dualidad:  posible e imposible.  ¿Cómo puede un cristiano, cualquiera sea su confesión, armonizar el mundo llamado posible, que es, y el mundo llamado imposible?
La coexistencia de los mundos espiritual y material permite una cierta escapatoria.  Podemos argüir:  el mundo espiritual es así, y el mundo material, o biológico, es así;  o, estos mundos no se encuentran;  en esto soy espiritual, y en aquello soy material;  en esto soy teólogo, y en aquello soy biólogo;  en esto soy creyente, y en aquello soy hombre de ciencia.
Otro es el caso de la Virgen María;  en ella lo espiritual penetra lo biológico;  ella no es sólo espiritualmente virgen;  ella no es sólo madre espiritualmente, sin haber “conocido hombre”:  ella es madre y virgen espiritualmente y biológicamente.  ¡Aniquiladas quedan las cómodas y equívocas posiciones del dualismo cartesiano o del de Leibniz!  El monismo biológico es igualmente ajeno a un hecho semejante.  Sucede, entonces, que adherimos en un noventa y nueve por ciento (ruego que se me permita esta apreciación aproximativa) al mundo biológico, científico y naturalista, y en un uno por ciento a la gracia de la maternidad-virginidad de María . . ., porque es un milagro . . .
Milagro y naturaleza 
Pero la originalidad de la maternidad-virginidad no la sitúa de ningún modo fuera de lo universal.  Las cosas únicas no son aisladas:  trastornan la naturaleza.  ¿Acaso la ciencia no comprueba que una gota de más de tal o cual sustancia puede provocar un hecho desconocido, e iniciar la transformación general?
Dicho esto, nosotros discernimos una falla en nuestra visión habitual del universo.  Sin tocar todavía el problema de la virginidad de María, ¿cuál es la enseñanza fundamental de la Iglesia respecto a la Biblia y la ciencia, el dogma y la ciencia experimental, por ejemplo?  ¿Cuáles son los vínculos entre ambos?
Los escolásticos 
Al principio, Dios creó no un mundo, sino el cielo y la tierra.  Esta dualidad inicial es exacta, pero los escolásticos, imprudentemente influidos por la filosofía griega, precisaron que los ángeles son totalmente incorporales, y la materia totalmente corporal, estableciendo una distinción total entre el espíritu y la materia.  En realidad, los Padres de la Iglesia insisten en el hecho de que los ángeles, incorpóreos “por excelencia”, tienen una materialidad sutil;  y que la materia, corpórea “por excelencia”, posee una espiritualidad sutil;  dicho de otro modo:  los elementos se unen.  El paso no es tan brutal como se piensa, aunque subsiste una trascendencia relativa de un mundo al otro.  Y ya que el universo es por lo menos dual, las ciencias que lo escrutan deben tomar en cuenta esa dualidad.  La ciencia titubea cuando quiere construir máquinas cada vez más perfectas, porque ignora el mundo angélico, que es el de las leyes.  Sí: las investigaciones son exactas, pero efectuadas en marcos inexactos respecto al todo.
Angeles y máquinas 
Los ángeles y las máquinas son diferentes, y sin embargo se compenetran y se influyen.  El mundo espiritual actúa sobre el mundo material, y viceversa;  sólo que el conocimiento de sus relaciones se nos escapa.  El verdadero humanismo es la ciencia de las relaciones entre los ángeles y las máquinas;  debe haber angelólogos de los ingenieros, e ingenieros de los angelólogos.  Esta ignorancia ha llevado a nuestra civilización a un sentimiento extraño:  la impresión de magia en los ritos de exorcismo de los elementos, en los gestos y los actos sagrados.  ¡Y sí!, lo espiritual, sea angélico o diabólico, es sensible a “pildoras químicas-sagradas”.  Lo espiritual también irradia sobre lo físico, y la opinión de que hay que realizar toda una obra espiritual sobre la materia, es exacta.
El hombre-síntesis 
Además de esas zonas de influencia entre cielo y tierra, espíritu y materia, visible e invisible _poco importan las designaciones_, comprobamos un tercer fenómeno que no es ni cielo, ni tierra, ni espíritu, ni materia;  un tipo nuevo:  el hombre.  Ya que el hombre no es solamente un encuentro _el del espíritu dentro de la materia_, ni tampoco la materia a la que se le hubiera susperpuesto el espíritu, como la crema a una torta.  El hombre es síntesis, unión de dos, como enseña San Ireneo.  El que es inmaterial está incompleto;  el que está hundido en la materia no es más plenamente hombre.  Ni el espíritu en la materia, ni la materia en el espíritu, ni ambos lado a lado, sino en íntima amalgama:  eso es el hombre.  La síntesis que representa es, precisamente, la fuente de los problemas humanos, de su dificultad casi insuperable y, simultáneamente, el lugar de rey a él conferido.  Olvidar ese doble carácter es casi un crimen.  No basta con que la medicina condescienda a la influencia moral de la religión sobre las enfermedades: ella debería considerarse tan espiritual como material.  Una composición química actúa sobre nuestro espíritu, así como el espíritu actúa sobre la química interior de nuestro cuerpo.
 Ciencia humana 
“El hombre, ese desconocido”, escribió el Dr. Alexis Carrel.  El título de su libro es pertinente, pues el hombre no está aún “atrapado” por la ciencia.  Podríamos decir, además, que una cantidad de culturas antiguas poseyeron hasta un cierto punto la ciencia angélica de las divinidades, de los buenos y malos espíritus;  luego tuvimos la ciencia biológica de la materia;  en ambos casos, el hombre está ausente.  Es cierto que en el seno de las civilizaciones antiguas, o primitivas, aparece como un elemento, pero son sobre todo los espíritus, los dioses, las familias, los clanes, los lugares, los que revisten valor.  ¡Cuántas veces _por ejemplo_ el “Libro de los muertos” del antiguo Egipto se detiene largamente, ansiosamente a veces, en el conocimiento, más o menos perfecto, de los mundos espirituales!  En nuestra época, analizamos “grosso modo” el mundo material, y nos ahogamos en el espiritual.  ¿Y el hombre?  ¿Dónde está?  Todavía no ha sido discutido.
¿Qué nos enseña, qué reclama de nosotros, la Iglesia?
Tres etapas 
Ella nos presenta tres etapas, o tres formas de la ciencia:  la del espíritu _Dios desencarnado_, la de la materia _Dios encarnado_ y, tomando en cuenta su influencia recíproca, la tercera ciencia:  la antropología, con todas sus ramas, o sea la ciencia del hombre deificado.  Advirtamos que la humanidad encierra una cantidad de paraciencias, cuya ambición es suplir las carencias de la ciencia oficial;  sus fenómenos empiezan a estudiarse con instrumentos imperfectos, pero de todos modos están en vías de análisis.  Pero subsiste el gran problema:  el hombre.
Admitamos la contradicción entre la virginidad-maternidad y lo que la humanidad adquirió laboriosamente mediante el estudio . . ., ¡y sólo se trata de una contradicción entre muchas otras!  ¿Sería posible para mí proporcionarles fácilmente una solución de síntesis, superar este desencuentro, este dualismo de hecho?  No, no puedo.  ¿Y por qué razón no podemos unir estos dos opuestos enseguida?  Porque no estamos prontos.
Dos rutas 
Ante nosotros se abren dos caminos netos, claros, del conocimiento.  Nombrémolos:  teológico y científico.
Primer camino: el del conocimiento teológico, el de la Revelación;  desciende de lo alto a lo bajo, y nos proporciona revelaciones que superan nuestra posibilidad inmediata de asimilación.  El proceso es lento.  Poseer una serie de dogmas, no significa que nuestra conciencia los haya digerido.  He citado a menudo la admirable respuesta de San Basilio el Grande a un monje que le reprochaba hablar de la divinidad del Logos, del Hijo de Dios, y no de la del Espíritu Santo:  “Ya es bastante para nuestra generación que la humanidad acepte la divinidad del Cristo”.
La Revelación no oculta;  ella ya puede pronunciar las palabras por la boca de sus servidores;  pero una cosa es lanzar fórmulas, y otra distinta comprenderlas, vivirlas, aplicarlas y concretarlas en lo humano.
La segunda ruta, en cambio, se eleva de lo bajo hacia lo alto.  Según la Biblia, Dios sacó al hombre del polvo, es decir, de los elementos inferiores.  El hombre, por eso, contiene una evolución de lo inferior, de lo simple, hacia lo superior y lo complejo.  Este proceso es igualmente muy lento, se desarrolla paso a paso, pues si avanzara a los saltos no habría ciencia.  La conquista del mundo superior es naturalmente difícil.  El hombre comenzó por la tierra, por la materia, y está bien.  Tras la química y la biología, prosigue a tientas en la psicología, para ir más lejos, en lo espiritual, más lejos todavía, en los vínculos entre lo material y lo espiritual y, por último, llegar a Dios.  Cualquier brusquedad en este plano (salvo las intuiciones) sería inútil, y no conforme.  Como nos advierte Pablo en la Epístola a los Efesios (4,12-13), la madurez es indispensable “para la obra del ministerio, en vista de la construcción del Cuerpo del Cristo, a cuyo término debemos llegar, todos juntos, a no ser más que uno en la fe y el conocimiento del Hijo de Dios, y a constituir ese Hombre perfecto, en el vigor de la edad, que realiza la plenitud del Cristo”.
 Uno y unidad 
En la Escritura está todo dicho;  pero no todo en la Escritura es rápidamente asimilable;  e igualmente ocurre en la enseñanza de la Iglesia.  La Iglesia es y se construye.  Ella es una, y progresa hacia la unidad, el cuerpo total cósmico.
Sin pretender proveer una síntesis, nuestro deber es intentar alcanzarla.  Registrar la Revelación no basta.  Planteemos cuestiones, impulsemos nuestra buena curiosidad en el designio de descubrir cómo ella puede esclarecer la ciencia, escuchemos las victorias del conocimiento humano, aceptemos éste o aquél nuevo elemento que pueda ayudarnos.
Dos principios absolutos, dos movimientos, deben ser rechazados:  la separación y la invasión, o la usurpación de uno por el otro.  El dogma, es verdad, dicta a veces a la ciencia;  la ciencia, por su lado, va a tientas, y no puede aceptar el dogma inmediatamente, como por ejemplo el de la virginidad-maternidad de María.  Podemos imponer a un biólogo creyente la creencia mariana, pero no podemos obligarlo a comprenderla prácticamente, si su espíritu no tiene la suficiente madurez para aceptarlo.  Por otra parte, las síntesis apresuradas, con sus explicaciones menudas, sólo son favorables a la apologética;  al contrario, frecuentemente impiden percibir el papel del dogma, que consiste en guiar maravillosamente nuestra inteligencia en los diversos dominios de la vida.
 Ciencia ortodoxa
Dije antes que el espíritu y la materia se compenetran, aunque forman dos estudios;  pero el hombre, síntesis de ambos, encuentro íntimo, ¿qué es?  Es excesivamente curioso y sorprendente que hasta el presente la humanidad no haya tenido antropología verdadera.  Y es la antropología, precisamente, quien

oculta tanto el dogma de la madre-virgen como el aparente dogma de imposibilidad biológica de la madre-virgen.  El hombre no posee aún el conocimiento de sí mismo.  Y sólo se conocerá verdaderamente cuando la teología se encuentre con lo que llamamos ciencia, y la ciencia con la teología, pues es doble.  En tanto la Revelación y el conocimiento no se hayan amalgamado sin confundirse, el ser humano seguirá siendo un misterio, un desconocido mal equilibrado.  Se salvará lo divino en el hombre, lo espiritual en el hombre, lo moral en el hombre, lo social en el hombre y lo corporal y lo económico;  pero el hombre, la encarnación de todos estos planos reunidos, ¿qué es?  ¿Cómo resolver esta misteriosa dificultad?  ¿Disciernen ustedes la inmensidad del problema?
Debemos reconocer humildemente que oscilamos entre dos herejías:  la científica y la religiosa;  y que aún estamos muy alejados de la ciencia ortodoxa, del humanismo exacto, de la gnosis perfecta que nos procura el conocimiento de las relaciones sin confusión entre Dios y el hombre, entre el espíritu y la materia.

LECCION 8
Dos fuentes de la Teología 
Según el bienaventurado Filareto de Moscú, existen dos fuentes del conocimiento de Dios, dos ciencias divinas, dos teologías:  la Biblia y la naturaleza;  una escruta las Escrituras, a través de la letra capta el espíritu, y mediante el espíritu de la letra contempla el pensamiento divino; la otra escruta la naturaleza, a través de las leyes de la naturaleza capta el espíritu, y mediante el espíritu de las leyes naturales contempla el pensamiento divino.
Es verdad que quien se detiene en la letra no puede conocer el pensamiento divino, lo mismo que quien se contenta con descubrir las leyes naturales, sin buscar su sentido simbólico.  Pues Dios se manifiesta y se esconde igualmente bien, tanto en las letras sagradas como en las leyes naturales;  ambas son dos testigos fieles, dos Biblias, dos Evangelios, dos leyes, para los que aman a Dios.  Ley escrita y no escrita, la que habla y la que expresa, ambas en verdad una sola ley, en dos formas y dos expresiones.
La Ley del Señor hace mis delicias 
“Como amo tu Ley, todos los días la medito, pues la naturaleza es tu servidora.  Tu Ley hace mis delicias, lejos de ella muero de hastío”, canta David en su salmo alfabético.  Relean atentamente el salmo 119 y verán que en la Ley el salmista comprende espontáneamente los preceptos de la Torá y las prescripciones de la naturaleza.  Actualmente las hemos separado de manera artificial.  Frecuentemente les he enseñado que las palabras del Cristo “según la Ley y los profetas” designan, sin duda, la Ley mosaica y los libros proféticos _el Antiguo Testamento_, pero también la ley natural y el acontecer del mundo.  Leyendo el salmo, comprobarán también que David encuentra sus delicias no en poseer la ley _la Biblia y la naturaleza no se poseen_, sino en meditarla, profundizarla, descubrirla y aplicarla.  El avance de la ciencia en los descubrimientos de las leyes naturales es, por ende, una marcha sagrada, un gradual exaltado por la Biblia.  Cada conquista científica nos ofrece una parábola cada vez más perfecta del pensamiento divino, y nos ayuda a precisar los dogmas.  La marcha es larga, pues numerosos pasajes bíblicos se nos escapan todavía, y una multitud de leyes naturales nos resultan oscuras.
 Leyes descriptivas y leyes explicativas 
Nuestro deber es insistir aquí en la distinción entre leyes descriptivas y explicativas.  Las primeras son puras y sin riesgo, y pueden servirnos de símbolos;  las segundas son impuras, inspiradas por ideas frecuentemente limitadas, o inclusive surgidas de fuentes herejes.
Las leyes descriptivas testimonian la obra de Dios;  las explicativas, lo que el hombre piensa de la obra de Dios.  Las leyes descriptivas van siempre al encuentro de un dogma revelado, y derrotan a los dogmas humanos, aún cuando éstos parezcan evidentes y nobles;  las leyes explicativas contrarían a la Revelación, y alimentan nuestras propias concepciones.
 María y la biología moderna 
La mariología nos invita a consultar los modernos trabajos biológicos sobre la concepción, y a buscar en sus adquisiciones descriptivas los símbolos de la economía divina.
Las comprobaciones de primer orden efectuadas por la biología moderna referentes a las relaciones de ambos sexos durante la concepción, nos permiten comprender mejor el dogma del nacimiento del Cristo “de la Virgen María, por medio del Espíritu Santo”.
Efectivamente:  la tesis de que el macho suministraba la simiente, y la hembra era simplemente el seno nutricio, era reconocida por la mayoría de las tradiciones humanas, y parecía definitiva y absoluta.  Esta estructura biológica creaba entonces una dualidad acentuada:  el macho activo, la hembra pasiva, y se proyectaba en todos los planos, en contradicción con los dogmas ortodoxos.  Volveremos sobre ello.
El método experimental demostró que el macho y la hembra son igualmente activos en la concepción, y producen igual cantidad de cromosomas, cincuenta por ciento para cada parte.  De este modo, la ley natural, sin suprimir los sexos, coloca al hombre y la mujer en un plano de igualdad respecto de la generación.
Preciosa conquista para quienes escrutan y meditan la ley del Señor.
El velo del pecado 
Psicológica y socialmente, todavía no hemos arribado a esa verdad biológica.  ¿De dónde proviene esta actitud no natural del hombre?  Curioso e inquietante fenómeno.
Los animales y los hombres se reproducen de la misma manera, desde el origen.  En la concepción hay un cincuenta por ciento masculino y un cincuenta por ciento femenino, desde el origen, pero hemos debido esperar a los tiempos modernos para darnos cuenta.  ¿Por qué ignora el hombre la ley natural en su comportamiento psicológico y social?
La respuesta _magistralmente iluminada por el Patriarca Sergio en una de las epístolas en que critica la sofiología del Padre Bulgakof_ se encuentra en el Génesis.  La explicación del estado no natural del hombre está en el pecado adámico;  antes de la caída, en el segundo capítulo del Génesis, Adán y Eva son iguales; durante la caída, Adán, pasivo, sigue a Eva, la activa; después de la caída, la mujer será “arrastrada hacia su marido, que la dominará”.
La humanidad ha echado sobre la naturaleza el velo deformante del pecado.
Macho activo, hembra pasiva 
El dualismo antiguo, que predicaba el principio macho-hembra como un principio activo-pasivo, le confería un valor universal, aplicándolo al cosmos, al hombre y a Dios.  Las iniciaciones gnósticas y míticas veneraban en esta dualidad la misma vida íntima de la divinidad, mientras que para otros, por analogía, Dios era activo y la creación pasiva, o la gracia activa y el hombre receptáculo pasivo.  La imagen de las bodas de Dios y el alma humana, del Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob con el pueblo elegido, del Cristo y la Iglesia, de la Palabra y Simiente divina y el corazón del creyente, se consideró frecuentemente activa-pasiva.  Siguiendo la misma analogía, el espíritu pareció únicamente activo, y la materia únicamente pasiva.  Esta visión persiste.
Lugar y cooperación 
El reciente descubrimiento biológico nos acerca, finalmente, al dogma ortodoxo de la “sinergía”.
La sinergía combate la errónea noción de la pasividad humana frente a Dios;  ella reclama la “cooperación” del hombre en su salvación y su perfección.  El hombre, así como el cosmos, no son solamente “el lugar” en el cual y por el cual Dios se manifiesta, sino también los co-operadores del Creador en su evolución y su existencia.
 Cincuenta por ciento: símbolo de libertad
Es evidente que la parábola biológica de la igualdad numérica del macho y la hembra en la gestación _cincuenta por ciento cada uno_ no es literalmente aplicable a la sinergía divino-humana.  Ya cuando se trata del espíritu y de la materia, las Escrituras nos enseñan que la relación es de uno por ciento para la materia y noventa y nueve por ciento para el espíritu.  No existe una medida común entre la acción del Creador y la de su criatura.  Entre la Naturaleza increada y la naturaleza creada subsiste una trascendencia infranqueable;  el hombre y la mujer, en cambio, son co-substanciales y co-naturales.  El símbolo cincuenta por ciento, empero, mantiene su eficacia frente a la libertad, al consentimiento de dos voluntades libres, la de Dios y la del hombre.  El libre consentimiento sólo puede expresarse mediante el cincuenta por ciento.  Cualquier otro porcentaje indicaría una limitación de la libertad, de un lado o de otro.  Veremos más adelante que la desigualdad de cromosomas da lugar a monstruos.
Alianza 
La sinergía y la biología moderna, esos dos testigos de una verdad semejante, confiesan que la Virgen María no fue sólo un instrumento del Verbo, sino una co-operadora en nuestra salvación.  El cincuenta por ciento corre como un hilo de oro a través de la Biblia.  Recordemos la Alianza entre Dios y el hombre, entre el Señor y el pueblo de Israel.  Para concertar una alianza, el Todopoderoso trata a su criatura, paradojalmente, como su igual.  Y no conocemos alianza entre un tirano y su súbdito;  ésta reclama un pacto entre dos partes libres:  cincuenta por ciento.
María ofrece la humanidad al Verbo, y el Verbo la divinidad a María:  cincuenta por ciento.
 Contacto-comunión 
En realidad, el principio activo-puro o pasivo-puro nos lleva a un callejón sin salida.
No son los cromosomas activos los que, al actuar sobre los cromosomas pasivos, producen lo vivo, sino el contacto entre ambos;  y ese contacto siempre contiene una acción y una sujeción de las dos partes.  Del mismo modo, Dios actúa y se hace conquistar, el hombre recibe la gracia y la adquiere, el espíritu sufre la acción de la materia y actúa sobre ella, la materia es modelada por el espíritu y reacciona ante su intervención.  Por eso la teología habla de comunión entre el hombre y Dios.
Esta igualdad (más adelante precisaremos otros aspectos de la concepción) suscita la imagen de una cierta igualdad en la concepción del Cristo por María:  cincuenta por ciento de acción divina (Verbo-Espíritu), cincuenta por ciento de acción humana (la Virgen).
En el Cristo, el hombre viejo es renovado
El misterio natural de la concepción nos permite rechazar dos herejías.
Si admitimos la antigua hipótesis de que la mujer es solamente un seno nutricio, el Cristo pierde todo vínculo con el pasado de la humanidad.  Deja de ser hijo de David, retoño de Judá, hijo de Abraham, hijo de Adán;  solamente es el hombre nuevo, una criatura completamente nueva, y no el hombre renovado.  En María, El recapitula a la humanidad caída en el pecado;  mediante la supresión de la simiente-macho, reemplazada por una nueva acción divina, El crea el ser nuevo.  No le añade Dios al hombre viejo, no rechaza al hombre viejo: recrea al hombre viejo al unir su divinidad al hombre renovado.  Esta es la razón por la que la Buena Nueva _ése es el nombre que los griegos dan a la Anunciación_ es vieja y es nueva.
Jesús es el Hijo del hombre, el producto de la humanidad por su Madre, sin padre;  El es “Padre del siglo por venir”, el Hombre universal, Pananthropos, por el Espíritu Santo.  Es Aquél en quien somos salvados, y Aquél que salva.  Hablamos aquí de la humanidad del Cristo, y no de la divinidad del Verbo.  María no es sólo la Madre de Jesús, es la Madre de Dios, de Dios-hombre.
