—Puede salir en libertad —dictaminó el juez de La
Paz, Baja California, México—. A causa de su buena conducta en la
cárcel, he decidido abreviar su condena. Está usted libre para volver a
su familia y comenzar una nueva vida.
Para sorpresa del juez, el preso rechazó el indulto.
—Señor juez —explicó—, me metieron aquí por
narcotraficante, y la sentencia era justa; pero aquí en esta cárcel he
tenido una experiencia espiritual que ha cambiado mi vida. He conocido a
Cristo, y quiero finalizar mi condena aquí, para darlo a conocer a mis
compañeros de prisión.
Esas fueron las palabras del preso, Ignacio Mancida.
Esta notable historia la cuenta Alejandro Tapia,
arquitecto de la ciudad de La Paz, Baja California, que llegó a ser un
denodado seguidor de Cristo. El señor Tapia comenzó a contar acerca de
su experiencia con Cristo en la cárcel de su ciudad, y al poco tiempo
hubo más de cuarenta presos que hicieron profesión de fe en Cristo como
su Salvador. Entre ellos se encontraba Ignacio Mancida, que optó por
quedarse en la cárcel para, a su vez, contarles a otros acerca de su
conversión.
Hay en este mundo, como prueba irrefutable del
deterioro de la humanidad, muchísimas cárceles, penitenciarías,
reformatorios y prisiones. Hay también muchas clases de presos. Presos
injustamente encarcelados. Presos que muerden de rabia los barrotes de
su celda. Presos por asaltos y homicidios. Presos políticos. Y presos
para toda la vida. Pero presos voluntarios, que se quedan en la cárcel
sólo para contarles a otros acerca de Cristo, hay pocos, muy pocos.
Hubo un tiempo célebre en la historia humana cuando
los cristianos de Moravia que abrazaron la reforma religiosa del siglo
dieciséis llegaron hasta a venderse como esclavos para proclamar la
buena noticia de Jesucristo a otros esclavos. Tal era el amor que
sentían por sus compañeros.
El apóstol Pablo padeció varios años de cárcel.
Estuvo preso en Jerusalén, en Cesarea y en Roma por predicar el
evangelio, y siempre aprovechó su estancia en la cárcel para predicar la
libertad espiritual a los cautivos. Porque todos los seres humanos
somos cautivos de lo mismo: del pecado.
Cristo todavía está redimiendo, tanto a hombres como a mujeres, de la cárcel opresora del pecado. Todos somos prisioneros, o del pecado, o de Cristo. Los que no han hecho de Jesucristo el Señor de su vida están en la cárcel del pecado. Fue por la urgencia del mensaje de libertad que Cristo les dijo a sus discípulos: «Vayan por todo el mundo y anuncien las buenas nuevas a toda criatura» (Marcos 16, 15).
Cristo todavía está redimiendo, tanto a hombres como a mujeres, de la cárcel opresora del pecado. Todos somos prisioneros, o del pecado, o de Cristo. Los que no han hecho de Jesucristo el Señor de su vida están en la cárcel del pecado. Fue por la urgencia del mensaje de libertad que Cristo les dijo a sus discípulos: «Vayan por todo el mundo y anuncien las buenas nuevas a toda criatura» (Marcos 16, 15).
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