viernes, 4 de octubre de 2013

La obediencia Segun San Benito



“Ciertamente el obedecer es mejor que los sacrificios” (1 Samuel 15.22).

“Si me amáis, guardad mis mandamientos” (Juan 14.15).

Hay dos tipos de obediencia: (1) la que los hombres, los ángeles y la naturaleza deben a Dios y (2) la que los hombres deben para con los hombres. La obediencia también es voluntaria u obligatoria, completa o parcial, sin entusiasmo o de todo corazón.

A quién se debe obedecer

1.                 “A Dios” (Hechos 5.29)

Según el testimonio de los apóstoles, la obediencia es nuestro deber supremo. Juan enseña que es una prueba de que conocemos a Dios (1 Juan 2.3–4), y Cristo dice que sólo así podemos ser sus amigos (Juan 14.15; 15.14). Salomón resumió nuestro deber de la siguiente manera: “El fin de todo el discurso oído es este: Teme a Dios, y guarda sus mandamientos; porque esto es el todo del hombre” (Eclesiastés 12.13).

2.                 “Hijos, obedeced en el Señor a vuestros padres” (Efesios 6.1)

Este es “el primer mandamiento con promesa”. La Biblia ofrece cuatro motivos para obedecer este mandamiento: (1) “esto es justo”, (2) “para que te vaya bien”, (3) para que “seas de larga vida sobre la tierra” y (4) “porque esto agrada al Señor”. La obediencia a los padres nos prepara para ser más útiles a Dios y a nuestro prójimo.

3.                 “Obedeced (...) a vuestros amos terrenales” (Colosenses 3.22)

Esto lo hacemos, “no sirviendo al ojo, como los que quieren agradar a los hombres, sino con corazón sincero, temiendo a Dios”.

4.                 “Que se sujeten a los gobernantes” (Tito 3.1)

En otras palabras: “Sométase toda persona a las autoridades superiores” (Romanos 13.1).

5.                 “Obedeced a vuestros pastores, y sujetaos a ellos” (Hebreos 13.17)

“Os rogamos, hermanos, que reconozcáis a los que trabajan entre vosotros, y os presiden en el Señor, y os amonestan; y que los tengáis en mucha estima y amor por causa de su obra” (1 Tesalonicenses 5.12–13).

La sumisión a la autoridad, ya sea la del hogar, la del gobierno o la de la iglesia, es una de las bases fundamentales de la vida cristiana. Hay gozo y poder en esta virtud cristiana de sumisión que nadie con un corazón altivo y espíritu rebelde podrá conocer.

Lo que incluye la obediencia a Dios

Los que obedecen a Dios son sumisos a:

1.                 La voz de Dios

“Escuchad mi voz, y seré a vosotros por Dios” (Jeremías 7.23). Es esta la voz que Noé oyó cuando edificó el arca (Génesis 6); que Abraham oyó cuando dejó su hogar y parentela y empezó a caminar hacia la tierra prometida (Génesis 12.1–5) y que Moisés oyó cuando él aceptó la tarea de librar al pueblo de la esclavitud (Éxodo 4). En nuestra época Dios no ha hablado tanto en una voz audible, sino por los medios que mostramos a continuación.

2.                 El Hijo de Dios

Dios nos manda diciendo: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia; a él oíd” (Mateo 17.5). En la época actual Dios nos está hablando “por el Hijo” (Hebreos 1.2). Por eso “mirad que no desechéis al que habla” (Hebreos 12.25) cuando él dice: “Si me amáis, guardad mis mandamientos” (Juan 14.15).

3.                 El Espíritu de Dios

Esteban les recordó a los fariseos la condenación que les sobrevendría porque resistían al Espíritu Santo tal y como sus padres habían hecho (Hechos 7.51). Es el Espíritu de Dios el que nos guiará a toda la verdad (Juan 16.13). Dios nos habla por medio de nuestros ruegos y bajo la dirección del Espíritu Santo.

4.                 La palabra de Dios

Dios nos dirige a la salvación y nos muestra su carácter y su voluntad por medio de su palabra. En vano pensamos que estamos bien con Dios si no obedecemos su palabra (Juan 14.15; 15.14; Santiago 1.22–25; 1 Juan 2.3–4).

5.                 La iglesia de Dios

La palabra de Dios es el mensaje de Dios al hombre y la iglesia de Cristo es la institución por medio de la cual se lleva este mensaje al mundo (Mateo 28.18–20). Dios quiere hablarnos por medio de su iglesia. Cristo nos muestra la autoridad que ha dado a la voz de la iglesia cuando dijo: “Si no oyere a la iglesia, tenle por gentil y publicano” (Mateo 18.17–18).

Los resultados de la obediencia

1.                 Recibimos las bendiciones de Dios

Dios da su Espíritu Santo “a los que le obedecen” (Hechos 5.32). La obediencia es esencial para tener una buena relación con Dios (Juan 15.14; 1 Juan 2.3–4). Fue la obediencia (de Cristo) la que hizo posible nuestra justificación (Romanos 5.19). En pocas palabras, todas las bendiciones del evangelio son para los obedientes y la Biblia promete sólo maldición a los desobedientes.

2.                 Nos dirige a una vida santa

Por medio de la obediencia a Dios viajamos en la senda de justicia; si obedecemos al mundo, viajamos en las sendas del pecado. La verdad, la justicia, la rectitud y la piedad se hallan en la senda de obediencia a Dios.

3.                 Heredamos la gloria venidera

Los que cumplen la voluntad de Dios tendrán bendición eterna en lugar de condenación eterna (Mateo 7.21–29; 2 Tesalonicenses 1.7–9). En cierta ocasión Jesús le dijo a un joven: “Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos” (Mateo 19.17).