Herencia, eternidad relativa 
Si admitimos ahora que Jesús nació naturalmente de María y de José _admitámoslo, por un instante_, ninguna renovación hubiera podido efectuarse.  Guiados por los Padres, precisemos que el parto natural no provoca ninguna transformación en el mundo;  sólo es la prolongación de la vida, la transmisión de una generación a otra generación.  Pese a múltiples variantes, la herencia no brinda ni progreso ni cambio.  Su ley esencial es la repetición, la continuación de la raza.  El hombre, como finamente observa Máximo el Confesor, al perder por el pecado el ímpetu hacia su propia eternidad y la incorruptibilidad de su cuerpo, reencuentra una cierta eternidad del alma y del cuerpo en sus hijos, una especie de prolongación de su existencia.  Remite su vocación divina a las generaciones futuras.  ¡Cuánto de todo esto es psicológicamente verdadero!  Vemos a nuestro alrededor a jóvenes colmados de ambición, de absolutismo, de rebelión, de exigencia de cambios en la sociedad, etc.  Golpeados por la vida, transmiten su esperanza a sus hijos, o la alejan hacia un porvenir desconocido e ilusorio.  Este instinto, sin duda, preserva a la raza humana, pero su prolongación no es la eternidad.  Desgraciadamente, al dar la vida, nosotros damos también el pecado y la muerte.
La única esperanza real, no ilusoria, estaba en el pueblo de Israel, en su espera del Mesías, del hijo de David e hijo de la Virgen.
Isaías resume esta esperanza-promesa:
“De nuevo el Señor se dirigió a Acaz y le dijo:  Pide, pues, al Señor tu Dios, un signo para ti, salido de las profundidades del infierno, o bien de las alturas de allá arriba.  Acaz respondió:  No, yo no quiero desafiar al Señor.  Entonces dijo:  Escucha, pues, casa de David, ¿no te basta con fatigar a mi Dios?  Por eso es que el Señor Mismo os dará un signo: he aquí que la Virgen concebirá en su seno y parirá un hijo, y le dará el nombre de Emmanuel” (Isaías, 7,10-14).
María: Paraíso y Fuente de vida 
Así, aléjense de nosotros estos dos absurdos:  María, instrumento pasivo de Dios, o María engendrando por una simiente masculina.
Ella es la nutricia, templo del Espíritu, vaso de elección, Paraíso del Nuevo Adán:  su seno es más vasto que el cielo, ya que contiene a quien contiene todo.
“Yo contemplo el extraño y gloriosísimo milagro:  la gruta se hace el cielo, la Virgen, el trono querúbico, el pesebre, el continente donde descansa el Incontenible, el Cristo-Dios;  ¡al glorificarlo, magnifiquemos a la Virgen!” (San Cosme el Himnógrafo).
Pero ella es también la co-Redentora, la co-Salvadora, la Copa de la vida;  ella es la Fuente de la vida.
Genio-monstruo 
Acerquémonos al misterio virginal por otro sendero.  Como dijimos antes, el nacimiento biológico continúa, preserva a nuestra raza, sin poderla cambiar.  La aparición de un genio, de un inspirado, de un fundador de religión, de una inteligencia sorprendente, obra en el mundo una cierta renovación.  ¿De dónde provienen esos seres?  Sus padres, a menudo, son seres corrientes.  Sucede que el niño excepcional se siente en su familia como un cisne en un gallinero;  su medio familiar no lo comprende, sus allegados se sienten asombrados, escandalizados casi, avergonzados de él, como si hubieran procreado a un monstruo, a un deforme.  Entonces se empeñan en rebajarlo al nivel de los otros, en hacerlo semejante a sus padres, a sus abuelos, a sus antepasados.  “Este es mi hijo”, dirá un padre de un niño en quien él mismo se repite, que lo continúa;  “pero ése (el genio) no es mi hijo; no sé de dónde salió;  es el escándalo de nuestra familia honorable, es un a-normal.  Si no estuviera tan seguro de mi mujer, diría que no es mío, que ella me engañó con un espíritu, con un demonio”.
Simientes lógicas 
¿De dónde viene este genio-monstruo?  De una simiente que no es física, sino espiritual, de un don llegado de lo alto, de esas simientes lógicas, “sperma logikon” según los antiguos (San Justino, por ejemplo), simiente-palabra, simiente-razón, simiente-inteligencia.  ¿De dónde viene?  De un aliento, de una herencia espiritual, de una sombra celeste que cubrió al niño en el momento de su concepción, o quizá durante su vida, ya que una iluminación, una conversión, pueden manifestarse en distintas etapas de la existencia.
Es evidente que esas “simientes lógicas” no toman el lugar de las simientes masculinas:  se les suman (volveremos más adelante a los nacimientos “virginales” en las tradiciones antiguas).  Ellas pueden comunicar a la naturaleza una cierta renovación, como dijimos anteriormente, pero no cambiarla;  pueden renovarla dentro de los marcos de la ley natural.  Son las “sombras de los tiempos por venir”, profetas y prefiguraciones del Hijo de María.
 Los cinceladores de la virginidad 
Tenemos que invocar aquí a ese gran número de seres de todas las razas, y de todas las épocas, que rehúsan todo comercio carnal, luchando por una castidad integral, forjando la pureza del cuerpo y del alma, cincelando la virginidad de la humanidad.  Ellos participan de un modo misterioso en la consumación de la virginidad de la Madre de Dios, y preparan el “lugar espiritual” donde la Divina Trinidad aportará lo nuevo.  Esos seres son los libros de hojas blancas sobre los que el Verbo escribe su Evangelio (Buena Nueva).
Así como la castidad de los ascetas anuncia la virginidad, y la virginidad condiciona la transfiguración del mundo, la prostitución, al contrario, detiene el progreso y deteriora a la humanidad.
 El árbol de Jessé 
Ustedes conocen los iconos, los frescos y los vitrales que representan el árbol de Jessé:  Jessé está tendido en tierra, y de su ombligo se alza un árbol con ramas cubiertas de frutos redondos y de flores, que portan los antepasados de María:  en los frutos reposan los antepasados según la carne (David, Salomón, etc.), en las flores los antepasados según el espíritu:  los profetas y los justos.  En la punta del árbol florece María, que tiene en su seno el “Fruto bendito de su vientre”, Jesús.  El doble simbolismo de este árbol relata el ascenso de la humanidad:  las flores se abren en la virginidad fecunda, los frutos maduran la maternidad íntegra.
 La virginidad-maternidad: mandamiento universal 
El célebre filósofo ruso N. Feodorof _el “staretz” de Dostoievsky, Tolstoi y Soloviev_ sostenía que los grandes misterios de la revelación cristiana (Trinidad, las dos naturalezas en el Cristo, la virginidad-maternidad, la muerte y resurrección del Señor, etc.) eran acordados a los hombres para ser aplicados e informar nuestra vida en su luz.  Son, afirmaba él, verdades y “proyectos”.  Nosotros diríamos programas y planes.  Y si aceptamos esta tesis, el misterio de la maternidad virginal de María no solamente nos es revelado, sino también propuesto.  Permítanme, sin desarrollar este pensamiento, presentarles algunos ejemplos tomados de los campos más diversos de la humanidad.  Una empresa debe buscar calidad y rendimiento;  nuestra civilización moderna, escribe Feodorof, apunta sobre todo al rendimiento y la superproducción;  la tendencia reciente de nuestros artesanos, que prefieren la pobreza unida a la posibilidad de lo único, es una inconsciente y tímida reacción hacia la virginidad.
La Iglesia tiene una doble misión:  mantener intacto “el depósito”, y engendrar los pueblos mediante la predicación del Evangelio.  Los cristianos de Oriente, en nombre de la pureza ortodoxa _que es su virtud_ abandonan la labor misionera;  los cristianos de Occidente, en nombre del apostolado, se dejan influir por el siglo.  La Virgen-Madre nos exhorta a engendrar al hombre nuevo, confesando los dogmas puros hasta los confines de la civilización.
Maternidad: lugar de encuentro 
Detengámonos sobre otro aspecto particularmente instructivo de la ciencia moderna.  Los vertebrados se diferencian en especies según el número de cromosomas.  Este número, siempre par, varía.  El número del hombre, diferente del de los animales, es cuarenta y seis, veintitrés vienen del macho, veintitrés de la hembra (estas cifras, por otra parte, no son aún del todo seguras, pues hace sesenta años se contaban cuarenta y ocho;  esperemos, pues, para pronunciarnos sobre esto).  Los cromosomas se distinguen por el tamaño, el carácter y la posición en el embrión.  Es interesante notar su posición con respecto a un centro en el que las parejas de cromosomas entran en contacto.  Vemos pues que existe un centro, una relación, un contacto, que se establece entre esos cuarenta y seis o, más exactamente, entre veintitrés y veintitrés.  Así, la maternidad no es un lugar fecundado por un elemento macho, sino el encuentro del elemento macho y el elemento hembra.  Aquí también el plano biológico concuerda con el plano teológico.
La Iglesia-maternidad, “nuestra madre la gracia”, como dice el rito occidental del bautismo, es el encuentro de dos voluntades, la de Dios y la de su criatura.  La Iglesia-maternidad no es un intermediario entre Dios y el hombre;  en ella, entramos en comunión con el Creador.  Su liturgia, sus sacramentos, son el contacto, la relación de Dios y de nuestro espíritu.
Los testigos y los amigos del Esposo 
Pero entonces, me dirán, ¿cuál es el lugar de la jerarquía angélica, de la jerarquía eclesiástica, de la intercesión de los Santos?
Ellas nos comprometen con Dios;  la Iglesia nos une a El.
 Preeminencia del ser humano sobre los sexos 

Prolonguemos nuestra comparación con la imagen científica.  Sobre los cuarenta y seis cromosomas, solamente dos de la parte masculina y dos de la parte femenina poseen un carácter sexual, es decir, cuatro en total (menos de la décima parte) definen el sexo;  los demás son neutros, asexuados, autónomos.  Es lo normal.  Porque tanto las mujeres como los hombres tienen una nariz, dos ojos, dos orejas, dos pulmones, un corazón, y así sucesivamente.  En los nueve décimos predomina el ser humano;  a la distinción entre los sexos apenas se le concede una décima parte.  Esta distinción, proporcionalmente débil, recuerda el androginato de Adán antes de la creación de Eva, por otra parte pedida por él.
En conclusión:  diremos que _por una parte_ la Purísima representa plenamente al ser humano, libremente dócil y actuante, y que _por otra parte_ por su virginidad, y la ausencia de simiente masculina, María es el principio de los cielos nuevos y de la tierra nueva.  En ella, el Cristo se une a nosotros, y renueva nuestra naturaleza.
LECCION 9
Siempre Virgen María, o tres estrellas 
Afrontemos hoy el misterio que contienen estas palabras: “siempre Virgen María”;  no solamente madre virginal, sino virgen aún después del nacimiento del Cristo.
Los himnos y las estrofas a la Virgen brindan con frecuencia las siguientes expresiones:
“Como la encontraste, Señor, así la dejaste”.
“¡Oh, María!  Tú darás a luz un Niño sin mengua de tu virginidad”.
Ella es virgen antes, durante, y después del parto.  Insostenible, impensable verdad que trastorna todos nuestros conocimientos humanos, “conversión, transmutación del orden natural” según el pensamiento de San Juan Damasceno.
Quizás hayan observado ustedes en los iconos de la Madre de Dios las tres estrellas que aparecen en su manto:  una en la frente, y dos sobre los hombros.  Esas tres estrellas simbolizan la virginidad antes, durante y después del nacimiento del Cristo.  La triple virginidad, siempre virginidad, en nada disminuye la realidad de la maternidad.  El niño crecerá en sus entrañas durante nueve meses: es una mujer encinta, y después del nacimiento amamantará al Recién Nacido.
Una moneda de dos caras 
Este misterio plantea la cuestión del “cuerpo glorioso”, sutil, espiritual, inmortal, y del cuerpo opaco, burdo, pasional, mortal.
La distinción entre el cuerpo opaco _la “burda envoltura”_ y el cuerpo sutil aparece por primera vez en el Génesis:  “El Señor Dios hizo al hombre y a su mujer unas túnicas de piel, y con ellas los vistió” (Gén 3,21).
¿Habrá Dios añadido otro cuerpo al hombre y a su mujer al procurarles unas “túnicas de piel”?  Claro que no.  Es el mismo cuerpo glorioso que se transforma en cuerpo de piel, es la eucaristía al revés.  En la Eucaristía el pan y el vino se convierten misteriosamente en el Cuerpo y la Sangre del Cristo, lo perecedero en imperecedero, conservando sin embargo el aspecto del pan y del vino.
Atrevámonos a decirlo:  el “cuerpo” y la “sangre” de Adán y Eva antes del pecado se convirtieron, después de él, en pan y vino:  lo imperecero se transformó en perecedero.
La distinción entre el cuerpo sutil, glorioso, espiritual, inmortal, y el cuerpo opaco, burdo, pasional, mortal, es una distinción de estado, y no de naturaleza.  Distinguimos, no separamos.
Una moneda tiene dos caras, y sin embargo es la misma moneda.  Una cara del hombre se vuelve hacia la inmortalidad, y la otra hacia la muerte.
La dificultad hallada en el umbral del misterio, subsiste.  Podemos deslizarnos a un espiritualismo doceta, o dar demasiado valor a la materia, “túnica de piel”, considerándola como la única posible.  Examinemos aún más de cerca este concepto.
 Cuerpo psíquico y cuerpo espiritual 
El pecado hizo perder a la materia sus cualidades primeras:  se endureció, y esta transformación se realizó en el universo;  el hombre ya no puede discernir el mundo sutil;  él ve el mundo burdo, limitado, y una de las características de ese cuerpo opaco es el estar sometido a la fatiga, vinculado al tiempo y al espacio, incapaz de ubicuidad.  Veremos, no obstante, que la enseñanza bíblica y eclesial nos conduce a etapas de superación de esta ruda envoltura, hacia un retorno al cuerpo glorioso.  Recuerden las palabras del apóstol Pablo:  (el cuerpo) “se siembra cuerpo psíquico y resucita cuerpo espiritual;  hay un cuerpo psíquico, hay también un cuerpo espiritual”  (1 Cor 15,44).
La mortaja de Cristo 
Tenemos la descripción del cuerpo glorioso en la Resurrección del Cristo.  El patriarca Sergio subraya con toda justeza, en uno de sus artículos, que los discípulos descubren en el sepulcro “los lienzos caídos en tierra”, q            ue conservaban la forma hundida, pero intacta, del cuerpo del Cristo, detalle que se retoma en los iconos auténticos.  Entre los judíos de esa época, los muertos se colocaban entre dos grandes trozos de tela, sostenidos por vendas, como se ve en las momias.  La envoltura preservaba la forma del cuerpo humano, pues los lienzos más grandes y las vendas estaban impregnados de perfumes y de aceite, que formaban una especie de engrudo.  Este sistema recuerda a los yesos quirúrgicos actuales, constituidos por vendas soldadas con yeso.  Los lienzos del Cristo fueron encontrados con una forma humana.  El cuerpo sutil se había desprendido, por ende, como un vapor, como un líquido, como algo no sometido al espacio, es decir, como algo que poseyera cualidades diferentes a las nuestras.  Observen que nosotros tenemos siempre el cuerpo sutil y glorioso, pero recubierto por nuestro cuerpo opaco.  Lo que importa, por lo tanto, es no separarlos, a la manera de los cuerpos astrales, mentales, etc. . . . (ése es otro punto de vista) y lograr que nuestro cuerpo, tal como lo poseemos, revierta o retorne a su estado glorioso.
“Las puertas cerradas” 
Vemos que, después de la Resurrección, el Cristo llega a los apóstoles “estando las puertas cerradas”.  Es totalmente falsa la representación que hacen ciertos iconos, en que el Cristo sale del sepulcro del cual la piedra ya ha sido quitada, o donde los ángeles abren la puerta para hacer camino a alguien que se adelanta.  Nadie vio a Nuestro Señor salir de la tumba:  los soldados oyeron el ruido de la piedra movida por los ángeles, pero el Cristo ya no estaba ahí.  El resucitó, con la tumba cerrada, en total secreto.  No me toca hoy examinar por qué El fue crucificado delante de todos, y resucitado donde no había nadie . . ., aunque ésta sea una brecha profunda en el conocimiento humano de los misterios divinos.
El Cristo, pues, atraviesa los lienzos, las piedras de la tumba, y finalmente, las puertas cerradas.
Tomás piensa, legítimamente, que es un fantasma, una especie de cuerpo astral.  El Señor le dice entonces:  “Toca mis llagas”, para que el apóstol incrédulo compruebe que es el mismo cuerpo que ha recuperado su forma perdida.
Ese cuerpo glorioso _debemos insistir en ello_ era glorioso desde su nacimiento de la Virgen María, pues el Salvador, fuera de pecado, no podía encarnarse en un cuerpo mancillado.  Si se había endosado la forma del esclavo, según las palabras del apóstol;  si estaba entre nosotros con un cuerpo material, durmiendo, comiendo, caminando;  si se comportaba de manera tal que sólo veíamos en El un cuerpo semejante al nuestro, era porque El había cubierto voluntariamente Su cuerpo glorioso con una forma de esclavo:  la “túnica de piel”.
Lo nuevo es eterno 
Se comete una gran confusión al creer, por ejemplo, que el Espíritu Santo descendió sobre el Cristo el día del bautismo, o que sobre el Monte Tabor el Señor glorificó su cuerpo, opaco antes de la Transfiguración, y súbitamente iluminado por la Luz divina.  ¡Mala teología!
El cuerpo del Verbo siempre estuvo iluminado, pero oculto;  en la Transfiguración, El revela lo que realmente es, ¡nada es agregado!
El Espíritu Santo está siempre en El;  no descendió “para ungirlo”, sino para dar testimonio de que El es el Cristo.  La irradiación del cuerpo divino es una manifestación de ese “Cristo” que es.  Consideremos la imagen de Dios en el hombre:  ella encierra la luz interior, aunque la opacidad física, psíquica y espiritual no permita que el cuerpo glorioso resplandezca.  Encontramos, en cambio, santos capaces de emanar la luz interior, que retienen por humildad;  a veces se transparenta y nos deslumbra, como en el caso de San Serafín de Sarov con Motoviloff.  Esta luz divina era también la de su espíritu, y de su cuerpo transfigurado.
El mundo será transfigurado porque el Cristo está ya transfigurado;  o mejor, porque el Cristo es tal como el mundo será.  Por eso es que la misa galicana ha tomado de la misa romana el término eterna, que añade a “nueva alianza”:  “nueva y eterna alianza” (lo indico en mi obra “El Canon Eucarístico del Antiguo Rito de las Galias”).  Lo que es nuevo, re-novado, es en realidad lo que existe en la profundidad.  Y lo que es viejo, no nuevo, actual, no renovado, guarda relación con la opacidad, con el pecado, con la caída, con la exteriorización hacia las tinieblas.
La forma de esclavo 
Así pues, el Cristo no soportó, desde su mismo nacimiento, un cuerpo inclinado al pecado.  Se vistió libremente, sin pecado, con el hábito de esclavo, el cuerpo material.  Yo digo material, pues el cuerpo es real;  no caigamos en el docetismo imaginando que su cuerpo es ilusorio.  Es real, tan real como después de la resurrección, ya que conserva sus llagas.  ¡Atención!  Cuerpo real no significa cuerpo burdo.  El cuerpo es tan real, que en las entrañas virginales el Niño Dios se alimenta, crece como una criatura normal.  El deja a la Virgen María bajo la forma del cuerpo glorioso y real, para tomar la forma de esclavo.
Este misterio del paso a través de las “puertas cerradas” (sólo puedo hablar de ello desde lejos) está anunciado por la Tradición.  Debo recordarles el grande y misterioso texto del último capítulo de Ezequiel, en el que el profeta describe con números, medidas y detalles (que se consideran litúrgicos y arquitectónicos, pero que pueden permitir una verdadera construcción) el Templo Pre-eterno, perfección del mundo asentado sobre la Ley divina.  La Tradición hebraica contemplaba este “Templo” como el libro fundamental después del Génesis.
Esta visión de Ezequiel es aplicada a la Virgen;  hay numerosos pasajes donde, describiendo la “Gloria de Dios”, dice el profeta:
“Me condujo a la puerta, a la puerta que estaba del lado del Oriente.  Y he aquí:  la Gloria del Dios de Israel avanzaba desde el Oriente.  Su voz era semejante al ruido de las grandes aguas, y la tierra resplandecía con su Gloria . . .
Esta visión era parecida a la que yo había tenido cerca del río Kebar.  Y yo caí sobre mi rostro” (Ez 43,1-3).
Y más allá:
“La Gloria del Señor entró en la casa por la puerta que estaba del lado del Oriente”.
Ezequiel no dice si estaba abierta o cerrada.  Continúa:
“Entonces el Espíritu me levantó y me condujo al atrio interior.  La Gloria del Señor llenaba el Templo.  Oí una voz que me hablaba desde el Templo mientras un hombre permanecía en pie junto a mí.  La voz me decía:  Hijo de hombre, este es el lugar de mi trono y el lugar donde se posarán mis pies;  donde yo habitaré para siempre” (43,3-7).
Y por último:
“Me hizo volver después hacia la puerta exterior del Templo, la que da a Oriente:  estaba cerrada.  Y me dijo el Señor:  Esta puerta permanecerá cerrada y nadie pasará por ella, porque por aquí ha entrado el Señor, Dios de Israel:  quedará, pues, cerrada” (44,1-2).
 Cuarta puerta del Templo 
La Gloria del Señor entra en el Templo por la puerta cerrada del Oriente, y sale por la puerta cerrada:  es el símbolo de la Madre de Dios.  Las iglesias construidas según las reglas tradicionales tienen, en principio, cuatro puertas:  la del Oriente, la del occidente, la del sur y la del norte;  aún cuando ellas se reduzcan a tres puertas colocadas en paralelo, se denominan del norte y del sur a las que están a ambos lados de la entrada.  La puerta del Oriente es la que está demás (en realidad, ni siquiera se la indica;  sólo se conservan la de entrada, que da al occidente, y las puertas del norte y del sur), se halla el lugar santo donde el Cristo glorioso “posa sus pies”, y esta puerta está sellada porque por ella entra sólo Dios, en su cuerpo glorioso.  Puerta cerrada.
Conocemos otros pasajes de la Biblia _son múltiples_ en que la fecundidad virginal está expresada de diferentes maneras mediante puertas cerradas.
Fuente sellada 
El Cantar de los Cantares canta:
“Jardín cerrado, hermana mía, esposa mía,
Jardín cerrado, fuente sellada.
Tus brotes, paraíso de granadas con frutos sabrosos:
Nardo y azafrán, canela y cinamomo,
todos los árboles de incienso:
mirra y áloe,
los mejores bálsamos.
Fuente, manantial del jardín, pozo de aguas vivas,
arroyos corriendo del Líbano” (4,12-15).
La caña aromática 
Vean ustedes, amigos míos, abordamos aquí el terreno más inesperado para la humanidad:  nada más puro, más virgen, oculto, modesto;  nada más voluptuoso y embriagador que la visión de la virginidad verdadera.  No es posible acercarse a ella si nos ha tocado la más mínima impureza.  Y no obstante, debemos decirlo:  la virginidad nada tiene que ver con la abstinencia o la carencia.  Toda virginidad, o toda pureza del espíritu, del alma, del cuerpo, es fértil, comparable al jardín cerrado del Cantar de los Cantares:  ella destila miel, es aromática, respira mirra y áloe.  Manantial cerrado y fuente que riega los frutos más sabrosos;  pozo de agua viva y fuente sellada.
