Como los dos discípulos del Evangelio, te imploramos, Señor Jesús: quédate con nosotros!
Autor: SS Juan Pablo II | Fuente: Catholic.net
"Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28,20).
Reunidos
ante la Eucaristía, experimentamos con particular intensidad en este
momento la verdad de la promesa de Cristo: ¡Él está con nosotros!
(...)
¡Misterio de luz!
De
luz tiene necesidad el corazón del hombre, oprimido por el pecado, a
veces desorientado y cansado, probado por sufrimientos de todo tipo. El
mundo tiene necesidad de luz, en la búsqueda difícil de una paz que
parece lejana al comienzo de un milenio perturbado y humillado por la
violencia, el terrorismo y la guerra.
¡La Eucaristía es luz! En
la Palabra de Dios constantemente proclamada, en el pan y en el vino
convertidos en Cuerpo y Sangre de Cristo, es precisamente Él, el Señor
Resucitado, quien abre la mente y el corazón y se deja
reconocer, como sucedió a los dos discípulos de Emaús "al partir el pan"
(cf Lc 24,25). En este gesto convivial revivimos el sacrificio de la
Cruz, experimentamos el amor infinito de Dios y sentimos la llamada a
difundir la luz de Cristo entre los hombres y mujeres de nuestro tiempo.
¡Misterio de vida!
¿Qué aspiración puede ser más grande que la vida? Y sin embargo sobre
este anhelo humano universal se ciernen sombras amenazadoras: la sombra
de una cultura que niega el respeto de la vida en cada una de sus fases;
la sombra de una indiferencia que condena a tantas personas a un
destino de hambre y subdesarrollo; la sombra de una búsqueda científica
que a veces está al servicio del egoísmo del más fuerte.
Queridos
hermanos y hermanas: debemos sentirnos interpelados por las necesidades
de tantos hermanos. No podemos cerrar el corazón a sus peticiones de
ayuda. Y tampoco podemos olvidar que "no sólo de pan vive el hombre" (cf
Mt 4,4). Necesitamos el "pan vivo bajado del cielo" ( Jn 6,51). Este
pan es Jesús. Alimentarnos de él significa recibir la vida misma de Dios
(cf. Jn 10,10), abriéndonos a la lógica del amor y del compartir.
(...)
Como los dos discípulos del Evangelio, te imploramos, Señor Jesús: quédate con nosotros!
Tú,
divino Caminante, experto de nuestras calzadas y conocedor de nuestro
corazón, no nos dejes prisioneros de las sombras de la noche.
Ampáranos en el cansancio, perdona nuestros pecados, orienta nuestros pasos por la vía del bien.
Bendice
a los niños, a los jóvenes, a los ancianos, a las familias y
particularmente a los enfermos. Bendice a los sacerdotes y a las
personas consagradas. Bendice a toda la humanidad.
En la
Eucaristía te has
hecho "remedio de inmortalidad": danos el gusto de una vida plena, que
nos ayude a caminar sobre esta tierra como peregrinos seguros y alegres,
mirando siempre hacia la meta de la vida sin fin.
Quédate con nosotros, Señor! Quédate con nosotros! Amén.
Fragmentos de la homilía con ocasión del comienzo del Año de la Eucaristía el 17 de octubre de 2004.
LA EUCARISTÍA, MISTERIO DE LUZ
"Les
explicó lo que se refería a Él en toda la Escritura"
(Lc 24, 27).
11. El
relato de la aparición de Jesús resucitado a los dos
discípulos de Emaús nos ayuda a enfocar un primer aspecto
del misterio eucarístico que nunca debe faltar en la devoción
del Pueblo de Dios: ¡La Eucaristía misterio de luz!
¿En qué sentido puede decirse esto y qué implica
para la espiritualidad y la vida cristiana?
Jesús
se presentó a sí mismo como la "luz del mundo"
(Jn 8, 12), y esta característica resulta evidente en aquellos
momentos de su vida, como la Transfiguración y la Resurrección,
en los que resplandece claramente su gloria divina. En la Eucaristía,
sin embargo, la gloria de Cristo está velada. El Sacramento
eucarístico es un "mysterium fidei" por excelencia.
Pero, precisamente a través del misterio de su ocultamiento
total, Cristo se convierte en misterio de luz, gracias al cual se
introduce al creyente en las profundidades de la vida divina. En una
feliz intuición, el célebre icono de la Trinidad de
Rublëv pone la Eucaristía de manera significativa en el
centro de la vida trinitaria.
