Este texto, fuerte y conmovedor, nos lo envia un Sacerdote
Jesuita amigo, quien lo acompaña con la siguiente introducción:
Este material
no es del gusto actual, de la sociedad moderna, por
supuesto del gusto mundano, ni lamentablemente de muchos entre los
llamados fieles cristianos.
Debemos prestar atención hoy día a esta
realidad y verdad de fe definida en la Iglesia Católica,
acerca de la existencia del infierno y de su duración
eterna. Tristemente, el abandono consciente o inconsciente de su consideración,
está llevando a muchos a negar su existencia, con consecuencias
más que lamentables en la conducta y en su ineludible
juicio Divino. Lo que sigue, guste o no, no es
argumento para adoptar la conocida actitud llamada del avestruz, de
esconder la cabeza bajo las alas.
Este texto no configura ninguna
definición eclesiástica, sino que es sólo un escrito privado que
goza de licencia eclesiástica, para que pueda imprimirse y por
tanto leerse.
Carta del más allá
*Testimonio impresionante de un alma condenada,
acerca de lo que la llevó al Inf ierno*
*Imprimatur del original
alemán: Brief aus dem Jenseits - Treves, 9-11-1953.N.4/53*
*Introducción al texto original*
Dios
se comunica con los hombres de muchas maneras. Las Sagradas
Escrituras se refieren a muchas comunicaciones divinas hechas a través
de visiones y aún de sueños. Los sueños, no siempre
son sólo sueños.
La "carta del más allá" que se transcribe
seguidamente se refiere a la condenación eterna de una joven.
A primera vista parece una historia novelada. Pero considerando las
circunstancias se llega a la conclusión de que no deja
de tener su fondo histórico, a partir de su sentido
moral y su alcance trascendental.
El original de esta carta fue
encontrado entre los papeles de una religiosa fallecida, amiga de
la joven condenada. Allí cuenta la monja los acontecimientos de
la vida de su compañera como si fueran hechos conocidos
y verificados, así como su condenación eterna comunicada en un
sueño.
La Curia diocesana de Treves (Alemania)autorizó su publicación como
lectura sumamente instructiva.
La "carta del más allá" apareció por primera
vez en un libro de revelaciones y profecías, junto con
otras narraciones. Fue el Rvdo. Padre Bernhardin Krempel C.P., doctor
en teología, quien la publicó por separado y le confirió
mayor autoridad al encargarse de probar, en las notas, la
absoluta concordancia de la misma con la doctrina católica.
Entre los
manuscritos dejados en su convento por una religiosa, que en
el mundo se llamó Clara, se encontró el siguiente testimonio:
*El
relato de Clara*
Tuve una amiga, Anita. Es decir, éramos muy
próximas por ser vecinas y compañeras de trabajo en la
misma oficina M. Más tarde, Ani se casó y no
volví a verla. Desde que nos conocimos, había entre nosotras,
en el fondo, más amabilidad que propiamente amistad. Por eso,
sentí muy poco su ausencia cuando, después de su casamiento,
ella fue a vivir al barrio elegante de las villas,
lejos del mío.
Durante mis vacaciones en el Lago de Garda
(Italia), en septiembre de 1937, recibí una carta de mi
madre en la que me decía: "Anita N murió en
un accidente automovilístico. La sepultaron ayer en Wald Friendhof". Me
impresioné mucho con la noticia. Sabía que mi amiga no
había sido propiamente religiosa. ¿Estaría preparada para presentarse ante Dios?
¿En qué estado la habría encontrado su muerte súbita? Al
día siguiente escuché misa, comulgué por la intención de Anita,
en la casa del pensionado de las hermanas, donde estaba
viviendo. Rezaba fervorosamente por su eterno descanso, y por esta
misma intención ofrecí la Santa Comunión. Durante todo el
día percibí un cierto malestar, que fue aumentando por la
tarde. Dormí inquieta. Me desperté de improviso, escuchando algo así
como una sacudida en la puerta del cuarto. Encendí la
luz. El reloj indicaba las doce y diez minutos. Nada.
Tampoco ruidos. Tan solo las olas del Lago de Garda
golpeando monótonas contra el muro del jardín del pensionado. No
había viento. Yo conservaba la impresión de que al despertar
encontraría, además de los golpes de la puerta, un ruido
de brisa o viento, parecido al que producía mi jefe
de la oficina, cuando de mal humor tiraba sobre mi
escritorio una carta que lo molestaba. Reflexioné un instante si
debía levantarme. ¡No! Todo no es más que sugestión, me
dije. Mi fantasía está sobresaltada por la noticia de la
muerte. Me di vuelta en la cama, recé algunos Padrenuestros
por las ánimas y me dormí de nuevo.
Soñé entonces que
me levantaba de mañana, a las 6, yendo a la
capilla. Al abrir la puerta del cuarto, me encontré con
una cantidad de hojas de carta. Levantarlas, reconocer la letra
de Anita y dar un grito, fue cosa de un
segundo. Temblando, las sostuve en mis manos. Confieso que quedé
tan aterrorizada que no pude rezar. Apenas respiraba. Nada mejor
que huir de allí, salir al aire libre. Me arreglé
rápidamente, puse la carta dentro de mi cartera y salí
en seguida. Subí por el tortuoso camino, entre olivos, laureles
y quintas de la villa, más allá del conocido camino
gardesano.
La mañana aparecía radiante. En los días anteriores, yo me
detenía cada cien pasos, maravillada por la vista que ofrecían
el lago y la Isla de Garda. El suavísimo azul
del agua me refrescaba; como una niña que mira admirada
a su abuelo, así contemplaba, extasiada, al ceniciento monte Baldo,
que se levanta en la orilla opuesta del lago, hasta
los 2.200 metros de altura. Ese día no tenía ojos
para todo eso. Después de caminar un cuarto de hora,
me dejé caer maquinalmente sobre un banco ubicado entre dos
cipreses, donde la víspera había leído con placer "La doncella
Teresa". Por primera vez veía en los cipreses el símbolo
de la muerte, algo en lo que antes no había
pensado.
Tomé la carta. No tenía firma. Sin la menor duda,
estaba escrita por Ani. No faltaba la gran "s", ni
la "t" francesa, a la que se había acostumbrado en
la oficina, para irritar al Sr. G. No era su
estilo. Por lo menos, no era así como hablaba de
costumbre. Lo habitual en ella era la conversación amable, la
risa, subrayada por los ojos azules y su graciosa nariz...Sólo
cuando discutíamos asuntos religiosos se volvía mordaz y caía en
el tono rudo de la carta. Yo misma me siento
envuelta por su excitada cadencia. Hela aquí, la Carta del
Más Allá de Anita N., palabra por palabra, tal como
la leí en el sueño:
*La Carta*
CLARA, NO RECES POR MÍ,
ESTOY CONDENADA. Si te doy este aviso - es más,
voy a hablarte largamente sobre esto - no creas que
lo hago por amistad. Quienes estamos aquí ya no amamos
a nadie. Lo hago como obligada. Es parte de la
obra "de esa potencia que siempre quiere el mal y
realiza el bien". En realidad, me gustaría verte aquí, adonde
llegué para siempre. No te extrañes de mis intenciones. Aquí,
todos pensamos así. Nuestra voluntad está petrificada en el mal,
es decir, en aquello que ustedes consideran "mal". Aún cuando
pueda hacer algo "bien" (como yo lo hago ahora, abriéndote
los ojos ante el infierno), no lo hago con recta
intención.
¿Recuerdas? Hace cuatro años que nos conocimos, en M. Tenías
23 años y ya trabajabas en el escritorio desde seis
meses antes, cuando yo ingresé. Varias veces me sacaste de
apuros. Con frecuencia me dabas buenos avisos que a mí,
principiante, me venían muy bien. Pero, ¿qué es "bueno"? Yo
ponderaba, en aquel entonces, tu "caridad". Ridículo... Tus ayudas eran
pura ostentación, algo que desde entonces sospechaba.
Aquí, no reconocemos bien
alguno en absolutamente nadie. Pero ya que conociste mi juventud,
es el momento de llenar algunas lagunas. De acuerdo con
los planes de mis padres, yo nunca tendría que haber
existido. Por un descuido se produjo la desgracia de mi
concepción. Mis hermanas tenían 14 y 16 años cuando vine
al mundo.
¡Ojalá no hubiera nacido! Ojalá pudiera ahora aniquilarme,
huir de estos tormentos! No hay placer comparable al de
acabar mi existencia, así como se reduce a cenizas un
vestido, sin dejar vestigios. Pero es necesario que exista. Es
preciso que yo sea tal como me he hecho: con
el fracaso total de la finalidad de mi existencia.
Cuando mis
padres, entonces solteros, se mudaron del campo a la ciudad,
perdieron el contacto con la Iglesia. Era mejor así. Mantenían
relaciones con personas desvinculadas de la religión. Se conocieron en
un baile, y se vieron "obligados" a casarse seis meses
después. En la ceremonia nupcial, recibieron solo unas gotas de
agua bendita, las suficientes para atraer a mamá a la
misa dominical unas pocas veces al año . Ella nunca
me enseñó verdaderamente a rezar. Todo su esfuerzo se agotaba
en los trabajos cotidianos de la casa, aunque nuestra situación
no era mala. Palabras como rezar, misa, agua bendita, iglesia,
sólo puedo escribirlas con íntima repugnancia, con incomparable repulsión. Detesto
profundamente a quienes van a la Iglesia y, en general,
a todos los hombres y a todas las cosas. Todo
es tormento. Cada conocimiento recibido, cada recuerdo de la vida
y de lo que sabemos, se convierte en una llama
incandescente.
Y todos estos recuerdos nos muestran las oportunidades en que
despreciamos una gracia. ¡Cómo me atormenta esto! No comemos, no
dormimos, no andamos sobre nuestros pies. Espiritualmente encadenados, los réprobos
contemplamos desesperados nuestra vida fracasada, aullando y rechinando los dientes,
atormentados y llenos de odio. ¿Entiendes? Aquí bebemos el odio
como si fuera agua. Nos odiamos unos a otros. Más
que a nada, odiamos a Dios.
Quiero que lo comprendas.
Los bienaventurados en el cielo deben amar a Dios, porque
lo ven sin velos, en su deslumbrante belleza. Esto los
hace indescriptiblemente felices. Nosotros lo sabemos, y este conocimiento nos
enfurece. Los hombres, en la tierra, que conocen a Dios
por la Creación y por la Revelación, pueden amarlo. Pero
no están obligados a hacerlo.
El creyente - te lo digo
furiosa - que contempla, meditando, a Cristo con los brazos
abiertos sobre la cruz, terminará por amarlo. Pero el alma
a la que Dios se acerca fulminante, como vengador y
justiciero porque un día fue repudiado, como ocurrió con nosotros,
ésta no podrá sino odiarlo, como nosotros lo odiamos.
Lo odia con todo el ímpetu de su mala
oluntad. Lo odia eternamente, a causa de la deliberada resolución
de apartarse de Dios con la que terminó su vida
terrenal. Nosotros no podemos revocar esta perversa voluntad, ni jamás
querríamos hacerlo.
¿Comprendes ahora por qué el infierno dura eternamente? Porque
nuestra obstinación nunca se derrite, nunca termina. Y contra mi
voluntad agrego que Dios es misericordioso, aún con nosotros. Digo
"contra mi voluntad" porque, aunque diga estas cosas voluntariamente, no
se me permite mentir, que es lo que querría. Dejo
muchas informaciones en el papel contra mis deseos. Debo también
estrangular la avalancha de palabrotas que querría vomitar. Dios fue
misericordioso con nosotros porque no permitió que derramáramos sobre la
tierra el mal que hubiéramos querido hacer. Si nos lo
hubiera permitido, habríamos aumentado mucho nuestra culpa y castigo. Nos
hizo morir antes de tiempo, como hizo conmigo, o hizo
que intervinieran causas atenuantes.
Dios es misericordioso, porque no nos obliga
a aproximarnos a El más de lo que estamos, en
este remoto lugar infernal. Eso disminuye el tormento. Cada paso
más cerca de Dios me causaría una aflicción mayor que
la que te produciría un paso más rumbo a una
hoguera.
Te desagradé un día al contarte, durante un paseo, lo
que dijo mi padre pocos días antes de mi comunión:
"Alégrate, Anita, por el vestido nuevo; el resto no es
más que una burla". Casi me avergüenzo de tu desagrado.
Ahora me río. Lo único razonable de toda aquella comedia
era que se permitiera comulgar a los niños a los
doce años. Yo ya estaba, en aquel entonces, bastante poseída
por el placer del mundo. Sin escrúpulos, dejaba a un
lado las cosas religiosas. No tomé en serio la comunión.
La nueva costumbre de permitir a los niños que reciban
su primera comunión a los 7 años nos produce furor.
Empleamos todos los medios para burlarnos de esto, haciendo creer
que para comulgar debe haber comprensión. Es necesario que los
niños hayan cometido algunos pecados mortales. La blanca Hostia será
menos perjudicial entonces, que si la recibe cuando la fe,
la esperanza y el amor, frutos del bautismo - escupo
sobre todo esto - todavía están vivos en el corazón
del niño.
¿Te acuerdas que yo pensaba así cuando estaba en
la tierra? Vuelvo a mi padre. Peleaba mucho con mamá.
Pocas veces te lo dije, porque me avergonzaba. Qué cosa
ridícula la vergüenza! Aquí, todo es lo mismo. Mis padres
ya no dormían en el mismo cuarto. Yo dormía con
mamá, papá lo hacía en el cuarto contiguo, donde podía
volver a cualquier hora de la noche. Bebía mucho y
se gastó nuestra fortuna. Mis hermanas estaban empleadas, decían que
necesitaban su propio dinero. Mamá comenzó a trabajar. Durante el
último año de su vida, papá la golpeó muchas veces,
cuando ella no quería darle dinero. Conmigo, él siempre fue
amable. Un día te conté un capricho del que quedaste
escandalizada. ¿Y de qué no te escandalizaste de mí? Cuando
devolví dos veces un par de zapatos nuevos, porque la
forma de los tacos no era bastante moderna.
En la noche
en que papá murió, víctima de una apoplejía, ocurrió algo
que nunca te conté, por temor a una interpretación desagradable.
Hoy, sin embargo, debes saberlo. Es un hecho memorable: por
primera vez, el espíritu que me atormenta se acercó a
mí. Yo dormía en el cuarto de mamá. Su respiración
regular revelaba un sueño profundo. Entonces, escuché pronunciar mi nombre.
Una voz desconocida murmuró: "¿Qué ocurrirá si muere tu padre?"