Llave de oro de la “teoría” 
Nuestra inteligencia actual sólo puede ver al mundo por oposición y exclusividad, o por comparación y armonía:  una de las imágenes como complemento de la otra;  pero la realidad es siempre la unión de dos opuestos.
Acostúmbrense a esa óptica.  Solamente por medio de esta llave de oro podrán abrir ustedes el conocimiento del ser, no el de los fenómenos.  El mundo fenoménico es siempre parcial y opuesto, armonizado o sintetizado;  siempre dual, unificativo, intuitivo;  la “teoría”, la “contemplación” del ser de cada cosa capta simultáneamente los dos opuestos.  Lo comprobarán ustedes desde los primeros pasos que emprendan en la vida espiritual.
Cuántas veces lo habré dicho:  la esperanza es una certeza, al mismo tiempo que la tensión de una duda . . ., pues si están seguros, no esperan ya más porque tienen certidumbre, y esa seguridad puede engañar gravemente;  pero si dudan en su anhelo, todavía no esperan . . .  ¿Qué es, pues, la esperanza, sino la asunción de los dos opuestos, y la fe sino la confianza ciega acoplada al escepticismo . . .?  La credulidad que se precipita no es la fe, ni una energía espiritual;  el escepticismo que busca (¿verdadero?, ¿falso?) nos ayuda, ¡pues sin embargo, creemos!
Mientras nos inmovilicemos en el reino de los opuestos, ignoraremos la dialéctica visionaria de San Pablo, seguiremos siendo psíquicos;  tan pronto consigamos abrir, mediante nuestra llave de oro, la unión de los dos opuestos, penetraremos en la contemplación o conocimiento del ser que teje y trasciende los fenómenos.  Los cantos y los ritos de la Iglesia subrayan esta actitud del espíritu: Tri-Unidad, Dios-Hombre, virginidad-maternidad, penitencia-alegría, temor-abandono.
¿Se puede afirmar que el cristiano es optimista o pesimista?  ¡Ciertamente no!  Está más allá.  El optimista, por no percibir el mal, es un idealista ingenuo;  el pesimista ve desmesuradamente el mal, y pierde el impulso vital.
Les daré algunos ejemplos, dignos de reflexión, de la visión real del mundo.  Hace poco dije: “teoría”=contemplación;  este último término, contemplación, no basta;  ahondémoslo en el conocimiento-visión, en lo que es, y no en lo que aparece.  Así desembocaremos en la senda de la superación.
No vamos a creer, por supuesto, que esta llave antinómica es una fórmula automática, mágica:  Tres Personas en una naturaleza no significa una persona y tres naturalezas;  virginidad-maternidad: es exacto en un sentido, y no en otro;  pero acostumbrar a nuestra inteligencia a concebir la noción nueva de la unión de las antinomias es ya “mirar detrás del telón”, acercarnos a la sustancia y no a las apariencias.
 Florecer intacto 
Por ello es normal, comprensible, que en primer lugar, el cuerpo del Cristo sea glorioso;  que en segundo lugar, tome la forma de esclavo;  que en tercer lugar, el cuerpo de la Virgen, semejante al nuestro, haya podido recibir ese cuerpo sutil que atraviesa las piedras todavía opacas;  y que, por último, sea ineludible que el mundo nuevo nazca de la virginidad absoluta unida a la maternidad, es decir, de la plenitud intacta del florecer.
Nacimiento sin dolores 
Antes de abandonar este mundo antinómico, quisiera formular una última observación:  la Virgen pare al Cristo sin dolores, y sin embargo el Señor mismo declara que la mujer parirá con dolor.  El parto en los dolores es la imagen del mundo dialéctico:  por medio de la muerte vamos hacia la resurrección, por medio de los sufrimientos hacia la purificación;  en el seno del mundo renovado, el dolor no tendrá nada que ver con nosotros.
 Corazón traspasado de María 
¿Pero podemos decir que María, Nuestra Señora de los siete dolores, fue preservada del dolor?  En el día de su purificación en el templo, Simeón la bendice y añade:  “Este niño está puesto para caída y elevación de muchos en Israel;  será signo de contradicción, y una espada atravesará tu alma para que sean descubiertos los pensamientos de muchos corazones” (Lucas 2,34-35).
Durante la Pasión de su Hijo, su dolor extremo concentró todo el dolor de la creación.  El Cristo, libremente, tomó sobre sí el sufrimiento total.  María sufrió el desgarramiento de la naturaleza entera bajo el yugo del pecado.  Empero, ella da a luz al Niño-Dios sin pecado, pues los dolores de parto de Eva nacieron de su desobediencia:  María, la obediente, no podía experimentar esos dolores.
Un método de respiración y de movimientos, preconizado por la medicina moderna, ayuda a la madre a expulsar al niño sin dolor;  si me atreviera a decirlo _y me atrevo_, el Cristo abandonó las entrañas virginales conscientemente, libremente, impulsado por el Espíritu.
Hemos pronunciado la palabra: conscientemente.  Juan el Bautista era ya consciente en el seno de Isabel, cuando reconoció en María a la Madre de Dios;  otros viven casi inconscientemente hasta el segundo nacimiento: la muerte;  otros aún, despiertan progresivamente a la consciencia.  El Cristo, desde su concepción, poseía la plenitud de la consciencia.  ¿Les asombra lo que digo?  ¡Muy bien, asómbrense!  El asombro es el comienzo de la inteligencia.
 Dos economías divinas 
Sin dolores . . ., pues la encarnación del Verbo estaba prevista por el Consejo Divino antes de los tiempos, y María había sido elegida por la economía divina antes de la creación.  Dios se hizo hijo de una madre en razón de un plan divino preestablecido, y en razón de nuestro pecado, para deificarnos y salvarnos, para exaltar nuestra naturaleza y rescatarnos.
El Credo confiesa que el Cristo se encarnó del Espíritu Santo y de la Virgen María por nosotros, los hombres (aunque no hubiéramos pecado), y por nuestra salvación, pues hemos pecado.  Por eso el Cristo nació fuera de la ley del mundo del pecado, aún naciendo en el mundo del pecado.  Así como María parió sin dolor, así también el Cristo no ganó su pan “con el sudor de su frente”.  La maldición adámica no tenía imperio sobre El, ni sobre la Virgen.  Sin embargo, El acepta progresivamente el sufrimiento y el pecado del mundo.  Sudor de sangre cubre su Rostro en Getsemaní, y cae, agotado, en el camino del Calvario.
María, nuestra Maestra 
Al contemplar a la Purísima Madre de Dios, nuestra mirada no puede abarcar enseguida los dos opuestos;  dirijámosla, al menos, hacia ese antinómico paisaje: pureza-fecundidad, virginidad-creación.
Henchida de vida, dadora de vida, María permanece, empero, cerrada.  El poder de esta noción es tal que restablece todo en la óptica universal, y destruye la crisis perpetua de la consciencia humana y las falsas doctrinas:  por una parte, temor a la impureza, y por otra parte, temor a la sequedad estéril.

La humanidad se precipita a la fecundidad del arte, del pensamiento, de la oración, por apetito de poder y, de improviso, surge otra corriente:  el deseo de pureza, de entrada en sí, de cierre de puertas, de perfeccionamiento de un punto geométrico de nuestra alma, de cincelado en el arte y la vida espiritual.
Florecer o cerrar, ser torrente o torre orgullosa, vaivén doloroso que conmueve al hombre.  ¿Dónde está la herejía?
La herejía está en creer que en esta dialéctica la apertura se separa de la purificación.  ¡No tengamos miedo!  Si no olvidamos la realidad mariana, maternidad intacta y virginidad fecunda, si tomamos a la Purísima como Maestra, si le confiamos nuestros problemas, evitaremos los riesgos de morir en busca de pureza, o de sucumbir en la desesperación de la fecundidad impura.
La Virgen nos da la posibilidad graciosa de dominar poco a poco a esos adversarios, de llegar a ser, en la medida de nuestras posibilidades, virgen y madre.
LECCION 10
La virgen infecunda 
En el mundo llamado “natural”, neutro, el hombre concede un gran valor a la madre fecunda y a la virgen.  La fecundidad no es virginal, ni la virginidad fecunda.  Cuando se califica a un ser como virgen, se entiende que nació y permanece virgen, y no que emprende el camino de la virginidad.  Los Padres de la Iglesia pensarán, en cambio, que un ser puede transformarse en virgen.
Actualmente se hace distinción entre casto y virgen.  Admitamos que estamos frente a un ser, hombre o mujer, virgen;  no será fecundo ni puro por ello.  En el plano biológico, físico, artístico, y hasta espiritual, la virginidad-maternidad suscita dificultades casi infranqueables.
 Oprobio de la esterilidad 
En los planos inferiores, la esterilidad se opone francamente a la fecundidad.
Toda la Antigüedad, incluso en países tan espiritualistas como la India, consideraba a la esterilidad como parte de los más duros oprobios.  De este sentimiento nacieron en las religiones los cultos de las diosas, de las fuentes y de las plantas mágicas capaces de romper la esterilidad.  Pero las esterilidades no son tan sólo biológicas;  las más nefastas pertenecen a los campos espirituales.  Podemos decir que así como la esterilidad se opone a la fecundidad, lo opuesto a la virginidad es la impureza.  Esta última, es verdad, depende en gran parte de la carne;  más poderosa, sin embargo, es la impureza del espíritu.
La esterilidad será en general la consecuencia de la virginidad, y la impureza la de la fecundidad.  Pero el misterio mariano nos alza por encima de estos dominios propios de la humanidad caída, y revela en la Purísima a la Madre intacta de Dios-Hombre.
La prostituta estéril 
Las religiones antiguas presentan, entre otras, una deformación tenebrosa indirectamente indicada por el apóstol Pablo en su epístola a los Romanos:  las mujeres adscriptas al templo;  se las encuentra hasta en la China.  Estériles y cortesanas sagradas, se las respetaba porque podían procurar el placer sin peligro;  símbolo de la esterilidad unida a la impureza.  Plano infernal, plano del pecado, plano oscuro de nuestra existencia.  ¿Se puede argüir que esta deformación pertenece a la naturaleza?  No;  porque si María es el caso único, maternal y puro de nuestra historia, la naturaleza es, en general, estéril o fecunda.  Unir los dos opuestos de la virginidad-maternidad, es decir impureza-esterilidad, es propiedad del demonio.  En la Virgen, lugar de ruptura de los dos planos, ordinariamente separados, reside la extraña analogía entre la gracia y el pecado.  Este es la mueca de aquélla;  él encadena en las tinieblas la unidad que la gracia realiza en la luz.
La “Empériere” de pureza 
Como he dicho antes, confundimos fecundidad e impureza, y asociamos la pureza a un género de esterilidad.  Sea en las formas del arte o por los caminos de la vida espiritual, la búsqueda de la perfección mística abandona inconscientemente la fecundidad activa, caritativa, la concreción en el mundo.  Al contrario, “las manos en la masa” conducen a la impureza y se convierten en “las manos sucias”.  Es imposible construir una sociedad sin compromiso.  Abandone la sociedad y se verá usted llevado únicamente a la vida interior;  quizá llegue a ser un ángel, pero ya no será fecundo.  Será puro.
La “Empériere” de pureza, la primera Flor, el primer Rayo de primavera eterna, manifiesta ya el mundo transfigurado.  (“Empériere”, palabra provenzal que significa emperatriz).
Tradición universal de la virgen-madre 
Hoy quisiera hablarles de las vírgenes-madres en las diversas tradiciones humanas.
Las religiones precristianas, las leyendas, los mitos de todos los pueblos de nuestro globo contienen, de una manera u otra, la noción de la virgen-madre, la “captación” impulsiva, no-consciente, de los misterios cumplidos en el Hijo de Dios.  Y al contrario, como el misterio virginal-maternal se encarnó en María, nos corresponde a nosotros, cristianos, tras la venida del Cristo, realizar, primero en el plano espiritual, y luego en el plano total, lo que María hizo en el tiempo.
Veamos, para empezar, dos ejemplos de los más conocidos, que nos llegan de la China.
Aïschin-Goro 
La mayoría de los príncipes chinos pretendían haber surgido de una virgen-madre en los tiempos en que la China no era aún un imperio.  Sin esta ascendencia no se era digno de ser aristócrata.  Un especialista en religión china escribía en 1876: “Los príncipes de la dinastía manchú, que todavía hoy reinan en China, se glorifican también por haber tenido como autor de su raza al hijo de una virgen-madre”.
Veamos lo que relatan sobre este tema.  Una joven celestial descendió un día cerca de la montaña que se encuentra no lejos de la llanura de Odoli, y se bañó en un lago de las cercanías.  Mientras esto sucedía, una urraca dejó caer en el pecho de la joven un fruto rojo, que ésta se apresuro a comer.  Habiéndose encontrado repentinamente encinta, dio a luz un hijo, que empezó a hablar desde el día de su nacimiento.  Una voz anunció desde el aire que el niño tenía al cielo por padre, que reuniría a muchas tribus en un solo pueblo, y precisó que se le debía dar el hombre de Aïschin-Goro.  (“El Folklore en los Dos Mundos”, de De Charencey).
Vemos, pues, que una joven se acerca al agua _analogía con el agua del bautismo_, y una urraca deja caer un fruto . . .  Estos detalles, es cierto, son profundamente diferentes a la historia mariana, pero el relato subraya que no hay padre terrestre, que el cielo es el padre, y que el hijo de la joven llegará a ser un gran jefe.
La virgen Ching-Mu 
Además, “La virgen Ching-Mu concibió por haber comido una flor de Lien-hoa (loto) que había encontrado sobre su ropa en el sitio donde se bañaba.  Habiendo llegado al fin de su embarazo en el lugar donde había recogido la flor, dio allí a luz un hijo que hizo educar por un pobre pescador.  Este niño, a quien se coincide en identificar con Fo-hi, llegó a ser un gran hombre, y efectuó grandes prodigios”.  (“Viaje a China”, de J. Barroz, 1805).
Kian-che tche-mu 
Un misionero del siglo XIX escribe sobre este tema:  “Cuando llegamos a Pu-Ho (en el Kiang-Si), pueblo situado en la confluencia de ocho ríos, nuestro piloto, que tenía allí a su familia, quiso quedarse una semana para celebrar con los suyos una fiesta en honor de una divinidad china, a quien vulgarmente se llama Ching-mu, la santa madre, y a veces hasta Tien-heú, reina del cielo . . .  Los chinos dicen que la diosa Kuan-yin, o Ching-Mu, es virgen, aunque casi siempre ponen un niño en sus brazos y un pájaro blanco por encima de su estatua, con la siguiente inscripción, que yo he leído: Kian-che-tche-mu, “madre liberadora del mundo”.  ¿No estamos ya en las letanías de la Virgen?  Y el misionero añade: “¿Acaso no es la Santa Virgen con el Espíritu Santo en forma de paloma?”.  (“Tradiciones chinas sobre la Virgen y la Trinidad”, en “Anales de Filosofía Cristiana”, París, 1845, por el R.P. Laribe).
Uei-Kao-Heú-tchuen 
Pasemos al Japón.  Todos los emperadores nipones eran hijos del sol, nacidos de una mujer que no había conocido hombre.
“Según el Pet-si, la emperatriz Uei-Kao-Heú-tchuen soñó, mientras dormía, que se encontraba de pie en medio del Tang, mientras que el sol venía a proyectar un rayo sobre ella a través de la ventana, y la quemaba.  En vano buscaba ella sustraerse inclinándose, ya a la izquierda, ya a la derecha.  Al día siguiente, preguntó a Song-mien qué significaba esa visión.  Este le respondió que era un presagio maravilloso,  Así, poco después, la princesa concibió en su seno al niño que fue Siuén-U-ti.  Vio en sueños que el sol se transformaba en un dragón que la envolvía; así dio a luz a un príncipe heredero del trono”.  (De Charencey, op.cit.).
El Taiko del Japón 
En pleno siglo XVI, el Taiko del Japón, Hideyoshi, reclamaba también un origen similar.  Decía al embajador del rey de Grecia:  “No soy simplemente el último brote de una cepa humilde;  mi madre soñó antaño que veía al sol penetrar en su seno, tras lo cual nací yo”.  (“Japan. Its History, Tradition and Religion”, por Reed, 1880).
La Dama de Jaspe 
La mayoría de estas leyendas se refieren a jefes de estado, pero hay algunas que nimban a otros hombres.  Una leyenda, bastante tardía, quiere que Lao-Tsé haya tenido también un nacimiento milagroso.  “En su prefacio al Tao-te-King (obra de Lao-Tsé), Ko-hiuán dice:  la persona de Lao-Tsé nació por sí misma;  existía antes del gran Absoluto, y cuando el Absoluto causó el primer origen de las cosas, él atravesó toda la serie de producciones y aniquilamientos del Cielo y de la Tierra . . .”.  Y más lejos: “De los límites del Tao eterno, de la gran claridad, él surgió en forma de una semilla pura del sol, y se transformó en una burbuja de muchos colores, del espesor de una pelota de ballesta.  Ella entró en la boca de la Dama de Jaspe (la muy preciosa virgen Yu-niú) mientras ella dormía durante el día.  La Dama la tragó, quedó encinta, y su embarazo duró ochenta y un años.  Entonces la Dama de Jaspe dio a luz, por su lado izquierdo, a un niño que ya en su nacimiento tenía la cabeza blanca, y que recibió el nombre honorífico de Lao-Tsé (el viejo-niño)”.  (De Charencey, op.cit.).
La casta madre del Buda 
Examinemos ahora una historia tibetana relativa al Buda, recogida por un misionero que había estudiado mucho el país.  El Buda nació, dice este relato, de una virgen-madre.
“Sus entrañas, que habían llegado a ser puras y transparentes, dejaban ver a todos los ojos el niñito que en ellas estaba encerrado, y cuyo cuerpo, al igual que su alma, brillaba con un maravilloso resplandor, hasta que salió por el flanco derecho de su casta madre (intacta), sin dejar huellas de su paso”.  (“Alfabeto Tibetano”, por Paulin de Saint Barthélemi).
Virgen real 
Un célebre misionero del siglo XVIII, el padre A. Giorgi, agustino, buen orientalista de la época, escribía:
“Cuando vi que un pueblo poseía ya un dios bajado del cielo, nacido de una virgen real y muerto para rescatar al género humano, mi alma se turbó, y quedé confundido”.
“Deir El Bajari” 
Cerraré este abanico de ejemplos con dos mitos: uno egipcio y el otro guatemalteco.
El dios padre habla así al Faraón Ramsés II:  “Soy yo, tu padre;  yo engendré todos tus miembros divinos . . .  Pues yo había reconocido que eras tú quien debía ser concebido en mi espíritu, para gloria de mi persona.  Yo te di a luz para brillar como Ra, exaltado delante de los dioses, oh rey Ramsés”.  (“Deir El Bajari”, por E. Naville).
 La joven Xquiq 
Y aquí va la entretenida historia guatemalteca:  “El héroe mítico de los guatemaltecos Hunhun-Apu fue muerto por orden de los jefes del estado de Xibalba;  le cortaron la cabeza y la colocaron en las ramas de un calabazo.  De inmediato la planta se cubrió de frutos, aunque antes no había tenido ninguno.  Muy pronto la cabeza del guerrero guatemalteco se convirtió también en calabaza.
Los príncipes Xibalbaides, testigos de semejante prodigio, prohibieron aproximarse al árbol maravilloso.  La joven Xquiq, sin embargo, llevada por su curiosidad desobedeció, diciéndose a sí misma con una indiscreción digna de nuestra madre Eva: “Los frutos de este árbol deben ser muy sabrosos”.
Salió sola, y arribó al pie del calabazo, que se levantaba en medio de las cenizas.  La vista de los frutos le arrancó gritos de admiración y añadió: “¿Me moriría y sería mi ruina el comerme uno?”.
Entonces, continúa el narrador indígena, la cabeza de muerto que estaba en medio del árbol habló:  “¿Verdaderamente es esto lo que deseas?  Los globos redondos que ves entre las ramas del árbol son únicamente cabezas de muertos.  Te pregunto otra vez:  ¿Lo quieres todavía”.  “Sí”, respondió Xquiq, extendiendo la mano hacia el cráneo de Hunhun-Apu.  Entonces éste lanzó con esfuerzo un escupitajo en la mano de la joven.  Ella miró enseguida la palma de su mano, pero la saliva del muerto ya había desaparecido.
“Esta saliva y esta baba es mi posteridad, que acabo de darte”, añadió el cráneo.  “Y ahora mi cabeza no hablará más, pues es una cabeza de muerto que no tiene más carne”.
Y efectivamente, Xquiq se hallaba encinta.  Al cabo de seis meses, su padre advirtió su estado y se hizo un deber de interrogarla.  “No hay hombre a quien le conozca la cara, oh padre mío”, respondió ella.  “Tu no eres en verdad más que una fornicadora”, exclamó Cuchumaquiq, y ordenó que le arrancaran el corazón, como se hacía con las víctimas sacrificadas a los dioses.
Xquiq llegó a provocar la compasión de sus ejecutores . . ., y se retiró a la casa de la madre de Hunhun-Apu, en Guatemala.  Allí dio a luz a dos gemelos destinados a vengar la crueldad del príncipe Xibalba para con su padre”.  (De Charencey, op.cit).
La Flor de la humanidad 
A través de todas estas imágenes de dioses, de héroes y de reyes nacidos de una virgen madre, sentimos subir la nostalgia por el Rey de reyes, por el Cristo.  Poco importa que estas imágenes sean verdaderas o falsas, pues en esos relatos la vida no surge de Dios en sentido absoluto, sino de divinidades, de frutos, de burbujas, de intermediarios;  encierran, sin embargo, el despuntar de una profecía, el despuntar de un ahelo por Dios-Hombre.  Más allá del anhelo profético, las proto-imágenes imperfectas contienen ya la premonición de los hechos venideros.
En la leyenda tibetana, el Buda brilla como una joya visible;  el Cristo, en cambio, esconde su gloria:  ése es todo el problema de la Encarnación.  El relato guatemalteco, desbordante de imaginación, de cráneos, de frutos, de escupitajos, confunde la figura de la virgen-madre con la de Eva, y al mismo tiempo que el árbol de la tentación aparecen los gemelos, las dos tradiciones, cainita y sética, tradiciones paralelas que engendrarán el proceso histórico.
