Prefacio
La Europa del siglo XXI se descristianiza rápidamente. Si bien emerge una sed del absoluto, de espiritualidad e incluso de mística. Abundan ofertas de experiencias “trascendentales”, de nuevas formas de religiosidad, a menudo acompañadas por técnicas de meditación. Estas pueden incluso llevar a un relax del estrés cotidiano, pero no sacian al alma. No sólo reducen la espiritualidad a una mayor conciencia de sí y a la mística a un simple bienestar psico-físico, sino que niegan la centralidad de Cristo para la salvación del hombre.
¿Qué puede decirnos al respecto un monje ortodoxo ruso del Ochocientos, Ignacio Brjancaninov? No es fácil gustar la lectura de su abundante producción literaria. Predomina el tema de la “mortificación” que parece reflejar – incluso demasiado- las vicisitudes del autor, su vida llena de sufrimientos físicos por su salud enferma y también psicológica por la hostilidad del cual fue objeto. Uno se puede preguntar: ¿cuál es ideal de vida consagrada que nos es representado? ¿Es este el monaquismo ruso? ¿Dónde está la alegría pascual, típica de la Iglesia de tradición bizantina, en la divina liturgia y en la mística de la luz, que de buena gana es puesta en contraste con el carácter sacrificial de la misa y de la piedad latina?
Superando una primera impresión, es necesario sumergirse en la lectura de los textos de Brjancaninov, para comprobar cómo crece siempre más el atractivo de este hombre que, siendo joven, cambió el espléndido uniforme de guardia imperial por el hábito negro de monje, prefiriendo a la carrera militar en la brillante San Petersburgo de los zares, la monotonía de la vida monástica, siempre lidiando con problemas y necesidades de todo tipo. Si bien ni un solo día se arrepintió de haber seguido a Cristo.
Y, teniendo en cuenta las grandes distancias de tiempo, mentalidad y carácter de su historia humana y vocacional, uno está tentado de compararlo con su homónimo Ignacio de Loyola, el cual también cambió el campo de batalla contra los enemigos de la corona española por el campo de batalla de su propia alma. Y también tuvo el deseo de ofrecer a otros la propia experiencia de lucha interior. Y quien, para “ayudar al alma” en una crisis del catolicismo a las puertas de la modernidad, compuso los Ejercicios espirituales.
Ignacio Brjancaninov, tres siglos después, convertido también en un experto en el combate espiritual, pondrá el fruto de sus dotes literarios para ayudar a la ortodoxia rusa a renovarse y a huir del letargo en el cual la había lanzado la irrupción de la modernidad. Hijo de su tiempo, él conoce bien las dificultades de sus contemporáneos. Es una época –observa G. Florovskij- en la cual la ruptura con la tradición espiritual oriental, obrada por la convulsión cultural de Pedro el Grande, alcanza su ápice [1]. El alma rusa, extraña al racionalismo ateo del iluminismo, penetrado en Rusia en el tiempo de Catalina II, buscará saciarse de las más variadas corrientes espirituales y culturales provenientes de Occidente: desde el pietismo protestante hasta la masonería francesa. De ahí nace una corriente “mística”, desarrollada sin embargo fuera de la Iglesia ortodoxa, la cual, incapaz de ir al encuentro con las exigencias de la época, ve alejarse no sólo la inteligencia rusa, sino también grandes grupos de la población que son atraída por la sed.
Sin embargo –sostiene Florovskij- en la aridez espiritual de la época postpetrina, estas tendencias “místicas” del Ochocientos, si bien heterodoxas, han representado para la sociedad rusa un pasaje importante: el del renacimiento del sentimiento religioso, sofocado, precisamente, en la Rusia postpetrina: “Rusia experimentaba el despertar del corazón, si bien se va a agregar que tal despertar no implica a la mente; la imaginación no estaba aún aprovechada y templada por la tensión de la ascesis intelectual. Por esto los hombres de aquella generación fueron tan fácilmente irritados por la fascinación de las visiones fantásticas. Toda la época está hecha de sueños, de contemplaciones y de suspiros, de visiones, éxtasis y presagios. La disyunción entre corazón y alma, entre pensamiento e imaginación, caracteriza todo el período, que no sufrirá tanto de la ausencia de la voluntad, cuanto de aquella irresponsabilidad del corazón que ha sustituido los preceptos morales con el “sutil sentir”. Por semejante defecto del corazón tuvo origen la debilidad y la fragilidad del pietismo que, al inicio del siglo XIX, atrae y pone a prueba, con sus tentaciones, al alma rusa”. [2]
En este contexto, el joven Brjancaninov busca una orientación para su vida. Recibe el nuevo viento proveniente del Monte Athos a través de Rumania, que comienza a soplar en la Iglesia rusa desde el inicio del siglo, generando poco a poco un vasto movimiento espiritual, llamado “filocálico” por ser fruto de la publicación de la Filocalia, recolección de textos místicos de la enseñanza del hesicasmo. La adhesión de la corriente filocálica dará a Brjancaninov un sólido fundamento patrístico para su formación espiritual y teológica. Dará también –sin embargo- un aumento de tensiones y malentendidos con quien consideraban esto una “novedad”. Pero él persistió. Como ya en el siglo XV, Nilo Sorskij, el padre del hesicasmo ruso, también él está convencido que toda verdadera reforma de la Iglesia y del monaquismo debe iniciarse por la santificación personal, antes que por la mera restauración de las estructuras. Solo un corazón transfigurado por Dios será capaz de dar una forma creíble también a la vida exterior.
En esto consiste el valor de los escritos brjancaninovnianos: guía a sus contemporáneos hacia la divinización de la persona humana, testimoniada por la Filocalia, como fruto de la gracia del bautismo. A fin de que este fruto pueda madurar, necesita focalizar toda la vida en la oración, dejándose progresivamente transformar y por ella conducir hasta la unión mística con Dios. No faltando, en el largo camino hacia esta meta, peligros y desviaciones, uno de los temas más tratados por la Filocalia es la necesidad de tener un buen padre espiritual. Desde los tiempos de los Padres del desierto, en efecto, el acompañamiento espiritual fue considerado indispensable para el camino de la salvación. Es el anciano, experto en las cosas del Espíritu, que habiendo él mismo progresado en este trabajo, se vuelve capaz de conducir a otros con discreción. Dada sin embargo la falta de verdaderos padres espirituales, los libros pueden ayudar. Es esta conciencia de la posible paternidad espiritual por medio de la palabra escrita, que empuja a Brjancaninov a tomar en mano la pluma.
No es casualidad que hoy, cuando la ortodoxia rusa busca seguir sus raíces más vitales, ella considera al santo obispo Ignacio Brjancaninov como un punto de referencia. Un encuentro con sus textos puede impulsar aún hoy a encaminarse sobre las huellas de la Filocalia, para redescubrir las raíces de la maravillosa común herencia cristiana. Es ella, en efecto, quien constituye fuentes profundas de agua viva, siempre prontas a brotar (Juan 7, 37-38).
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