Ya
no lo quería a papá, desde que había empezado a
maltratar a mi madre. En realidad, no amaba absolutamente a
nadie: sólo tenía gratitud hacia algunas personas que eran bondadosas
conmigo. El amor sin esperanza de retribución en esta tierra
solamente se encuentra en las almas que viven en estado
de gracia. No era ése mi caso. "Ciertamente, él no
morirá", le respondí al misterioso interlocutor. Tras una breve pausa,
escuché la misma pregunta. "El no va a morir!", repliqué
con brusquedad. Por tercera vez, me preguntaron: "Qué ocurrirá
si muere tu padre?". Me representé en ese momento en
la imaginación el modo como mi padre volvía muchas veces:
medio ebrio, gritando, maltratando a mamá, avergonzándonos frente a los
vecinos. Entonces, respondí con rabia: "Bien, es lo que se
merece. ¡Que muera!". Después, todo quedó en silencio.
A la mañana
siguiente, cuando mamá fue a ordenar el cuarto de papá,
encontró la puerta cerrada. Al mediodía, la abrieron por la
fuerza. Papá, semidesnudo, estaba muerto sobre la cama. Al ir
a buscar cerveza al sótano, debió sufrir una crisis mortal.
Desde hacía tiempo que estaba enfermo. (¿Habrá hecho depender Dios de
la voluntad de su hija, con la que el hombre
fue bondadoso, la obtención de más tiempo y ocasión de
convertirse?).
Marta K. y tú me hicieron ingresar en la asociación
de jóvenes. Nunca te oculté que consideraba demasiado "parroquiales" las
instrucciones de las dos directoras, las señoritas X. Los juegos
eran bastante divertidos. Como sabes, llegué en poco tiempo a
tener allí un papel preponderante. Eso era lo que me
gustaba. También me gustaban las excursiones. Llegué a dejarme llegar
algunas veces a confesar y comulgar. Para decir la verdad,
no tenía nada para confesar. Los pensamientos y las palabras
no significaban nada para mí. Y para acciones más groseras
todavía no estaba madura.
Un día me llamaste la atención: "Ana,
si no rezas más, te perderás". Realmente, yo rezaba muy
poco, y ese poco siempre a disgusto, de mala voluntad.
Sin duda tenías razón. Los que arden en el infierno
o no rezaron, o rezaron poco. La oración es el
primer paso para llegar a Dios. Es el paso decisivo.
Especialmente la oración a Aquella que es la madre de
Cristo, cuyo nombre no nos es lícito pronunciar. La devoción
a Ella arranca innumerables almas al demonio, almas a las
que sus pecados las habrían lanzado infaliblemente en sus manos.
Furiosa
continúo, porque estoy obligada a hacerlo, aunque no aguanto más
de tanta rabia. Rezar es lo más fácil que se
puede hacer en la tierra. Y justamente de esto, que
es facilísimo, Dios hace depender nuestra salvación. Al que reza
con perseverancia, paulatinamente Dios le da tanta luz, y lo
fortalece de tal modo, que hasta el más empedernido pecador
puede recuperarse, aunque se encuentre hundido en un pantano hasta
el cuello. Durante los últimos años de mi vida ya
no rezaba más, privándome así de las gracias, sin las
que nadie se puede salvar.
Aquí, no recibimos ningún tipo de
gracia. Aunque la recibiéramos, la rechazaríamos con escarnio. Todas las
vacilaciones de la existencia terrenal terminaron en esta otra vida.
En la tierra, el hombre puede pasar del estado de
pecado al estado de gracia. De la gracia, se puede
caer al pecado. Muchas veces caí por debilidad; pocas, por
maldad. Con la muerte, cada uno entra en un estado
final, fijo e inalterable. A medida que se avanza en
edad, los cambios se hacen más difíciles. Es cierto que
uno tiene tiempo hasta la muerte para unirse a Dios
o para darle las espaldas. Sin embargo, como si estuviera
arrastrado por una correntada, antes del tránsito final, con los
últimos restos de su voluntad debilitada, el hombre se comporta
según las costumbres de toda su vida.
El hábito, bueno o
malo, se convierte en una segunda naturaleza. Es ésta la
que lo arrastra en el momento supremo. Así ocurrió conmigo.
Viví años enteros apartada de Dios. En consecuencia, en el
último llamado de la gracia, me decidí contra Dios. La
fatalidad no fue haber pecado con frecuencia, sino que no
quise levantarme más. Muchas veces me invitaste para que asistiera
a las predicaciones o que leyera libros de piedad. Mis
excusas habituales eran la falta de tiempo. ¿Acaso podría querer
aumentar mis dudas interiores?Finalmente, tengo que dejar constancia de lo
siguiente: al llegar a este punto crítico, poco antes de
salir de la "Asociación de Jóvenes", me habría sido muy
difícil cambiar de rumbo. Me sentía insegura y desdichada. Pero
frente a la conversión se levantaba una muralla.
No sospechaste que
fuera tan grave. Creías que la solución era tan simple,
que un día me dijiste: "Tienes que hacer una buena
confesión, Ani, todo volverá a ser normal". Me daba cuenta
que sería así. Pero el mundo, el demonio y la
carne, me retenían demasiado firme entre sus garras. Nunca creí
en la influencia del demonio. Ahora, doy testimonio de que
el demonio actúa poderosamente sobre las personas que están en
las condiciones en que yo me encontraba entonces. Sólo muchas
oraciones, propias y ajenas, junto con sacrificios y sufrimientos, podrían
haberme rescatado. Y aún esto, poco a poco.
Si bien hay
pocos posesos corporales, son innumerables los que están poseídos internamente
por el demonio. El demonio no puede arrebatar el libre
albedrío de los que se abandonan a su influencia. Pero
como castigo por su casi total apostasía, Dios permite
que el "maligno" se anide en ellos. Yo también odio
al demonio. Sin embargo, me gusta, porque trata de arruinarlos
a todos ustedes: él y sus secuaces, los ángeles que
cayeron con él desde el principio de los tiempos. Son
millones, vagando por la tierra. Innumerables como enjambres de moscas;
ustedes no los perciben. A los réprobos no nos incumbe
tentar: eso les corresponde a los espíritus caídos.
Cada vez que
arrastran una nueva alma al fondo del infierno, aumentan aún
más sus tormentos. Pero, ¡de qué no es capaz el
odio! Aunque andaba por caminos tortuosos, Dios me buscaba. Yo
preparaba el camino para la gracia, con actos de caridad
natural, que hacía muchas veces por una inclinación de mi
temperamento. A veces, Dios me atraía a una Iglesia. Allí,
sentía una cierta nostalgia. Cuando cuidaba a mi madre enferma,
a pesar de mi trabajo en la oficina durante el
día, haciendo un sacrificio de verdad, los atractivos de Dios
actuaban poderosamente. Una vez fue en la capilla del hospital,
adonde me llevaste durante el descanso del mediodía. Quedé tan
impresionada, que estuve sólo a un paso de mi conversión.
Lloraba. Pero, en seguida, llegaba el placer del mundo, derramándose
como un torrente sobre la gracia. Las espinas ahogaron el
trigo. Con la explicación de que la religión es sentimentalismo,
como siempre se decía en la oficina, rechacé también esta
gracia, como todas las otras.
En otra ocasión, me llamaste la
atención porque, en lugar de una genuflexión hasta el piso,
hice solamente una ligera inclinación con la cabeza. Pensaste que
eso lo hacía por pereza, sin sospechar que, ya entonces,
había dejado de creer en la presencia de Cristo en
el Sacramento. Ahora creo, aunque sólo materialmente, tal como se
cree en la tempestad, cuyas señales y efectos se perciben.
En este interín, me había fabricado mi propia religión. Me
gustó la opinión generalizada en la oficina, de que después
de la muerte el alma volvería a este mundo en
otro ser, reencarnándose sucesivamente, sin llegar nunca al fin.
Con esto,
estaba resuelto el angustiante problema del más allá. Imaginé haberlo
hecho inofensivo. ¿Por qué no me recordaste la parábola del
rico Epulón y del pobre Lázaro, en la que el
narrador, Cristo, envió después de la muerte a uno al
infierno y al otro al Cielo? Pero, ¿qué habrías conseguido?
No mucho más de lo que conseguiste con todos tus
otros discursos beatos. Poco a poco me fui fabricando un
dios: con atributos suficientes para ser llamado así. Bastante lejos
de mí, como para que no me obligara a tener
relaciones con él. Suficientemente confuso, como para poder transformarlo a
mi antojo. De este modo, sin cambiar de religión, yo
podía imaginarlo como el dios panteísta del mundo o pensarlo,
poéticamente, como un dios solitario.
Este "dios" no tenía Cielo para
premiarme, ni infierno para asustarme. Yo lo dejaba en paz.
En esto consistía mi culto de adoración. Es fácil creer
en lo que agrada. Con el transcurso de los años,
estaba bastante persuadida de mi religión. Se vivía bien
así, sin molestias. Sólo una cosa podría haber roto mi
suficiencia: un dolor profundo y prolongado. Pero este sufrimiento no
llegó. ¿Comprendes ahora el significado de "Dios castiga a aquellos
que ama"? Durante un domingo de julio, la asociación de
Jóvenes organizaba un paseo de A. Me gustaban las excursiones,
pero no los discursos insípidos y demás beaterías. Otra imagen,
muy diferente de la de Nuestra Señora de las Gracias
de A., estaba desde hacía poco en el altar de
mi corazón. Era el distinguido Max, del almacén de al
lado. Ya habíamos conversado entretenidos, varias veces. Justamente ese domingo
me invitó a pasear. La otra, con la que acostumbraba
a salir, estaba enferma en el hospital.
El había comprendido que
lo miraba mucho. Pero yo no pensaba en casarme todavía.
Su posición económica era muy buena, pero también demasiado amable
con todas las otras jovencitas. En aquel entonces yo quería
un hombre que me perteneciera exclusivamente, como única mujer. Siempre
conservé una cierta educación natural. (Eso es verdad. A pesar
de su indiferencia religiosa, Ani tenía algo noble en su
persona. Me desconcierta que también las personas "honestas" puedan caer
en el infierno, si son deshonestas al huir del encuentro
con Dios).
En ese paseo, Max me colmó de amabilidades. Nuestras
conversaciones, es claro, no eran sobre la vida de los
santos, como las de ustedes. Al día siguiente, en la
oficina, me reprendiste por no haber ido al paseo de
la Asociación. Cuando te conté mi diversión del domingo,
tu primera pregunta fue: "¿Escuchaste Misa?". ¡Tonta! ¿Cómo podríamos ir
a Misa si salimos a las 6 de la mañana?
Me acuerdo que, muy exaltada, te dije: "El buen Dios
no es tan mezquino como lo son los curas". Ahora
debo confesar que Dios, a pesar de su infinita bondad,
considera todo con más seriedad que todos los sacerdotes juntos.
Después de este primer paseo con Max, fui solamente una
vez más a la Asociación, en las fiestas de Navidad.
Algunas cosas me atraían. Pero en mi interior, ya me
había separado de todas ustedes.
Los bailes, el cine, los paseos,
continuaban. A veces peleábamos con Max, pero yo sabía cómo
retenerlo. Odié mucho a mi rival que, al salir del
hospital, se puso furiosa. En realidad, eso me favoreció. La
calma distinguida que yo mostraba produjo una gran impresión en
Max, que se inclinó definitivamente por mí. Conseguí encontrar la
forma de denigrarla. Me expresaba con calma: por fuera, realidades objetivas,
por dentro, vomitando hiel. Estos sentimientos y actitudes conducen rápidamente
al infierno. Son diabólicos, en el sentido estricto del término.
¿Por qué te cuento todo esto? Para explicarte que así
me aparté definitivamente de Dios. En realidad, Max y yo
no llegamos muchas veces al extremo de la familiaridad. Me
daba cuenta que me rebajaría a sus ojos si
le concedía toda la libertad antes de tiempo. Por eso,
supe controlarme. Realmente, yo estaba siempre dispuesta para todo lo
que consideraba útil. Tenía que conquistar a Max. Para eso,
ningún precio era demasiado alto.
Nos fuimos amando poco a poco,
porque ambos teníamos valiosas cualidades que podíamos apreciar mutuamente. Yo
era habilidosa, eficiente, de trato agradable. Retuve a Max con
firmeza y conseguí, al menos durante los últimos meses antes
del casamiento, ser la única que lo poseía. En eso
consistió mi apostasía, en hacer mi dios con una criatura.
En ninguna otra cosa puede realizarse más plenamente la apostasía
como en el amor a una persona del otro sexo,
cuando ese amor se ahoga en la materia. Esto es
su encanto, su aguijón y su veneno. La "adoración" que
tenía por Max se convirtió en mi religión. En ese
tiempo, en la oficina, yo arremetía virulentamente contra los curas,
los fieles, las indulgencias, los rosarios y demás estupideces.
Trataste de
defender con una cierta inteligencia todo lo que yo atacada,
aunque quizás sin sospechar que en realidad el problema no
estaba en esas cosas. Lo que yo buscaba era un
punto de apoyo. Todavía lo necesitaba para justificar racionalmente mi
apostasía. Estaba sublevada contra Dios. No te dabas cuenta. Creías
que todavía era católica. Por otra parte, yo quería ser
llamada así; inclusive pagaba la contribución para el culto. Porque
un cierto "reaseguro" nunca viene mal. Es posible que
tus respuestas a veces dieran en el blanco. Pero no
me al canzaban, porque no te concedía razón. A raíz
de estas relaciones sobre bases falsas, fue pequeño el dolor
de nuestra separación, con motivo de mi casamiento.
Antes de casarme,
me confesé y comulgué una vez más. Era una formalidad.
Mi marido pensaba igual. Si era una formalidad, ¿por qué
no cumplirla? Ustedes dicen que una comunión así es "indigna".
Bien, después de esa comunión "indigna", logré un cierto sosiego
en mi conciencia. Esa comunión fue la última. Nuestra vida
conyugal transcurría, en general, en armonía. En casi todos los
puntos teníamos la misma opinión. También en esto: no queríamos
cargar con hijos. En realidad, mi marido quería tener uno,
uno solo, naturalmente. Finalmente conseguí que él renunciara a ese
deseo. Lo que más me gustaba eran los vestidos, los
muebles lujosos, las reuniones mundanas, los paseos en automóvil y
otras distracciones. Fue un año de placer el que medió
entre mi casamiento y mi muerte repentina.