Cuando consideramos estos múltiples y antiguos elementos enraizados en la conciencia humana que, ya se acercan, ya se alejan de la Verdad, percibimos como una gran mano que, a tientas, dibuja un cuadro tras otro, que acumula mito sobre mito, hechos sobre hechos, para lograr por fin realizar su obra maestra: María.  Estas inspiraciones pueden venir del cielo o del “subcielo”, es verdad . . ., pero de todos modos testimonian que la antigüedad esperaba a la virgen-madre tanto como al salvador.  Sentía la necesidad de engendrar un héroe, un ser divino, un dios, un dios-hombre:  presentimiento confuso, pero espera de un ser superior, nacido de una mujer sin hombre, de una virgen-madre.  Descubrimos aquí el aspecto panhumano de la maternidad-virginidad de María, y por eso la llamamos “Flor de la humanidad”.  Los profetas la preparaban, los justos la preparaban.  “La Sabiduría se justifica en sus hijos” (Lucas, 7,35).  La humanidad se dedicaba a repetir y re-repetir cantos religiosos, a menudo deformados por notas falsas, para alcanzar, súbitamente, el acorde perfecto.
Profecía cósmica 
Se puede efectuar un análisis similar en el plano cósmico, pues la naturaleza posee igualmente casos de partenogénesis;  pero nada, excepto María, ha realizado la maternidad-virginidad en perfección.
Así pues, la creación tiende tanto a la maternidad virginal como a Dios y a la inmortalidad.  Y podemos afirmar que el dogma de la Virgen María es universalmente indispensable.
Las entrañas de la Iglesia 
Las religiones que _como el protestantismo reformado_ rechazaban o rechazan lo que podemos denominar evolución cósmico-humana hacia lo divino, son abstractas, divinas, desprovistas del movimiento de lo bajo hacia lo alto, pues María la Virgen es el resultado de la humanidad, la Flor del árbol de Jessé de donde se elevará el Cristo.  Un hindú como Rama-Krishna, deseoso de lograr una realización humana, está espiritualmente obligado a venerar a “la madre divina”;  no es aún la Virgen María, pero es ya la misma dirección.
Ese misterio supera los sexos masculino y femenino.  Un racionalista, un religioso orientado hacia la única moral, un individualista insensible a la unidad del universo, pueden fácilmente pasarse sin él.  El Patriarca Sergio lo formuló muy bien: “algo le falta a quien no ve el sentido de la Virgen Madre, de la Reina de los cielos”.  La Iglesia, el ser humano y la Virgen no son más que uno.  En Ella verificamos si somos realmente Iglesia.
Nuestra vida en la Iglesia es la de un niño en las entrañas de su madre.  Poseemos los sacramentos, la comunión (el Cuerpo y la Sangre), el bautismo (nuevo nacimiento), y sin embargo, aún a través del sentido simbólico, algo se nos escapa.  Mucho más que nuestra experiencia religiosa, que sólo podemos definir, o al menos describir, ese algo se nos escapa y se muestra a nuestra inteligencia como una mezcla de luz y de tiniebla.  ¿Por qué?  Porque nos encontramos en el estado de niños en las entrañas maternales:  los sacramentos nos alimentan, pero el niño en el vientre de su madre no tiene todavía la luz, la consciencia total, la distinción;  así es como el proceso religioso hasta el fin de los tiempos representa esos nueve meses antes del mundo transfigurado.
El mundo está en el seno de la Iglesia;  cuando salga de allí, será la resurrección universal, la transfiguración, la Segunda Venida del Cristo.  La luz aparecerá claramente, habrá distinción entre lo visible y lo invisible, entre gnosis verdadera y gnosis falsa.  Y el apóstol Pablo escribirá: “Hoy vemos a modo de un espejo, de manera oscura, pero entonces veremos cara a cara” (1 Cor 13,12).
“He aquí: La Virgen dará a luz un niño” 
Hasta entonces, el universo seguirá siendo para nosotros un semimisterio.
En mi clase de hoy les he presentado pasajes de diversas tradiciones sobre la virgen-madre para que ustedes comprendan que la Purísima cumple, consuma, un deseo universal inscripto en nosotros, que se puede captar en los planos psicológico y espiritual, y en otros.

Ciertos racionalistas han querido dar un significado diferente a la profecía de Isaías;  pretenden que la palabra hebrea es aplicable a una doncella, y no a la Virgen.  Es inexacto, pues el nacimiento virginal era uno de los criterios de la venida del Mesías, y el profeta anunciaba precisamente la venida de ese Mesías.  ¡Cómo, si los pueblos paganos estimaban que sus reyes, sus jefes espirituales y sus héroes debían nacer de una virgen, cómo un Isaías (aún sin inspiración divina alguna) hubiera podido concebir que el Mesías de Israel no naciera de una Virgen-Madre!  Esto es tan normal, que cuando algunos judíos quisieron abatir el cristianismo, no negaron para nada el texto profético, sino que difundieron una falsa literatura con el designio de envilecer a la Virgen.  Y se ensañaron en manchar la pureza mariana porque sabían muy bien que no podrían destruir la noción de virginidad-maternidad luminosamente inscripta en lo más hondo de la consciencia humana.

LECCION 11
Acabamos la clase anterior haciendo notar que en nuestro ser se inscriben instintos pre-racionales y religiosos, y que junto a estos instintos religiosos, tales como la inmortalidad del alma y la existencia de Dios, encontramos el de la virgen-madre divina.
Las religiones y las tendencias que borraron “lo Femenino” de su interior, conducen generalmente a la incredulidad, a un espiritualismo racional, o a un moralismo desprovisto de hondura ontológica.
 “Signo” del Corán 
Hoy quisiera considerar el lugar de la Virgen en el Islam, y frente al Islam.  Nos hemos referido a las religiones antiguas, pero si existe un fenómeno específico, ése es seguramente el del Islam.
El Corán contiene dos célebres suratas sobre la Virgen.  Observemos ante todo esta primera particularidad del Corán:  una gran parte le fue dictada a Mahoma por el arcángel Gabriel.
Veamos la primera surata:
“¡Oh, María!  Dios te anuncia su Verbo, cuyo nombre es el Mesías.  Así habló tu Señor, para que hiciéramos de El un signo para los hombres, y una misericordia”.
Estas palabras características se dirigen a María: “Dios te anuncia su Verbo (quien habla es Gabriel), cuyo nombre es el Mesías.  Así habló tu Señor, para que hiciéramos de El (es decir del Mesías, del Verbo) un signo”.  Esto recuerda extrañamente las palabras de Isaías: “Y he aquí, os doy un signo:  una Virgen dará a luz a Emmanuel, Su nombre es:  Dios con nosotros”.
Un signo, y no signos _muy interesante_ dice el Corán, y añade: “para los hombres, y una misericordia”.
En la segunda surata habla Dios:
“Recuerda a aquélla (El se dirige a los creyentes) que conservó su virginidad, y en quien Nosotros insuflamos nuestro Espírutu.  La constituimos con su Hijo en un signo para el universo” (el pronombre personal Nosotros no es una alusión a la Trinidad, sino una expresión de soberanía).
No haré comentarios.  Solamente deseo subrayar la virginidad-maternidad, las alusiones al Verbo, al Cristo-Hombre, al universalismo del Cristo y, indicación característica, a la misericordia.  Estos textos podrían ser cristianos;  en el Corán se leen otros análogos, que abren un horizonte y tienden un puente de oro entre el Islam y nosotros.  Y debo añadir lo más paradojal:  que es María _no todavía Jesús_, María, Madre de Dios, la que es en verdad el puente de oro entre el Islam y la revelación cristiana.
Nuestra Señora de Kazán 
En el Islam descubrimos una multitud de signos históricos alrededor de la Virgen María.  Citemos como ejemplo a Nuestra Señora de Kazán.
Kazán es una ciudad tártara islámica de Rusia.  En 1556, una joven tártara de nombre Fátima (más tarde, cuando se convirtió al Cristo, recibió el de Marta) tuvo una visión de la Virgen María, y María le indicó dónde debía buscar su icono.  Cavaron la tierra y retiraron el célebre icono de Nuestra Señora de Kazán, profundamente hundido en el suelo.  Se hicieron dos copias del icono; una fue llevada a San Petersburgo y la otra a Moscú.  Hecho inesperado, la Virgen se apareció recientemente a una dominica de Marsella que partía a Africa, y le dijo: “Yo soy Nuestra Señora de Kazán”.
Kazán era un sitio donde musulmanes y cristianos vivían reunidos alrededor de “la que conservó su virginidad, y en quien Nosotros insuflamos nuestro Espíritu, y que constituimos con su Hijo en un signo para el universo”.  Estas palabras coránicas estaban escritas en la iglesia local, al lado de la imagen de Nuestra Señora de Kazán.
La historia continúa.  Para 1912, este icono descubierto en el siglo XVI había desaparecido, robado.  Se llevó a cabo un juicio, se acusó a un supuesto ladrón, que firmó en falso y declaró que había tirado el icono después de hacerlo pedazos.  Cosa extraña, no se lo juzgó siquiera;  lo desterraron a otro lugar.  En realidad, fueron los tártaros los que robaron el icono porque uno de sus profetas había anunciado que pronto se instalaría un régimen perseguidor de las religiones, y que había que preservar a Nuestra Señora de Kazán.  Actualmente se encuentra en algún sitio, en manos de los tártaros de la región.
 Nuestra Señora de Liesse 
Otra imagen de los vínculos de la Virgen con el mundo islámico es el relato de Nuestra Señora de Liesse, en Picardía, Francia.  El burgo se llama Liesse (Alegría), nombre de cuento de hadas, aportado por la leyenda, nimbado de simbolismo;  nombre de cuento de hadas, quizás, pero más real que la historia.
Tres caballeros cristianos, tres cruzados, caen prisioneros de un sultán de Egipto, quien impresionado por su coraje decide convertirlos.  Como las torturas no consiguen nada, los teólogos del Corán se empeñan en convencerlos, sin conseguirlo.  Sin embargo, esos tres hermosos caballeros picardos han seducido al sultán, y éste último quiere a su vez seducirlos.  Adopta entonces el método supremo:  les envía a la cárcel a su hija Fátima, dando por descontado que la gracia, el encanto y la inteligencia triunfarán allí donde el sufrimiento y la ciencia habían sido vencidos.  Pero sucede lo contrario.  La hija del sultán se acerca cada vez más al Cristo, y un día, atraída por la Virgen, ruega a los caballeros que se la hagan conocer.  Ellos le responden que no tienen a mano un icono de la Virgen, pero que pueden tratar de esculpirla.  Fátima les trae un trozo de madera y, en ese país iconoclasta, se pone a esperar a la imagen de la Reina de los Cielos.  Los cruzados tratan de esculpirla, pero sólo son bravos picardos, valientes de almas fogosas, y no maestros escultores.  Bajo sus dedos, la Virgen sigue informe.  Desconsolados, rezan y se duermen.  Durante la noche, un ángel, dirigido quizás por la Virgen, esculpe esa admirable estatua de madera negra que se ve en la iglesia del pueblo de Liesse.  A la mañana siguiente, la celda resplandece de luz.  Llega Fátima, y los cuatro deciden rogar a la Virgen que los libere.  La hija del sultán abre las puertas.  Escapan.  La leyenda precisa que descansan por la noche bajo una palmera, los tres caballeros codo con codo, respetuosamente alejados de Fátima.  El sultán los persigue.  Rezan tan devotamente que por la mañana despiertan en Picardía, muy cerca del castillo de la madre de los caballeros.  Desde entonces, una pequeña y encantadora aldea se alza alrededor de la Virgen milagrosa, cuyo nombre es Nuestra Señora de Liesse.  Ahorro detalles para llegar a la conclusión:  a unos pocos kilómetros de Laon, la iglesia de Nuestra Señora de Liesse posee un ambón (especie de iconostasio occidental) sobre el cual se yerguen las estatuas de los tres caballeros, y de Fátima con ropas de sultana.  Fátima llegó después a ser abadesa.
Fátima 
Fátima, nombre de la joven tártara de Kazán, nombre de la hija del sultán, es también el de la hija muy amada de Mahoma, la única mujer verdaderamente respetada en el Islam, después del Profeta.
Les citaré dos casos más:
El título eclesiástico de Metropolitano de Krutitsky es el más grande de Rusia después del de Patriarca.  Pero la ciudad de Krutitsky no existe en Rusia;  era la ciudad en que residían Gengis Khan y los grandes jefes tártaros, los kanes de ese inmenso imperio islámico, más vasto que el imperio romano, que se extendía desde Europa hasta China y la India.  Los obispos iban a Krutitsky para abogar por la causa de la Iglesia, y el representante del Metropolitano de Moscú, que vivía en la ciudad cumpliendo funciones de legado, llevaba el título de Metropolitano de Krutitsky, esto es, el nombre de un campamento militar musulmán.
Otro ejemplo: en el siglo XV vemos a menudo cruces rusas colocadas sobre una media luna, unión de los símbolos del creciente y de la cruz, en que la cruz corona al creciente.
Terminaremos ahora con Nuestra Señora de Fátima:  en 1917, la Reina de los Cielos escogió para su aparición esta pequeña aldea casi desconocida de Portugal, que también se llama Fátima.  Ella subrayó de este modo, una vez más, un nombre islámico, vestigio de las invasiones árabes.
Ismael e Isaac 
En su Epístola a los Gálatas, San Pablo escribe: “Abraham tuvo dos hijos, uno de la esclava, otro de la mujer libre.  El de la esclava nació según la carne.  El de la mujer libre, en virtud de la promesa.  Hay una alegoría . . .”, y el apóstol habla de las dos alianzas, la judía y la cristiana.  Yo veo otro aspecto de la alegoría, menos absoluto, pero no menor para el destino de los pueblos:  la alegoría de Isaac, hijo de la mujer libre, y la de Ismael, hijo de la esclava.  Mientras el pueblo hebreo es un pueblo libre por excelencia, pueblo de Dios _hasta la realeza es para él una cadena_, el pueblo de Ismael conservará el sello de la esclavitud, pese a las deslumbrantes páginas de su historia, y será dominado o dominará a los otros por medio de la espada.  Un padre, el padre de los creyentes, Abraham.  Y dos madres, dos tradiciones.  Pablo añadirá: “Los hijos de la carne perseguirán a los hijos del espíritu.  Así es todavía”.  En efecto: Ismael persigue a la antigua y a la nueva alianza, a los judíos y a los cristianos.
María es la mujer libre y la esclava.  Esclava de Dios como madre, libre como inmaculada.  Puente de oro entre Sara y Agar.
La Copa y las bodas místicas 
Pueden discernirse otros paralelismos antinómicos.  El centro de la revelación cristiana es la Sangre del Cristo expresada por el vino:  religión de la Sangre y del vino.  Esta religión, generosa con su sangre _la sangre de los mártires_ es en cambio muy severa en lo que atañe a todo acto carnal:  su ideal es la castidad y la virginidad.  El Islam, al contrario, prohibe el vino, símbolo de la Sangre del Cordero, y exige la abstinencia total de alcohol.  Su religión no es para nada una religión de mártires.  El musulmán vierte la sangre del infiel en el nombre de Alá y, en cambio, concede una gran libertad a la sexualidad.  Su paraíso está envuelto en formas voluptuosas.  Si consultamos los escritos de los místicos cristianos y los de los musulmanes, veremos que los cristianos se sirven, a la inversa, del lenguaje del amor:  amor, esposo, esposa, bodas místicas;  y los musulmanes hablan de “la embriaguez de Dios”, hasta el punto de que un psicoanalista podría apresuradamente sacar la conclusión de que su Dios es el complemento de lo que les falta en la tierra.  ¿Advierten ustedes la trampa? (el sufismo es una excepción en el Islam, debido a su complejo origen).
María, Apóstol del Islam 
Por una parte, poligamia;  por la otra, monogamia . . .  Había mucho que decir, pero debo resumir.  Hay un hecho: la mujer en el Islam es maltratada, la religión de Mahoma no le atribuye un lugar equiparable al del hombre.  Y sin embargo, el musulmán respeta extrañamente, profundamente, a la Virgen.  Ese respeto por la Purísima, ¿no será un sentimiento de “carencia” que el Islam experimenta consciente o inconscientemente?
¿Qué representa el lugar eminente, real, dado por la religión cristiana a la Virgen-Madre?
Existe una categoría de Nombres divinos, de Virtudes materno-divinas en el sentido más auténtico: “misericordia”, las entrañas de

misericordia;  “gracia”, la gracia, nuestra madre.  La religión cristiana es la revelación de la caridad.  Todas esas virtudes comunican a la Iglesia cristiana una tonalidad poderosa, mucho más acentuada que en otras religiones, particularmente la del Islam; son nubes transparentes que nimban a María:  maternidad, virginidad.
Misteriosamente, y más allá de toda lógica, solamente por María, y la conversión de algunas mujeres, el Islam encontrará la unión con la cristiandad.  Un conocedor del Islam me decía que, en su opinión, el padre de Foucauld había sembrado sin fruto el Evangelio entre los musulmanes, porque en ese país el hombre no puede tener éxito;  es necesario un movimiento femenino . . .  No ciertamente desde el punto de vista de la emancipación de la mujer, aunque eso sea también importante, sino desde un punto de vista misterioso y difícilmente definible.
Será una mujer cristiana la que en el seno del Islam detendrá ese conflicto, conflicto que ha hecho correr tanta sangre y engendrado tanto odio.  De la detención de ese conflicto surgirá, divinamente, la cesación del conflicto fraterno entre Isaac e Ismael.
LECCION 12
Las prefiguras de María 
El Antiguo Testamento contiene un gran número de símbolos que anuncian a María.  No volveré a hablar del texto del Génesis en que el Verbo dice a la serpiente: “Pondré enemistad entre tú y la mujer, entre tu posteridad y su posteridad;  ella te aplastará la cabeza y tú le herirás el talón” (Gen 3,15).  Tampoco contemplaré en detalle la relación entre Eva y María, ni el significado del paraíso, lugar elegido, jardín en cuyo centro está plantado el árbol de vida y de conocimiento.  María es ese lugar elegido donde el Verbo descansa, diciendo de Sí Mismo: “Yo soy la Vida y el Conocimiento”.  Y así como el paraíso tiene el Arbol de la Vida, la Virgen tiene en ella la Vida Divina.
Hoy me detendré en otras imágenes, en otros símbolos.
Escala de Jacob 
La primera expresión frecuentemente empleada y aplicada por la Iglesia a la Madre de Dios se encuentra en el capítulo 28 del Génesis:  es el sueño de Jacob, o “escala de Jacob”.  Según la concordancia de los nombres, Abraham es el reflejo del Padre, Isaac el del HIjo, y Jacob el reflejo del Espíritu Santo.  Ya ven ustedes la analogía entre la acción divina, que realiza todo por medio del Espíritu Santo, y María, que comienza y cumple todo en el plano humano.
“Jacob salió de Beer-Sheba y se fue a Harán.  Llegó a un lugar y pasó la noche allí, pues se había puesto el sol.  Tomó una de las piedras del lugar, la puso bajo su cabeza y se acostó en aquel lugar.
Y soñó.  He aquí:  una escala alzada en la tierra, y su cima alcanza a los cielos.  Y he aquí: los ángeles de Dios subían y bajaban por ella.
Y he aquí:  el Señor alzado en su cima decía:  “Yo soy el Señor, Dios de Abraham, tu padre, y Dios de Isaac.  La tierra en que estás acostado te la dará a ti y a tu simiente.  Y será tu simiente como el polvo de la tierra, y te extenderás hacia el Occidente y hacia el Oriente, hacia el Norte y hacia el Neguev del Sur, y todas las familias de la tierra se bendecirán en ti y en tu simiente.  Y he aquí:  Yo estoy contigo y te guardaré dondequiera que vayas, y te haré volver a esta tierra.  Pues no te dejaré hasta tanto no haya hecho lo que te dije a ti”.
Y Jacob se despertó de su sueño, y dijo: “¡Ciertamente, el Señor está en este lugar y yo no lo conocía!”.  Y vibró de temor, y dijo:  “¡Qué vibración, este lugar!  ¡No es ésta sino la Casa de Dios (Beithel), y ésta la Puerta de los Cielos¡”  (Gen 28,10-17).
Dos puntas de la escala 
María es, en verdad, la escala de Jacob;  por ella el Verbo y los ángeles bajan a la tierra y, segundo misterio, María es la Iglesia, y por ella subimos al cielo.  Los textos litúrgicos se sirven de este símbolo, frecuentemente incluido en las fiestas de María.  La punta de la escala que “toca el cielo” es la virginidad en su sentido total, pues la virginidad no sólo es negativa, “sin mancilla”: roza lo divino, punta de lo creado que se hunde en lo increado.  Nuestro Señor dirá en el monte: “Bienaventurados los puros de corazón, ellos verán a Dios”;  puros, vírgenes, intactos: labor de la simplicidad, purificación del pecado y de lo que es inútil.  La simplicidad es el último escalón de la altura.  La escala está erguida, pero también “apoyada en la tierra”: maternidad de María que engendra al Verbo “hecho carne”.
La jerarquía y lo inmediato 
“Y he aquí que los ángeles de Dios subían y bajaban por esta escala”.  Aquí debo abrir un paréntesis.  Recuerdo la reflexión que hizo uno de nuestros estudiantes al señor de Gandillac durante una de las clases que éste dio en el Instituto sobre la jerarquía celestial, reflexión que se les ocurrió a muchos, por otra parte.  ¿Por qué parece que los hombres son iniciados por los ángeles, los ángeles por los arcángeles, los arcángeles por los principados, y así sucesivamente hasta que se alcanza a Dios?  Hace recordar al ejército, donde el soldado no puede dirigir la palabra al general;  obligado por la disciplina, habla al sargento, que a su vez consulta al subteniente, y así se sigue subiendo de grado en grado hasta llegar al jefe supremo.  Volvamos a las jerarquías angélicas:  tenemos la impresión de no tener contacto con Dios, y de pasar a través de intermediarios, mientras Dios se esfuma en el trasfondo de este ejército celestial.  San Dionisio precisa, es cierto, que el ángel transmite el mensaje del arcángel, el que a su vez transmite el mensaje de su superior:  de todos modos, es tocar a nuestro Dios tras el paso por nueve espejos, nueve reflejos, en lugar de estrecharlo espontáneamente entre nuestros brazos.  ¿Cómo se entiende?  Fácilmente, puesto que donde está Dios, allí están los ángeles.  La respuesta reside en la absoluta transparencia de la naturaleza espiritual de los ángeles:  al ver al ángel, vemos al arcángel, también transparente, a los principados, y así hasta Dios.  Y asimismo, cuando Dios desciende en nosotros, atraviesa las nueve jerarquías angélicas.  El Evangelio lo indica en el relato de la Navidad.  Los ángeles rodean a los pastores y el pesebre, la estrella angélica guía a los magos, y la Iglesia canta:  “El Verbo se encarna, Dios está entre nosotros, Emmanuel, los cielos (los ángeles) han bajado a la tierra”.  Veamos otra expresión de la Santa Escritura en el transcurso del Adviento: “El inclinó los cielos (los ángeles) y descendió”.  Tan pronto Dios se despoja, se da, con igual prontitud los ángeles se dan con El.  ¿Qué cantamos generalmente en el ofertorio, durante la procesión que lleva los dones hasta el altar, sino la humillación divina, místicamente aleada a elementos como el pan y el vino, presentes en esas partículas de alimento terrenal?  Pero también cantamos que los querubines y los serafines lo rodean en temblor.  La humillación y el descenso angélicos, inseparables de la humillación y el descenso divinos, rodean igualmente a un ser cualquiera, como el presbítero, porque el Verbo se encarnó.  Dios está en la cima de la escala de Jacob, pero María, de quien el Cristo se hizo carne, está en la base de esta escala, en la humanidad.
