viernes, 25 de octubre de 2013

La llamada a la oración continua

 



 Etapas en la vida de oración: De la necesidad al deseo; del deseo al silencio          

La oración no es un tiempo, ni una actividad, sino un estado de comunión. Toda comunión supone un “yo” y un “tú”. Ahora bien, cuanto más ahondamos en nuestro “yo”, más nos adentramos en el “Tú” de Dios, hasta convertirnos Uno. Podemos distinguir tres estadios en la vida de oración:
            En la necesidad, el centro de gravedad es mi yo, mis exigencias, mis maneras limitadas de ver y de interpretar las presencias y ausencias de Dios…
            En el deseo, el centro empieza a desplazarse hacia el Tú de Dios, y estoy más atento a lo que se me dice que a lo que yo quiero decir. Para percibir los matices de este desplazamiento, es ilustrativa la distinción que hace Teresa de Jesús entre contentamientos gustos. “Los contentamientos me parece que son aquellos que adquirimos con nuestra meditación y peticiones a nuestro Señor, y proceden de nuestra naturaleza” (Cuartas Moradas, 1,4). Es decir, se trata de una satisfacción que todavía se refiere a uno mismo. “Empiezan de nuestro propio natural, si bien acaban en Dios” (íbid.). Los “gustos”, en cambio, son don de Dios y no pueden ser provocados: “Todo nuestro interior se dilata y se engranda, y no se puede expresar todo el bien que resulta de ello” (4M 2,6). El yo va despojándose cada vez más de sí mismo para llegar a otra Orilla: el Silencio.
            En el silencio, ya no hay “yo” ni “tú”, sino una com-unión que va más allá del mero “nosotros”. No se trata tampoco de una fusión, si por “fusión” entendemos “disolución” de la propia identidad, sino que es la participación en la comunión trinitaria, en la que se da la unión de Personas sin confusión. Como dice Henri Le Saux, “nunca alcanzaremos verdaderamente a Dios con un pensamiento objetival, sino en el fondo mismo de la experiencia purificada del mi propio “yo”, que es participación del único Yo divino. Para que sea plenamente verdadero, el “Tú” de mi oración tiene que fusionarse con el “Tú” que desde siempre el Hijo le dice al Padre, en aquel Yo-Tú indivisible de la Unitrinidad” (21).
            Anthony de Mello tiene una forma todavía más sencilla de hablar de estas diferentes etapas de la oración:
           “Primero, yo hablo, Tú escuchas;
            luego, Tú hablas, yo escucho;
            más allá, no hablamos ninguno de los dos,
           los dos escuchamos;  al final, ninguno habla, ni escucha:
           sólo hay SILENCIO.” (22)
Además de la oración realizada en tiempos y espacios específicos, existe otra oración que creemos muy propicia para conseguir el monacato interiorizado del que hablábamos. Se trata de la oración del corazón, denominada también la oración continua.