Todos los domingos íbamos
a pasear en auto o visitábamos a los parientes de
mi marido. Me avergonzaba de mi madre. Esos parientes se
destacaban en la vida social, igual que nosotros. Pero en
mi interior, sin embargo, nunca fui feliz. Había algo indeterminado
que me corroía. Mi deseo era que, al llegar la
muerte - la que sin duda demoraría mucho todavía -
todo acabara. Ocurría tal como yo lo había escuchado de
niña, durante una plática: Dios recompensa en este mundo toda
obra buena que se haga. Si no puede premiarla en
la otra vida, lo hace en la tierra. Inesperadamente, recibí
una herencia de la tía Lote. Mi marido tuvo la
suerte de ver sus ingresos notablemente aumentados. Así pude instalar,
confortablemente, una casa nueva.
Mi religión estaba muriendo, como un resplandor
crepuscular en un firmamento lejano. Los bares de la ciudad,
los hoteles y los restaurantes por los que pasábamos en
nuestros viajes, no nos acercaban a Dios. Todos los que
los frecuentaban vivían como nosotros: de fuera hacia adentro, no
de dentro hacia afuera. Si durante los viajes de vacaciones
visitábamos una célebre catedral, tratábamos de divertirnos con el valor
artístico de sus obras primas. Los sentimientos religiosos que irradiaban
- especialmente las iglesias medievales - yo los neutralizaba criticando
circunstancias accesorias de un hermano lego que nos guiaba, criticaba
su negligencia en el aseo, criticaba el comercio de los
piadosos monjes que fabricaban y vendían licor, criticaba el eterno
repique de campanas llamando a los sagrados oficios, diciendo que
el único fin era ganar dinero...
Así era como conseguía apartar
a la gracia, cada vez que me llamaba. Especialmente descargaba
mi mal humor frente a algunas pinturas de la Edad
Media representando al Infierno en libros, cementerios y otros
lugares. Allí el demonio asaba a las almas sobre fuego
rojo o amarillo , mientras sus compañeros, con largas colas,
le traen más víctimas. Clara, el infierno puede ser dibujado,
pero nunca exagerado! Siempre me burlaba del fuego del infierno.
Acuérdate de una conversación durante la cual te puse un
fósforo encendido bajo la nariz, preguntándote: "¿Así huele?"
Apagaste en seguida
la llama. Aquí nadie consigue hacerlo. Te digo más: el
fuego del que habla la Biblia no es el tormento
de la consciencia. Fuego es fuego! Debe ser interpretado al
pie de la letra cuando Aquel dijo: "Apartáos de mí,
malditos, id al fuego eterno". Al pie de la letra!
¿Y cómo puede ser tocado un espíritu por el fuego
material? Preguntarás. ¿Y cómo puede sufrir tu alma, en la
tierra, si pones el dedo sobre una llama? Tampoco tu
alma se quema, mientras tanto el dolor lo sufre todo
el individuo. Del mismo modo, nosotros estamos aquí espiritualmente presos
al fuego de nuestro ser y de nuestras facultades. Nuestra
alma carece de la agilidad que le sería natural; no
podemos pensar ni querer lo que querríamos.
No te sorprendas de
mis palabras. Es un misterio contrario a las leyes de
la naturaleza material: el fuego del infierno quema sin consumir.
Nuestro mayor tormento consiste en saber que nunca veremos a
Dios. ¿Cómo puede atormentarnos tanto esto, si en la tierra
nos era indiferente? Mientras el cuchillo está sobre la mesa,
no te impresiona. Le ves el filo, pero no lo
sientes. Pero si el cuchillo entra en tus carnes, gritarás
de dolor. Ahora, sentimos la pérdida de Dios. Antes, sólo
pensábamos en ella.
No todas las almas sufren igual. Cuanto mayor
fue la maldad, cuanto más frívolo y decidido, tanto más
le pesa al condenado la pérdida de Dios, tanto más
lo sofoca la criatura de que abusó. Los católicos que
se condenan sufren más que los de otras religiones, porque
recibieron y desaprovecharon, por lo general, más luces y mayores
gracias. Los que tuvieron mayores conocimientos sufren más duramente que
los que tuvieron menos. El que pecó por maldad sufre
más que el que cayó por debilidad. Pero ninguno sufre
más de lo que mereció. Oh, si esto no fuera
verdad, tendría un motivo para odiar!
Un día me dijiste: nadie
va al infierno sin saberlo. Eso le habría sido revelado
a una santa. Yo me reía, mientras me atrincheraba en
esta reflexión: "siendo así, siempre tendré tiempos suficiente para volver
atrás". Esta revelación es exacta. Antes de mi muerte repentina,
es verdad, no conocía al infierno tal como es. Ningún
ser humano lo conoce. Pero estaba perfectamente enterada de algo:
"Si mueres, me decía, entrarás en la eternidad como una
flecha, directamente contra Dios; habrá que aguantar las consecuencias".
Como te dije, no volví atrás. Perseveré en la misma
dirección, arrastrada por la costumbre, con la que los hombres
actúan cuanto más envejecen.
Mi muerte ocurrió así: Hace una semana
- digo según las cuentas que llevan ustedes, porque si
calculara por mis dolores, podría estar ardiendo en el infierno
desde hace diez años - mi marido y yo salimos
en otra excursión dominguera, que fue la última para mí.
El día estaba radiante de sol. Me sentía muy bien,
como pocas veces. Sin embargo, me traspasaba un presentimiento siniestro.
Inesperadamente, en el viaje de regreso, mi marido y yo
fuimos enceguecidos por los faros de un automóvil que venía
en sentido contrario, a gran velocidad. Max perdió el control
del vehículo. Jesús! Se escapó de mis labios, no como
oración sino como grito. Sentí un dolor aplastante: comparado con
el tormento actual, una bagatela. Después perdí el sentido.
¡Qué extraño!
Aquella misma mañana, sin explicación, había surgido en mi mente
este pensamiento. "Por una vez, podrías ir a Misa". Era
como una súplica. Un "¡no!" claro y decidido cortó el
curso de la idea. "Con esas cosas tengo que terminar
definitivamente". Es decir, asumí todas las consecuencias. Ahora las soporto.
Lo
que ocurrió después de mi muerte lo sabes. La suerte
de mi marido, de mi madre, lo que ocurrió con
mi cadáver, mi entierro, lo sé por una intuición natural
que tenemos todos los que estamos aquí. Del resto de
lo que ocurre en el mundo poseemos un conocimiento confuso.
Sabemos lo que se refiere a nosotros. De este modo
veo el lugar donde vives. Desperté de improviso en el
momento de mi muerte. Me encontré inundada por una luz
ofuscante. Era el mismo sitio donde había caído mi cadáver.
Sucedió como en el teatro, cuando se apagan las luces
de la sala, sube el telón y aparece una escena
trágicamente iluminada. La escena de mi vida. Como en un
espejo, mi alma se mostró a sí misma. Vi las
gracias despreciadas y pisoteadas, desde mi juventud hasta el último
"no" frente a Dios.
Me sentí como un asesino, al que
llevan ante el tribunal para ver a la víctima exánime.
¿Arrepentirme? ¡Nunca! ¿Avergonzarme? ¡Jamás!
Mientras tanto, no conseguía permanecer bajo la
mirada de Dios, a quien rechazaba. Sólo tenía una salida:
la fuga. Así como Caín huyó del cadáver de Abel,
así mi alma se proyectó lejos de esta visión de
horror.
Este era el Juicio particular.
Habló el invisible juez: "APÁRTATE DE
MI". De inmediato mi alma, como una sombra amarilla de
azufre, se despeñó al lugar del eterno tormento.
*Epílogo de Clara:*
Así
terminó la carta de Anita sobre el Infierno. Las últimas
palabras eran casi ilegibles, tan torcidas estaban las letras. Cuando
terminé de leer la última línea, la carta se convirtió
en cenizas. ¿Qué es lo que escucho? En medio de
los duros términos de las palabras que imaginaba haber leído,
resonó el dulce tañido de una campana. Me desperté de
inmediato. Estaba acostada en mi cuarto. La luz matinal entraba
por la ventana. Las campanadas de las Avemarías llegaban de
la iglesia parroquial. ¿Todo había sido un sueño?
Nunca había sentido
antes en el Angelus tanto consuelo como después de ese
sueño. Lentamente, fui rezando las oraciones. Entonces comprendí: la bendita
Madre del Señor quiere defenderte. Venera a María filialmente, si
no quieres tener el destino que te contó - aunque
fuera en sueños - un alma que jamás verá a
Dios. Temblando todavía por la visión nocturna, me levanté, me
vestí con prisa y huí a la capilla de la
casa. Mi corazón palpitaba con violencia. Los huéspedes que estaban
más cerca me miraban con preocupación. Quizás pensaban que estaba
agitada por correr escaleras abajo.
Una bondadosa señora de Budapest, un
alma sacrificada, pequeña como una niña, miope, aún fervorosa en
el servicio de Dios, de gran penetración espiritual, me dijo
por la tarde en el jardín: "Señorita, Nuestro Señor no
quiere ser servido con excitación". Pero ella advertía que otra
cosa me había excitado y aún me preocupaba. Agregó, bondadosamente:
"Nada te turbe - conoces el aviso de Santa Teresa
- nada te espante. Todo pasa. Quien a Dios tiene,
nada le falta. Sólo Dios basta". Mientras susurraba esto, sin
adoptar un aire magisterial, parecía estar leyendo mi alma.
"Sólo Dios
basta". Sí, El ha de bastarme, en éste o en
el otro mundo. Quiero poseerlo allí un día, por más
sacrificios que tenga que hacer aquí para vencer. No quiero
caer en el infierno.
*Algunas consideraciones finales*
Quizás no como objeción, pero
no puede eludirse una pregunta: ¿Cómo puede haber recordado Clara
con tal precisión todas las palabras de la carta de
la condenada? Respondemos: quien hace lo más, puede hacer lo
menos. Quien comienza una obra, puede también concluirla. Si la
manifestación de ultratumba es un hecho preternatural, Clara debe haber
tenido también una asistencia preternatural para e scribir con exactitud
todas las palabras leídas durante la visión.
La eternidad de las
penas del infierno es un dogma. Seguramente, el más terrible
de todos. Tiene su fundamento en las Sagradas Escrituras. Ver
San Mateo 15, 41 y 46; II a los Tesalonicenses,
1, 9; Judith 31; Apocalipsis 14, 11 y 20, 10;
todos estos textos son irrefutables, en los que la expresión
"eterno" no puede interpretarse como "largo o prolongado". De la
conveniencia de ilustrar este dogma con un caso particular, nos
da ejemplo Nuestro Señor Jesucristo en la parábola del rico
Epulón y el pobre Lázaro. Allí se encuentra una descripción
del infierno y del peligro de caer en él. No
es otra la intención de este trabajo. Expresa también nuestra
finalidad el siguiente consejo: "Vayamos al infierno mientras estemos vivos,
para no caer allí después de la muerte".
¿Existe realmente el infierno? |
El infierno es un estado que corresponde, en el más allá, a los que mueren en pecado mortal y enemistad con Dios. |
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¿Existe realmente el infierno? |
¿Qué es el infierno?
El infierno es un estado que corresponde,
en el más allá, a los que mueren en pecado
mortal y enemistad con Dios, habiendo perdido la gracia santificante
por un acto personal, es decir, inteligente, libre y voluntario.
¿En
verdad existe el infierno?
Jesucristo habla del infierno muchísimas veces en
el Evangelio y expresa claramente su carácter de castigo
doloroso y eterno.
¿Crees que si no existiera el infierno, Jesús
hubiera empleado su tiempo, que Él sabía muy valioso, hablando
de una mentira, algo ficticio, sólo para asustar a los
hombres?
Jesucristo sabía lo que es el infierno y por eso
vino al mundo: a librarnos de ese castigo, a enseñarnos
el camino para llegar al Cielo.
Por otra parte, si el
infierno no existiera, ¿qué sentido tendría la salvación? ¿A qué
hubiera venido Jesús al mundo? ¿A salvarnos de qué?
No podemos
escapar de creer que el infierno es algo real. Debemos
tomar en serio la posibilidad de ser desgraciados para siempre.
La existencia del infierno y de que es eterno, fue
definido dogma de fe en el IV Concilio de Letrán.
¿Cómo
es posible que exista el infierno si Dios es infinitamente
misericordioso?
"Dios quiere que todos los hombres se salven" nos lo
dice San Pablo en la primera carta a Timoteo. Esto
nos puede llevar a pensar que si Dios quiere que
todos nos salvemos entonces no debería existir el infierno. Pero
el apóstol nos dice que Dios "quiere", no que Dios
"afirma" que todos los hombres se salvarán. Es como si
yo dijera: "quiero aprobar mi examen final", ese "quiero" no
significa que aprobaré. De mí depende el que pase o
no. Muchas veces se oye entre estudiantes: "El profesor me
reprobó". Pero no es verdad, el profesor no le reprobó,
él se reprobó a sí mismo al no estudiar lo
suficiente para pasar el examen. Y así sucede con Dios.
Él no nos condena. Respeta nuestra libertad. De nosotros depende
si queremos prepararnos para el examen final o seguir tan
campantes esperando aprobarlo sin tocar un libro. Dios cuando nos
crea, nos crea para que nos salvemos, puso dentro de
nosotros unas leyes que debemos respetar y nos mandó a
su Hijo para enseñarnos cómo respetarlas, pero no puede hacer
nada si nosotros no queremos colaborar.
Si a un automóvil
no le cambiamos el aceite, si en vez de ponerle
gasolina le ponemos alcohol o agua, si no le revisamos
el motor... seguramente se descompondrá. Lo mismo sucede con el
hombre, si no respeta las leyes inscritas en su naturaleza,
no podrá cumplir con su fin último que es la
salvación eterna. Ojalá que todos nos preparemos para pasar el
examen final, el más importante que haremos en toda nuestra
vida, ante el tribunal de Dios, pues si lo pasamos
podemos decir que nuestra vida ha tenido un sentido.
¿En qué
consistirán las penas del infierno?
Así como en el Cielo disfrutaremos
plenamente como hombres formados de cuerpo y alma, en el
infierno también habrá dos elementos de sufrimiento:
El sufrimiento del
alma por no poder ver a Dios, llamado pena de
daño. Este sufrimiento se deriva de que los que fueron
condenados ya vieron a Dios, con toda su belleza y
grandiosidad, en el día del juicio y… ya no lo
podrán ver jamás. Es el sufrimiento ocasionado por sentirse irresistiblemente
atraídos hacia Dios sabiéndose eternamente rechazados por Él.
El sufrimiento
del cuerpo o pena de sentido. Aquí se trata de
un elemento material que causa un daño físico, un dolor
intensísimo en el cuerpo. Para significar este gran sufrimiento, Cristo
habla en el Evangelio de "fuego", y aunque no necesariamente
es un fuego como el que conocemos en la Tierra,
ésta es la imagen que comúnmente tenemos de las penas
del infierno.