Zarza ardiente 
Otro símbolo en que la Iglesia expresa a la Madre de Dios está sacado del libro del Exodo (3,2-6), del relato de la célebre iniciación de Moisés frente a la zarza ardiente.
“El ángel del Señor se le apareció en una llama de fuego, en medio de una zarza.  Moisés ve:  y he aquí, la zarza estaba en llamas, y la zarza no se consumía.
Moisés dijo:  “Voy a acercarme a ver esta gran visión, y por qué la zarza no se consume”.  Viendo el Señor que se acercaba para ver, lo llamó de en medio de la zarza diciendo: “¡Moisés! ¡Moisés!”.  Y el respondió: “Heme aquí”.  Dios le dijo: “No te acerques.  Quita las sandalias de tus pies porque el lugar en que tú estás es tierra santa”.  Y añadió: “Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob”.  Moisés se veló la faz, pues temía ver a Dios”.
La Virgen es la zarza ardiente que lleva a Dios.  La zarza ardiente expresa una imagen perfecta de María, pues no se consume a pesar de estar en llamas.  Su maternidad son las llamas, su virginidad, las ramas que no se consumen.
Trátese de la escala de Jacob o de la zarza ardiente, la Biblia nos advierte: “este lugar es santo”, y ya podemos decir teológicamente que la Virgen es un “lugar santo”.
 Tabernáculo 
Un tercer símbolo de la Virgen se encuentra asimismo en el Exodo, en múltiples textos:  el tabernáculo.  Efectivamente:  si el universo es, en el pensamiento divino, el tabernáculo habitado por Dios, si nuestro cuerpo es el templo del Espíritu Santo, el tabernáculo y el templo serán, por excelencia, María, en quien Dios se posaba.  Y todos los detalles del tabernáculo de la Epístola a los Hebreos (lectura de las fiestas de la Virgen) se atribuyen a María.  El incensario de oro:  la Virgen encierra el perfume y el carbón del Espíritu y del Verbo.  El vaso precioso contiene el maná celestial recogido en el desierto:  el Cristo revela, “Yo soy el pan del Cielo”.  Todo el simbolismo del templo define el misterio de la maternidad-virginidad.
Tablas de la Ley 
Examinemos todavía otra comparación plenamente en armonía con la Madre de Dios:  las tablas de la Ley.  El Cristo se encarna en el pensamiento de dos maneras:  en palabras pronunciadas y en palabras escritas.  Los mandamientos dictados a Moisés están grabados en dos tablas, que prefiguran la maternidad y la virginidad de María.  Nuestro Señor tomó carne de María para inscribir los nuevos mandamientos.  ¿Han advertido ustedes que El no escribió nada, y que los evangelistas y las epístolas aparecieron más tarde?  Entonces, ¿la predicación fue oral, solamente?  No, no es así.  El Cristo escribió sin cesar.  De otro modo, su encarnación no hubiera sido perfecta.  Pero El escribió en su carne, su cuerpo humano.  Su enseñanza se traza en el corazón de su Madre y en los corazones de sus apóstoles con letras indelebles.
Ahí reside el misterio planteado por los profetas.  El papel verdadero _pergamino o piedra_ sobre el que Dios escribe, es nuestro cuerpo:  dirán que “el Espíritu inscribirá en nuestros corazones”.  Los libros sólo son una cierta ampliación, un substituto del Evangelio impreso en el cuerpo de la Iglesia, en los de los creyentes y, por sobre todo, en el cuerpo del Cristo.  Cuando comulgamos con su carne y su sangre, comemos el Manuscrito Vivo.  Cada partícula del Divino Cuerpo encarnado era una palabra, una instrucción, una ley.
 Quinto evangelio 
¿Disciernen ustedes ese ritmo?  Según la enseñanza bíblica judía, el mundo fue escrito por medio de letras.  Desde su primer capítulo, el Génesis nos relata: “Dios dijo”, y ésta o aquella criatura fue.  La palabra precede.  Aquí ya no precede, se encarna;  y podemos decir que el Cuerpo del Cristo no es más que pensamiento divino inscripto en ese Cuerpo.  En El todo habla, todo es verbo, “logos” (el hombre espiritualmente muerto ya no habla, y se hace “a-logos”).  Las tablas de la Ley, esos dos bloques que comprenden cuatro mandamientos con respecto a Dios y seis mandamientos con respecto al hombre, representan las dos naturalezas del Cristo, Dios-Hombre en una sola Hipóstasis (Persona), inscripto en María.  Por eso nosotros podemos anunciar que el quinto evangelio, escrito en el Pergamino inmaculado por la sangre maternal, es María.  El precede a los cuatro evangelios, y los supera.
Espacio, ausencia de Dios 
Pero la visión más hermosa, más admirable de la Virgen, es la del templo del cielo surgido ante el profeta Ezequiel (Ez 40 y sgts).  Ezequiel ve el Santo de los Santos (María), y ese Santo de los Santos, al igual que el templo de Salomón y el tabernáculo del desierto, está colmado de la Gloria divina.  La presencia de Dios es tan opaca (si es que podemos decirlo tan indignamente) que nada ni nadie puede penetrar en ella.
La visión espacial de la Gloria divina nos libera por completo del falso espiritualismo, que suprime la palpabilidad del Espíritu.  Cuando la Gloria del Señor descendía en el tabernáculo del desierto, o luego en el templo de Salomón, el pueblo no podía entrar, no debido al temor, sino porque no había sitio;  la Majestad invadía el templo como una nube, pues _tratemos de comprenderlo_ si el espíritu no está sometido al espacio, el espacio solamente existe porque el espíritu lo vacía y se aleja.  El espacio no posee vida propia:  está ahí porque Dios no está ahí.  Cuando Dios está plenamente presente, a nosotros ya no nos queda lugar.  Para estar en nosotros, entre nosotros, El se contrae, según el pensamiento hebraico, para dejarnos la posibilidad de ser.
Cuarta puerta 
En la visión de Ezequiel, la Gloria desciende, pues, por tercera vez en ese templo celestial que el profeta contempla y mide, y que es el templo de la Jerusalén celestial.  Ese misterio del templo es el prototipo del mundo.  La Gloria, proclama proféticamente Ezequiel, entra con las puertas cerradas, icono de la Virginidad de María, que siguió siendo virgen después que la presencia de Dios (el Verbo) descendió en ella, por lo que la Gloria entró y salió por puertas cerradas.  Si observamos la estructura de las iglesias _en general, mal realizadas_ deberíamos comprobar que ellas tienen siempre tres puertas:  la de entrada, que mira al occidente, y las puertas del norte y del sur.  El fondo del santuario no tiene puerta, pero en realidad el santuario tiene siempre una puerta cerrada detrás del altar, que abre paso al Cristo en Gloria, encima del altar.  Es la cuarta puerta, puerta cerrada:  María.
 Sin el auxilio de mano alguna 
Volvamos a encontrar la imagen de María, esta vez en Daniel:  él explica al rey Nabucodonosor su célebre sueño de la estatua.
“Tuviste una visión, ¡oh rey!, y he aquí una gran estatua.  Esta estatua inmensa y de un esplendor extraordinario estaba de pie ante ti, y su aspecto era terrible.  La cabeza de la estatua era de oro puro;  su vientre y sus muslos, de bronce;  sus piernas, de hierro;  sus pies, en parte de hierro y en parte de arcilla”.
Les recuerdo que esas cuatro partes del cuerpo de la estatua representan cuatro civilizaciones sucesivas, cuatro imperios, el último de ellos el imperio romano, que es de hierro.  Ellas son también imágenes que representan los cuatro períodos terrestres: de oro, de plata, de bronce y de hierro.
“Tú mirabas, cuando una piedra se desprendió sin el auxilio de mano alguna . . .”
El Cristo, piedra angular sobre la que está contruida la Iglesia, se desprende de una montaña, la Virgen, sin el auxilio de mano alguna, sin que el hombre participe en su nacimiento, esto es, virginalmente.
“. . . y golpeó los pies de hierro y arcilla de la estatua, y los hizo pedazos”.
Esta piedra simboliza la construcción que sucede a los cuatro períodos de oro, de plata, de bronce y de hierro.  La hora de la Piedra angular, la hora del Cristo, ha llegado.  Entonces, la arcilla, el hierro, el bronce, la plata, el oro, se quiebran y se mezclan como la paja llevada por el viento.  Ya no tienen un lugar donde fijarse, y “la piedra que había golpeado la estatua se hizo una gran montaña y llenó toda la tierra” (Dan 2,31-35).
Casa de la sabiduría 
No resisto el deseo de acabar esta exposición de imágenes virginales que brillan en el Antiguo Testamento con dos comparaciones inefables, extraidas del Cantar de los Cantares _la Virgen es el “jardín cerrado” donde penetra el sol de justicia_, y del libro sapiencial de Salomón, en que el hijo de David canta a la Sabiduría:
“La Sabiduría construyó su casa, levantó sus siete columnas, inmoló sus víctimas, mezcló su vino y preparó su mesa.  Envió a sus mensajeros, clamó su invitación sobre las alturas de la ciudad:  “Si alguien es simple, que venga”.  Y a los insensatos les dice:  “Venid, comed mi pan y bebed el vino que mezclé;  dejad la tontería y viviréis, y marchad por el camino de la inteligencia” (Proverbios 9,1-6).
La Sabiduría, que designa primero al Verbo de Dios, contempla la maternidad prevista desde la eternidad y construye a la Virgen, casa de siete columnas en donde deposita los siete dones del Espíritu.  Y en esta casa, esta Iglesia, la Sabiduría llama, anuncia desde las alturas de la ciudad, invita a la cena, al ternero cebado, al vino, a la eucaristía.
Agia Sophia 
El pasaje precitado del libro de los Proverbios sobre la Sabiduría nos lleva a hablar de la íntima y misteriosa vinculación entre “Agia Sophia” (Santa Sofía, o Sabiduría) y María.
No podemos tratar hoy, ni siquiera someramente, el problema sofiológico, de raíces profundamente hundidas en el pasado, problema que reapareció en la filosofía de Wladimir Soloviev y fue desarrollado por teólogos tales como Paul Florensky y el padre Sergio Bulgakof.  La doctrina sofiológica provocó una polémica en la cual yo tomé parte, al oponerme a la tesis de los sofiólogos, que confesaban una “femineidad” en Dios, prototípica de la criatura.  Pese al gran interés de esas discusiones, entraríamos a considerar un tema que excede el marco de nuestro curso.  Quizá tenga yo la posibilidad de hablar algún día de ello.  De todos modos, es preciso hacer notar que el rito occidental aplica a las solemnidades de María el pasaje de la Sabiduría (Proverbios) que conduce normalmente a nuestro espíritu a contemplar el misterio mariológico.  Este es el texto:
“El Señor me engendró la primera de sus obras,
antes que sus obras más antiguas.
Desde la eternidad fui constituida,
desde el principio, antes del origen de la tierra.
Fui engendrada cuando no había abismos,
ni profundas fuentes de agua.
Antes que los montes fueran fundados,
antes de las colinas, fui yo engendrada.
No había hecho El ni la tierra, ni los espacios,
ni el primer átomo del polvo del mundo.
Cuando afirmó los cielos, yo estaba allí;
cuando grabó un círculo en la faz del abismo,
cuando condensó las nubes en lo alto
y las fuentes del abismo brotaron con fuerza,
cuando dio un límite al mar
para que las aguas no traspasaran el borde,
cuando echó los cimientos de la tierra,
yo estaba a su lado en la obra,
y yo era cada día sus delicias,
jugando sin cesar en su presencia,
jugando sobre el orbe de su tierra,
y encontrando mis delicias entre los hijos de los hombres.
Y ahora, hijos míos, escuchadme:
¡Bienaventurados los que guardan mis caminos!
Escuchad la instrucción y haceos sabios,
y no la despreciéis.
¡Bienaventurado el hombre que me escucha,
velando a mi puerta día tras día,
vigilando la entrada de mi casa!
Pues quien me encuentra, encuentra la vida,
y obtiene el favor del Señor”.  (Proverbios 8,22-35)
Preexistente 
Ese texto sugiere que María, y en ella la maternidad virginal de Dios encarnado, preexistía en el pensamiento divino antes de la Creación, y que Dios quiso su existencia desde toda eternidad, antes del caos y la formación del universo.  Lo que desconcierta en este pasaje es que ella está presente “a su lado en la obra”, “jugando en su presencia”.  La preexistencia de la maternidad virginal de María en el pensamiento divino está de acuerdo con las predestinaciones y las precedencias, según la teología tradicional y patrística.  La economía creadora, el plan del devenir que contiene los fines del universo, presentes desde toda la eternidad o, mejor, más allá del tiempo, en la inteligencia y la voluntad trinitarias, pertenecen a la doctrina ortodoxa.  Esto nos permite hablar del mundo ideal, y del prototipo increado de lo creado.  En este prototipo increado se inscribe el misterio de María, obra maestra del Creador.  Pero el canto de la Sabiduría emplea imágenes que nos desconciertan, como ya he dicho, pues presenta a María-Sabiduría como una persona, una hipóstasis consciente en Dios Triúnico.  Ese canto la proclama nacida _y no creada_ antes de la creación, “presente” ante la faz de Dios antes de la formación del mundo.  Claro que siempre se puede alegar una forma poética . . .  Este método exegético es tan fácil como superficial.
Enigma sofiológico 
La respuesta más simple es:  la Sabiduría pre-eterna no es María, sino el Verbo no creado, nacido del Padre fuera del tiempo.  Algunos Padres atribuyen el nombre de Sabiduría al Espíritu Santo.  La mayoría de los Padres, particularmente en la época de los concilios ecuménicos, asocian Sabiduría e Hijo de Dios.  Esta noción de Sabiduría-Hijo de Dios tropezó con dificultades entre los Padres del siglo IV, San Atanasio por ejemplo (pues el Eclesiástico, 1,4-9, 24,8-9, dice que fue “creada”), y los arrianos aprovecharon la ocasión para fundamentar su argumento de que el Hijo fue creado.  No podemos entrar aquí en el análisis patrístico de los numerosos textos sapienciales.  El hecho está allí:  la mayoría de los Padres, y la Liturgia misma, identifican muy a menudo a la Santa Sabiduría con el Verbo.  ¿Por qué, entonces, la Iglesia elige el mismo texto para las fiestas de María?
El misterio de la encarnación es inseparable del misterio mariano:  ésta es la primera respuesta, y San Ireneo es un precioso testigo de ella.  Allí donde Jesús está, está María.  Las palabras de Isaías: “La Virgen encinta da a luz un hijo a quien pondrá el nombre de Emmanuel” (Is 7,14) se leen en la Natividad de Nuestro Señor y en las misas de María.
La segunda respuesta nos conduce a una réplica más compleja:  no solamente la “Agia Sophia” está vinculada a Jesús y María;  también se confunde con el Espíritu Santo, según la enseñanza de San Ireneo y de algunos Padres.
Y la tercera respuesta nos enseña también que la Sabiduría es una Energía, una Voluntad ordenante de la divina Trinidad.
De este modo, podemos decir que ella es el Hijo, el Espíritu Santo, una Energía de la Trinidad, y la Virgen María.
Demasiados contenidos en una sola expresión, dirán ustedes.  Confusión aparente, pues es indiscutible que la “Sabiduría”, aplicada a Dios, tiene siempre en vista a la creación: “Todo creaste por tu Sabiduría” (Salmo 104,24).
La Sabiduría da al mundo un sentido de finalidad, y no de existencia, al llamar a la creación a colaborar con el Creador;  por eso es increada, divina, y al mismo tiempo creada y humana.  El plan de la economía del mundo se cumple por medio de Dios-Sabiduría en cooperación con la Sabiduría

creada, inscripta en la presciencia divina.
La Sabiduría nos transporta a la profundidad sin fondo del pensamiento divino, a la acción inefable y vertiginosa de su obra.  Hundamos a María, que nos hace “jugar” en presencia de la Trinidad, hundamos a la naturaleza entera, en el abismo de la Sabiduría del Altísimo, y callémonos . . .
Permanezcamos humilde y voluntariamente en la ignorancia, digamos tan sólo que al crear el mundo Dios vio que era hermoso, y que al crear a María vio que el mundo entraba en una danza gozosa y en el júbilo.
Poseemos otros textos significativos en el Antiguo Testamento.  Dado que quiero adelantar en mi exposición, no me es posible citárselos, y pido perdón por omitirlos.  El que sigue atentamente el ritmo litúrgico los descubrirá por sí mismo.
LECCION 13
Hoy trataremos un tema que no se acostumbra a enfrentar desde este ángulo.  Juntos, abramos los Evangelios y busquemos cuántas veces se llama allí “María” a la Santísima, cuántas otras “Madre” o “Virgen”, o “Mujer”, y en qué circunstancias.
 “María” en los Evangelios 
En los Evangelios y los Hechos de los Apóstoles, “María” (la Madre de Dios, por supuesto) se emplea diecinueve veces:  cinco en Mateo, una en Marcos, doce en Lucas, una en los Hechos, y nunca en Juan.
Esos números nos introducen en las significativas repeticiones de nombres que atraviesan la Santa Escritura.  Así, Mateo, que habla de la Encarnación del Verbo (él se dirige a los judíos, y se complace en llamar al Cristo “Hijo del hombre”), menciona a “María” cinco veces:  cinco es el símbolo del hombre real y viviente.
En el Evangelio según Lucas, “María” resuena doce veces;  es el Evangelio de María.  María, la Jerusalén celestial con sus doce puertas.
Dentro de esos nominativos, se la llama dos veces “María” en un sentido que yo no calificaría de peyorativo, pero tampoco de sublime;  se trata de los pasajes donde la muchedumbre, o los allegados al Verbo, exclaman: “¿Pero quién es éste que se permite decir tal o cual cosa . . .?, ¿No es el hijo de María?  Su madre se llama María . . .”  Citemos los textos:
“¿De dónde le viene a éste esa sabiduría y esos milagros?  ¿No es éste el hijo del carpintero?, ¿no se llama su madre María, y sus hermanos Santiago, José, Simón y Judas?” (Mat 13,54-55).
“¿No es éste el carpintero, el hijo de María, el hermano de Santiago, de José, de Judas y de Simón? (Marcos 6,3).
Si excluimos esas dos expresiones, nos quedan diecisiete “María” con sentido sublime.
La cifra diecisiete, como sin duda saben ustedes, es la de los rosetones:  nueve veces diecisiete, nueve círculos y diecisiete rayos;  9x17=153 pescados en la segunda pesca milagrosa, en la que San Agustín discierne ciento cincuenta y tres grandes civilizaciones capturadas por las redes apostólicas.
Examinemos más de cerca los otros cuatro textos de Mateo (el quinto fue citado más arriba):
a) “María de quien nació Jesús, llamado el Cristo” (1,16).
b) “María, su madre” (1,18);  su madre, es decir, madre de Jesús.
c) “José, hijo de David, no temas tomar contigo a María, tu mujer” (1,20).
d) “El Niño con María, su madre” (2,11).
Volveremos a esto cuando hablemos del “niño”, pues esta expresión aparece frecuentemente en Mateo.  El insiste: “el Niño con su madre”, como si el icono de la Madre de Dios y del niño estuviese ya ante sus ojos.  El no dice la Madre y su Hijo, sino el Hijo y su Madre, con el Cristo en primer plano: “el niño con su madre”.  Es la definición evangélica exacta del icono mariano;  no se trata simplemente de una mamá con su bebé en brazos, semejante a las demás madres:  no, estamos frente al Niño y a su Madre.
De este realidad teológica derivarán los gestos del Cristo en los brazos maternos:  El acaricia y El la bendice, El se aprieta contra ella, pero ella lo adora en un gesto de plegaria.  El Niño es consciente:  El es el Niño divino y su Madre.
San Marcos solamente la nombra una vez:  “María”, y además, quien habla es la muchedumbre (en el texto que ya citamos: 6,3).
En su Evangelio, San Lucas llama a la Madre de Dios una vez “Virgen María”, y luego once veces “María”.  Por último, la llama en los hechos:  “María, Madre de Jesús”.  Estos son los textos:
En el relato de la Anunciación:
“El nombre de la Virgen: María” (1,27).
“María, hallaste gracia ante Dios” (1,30).
“María dijo al ángel . . .” (1,34).
“Dijo María:  He aquí la esclava del Señor” (1,38).
En el relato de la Visitación:
“Por aquellos días se levantó María, y se fue presurosa a la región montañosa” (1,39).
“Al oír Isabel la salutación de María, saltó de gozo el niño en su seno” (1,41).
“María dijo:  Engrandece mi alma al Señor” (1,46).
“María permaneció con Isabel” (1,56).
La primera vez, la Virgen es nombrada por el evangelista;  la segunda, su nombre sagrado está en labios del arcángel;  las otras pertenecen a la narración.
En el Nacimiento del Cristo, Lucas emplea tres veces el nombre de María:
“Para inscribirse en el censo junto con María, su esposa” (2,5).
“. . . (los pastores) encontraron a María y a José, y al Recién Nacido” (2,16).
“María guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón” (2,19).
Así, pues, María es nombrada cuatro veces en la Anunciación, y cuatro en la Visitación;  el número cuatro simboliza la maternidad, y el ocho el mundo renovado.  San Lucas la nombra tres veces en la Natividad:  el tres representa la virginidad, el nacimiento sin padre.
En el Santo Encuentro Lucas repite por duodécima vez el nombre de María:
“Simeón los bendijo y dijo a María, su madre . . .” (2,34).
Se impone hacer notar que si bien los Magos (Mateo) hallan a María y a Jesús (al adorar al Niño veneran a su madre), los Pastores (Lucas) hallan a los tres:  María, José y el Recién Nacido, pero María está antes que José;  si José hubiera sido el padre se lo habría nombrado antes que a su mujer.  Ella es la madre del Niño, y él el testigo de su virginidad.
Por último, “María, la madre de Jesús” está presente en los Hechos (1,14).  Su nombre es inseparable de la Iglesia de Pentecostés.  Juan, el discípulo amado, a quien el Cristo en la cruz confía a su madre, no pronuncia el nombre de María (así como reemplaza voluntariamente su propio nombre por la expresión “el discípulo que Jesús amaba”), pero le atribuirá un nombre inesperado: “Mujer”.