12. La
Eucaristía es luz, ante todo, porque en cada Misa la liturgia
de la Palabra de Dios precede a la liturgia eucarística, en
la unidad de las dos "mesas", la de la Palabra y la del
Pan. Esta continuidad aparece en el discurso eucarístico del
Evangelio de Juan, donde el anuncio de Jesús pasa de la presentación
fundamental de su misterio a la declaración de la dimensión
propiamente eucarística: "Mi carne es verdadera comida
y mi sangre es verdadera bebida" (Jn 6, 55). Sabemos que esto
fue lo que puso en crisis a gran parte de los oyentes, llevando a
Pedro a hacerse portavoz de la fe de los otros Apóstoles y
de la Iglesia de todos los tiempos: "Señor, ¿a
quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna"
(Jn 6, 68). En la narración de los discípulos de Emaús
Cristo mismo interviene para enseñar, "comenzando por
Moisés y siguiendo por los profetas", cómo "toda
la Escritura" lleva al misterio de su persona (Cf. Lc 24,27).
Sus palabras hacen "arder" los corazones de los discípulos,
los sacan de la oscuridad de la tristeza y desesperación y
suscitan en ellos el deseo de permanecer con Él: "Quédate
con nosotros, Señor" (cf. Lc 24, 29).
13. Los
Padres del Concilio Vaticano II, en la Constitución Sacrosanctum
Concilium, establecieron que la "mesa de la Palabra"
abriera más ampliamente los tesoros de la Escritura a los fieles.[9]
Por eso permitieron que la Celebración litúrgica, especialmente
las lecturas bíblicas, se hiciera en una lengua conocida por
todos. Es Cristo mismo quien habla cuando en la Iglesia se lee la
Escritura.[10]
Al mismo tiempo, recomendaron encarecidamente la homilía como
parte de la Liturgia misma, destinada a ilustrar la Palabra de Dios
y actualizarla para la vida cristiana.[11]
Cuarenta años después del Concilio, el Año
de la Eucaristía puede ser una buena ocasión para
que las comunidades cristianas hagan una revisión sobre
este punto. En efecto, no basta que los fragmentos bíblicos
se proclamen en una lengua conocida si la proclamación no se
hace con el cuidado, preparación previa, escucha devota y silencio
meditativo, tan necesarios para que la Palabra de Dios toque la vida
y la ilumine.
"Lo
reconocieron al partir el pan" (Lc
24, 35)
14. Es
significativo que los dos discípulos de Emaús, oportunamente
preparados por las palabras del Señor, lo reconocieran mientras
estaban a la mesa en el gesto sencillo de la "fracción
del pan". Una vez que las mentes están iluminadas y los
corazones enfervorizados, los signos "hablan". La Eucaristía
se desarrolla por entero en el contexto dinámico de signos
que llevan consigo un mensaje denso y luminoso. A través de
los signos, el misterio se abre de alguna manera a los ojos del creyente.
Como
he subrayado en la Encíclica Ecclesia
de Eucharistia, es importante que no se olvide ningún
aspecto de este Sacramento. En efecto, el hombre está siempre
tentado a reducir a su propia medida la Eucaristía, mientras
que en realidad es él quien debe abrirse a las dimensiones
del Misterio. "La Eucaristía es un don demasiado grande
para admitir ambigüedades y reducciones".[12]
15. No
hay duda de que el aspecto más evidente de la Eucaristía
es el de banquete. La Eucaristía nació la noche del
Jueves Santo en el contexto de la cena pascual. Por tanto, conlleva
en su estructura el sentido del convite: "Tomad, comed...
Tomó luego una copa y... se la dio diciendo: Bebed de ella
todos..." (Mt 26, 26.27). Este aspecto expresa muy bien la relación
de comunión que Dios quiere establecer con nosotros y que nosotros
mismos debemos desarrollar recíprocamente.
Sin embargo,
no se puede olvidar que el banquete eucarístico tiene también
un sentido profunda y primordialmente sacrificial.[13]
En él Cristo nos presenta el sacrificio ofrecido una vez
por todas en el Gólgota. Aun estando presente en su condición
de resucitado, Él muestra las señales de su pasión,
de la cual cada Santa Misa es su "memorial", como nos recuerda
la Liturgia con la aclamación después de la consagración:
"Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección...".