¿Puede un condenado arrepentirse?
¡Ojalá pudiera, pero ya no tiene
esta posibilidad! El hombre que ha rechazado en su
vida la amistad con Dios, ya no es admitido a
ella.
En el momento de la muerte, el alma separada, por
ser espíritu puro, queda fija para siempre en la posición
a favor o en contra de Dios que tenía en
el último momento de vida. Dios rechaza eternamente al condenado,
pero no porque lo odie, pues su amor es siempre
fiel, sino porque el condenado está eternamente cerrado a recibir
el perdón. ¿Cómo poder perdonar a alguien que no quiere
ser perdonado?
Esta conciencia de no admisión y el saber que
ya no tiene remedio, que ya no hay posibilidad de
conversión, hace que surja en el condenado el odio y
el endurecimiento. Sufren por no estar con Dios, pero ese
sufrimiento se transforma en envidia y en odio. Se convierten
en enemigos de Dios.
Santa María Magdalena de Pazzi oyó
una vez la voz de Dios que le dijo: Entre
los condenados reina el odio, pues cada uno ve ahí
a aquél que fue la causa de su condenación y
lo odia por haberlo llevado ahí. De esta manera, los
recién llegados aumentan la rabia que ya existía antes de
su llegada.
¿Podemos imaginar el infierno?
Si hacemos la operación inversa a
pensar en el Cielo podemos darnos una idea aproximada acerca
de cómo podrá ser el infierno, aunque será una analogía,
pues el cuerpo resucitado no será un cuerpo como el
que ahora tenemos, sino diferente, que ya no estará sujeto
al espacio y al tiempo.
Para hacerte una idea de lo
que es el infierno, imagina el lugar más horrible que
puedas, quítale lo poco bello que le quede y llénalo
de las cosas más repugnantes y aterradoras. Imagínate haciendo lo
que más aborreces, sufriendo unos dolores indecibles en todo el
cuerpo: contemplando imágenes espantosas; escuchando sonidos estridentes y desafinados; experimentando
los sabores más amargos; sufriendo con los olores más desagradables
y sintiendo en tu corazón los peores sentimientos: envidia, celos,
remordimiento, rencor, odio. Después, rodéate de las personas más abominables
que te puedas imaginar: orgullosas, envidiosas, egoístas, criticonas, sarcásticas, sádicas
y degeneradas. Y lo peor de todo… te sientes irresistiblemente
atraído hacia Dios y sabes que nunca podrás llegar a
estar con Él. Piensa que en ese lugar estás aprisionado
para siempre, sin posibilidad alguna de escapar. Esta puede ser
una imagen semejante al infierno, pero debes tener la seguridad
de que cualquier cosa que te imagines será mínima frente
a la realidad, pues nuestra condición humana nos hace
incapaces de imaginar un sufrimiento sin límites.
¿Hay alguien que realmente
esté en el infierno?
Eso no lo podemos afirmar. Sabemos que
existe el infierno con tanta certeza como sabemos que existe
el Cielo. La Iglesia nos asegura que hay gente en
el Cielo y que son aquellas personas que han sido
canonizadas, pero nunca se ha hecho una "canonización al revés",
que nos asegure que cierta persona está en el infierno.
Sin
embargo, hay muchos santos a quienes Dios les ha concedido
una visión del infierno y que nos han dicho: Ví
almas que caían al infierno como hojas que caen en
el otoño.
¿Puedo salvarme si me arrepiento en el último momento?
Es
demasiado arriesgado pensar que puedes vivir como quieras y arrepentirte
en el momento de la muerte, pues ese momento será
muy difícil para ti.
Como dice la Madre Teresa: En
el momento de la agonía, el hombre sufre tanto, que
es muy fácil que se sienta invadido por la desesperación
y la angustia, y estos sentimientos lo vuelvan incapaz de
arrepentirse y recibir el perdón de Dios.
Será muy difícil que
en el último momento tengas la fuerza y la valentía
para arrepentirte, si viviste toda tu vida lejos de Dios.
Sin embargo, si te empeñas en arriesgarte, es verdad que
Dios te da la posibilidad de arrepentirte hasta el último
instante de vida y puedes salvarte con ese único acto
de arrepentimiento.
Algunas citas evangélicas sobre el infierno:
Mt 5,22:
...y quien dijere a su hermano "insensato", será reo de
la gehena del fuego. Mt 10,28: No temáis a los
que matan el cuerpo… temed más bien a los que
pueden arruinar el cuerpo y el alma en el fuego
eterno. Mc 9,43-48: ...más te vale entrar manco al Cielo, que
entrar con las dos manos a la gehena, al fuego
inextinguible. Mt 13,50: ...y los echarán al horno de
fuego; allí llorarán y les rechinarán los dientes. Mt 25,41:
Apartaos de mi malditos al fuego eterno. Mt 22,13:
...atadlo y echadlo fuera a las tinieblas, donde habrá llanto
y crujir de dientes. Mt 25,30: ...y el siervo inútil será
arrojado a las tinieblas. Lc16,28: ...para que no vengan también
ellos a este lugar de tormento… Mt 25,46: ...e irán estos
al tormento eterno.
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Las cuatro negaciones acerca del infierno |
¿Se ve a Dios? ¿Se sufre físicamente? ¿Se puede salir? ¿Hay condenados? |
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Las cuatro negaciones acerca del infierno |
Así como hay cerveza sin alcohol, café sin cafeína, sal
sin sodio, azúcar sin glucosa, tabaco sin nicotina, hombres sin
sustancia y sin humanidad, o sea, “sin fundamento, sin misión,
sin fin último” (1); y estos son todos productos “light”;
así existen, también, cristianos “light” que son partidarios de un
infierno “light”.
Nos podemos preguntar, ¿qué es un infierno “light”? Es
un “infierno” carenciado. Es un infierno “liviano”: sin pena de
daño, sin pena de sentido, sin eternidad y/o sin habitantes.
Sobre la base de estas cuatro carencias las variantes son
muchas y las hay para todos los gustos. Algunos son
plenamente “light” y sostienen las cuatro negaciones, otros son más
medidos y aceptan sólo algunas variantes “light” o les ponen
atenuantes.
En muchos textos de la Sagrada Escritura se fundamentan las
verdades reveladas acerca del infierno. Pero, para mi intento, son
suficientes tan sólo dos mitades de dos versículos. Se enseña
la pena de daño, o sea, la privación de la
vista de Dios, en “Apartaos de mí, malditos,...” (Mt 25,
41); la pena de sentido, o sea, el sufrimiento que
proviene de cosas sensibles, en “ ...id al fuego...” (id);
la eternidad de las penas, que no terminarán jamás, en
“...eterno.” (id); y acerca de sus habitantes: “Éstos irán al
castigo eterno...” (Mt 25, 46). Para los que tenemos el
convencimiento de que la Biblia es Palabra de Dios, no
son necesarios más textos.
Las cuatro negaciones acerca del infierno:
1.
La privación de la vista de Dios o pena
de daño
2. El castigo infligido a las creaturas o
pena de sentido
3. La eternidad de las penas
4. El infierno “vacío”
En fin, no nos alcanzará la vida presente,
ni aún la eternidad, para dar gracias a Jesucristo que
“de Creador es venido a hacerse hombre, y de vida
eterna a muerte temporal, y así a morir por mis
pecados”108.
Nunca agradeceremos suficientemente la paciencia de Dios con nosotros que,
por estar en vida, todavía tenemos la esperanza de conversión.
Podríamos haber terminado nuestra existencia en esta tierra estando en
pecado y Él no lo permitió.
Debemos seguir pidiendo, todos los
días de nuestra vida, la gracia de las gracias, la
gracia de la perseverancia final, como lo hacemos en cada
Avemaría: “Ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora
de nuestra muerte”.
Y mucho más inteligente que proponer dudas acerca
del infierno, las cuales por otra parte hace siglos que
han sido resueltas por los Santos Padres y Doctores, vivamos
de manera que no vayamos a ir a él. Que
siempre será verdad, “Que al final de la jornada/ el
que se salva sabe/ y el que no, no sabe
nada”.
¿Qué significa descendió a los infiernos? |
Descenso del alma de Cristo, ya separada del cuerpo por la muerte, al lugar que también se llama "sheol" o "hades" |
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¿Qué significa descendió a los infiernos? |
En el Credo de los Apóstoles proclamamos que
Cristo "descendió a los infiernos". ¿Qué significa?
Este Credo, formulado en
el siglo V, se refiere al descenso del alma de
Cristo, ya separada del cuerpo por la muerte, al lugar
que también se llama "sheol" o "hades". El Cuarto Concilio
Lateranense, en el 1215, definió esta doctrina de Fe.
En
este caso "infierno" no se refiere al lugar de los
condenados sino que es "el lugar de espera de las
almas de los justos de la era pre-cristiana" (Ott, p.
191). Entre la multitud de justos allí esperando la
salvación, estaba San José, los patriarcas y los profetas, como
todos aquellos que murieron en paz con Dios. Todos necesitaban,
como nosotros, la salvación de Cristo para poder ir al
cielo.
Vea en las Sagradas Escrituras: Hechos 2,24; 2,31; Flp 2,
10, 1 Pedro 3,19-20, Ap 1,18, Ef 4,9.
Padres de la
Iglesia que enseñaron esta doctrina incluyen: San Justino, San Ireneo,
San Ignacio de Antioquía, Tertuliano, San Hipólito, San Agustín.
Santo Tomas
Aquino enseña que el propósito de Cristo en descender a
los infiernos fue liberar a los justos aplicándoles los frutos
de la Redención (S. Th. III, 52, 5).
El Catecismo
de la Iglesia Católica sobre esta doctrina:
Cristo descendió a los
infiernos
632 Las frecuentes afirmaciones del Nuevo Testamento según las
cuales Jesús "resucitó de entre los muertos" (Hch 3, 15;
Rm 8, 11; 1 Co 15, 20) presuponen que, antes
de la resurrección, permaneció en la morada de los muertos.
Es el primer sentido que dio la predicación apostólica al
descenso de Jesús a los infiernos; Jesús conoció la muerte
como todos los hombres y se reunió con ellos en
la morada de los muertos. Pero ha descendido como Salvador
proclamando la buena nueva a los espíritus que estaban allí
detenidos.
633 La Escritura llama infiernos, sheol o hades a la
morada de los muertos donde bajó Cristo después de muerto,
porque los que se encontraban allí estaban privados de la
visión de Dios. Tal era, en efecto, a la espera
del Redentor, el estado de todos los muertos, malos o
justos, lo que no quiere decir que su suerte sea
idéntica como lo enseña Jesús en la parábola del pobre
Lázaro recibido en el "seno de Abraham". "Son precisamente estas
almas santas, que esperaban a su Libertador en el seno
de Abraham, a las que Jesucristo liberó cuando descendió a
los infiernos".
Jesús no bajó a los infiernos para liberar
allí a los condenados ni para destruir el infierno de
la condenación, sino para liberar a los justos que le
habían precedido.
634 "Hasta a los muertos ha sido anunciada la
Buena Nueva..." (1 P 4, 6). El descenso a los
infiernos es el pleno cumplimiento del anuncio evangélico de la
salvación. Es la última fase de la misión mesiánica de
Jesús, fase condensada en el tiempo, pero inmensamente amplia en
su significado real de extensión de la obra redentora a
todos los hombres de todos 605 los tiempos y de
todos los lugares porque todos los que se salvan se
hacen partícipes de la Redención.
635 Cristo, por tanto, bajó
a la profundidad de la muerte para "que los muertos
oigan la voz del Hijo de Dios y los que
la oigan vivan". Jesús, "el Príncipe de la vida" (Hch
3, 15), aniquiló "mediante la muerte al señor de la
muerte, es decir, al diablo y libertó a cuantos, por
temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a
esclavitud" (Hb 2, 14-15). En adelante, Cristo resucitado "tiene las
llaves de la muerte y del Hades" (Ap 1, 18)
y "al nombre de Jesús toda rodilla se doble en
el cielo, en la tierra y en los abismos" (Flp
2, 10).
Un gran silencio se cierne hoy sobre la tierra;
un gran silencio y una gran soledad. Un gran silencio,
porque el Rey está durmiendo; la tierra está temerosa y
no se atreve a moverse, porque el Dios hecho hombre
se ha dormido y ha despertado a los que dormían
desde hace siglos ... En primer lugar, va a buscar
a nuestro primer padre, como a la oveja perdida.
Quiere
visitar a los que yacen sumergidos en las tinieblas y
en las sombras de la muerte; Dios y su Hijo
van a liberar de los dolores de la muerte a
Adán, que está cautivo, y a Eva, que está cautiva
con él ... Y, tomándolo de la mano, lo levanta
diciéndole: "Despierta, tú que duermes, y levántate de entre los
muertos y te iluminará Cristo". Yo soy tu Dios, que
por ti me hice hijo tuyo, por ti y por
todos estos que habían de nacer de ti ...
Despierta,
tú que duermes; porque yo no te he creado para
que estuvieras preso en la región de los muertos. Levántate
de entre los muertos; yo soy la vida de los
que han muerto".[500]
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Demonios: ángeles caídos |
Lucifer era uno de los ángeles más bellos y hermosos y su inteligencia también era aguda. |
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Demonios: ángeles caídos |
Los ángeles fueron creados con una naturaleza buena, eran libres,
bellos e inteligentes, según la categoría de cada cual. Ante
el primer acto libre se determinaban: Con Dios para siempre,
en el estado de gloria, o contra Él, también por
toda la eternidad.
Lucifer era uno de los ángeles más bellos
y hermosos (su nombre significa "lucero", la estrella radiante de
la mañana), y su inteligencia también era aguda y fascinante.
A tal punto que en el momento de la elección
se prefirió a sí mismo; prefirió buscar la felicidad, la
realización, la dicha, autocontemplándose, como iba a hacer Narciso que,
autocontemplando su belleza en las aguas del lago, cayó en
él y pereció ahogado.
Del mismo modo Lucifer, prefiriendo buscar su
felicidad en sí mismo y no en su Creador, consiguió
su eterna desdicha y desventura.
¿Pero es que no podía
preveerlo, ya que era tan aguda su inteligencia? Sí, lo
preveía, pero lo cegó lo inmediato.
Como a nosotros: Sabemos
las consecuencias nefastas, personales y sociales, de abandonar los caminos
de Dios, pero nos ciega el placer y la conveniencia
de lo inmediato, sin darnos espacio a recapacitar sobre las
consecuencias posteriores: así la fornicación, el adulterio, el robo, la
mentira, la coima, el ser corrupto... Sabemos que así la
cosa no va, pero hay una aparente "conveniencia" que nos
ciega en lo inmediato y perturba la serena reflexión del
momento del después.