“Madre” en los Evangelios 
La Santísima es llamada “madre” nueve veces en Mateo, dos en Marcos, siete en Lucas, y nueve en Juan;  o sea veintisiete veces en los cuatro Evangelios.  Es el número de los libros de la nueva Alianza.  ¿Acaso no es ella, efectivamente, el libro viviente, el rollo de carne sobre el cual el Espíritu inscribió el Verbo encarnado?
Entre las expresiones de Mateo, la más característica es “el Niño y su madre”.  Así, el ángel ordena a José:  “Toma al Niño y a su madre”;  no dice ”tu hijo, el niño y tu esposa, o tu mujer”, sino “el Niño y su madre”.  El Niño y su madre son inseparables, complementarios;  precisemos que el ángel no dice tampoco “la madre y su Niño”;  subraya: “el Niño y su madre”.  El Niño define la maternidad, es la causa de esa maternidad;  él antes, ella después.  Subentendida en esa expresión está la “madre de Dios”, “Theotokos”.  El relato de la huida de Egipto contiene cuatro veces la frase “el Niño y su madre”.  Esta denominación sale primero de los labios del ángel, y luego, como un eco, se repite en el texto de la narración:
“Levántate, toma contigo al Niño y a su madre . . ., y José se levantó, tomó de noche al Niño y a su madre . . .” (2,13-14).
Para la vuelta a Galilea, el ángel se le aparece nuevamente en sueños a José, y le repite:
“Levántate, toma contigo al Niño y a su madre . . ., y José se levantó, tomó consigo al Niño y a su madre . . .” (2,13-14).
Este cuádruple llamado suena en este pasaje como una antífona.  Pero antes de la huida a Egipto, Mateo llama dos veces “madre” a la Santísima.
“La generación de Jesucristo fue así:  su madre María . . .” (1,18).
“Los Magos . . . vieron al Niño con María, su madre” (2,11).
Estas primeras menciones forman un grupo aparte.  Las demás usan la expresión “su madre” o “tu madre” en el sentido corriente.
“Todavía estaba Jesús hablando a la muchedumbre, cuando su madre y sus hermanos se presentaron afuera y trataban de hablar con El.  Alguien le dijo ”¡Oye!, ahí fuera están tu madre y tus hermanos que desean hablarte.” (12,46-47).
Jesús rectificará esas palabras para testimoniar que no se trata para nada de parentesco natural, y que como parientes no tienen ningún derecho sobre El:
“Pero Jesús respondió al que le hablaba:  ¿Quién es mi madre, y quiénes son mis hermanos?  Y extendiendo su mano a sus discípulos dijo:  Estos son mi madre y mis hermanos” (12,48-49).
Esta respuesta es una alusión transparente a su filiación divina.  El es el Hijo del Padre celestial, y no de un padre terreno, nacido de aquélla que cumplió la voluntad de su Padre:  “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Luc 1,38).  En una comprensión más profunda, la Iglesia se convierte en su madre:  otro parentesco, parentesco virginal, nacimiento divino.
Más lejos, volvemos a encontrar el texto ya citado:  “¿No se llama su madre María . . .?”, y para demostrar que su filiación maternal es un milagro, Jesús no hizo milagros en Nazaret “porque ellos no creían” (13,55-58).
El texto de Marcos (3,31-35) es paralelo al de Mateo.  No nos enseña nada nuevo, salvo en la réplica de Jesus en la que “la voluntad de mi Padre” se convierte en “la voluntad de Dios”.
En su Evangelio, San Lucas se sirve siete veces del término “madre” cuando habla de la Virgen: su maternidad es obra de los siete dones del Espíritu Santo.  Entre esos siete pasajes, los dos últimos, al referirse a los padres de Jesús (8,19-21), reproducen los de Mateo y Marcos.  Evidentemente, las palabras de la respuesta del Cristo:  “¿Quién es mi madre, quiénes son mis hermanos?” no se refieren a la Virgen.  Advirtamos estos matices:  Mateo (12,50) habla de “la voluntad de su Padre”;  Marcos (3,35) de “la voluntad de Dios”;  Lucas de “la palabra de Dios” y de “ponerla por obra” (8,21).  Lucas reafirma el misterio del Verbo, de la Palabra de Dios hecha carne en María.
Dos textos pertenecen al relato del Santo Encuentro:
“Su padre y su madre estaban admirados” (2,33).
“Simeón los bendijo y dijo a María, su madre . . .” (2,34).
Dos textos más se encuentran en el relato del Niño Jesús en el Templo.   
“Y su madre le dijo: Hijo . . .” (2,48).
“Su madre guardaba todas esas cosas en su corazón” (2,51).
El pasaje más conmovedor es, sin ninguna duda, el extático saludo de Isabel:
“Ella clamó con gran voz . . .  ¿De dónde que la madre de mi Señor venga a mí?” (1,43).
“Kyrios”, “Señor”, significa Dios.  Al igual que Pedro, quien movido por el Espíritu del Padre confiesa la divinidad del Cristo, Isabel proclama:  “la madre de mi Señor”, y por su boca el universo, impulsado por el Espíritu Santo, exclama con gran voz:  “Tú eres la madre de nuestro Señor, la madre de nuestro Dios, nuestra Reina”.
Esto me recuerda la carta conservada en la Biblioteca Vaticana, carta que María, madre de Dios, escribió a San Ignacio de Antioquía.  De los primeros cristianos nos llegaron dos cartitas de San Ignacio a María, y unas palabras de la Virgen a San Ignacio.  Esta correspondencia no representa en sí misma nada especial.  Ignacio ruega a la Virgen que le haga una visita en su iglesia, y la Madre de Dios le responde:  “No sé si iré”.  Pero esta misiva encierra una magnífica doble expresión:  María habla de “mi Jesús”, y enseguida agrega la reverencia sagrada:  “mi Señor”;  la madre del Señor y su esclava.  Esas simples palabras tienen un valor inestimable.
“La madre”, nueve veces repetido por San Juan, gravita alrededor de dos sucesos: el milagro del Cristo en las “bodas de Caná de Galilea” y la crucifixión de Nuestro Señor:  el agua, el vino (Caná) y la sangre (la Crucifixión) están vinculados al misterio de la Eucaristía.
Cuatro veces es llamada “madre” en Caná, y cinco veces durante la crucifixión;  dos veces “la madre de Jesús” (2,1-3), cuatro veces “su madre” (2,5-12; 19,25), dos veces “la madre” (19,26) y, para terminar, “tu madre” (19,27).  Así, “su madre”, “madre de Jesús”, “la madre”, “madre del Señor”, culmina con la voluntad del crucificado en “madre de Juan”, es decir, “nuestra madre”.
 “Virgen” en los Evangelios 
La “Santísima” es llamada tres veces “Virgen” en los Evangelios, porque ella es tres veces Virgen: antes, durante y después del nacimiento del Cristo.  Los iconos dibujarán tres estrellas sobre el ropaje de la madre de Dios:  sobre la frente y sobre cada hombro, como símbolo de la triple virginidad.
“He aquí, la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y se le dará el nombre de Emmanuel” (Mateo 1,23).
“En el sexto mes fue enviado por Dios el ángel Gabriel a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un varón de la casa de David llamado José, y el nombre de la virgen era María” (Lucas 1,26-27).
La profecía demuestra que esta virginidad mariana está prevista en el plan de la economía divina antes de todos los tiempos.  Ella es virgen para que se cumplan las Escrituras.  Su virginidad, de fuente divina, es simultáneamente una elección libre:  sigue virgen aún desposada a José.  Sinergía, esto es, colaboración de la voluntad divina y de la voluntad humana.  Los Evangelios rozan delicadamente este problema.  El Proto-Evangelio de Santiago acentuará el encuentro de las dos voluntades, y su “coordinación”.
 “Mujer” en los Evangelios 
El Evangelio de Juan, en los relatos de Caná y de la Crucifixión, pone en los labios de Jesús el solemne nombre de “mujer”, paralelo a “hombre”, o Hijo del Hombre.
“¿Qué tengo (que hacer) yo contigo, mujer?  Todavía no ha llegado mi hora” (2,4).
“Mujer, he aquí a tu hijo” (19,26),
e implícitamente, ahora mi hora ha llegado y nos importa a ambos, a ti, Mujer, y a mí, Hijo del Hombre, a nosotros dos, inseparablemente, hacer la transformación del mundo por mi cruz y tu dolor, por mi resurrección y tu asunción.
Todo el misterio de la “mujer”, de la femineidad, está contenido en esos dos versículos de Juan.  El primer milagro es por la “mujer”, y la consumación de todo es por la “mujer”.  Habiendo dado el “hijo” a la “mujer”, dicen las Escrituras: “Después de esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba consumado” (19,28).  El mismo Juan consagrará un capítulo (el 12) en el Apocalipsis a “la Mujer vestida de sol“ (ocho veces brilla la palabra “mujer”) y la tierra, el cosmos, la creación, reconocen en ella su “hipóstasis” (12,16).
A la mujer-María, a la copa eucarística, se opone “la mujer embriagada de la sangre de los santos”; a la Mujer-Virgen-Madre se opone la mujer, la gran ramera, impura y estéril (Apoc 17).  Pero detengamos nuestra exposición . . .

“María”, diecinueve veces (Evangelios y Hechos),
“Madre”, veintiocho veces (Evangelios y Hechos),
“Virgen”, tres veces (Lucas),
“Mujer”, diez veces (Juan y Apocalipsis).
¿Estudio sutil e inútil, quizás?  No lo creemos así.  Acercamiento, teclas por las que penetramos en la “mecánica secreta” de nuestra salvación . . . y, a través de las palabras, en el pensamiento divino-humano de Aquél que quiso nacer de María, la Virgen-Madre, El, Hijo sin hombre de la mujer.
LECCION 14
Proto-Evangelio de Santiago 
Se conoce poco o nada de la literatura mariana;  el Proto-Evangelio de Santiago es parte esencial de esa literatura.  En castellano, se lo encuentra en “Los Evangelios Apócrifos“, colección de textos griegos y latinos, versión crítica, estudios introductorios y comentarios de Aurelio de Santos Otero, impreso en Madrid en 1956 bajo el número 148 de la Biblioteca de Autores Cristianos de la Editorial Católica.
Como desdichadamente es difícil de conseguir, y es indispensable que conozcan ese Proto-Evangelio, les propongo leer juntos sus principales pasajes (se deja constancia que la traducción al castellano fue hecha desde el texto griego).
Su carácter tradicional 
El Proto-Evangelio enriquece los Evangelios.  Consideren, por ejemplo, la catedral de Nantes, los vitrales de Chartres, los mosaicos de Ravena, los del Baptisterio de Florencia, los manuscritos de Carlomagno, de la Edad Media;  inclínense sobre el arte de los países cristianos entre los siglos IV y XV, de Grecia, Rusia, Francia, Servia, España, Inglaterra, Italia, y encontrarán dondequiera numerosas escenas inspiradas en el Proto-Evangelio de Santiago.
Tomemos un hecho conocido (no hablo siquiera de la infancia de María), la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo:  vemos en el pesebre al buey y al asno, pero el Evangelio no los menciona.  Sí, el profeta Isaías los alude simbólicamente, pero es el Proto-Evangelio el que los indica.  Una cantidad de detalles de la infancia del Cristo y de la fiesta de Navidad provienen del Proto-Evangelio de Santiago el Menor, es decir, de Santiago hijo de José.
La iconografía de la Anunciación:  el ángel que se le aparece a la Virgen (María mira a Gabriel, o tiene la cabeza gacha) cerca de un pozo, los detalles de la huida a Egipto, brevemente anotada en Lucas y Mateo, pero sobre todo el Nacimiento de la Virgen, celebrado por todas las iglesias tradicionales, ¿dónde lo encontramos, sino en el Proto-Evangelio?  No todas las fiestas de María provienen del Evangelio.  La Entrada de la Virgen al Templo, el sacerdote que la recibe en el Templo, la Virgen sentada en el Templo y alimentada por el ángel, sin hablar de la concepción de María por Santa Ana el 8 de diciembre:  una vez más, el Proto-Evangelio de Santiago.
Su origen 
¿Cuál es el origen de este Evangelio?  En verdad, se desconoce.  Lo único cierto es que se leía en la Iglesia;  se lo trataba no como libro canónico, sino para extraer de él lecciones cantadas durante los Maitines.  Había entrado en la vida de la Iglesia.
 Su pureza 
¿Fue redactado por Santiago?  ¿Interpolado?  ¿A qué época pertenece?  Todas preguntas sin respuesta.  Lo que comprobamos es que su forma es pura, limpia, neta, ajena a los apócrifos del tipo de “La infancia de Jesús”, obra de un así llamado Tomás, o de “La muerte de José”, escrito por la pluma equívoca de una época posterior, que hacen trampa en favor de ésta o aquella causa poco ortodoxa.
El Proto-Evangelio es de “buena raza”, y su linaje espiritual es inspirado.  No tiene la tensión, la profundidad y la claridad de la Biblia, es cierto;  no es un libro indiscutiblemente inspirado, pero tiene su lugar en el flujo de la Tradición.
(En el mencionado libro Los Evangelios Apócrifos aparece la siguiente nota: “En conclusión, podemos afirmar que el Proto-Evangelio, tal como hoy lo poseemos _25 capítulos_ no es posterior al siglo IV, y que los capítulos 1 a 21 fueron escritos en el transcurso del siglo II . . .  Es el apócrifo más antiguo de los que se conservan íntegros” ).
El Evangelio del Seudo-Mateo 
Paralelamente al Proto-Evangelio de Santiago, escrito en griego, poseemos el Evangelio del Seudo-Mateo, escrito en latín, sin parentesco alguno con el Evangelio de San Mateo.  Este apócrifo, muy semejante al de Santiago, es conocido sobre todo en los países de lengua latina.
(De acuerdo con Los Evangelios Apócrifos, el Evangelio del Seudo-Mateo tiene “su origen a mediados del siglo VI:  su estilo algo bárbaro y las ideas monásticas de que se hace eco acreditan su composición por esta época”).

No los voy a comparar.  Anotemos solamente que el Evangelio del Seudo-Mateo nos proporciona ciertos detalles suplementarios.  No encierra nada desagradable, salvo la huida a Egipto, donde se relatan hechos que frisan con los cuentos de hadas y se sitúan entre lo “sobrenatural” y el milagro.
 Contenido del Proto-Evangelio 
¿Cuál es el contenido del Proto-Evangelio de Santiago?  Abarca la vida de María hasta la matanza de los Inocentes.  Lo repito: no lo confundamos con otros apócrifos tales como “El martirio de Zacarías” o “La ascensión de José”, de origen totalmente diferente; desgraciadamente, esos textos frecuentemente se editan juntos.
Leamos ahora el Proto-Evangelio mismo;  sus capítulos son muy breves y agradables.  Comienza, por supuesto, con el nacimiento de la Virgen.
PROTO-EVANGELIO de SANTIAGO
I
Esterilidad de los padres de María 
LA NATIVIDAD DE LA SANTISIMA MADRE DE DIOS Y SIEMPRE VIRGEN MARIA
Según los relatos de las doce tribus de Israel, Joaquín era un hombre muy rico, y presentaba sus ofrendas en cantidad doble diciendo:  “El sobrante lo ofrezco por todo el pueblo, y lo debido en expiación de mis faltas irá al Señor para me sea propicio”.
Llegó el gran día del Señor, y los hijos de Israel presentaban sus ofrendas.  Y Rubén se plantó frente a Joaquín diciendo:  “No te es lícito presentar el primero tus ofrendas, pues no has engendrado un retoño en Israel”.
Joaquín se afligió mucho y se marchó al archivo de las doce tribus del pueblo diciendo: ”Voy a ver en el archivo de las doce tribus de Israel si soy yo el único que no he engendrado un retoño en Israel”.  Y buscó, y encontró que todos los justos habían suscitado retoños en Israel.  Se acordó del patriarca Abraham, cómo le dio el Señor en sus postrimerías un hijo, Isaac.
Joaquín se afligió mucho, y no se mostró a su mujer, sino que se retiró al desierto.  Allí plantó su tienda y ayunó cuarenta días y cuarenta noches, diciéndose a sí mismo: “No bajaré (a mi casa), ni siquiera para comer y beber, hasta tanto que no me visite el Señor mi Dios;  que mi plegaria me sirva de comida y bebida”.
He aquí un estilo bíblico, y muy hermoso.  ¿Por qué los justos, en Israel, debían tener hijos?  Porque el pueblo judío aguardaba al Mesías.  No despreciaba, en el sentido absoluto de la palabra, al hombre no casado, pero esperaba al Mesías en cada niño que nacía.  En eso, el pueblo judío colaboraba con Dios, y por esta razón el casamiento ya no revestirá la misma importancia en el Nuevo Testamento.  Israel era una familia:  los hijos de Abraham a la espera del Mesías prometido a sus entrañas.  Podríamos incluso decir que Israel era, en su totalidad, la “Madre del Cristo” o los “Padres del Cristo”;  las genealogías de San Mateo y de San Lucas lo reflejan.  Comprendemos, por lo tanto, la extrema aflicción de un Joaquín;  si hubiera pertenecido a otro pueblo, a otra religión, no hubiera sentido tanta pena.  Y Joaquín, de acuerdo con la tradición judía, se sume cuarenta días en el ayuno.
II
Y Ana, su mujer, se lamentaba y lloraba doblemente, diciendo:  “Lloraré mi viudez y lloraré mi esterilidad”.
Llegó el gran día del Señor y le dijo Judit, su criada:  “¿Hasta cuándo esta humillación de tu alma?  Ya ha llegado el gran día del Señor, y no te es lícito llorar.  Toma este pañuelo de cabeza que me ha dado la dueña del taller, ya que no puedo yo ceñírmelo porque soy criada, y que tiene el sello real”.
Y dijo Ana:  “Apártate de mí, pues no lo he hecho, y además el Señor me ha humillado demasiado;  no sea que algún malvado te lo haya dado y hayas venido a asociarme con tu pecado”.  Y dijo Judit:  “¿Para qué te voy a maldecir yo, si ya el Señor ha cerrado tu seno para que no dé un fruto en Israel?”.
Y Ana se afligió mucho, se despojó de sus vestidos luctuosos, se lavó la cabeza, tomó sus vestidos de boda, y sobre la hora nona bajó al jardín para pasear.  Allí vio un laurel, se sentó a su sombra y oró al Señor diciendo:  “¡Oh Dios de nuestros padres!, bendíceme y oye mi plegaria como bendijiste el seno de Sara y le diste un hijo, Isaac”.
¡Texto admirable!  Dos actitudes frente a Dios: Joaquín ayuna;  Ana se viste de novia, como para festejar algo cumplido.

III
Plegaria de Ana
Y habiendo elevado sus ojos al cielo, vio un nido de pájaros en el laurel y se lamentó, diciéndose a sí misma:  “¡Ay de mí!  ¿Quién me engendró, y qué entrañas me concibieron?  Porque soy una maldición en presencia de los hijos de Israel;  éstos me han barrido del templo de Dios.
¡Ay de mí!  ¿A quién me semejo yo?  No a las aves del cielo, pues las aves del cielo son fecundas en tu presencia, Señor.
¡Ay de mí!  ¿A quién me semejo yo?  No a las bestias de la tierra, pues estas bestias de la tierra son fecundas en tu presencia, Señor.
¡Ay de mí!  ¿A quién me semejo yo?  No a estas aguas, pues estas aguas son fecundas en tu presencia, Señor.
¡Ay de mí!  ¿A quién me semejo yo?  No a esta tierra, pues esta tierra lleva sus frutos en el tiempo y te bendice, Señor”.
Visión cósmica.  A menudo en la iconografía _yo mismo lo he hecho en uno de mis iconos de la Capilla de los Incorpóreos_ se ve un nido de pájaros junto al nacimiento de la Virgen.
IV
La Anunciación de Ana y Joaquín 
Y he aquí que se presentó un ángel del Señor diciéndole:  “Ana, Ana, el Señor ha escuchado tu plegaria:  concebirás y darás a luz, y de tu prole se hablará en toda la tierra”.  Y dijo Ana: “Vive el Señor, mi Dios.  Si doy a luz, sea niño o niña, lo llevaré como ofrenda al Señor y estará a su servicio (literalmente: liturgia) todos los días de su vida”.
Entonces vinieron dos mensajeros diciéndole:  “Joaquín, tu marido, llega con sus rebaños; pues un ángel del Señor ha descendido hacia él, diciendo:  “Joaquín, Joaquín, el Señor ha escuchado tu plegaria;  baja de aquí, porque Ana, tu mujer, va a concebir en su seno”.
Y bajó Joaquín y llamó a sus pastores, diciendo: “Llevadme aquí diez corderas sin mancha y sin defecto, y serán para el Señor, mi Dios; llevadme también doce becerros tiernos, y serán para los sacerdotes y el Consejo de los Ancianos, y cien cabritos para todo el pueblo”.
Concepción de María 
Y he aquí que llega Joaquín con sus rebaños, y Ana está de pie junto a la puerta, y ella vio venir a Joaquín y corriendo se abalanzó sobre su cuello, diciendo:  “Ahora conozco que el Señor Dios me ha bendecido mucho, pues era viuda y ya no lo soy”, y Joaquín reposó el primer día en su casa.
En los mosaicos antiguos y en los iconos rusos, lo que hoy es llamado Inmaculada Concepción era representado por medio del abrazo de Ana y Joaquín.  Se arrojan uno en los brazos del otro.  Esta imagen simple y directa ha desaparecido.  Un falso pudor atraviesa la piedad cristiana de los últimos siglos.  Se tendrían reparos, por ejemplo, en mostrar en los seminarios o en las escuelas de señoritas el casto abrazo de los padres de María.  Se prefiere una Virgen cuyo nacimiento se acerque a la estúpida explicación que se da a los niños cuando se les dice que provienen de una flor, o que han sido traídos por una cigüeña . . .  El misterio de la generación en su pureza se relega a las sombras.  Me acuerdo que cuando era niño, las mujeres embarazadas se escondían, creyéndose en situación “vergonzosa”, y no podían recibir visitas.  ¿Cómo se representa actualmente a la Inmaculada Concepción?  No sé; pero ya no veo los iconos del hermoso encuentro de Joaquín y de Ana, transfigurados por la alegría de la promesa divina.
V
El disco de oro 
Al día siguiente (Joaquín) llevó sus ofrendas, diciéndose a sí mismo: “Si el Señor Dios me es propicio, El me hará ver el disco de oro del sacerdote”.  Y Joaquín llevó sus ofrendas, se fijó en el disco de oro del sacerdote cuando éste subió al altar del Señor, y no percibió ninguna falta en sí mismo.  Y dijo Joaquín:  “Ahora sé que el Señor me es propicio y me perdonó todas mis faltas”.  Descendió justificado del Templo, y se fue a su casa.