Más consideraciones

1.                 La obediencia es una condición del corazón

“Jehová mira el corazón” (1 Samuel 16.7). Fue la obediencia de corazón (Romanos 6.17) la que les trajo a los hermanos romanos la recomendación que merecían. La obediencia que no nace del corazón no tiene mérito.

2.                 El corazón obediente produce obediencia visible

¿Cómo Pablo sabía que los romanos eran obedientes de corazón? Él lo vio reflejado en sus obras. La condición del corazón se manifiesta tarde o temprano. Cristo dijo que conoceremos a las personas por sus frutos (Mateo 7.16–20).

3.                 La desobediencia a Dios trae castigo eterno

Pablo escribe que cuando el Señor Jesucristo se manifieste en llama de fuego él va a “dar retribución a los que no conocieron a Dios, ni obedecen al evangelio de nuestro Señor Jesucristo” (2 Tesalonicenses 1.7–9).

4.                 El que desobedece en una sola cosa es rebelde ante los ojos de Dios

Todo el género humano cayó bajo la maldición del pecado a causa de una sola desobediencia (Génesis 3.1–6; Romanos 5.12); a Moisés le fue negada la entrada a la tierra prometida a causa de una sola desobediencia (Deuteronomio 32.50–52); Uza fue castigado con la muerte a causa de una sola desobediencia (2 Samuel 6.6–7). Santiago dice: “Cualquiera que guardare toda la ley, pero ofendiere en un punto, se hace culpable de todos” (Santiago 2.10). Los criminales, como regla, no son castigados por haber cometido muchísimos crímenes, sino por haber sido declarados culpables de un solo crimen. Quienquiera que desobedece voluntariamente a Dios en una sola cosa es culpable de rebelión contra él sin importar cuántas buenas cualidades tenga. El moralista que se jacta en su benignidad será sentenciado a la eterna separación de Dios al igual que el pecador más vil, porque no obedece al evangelio de nuestro Señor Jesucristo. Ni las grandes obras ni la benignidad humana tendrán valor ante Dios cuando llegue la hora de comparecer ante el tribunal de Cristo.

5.                 Toda la obediencia la debemos a Dios, no importa quién esté a favor o en contra

“Cada uno de nosotros dará a Dios cuenta de sí” (Romanos 14.12). Noé y su familia hubieran sido necios si se hubieran quedado fuera del arca al ver que nadie más quiso entrar. Hubiera sido una gran tontería si Daniel y sus tres compañeros hubieran dejado sus convicciones al ver que ninguna otra persona hizo lo que ellos hicieron. Debemos hacer de buena voluntad todo lo que Dios quiere que hagamos, aunque seamos los únicos en la tierra que lo hacemos. La obediencia parcial no trae bendición. Debemos hacer todo lo que Dios nos diga (Juan 2.5).

6.                 La obediencia significa negarse a sí mismo

Para obedecer a Cristo tenemos que negarnos a nosotros mismos. Cristo dijo: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígueme” (Lucas 9.23). Ningún hombre obedece a Cristo a menos que someta a Dios su voluntad, sus deseos y todo cuanto tenga. “Los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos” (Gálatas 5.24).

Obedecer significa someterse, o sea, sacrificar lo que nos agrada para poder agradar a Dios. Podemos obedecer sólo cuando estamos dispuestos a sacrificar los intereses propios y cualquier deseo que se oponga a los planes y propósitos de Dios (Romanos 8.1–2).

Algunas personas están dispuestas a obedecer a Dios con tal que eso no se oponga a sus propios deseos. Otros niegan algunos deseos carnales, pero sólo para recibir gloria. Si queremos ser hijos de Dios, tendremos que negarnos a nosotros mismos... y obedecer a Dios.

La obediencia.

Una obediencia sin demora.
     1 El primer grado de humildad es una obediencia sin demora. 2 Es la que corresponde a quienes nada aman más que a Cristo. 3 Éstos, por razón del santo servicio que han profesado, o por miedo al infierno, o por la gloria de la vida eterna, 4 en cuanto el superior les manda algo, como si fuera un mandato divino, lo hacen sin admitir dilación alguna. 5 De ellos dice el Señor: En cuanto me oyó, me obedeció. 6 Y dice también a los maestros espirituales: Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha. 7 Éstos, dejando inmediatamente lo suyo y abandonando su propia voluntad, 8 desocupan las manos y dejan inacabado lo que estaban haciendo, para poner por obra lo mandado obedeciendo al pie de la letra. 9 Y como en un momento, con la rapidez que imprime el temor de Dios, coinciden el mandato del maestro y la ejecución del discípulo. 

Estrecho es el camino.
     10 A éstos les mueve el deseo de avanzar hacia la vida eterna. 11 Por eso toman el camino estrecho del que dice el Señor: ¡Qué estrecha es la puerta y qué angosto es el camino que lleva a la vida!. 12 Y, para no vivir a su antojo, ni obedecer a sus deseos y caprichos, se someten al juicio y mandato ajeno, viven en los monasterios y desean que los gobierne un abad. 13 Sin duda estos tales imitan al Señor, que dice de sí mismo: Vine, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado. 

Obedecer sin murmurar.
     14 Pero esta misma obediencia sólo será agradable a Dios y dulce para los hombres, si lo mandado se ejecuta sin miedo, sin tardanza, sin frialdad, sin murmuración, sin protesta, 15 pues la obediencia que se tributa a los superiores se tributa a Dios, como dijo Él: Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha. 16 Y los discípulos deben ofrecerla de buen grado, porque al que da de buena gana lo ama Dios. 17 Pero, si el discípulo obedece de mala gana y murmura, no ya de palabra, sino en su corazón, 18 aunque cumpla lo mandado ya no agrada a Dios, pues ve su corazón que murmura. 19 Obrando así no conseguirá premio alguno sino que incurrirá en el castigo de los murmuradores si no se corrige dando satisfacción.

