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María Antonia Bandrés y Elósegui, Beata |
Religiosa de la Congregación de las Hijas de Jesús
Nace en
Tolosa (España) un 6 de marzo de 1898.
Su papá
se llamaba Ramón Bandrés y su mamá Teresa Elósegui. Fue
la segunda hija de los quince que tuvo el matrimonio.
Antonita sentía un amor entrañable hacia sus padres y hermanos,
esto hizo que le costara mucho afectivamente la separación de
los mismos al ingresar al noviciado, por eso se le
escuchó decir: “Sólo por Dios los he dejado”.
En aquel
hogar se vivía la fe y la caridad cristiana. Doña
Teresa era una mujer ejemplar y santa, que supo ayudar
a sus hijos a crecer en todo, pero especialmente en
el amor a Dios, a María y a los más
pobres y necesitados.
Su salud era un poco débil. Sus
padres tuvieron con ella cuidados especiales. La debilidad y el
excesivo celo de los suyos, ayudaron a acentuar en aquella
niña un carácter sensible hasta la susceptibilidad, que en los
primeros años llegó a preocupar a doña Teresa: “¡Qué chiquilla
más fastidiosa! ¡Cuánto vas a sufrir con ese carácter!”. Y
sufrió sí, pero sin que la sonrisa, aunque teñida a
veces de melancolía, se borrara de sus labios.
Cursó sus
estudios en el colegio de San José (Tolosa), el mismo
fue fundado por la Madre Cándida y allí
mismo conoció a la encantadora Antonita, todavía casi niña. Cautivada
por su mirada profunda y transparente, profetizó la Madre Cándida:
“Tú serás Hija de Jesús”.
Sin duda estas palabras se
grabaron con anhelo de respuesta fiel en su corazón, que
ya quería ser sólo de Jesús. El amor a la
Virgen, que había germinado en los brazos de su madre,
floreció espléndido en el colegio, ya que el mismo está
marcado por la advocación de la Virgen del Amor Hermoso.
Y María Antonia Bandrés fue congregante mariana por méritos de
conducta y aplicación.
Su amor a los pobres y necesitados
Con
ellos compartía de niña sus ahorros y todo lo que
tenía, pero supo siempre hacer las obras de misericordia con
sencillez y naturalidad para que nadie se sintiera herido. Para
Antonita seguir a Jesucristo y estar cerca de los pobres
eran una misma cosa. Lo había aprendido de sus padres
que le enseñaron que el amor a los otros era
un deber. Primero los visitaba con su madre, luego –catorce
o quince años– iba a su encuentro sólo con la
sencillez y humildad que la caracterizaban.
A veces cuando el
lugar o la persona visitada podían suponer algún riesgo, le
acompañaba Francisca, una empleada de la casa, cómplice en la
caridad y en el silencio con que María Antonia actuaba
en estas situaciones difíciles: Aquella viejecita de la chabola, que
respondía con gritos y mal humor a su ternura; el
marido amenazante, que se calmaba sólo cuando “la señorita” lo
esperaba en su propia casa para evitar el terror de
los niños; las obreras del sindicato, para quienes ella era
“distinta de las demás, aunque todas buenas”; lugares, personas en
los que el paso de María Antonia dejó huella.
Su
llamada
La llamada a ser Hija de Jesús encontró su corazón
bien dispuesto. La decisión estaba tomada. El realizarla costaría mucho,
pero había de llegar a término seguro: “Es preciso llegar
a la cumbre”. E inició María Antonia aquella subida, que
nunca tuvo retrocesos. Las piedras del camino fueron hiriendo sus
pies sin que jamás se detuviera a vendar las heridas.
Era natural sufrir por Jesús, “que tanto sufrió por nosotros”.
Tener algo que ofrecerle, era una compensación a sus deseos
de darse toda, porque “de hacerlo, hacerlo entero”.
Movida por un
impulso del Espíritu Santo, ofreció a Dios su vida por
quien había sido su padrino de bautismo, el querido tío
Antón. El le manifestó su desacuerdo cuando ella se marchó
al Noviciado, por tener una postura más agnóstica, pero comprendió
luego el gesto misericordioso de su ahijada y descubrió tras
él la misericordia del Padre, que lo acogió en sus
brazos en un día de gracia y de perdón, bajo
la mirada maternal de la Virgen de Aranzazu. Para sus
últimos instantes, le estaban reservadas las gracias de la paz
y la consolación verdaderas: “¿Esto es morir? ¡Qué dulce es
morir en la vida religiosa! Siento que la Virgen está
a mi lado, que Jesús me ama y yo lo
amo…”
Entro al Reino Celestial el 27 de abril de 1919,
y fue beatificada por S.S. Juan Pablo II el 12
de mayo de 1996.
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