|
Benito de Urbino, Beato |
Presbítero
Martirologio Romano: En Fossombrone, del Piceno, en Italia, beato Benito
de Urbino, presbítero de la Orden de los Hermanos Menores
Capuchinos, que fue compañero de san Lorenzo de Bríndisi en
la predicación entre husitas y luteranos (1625).
Etimológicamente: Benito = Aquel
a quien Dios bendice, es de origen latino.Nunca se es completamente libre para poder elegir
lo que uno quiera. Al menos eso es lo que
me pasó a mí. Porque yo nací en Urbino, una
ciudad de las Marcas en la Italia central, en septiembre
de 1560 y dentro de una familia de nobles, los
Passionei. Fui el séptimo de once hermanos, y a
los pocos días me bautizaron imponiéndome el nombre de Marcos.
A
los cuatro años me quedé sin padre; y a los
siete nos dejó también mi madre. Total, que los tutores
de la familia nos fueron criando y educando hasta que
pudimos valernos por nosotros mismos.
Por lo que a mí respecta,
aún recuerdo aquel 28 de mayo de 1582 cuando nueve
ilustres «lectores» del Estudio universitario de Padua me declaraban doctor
en leyes, en derecho civil y canónico, entregándome la toga,
el birrete y el anillo doctoral; tenía 22 años.
El mundo
se abría ante mí, y para conquistarlo de una forma
más rotunda me hice presentar en el ambiente de la
nobleza romana, sobre todo eclesiástica. Pero la cosa no fue
como yo soñaba. El precio del éxito era demasiado caro
para que me decidiera a invertir en él, por lo
que apenas aguanté un año en medio de ese ambiente
que me producía asco y también miedo.
De vuelta al pueblo
empezó a invadirme una especie de «crisis» espiritual. Mi vida
iba tomado sentido a medida que la soñaba como una
entrega total a Dios y a la gente. Y una
forma de concretarla era haciéndome Capuchino.
Muchas tardes subía al convento
y me pasaba las horas muertas en la iglesia; hasta
que me decidí a comunicarle al P. Guardián mi voluntad
de hacerme religioso. Pero todos se pusieron en contra: los
Capuchinos, mi familia, y hasta el obispo. A los frailes
les parecía que un señorito como yo no podría aguantar
el rigor de la vida capuchina. Para mi familia era
demasiado duro tener que perder a uno de sus miembros
más cualificados; mientras que el señor obispo trataba de desviarme
hacia otra Orden menos austera, como eran los Camaldulenses.
Sin embargo,
aunque de naturaleza frágil y quebradiza, mi tenacidad era de
acero, por lo que insistí varias veces hasta conseguir que
me admitieran en el Noviciado. Recuerdo que al recibir en
la calle la noticia de mi admisión pegué tal salto
y tal grito de alegría, que todos se quedaron extrañados,
dada mi habitual compostura y timidez. Mi gozo era tan
grande que me fui directo al convento sin pasar siquiera
por mi casa a despedirme.
En el Noviciado lo pasé francamente
mal, debido a mi quebradiza salud; pero mi empeño por
seguir adelante -y mi enchufe con el General, que todo
hay que decirlo- hizo que pudiera profesar como Capuchino. Repartí
todos mis bienes y comencé una vida nueva.
Una vez ordenado
sacerdote y tras ejercer el ministerio por los conventos de
las Marcas, me enviaron a Bohemia, junto con S. Lorenzo
de Brindis y otros hermanos, a convertir a los protestantes.
Menos mal que estuve poco tiempo, porque aquello fue durísimo.
De nuevo volví a las Marcas y allí se desarrolló
toda mi vida.
Los que escribieron mi biografía han dicho que
me distinguí por tres cosas: por la cantidad y calidad
de la oración, por mi austeridad de vida, y por
dedicarme al ministerio de los pobres. Ellos sabrán.
Lo que sí
os puedo decir es que, después de abandonar mi vida
de «señorito» y hacerme fraile, estaba como seducido por esa
presencia misteriosa que es Dios, de modo que dedicaba a
Él todo mi tiempo disponible; así fue como me salieron
hasta callos en las rodillas de estar arrodillado en su
presencia. Sin embargo lo que más me asombraba era experimentarlo
como un Dios sufriente; de ahí que reflexionara continuamente sobre
la Pasión de Cristo.
Esto me hacía pensar en mi frágil
salud y en la urgencia de remediar las necesidades de
los pobres. Con frecuencia los enviaba a casa de mis
hermanos para que los atendieran, hasta el punto de que
solían decir, en plan de broma: «Nuestro hermano el fraile,
no contento con haber distribuido todo lo suyo en limosnas,
quiere también repartir todo lo nuestro».
La verdad es que yo
me contentaba con poco, y hubiera estado dispuesto a repartirlo
cien veces si hubiera tenido algo que dar; pero sólo
disponía de mi persona y del servicio que pudiera prestar
a los demás. Así que la mayoría del tiempo lo
pasaba predicando en los pueblecitos donde me llamaban, ya que,
por lo visto, mi oratoria no iba muy allá. Sin
embargo yo me encontraba muy a gusto entre esa gente
pobre, pues eran más receptivos al Evangelio.
Y así estuve casi
toda mi vida, hasta que mi frágil cuerpo empezó a
envejecer y a resistirse a caminar. Ya al final de
mis días, un hermano religioso, creyendo que estaba ya en
la agonía final encendió, como era costumbre, una vela; pero
yo me di cuenta y le hice una señal para
que la apagara, porque todavía no me estaba muriendo. Tardé
tres días más, y el 30 de abril de 1625
me encontraba con la hermana muerte.
La gente me veneraba como
un santo, hasta el punto de que tuvieron que cambiarme
de sepultura y guardarme en un lugar tan escondido, que
estuvieron dos siglos sin encontrarme. Por fin lo hicieron y
pudieron beatificarme en 1867. Después de todo me cabe la
satisfacción de no ser un «santo» del todo, sino simplemente
el beato Benito de Urbino.
|
|
No hay comentarios:
Publicar un comentario