 

 

 LA OBEDIENCIA

(RB 5-01)

El término “obediencia” se deriva de oír, significa la actitud de escucha, la disponibilidad de escuchar al otro abriéndonos a su voluntad, pues en toda escucha atenta hay un deseo receptivo de acoger al otro (su persona, su pensamiento, su voluntad), sin que por ello quedemos anulados nosotros mismos. Es más un acto del corazón que del oído. Escuchar y obedecer vienen de la misma raíz etimológica. En latín, ob-audire y obeodire son dos vocablos muy próximos. En la literatura cristiana ambos términos se relacionan con la palabra hebrea shema, cuyo sentido primario es “escuchar”, y el secundario, “obedecer”: Pero mi pueblo no escuchó mi voz, Israel no quiso obedecer, decimos en el salmo 80.

Para el pueblo judío la esencia de la religión es escuchar y obedecer la voluntad divina que se tiene por revelada. El culto a Dios es la obediencia, y el pecado es esencialmente la desobediencia, como aparece reflejado en el primer pecado-tipo del paraíso. Y la voluntad divina se condensa principalísimamente en un mandato, el precepto del amor: amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas, y al prójimo como a uno mismo. Esta idea central siempre se mantendrá en toda vivencia religiosa.

La vida de Jesús se presenta como una vida en obediencia a la voluntad del Padre, dejándose llevar a veces por caminos incomprensibles, pero siempre coherente con el mandato del amor sin violencia hasta sus últimas consecuencias. La obediencia de Jesús al Padre radica precisamente en mantener su mandato del amor hasta el final, conservando tal actitud en su recorrido por los caminos inescrutables de la vida, de las envidias y de los odios. Haber mantenido su actitud de amor hasta dejarse quitar la vida, es la victoria sobre el aparente triunfo del desamor (desobediencia radical a Dios) que impulsa a buscar la “muerte” de nuestros semejantes de muy diversas maneras.

Tanto el Evangelio como la RB resumen todas sus directrices en la obediencia como donación de amor. Pero hay que distinguir entre la obediencia a Dios y la obediencia a los hombres. Ambas realidades las vivimos hoy en dos planos un poco diferentes.

La obediencia a Dios plantea el problema de nuestro concepto de Dios y cómo entendemos que él manifiesta su voluntad. Hay quien tiene a Dios como un ser que está allá arriba y nos dicta su voluntad, dejándola caer sobre nosotros a través de los escritos sagrados. Aun aceptando esa imagen trascendente de Dios, surge el problema de cómo conocer rectamente su voluntad al habernos sido transmitida por una palabra revelada que necesariamente ha utilizado un lenguaje humano determinado por una cultura, un lugar, un tiempo y las peculiaridades propias del autor sagrado.

Hay otros que prefieren prescindir de esa imagen tan vertical de Dios y tan condicionada por un determinado contexto histórico y cultural. Para éstos, la voluntad de Dios es algo que recibimos más directamente, captando su presencia en un mundo hecho a su imagen y movido por su Espíritu, por lo que su voluntad late en el corazón de la humanidad, y se va expresando en la reflexión común, abierta a todos y con un recto discernimiento.

Hay quien reconoce válida la primera postura como la experiencia transmitida de nuestros antepasados, sobre cuyas raíces construimos nuestra propia cultura, pero que, al mismo tiempo, se siente libre de interpretar y enriquecer con la reflexión personal, también movida por el Espíritu que late en nuestro mundo y en la Iglesia. En este sentido la obediencia a Dios sería una actitud sincera de un corazón que busca en verdad y que quiere ser coherente con su conciencia, buscando en los libros sagrados, en lo que le transmiten las mediaciones y en su propia reflexión.

La obediencia a los hombres tiene otras connotaciones distintas, que revelan lo muy condicionados que estamos por nuestra cultura. Es significativo que en algunas épocas y culturas no se pongan en cuestión cosas que en otras resultan escandalosas, como puede ser la autoridad absoluta de los padres sobre los hijos, o de los líderes religiosos, o de la autoridad instituida, etc. Si eso es así, por algo será, hay algo que subyace en el pensamiento colectivo que nos lleva a tomar una actitud u otra.

Hoy puede resultar especialmente difícil aceptar el concepto de obediencia a otro cuando subyace el fantasma de la “sumisión”, que se ve como un atentado contra mi independencia y reafirmación personal. También puede resultar muy difícil aceptarla cuando subyace en el imaginario colectivo la pretensión liberadora de la lucha de clases, que se transforma en una búsqueda de poder para liberarme de otro poder opresor. Igualmente hay que tener en cuenta el propio proceso natural de madurez personal que tiene sus etapas por las que necesitamos pasar: desde la dependencia infantil a la desobediencia adolescente que necesita autoafirmarse, la dificultad de la juventud inexperta pero consciente de su potencial y la obediencia del que se siente más seguro de sí mismo o del que se siente motivado por otros valores que facilitan obedecer.

En condiciones normales, sin que haya injusticias ni opresiones dolosas por medio, a los que más les cuesta la obediencia es a los adolescentes, pues necesitan afirmar una personalidad incipiente que se está construyendo y que les impulsa a “matar” simbólicamente a sus padres y maestros para sentirse ellos mismos. Pero también a todo el que se siente inferior o acomplejado, pues es precisamente esa inferioridad o complejo el que le hace sentir la obediencia como una opresión que aún le hunde más. Esto equivaldría a una adolescencia prolongada en el tiempo, que no sabe de edades si no se ha resuelto interiormente.