Así pasó con quien ahora llamamos el
Demonio.
Jesús, en el evangelio de Lucas, capítulo 10 versículo 18
(Lc. 10, 18), dice que lo vió caer desde el
cielo como un rayo. Claro que lo vió como Hijo
eterno de Dios, igual al Padre, con Quien coexiste desde
siempre, antes de la creación corpórea de los seres, luego
de haber creado el mundo "invisible" (que son los ángeles).
En
el último libro del Nuevo Testamento y, por lo tanto,
de la Biblia, se narra su caía (la de Satanás),
la vista por Jesús antes de que las cosas comenzaran
a ser: Es en el Apocalipsis, capítulo 12, versículos 7
al 9 (Ap. 12, 7-9): Narra que hubo una gran
batalla en el cielo, donde el Arcángel Miguel combatió contra
el Demonio (a quien también se le dá el nombre
de Satanás, o Dragón. y se lo llama el seductor
del mundo entero), ambos al frente de grupos de ángeles.
Lucifer fué precipitado hacia la tierra, y luego de perseguir
a la Madre del Mesías, va a hacer la guerra
al resto de sus hijos, "los que guardan el testimonio
de Jesús", es decir, a los cristianos de cualquier denominación,
y aún a los hombre de buena voluntad que siguen
la verdad testificada por su conciencia, sagrario de Dios, pues
siguiendo la Verdad que ella les dicta, siguen al que
es la Verdad, el Camino y la Vida, es decir,
a Jesús, aunque sea implícitamente.
El profeta Isaías, unos
seis siglos antes de la venida de Jesús, también hace
referencia a su caída. Recordemos sus palabras, que podemos meditar
en el capítulo 14, versículos 12 al 15 (Is 14,
123-15): "¡Cómo has caído del cielo, Lucero de la aurora,
y estás tirado por tierra! Tú que decías: Escalaré los
cielos, pondré mi trono por encima de las estrellas, y
me sentaré en el monte más alto, en la cima
de la montaña celeste; escalaré las nubes, seré igual que
Dios. ¡Has caído en el Abismo, en lo más hondo
de la fosa!"
Se dice que arrastró a la tercera parte
de los ángeles, los que ahora llamamos demonios. La Biblia
hace referencia a ello cuando dice que "arrastró a la
tercera parte de las estrellas del cielo", teniendo por "estrellas
del cielo" a estas creaturas celestes.
Siempre las personas bellas y/o
inteligentes tienen cierto ascendiente sobre las demás, que muchas veces
las siguen y admiran, y más cuando poseen las dos
cualidades a la vez: Esto pasó ciertamente con los
ángeles de Dios que se dejaron "seducir" por Satanás. Pero
los buenos son los más, y ellos son los que
nos auxilian y acompañan, no permitiendo que "el enemigo del
género humano" (que querría ver nuestra eterna desdicha y destrucción),
tenga dominio sobre nosotros, si nos entregamos a Dios.
El libro
de la Sabiduría, en su capítulo 2 versículo 24, dice
que por envidia del Diablo entró la muerte en el
mundo, y la experimentan los que le pertenecen: muerte espiritual
y muerte física, que Jesús Resucitado vence con el don
de la gracia y la santidad, y con la vida
corporal eterna fruto de la Resurrección, de la Pascua: De
ambas cosas se hacen partícipes los que pertenecen a Jesús,
es decir, los cristianos.
Envidia de que el varón y la
mujer, siendo de naturaleza inferior (compuesto de materia y espíritu,
cuerpo y alma), sea elevado al estado de familiaridad con
Dios, destinado a la vida de la gracia y de
la gloria. De ahí deriva su "persecución infernal" para tratar
de "perder" al hombre.
Fué una caída (la de Satanás) fruto
de la soberbia y de la vanidad: Eligiéndose a sí
mismo quiso tener dominio sobre los demás. Buscó el poder
de Dios sin ser Dios. Fijémonos si muchos de nosotros
no lo tomamos actualmente como modelo, y le rendimos honor
y pleitesía, tratando de con-formarnos con sus antivalores, aunque no
lo digamos explícitamente.
Y su naturaleza quedó desequilibrada, repleto de odio
en su voluntad, "pervertido y pervertidor", como solía decir el
venerado Pablo VI, que aprovecha las "grietas de la psicología"
para influír en la naturaleza humana.
Allí donde ve duda,
desazón, falta de seguridad y de paz, carencia del sentido
de la vida y de los valores, aprovecha para reinar.
"Fue creado bueno por Dios, pero a sí mismo se
hizo malo".
¿Nos pasará a nosotros lo mismo?
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Los nombres del Demonio |
Los distintos nombres que se le da al Demonio nos introducen en el meollo de su actuación. |
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Los nombres del Demonio |
Los nombres que tiene el Demonio, ¿corresponden a su actuación?
En
el libro del Apocalipsis, capítulo 12, versículo 9, se habla
de los nombres del Demonio. Es con ocasión de
su desplazamiento del cielo cuando combaten contra él, el Arcángel
Miguel y sus Ángeles, y lo arrojan de ese lugar
beatífico, porque no hay más lugar para él allí después
de su caída. Se dice que fue arrojado el gran
Dragón, la Serpiente antigua, el llamado Diablo y Satanás, el
Seductor del mundo entero. Y sus Ángeles fueron arrojados con
él, es decir, los que siguieron su camino. Los distintos
nombres que aquí se le da al Demonio nos introducen
en el meollo de su actuación. Basta preguntarnos a
nosotros mismos, y contestaremos que el Dragón echa fuego por
la boca. Que la Serpiente es enroscada y venenosa.
Diablo,
del griego “diabolos”, significa una mente doble y perversa. Y
el nombre de Seductor se le aplica porque aparece como
“Ángel de luz”, presentando el mal como bien y viceversa,
para confundirnos y hacernos caer. El ángel es un ser
personal, que subsiste en sí mismo, pero que recibe su
existencia de parte de Dios. Lo mismo pasa con nosotros,
que también somos personas.
Tratemos de sacar alguna enseñanza:
1.
Sabemos lo que es echar fuego por la boca; más
de una vez se lo atribuimos a alguna persona por
sus expresiones, su enojo desordenado, sus insultos o sus críticas
malsanas.
2. También sabemos lo que es ser enroscado
o enroscada: Persona complicada, que no hace las cosas fáciles,
que “puede salir por cualquier lado”, que dice algo y
hace otra cosa, que no son claras sus intenciones, que
es difícil de tratar.
3. ¿Y alguien venenoso o venenosa?:
Es el que habla mal de otra persona, que denigra,
que calumnia, que difama, que desprecia, principalmente con sus palabras.
De todos estos nombres del Demonio, que delatan su actuación
furtiva y su psicología hostil, se desprenden tres consecuencias que
vamos a analizar, para tratar de no entrar en
su juego.
Estas consecuencias, fruto de su actuación en nosotros,
son: (a) la murmuración, (b) la difamación y (c)
la calumnia.
Son formas de matar o eliminar al otro,
al que no queremos; nos convertimos en homicidas, y en
seguidores del padre de los homicidas, Satanás (Jn . 8,
44).
a) Veamos el primero de ellos: La murmuración.
Vayamos a su significación etimológica: Según el Larousse Universal, murmullo
es “un ruido sordo y confuso que producen varias
personas hablando al mismo tiempo”, y también “las aguas corrientes”,
poniendo como ejemplo “el manso murmullo de un arroyo”. Pero
si vamos directamente a “murmuración”, dice “crítica o maledicencia”. Ordenemos
los términos, y digamos que la murmuración es cuando varias
personas hablan de otra, como el murmullo de un río
que arrastra sus piedritas, y es un ruido sordo porque
no permiten que otras que no estén unidas a ellas
participen o se enteren de lo que hablan. Si viene
alguien ajeno al grupo, se callan, para ver el grado
de involucración que demuestra el que se acerca. Consiste en
hablar de otro u otros, pero mal. Y no de
cosas desconocidas, sino conocidas por todos, y agrandándolas.
b) Distinta
es la difamación. En este caso, los complotados en contra
del ausente, hablan mal para hacerlo quedar aún peor, pero
con cosas que no son conocidas por los presentes, sino
sólo por el que las habla o algún otro.
c)
La calumnia es lo más aberrante. Es decir a otro
o a otros, con mentira, algo malo de alguien ausente.
Si
no queremos entrar en componendas con el Demonio, no seamos
caja de resonancia de sus nombres: 1. No echemos fuego
por la boca como el Dragón. 2. No seamos enroscados
y de intenciones poco claras como la serpiente. 3. No
seamos venenosos cuando nos referimos a nuestro prójimo ausente.
En fin:
No caigamos en la murmuración, en la difamación o en
la calumnia, que cotidianamente nos son presentadas por el “seductor
del mundo entero”.
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Citas de la Sagrada Escritura sobre el demonio |
Citas de la Sagrada Escritura sobre la existencia del demonio y su actuación sobre el hombre. |
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Citas de la Sagrada Escritura sobre el demonio |
1. Existencia
He visto a Satanás caer del cielo a manera
del relámpago. Lc 10, 18.
Vosotros sois hijos del diablo [...].
El fue homicida desde el principio, no permaneció en la
verdad. Jn 8, 44.
Dios no perdonó a los ángeles que
pecaron, sino que, amarrados con cadenas infernales, los precipitó al
abismo donde son atormentados. 2 Pdr 2, 4.
A los ángeles
que no conservaron su dignidad, sino que abandonaron su morada,
los echó (Dios) en el abismo tenebroso con cadenas eternas.
Jud 6.
Apartáos de mí, malditos, al fuego eterno, que fue
destinado para el diablo y sus ángeles. Mt 25, 41.
2.
Oposición entre Jesús y el diablo
Jesús fue conducido por el
Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo [...].
El diablo le dijo: Todas estas cosas te daré si
postrándote ante mí me adorares. Respondióle Jesús: Apártate de mí,
Satanás. Mt 4, 1-9; Mc 1, 12-13; Lc 4, 1-13.
El
enemigo que sembró la cizaña es el diablo. Mt 13,
39.
Los escribas decían: Esta poseido de Belcebú, y así por
arte del príncipe de los demonios es como lanza los
demonios. Mas les contestaba con estos similes: ¿Cómo puede Satanás
arrojar al mismo Satanás? Si un reino se divide no
puede subsistir Mc 3, 22-24; Mt 12, 24-32, Lc 11,
15-20.
Curó (Jesús) a muchas personas, afligidas de varias dolencias, y
lanzó a muchos demonios, sin permitirles decir que sabían quien
era. Mc 1, 34.
Señor, ten compasión de mi hijo, porque
es lunático [...] y lo he presentado a tus discípulos
y no han podido curarle. Jesús dijo: Traédmelo acá. Y
Jesús amenazó al demonio y salió del muchacho, que quedó
curado. Mt 17, 14-17; Mc 9, 17-28; Lc 9, 38-44.
Los
que creyeren lanzaran los demonios en mi nombre. Mc 16,
17.
Señor, hasta los demonios mismos se sujetan a nosotros por
la virtud de tu nombre. Lc 10, 17.
Un hombre poseido
del espíritu inmundo exclamó diciendo: ¿Qué tenemos nosotros que ver
contigo, oh Jesús Nazareno? ¿Has venido a perdernos? Mt 8,
29; Mc 1, 24; 5, 7; Lc 8, 28.
Ahora "el
príncipe de este mundo" va a ser lanzado fuera. Jn
12, 31.
¿Qué compañía puede haber entre la luz y las
tinieblas? ¿qué concordia entre Cristo y Belial? 2 Cor 6,
14-15.
3. Su actuación sobre el hombre
Sed sobrios y vigilantes: porque
vuestro enemigo el diablo anda girando como león rugiente alrededor
de vosotros, en busca de presa que devorar. I Pdr
5, 8.
Quisimos pasar a visitaros y en particular yo, Pablo,
lo he resuelto varias veces; pero Satanás nos lo ha
estropeado [...]. I Tes 2, 18.
Los que contradicen la verdad
[...] están enredados en los lazos del diablo, que los
tiene presos a su arbitrio. 2 Tim 2, 25-26.
Dijo también
el Señor: Simón, mira que Satanás va tras de vosotros
para zarandearos como el trigo. Mas yo he rogado por
ti. Lc 22, 31 -32.
El que oye la palabra del
reino y no para en ella su atención, viene el
mal espíritu y le arrebata aquello que se había sembrado
en su corazón. Mt 13, 19.
Se me ha dado el
estímulo de mi carne, un angel de Satanás para que
me abofetee. 2 Cor 12, 7.
El mismo Satanás se transforma
en angel de luz, así no es mucho que sus
ministros se transfiguren en ministros de justicia. 2 Cor 11,
14-15.
Satanás se apodero de Judas, el cual fue a tratar
con los príncipes de los sacerdotes Lc 22, 3-4; Jn
13, 17.
Temo que así como la serpiente engañó a Eva
con su astucia, así sean manchados vuestros espíritus. 2 Cor
11, 3.
Revestíos de toda la armadura de Dios, para poder
contrarrestar las asechanzas del diablo, pues [...] nuestra pelea es
contra los espíritus malignos. Efes 6, 11 - 12.
Si os
enojáis, no queráis pecar [...]. No déis lugar al diablo.
Efes 4, 26-27.
Éstos son espíritus de demonios, que hacen prodigios
y van a los reyes de la tierra para coaligarlos
en batalla el gran día del Dios todopoderoso. Apoc 16,
14.
Satanás saldrá de su prisión y engañará a las naciones
que hay sobre los cuatro ángulos del mundo. Apoc 20,
7.
Quien comete pecado, del diablo es; porque el diablo desde
el momento de su caída continúa pecando. Por eso vino
el Hijo de Dios, para deshacer las obras del diablo.
I Jn 3, 8.
Estad, pues, sujetos a Dios y resistid
al diablo y huirá de vosotros. Sant 4, 7.
Diversos Textos
sobre el demonio
Escogió el mal
Si miras hacia el sol serás
inmediatamente iluminado; si miras hacia la sombra, necesariamente quedarás rodeado
de tinieblas. El diablo es malo por haber escogido la
maldad libre y conscientemente, no porque su naturaleza esté de
por si en oposicion con el bien (SAN BASILIO, Sermón
15).
Su actuación constante cerca del hombre
Siempre está ojo avizor contra
nosotros el enemigo antiguo; no nos durmamos. Sugiere halagos, pone
celadas, introduce malos pensamientos y, para llevarnos a dolorosa ruina,
pone delante lucros y amenaza con perjuicios. Todos ahora y
cada uno es probado, cada cual a su modo (SAN
AGUSTÍN, Sermón 6).