  La oración continua en el corazón, lugar de unificación y de unión

             En el libro del Deuteronomio ya encontramos un anticipo de esta oración:”Escucha , Israel. Yahveh nuestro Dios es el único. Amarás a Yahvé tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza. Queden en tu corazón estas palabras que yo te he dicho hoy. Se las repetirás a tus hijos, les hablarás de ellas tanto si estás en casa como si vas de viaje, así acostado como levantado; las atarás a tu mano como una señal y serán como una insignia entre tus ojos” (Dt 6, 4-8). La piedad judía se transforma en mística cristiana en el Evangelio de Juan: “Permaneced en mí y yo permanecerá en vosotros (…). Vosotros no podéis dar fruto si no estáis en mí (…). El que está en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mi no podéis hacer nada” (Jn15, 4-5). Este “estar” o “permanecer” (“menein”, en griego) aparece 45 veces en el Evangelio de Juan, y es su verbo teologal por excelencia.
            Este permanecer en Dios por el don de la oración continua no es una técnica, sino un estado, es una gota persistente de presencia divina que nos va penetrando y transformando. Es un estado de amor, una tensión sin esfuerzo, un deseo loco hacia Aquel que ya habita plenamente en nosotros.
            En diferentes pasajes de los Evangelios encontramos antecedentes remotos de la oración del nombre de Jesús: en Bartimeo, el ciego de Jericó, invocando a Jesús que pasaba por el camino (Mc10,46-52); en los dos ciegos que claman a Jesús (Mt 9,27-31); en los leprosos (Lc17,11-19)…
            La fórmula clásica de esta oración es: “Señor Jesús, Hijo de Dios, ten misericordia de mí, pecador”.
            La primera parte, “Señor Jesús, Hijo de Dios”, se basa en la importancia bíblica del Nombre, una característica en encontramos también en otras culturas denominadas “primitivas”, pero que sería más adecuado llamar “primordiales”, porque están más arraigadas en los núcleos primigenios de la realidad. En estas culturas, el nombre de la persona revela su identidad. “Le pondrás por nombre Jesús, porque salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1,21), se le dice a José. Iesous viene de Je(ho)schouah (Josué), un nombre poco común que significa : « Dios salva, Dios es salvación”. La salvación que nos trae Jesús es liberarnos de cerrarnos en nosotros mismos. Al nombre de Jesús, los demonios de someten (Lc10,17). “Todo lo que pidáis en mi nombre, os lo concederé” (Jn 14,14; 15,16; 16,24). Ahora bien, invocar su nombre no puede confundirse con una formula mágica: “en su nombre” significa según su Espíritu (Hch 3, 6.16; 1Cor 12,3), esto es, según su misma actitud de donación y de vaciamiento de sí mismo (Fil 2,7). Su nombre sólo tiene “poder” cuando uno se despoja de todo poder. Sólo así se puede revelar su gloria (Fil 2,9-10).
            La segunda parte de la oración (“ten misericordia de mí, pecador”) abre nuestra pobreza a la gracia, como ocurrió con el publicano (Lc18,13).
            La oración del corazón requiere una cierta “técnica físico-psíquica”: hay que repetir sin cesar y acompasando la repetición con la respiración. Parece que, en algún momento a lo largo de su evolución, esta oración recibió la influencia hindú a través de los sufís musulmanes. En el hinduismo, la repetición del nombre de Dios se denomina “Nama Japa”, práctica que debe distinguirse de la repetición de un mantra, que es únicamente un sonido, aunque se trate de un sonido sagrado. Entre los sufis, la repetición del nombre de Allah ritmada con la respiración se denomina dhikr.
            Primero, hay que repetirla en voz alta. Después se convierte en una especie de eco interior. Así lo expresa el autor anónimo de los Relatos de un peregrino ruso:
“Al cabo de poco rato, sentí que la propia oración empezaba a entrar en mi corazón, es decir, que mi corazón, al tiempo que latía con normalidad, recitaba en su interior las palabras de la oración con cada latido, por ejemplo:1) Señor, 2)Jesu- 3)cristo, etc. Dejé de decir la oración con los labios y puse toda mi atención en escuchar cómo hablaba el corazón (…) Después, empecé a sentir un ligero dolor en el corazón, en el espíritu, tanto amor por Jesucristo que me parecía que, si lo hubiese visto, me habría lanzado a sus pies, los habría abrazado, besándolos dulcemente hasta las lágrimas, agradeciéndole el consuelo que nos da con su nombre, su bondad y su amor hacia la criatura indigna y pecadora” (23).
             Y a continuación, otro testimonio extraído de la Filocalia:
 “Si la mente invoca continuamente el nombre del Señor y el espíritu presta atención claramente a la invocación del nombre divino, la luz del conocimiento de Dios, como una nube de luz, cubre toda el alma. El amor y la alegría siguen al amor perfecto de Dios” (24).
             Tal vez el resumen más bello de lo que genera la oración del corazón sea lo que dijo San Juan Crisóstomo: “El corazón absorbe al Señor, y el Señor absorbe al corazón, y los dos se hacen uno”.
             Ahora bien, insistimos en decir que la intimidad no es cerrarse, sino todo lo contrario: apertura máxima. Desde el centro del corazón, el orante se abre al corazón de la realidad. La oración es personal, pero nunca individual, es decir, nunca al margen de los demás. En el Monasterio de San Juan Bautista, fundado por el Archimandrita Sophronías, discípulo de San Silván del Monte Athos, la fórmula de la oración de los monjes se recita siempre en plural: “Jesús, Hijo de Dios, ten misericordia de nosotros, pecadores”, Este nosotros incluye a todo el mundo. Porque, de hecho, cuando oramos, nunca oramos solos, sino que lo hacemos en nombre de los que no pueden o no saben orar.

 Ordenar la vida, ritmarla

             Corresponde a cada persona encontrar el tipo de oración que más le conviene para mantener la guarda del corazón y la comunión continua con la presencia del Señor. En Japón se considera religioso “todo acto simple que pueda repetirse”. Así, en estado de atención, muchos de los actos que repetimos cotidianamente podrían convertirse en “religiosos” (en el sentido de “re-ligare”): desde lavarse los dientes, limpiar los zapatos, ducharse, beber la taza de café o de té (huelga mencionar la importancia religiosa que tiene el ritual del té en la cultura japonesa), caminar, realizar un recorrido diario en coche o en metro…
            Pero, para conseguir esta “guarda del corazón”, hoy más que nunca, tenemos que reservar tiempos y espacios de silencio, y tenemos que ayudarnos comunitariamente a hacerlo. Hay que tener la valentía de buscar el silencio si no queremos vivir “jornadas kleenex”, es decir, ir consumiendo nuestros días a base de “usar y tirar” en la papelera de nuestra memoria, sin darnos ocasión de agradecer y de interpretar lo que se nos da a vivir. A menudo se oye decir que “lo urgente no nos deja hacer lo importante”. Pues bien, el silencio de la oración no sólo pertenece al orden de lo importante, sino a lo esencial, si queremos humanizar y divinizar nuestra existencia, es decir, personalizarla. Esto nos lleva a retomar desde otro ángulo el imprescindible ejercicio del discernimiento, rasgo indispensable para avanzar en una vida en el Espíritu.

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