Para poder aceptar la obediencia hay que darle un valor y unos contenidos. Querámoslo o no, es una realidad que nos acompañará en la vida, pues vivimos junto con otros, y eso supone una cesión de los propios derechos a favor del bien común, un proceso de sometimiento en la enseñanza, un reconocimiento de la autoridad instituida, etc. Pero la obediencia es verdaderamente valiosa y vivificante sólo cuando se vive desde la apertura al otro (oír y acoger) y se mueve por el amor, que no busca la muerte propia, sino la vida en el hecho mismo de su donación personal, algo que puede aparecer a ojos de muchos como muerte, aunque uno mismo no lo viva así. Por eso, un acto de obediencia, puede ser visto como sumisión cuando el interesado lo está viviendo en realidad como donación. El Evangelio nos invita a concretar la obediencia: No todo el que diga: ¡Señor, Señor! Entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos (Mt 7, 21). La RB también nos enseña un camino a seguir, poniéndonos la humildad y la obediencia como esos dos raíles que llevarán a una experiencia sincera del amor a aquellos que lo quieran transitar. Con razón los monjes antiguos valoraron mucho la obediencia en sí misma como un ejercicio psicológico y espiritual que permite liberar el bloqueo que el ego suele crear en nuestra voluntad, ese “muro de bronce” del que hablaba apa Poimén.

 

 

 LA OBEDIENCIA

(RB 5-02)

La obediencia era una virtud muy arraigada en la mentalidad de los monjes antiguos, alcanzando altas cimas de exigencia, pues veían en ella la oportunidad de imitar a Cristo en su obediencia hasta la muerte. Es evidente la importancia que da la RB a esta virtud, dedicándole tres capítulos (5, 68 y 71), aparte de mencionarla con mucha frecuencia. Ya el Prólogo la presenta como el camino de retorno a Dios. En este capítulo 5 no se hace una exposición detallada de las bases de la obediencia, lo que puede decepcionar a algunos, pero es que la Regla no pretende más que ser un camino práctico en la vida espiritual.

Dos son las características que desea resaltar San Benito en este capítulo: la obediencia ha de ser pronta y su razón profunda la encontramos en nuestro deseo de seguir a Cristo por el camino que él anduvo. El primer grado de humildad es la obediencia sin demora. Esta obediencia es propia de quienes nada estiman más que a Cristo. Por razón del santo servicio que han profesado, o por temor del infierno y por la gloria de la vida eterna, tan pronto como el superior ha mandado alguna cosa, como si la mandara Dios, no pueden sufrir ningún retraso en cumplirla. De ellos dice el Señor: “Nada más escucharme, obedeció”. Y también dice a los maestros: “Quien os escucha a vosotros, me escucha a mí”. Por eso, los tales, abandonando al instante sus cosas y renunciando a su propia voluntad, dejando enseguida lo que tenían entre manos, dejando lo que estaban haciendo sin acabar, con el pie siempre a punto de obedecer, siguen con los hechos la voz del que manda, y, como en un solo instante, la orden dada por el maestro y la obra realizada por el discípulo, ambas cosas, tienen lugar al mismo tiempo con la rapidez del temor de Dios.

En la vida nos movemos por ideales o por deseos. Los ideales son elegidos libremente y nos sirven para orientar nuestra existencia en una dirección, pero a veces suponen no poco esfuerzo. Los deseos, sin embargo, brotan de forma espontánea, hasta el punto que debemos embridarlos cuando resultan dañinos o demasiado primarios. El deseo está asentado en lo profundo de nosotros, por lo que brota de forma natural, incluso antes que hayamos comenzado a razonar sobre él mismo. Hay deseos fisiológicos muy primarios que brotan de nuestras necesidades naturales. Hay otros deseos que los hemos ido cultivando al darles un lugar importante en nuestra vida. El amor es quizá el deseo más profundo que parte de una libre elección. Ante el ser que amo tengo una predisposición natural que no tengo ante el que no amo. Hablamos de predisposición porque surge de forma espontánea, antes de cualquier análisis. En esta línea habría que situar la urgencia en la obediencia a la que nos invita San Benito.

Cuando la obediencia es pronta significa que brota de un corazón que ama, que se deja mover por las razones del corazón antes siquiera de comenzar a analizar la situación. Obviamente San Benito no rechaza un discernimiento en la obediencia, como vemos en otros pasajes de la Regla, permitiendo alegar las objeciones que se consideren oportunas, siempre que se haga con mansedumbre, que es el signo de la buena predisposición, excluyendo todo forcejeo que sólo busca el propio beneficio. Pero insiste en que la naturaleza de la obediencia del monje se ha de basar en una experiencia de amor que le lleve de forma natural a una actitud de obediencia pronta. Tendencia natural de un corazón que ama y desea abrir el oído acogiendo lo que la persona amada le pide, sin necesitar buscar mil razones para poder obedecer. Por eso, la obediencia la podemos ver como una consecuencia que nos revela algo previo: cómo vivimos desde el amor.

La obediencia es, por consiguiente, un acto de amor que se abre al otro, que confía, que está dispuesto a dar algo de la propia vida. De ahí el valor de la prontitud. La obediencia al superior y la obediencia mutua entre los hermanos no están primeramente en función de lo acertado o no de lo que se nos pide. La actitud es previa al análisis posterior. Esta obediencia que se nos pide tampoco tiene nada que ver con la obediencia temerosa del esclavo o del soldado o la obediencia mercenaria de un jornalero.