Las cosas que proceden de la naturaleza y
las que parten de nuestra voluntad, son de poca importancia,
comparadas con la guerra implacable que nos tiene declarada el
demonio. (SAN JUAN CRISÓSTOMO,en Catena Aurea,vol I, p.374).
Nos dice también
San Pedro: Vigilad constantemente, pues el demonio esta rondando cerca
de vosotros como león rugiente, que busca a quien devorar.
Y el mismo Jesucristo nos dice: Orad sin cesar, para
que no caigais en la tentación: es decir, que el
demonio nos acecha en todas partes. De manera que es
preciso contar con que, en cualquier parte o en cualquier
estado que nos hallemos, nos acompañará la tentacion. (SANTO CURA
DE ARS, Sermón sobre las tentaciones).
Nuestro enemigo el diablo nos
rodea siempre, tratando de quitarnos la semilla de la palabra
que ha sido puesta en nosotros. (SAN ATANASIO, en Catena
Aurea, vol. Vl, p. 396).
La tentación
Como general competente que asedia
un fortín, estudia el demonio los puntos flacos del hombre
a quien intenta derrotar, y lo tienta por su parte
mas débil. (SANTO TOMÁS, Sobre el Padrenuestro, 1. c., p.
162).
Sus armas son la astucia, el engaño y la torpeza
espiritual y sus despojos los hombres engañados por él. (SAN
BEDA, en Catena Aurea, vol. Vl, p. 30).
Dos pasos del
diablo: primero engaña, y después de engañar intenta retener en
el pecado cometido. (SANTO TOMÁS, Sobre el Padrenuestro, 1. c.
, p. 163).
Las tentaciones de Nuestro Señor son también las
tentaciones de sus servidores de un modo individual. Pero su
escala, naturalmente, es diferente: el demonio no va a ofreceros
a vosotros ni a mi todos los reinos del mundo.
Conoce el mercado y, como buen vendedor, ofrece exactamente lo
que calcula que el comprador tomará. Supongo que pensará, con
bastante razón, que la mayor parte de nosotros podemos ser
comprados por cinco mil libras al año, y una gran
parte de nosotros por mucho menos. Tampoco nos ofrece sus
condiciones de modo tan abierto, sino que sus ofertas vienen
envueltas en toda especie de formas plausibles. Pero si ve
la oportunidad, no tarda mucho en señalarnos a vosotros y
a mi como podemos conseguir aquello que queremos si aceptamos
ser infieles a nosotros mismos y, en muchas ocasiones, si
aceptamos ser infieles a nuestra lealtad católica. (R. A.KNOX, Sermones
pastorales, P. 79).
Trata siempre de sembrar la confusión
E1 diablo no
permite a aquellos que no velan, que vean el mal
hasta que lo han consumado. (SAN JUAN CRISÓSTOMO, en Catena
Aurea, vol. III, p. 345).
Suponed, por ejemplo, que sobre las
calles de una populosa ciudad cayera de repente la oscuridad;
podeis imaginar, sin que yo os lo cuente, el ruido
y el clamor que se produciría. Transeuntes, carruajes, coches, caballos,
todos se hallarían mezclados. Así es el estado del mundo.
El espíritu maligno que actúa sobre los hijos de la
incredulidad, el dios de este mundo, como dice S. Pablo,
ha cegado los ojos de los que no creen, y
he aquí que se hallan forzados a reñir y discutir
porque han perdido su camino; y disputan unos con otros,
diciendo uno esto y otro aquello, porque no ven. (CARD.J.
H. NEWMAN, Sermón para el Domingo 11 de Cuaresma. Mundo
y pecado).
El lobo roba y dispersa las ovejas, porque a
unos los arrastra a la impureza, a otros inflama con
la avaricia, a otros los hincha con la soberbia, a
otros los separa por medio de la ira, a este
le estimula con la envidia, al otro le incita con
el engaño. De la misma manera que el lobo dispersa
las ovejas de un rebaño y las mata, así también
hace el diablo con las almas de los fieles por
medio de las tentaciones. (SAN GREGORIO MAGNO, Hom. 14 sobre
los Evang.).
Siendo un angel apóstata, no alcanza su poder más
que a seducir y apartar el espíritu humano para que
viole los preceptos de Dios, oscureciendo poco a poco el
corazon de aquellos que tratarían de servirle, con el propósito
de que olviden al verdadero Dios, sirviéndole a él como
si fuera Dios. Ésto es lo que descubre su obra
desde el principio. (SAN IRENEO, Trat. contra las herejías, 5).
Perverso
maestro es el diablo, que mezcla muchas veces lo falso
con lo verdadero, para encubrir con apariencia de verdad el
testimonio del engaño. (SAN BEDA, en Catena Aurea, vol. IV,
p. 76).
En la hora de la muerte
Debemos procurar pensar con
santo temor cuán furioso y terrible se presentará el demonio
en el dia de nuestra muerte, buscando en nosotros sus
obras; cuando vemos que se presentó a Dios al morir
en su carne, y buscó alguna de sus obras en
Aquel en quien nada pudo encontrar. (SAN GREGORIO MAGNO, Hom.
39 sobre los Evang.).
Trata de aprovechar cualquier circunstancia y estado
de ánimo especialmente la tristeza
Alguien podría quiza preguntar: ¿cómo se
explica que el diablo utilice las citas de la Sagrada
Escritura?
No tiene mas que abrir el Evangelio y leer. Encontrará
escrito: Entonces el diablo lo tomó —se trata del Señor,
del Salvador— y lo puso sobre lo alto del templo
y le dijo: si eres el Hijo de Dios, échate
de aquí abajo; pues está escrito: te he encomendado a
los ángeles, los cuales te tomarán en sus manos para
que tu pie no tropiece con ninguna piedra (Mt 4,
5-6).
¿Qué no hará a los pobres mortales el que tuvo
la osadía de asaltar, con testimonios de la Escritura, al
mismo Señor de la majestad? (SAN VICENTE DE LERINS, Conmonitorio,
n. 26).
Después (de cometido el mal) el diablo exageró de
tal manera su tristeza que llegó a perder al desgraciado.
Algo semejante pasó en Judas, pues después que se arrepintió
no supo contener su corazón, sino que se dejo llevar
por la tristeza inspirada por el diablo, la cual le
perdió. (ORIGENES, en Catena Aurea, vol. III, p. 346).
El pecador
queda, en cierto modo, bajo la potestad del demonio
De la
misma manera que la nave (una vez roto el timón)
es llevada a donde quiere la tempestad, así también el
hombre, cuando pierde el auxilio de la gracia divina por
su pecado, ya no hace lo que quiere, sino lo
que quiere el demonio. (SAN JUAN CRISÓSTOMO, en Catena Aurea,
vol. III, p.
Cuando el demonio se aparta de alguno, acecha
el instante oportuno, y cuando le ha inducido a un
segundo pecado, acecha la ocasión para el tercero. (ORIGENES, en
Catena Aurea, vol. III, p. 346).
No tiene tanto poder para
vencernos como para tentarnos. Incluso tiene limitado el poder de
tentar
El afirmar que éstos enemigos se oponen a nuestro progreso,
lo decimos solamente en cuanto nos mueven al mal, no
que creamos que nos determinen efectivamente a él. Por lo
demás, ningún hombre podría en absoluto evitar cualquier pecado, si
tuvieran tanto poder para vencernos como lo tienen para tentarnos.
Si por una parte es verdad que tienen el poder
de incitarnos al mal, por otra es tambien cierto que
se nos ha dado a nosotros la fuerza de rechazar
sus sugestiones y la libertad de consentir en ellas. Pero
si su poder y sus ataques engendran en nosotros el
temor, no perdamos de vista que contamos con la protección
y la ayuda del Señor. Su gracia combate a nuestro
favor con un poder incomparablemente superior al de toda esa
multitud de adversarios que nos acosan. Dios no se limita
únicamente a inspirarnos el bien. Nos secunda y nos empuja
a cumplirlo. Y más de una vez, sin percatarnos de
ello y a pesar nuestro, nos atrae a la salvación.
Es, pues, un hecho cierto que el demonio no puede
seducir a nadie, si no es a aquel que libremente
le presta el consentimiento de su voluntad. (CASIANO, Colaciones, 7).
El
diablo tiene un cierto poder; sin embargo, las más de
las veces quiere hacer daño y no puede porque éste
poder está bajo otro poder [...], ya que Quien da
facultad al tentador, da tambien su misericordia al que es
tentado. Ha limitado al diablo los permisos de tentar. (SAN
AGUSTIN, Sobre el Sermón de la Montaña, 2).
El diablo no
puede dominar a los siervos de Dios que de todo
corazón confían en Él. Puede, sí, combatirlos, pero no derrotarlos.
(PASTOR DE HERMAS, Epílogo sobre los Mandamientos, 2).
No conoce directamente
la naturaleza de nuestros pensamientos
Los espíritus inmundos no pueden conocer
la naturaleza de nuestros pensamientos. Únicamente les es dado columbrarlos
merced a indícios sensibles o bien examinando nuestras disposiciones, nuestras
palabras o las cosas hacia las cuales advierten una propensión
por nuestra parte. En cambio, lo que no hemos exteriorizado
y permanece oculto en nuestras almas les es totalmente inaccesible.
Inclusive
los mismos pensamientos que ellos nos sugieren, la acogida que
les damos, la reacción que causan en nosotros, todo ésto
no lo conocen por la misma esencia del alma 1~],
antes bien, por los movimientos y manifestaciones del hombre exterior.
(CASIANO, Colaciones, 7).
Es como un gran perro encadenado, que solamente
muerde a quienes se le acercan demasiado
Nos dice San Agustin,
para consolarnos, que el demonio es un gran perro encadenado,
que acosa, que mete mucho ruido, pero que solamente muerde
a quienes se le acercan demasiado. (SANTO CURA DE ARS,
Sermón sobre las tentaciones).
Ayuda de los Sacramentos, de la oración,
de la limosna y de los sacramentales para vencer la
tentación
Me dices que por qué te recomiendo siempre, con tanto
empeño, el uso diario del agua bendita. Muchas razones te
podría dar. Te bastará, de seguro, ésta de la Santa
de Avila: "De ninguna cosa huyen más los demonios, para
no tornar, que del agua bendita" (J. ESCRIVA DE BALAGUER,
Camino, n. 5t2).
Dios nos envía amigos, ora sea un santo,
ora un angel, para consolarnos [...]; nos hace sentir con
mayor fuerza la eficacia de sus gracias a fin de
fortalecernos y armarnos de valor. Mas, al recibir los sacramentos,
no es un santo o un angel, es Él mismo
quien viene revestido de todo su poder para aniquilar a
nuestro enemigo. El demonio, al verle dentro de nuestro corazón,
se precipita a los abismos; aquí tenéis, pues, la razón
o motivo por el cual el demonio pone tanto empeño
en apartarnos de ellos, o en procurar que los profanemos.
En cuanto una persona frecuenta los sacramentos, el demonio pierde
todo su poder sobre ella. (SANTO CURA DE ARS, Sermón
sobre la perseverancia)
(Mas líbranos del mal). Nada queda ya que
deba pedirse al Señor cuando hemos pedido su protección contra
todo lo malo; la cual, una vez obtenida, ya podemos
considerarnos seguros contra todas las cosas que el demonio y
el mundo pueden hacer. ¿Qué miedo puede darnos el siglo,
si en el tenemos a Dios por defensor? (SAN CIPRIANO,
en Catena Aurea, vol. II, pp. 371-372).
Ningún poder humano puede
ser comparado con el suyo y sólo el poder divino
lo puede vencer y tan sólo la luz divina puede
desenmascarar sus artimañas. El alma que hubiera de vencer la
fuerza del demonio no lo podrá conseguir sin oración ni
podrá entender sus engaños sin mortificación y sin humildad (SAN
JUAN DE LA CRUZ, Cántico espiritual, 3, 9).
Donde se da
limosna no se atreve a penetrar el diablo. (SAN JUAN
CRISÓSTOMO, Hom. sobre la l.a Epístola a los Colosenses, 35).
La
ayuda del Ángel Custodio
Acude a tu Custodio, a la hora
de la prueba, y te amparará contra el demonio y
te traerá santas inspiraciones. (J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n.
567).
El humilde vence al demonio
Refiérese en la vida de San
Antonio que Dios le hizo ver el mundo sembrado de
lazos que el demonio tenía preparados para hacer caer a
los hombres en pecado. Quedó de ello tan sorprendido que
su cuerpo temblaba como la hoja de un árbol, y
dirigiéndose a Dios le dijo: "Señor, ¿quién podre escapar de
tantos lazos?" Y oyó una voz que le dijo: "Antonio,
el que sea humilde; pues Dios da a los humildes
la gracia necesaria para que puedan resistir a las tentaciones;
mientras permite que el demonio se divierta con los orgullosos,
los cuales caerán en pecado en cuanto sobrevenga la ocasión.
Mas a las personas humildes el demonio no se atreve
a atacarlas" (SANTO CURA DE ARS, Sermón sobre la humildad).
La
ayuda de la Virgen
El príncipe de este mundo ignora la
virginidad de Maria y su parto y la muerte del
Señor: tres misterios resonantes cumplidos en el silencio de Dios.
(SAN IGNACIO DE ANTIOQUIA, Carta a los Tralianos, 9, 1).
¿Que
por momentos te faltan las fuerzas?—¿,Por que no se lo
dices a tu Madre: consolatrix afflictorum, auxilium christianorum... spes postra,
regina apostolorum? (J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 515).
¡Que cosas
nos dicen los santos de Maria! ¡Quien volvio a su
casa sin alegria ni gozo, despues de haber pedido a
Maria, la Madre del Señor, lo que deseaba? (SAN AMADEO,
Homilfas).
Asi como Eva fue seducida por un angel para que
se alejara de Dios, desobedeciendo su palabra, asi Maria fue
notificada por otro angel de que llevaría a Dios en
su seno, si obedecia su palabra. Y como aquella fue
inducida a no obedecer a Dios, asi esta fue persuadida
a obedecerlo, y de esta manera la Virgen Maria se
convirtio en abogada de la virgen Eva. (SAN IRENEO, Trat.
contra las herejias, 5).
En todo peligro puedes alcanzar la salvacion
de esta Virgen gloriosa; por eso se dice: Mil escudos—mil
remedios contra los peligros—cuelgan de ella (Cant 4, 4). Igualmente,
para cualquier obra virtuosa puedes invocarla en tu ayuda; por
eso dice Ella misma: En mi esta toda esperanza de
vida y de virtud. (Eclo 24, 25) (SANTO TOMAS, Sobre
el Avemaria, 1. c., p. 182).