Nacimiento de María 
Y se cumplieron los meses de Ana.  Al noveno, dio a luz.  Y dijo a la partera:  “¿Qué he dado a luz?”.  Y dijo:  “¡Una niña!”.  Y dijo Ana:  “Mi alma ha sido engrandecida en este día”, y reclinó a la niña en la cuna.  Habiéndose cumplido los días, Ana se lavó, dio el pecho a la niña y le puso por nombre María.
VI
Infancia de María 
Y de día en día, la niña se iba robusteciendo.  Al llegar a los seis meses, su madre la puso en tierra para ver si se tenía de pie.  Y ella, después de andar siete pasos, se fue al regazo de su madre.  Esta la levantó, diciendo:  “Vive el Señor, mi Dios, no andarás más por este suelo hasta que te lleve al Templo del Señor”.  Y le hizo un santuario en su habitación, y no la dejó tomar ningún alimento impuro.  Llamó a unas muchachas hebreas puras, y éstas la entretenían.
Al cumplir la niña un año, dio Joaquín un gran festín e invitó a los sacerdotes, a los escribas, al Consejo de los Ancianos y a todo el pueblo de Israel.  Y Joaquín presentó a la niña a los sacerdotes, y éstos la bendijeron, diciendo:  “¡Oh Dios de nuestros padres!, bendice a esta niña y dale un nombre glorioso y eterno en todas las generaciones”.  Y dijo todo el pueblo: “Así sea, así sea, ¡Amén!”.  Y Joaquín la presentó a los príncipes de los sacerdotes, y éstos la bendijeron, diciendo:  ¡Oh Dios de las alturas!, inclina tus ojos sobre esta niña y bendícela con una bendición cumplida, una bendición única”.
Canto de Ana 
Su madre la llevó al santuario de su habitación y le dio el pecho.  Y Ana cantó un himno al Señor Dios, diciendo: “Cantaré al Señor, mi Dios, un canto, porque me ha visitado, ha apartado de mí el oprobio de mis enemigos y me ha dado un fruto de Justicia, único y múltiple a sus ojos.  ¿Quién anunciará a los hijos de Rubén que Ana amamanta?  Oíd, oíd, las doce tribus de Israel:  ¡Ana amamanta!”.
Y la puso en el santuario de su habitación, salió y se puso a servir a los convidados.  Habiendo terminado el festín, éstos bajaron regocijados y glorificando al Dios de Israel.
Todo el antiguo Israel surge en este canto glorioso de la madre:  “¡Dios me ha visitado!  ¡Yo amamanto a una niña!”, seguido por la admirable costumbre judía que se practica aún en las familias:  tan pronto llega un rabino o un anciano se les pide:  “Bendice a mi hijo”, y éste debe recitar espontáneamente una bendición:  “Que Dios desde las alturas de los cielos . . ., que el Dios de nuestros padres te bendiga . . .”, y cada uno de los visitantes o de los invitados pronuncia palabras proféticas.
VII
Entrada al Templo 
Y los meses iban sucediéndose para la niña.  Y al llegar a los dos años, dijo Joaquín a Ana:  “Llevémosla al Templo del Señor para cumplir la promesa que hicimos, no sea que el Señor nos envíe un mensajero y no sea recibida nuestra ofrenda”.  Y dijo Ana: “Esperemos el tercer año, no sea que la niña busque a su padre y a su madre”.  Y dijo Joaquín: “Esperemos”.
Al llegar a los tres años, dijo Joaquín:  “Llamad a las muchachas hebreas y que tomen cada una una candela, y que las candelas queden encendidas, no sea que la niña se vuelva atrás y su corazón quede cautivado fuera del Templo del Señor”.
Y así lo hicieron, mientras iban subiendo al Templo del Señor.  Y la recibió el sacerdote, y habiéndola besado la bendijo, y dijo:  “El Señor engrandece tu nombre en todas las generaciones, pues el último día manifestará en ti su redención a los hijos de Israel”.
Y la hizo sentar sobre la tercera grada del altar, y el Señor Dios derramó su Gracia sobre la niña, y ella danzó con sus piececitos, haciéndose querer de toda la casa de Israel.
Recuerdo otros detalles tomados del Evangelio del Seudo-Mateo.  Leamos juntos el capítulo sobre la infancia de María, que completará el Proto-Evangelio de Santiago.  El estilo es menos sobrio, más cercano a lo “maravilloso”.
 Evangelio del Seudo-Mateo 
María era la admiración de todo el pueblo pues, teniendo tan sólo tres años, andaba con un paso tan firme, hablaba con una perfección tal, y se entregaba con tanto fervor a las alabanzas de Dios, que nadie la hubiera tenido por una niña, sino por una persona mayor.  Era tan asidua a la oración como si tuviera ya treinta años.  Su faz era resplandeciente como la nieve, de manera que difícilmente se podía fijar en ella la mirada.  Se entregaba con asiduidad a las labores de lana, y lo que mujeres mayores no podían hacer, ésta lo hacía en su edad tan tierna.
Se había impuesto esta regla de vida:  desde la madrugada hasta la hora de tercia rezaba;  desde tercia hasta nona, tejía;  desde nona en adelante no cesaba de rezar hasta el momento en que en ángel se le aparecía, y de su mano recibía su alimento.  Con las muchachas de más edad se instruyó muy bien en las alabanzas de Dios, y no había ninguna más pronta que ella para las vigilias, ninguna más erudita en la sabiduría divina, más humilde, más hábil para cantar los Salmos de David, más graciosa en su caridad, más pura en su virginidad, más perfecta en toda virtud.  Pues ella era constante, firme, inalterable, y cada día iba progresando.
Nadie la vio jamás airada, ni le oyó nunca una maledicencia.  Sus palabras estaban llenas de gracia, y se manifestaba la presencia de Dios en sus labios.  Siempre rezaba o meditaba la Palabra de Dios.  Cuidaba a sus compañeras para que ninguna ofendiera con su lengua o se dejara llevar por el orgullo, dañando o despreciando a otra.  Siempre bendecía a Dios, y cuando alguien la saludaba, ella respondía:  “Demos gracias a Dios”.  Cada día usaba el alimento que recibía de la mano del ángel, repartiendo entre los pobres el que le daban los sacerdotes.  Muchas veces se veía hablar con ella a los ángeles, quienes le obedecían con cariño.  Si algún enfermo lograba tocarla, volvía inmediatamente curado a su casa.
Apreciarán ustedes la diferencia de estilo; sin embargo, es bastante armonioso, colorido, y pinta bien el cuadro.  Notemos que la expresión “¡Deo gratias!” proviene de este evangelio.
Autores como San Justino el Filósofo (mitad del siglo II) y otros de los siglos II y III citan numerosos detalles sobre María y el nacimiento del Cristo que no figuran en los Evangelios, pero sí se relatan en el Proto-Evangelio de Santiago.  Retomemos su narración:
VIII
Alimento angélico 
Bajaron sus padres, llenos de admiración, alabando al Señor Dios porque la niña no se había vuelto atrás.  Y María permanecía en el Templo del Señor, nutrida como una paloma, y recibía su alimento de la mano de un ángel.
Al llegar a los doce años, los sacerdotes se reunieron, diciendo:  “He aquí que María ha cumplido sus doce años en el Templo del Señor.  ¿Qué haremos con ella para que no mancille el santuario del Señor?”.  Y dijeron al sumo sacerdote:  “Tú que tienes el altar del Señor a tu cargo, entra y ora por ella, y haremos lo que el Señor te manifestará”.
Y el sumo sacerdote, tomando el manto de las doce campanillas, entró en el Santo de los Santos y oró por ella.  He aquí que un ángel del Señor se apareció, diciéndole:  “Zacarías, Zacarías, sal y reúne a los viudos del pueblo, y que lleven cada una vara; y de aquél sobre quien el Señor haga un signo, de ése será mujer”.  Salieron los heraldos por toda la región de Judea; y al sonar la trompeta del Señor, todos acudieron.
La sin mancha 
Lo que resulta interesante subrayar en este relato es la preservación de la virginidad de María, el camino de lo sagrado, de la pureza.  Esta muralla defensiva de la virginidad no es solamente la obra de los padres, que ofrecen a María al Templo, sino el trabajo de Israel, de todos los que rodean a la Virgen, a fin de que este ser inmaculado, el más puro que el mundo haya dado, se fortalezca en su estado “sin mancha”.  Ella misma ya, niña de tres años, no se da vuelta para mirar la partida de sus padres.  Rasgo verídico y conmovedor:  ella es totalmente de Dios.  Los corazones puros verán a Dios, es decir los corazones que no conocen la vacilación y van hacia Dios, sin vuelta.  Y los padres, sencillamente, están de acuerdo;  ayudan a que la niña, absorta por el Todopoderoso, no se vuelva hacia quienes tan tiernamente la aman.  Otros apócrifos indican que ella subió corriendo los quince escalones, y que penetró en el Santo de los Santos, abierto por Zacarías.  Zacarías, padre de Juan el Bautista, es presentado como el sumo sacerdote, y es él quien reza por ella cuando tiene doce años.

IX 
Desposorios de María y de José 
José, dejando su hacha, salió para juntarse con ellos, y anduvieron juntos con sus varas hacia el sumo sacerdote.  Este tomó todas las varas, y entró en el Templo y oró.  Habiendo terminado su plegaria, tomó las varas, salió y se las entregó.  Pero no se manifestó ningún signo en ellas.  Mas José tomó la última vara, y he aquí que salió una paloma de ella y se puso a volar sobre la cabeza de José.  El sumo sacerdote dijo a José:  “A ti te ha cabido en suerte recibir bajo tu custodia a la Virgen del Señor”.
Y José objetó:  “Tengo hijos y soy viejo, mientras que ella es joven.  No quiero ser objeto de risa entre los hijos de Israel”.
Y el sumo sacerdote dijo a José:  “Teme al Señor tu Dios, y acuérdate de lo que hizo Dios con Datán, Abirón y Coré, cómo se abrió la tierra y fueron sepultados en ella por su rebelión.  Y teme ahora tú también, José, no sea que sobrevenga esto mismo a tu casa”.
Y con temor, José la recibió bajo su protección.  Y José dijo a María:  “Te he recibido del Templo del Señor, y ahora te dejo en mi casa y me voy a construir mis casas, y volveré hacia ti.  El Señor te guardará”.
Dos tradiciones sobre José 
Me pregunto cómo puede suceder que José, ese viejo de setenta años, viudo y padre de hijos grandes _lo que es todo un símbolo_ haya sido transformado poco a poco en un joven pensativo, de barbita, y para ciertos modernos, hasta en un soltero.  Esto no es para nada tradicional.  La Tradición y los Padres de la Iglesia siempre vieron en José a un viudo entrado en años y padre de varios hijos: Santiago, Judas, Simón, llamados “hermanos de Jesús”, porque eran los hijos de su primera mujer.  Cuando le dicen a Jesús:  “te llaman tu madre y tus hermanos”, todo resulta comprensible y normal, porque se trata de los hijos de José.  Orígenes, y todos los escritores de la Iglesia primitiva, lo creen así, y el Proto-Evangelio de Santiago es la base de esta creencia.  Es lamentable, verdaderamente, que el culto de José, ese gran Justo, haya tomado una amplitud extraña, enmarcada en un contexto no tradicional.  Un detalle del antiguo relato permanece de manera  insólita en la nueva explicación: la muerte de José . . .  Además, no se llega a comprender por qué, en la nueva interpretación, él muere tan rápidamente.
Evangelio del Seudo-Mateo 
Al llegar a los catorce años, los fariseos dijeron que ella debe conformarse a la tradición, que prohibe que cualquier mujer habite en el Templo de Dios.  Por eso se tomó la resolución de enviar un mensajero por todas las tribus de Israel, para que todos se reunieran al tercer día en el Templo del Señor.  Cuando estuvo reunido todo el pueblo, el pontífice Abiatar se levantó y subió a las gradas más altas para ser visto y oído por todo el pueblo.  Se hizo un gran silencio, y él dijo:  “Escuchadme, hijos de Israel, que vuestros oídos perciban mis palabras.  Desde la edificación de este templo por Salomón, han vivido vírgenes en él, hijas de reyes, de profetas, de sacerdotes y de pontífices, llegando a ser grandes y admirables.  Sin embargo, al llegar a la edad legal, se casaron y fueron agradables a Dios según la costumbre.  María encontró por sí sola una nueva manera de agradar a Dios, y le hizo la promesa de permanecer virgen.  Así, podemos conocer quién es el hombre a cuya custodia debe ser encomendada, preguntándolo a Dios y esperando su respuesta”.
 La vara y la paloma 
Agradó esta palabra a toda la asamblea.  Echaron suertes los sacerdotes sobre las doce tribus de Israel, y ésta vino a recaer sobre la tribu de Judá.  El sacerdote dijo:  “Vengan mañana los que no tienen mujer, trayendo una vara en mano”.  Resultó que, entre los jóvenes, vino también José trayendo su vara.  El sumo sacerdote, después de recibir las varas, ofreció un sacrificio e interrogó al Señor.  El Señor le dijo:  “Mete todas las varas en el Santo de los Santos, y que las varas permanezcan allí.  Mándales que vuelvan mañana a recibir sus varas:  de la extremidad de una vara saldrá una paloma que volará hacia el cielo.  El que tiene en mano esta vara milagrosa recibirá la custodia de María”.
Al día siguiente, todos se reunieron.  Una vez hecha la oblación del incienso, el pontífice entró en el Santo de los Santos para tomar las varas.  Fueron distribuidas sin que de ninguna de ellas saliera la paloma esperada.  El pontífice Abiatar se vistió de sus ornamentos sacerdotales con las doce campanillas, entró en el Santo de los Santos y prendió fuego al sacrificio.  Y mientras rezaba, un ángel se la apareció, diciendo:  “Hay aquí una vara pequeñísima, a la que has tenido por nada y la has metido entre las otras.  Cuando saques ésta y la des, verás cómo aparece sobre ella el signo de que te he hablado”.  Esta vara pertenecía a José, y él estaba postergado por ser ya viejo;  y no había querido reclamar su vara por temor de verse obligado a recibir a la joven.  Mientras estaba, humilde, en la última fila, lo llamó Abiatar con gran voz, diciéndole:  “Ven a recibir tu vara, porque eres esperado”.  José se acercó lleno de temor al verse llamado tan fuertemente por el sumo sacerdote.  Cuando extendió la mano para recibir la vara, salió del extremo de ésta una hermosísima paloma, más blanca que la nieve.  Después de volar largo tiempo por lo alto del Templo, se lanzó al cielo.
José, el elegido 
Entonces el pueblo entero felicitó al viejo, diciendo:  “Dichoso tú en tu vejez;  el Señor te ha declarado digno de recibir a María”.  Los sacerdotes le dijeron:  “Tómala, porque has sido elegido entre todos los de la tribu de Judá”.  Mas José empezó a suplicarles y a decirles: “Soy ya viejo y tengo hijos.  ¿Por qué me confiáis esta jovencita?”.  Entonces el sumo sacerdote Abiatar le dijo:  “Acuérdate, José, cómo perecieron Datán, Avirón y Coré por despreciar la voluntad del Señor;  lo mismo te pasará a ti si desprecias la orden del Señor”.  José le dijo: “No quiero despreciar la voluntad de Dios, pero seré el custodio de la joven hasta que aparezca claro la voluntad de Dios sobre cuál de mis hijos ha de tomarla por mujer.  Séanle dadas algunas de sus compañeras vírgenes con las que viva esperando”.  El pontífice Abiatar le respondió:  “Sí, le serán dadas algunas vírgenes para consolarla hasta el día fijado en que tú debas recibirla;  pues no podrá casarse con ningún otro”.
 La púrpura real 
Entonces José recibió a María con otras cinco vírgenes que deberían vivir con ella en la casa de José.  Estas vírgenes se llamaban Rebeca, Séfora, Susana, Abigea y Zahel.  Los sacerdotes les entregaron la seda, el jacinto, la escarlata, la púrpura y el lino.  Echaron suertes entre sí para ver lo que debía trabajar cada una, y a María le cupo en suerte recibir la púrpura para hacer el velo del Templo del Señor.
Observen este símbolo . . ., púrpura del Templo . . .  Por eso la Virgen aparece vestida de púrpura con tanta frecuencia en los iconos.  Su color es la púrpura real.
Reina de las vírgenes 
Cuando la recibió le decían las vírgenes: “Eres la más pequeña de todas y, sin embargo, has merecido obtener la púrpura”.  Y empezaron en son de chanza a llamarla “reina de las vírgenes”.  Y apareció el ángel del Señor y dijo:  “Estas palabras no son una burla, sino una verdadera profecía”.  Atemorizadas ante la aparición del ángel y sus palabras, rogaron a María que las perdonara y rezara por ellas.
Los hechos relatados son casi similares.  Y sin embargo, ¡qué estilos tan diferentes!  El Seudo-Mateo proporciona, de todos modos, precisiones interesantes;  subraya la virginidad de María:  “María encontró por sí sola una nueva manera de agradar a Dios, y le hizo la promesa de permanecer virgen”.  Se siente la autenticidad de esa afirmación.  No estamos ante una virginidad pasiva:  ella, desde su infancia, se da a Dios.  Y José, este pobre viejo obligado a llevar a su casa a una doncella tan joven, ese hombre preocupado por el ridículo, y cuya angustia será tan grande cuando María esté encinta por la gracia del Espíritu Santo . . .  El apóstol pinta verídicamente su retrato.  Sigamos con el Proto-Evangelio de Santiago:
X
El velo del Templo 
Los sacerdotes se reunieron, diciendo:  “Hagamos un velo para el Templo del Señor”.  Y un sacerdote dijo: “Llamadme algunas vírgenes sin mancha de la tribu de David”.  Salieron los servidores, buscaron, y encontraron siete vírgenes.  El sacerdote se acordó de María, esa jovencita de la tribu de David, inmaculada a los ojos de Dios.  Y los servidores salieron y la trajeron.
Introdujeron a todas en el Templo del Señor, y el sacerdote dijo:  “Echadme a suerte a ver quién bordará el oro, el amianto, el lino, la seda, el jacinto, la escarlata y la verdadera púrpura”.  Y la escarlata y la púrpura verdadera le tocaron a María, quien las tomó y volvió a su casa.  En aquel tiempo, se quedó mudo Zacarías, siendo sustituido por Samuel hasta tanto que pudo hablar.  María tomó la escarlata y se puso a hilarla.
XI 
La Anunciación 
María tomó un ánfora y se fue a llenarla de agua.  He aquí una voz que decía:  “Alégrate, llena de gracia, el Señor es contigo, bendita tú entre las mujeres”.  Ella miró en torno, a derecha e izquierda, para ver de dónde venía esta voz.  Y, toda temblorosa, volvió a su casa, dejó el ánfora, tomó la púrpura, se sentó en su escaño y se puso a hilar.
He aquí que un ángel del Señor se presentó ante ella, diciendo:  “No temas, María, pues has hallado gracia a los ojos del Señor de todas las cosas, y vas a concebir de su Verbo”.  Ella, al oírlo, quedó perpleja y se dijo entre sí:  “Si debo concebir del Señor Dios vivo, ¿es que daré a luz como toda mujer da a luz?”.
El ángel del Señor dijo:  “No será así, María, sino que la virtud del Señor te cubrirá con su sombra.  Por eso, el ser santo que nacerá de ti será llamado Hijo del Altísimo.  Tú le pondrás por nombre Jesús, pues El salvará a su pueblo de sus pecados”.  Y María dijo:  “He aquí la esclava del Señor en su presencia; hágase en mí según tu palabra”.
Comparación de los tres textos 
Entramos completamente en el Evangelio de San Lucas, con ciertas variaciones.  El evangelista suelda brevemente los diversos elementos:  el ángel entra en la casa de la Virgen, le anuncia la buena nueva, y ella responde:  “No conozco hombre”;  se podría pensar que María no comprende el milagro.  En el Proto-Evangelio, el saludo angélico “Alégrate, María” se dice afuera, luego la conversación prosigue dentro de la casa, y la Virgen, “perpleja”.
 Se acentúa implícitamente la inclinación de María hacia la virginidad total:  las palabras de Gabriel la atemorizan.  La respuesta del Arcángel es casi igual en los dos relatos.  “No temas, María, pues has hallado gracia a los ojos de Dios” (Lucas 1,30), “. . . a los ojos del Señor de todas las cosas” (Proto-Evangelio).
Veamos ahora el Seudo-Mateo:
Al día siguiente, mientras se encontraba María junto a la fuente, llenando el ánfora de agua, se le apareció el ángel del Señor, diciendo:  “Dichosa eres, María, porque has preparado al Señor una habitación en tu seno.  He aquí que una luz del cielo vendrá para morar en ti, y por tu medio iluminará a todo el mundo”.
De nuevo al tercer día, mientras tejía la púrpura con sus dedos, vino hacia ella un joven de belleza indescriptible.  María, al verlo, quedó atemorizada y se puso a temblar.  El le dijo: “No temas, María, porque has hallado gracia a los ojos de Dios;  he aquí que vas a concebir en tu seno y dar a luz a un rey que mandará no sólo sobre la tierra, sino también en el cielo, y reinará en los siglos de los siglos”.
Ciertamente, Santiago es aquí netamente superior al Seudo-Mateo.
XII 
La Visitación 
Ella trabajó con la púrpura y la escarlata, y las llevó al sacerdote.  El sacerdote la bendijo, diciendo:  “María, el Señor Dios ha engrandecido tu nombre, y serás bendita en todas las generaciones de la tierra”.
Llena de gozo, María fue a casa de Isabel, su parienta.  Llamó a la puerta;  y al oírla, Isabel dejó la escarlata, corrió hacia la puerta, abrió, y al ver a María la bendijo, diciendo:  “¿De dónde a mí, que la madre de mi Señor venga a mí?  He aquí que el niño en mí saltó y te bendijo”.
Volvemos a encontrar a San Lucas, que esta vez será menos breve que el Proto-Evangelio;  este último no tiene la gran exclamación de Isabel, ni el Magnificat, al que resume en una frase.  Sigamos con el Proto-Evangelio:
María había olvidado los misterios que le había revelado el arcángel Gabriel, y elevó sus ojos al cielo, y dijo:  “¿Quién soy yo, Señor, que todas las generaciones me bendicen?”.
Y pasó tres meses en casa de Isabel.  Y de día en día su embarazo iba aumentando y, llena de temor, volvió a su casa y se escondió de los hijos de Israel.  Ella tenía dieciséis años cuando sucedieron estos misterios.