¿Por qué obedecer? San Benito lo dice claramente: la única razón es el amor. Y si la vida del monje es seguir los pasos de Cristo, la obediencia es propia de los que nada estiman más que a Cristo. Quien ama, confía, se fía de aquél a quien ama, dejándose llevar. No sólo nos mueve el amor al prójimo al que acogemos en la obediencia, sino el amor a Dios que es la razón última que sustenta nuestro libre sometimiento, haciendo así que un acto de obediencia en una materia inicialmente inconsistente, pueda tener un significado salvífico muy superior, como el valor infinito que puede tener un acto de amor para el que lo realiza por muy irrelevante que le pueda parecer al que lo contempla. Las cosas terminan desapareciendo. El acto de amor, el impulso libre interior por el que damos la vida aún en cosas pequeñas, es algo que permanece, pues se asienta en nuestra alma inmortal y la va configurando de alguna manera. Si no está en nosotros el amor al hermano que nos predisponga a obedecer, al menos sí debiera estar ese amor a Dios que nos lleve a obedecer. La tentación de parapetarnos en la “indignidad” del hermano para no anteponer sus deseos a los nuestros queda desmontada ante una visión más sobrenatural, pues Dios nunca puede ser considerado indigno. Quien vive en la obediencia que caracterizó a Cristo vive creyendo en la presencia misteriosa de Dios en su propia vida. No se trata de ver en todo lo que nos pueda suceder una acción directa e inmediata de Dios, pero sí una acción misteriosa de su Providencia que nos lleva por caminos tan desconocidos como salvíficos.

El camino monástico es una opción fundamental que marca nuestra de vida. Es algo que condicionará el resto de nuestra existencia porque así lo hemos querido. Pero, a veces, las decisiones importantes nos pueden despistar, haciéndonos vivir en unos ideales, unos planteamientos genéricos, unos deseos inmensos que no terminan de concretarse en modo alguno. La vida en comunidad nos hace bajar a la realidad una y otra vez y, con frecuencia, nos desconcierta por lo poco espectacular que es el agua en el que nos encontramos, cuando ansiábamos la inmensidad del océano. Nos hace tocar lo áspero de un amor que creíamos universal y gozoso y vemos que se ha de concretar en la aceptación de unos hermanos maniáticos, deficientes y pecadores, a los que casi sentimos ganas de rechazar para salvaguardar la pureza del amor de Dios al que nos sentimos llamados. La obediencia es, en este contexto, una de las cosas más claras a la hora de concretar nuestros ideales de amor, de seguimiento de Cristo, de dar la vida.

Si la obediencia debe surgir de una actitud “pronta” de escucha y acogida, es claro que primero necesitamos escuchar. Escuchar qué es lo que Dios nos puede estar pidiendo a través del abad, de los hermanos, de los acontecimientos. El discernimiento de eso que acogemos buscará más la autenticidad que el propio provecho. Es el deseo de búsqueda de la verdad de Dios en nuestras vidas. Quien se resiste a ese discernimiento pensando que ya sabe la voluntad de Dios, quizá esté encubriendo un miedo a tener que escuchar lo que no desea, a sentir que no lo controla todo, rechazando lo que no le resulta atractivo a su mente, a sus sentimientos o a sus deseos. Quien es pronto a obedecer no reacciona visceralmente, sino desde el buen espíritu, dispuesto a escuchar y discernir lo que se le presenta.

A veces nos podemos ver en el dilema: Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. Un dilema no siempre fácil de resolver, pues si el deseo de los hombres es claro, no lo es tanto el deseo de Dios, con frecuencia entremezclado con nuestros propios deseos. La Regla prefiere que caminemos en lo concreto que tenemos delante, fomentando la obediencia a nuestros semejantes -siempre que no se oponga claramente al mandato divino-. Es peligroso cerrarnos a la escucha del superior, de los hermanos, de la Iglesia, del tiempo en que vivimos, creyendo que ya sabemos muy bien lo que tenemos que hacer. Lo humano es el único ámbito en que podemos estar verdaderamente seguros de la presencia de Dios. Es el único lugar donde podemos concretar nuestros ideales, pues quien dice que ama a Dios al que no ve, y no ama al hermano al que ve, es un mentiroso (1Jn 4, 20).

 

 LA OBEDIENCIA

(RB 5-03)

Después de ensalzar el valor de la obediencia como una concreción más del amor, que nos permite encarnar nuestros sublimes ideales en la prosaica realidad, a imitación de Cristo, la RB pasa a describirnos en qué consiste la obediencia.

En primer lugar reconoce que es algo arduo, y lo asemeja a la senda estrecha de la que nos habla Jesús en el sermón de la Montaña (Mt 7, 13-14): Es que les empuja el anhelo de subir a la vida eterna, y por eso eligen el camino estrecho del que dice el Señor: “Estrecha es la senda que conduce a la vida”. Y sin duda que esa estrechura es una gran verdad, pues no hay nada tan molesto como que nos contraríen, que nos cambien los planes que nos hemos hecho, que nos inviten a ir por caminos no elegidos por nosotros. Ante esto, quizá lo más importante no son las razones que se nos den, sino el saber asumirlo, tener motivos para acogerlo. El convivir en sociedad, junto con otros, nos presenta multitud de momentos en los que nos vemos obligados a obedecer. Y si bien la obediencia que requiere toda convivencia humana no es exactamente igual a una obediencia abrazada libremente como expresión religiosa, sí nos permite hacer un cierto camino existencial cuando es asumida como valor humano. El que no se ha ejercitado en esto termina siendo una persona de la que los demás se apartan, pues ¡cualquiera le dice nada o le lleva la contraria! Y quien en ello se ha ejercitado, resulta una persona con la que merece la pena vivir, pues está abierta a las necesidades y propuestas de los demás.

