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La soberbia envenena el corazón del hombre |
Hace poco me tocó estar de visita en la casa
de mis padres. A losreligiosos se nos permite visitar a
la familia cada dos años. Pero antes de ser religioso
estuve en Estados Unidos de Norteamérica por casi 8 años,
en los cuales no pude verlos. En realidad han sido
pocas las veces que desde entonces lo he hecho. En
esta última vez, ya como sacerdote y celebrando en la
capilla de mi pueblito, al finalizar la Misa llegó a
la sacristía un amigo de la infancia. 22 años que
no nos veíamos. Fue conmovedor el momento, ya que en
poco tiempo nos pusimos a recordar los apodos y nombres
de algunos de los compañeros de aquel entonces.
Yo confieso
que no me acordaba en el momento de su nombre,
pero sí de su apodo, y cuando lo abracé le
dije al oído aquel apodo tan curioso que tenía. Me
dijo que ya no le decían así, quizá porque su
personalidad ya no da pie para ese apodo tan chistoso.
Al llegar a la casa de mis padres algo me
impulsaba a buscar en los viejos álbumes de fotos que
tiene mi madre. Busqué aquellas fotos que correspondían a nuestro
grupo de primaria y, como acto mágico, comencé a ver
en la galería de mi mente aquellos momentos que pasé
con todos ellos. Ignoro el paradero de muchos, pero no
el de algunos, ya que, gracias al Internet, nos hemos
encontrado y visto aunque sea en foto.
Al siguiente día
decidí caminar por aquel camino donde aprendí a base de
caídas a andar en bicicleta. Mi mente nuevamente me trajo
los bellos recuerdos de aquellos años cuando aprendía de un
modo poco común, por no alcanzar de la forma habitual.
Muchos me señalaban al pasar pues era curioso cómo de
tan poca estatura tomaba una bicicleta para personas adultas. El
recuerdo de la bicicleta me trasportó a otros más que,
puedo decirlo ahora, no son muy gratos. Y no fueron
gratos porque me los marcaron los golpes y los insultos.
Había varios niños mayores y su carácter siempre estuvo marcado
por el odio, el desprecio a los más pequeños.
En
algunos momentos intentaron arrebatarme aquella bicicleta que era de mi
padre. Cuando alguien más grande se daba cuenta del ataque,
salían a mi encuentro para defenderme. Cuando se habían retirado
los atacantes escuché muchas veces el consejo de nunca dejarme,
de defender lo propio, de no dejarme pisotear ni humillar.
Otros consejos más iban en la línea de no hacerles
caso, de ignorarlos y de nunca imitarlos, pero también hubo
el de aquellos que me decían que aprovechara las oportunidades
en la vida y cuando pudiera tomar algo para mí
lo hiciera, no importando si era de otra persona.
Ahora
que han pasado los años he visto con tristeza lo
que les ha sucedido a aquellos niños que tenían actitudes
agresivas; algunos ya no están con vida y otros más
se encuentran encarcelados de por vida por los errores graves
que cometieron. Cosecharon lo que sembraron. La actitud de sometimiento
y opresión puedo catalogarlas hoy en día como nacidas de
la soberbia. Ese pecado capital que podemos definir como la
base de los otros seis. Cuando la soberbia domina al
hombre lo transforma hasta llevarlo a una deformación completa de
su ser. La soberbia envenena el corazón del hombre y
lo convierte en un ser horripilante a los ojos de
los demás. La soberbia se convierte en aquel fuego devorador
de la bondad y la caridad. La soberbia es el
ácido que desintegra el amor. La soberbia nos impide tenderle
la mano a los que yacen en el suelo sin
fuerzas, esperando la ayuda. La humildad es fuerza, y la
soberbia, debilidad.
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