Volvía a casa de noche, llevando consigo las joyas más preciosas, por temor de una “visita” de los ladrones en su negocio. Un día volvió a su casa muy tarde, y temiendo ser agredido se encomendó en el camino a las Almas del Purgatorio, rezando por ellas un Rosario.
Era medianoche cuando tomó el cruce que lo llevaba a su hogar y con temor vio a unos hombres con mala cara que lo esperaban. Con mayor intensidad invocó la protección y defensa de las almas del Purgatorio. Había una iglesia al principio del cruce y ésta improvisadamente se abrió y salió un cortejo de frailes con sacos y capuchones blancos que parecían acompañantes de un funeral.
El capuchón era de aquellos antiguos, que hoy ya no se usan, cubría toda la cabeza y tenía sólo tres aberturas: dos para los ojos y uno para la boca. El joyero no encontró nada mejor que unirse a aquel cortejo que era visible a los ladrones apostados en la sombra.
La esposa impaciente por lo avanzado de la hora, estaba en la ventana aguardando la llegada de su marido. Este, de hecho regresó junto al cortejo, deshecho por el temor de los ladrones, y a la vez consolado por el providencial cortejo que lo había salvado. Contó el hecho a su esposa, y fue mayor la sorpresa de ella porque le había visto regresar solo.
Y ya que el marido insistía en afirmar la realidad del cortejo, ella le hizo ver que a medianoche ningún funeral podía hacerse. Entonces ambos comprendieron que aquellos frailes del cortejo fúnebre, eran Ánimas del Purgatorio que acudieron en su defensa".
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