La RB nos recuerda el aspecto negativo y positivo de la obediencia: De manera que, no viviendo a su antojo, ni obedeciendo a sus propios gustos y deseos, sino que, caminando bajo el juicio y la voluntad de otro, viviendo en los cenobios, desean que los gobierne un abad. No cabe duda que los tales ponen en práctica la palabra del Señor, que dice: “No he venido para hacer mi voluntad, sino la de Aquel que me ha enviado”.

El aspecto negativo de la obediencia está en su dimensión de renuncia, mientras que su aspecto positivo está en que ha sido una elección personal y libre, eligiendo libremente seguir el camino al que se refiere el Señor, aunque sea estrecho. Libremente se ha aceptado obedecer a otros, por lo que se elige vivir en comunidad (cenobio), y no en soledad, para tener la misma experiencia del Maestro, que no vino a hacer su voluntad, sino la de Aquel que le envió. Así se cumplen las características que definen al cenobita según la RB: viven en un cenobio, bajo una regla y un abad.

Es curioso constatar cómo el camino monástico es un camino que nos lleva a la primera experiencia humana –la de la infancia-, pero después de un trabajoso viaje. El niño confía, obedece, se deja hacer, pero porque no puede hacer otra cosa, necesita de los otros y se abre a ellos. El adulto se siente más dueño de su destino, maneja la realidad y se ve señor de ella. Eso que le hace crecer como persona puede encerrarle al mismo tiempo en sí mismo, empobreciendo su existencia. El que ha trabajado por superar los estrechos límites de su yo, vuelve a vivir actitudes primeras pero de otra manera, de forma más libre y adulta, abriéndose a una obediencia receptiva capaz de amar y confiar en el otro. Nadie diría que un niño o un analfabeto se asemejan a alguien que ha terminado el doctorado por el simple hecho que ninguno de los dos va a la escuela, ya que uno no entró y el otro ya salió. Del mismo modo, son muy diferentes el niño y el que ha llegado a un estado de infancia espiritual, el auténtico predilecto del Señor, los sencillos de corazón. El distinguir esto nos puede ayudar para no confundirlo y para no asustarnos, pensando que vivir lo primero es renunciar a nuestro estado adulto, sin darnos cuenta que puede ser, precisamente, una meta y sublimación del mismo. Jesús nos lo dijo con claridad meridiana: Yo os aseguro: si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos. Así pues, quien se haga pequeño como este niño, ése es el mayor en el Reino de los Cielos (Mt 18, 3-4). Es algo parecido a la invitación que hizo a Nicodemo a nacer de nuevo (Jn 3, 3).

Las opciones que tomamos no dependen tanto del exterior a nosotros como de nuestro interior. Para hacer un camino de obediencia no es tan importante el acierto o inteligencia de las personas con las que nos topamos, cuanto de una actitud interior que se mueve por otro tipo de motivaciones, respondiendo a unos valores que libremente se han abrazado, reconociendo una llamada del Espíritu que sutilmente actúa.

Por eso mismo, ni la obediencia a la regla, al abad o a la comunidad, son en sí mismos una garantía de haber hecho el camino interior. Al final de la vida es donde se expresa la autenticidad de ese camino. Aunque todos vivan bajo el mismo techo y hagan cosas parecidas, la última etapa de la vida se puede vivir de manera muy diferente, es ahí donde se van recogiendo los frutos de lo que hemos sembrado, la actitud del corazón que hemos trabajado, el gozo de una vida entregada.

Está claro que en esta vida nadie puede hacer el camino solo, necesitamos de los demás si no queremos extraviarnos en algún momento. El peregrino pregunta a los lugareños y se fía de ellos, sin que piense que por eso esté actuando como un niño. Preguntar a otros y fiarnos razonablemente de ellos nos va haciendo más receptivos, más confiados, más dispuestos a amar. Así como para calentar el agua necesitamos un puchero, pues de lo contrario el agua apagaría el fuego, así sucede también en nuestro camino monástico, podemos apagar el buen espíritu con el autoengaño si no tenemos mediaciones en la vida que nos ayuden a discernir y a concretizar la actitud de obediencia a Dios que hemos prometido.

San Benito comenzaba este capítulo de su Regla diciéndonos que el primer grado de la humildad es la obediencia pronta. La humildad es el fin principal del camino monástico. El humilde es el que tiene capacidad de escucha, el que deja que Dios asuma el señorío en su vida. El humilde ha vencido la tiranía de su ego olvidándose de sí mismo para vivir en Dios, unido y amando a todos en la entrega, el respeto y la mansedumbre. Pues bien, la humildad es algo más que torcer la cabeza, la humildad se abre paso por el camino concreto de la obediencia. Es el resultado de la práctica de la obediencia en una vida que nos da multitud de posibilidades para ejercitarla. Lo pronto o lentos que estemos a esta obediencia (a Dios, a los superiores, a los hermanos), así como lo mucho o poco que nos cueste, será el termómetro que mida lo sometido que tenemos a nuestro ego.

Es mucho lo que ofrecemos en nuestra obediencia, por lo que resulta castrante cuando aparece como una realidad opresora y no fruto de un amor que nos hace libres. Nosotros mismos nos amamos cuando damos con alegría lo que hemos decidido dar, pues sólo así encontramos la felicidad de una entrega que es fruto del amor libre y no el sometimiento frustrante a algo no verdaderamente querido. Esta obediencia no es una mera virtud moral, sino una decisión existencial, una relación de amor. El deseo de la virtud cosifica de alguna manera lo que pretendemos. La relación de amor esponja el espíritu y da alegría a la entrega. Cuando esto falta, hay que emplear mil argumentos antes de mandar algo difícil o se provoca una catástrofe cuando se contraría la voluntad del hermano que pide algo. Nuestra respuesta ante las cosas difíciles nos revela qué hay verdaderamente en nuestro corazón. Las cosas agradables y la bonanza de la vida no revelan nada. Dios quiere el corazón, nos quiere a nosotros, no a nuestras cosas. Ese corazón no muere, sino que perdurará más allá de la muerte.