Demonio.- "Nadie conoce los lazos
en que está preso, ni los que el demonio le
prepara: nosotros somos semejantes a las gentes entregadas al vino,
que no perciben los cordeles con que los van a
atar, ni sienten cuando los atan. (s. Efren., -de morb.ing.-
sent. 9, Tric. T. 3, p.78.)"
"Dios clama por sus Profetas,
por sus Apóstoles y Evangelistas, y pocos oyen su voz;
el diablo llama a los hombres por medio de los
bailes, canciones y músicas, y junta una infinidad de gentes.
(S. Efren., -Cont. neg. resurrec.- sent. 16, Tric. T. 3,
p. 80.)"
"Cuando los demonios se esfuerzan en abatir al alma
con el temor y desesperación, otro tanto la levanta la
memoria de la misericordia divina con la esperanza de los
bienes eternos. Porque Aquel que nos dijo, que era necesario
perdonar, no sólo siete veces, sino setenta veces siete, perdonará
con más bondad a los que esperan de El su
salud. (S. Efren., -de Humilit. compar.- sent. 22, Tric. T.
3, p. 80.)"
"El demonio no se introduce tan fácilmente con
la tentación de la gloria humana en los espíritus perezosos
y tibios, o en los rudos y pesados, como en
los que son más fervorosos y más ricos de méritos
y buenas obras: muchas veces derriba con la elevación del
orgullo a los que no ha podido mover en otros
puntos con los esfuerzos más violentos; pues juzga que cuanto
más se han elevado en santidad, más proporcionados los tendrá
para caer en sus emboscadas. (S. Ambrosio, -Epist. 84,- sent.
168, Tric. T. 4, p. 348.)"
"Veía yo a Satanás que
caía del cielo como un rayo: no temamos, pues, a
un enemigo tan débil que tiene que caer. Le dio
el Señor libertad para tentar; pero no le concedió facultad
para derribar, si el afecto, por no invocar el auxilio,
no se resbala con facilidad. (S. Ambrosio, lib. de Parad.,
c. 2, sent. 2, adic. Tric. T. 4, p. 393.)"
"Todo
nuestro trabajo y toda la perfección de nuestra vida, consiste
en la vigilancia de nuestro corazón y en el desasimiento
de nuestra propia voluntad, por ser incapaces de ver sus
tinieblas y de descubrir las emboscadas que nuestro enemigo tiene
ocultas, si nuestro espíritu no se desprende de] cuidado de
las cosas exteriores, y no entra con aplicación con el
examen de sí mismo. (S. Paulino, Ep. 24, ad Sever.,
sent. 3, Tric. T. 5, p. 330.)"
"En toda la figura
de este mundo que pasa, y por medio de los
ojos, da deleite al corazón, tiene el demonio tendidas las
redes; en su hermosura está el lazo y la espada
de la muerte. (S. Paulino, Ep. 2, ad Sever., sent.
3, adic. Tric. T. 5, p. 360.)"
"El demonio se esfuerza
contra vosotros con mayor rabia cuando ve que procuramos arreglar
nuestra vida; y cuando advierte que hemos trabajado en llenar
el navío de nuestro corazón con más preciosos tesoros de
gracias, hace todo cuanto puede para cansamos un naufragio mortal.
(S. Juan Crisóst., sent. 1, Homil. 1, ad popul. Antioch.,
Tric. T. 6, p. 300.)"
"Si el demonio no se atreve
a entrar en ninguna casa en donde está el Evangelio,
mucho menos se atreverá a entrar o introducir el pecado
en un alma que continuamente se emplea en leerle. Santificad,
pues, vuestra alma y vuestro cuerpo teniendo siempre en vuestro
cuerpo y en vuestra alma el Santo Evangelio. (S. Juan
Crisóst., Horni. 32, in c. 3, S. Joann., sent. 79,
Tric. T. 6, p. 313.)"
"Entre tanto que el demonio nos
combatiere sólo por fuera, seremos bastante fuertes para resistirle; pero
si le abrimos una vez la puerta de nuestra alma
y dejamos entrar este peligroso enemigo, sabed que ya no
tendremos fuerzas para defendernos. (S. Juan Crisóst., Sern. de pec.
non evulg., n. 4, sent. 224, Trie. T. 6, p.
345.)"
" ¡Qué astuto es el diablo! Como sabe que en
la oración alcanzamos de Dios grandes gracias, se esfuerza cuanto
puede para apartar las almas imprudentes de un ejercicio tan
útil. (S. Juan Crisóst., Sen-n. de Canan., n. 10, sent.
247, Tric. T. 6, p. 350.)"
"Dios prometió un Reino y
los hombres le desprecian. El diablo les prepara un infierno,
y le honran y obedecen, siendo así, que el uno
es Dios, y el otro no es más que un
demonio y la más vil de todas las criaturas. (S.
Juan Crisóst., Homi. 6, c. 2, sent. 263, Tric. T.
6, p. 354.)"
"Aunque el demonio es el que nos inspira
el amor carnal, con todo eso, de nosotros mismos viene;
porque proviene de las compañías, de las lisonjas y de
la ociosidad. A la verdad, que tiene tanta fuerza la
costumbre, que impone como una necesidad a la naturaleza.
Si la
costumbre tiene eficacia para producir el amor malo, no tiene
menos para extinguirlo, y así hemos visto que muchos han
dejado de amar, porque han cesado de ver. (S. Juan
Crisóst., Homi. 5, c. 5, ad Corinth., sent. 335, Tric.
T. 6, p. 373.)"
"Así como los que cantan los Salmos
están llenos del Espíritu Santo, así los que cantan canciones
disolutas y diabólicas están llenos del espíritu inmundo. (S. Juan
Crisóst., Hom]. 19, sent. 346, Tric. T. 6, p. 376.)"
"El
que siempre tiene el infierno delante, no caerá en él:
como al contrario, no le evitará el que le desprecia.
(S. Juan Crisóst., Homl. 2, in e. 1, ad Tesal.,
sent. 365, Tric. T. 6, p. 379.)"
"Dios no permite que
el demonio tiente a los fieles, sino en lo preciso
para su adelantamiento espiritual. (S. Agust., Saim. 63, sent. 98,
Tric. T. 7, p. 4o3.)"
"El diablo sólo persigue a los
buenos y no a los malos, porque estos son sus
amigos y hacen siempre su voluntad. (S. Cesáreo de Arnés,
Serm. 10, sent. 2, Tric. T. 9, p. 44.)"
"Acuérdate, infeliz,
que vas caminando entre los lazos del demonio; los cuales,
pro todas partes nacen debajo de tus pies: despierta temiendo
que tu sueño te precipite en la sombra de una
funesta muerte. Desengáñate de la ilusión de una vida larga
sobre la tierra, no sea que este error te mantenga
en el estado de la culpa y te tenga por
más tiempo encerrado en los hábitos perniciosos. Ruega sin cesar
a Jesucristo, tu Salvador, que haga que todas las aficiones
de tu corazón lleven los frutos de una tierra excelente,
y que toda tu vida sea como una fecunda vid,
cuyo fruto merezca ser ofrecido a Dios, y que la
reciba su Divina Majestad con complacencia. (S. Anselmo, Exhort., ad
Contempt. temporal., sent. 2, Tric. T. 9, p. 338.)"
"Más atrevido
es el enemigo para envestir por la espalda, que para
resistir cara a cara. (S. Bern., Ep. 11, n. 12,
sent. 36, Tric. T. 10, p. 324.)"
"No hay seguridad para
el que duerme cerca de una serpiente. (S. Berna., Ep.
241, sent. 60, Trie. T. 10, p. 325.)"
"El que rehusa
seguir los preceptos, favorece al tentador. (S. Bern., Serm. 77,
in Cant., sent. 133, Tric. T. 10, p. 330.)"
"Lo que
principalmente persigue el demonio es la perseverancia, porque sabe que
a sólo ella se corona. (S. Bem., Ep. 24, sent.
147. Tric. T. 10, p. 330.)"
"Es cambio infeliz y de
la mayor locura, por huir del trabajo humano, escoger con
el demonio los ardores eternos. (S. Bern., Tract.de Cont. mund.,
ad Cler., n. 27,ent. 167, tric. T. 10, p. 332.)"
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El infierno como rechazo definitivo de Dios |
Catequesis de SS Juan Pablo II sobre el Cielo, Infierno y Purgatorio. |
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El infierno como rechazo definitivo de Dios |
Catequesis de S.S. Juan Pablo II en la audiencia general
de los miércoles 28 de junio de1999
1. Dios es Padre infinitamente
bueno y misericordioso. Pero, por desgracia, el hombre, llamado a
responderle en la libertad, puede elegir rechazar definitivamente su amor
y su perdón, renunciando así para siempre a la comunión
gozosa con él. Precisamente esta trágica situación es lo que
señala la doctrina cristiana cuando habla de condenación o infierno.
No se trata de un castigo de Dios infligido desde
el exterior, sino del desarrollo de premisas ya puestas por
el hombre en esta vida. La misma dimensión de infelicidad
que conlleva esta oscura condición puede intuirse, en cierto modo,
a la luz de algunas experiencias nuestras terribles, que convierten
la vida, como se suele decir, en «un infierno».
Con todo,
en sentido teológico, el infierno es algo muy diferente: es
la última consecuencia del pecado mismo, que se vuelve contra
quien lo ha cometido. Es la situación en que se
sitúa definitivamente quien rechaza la misericordia del Padre incluso en
el último instante de su vida. 2. Para describir esta realidad,
la sagrada Escritura utiliza un lenguaje simbólico, que se precisará
progresivamente. En el Antiguo Testamento, la condición de los muertos
no estaba aun plenamente iluminada por la Revelación. En efecto,
por lo general, se pensaba que los muertos se reunían
en el sheol, un lugar de tinieblas (cf. Ez 28,
8. 31, 14; Jb 10, 21 ss; 38, 17; Sal
30, 10; 88, 7.13), una fosa de la que no
se puede salir (cf. Jb 7, 9), un lugar en
el que no es posible dar gloria a Dios (cf.
Is 38, 18; Sal 6, 6).
El Nuevo Testamento proyecta nueva
luz sobre la condición de los muertos, sobre todo anunciando
que Cristo, con su resurrección, ha vencido la muerte y
ha extendido su poder liberador también en el reino de
los muertos.
Sin embargo, la redención sigue siendo un ofrecimiento de
salvación que corresponde al hombre acoger con libertad. Por eso,
cada uno será juzgado «de acuerdo con sus obras» (Ap
20, 13). Recurriendo a imágenes, el Nuevo Testamento presenta el
lugar destinado a los obradores de iniquidad como un horno
ardiente, donde «será el llanto y el rechinar de dientes»
(Mt 13, 42; cf. 25, 30. 41) o como la
gehenna de «fuego que no se apaga» (Mc 9, 43).
Todo ello es expresado, con forma de narración, en la
parábola del rico epulón, en la que se precisa que
el infierno es el lugar de pena definitiva, sin posibilidad
de retorno o de mitigación del dolor (cf. Lc 16,
19-31).
También el Apocalipsis representa plásticamente en un «lago de fuego»
a los que no se hallan inscritos en el libro
de la vida, yendo así al encuentro de una «segunda
muerte» (Ap 20, 13 ss). Por consiguiente, quienes se obstinan
en no abrirse al Evangelio, se predisponen a «una ruina
eterna, alejados de la presencia del Señor y de la
gloria de su poder» (2 Ts 1, 9).
3. Las imágenes
con las que la sagrada Escritura nos presenta el infierno
deben interpretarse correctamente. Expresan la completa frustración y vaciedad de
una vida sin Dios. El infierno, más que un lugar,
indica la situación en que llega a encontrarse quien libre
y definitivamente se aleja de Dios, manantial de vida y
alegría. Así resume los datos de la fe sobre este
tema el Catecismo de la Iglesia católica: «Morir en pecado
mortal sin estar arrepentidos ni acoger el amor misericordioso de
Dios, significa permanecer separados de él para siempre por nuestra
propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de
la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo
que se designa con la palabra infierno» (n. 1033).
Por eso,
la «condenación», no se ha de atribuir a la iniciativa
de Dios, dado que en su amor misericordioso él no
puede querer sino la salvación de los seres que ha
creado. En realidad, es la criatura la que se cierra
a su amor. La «condenación», consiste precisamente en que el
hombre se aleja definitivamente de Dios por elección libre y
confirmada con la muerte, que sella para siempre esa opción.
La sentencia de Dios ratifica ese estado.
4. La fe cristiana
enseña que, en el riesgo del «sí» y del «no»
que caracteriza la libertad de las criaturas, alguien ha dicho
ya «no». Se trata de las criaturas espirituales que se
rebelaron contra el amor de Dios y a las que
se llama demonios (cf. concilio IV de Letrán: DS 800-801).
Para nosotros, los seres humanos, esa historia resuena como una
advertencia: nos exhorta continuamente a evitar la tragedia en la
que desemboca el pecado y a vivir nuestra vida según
el modelo de Jesús, que siempre dijo «sí» a Dios.
La
condenación sigue siendo una posibilidad real, pero no nos es
dado conocer, sin especial revelación divina, si los seres humanos,
y cuáles, han quedado implicados efectivamente en ella. El pensamiento
del infierno -y mucho menos la utilización impropia de las
imágenes bíblicas- no debe crear psicosis o angustia; pero representa
una exhortación necesaria y saludable a la libertad, dentro del
anuncio de que Jesús resucitado ha vencido a Satanás, dándonos
el Espíritu de Dios, que nos hace invocar «Abba, Padre»
(Rm 8, 15; Ga 4, 6).
Esta perspectiva, llena de esperanza,
prevalece en el anuncio cristiano. Se refleja eficazmente en la
tradición litúrgica de la Iglesia, como lo atestiguan por ejemplo,
las palabras del Canon Romano: «Acepta, Señor, en tu bondad
esta ofrenda de tus siervos y de toda tu familia
santa (...), líbranos de la condenación eterna y cuéntanos entre
tus elegidos».
Catequesis de SS Juan Pablo II sobre
el Purgatorio.
Catequesis de SS Juan Pablo II sobre
el Cielo
El Infierno. Discurso desde la Suma |
Tratado de los Novísimos o escatológicos: Rechazo.
Penas del Infierno. Misericordia divina. Eternidad. Infierno de Cristo.
De los santos... |
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El Infierno. Discurso desde la Suma |
TRATADO DE LOS NOVISIMOS O ESCATOLOGICOS: EL INFIERNO (15)
Ya sabemos
que el tratado de los Novísimos, aunque es de santo
Tomás, no pertenece a la Suma, sino al Comentario de
Santo Tomás al Maestro de las Sentencias de Pedro Lombardo.