Al mismo tiempo, mientras actualiza el pasado, la Eucaristía
nos proyecta hacia el futuro de la última venida de Cristo,
al final de la historia. Este aspecto "escatológico"
da al Sacramento eucarístico un dinamismo que abre al camino
cristiano el paso a la esperanza.
"Yo
estoy con vosotros todos los días"
(Mt 28, 20)
16. Todos
estos aspectos de la Eucaristía confluyen en lo que más
pone a prueba nuestra fe: el misterio de la presencia "real".
Junto con toda la tradición de la Iglesia, nosotros creemos
que bajo las especies eucarísticas está realmente presente
Jesús. Una presencia —como explicó muy claramente
el Papa Pablo VI— que se llama "real" no por exclusión,
como si las otras formas de presencia no fueran reales, sino por antonomasia,
porque por medio de ella Cristo se hace sustancialmente presente en
la realidad de su cuerpo y de su sangre.[14]
Por esto la fe nos pide que, ante la Eucaristía, seamos conscientes
de que estamos ante Cristo mismo. Precisamente su presencia da a los
diversos aspectos —banquete, memorial de la Pascua, anticipación
escatológica— un alcance que va mucho más allá
del puro simbolismo. La Eucaristía es misterio de presencia,
a través del que se realiza de modo supremo la promesa de Jesús
de estar con nosotros hasta el final del mundo.
Celebrar,
adorar, contemplar
17. ¡Gran
misterio la Eucaristía! Misterio que ante todo debe ser celebrado
bien. Es necesario que la Santa Misa sea el centro de la vida
cristiana y que en cada comunidad se haga lo posible por celebrarla
decorosamente, según las normas establecidas, con la participación
del pueblo, la colaboración de los diversos ministros en el
ejercicio de las funciones previstas para ellos, y cuidando también
el aspecto sacro que debe caracterizar la música litúrgica.
Un objetivo concreto de este Año de la Eucaristía
podría ser estudiar a fondo en cada comunidad parroquial la
Ordenación General del Misal Romano. El modo más
adecuado para profundizar en el misterio de la salvación realizada
a través de los "signos" es seguir con fidelidad
el proceso del año litúrgico. Los Pastores deben dedicarse
a la catequesis "mistagógica", tan valorada
por los Padres de la Iglesia, la cual ayuda a descubrir el sentido
de los gestos y palabras de la Liturgia, orientando a los fieles a
pasar de los signos al misterio y a centrar en él toda su vida.
18. Hace
falta, en concreto, fomentar, tanto en la celebración de la
Misa como en el culto eucarístico fuera de ella, la conciencia
viva de la presencia real de Cristo, tratando de testimoniarla
con el tono de la voz, con los gestos, los movimientos y todo el modo
de comportarse. A este respecto, las normas recuerdan —y yo mismo
lo he recordado recientemente[15]—
el relieve que se debe dar a los momentos de silencio, tanto en la
celebración como en la adoración eucarística.
En una palabra, es necesario que la manera de tratar la Eucaristía
por parte de los ministros y de los fieles exprese el máximo
respeto.[16]
La presencia de Jesús en el tabernáculo ha de ser como
un polo de atracción para un número cada vez
mayor de almas enamoradas de Él, capaces de estar largo tiempo
como escuchando su voz y sintiendo los latidos de su corazón.
"¡Gustad y ved qué bueno es el Señor!"
(Sal 33 [34], 9).
La
adoración eucarística fuera de la Misa debe
ser durante este año un objetivo especial para las comunidades
religiosas y parroquiales. Postrémonos largo rato ante Jesús
presente en la Eucaristía, reparando con nuestra fe y nuestro
amor los descuidos, los olvidos e incluso los ultrajes que nuestro
Salvador padece en tantas partes del mundo. Profundicemos nuestra
contemplación personal y comunitaria en la adoración,
con la ayuda de reflexiones y plegarias centradas siempre en la Palabra
de Dios y en la experiencia de tantos místicos antiguos y recientes.
El Rosario mismo, considerado en su sentido profundo, bíblico
y cristocéntrico, que he recomendado en la Carta apostólica
Rosarium Virginis Mariae, puede ser una ayuda adecuada para
la contemplación eucarística, hecha según la
escuela de María y en su compañía.[17]
Que este
año se viva con particular fervor la solemnidad del Corpus
Christi con la tradicional procesión. Que la fe en Dios
que, encarnándose, se hizo nuestro compañero de viaje,
se proclame por doquier y particularmente por nuestras calles y en
nuestras casas, como expresión de nuestro amor agradecido y
fuente de inagotable bendición.
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