 

 

 LA OBEDIENCIA

(RB 5-04)

La Regla concluye el capítulo sobre la obediencia insistiendo en lo que nos decía al principio (ha de ser pronta), pero añadiendo también algunos matices. Nos dice que ha de ser grata a los hombres y a Dios. Ahora bien, si la obediencia es algo bueno para la Regla, ¿cómo es posible que pueda no ser grata? Pienso que lo que nos quiere decir es que las cosas no son buenas únicamente en sí mismas, sino dependiendo de la motivación con que se hacen. Lo que aparenta virtud puede esconder doblez, depende del motivo que nos mueva. Incluso lo que puede parecer bueno, quizá resulte perjudicial e insufrible a los demás. Para que la obediencia sea grata a Dios y a los hombres ha de ser pronta, nos dice San Benito, es decir, por convencimiento, de corazón, hecha con buen ánimo, no de mala gana. Bien sabemos que hay muchas formas de obedecer: por temor, porque no queda más remedio, por dinero. Nuestra obediencia sólo se entiende desde la dimensión de fe, por lo que se abraza voluntariamente.

La Regla concluye así este capítulo: Pero esta misma obediencia sólo será grata a Dios y dulce para los hombres cuando se ejecute lo mandado sin vacilación, ni tardanza, ni desgana, ni murmurando o protestando. Porque la obediencia que se presta a los superiores, se presta a Dios, ya que él mismo dice: “Quien os escucha a vosotros, me escucha a mí”. Y los discípulos deben prestarla de buen grado, porque “Dios ama al que da con alegría”. En cambio, si el discípulo obedece de mala gana y murmura no ya con la boca, sino sólo en el corazón, aunque cumpla lo mandado, con todo, ya no será agradable a Dios, que ve su corazón que murmura; y, por tal obra, no consigue recompensa alguna, antes bien incurre en la pena de los murmuradores, si no se corrige y hace satisfacción por ello.

Actuar con buen ánimo significa hacerlo por convencimiento, por deseo, libremente. Esto implica que nuestra acción brota de un convencimiento y tiene un efecto unificador en nuestra persona. No se trata de actuar para ser vistos, para quedar bien, para lograr un beneficio. La Regla nos invita a unificar nuestros deseos e ideales y su realización concreta. Es el camino de la unificación del espíritu, el alma y el cuerpo, que “corporiza” nuestro espíritu y espiritualiza nuestro cuerpo. Popularmente decimos: “la cara es reflejo del alma”. Eso tiene mucho de verdad. Por ello no nos debe extrañar que si nos dejamos llevar por el mal espíritu, si el egoísmo y las pasiones reinan en nosotros, nuestro rostro quede afectado, de alguna forma se deforma. Y no me refiero a la deformidad física que viene con los años o por motivos externos. Quien hace un trabajo de transformación interior según el espíritu de Dios, tiene un rostro que brilla y transmite alegría y paz aunque se llene de arrugas. Todo lo contrario de la amargura que trasluce el rostro corporal de un alma encerrada en sí misma.

Si Dios es la verdad, es normal que podamos decir que es grato a sus ojos el vivir en verdad, en coherencia interna. Igualmente sucede a los hombres, portadores de esa semilla de la verdad. Bien sabemos que uno de los pecados más aborrecibles es la hipocresía. La gente acepta las debilidades, siempre que sean reconocidas, pues nadie se libra de ellas. Pero el querer aparentar no tenerlas provoca un gran rechazo, primero porque se intuye que no hay verdad, después porque esa pretensión esconde un desprecio y juicio para con los demás que se hace insoportable. Pecados estos no ajenos al mundo clerical y religioso, precisamente por estar en un camino que se llama de “perfección” y que nos puede inducir al autoengaño para poder sobrellevar nuestra propia carga. La Regla recoge esa hermosa frase de San Pablo: Dios ama al que da con alegría. ¿Y cómo se puede dar con alegría si no se da con convencimiento? La alegría brota cuando recibimos algo que consideramos bueno para nosotros, que nos aporta algún beneficio. Dar para recibir algo concreto, medible, palpable, es un negocio en el que podemos verificar fácilmente su rentabilidad. Dar por otros motivos menos tangibles, exige estar muy convencido de ello. San Pablo encuadra esa frase en su discurso en favor de la colecta para las iglesias de Judea. Una colecta es dar de lo propio a fondo perdido. Por ello hay que tener claro el motivo por el que se da. Una colecta de mala gana, movidos por el qué dirán, carece de valor. Por eso Pablo insiste: Que cada uno dé según su conciencia, no de mala gana ni por obligación, pues de nada valdría para nosotros y perderíamos lo que hemos dado.

Desde esta perspectiva que bucea en la verdad de cada uno, no es de extrañar que la RB diga que no se trata de obedecer porque no queda más remedio, lo que suele ir acompañado de la murmuración; una murmuración que daña el corazón, aunque más que daño habría que decir que es un simple efecto de un daño ya existente. Ese deseo de autenticidad a que nos invita San Benito recuerda de nuevo al sermón de la montaña, donde Jesús remite continuamente a la actitud del corazón, pues lo que brota del corazón es lo que daña al hombre, no pudiéndonos quedar en el simple cumplimiento de la norma, ni siquiera de esas normas que todos abrazamos para seguir una determinada opción de vida, quedándose al final en formas exteriores sin aliento vital.