XIII 
La duda de José 
Llegó su sexto mes, y volvió José de sus construcciones, y al entrar en casa la encontró encinta.  Hirió su rostro, se echó en tierra sobre un saco, y lloró amargamente, diciendo: “¿Con qué rostro me voy a presentar al Señor mi Dios?, ¿y qué plegaria haré por esta doncella?  Porque la recibí virgen del Templo del Señor, y no supe guardarla.  ¿Quién me ha perseguido?, ¿quién ha cometido esta mala acción en mi casa, violando a una virgen?  ¿Es que se repite en mí la historia de Adán?  Así como a la hora en que él glorificaba a Dios, vino la serpiente, y al encontrar sola a Eva la engañó, así también me ha sucedido a mí”.
Y levantándose José del saco, llamó a María y le dijo:  “Predilecta de Dios, ¿qué has hecho?  ¿Te has olvidado del Señor tu Dios?  ¿Cómo has envilecido tu alma, tú que te criaste en el Santo de los Santos, y recibiste alimento de mano de un ángel?”.  Y ella lloró amargamente, diciendo:  “Pura soy yo, y no conozco varón”.  Y José le dijo:  “¿De dónde proviene lo que llevas en tu seno?”.  Ella dijo:  “Vive el Señor, mi Dios, no sé de dónde me viene esto”.
En el sexto domingo de Adviento, la Iglesia canta admirablemente “la duda de José” (en nuestra liturgia de Galia).  ¡Que el conocimiento del Proto-Evangelio nos haga escucharla con gran atención!
XIV
El sueño de José 
José, lleno de temor, se retiró de la presencia de María, y se puso a pensar qué había de hacer con ella.  Y dijo José:  “Si oculto su falta, contravengo a la ley del Señor;  si la denuncio a los hijos de Israel, temo que lo que ha ocurrido en ella provenga de su intervención angélica, y vengo yo a entregar a la muerte sangre inocente.  ¿Cómo procederé, pues?  La despediré en secreto”.  Y le sorprendió la noche.
Y he aquí que un ángel del Señor se le apareció en sueños, diciendo: “No temas por esta joven, pues lo que lleva en ella es del Espíritu Santo.  Dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús, pues El salvará a su pueblo de sus pecados”.  José se despertó, se levantó, y glorificó al Dios de Israel por haberle dado esta gracia, y siguió guardando a María.
XV
Anás el escriba 
Anás el escriba vino hacia él y le dijo: “¿Por qué no has comparecido en nuestra asamblea?”.  José le dijo:  “Venía cansado del camino, y el primer día descansé”.  Y al volverse, Anás vio que María estaba embarazada.
Y se fue corriendo al sacerdote, y le dijo:  “José, de quien tú respondes, ha cometido un grave delito”.  El sacerdote dijo:  “¿Qué es eso?”.  Y dijo:  “La virgen, que ha recibido del Templo del Señor, la ha violado, con fraude de su matrimonio, y sin manifestarlo a los hijos de Israel”.  Respondió el sacerdote, diciendo:  “¿José hizo eso?”.  Y dijo Anás el escriba:  “Envía unos servidores, y verificarás que la virgen está encinta”.  Salieron los servidores, y la encontraron tal cual había dicho.  Y la trajeron con José ante el tribunal.
Y el sacerdote dijo:  “María, ¿qué has hecho?  ¿Cómo has envilecido tu alma y te has olvidado del Señor tu Dios?  Tú, que has sido criada en el Santo de los Santos, que recibías alimento de mano de un ángel, que escuchabas los himnos y que danzabas en la presencia de Dios, ¿cómo has hecho esto?”.  Y ella lloró amargamente, diciendo:  “Vive el Señor, mi Dios, estoy pura en su presencia, y no he conocido varón”.
Y el sacerdote dijo a José:  “¿Qué has hecho?”.  Y dijo José:  “Vive el Señor, mi Dios, yo estoy puro en relación con ella”.  Y dijo el sacerdote:  “No hagas falso testimonio, di la verdad.  Tú has usado con fraude del matrimonio con ésta, y no lo has revelado a los hijos de Israel.  No has doblegado la cabeza bajo la mano poderosa de Dios para que sea bendecida tu descendencia”.  José se quedó silencioso.
XVI
El agua de la prueba 
El sacerdote dijo:  “Devuelve la virgen que has recibido del Templo del Señor”.  Y José lloró abundantemente.  Y dijo el sacerdote:  “Os haré beber el agua de la prueba del Señor, y El manifestará vuestros pecados ante vuestros ojos”.
Y, tomándola, la hizo beber a José, enviándolo después a la montaña, y él volvió sano y salvo.  Hizo beber a María, enviándola a la montaña, y ella volvió sana y salva.  Y todo el pueblo se llenó de admiración al ver que no se manifestaba pecado en ellos.
Y dijo el sacerdote: “Puesto que el Señor no ha manifestado vuestro pecado, tampoco yo voy a condenaros”.  Y los despidió.  Y tomó José a María, y se fue a su casa lleno de gozo, y glorificando al Dios de Israel.
XVII
El censo 
Y vino una orden del emperador Augusto para que se hiciera el censo de todos los habitantes de Belén en Judea,  Y dijo José:  “Yo empadronaré a mis hijos, pero, ¿qué haré con esta doncella?  ¿Cómo voy a empadronarla?  ¿Como mi esposa?  Me da vergüenza.  ¿Como hija mía?  Pero saben todos los hijos de Israel que no es mi hija.  Este es el día del Señor;  que el Señor haga según su voluntad”.
Tristeza y risa de María 
Y aparejando su burra, hizo sentarse a María sobre ella.  Un hijo suyo llevaba la bestia del ronzal, y José los acompañaba.  Cuando estuvieron a tres millas de distancia, José volvió su rostro hacia María y la vio triste, y se dijo a sí mismo: “Lo que lleva en ella la hace sufrir”.  Y, al volverse de nuevo, José la encontró sonriente, y le dijo: “María, ¿qué te pasa, que unas veces veo tu rostro sonriente, y otras triste?”.  Y María dijo a José: “Es que mis ojos ven dos pueblos, uno que llora y se aflige, y otro que se alegra y regocija”.
Y al llegar a la mitad del camino, dijo María a José: “Bájame de la burra, lo que llevo en mí pugna por salir a la luz”.  Y la hizo bajar de la burra, diciéndole: “¿Dónde podría yo llevarte y resguardar tu pudor?  Porque este lugar es desierto”.
XVIII
La gruta
 Encontró una gruta, y en ella la introdujo.  Dejó con ella a sus hijos, y se fue a buscar una partera hebrea en la región de Belén.
Inmovilización cósmica 
Y yo, José, me eché a andar, y no podía avanzar;  y al elevar mis ojos al espacio, vi el aire estremecido de asombro;  y al elevar mis ojos a lo alto del cielo, lo vi inmóvil, y los pájaros del cielo inmóviles; y miré hacia la tierra, y vi una masera en el suelo y unos trabajadores inmóviles, las manos en la masera;  y los que estaban amasando ya no amasaban, y los que llevaban el pan ya no lo llevaban, y los que lo llevaban a su boca ya no lo llevaban, sino que todos tenían sus rostros mirando hacia las alturas; y unas ovejas que andaban no daban un paso, sino que estaban paradas, y el pastor levantó su mano para bastonearlas con el cayado, y quedó su mano en el aire;  y al bajar mis ojos hacia la corriente del río, vi unos cabritos con la boca abierta hacia el agua, pero no bebían.  Y todo en un momento volvió a moverse.
XIX
La partera 
He aquí que una mujer bajó de la montaña y me dijo:  “Hombre, ¿adónde vas?”.  Y le dije: “Busco una partera hebrea”.  Ella me respondió: “¿Eres de Israel?”.  Y le dije: “Sí”.  Ella dijo: “¿Quién es la que está dando a luz en la gruta?”.  Y dije yo: “Es mi prometida”.  Y me dijo: “¿No es tu mujer?”.  Yo le dije: “Es María, la que se crio en el Templo del Señor, me cayó en suerte como mujer y no es mi mujer, sino que ha concebido del Espíritu Santo”.  Y la partera le dijo: “¿Es verdad?”.  Y José le dijo: “Ven y ve”.  Y la partera se puso en camino con él.
Nacimiento virginal 
Al llegar al lugar de la gruta, se pararon.  Y he aquí que la gruta estaba sombreada por una nube luminosa.  Y dijo la partera: “Mi alma se engrandece en este día, porque mis ojos han visto cosas increíbles, pues ha nacido la salvación para Israel”.  De repente, la nube empezó a retirarse de la gruta, y se manifestó en la gruta una luz tan grande que nuestros ojos no podían soportarla.  Poco a poco esta luz disminuyó hasta tanto que apareció el Niño, y vino a tomar el pecho de su madre, María.  Y la partera dio un grito, diciendo:  “Hoy es un día grande para mí, porque vi esta visión tan nueva”.
La partera salió de la gruta, y vino a su encuentro Salomé.  Y le dijo:  “Salomé, Salomé, tengo que contarte una visión tan nueva:  una virgen ha dado a luz, y la naturaleza no puede eso”.  Y dijo Salomé: “Vive el Señor, mi Dios, si no pongo mi dedo y no examino su seno no creeré que una virgen haya dado a luz”.
XX 
Salomé 
La partera entró y dijo a María:  “Disponte, porque hay entre nosotros una grave discusión con relación a ti”.  Salomé introdujo su dedo en su seno, y lanzó un grito, diciendo:  “¡Ay de mí!  ¡Mi maldad y mi incredulidad!  Porque tenté al Dios vivo.  ¡Y mi mano se desprende de mí, tocada por el fuego!”.
Y se prosternó ante el Señor, diciendo:  “¡Oh Dios de nuestros padres!  Acuérdate de mí, porque soy de la simiente de Abraham, de Isaac y de Jacob;  no hagas de mí un ejemplo para los hijos de Israel;  devuélveme a los pobres, pues tú sabes, Señor, que en tu Nombre ejercía mis curas, recibiendo de ti mi salario”.  Y apareció un ángel del cielo, diciéndole:  “Salomé, Salomé, el Señor te ha escuchado;  acerca tu mano al Niño, tómalo, y habrá para ti alegría y gozo”.
Y se acercó Salomé y lo tomó, diciendo:  “Lo adoraré porque ha nacido un gran rey para Israel”.  Y en seguida se sintió curada, y salió de la gruta justificada.  Y se oyó una voz que decía:  “Salomé, Salomé, no digas las cosas increíbles que has visto hasta tanto que el Niño haya entrado en Jerusalén”.
XXI
Los tres Magos 
Y José se dispuso para salir a Judea (Jerusalén).  Sobrevino un gran tumulto en Belén, pues vinieron unos magos, diciendo:  “¿Dónde está el nacido rey de los judíos?  Porque hemos visto su estrella en el Oriente, y hemos venido a adorarlo”.
Herodes, al oír esto, se turbó, envió sus servidores a los magos, y convocó a los príncipes de los sacerdotes y les pregunto, diciendo:  “¿Qué está escrito en relación con el Mesías?  ¿Dónde debe nacer”.  Ellos le dijeron:  “En Belén de Judá, según las escrituras”.  Y los despidió.  Interrogó a los magos, diciéndoles:  “¿Qué signo habés visto en relación con ese rey nacido?”.  Y los magos dijeron:  “Hemos visto una estrella muy grande que brillaba entre las otras estrellas y las eclipsaba, haciéndolas invisibles.  Así conocimos que un rey había nacido para Israel, y hemos venido a adorarlo”.  Herodes dijo:  “Id y buscad; y si lo encontráis, anunciádmelo para que también yo vaya a adorarlo”.
Y se fueron los magos.  Y he aquí que la estrella que habían visto en el Oriente los guió hasta que llegaron a la gruta, y se posó sobre la cima de la gruta.  Y vieron los magos al Niño con su madre, María, y sacaron ofrendas de sus cofres:  oro, incienso y mirra.
Y, avisados por un ángel de que no entraran en Judea (Jerusalén), se marcharon por otro camino a su tierra.
Análisis de este texto 
Se produce, en este largo pasaje, un neto cambio de estilo.  De improviso, José habla a sí mismo, y luego el episodio con la partera suena con otra tonalidad.  Aparece una falta de homogeneidad, casi como en el Seudo-Mateo.  En cambio lo que sigue es nuevamente muy bello.
XXII
Huida de Isabel
Al darse cuenta Herodes de que había sido burlado por los magos, se puso en cólera y envió a sus sicarios, diciéndoles:  “Matad a todos los niños de dos años para abajo”.
Y cuando se enteró María de la matanza de los niños, se llenó de temor;  tomó al Niño, lo envolvió entre pañales y lo reclinó en una pesebrera de bueyes.
Y cuando se enteró Isabel de que buscaban a su hijo Juan, lo tomó, lo llevó a la montaña, y se puso a mirar dónde esconderlo;  pero no había escondite.  E Isabel, con sollozos, dijo a grandes voces:  “¡Oh montaña de Dios!  Recibe a una madre con su hijo”.  Pues ya Isabel no podía subir más arriba.  Y al instante se abrió la montaña y la recibió.  Y los iluminaba una luz, pues estaba con ellos un ángel de Dios para guardarlos.
En muchos bautisterios antiguos, especialmente en Florencia, se ve a Isabel que corre con Juan Bautista en brazos, y a la montaña que se abre para esconderlos.  Juan Bautista sólo tiene seis meses, y ya el desierto lo acoge.  Este fragmento del relato expresa visiblemente la Tradición.
XXIII 
Martirio de Zacarías 
Pero Herodes buscaba a Juan, y envió a sus servidores a Zacarías, diciendo:  “¿Dónde has escondido a tu hijo?”.  Mas él respondió, diciéndoles: “Yo me ocupo del servicio (liturgia) de Dios, y estoy en el Templo del Señor;  no sé dónde está mi hijo”.
Los servidores se fueron, y anunciaron todo esto a Herodes.  Herodes, encolerizado, dijo: “Debe ser su hijo quien va a reinar en Israel”.  Y los envió de nuevo hacia él, diciendo:  “Di la verdad:  ¿dónde está tu hijo?  Pues sabes que tu sangre está bajo mi mano”.
Y Zacarías dijo: “Soy mártir de Dios, si derramas mi sangre;  pues el Señor recibirá mi espíritu, porque derramas una sangre inocente en el vestíbulo del Templo del Señor”.  Y al romper el alba fue asesinado Zacarías, y los hijos de Israel no sabían que había sido asesinado.
 XXIV
Los sacerdotes fueron al Templo a la hora de la salutación;  mas Zacarías no salió a su encuentro, según la costumbre, para bendecirlos.  Y se pusieron a esperarlo para saludarlo en la plegaria, y glorificar al Altísimo.
Ante su tardanza, empezaron todos a temer;  uno de ellos se animó a entrar, y vio al lado del altar sangre coagulada.  Y una voz decía:  “Zacarías ha sido asesinado, y no se borrará su sangre hasta que venga su rescatador”.  Y al oír la voz, se llenó de temor, salió y anunció eso a los sacerdotes.
Ellos se animaron a entrar, vieron lo que había ocurrido, y crujió el artesonado del Templo, y ellos se rasgaron las vestiduras de arriba abajo.  Y no encontraron su cuerpo, pero encontraron su sangre, parecida a una piedra.  Y, llenos de temor, salieron y anunciaron a todo el pueblo que Zacarías había sido asesinado.  Y todas las tribus del pueblo oyeron eso, lo lloraron y se lamentaron durante tres días y tres noches.
Simeón 
Después de los tres días se reunieron los sacerdotes para deliberar sobre quién iban a poner en su lugar.  Y cayó la suerte sobre Simeón, a quien el Espíritu Santo había advertido que no vería la muerte antes de haber visto al Mesías encarnado.
XXV
Y yo, Santiago, que he escrito este relato, al levantarse un tumulto en Jerusalén cuando murió Herodes, me retiré al desierto hasta que se apaciguó el tumulto en Jerusalén, glorificando al Señor Dios que me dio la gracia y la sabiduría para escribir este relato.
Sea la gracia con los que temen a Nuestro Señor JesuCristo; a El la Gloria en los siglos de los siglos.  Amén.
Conclusión 
Así termina el Proto-Evangelio de Santiago.  Nos ayuda a comprender la exclamación del Cristo: “Que recaiga sobre vosotros toda la sangre inocente derramada sobre la tierra, desde la sangre de Abel el justo hasta la sangre de Zacarías, hijo de Baraquías, a quien matasteis entre el Santuario y el altar” (Mateo 23,35).  Si se entiende por Zacarías a Zacarías el profeta (siglo IV a.C.), como lo quieren algunos historiadores, esa “sangre inocente” estaría muy lejana.  No.  La última sangre inocente vertida en el Templo es la de Zacarías, padre de Juan el Bautista.  Las palabras del Cristo tienen un pleno sentido histórico.
Espero que hayan apreciado conmigo la grandeza del Proto-Evangelio de Santiago.
Para terminar esta lección, les leeré todavía un pasaje del Seudo-Mateo: Los sacerdotes acusadores prueban a José y María por “el agua del Señor”, el agua bendita.  Veneno para los culpables, permanece pura en los labios de los inocentes.  Después de que María hubo pasado “la prueba de Dios”, unos alababan su santidad, y otros persistían en su calumnia.  Entonces, María, al ver las sospechas del pueblo, que no juzgaba completa su justificación, dijo con voz clara para que todos la oyeran:
“Por la vida del Señor Sabaoth, en cuya presencia estoy, no he conocido nunca varón, ni aún pienso conocerlo en adelante, porque lo tengo decidido desde mi infancia.  Este es el voto que hice al Señor en mi infancia:  permanecer pura para mi Creador, y quiero vivir así para El solo, y permanecer sin mancha mientras viva”.
INDICE
3          LECCION 1
Cielo reluciente de estrellas
¿Quién es María?
Las perlas sembradas en el corazón
Símbolos, más que dogmas
El vacío, eco del Verbo
La Esposa bien amada de Dios
Finalidad del mundo: la maternidad divina
6          LECCION 2
¿Quién es la que sube del desierto?
Cubierta de ricas telas
Apoyada en su bienamado
“Cenicienta”
Exhortación a la belleza
Traición de la frágil Eva
María “materia” y María “redentora”
El vapor del deseo de Dios
María, segunda Eva
10        LECCION 3
Semilla-palabra
Eva sembrada por Satanás
Fecundidad verbal
Virginidad natural y virginidad espiritual
María, la Conquistadora
La virgen imprudente y la virgen sabia
14        LECCION 4
Espejo
Adquisición de la maternidad
San Agustín reza
Doble exigencia en el hombre
La espada que traspasa el alma de María
María, la Victoriosa
La nota acorde
Tentación de María
18        LECCION 5
Sin padre
Preludio de caída de Adán
“¡Aléjate, Satanás!”
La naturaleza, esposa del hombre
Desdoblamiento del ego
Rescate por la muerte
Madre e hijo
Tres nacimientos humanos
La esfera de múltiples ventanas
Tres eras
22        LECCION 6
Más allá de los sexos
Nada de pasivo en el Espíritu
La paternidad maternal
El Nutricio
La Clueca
“El” trascendente;  “Ella” inmanente
El doble hilo, rojo y negro
El Cristo-Psicoanalista
El icono de la Madre de Dios

25        LECCION 7
Terapéutica química
El monismo agresivo
El dualismo equívoco
Nueva biología
Partenogénesis
Coexistencia pacífica
Milagro y naturaleza
Los escolásticos
Angeles y máquinas
El hombre-síntesis
Ciencia humana
Tres etapas
Dos rutas
Uno y unidad
Ciencia ortodoxa
30        LECCION 8
Dos fuentes de la Teología
La Ley del Señor hace mis delicias
Leyes descriptivas y leyes explicativas
María y la biología moderna
El velo del pecado
Macho activo, hembra pasiva
Lugar y cooperación
Cincuenta por ciento: símbolo de libertad
Alianza
Contacto-comunión
En el Cristo, el hombre viejo es renovado
Herencia, eternidad relativa
María: Paraíso y Fuente de Vida
Genio-Monstruo
Simientes lógicas
Los cinceladores de la virginidad
El árbol de Jessé
La virginidad-maternidad:
     mandamiento universal
Maternidad: lugar de encuentro
Los testigos y los amigos del Esposo
Preeminencia del ser humano
     sobre los sexos
37        LECCION 9
Siempre Virgen María, o tres estrellas
Una moneda de dos caras
Cuerpo psíquico y cuerpo espiritual
La mortaja del Cristo
“Las puestas cerradas”
Lo nuevo es eterno
La forma de esclavo
Cuarta puerta del Templo
Fuente sellada
La caña aromática
Llave de oro de la “teoría”
Florecer intacto
Nacimiento sin dolores
Corazón traspasado de María
Dos economías divinas
María, nuestra Maestra
43        LECCION 10
La virgen infecunda
Oprobio de la esterilidad
La prostituta estéril
La “Empériere” de pureza
Tradición universal de la virgen-madre
Aïschin-Goro
La virgen Ching-Mu
Kian-che tche-mu
Uei-Kao-Heú-tchuen
El Taiko del Japón
La Dama de Jaspe
La casta madre del Buda
Virgen real
“Deir El Bajari”
La joven Xquiq
La Flor de la humanidad
Profecía cósmica
Las entrañas de la Iglesia
“He aquí: La Virgen dará a luz un niño”
49        LECCION 11
“Signo” del Corán
Nuestra Señora de Kazán
Nuestra Señora de Liesse
Fátima
Ismael e Isaac
La Copa y las bodas místicas
María, Apóstol del Islam
53        LECCION 12
Las prefiguras de María
Escala de Jacob
Dos puntas de la escala
La jerarquía y lo inmediato
Zarza ardiente
Tabernáculo
Tablas de la Ley
Quinto Evangelio
Espacio, ausencia de Dios
Cuarta puerta
Sin el auxilio de mano alguna
Casa de Sabiduría
Agia Sophia
Preexistente
Enigma sofiológico
60        LECCION 13
“María” en los Evangelios
“Madre” en los Evangelios
“Virgen” en los Evangelios
“Mujer” en los Evangelios
64        LECCION 14
Proto-Evangelio de Santiago
Su carácter tradicional
Su origen
Su pureza
El Evangelio del Seudo-Mateo
Contenido del Proto-Evangelio
Esterilidad de los padres de María
Plegaria de Ana
La Anunciación de Ana y Joaquín
Concepción de María
El disco de oro
Nacimiento de María
Infancia de María
Canto de Ana
Entrada al Templo
El Seudo-Mateo completa
Alimento angélico
La sin mancha
Desposorios de María y de José
Dos tradiciones sobre José
El Seudo-Mateo completa
La vara y la paloma
José, el elegido
La púrpura real
Reina de las vírgenes
El velo del Templo
La Anunciación
Comparación de los tres textos
La Visitación
La duda de José
El sueño de José
Anás el escriba
El agua de la prueba
El censo
Tristeza y risa de María
La gruta
Inmovilización cósmica
La partera
Nacimiento virginal
Salomé
Los tres Magos
Análisis de este texto
Huida de Isabel
Martirio de Zacarías
Simeón
Conclusión

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