«La oración no es el efecto de una actitud exterior, sino que procede del corazón.
No se reduce a unas horas o momentos determinados, sino que está en
continua actividad, lo mismo de día que de noche. No hay que contentarse
con orientar a Dios el pensamiento cuando se dedica exclusivamente a
la oración; sino que, aun cuando se encuentre absorbida por otras
preocupaciones […] hay que sembrarlas de deseo y el recuerdo de Dios» (San Juan Crisóstomo, Homilía 6 sobre la oración).
El corazón es, tal vez, la parte del
cuerpo a la que más hacemos referencia. Frases como «sigue los impulsos
de tu corazón» o «me has roto el corazón» se han convertido ya en
clichés para describir ciertos aspectos de nuestra existencia. Y no
importa qué diga la razón: si “el corazón está sano”, creemos que todo va viento en popa en nuestra vida. Incluso llegamos a dar valor moral a acciones que “sentimos” que están bien, sin importarnos lo objetivamente mal que esté.
Tal vez esta es la razón por la cual muchos, al leer el texto de San
Juan Crisóstomo de arriba, sienten algo de desánimo. En su tristeza,
esas personas pueden argumentar algo así: «¿Cómo puedo orar bien
si la verdadera oración es la que procede del corazón? El mío está
lleno de preocupaciones, debilidades; incluso de pecado. ¡Nunca podré
orar bien!».
Permítanme dar un paso atrás y hacer
un pequeño experimento. Supongamos que te llaman de la policía citándote
en la comisaría, dado que alguien te ha denunciado por ciertas acciones
penales. ¡Vas a ir a juicio! Más aún: ¡¡puedes ir a la cárcel!! ¿Cuál
es tu primera reacción? O mejor: ¿a quién llamas para contárselo? Tu esposo o esposa, alguno de tus padres, hermanos. Tal vez un amigo… Siempre hay alguien ahí en quien confías plenamente y con el que vas para desahogarte.
Pues bien, la oración puede y debe ser justamente esto. Si nuestro corazón está lleno de inquietudes por diversas preocupaciones de nuestra vida, ¡qué mejor que platicarlo con Dios! ¿O es que Dios sólo escucha padresnuestros y avesmarías? ¿Ésa es la única oración que me sé?
Volvamos al ejemplo. Imagínense que
llamas a tu amigo de toda la vida para platicar. Todos tus pensamientos
están cargados de la preocupación del posible juicio. Llegas a la
cafetería en donde te están ya esperando… y en vez de confiarle todo
esto, empiezas a hablar del último coche que ha sacado la Ferrari. ¿No
es algo ridículo?
Pues nuestra oración a veces se vuelve
así de ridícula: teniendo mil preocupaciones, forzamos nuestro interior
meditando tal vez pasajes del Evangelio bellísimos… pero que ¡nada tienen que ver por lo que mi alma está pasando en ese momento! Y así sí que estaría de acuerdo con la objeción: ¡nunca se podrá orar!
«La oración no es el efecto de una actitud exterior, sino que procede del corazón», dice San Juan Crisóstomo. Y por eso, las preocupaciones que lo llenan pueden ser una excelente oportunidad para crecer en mi oración. Después de todo, ¡quién mejor que Dios para confiarle nuestras inquietudes, nuestros propósitos! ¿Voy
a hacer un examen en la Universidad? Se lo confió a Dios. ¿Empiezo a
salir con una chica muy guapa y que no sé si puede ser mi futura esposa?
Se lo platico a Dios para que nos ilumine a los dos. ¿Mi hijo está
teniendo problemas en la escuela y no sé qué hacer? Le pido luz a Dios.
¿Voy a ver un partido de fútbol? Invito a Dios a que venga a disfrutarlo
conmigo…
Todo puede ser oración si a cada etapa de mi vida sé sembrarla, con sencillez y cariño, de ese «deseo y recuerdo de Dios»
de los que habla San Juan Crisóstomo. Es lograr, a fin de cuentas, que
Él sea un Amigo íntimo: Alguien en quien siempre puedo confiar, con
quien siempre puedo platicar de lo bueno y lo malo. En resumen, el
centro de mi corazón… ¡y perdón por el cliché!
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