La vida monástica no podemos abrazarla de mala gana. Es una opción libre. Hay muchos estilos de vida que podemos seguir, unos ya existen, otros podríamos crearlos. Por eso debemos ser coherentes en aquello por lo que optamos. Ciertamente que cuando no estamos dispuestos a esa coherencia siempre lo vamos a justificar. Unas veces diremos que es la visión errónea de los demás. Otras, que yo lo interpreto de manera diferente. Por eso, todo proyecto humano, por muy espiritual que sea, necesita una concreción, máxime si se quiere vivir junto con otros. Esa concreción para nosotros son las constituciones, que actualizan nuestro carisma en una visión consensuada del mismo. Separarse alegremente de ellas puede ser presuntuoso. Cualquier estilo de vida, bien sea la vida religiosa, la vida en comunidad o el matrimonio y la familia, no puede ser una sufrida cuesta arriba interminable. La coherencia exige empeño, pero debe ser un trabajo que brota con naturalidad. Iniciar cualquier camino es fácil, perseverar en él requiere mucha honestidad. La rutina o la ensoñación pueden transformarnos en un lamento viviente incómodo para los demás, o como decía uno: “un bloque de cemento alrededor del cuello de la comunidad”. La obediencia nos ayuda a confrontar la intuición espiritual que recibimos, haciendo que nuestra obediencia a Dios pase por el discernimiento humano en las mediaciones y en la comunidad.

Es gratificante ver la insistencia de San Benito en la autenticidad. Nosotros podemos preguntarnos si lo que más nos importa es la autenticidad o los resultados prácticos. Quien busca los resultados prácticos puede llegar a tratar a las personas y a sí mismo como cosas, más preocupado por la apariencia que por la vida, por el buen ver que por el corazón, por el reconocimiento de los otros que por la autenticidad. La planta decorativa de tela puesta en un recibidor puede ser muy bonita, no da guerra, provoca un ambiente agradable, pero está completamente muerta, ha sido hecha según la voluntad de su diseñador con materiales muertos y, por ello mismo, dúctiles. Una planta viva, sin embargo, requiere más trabajo y atención, es más imprevisible, puede que pase por momentos de crisis y parezca estar mortecina, quizá no tenga una apariencia tan armoniosa ni se adapte exactamente a nuestro gusto, pero tiene vida dentro de sí, por lo que siempre es motivo de esperanza. La obediencia que surge de la vida se sustenta en la misma vida, por ello es más importante trabajar para que esa vida interior sea pujante, pues ella es la que nos moverá a tomar unas opciones u otras.

Es por ello que debemos revisar continuamente dónde y cómo alimentamos nuestra vida. Las teorías nos pueden ayudar, pero no es el conocimiento del pan lo que nos alimenta. La actividad nos puede ayudar, pero no es la fabricación del pan o las herramientas necesarias lo que nos alimenta. Sólo nos alimenta la deglución del mismo pan. Es por ello que debemos estar atentos a nuestro alimento espiritual, nuestra relación directa con la palabra de Dios y nuestros ratos de oración que potencian esa vida orante que nos permite actuar desde la verdad y asumir el pan vivo que Dios nos da día a día en los acontecimientos que nos prueban y nos transforman. Es la vida interior que tengamos la que nos impulsará a actuar según las enseñanzas de Jesús, camino, verdad y vida que nos conduce al Padre, a la plenitud de nuestro mismo ser, nuestra realización personal.

 


LA OBEDIENCIA

1. El primer grado de humildad es una obediencia sin demora. 2. Esta es la que conviene a aquellos que nada estiman tanto como a Cristo. 3. Ya sea en razón del santo servicio que han profesado, o por el temor del infierno, o por la gloria de la vida eterna, 4. en cuanto el superior les manda algo, sin admitir dilación alguna, lo realizan como si Dios se lo mandara. 5. El Señor dice de éstos: "En cuanto me oyó, me obedeció". 6. Y dice también a los que enseñan: "El que a ustedes oye, a mí me oye". 7. Estos tales, dejan al momento sus cosas, abandonan la propia voluntad, 8. desocupan sus manos y dejan sin terminar lo que estaban haciendo, y obedeciendo a pie juntillas, ponen por obra la voz del que manda. 9. Y así, en un instante, con la celeridad que da el temor de Dios, se realizan como juntamente y con prontitud ambas cosas: el mandato del maestro y la ejecución del discípulo. 10. Es que el amor los incita a avanzar hacia la vida eterna. 11. Por eso toman el camino estrecho del que habla el Señor cuando dice: "Angosto es el camino que conduce a la vida". 12. Y así, no viven a su capricho ni obedecen a sus propios deseos y gustos, sino que andan bajo el juicio e imperio de otro, viven en los monasterios, y desean que los gobierne un abad. 13. Sin duda estos tales practican aquella sentencia del Señor que dice: "No vine a hacer mi voluntad, sino la de Aquel que me envió".

14. Pero esta misma obediencia será entonces agradable a Dios y dulce a los hombres, si la orden se ejecuta sin vacilación, sin tardanza, sin tibieza, sin murmuración o sin negarse a obedecer, 15. porque la obediencia que se rinde a los mayores, a Dios se rinde. Él efectivamente dijo: "El que a ustedes oye, a mí me oye". 16. Y los discípulos deben prestarla de buen grado porque "Dios ama al que da con alegría". 17. Pero si el discípulo obedece con disgusto y murmura, no solamente con la boca sino también con el corazón, 18. aunque cumpla lo mandado, su obediencia no será ya agradable a Dios que ve el corazón del que murmura. 19. Obrando así no consigue gracia alguna, sino que incurre en la pena de los murmuradores, si no satisface y se enmienda.

 

 

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