Es una obra del Angélico veinte años más joven, por
tanto, desprovista de la sobriedad y madurez del autor de
la Suma y como comentario de otro texto, más explícita
y con menos academicismo y concisión de tesis.
ERRORES
Muchos
admiten la existencia del infierno, pero niegan la eternidad de
sus castigos. Los Condicionalistas sólo admiten la inmortalidad del alma
y aseguran que luego de sufrir cierta cantidad de sufrimiento
las almas de los condenados serán aniquiladas. Así los Gnósticos,
los Valentinianos, Arnobius, los Socinianos y muchos protestantes tanto en
el pasado como en nuestros tiempos. Los Universalistas, los Origenistas
y Misericordes de quienes habla San Agustín, enseñan que al
final, los condenados lograrán la bienaventuranza.
Algunos, como Scoto Eriugena,
se adhirieron a esta opinión. Entre los católicos, Hirscher y
Schell recientemente, han expresado que los que no mueren en
estado de gracia aún pueden convertirse después de la muerte
si no son demasiado malvados e impenitentes.
Gregorio de Nisa
parece haber aceptado los errores de Orígenes; y muchos creen
que sus opiniones están en armonía con la doctrina Católica.
Pero la Biblia es bastante explícita en la enseñanza de
la eternidad de las penas del infierno y la Iglesia
profesa su fe en la eternidad de las penas del
infierno en términos claros en el Credo Atanasiano (Denz 40),
en decisiones doctrinales (véase Denzinger 211, 410, 429, 807, 835,
915), y en muchos textos de la liturgia; y nunca
ora por los condenados. La Iglesia expresamente enseña la eternidad
de las penas del infierno como una verdad de fe
que nadie puede negar o cuestionar sin caer en manifiesta
herejía.
Dejando los antiguos, sólo interesantes para los eruditos, quiero
fijarme más en los recientes o, más bien, actualizados, por
su conocimiento y la necesidad de precaverse de ellos en
la actualidad, como son los adventistas, el Cientismo, la gnosis
y la masonería, que se opone a toda la fe
cristiana.
1. Explicación humana del rechazo
2. Pruebas de la Escritura y del Magisterio.
3.
Palabras de Jesús.
4. La Misericordia, en la base
del concepto cristiano de Dios.
5. La Justicia y
la Misericordia.
6. La hora de la Justicia.
7. Las dos penas del Infierno.
8. Intervención de
la Misericordia.
9. Misericordia y verdad.
10. Eternidad
del Infierno.
11. Bodhisattva en el Budismo.
12.
La grandeza del hombre.
13. El Infierno de Cristo.
14. El Infierno de los santos.
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|
El Cielo y el Infierno... es para toda la eternidad. |
Conferencia sobre el Cielo y el Infierno, por el P Jorge Loring SJ. |
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El Cielo y el Infierno... es para toda la eternidad. |
(Conferencia pronunciada en la Escuela de Enfermeras de Salus
Infirmorum. Madrid) Vamos a dedicar este rato a hablar de
dos temas, de los cuales hoy se habla muy poco.
Sin embargo, los dos son dogmas de fe. Voy a
hablar del cielo y del infierno. El título de esta
conferencia es: «EI cielo: la felicidad de amar»; y «El
infierno: el fracaso definitivo». *** Primero. El cielo, la felicidad
de amar. Porque eso es el cielo. El catecismo decía:
¿Qué es el cielo? El conjunto de todos los bienes
sin mezcla de mal alguno. Está bien dicho. El conjunto
de todos los bienes sin mezcla de mal alguno. Yo
me acuerdo que de pequeño, cuando me aprendí el catecismo,
yo preguntaba: -¿En el cielo hay bicicletas? Porque yo, a mi
edad, ¿cómo podía ser feliz en el cielo si no
tengo bicicleta? Si para mí lo mejor del mundo era
la bicicleta. En cielo tenía que haber bicicletas. Porque si
no hay bicicletas, yo en el cielo no podía ser
feliz. Y a mí me decían: - Sí hombre, sí; allí
tendrás todo lo que quieras. Ahora comprendo que en cielo no
hay bicicletas. Ni falta que hace. Sin embargo, seremos felices
en el cielo. *** Y, ¿en qué consiste esta suprema,
máxima, saciativa, insuperable felicidad en el cielo? En el amor.
Pero no en el amor físico, que es el que
se propagandea aquí en la tierra. Aquí en la tierra
las películas, las novelas, la televisión a todas horas, ¿cómo
expresan la felicidad? En la cama. Como si eso fuera
la suprema felicidad del hombre. ¡Qué equivocación! Esa no es
la felicidad del hombre. El amor físico, el sexo, no
es la felicidad del hombre. Si eso fuera así, las
personas más felices del mundo serían las prostitutas. Y es
evidente que la prostituta no es una mujer feliz.
¿Cómo se
llaman los libros que hablan de la prostitución? «La esclavitud
de la mujer»; «Las esclavas del siglo XX». Decía una
carta de una prostituta que apareció asesinada en la carretera
de Barajas, en Madrid: «Me asquea mi profesión. Estoy deseando
dejar esto».
Es curioso que ellas llaman de descanso al día
que no se acuestan con nadie. Éste es su día
de descanso. No acostarse con nadie. Por mucho que nos
quieran meter por los ojos que la vida sexual es
lo más maravilloso. No señor. Se puede ser muy feliz
sin vida sexual. Con tal que haya amor. ¿Qué hace
feliz al hombre? El amor. En el matrimonio se incluye
el sexo; pero no hace falta el sexo para ser
feliz.
Me acuerdo que un día de San Valentín, salieron en
la tele dos vejetes. Ellos se amaban con delirio. Los
dos hechos dos tortolitos. Y a esa edad, ¡qué vida
sexual, ni qué belleza! Nada. Pero felices los dos vejetes.
De vida sexual, cero. De belleza, cero. Pero se amaban
con locura. ¡Felices los dos!
A veces leemos en la prensa
que un matrimonio se muere uno detrás del otro. Uno
se muere por enfermedad, y el otro se muere de
pena. No puede sobrevivir al ser querido. Se le ha
muerto su ser querido, y se muere de pena. Se
amaban con delirio. Eran felices amándose sin vida sexual. Amor,
amor, sólo amor. Si amas, eres feliz; y si no
amas, no serás feliz. Aunque tengas de todo.
Los sacerdotes conocemos
mejor que nadie la vida, porque la gente nos abre
su corazón y sabemos la verdad. No lo que dicen
en la calle. No. La verdad. Nadie viene al sacerdote
a engañarle. Sería de idiota. Porque si al sacerdote vienes
a buscar consejo, a buscar ayuda, le dices la verdad.
Como al médico. Si vas al médico, le dices la
verdad. Si te duele el riñón, no le dices que
te duele una muela. Porque te quitan la muela y
sigues con el dolor. Al médico le dices la verdad
para que te cure. Porque si le engañas, sales perdiendo.
Lo mismo el que viene al sacerdote. Porque busca consejo,
busca ayuda.
Hemos visto matrimonios que lo tienen todo: dinero, belleza,
prestigio social, comodidad. Lo tienen todo, pero les falta amor.
Y su vida es un infierno. Ni las joyas, ni
el lujo, ni el placer, ni las distracciones, nada les
va a dar la felicidad, si no hay amor. Como
no haya amor, ese matrimonio es un infierno.
También conocemos muchos
matrimonios que viven a lo justo y son felices. Si
viven debajo de un puente, no. Pobrecitos, Pero si viven
a lo justo, y se aman, son felices. Te dicen: -No
queremos más. No necesitamos nada. Con lo que tenemos nos
basta. Son totalmente felices. Y no viven en la abundancia. Viven
a lo justo. Pero tienen amor. Amor en el matrimonio.
Unos hijos que se sienten amados, y aman a sus
padres. Armonía en el hogar. ¡Felices! Como nadie en el
mundo. ¿Por qué? Porque hay amor. Lo que da
la felicidad es el amor. Y sólo el amor. Y
cuando no hay amor, en este mundo no se puede
ser feliz. *** Pero repito: amor espiritual. Porque el amor
tiene dos vertientes. La vertiente física, que es la que
propagandean a todas horas; y después está la vertiente espiritual
que es de la que no se habla. Y lo
importante del amor es la vertiente espiritual. Porque la vertiente
espiritual nos hace mucho más felices que la física. No
somos animales. Los animales no tienen alma espiritual. No tienen
la facultad espiritual de la felicidad. Tienen sentidos, pero no
tienen nada más. Los hombres, además de sentidos, tenemos alma
espiritual. Y la vida de los sentidos no nos puede
bastar. Es la mitad de nuestra persona. Yo para ser
feliz, tengo que saciar mi felicidad espiritual. La vertiente espiritual
es superior a la vertiente física. A mí me llena
mucho más la vertiente espiritual del amor que la vertiente
física. Voy a poner un ejemplo que para mí es
evidente. Un bofetón en la cara te duele muy poco.
Pero la humillación del bofetón en público, entre la gente
que te conoce, entre tus amigos, en tu círculo, es
tremendo. La humillación te duele más que el bofetón en
la cara. Esto es evidente. Las personas sufrimos más y
gozamos más con lo espiritual que con lo físico. Evidente.
Con
el bofetón sufro más, por la vertiente espiritual que por
la vertiente física. Lo mismo: gozo más con la vertiente
espiritual del amor que con la vertiente física. Esto es
evidente. Y el que no lo entienda es que no
lo conoce. Porque vive a lo bestia, a lo animal.
No tiene más que vida sensitiva. Pobrecito. Desconoce lo más
grande de la persona humana, que es la vertiente espiritual.
Como no lo conoce, para él no hay más felicidad
que la física. La sensitiva. La epitelial. La que tienen
los animales. No conoce otra vertiente de la felicidad, que
es la del alma. *** Por lo tanto, digo, lo
más grande de la vida, lo que hace más feliz
a los hombres es el amor espiritual. Es la suprema
felicidad de la tierra. Y esto es así de tejas
abajo. Además está la felicidad de los santos: Santa Teresa,
San Francisco Javier. Una felicidad mística que es de otro
orden. Pero incluso en la felicidad humana, natural, de tejas
abajo, la felicidad suprema en este mundo, es el amor
entre dos personas. Y dos personas llenas de defectos, llenas
de limitaciones, porque todos tenemos defectos. Aunque tú te enamores
de la persona más maravillosa del mundo, si tienes sentido
común, reconocerás que algún defecto tendrá. Porque no hay persona
sin defecto.
Pues si en este mundo vivimos rodeados de personas
llenas de defectos, y a pesar de eso somos tan
felices amando, ¿podéis imaginaros lo que será el amor a
Dios, el omniperfecto, el infinitamente perfecto? Dios es la persona
más digna de amor que podemos concebir; y la persona
que más me ama que yo pueda imaginar.
Nos hemos acostumbrado
a ver el crucifijo y nos quedamos fríos. Somos insensibles,
porque no somos capaces de calibrar lo que significa que
Cristo haya dado su vida por amor a mí. El
día que comprendamos, en profundidad, lo que Dios nos ama,
esto nos hará inmensamente felices. ¡Cuantas personas no son felices
porque no se sienten amadas! Esto es frecuente en la
vida.
Se sienten faltas de amor. No encuentran el amor que
esperan. Y ese vacío de amor las hace desgraciadas. Cuando
tú descubras el amor de Dios, lo que Dios te
ama, y lo digno de amor que es, te sentirás
feliz. Esta es la felicidad de las religiosas. ¿Por qué
las religiosas son tan felices a pesar de que se
han dedicado a una vida de sacrificios, de servicio al
prójimo, de austeridad, de renuncia de placeres de la vida,
de obediencia, de humillaciones?
Alguno diría: pobrecitas. ¡Pues son
las más felices del mundo! ¡Las más felices de la
tierra! La que es buena religiosa, se entiende. Porque la
que es religiosa con un pie fuera, no. La que
siendo religiosa está apeteciendo el mundo, no. Pero la que
ha hecho renuncia de todo corazón, y se entrega a
Dios, es la más feliz de la tierra, porque ha
dedicado su amor a lo más digno de amor que
hay en el mundo, que es Dios. Cuando han puesto
su amor en Dios, les saben a poco todos los
amores de la tierra. Una religiosa que ha escogido a
Dios, ¿va ahora a contentarse con un amor humano? Ella
es feliz poniendo el amor en lo más grande que
se puede poner; y sintiéndose correspondida como nadie la puede
amar en el mundo.
Ésta es la felicidad de las religiosas.
Y son tan felices aunque se hayan entregado a una
vida de sacrificio y de servicio al prójimo. No importa.
Todos los sacrificios que tenga la vida religiosa, se llevan
de mil amores. Porque viven el supremo amor, que es
el amor de Dios. Y eso aquí en la tierra,
aunque lo que conocemos de Dios sea una caricatura. Lo
dice San Pablo. A Dios lo conocemos en caricatura. La
caricatura se parece algo al original. Pero hay un abismo
de la caricatura al original. *** Pues si aquí en
la tierra, que lo que conocemos de Dios es una
pura caricatura, y sin embargo comprendemos que merece la pena
vivir para Él y amarle a Él sobre todas las
cosas, ¿qué será en el cielo cuando veamos a Dios
cara a cara? No ya la caricatura, sino tal como
es. Veremos lo digno de amor que es. Sentiremos el
amor que nos tiene. Eso nos dará una felicidad, como
dice San Pablo que: «ni ojo vio, ni oído oyó,
ni cabe en mente humana lo que tiene Dios preparado
para los que le aman».
Es que no nos cabe en
la cabeza, lo que va a ser la felicidad de
amar en el cielo. Allí no hay bicicletas, ni falta
que hace. Allí se está amando. Eres feliz amando. Y
ese amor tuyo a Dios y de Dios a ti,
te sacia. No necesitas más. Tienes una felicidad inconmensurable. Y
eso es para toda la eternidad. Que es condición indispensable
para ser feliz. Dicha que se acaba, no puede hacerte
feliz. Sólo el temor de que se acabe te entristece.
Para que una cosa te haga feliz tiene que ser
eterna. El amor del cielo es eterno. No se acaba
nunca. Por eso te hace feliz. Porque si se fuera
a acabar, el pensamiento de que se termina ya te
entristece.
Si a un preso le dan una hora de libertad,
eso no le hace feliz, porque sabe que le va
a durar muy poco. Si a un ciego le dan
una hora de visión, eso no le hace feliz, porque
sabe que dentro de una hora va a estar ciego
de nuevo. Gozará un poquito, gozará una hora, pero el
ciego lo que quiere es que la visión le dura
toda la vida.
Lo mismo el preso. Lo que quiere es
libertad para siempre. Porque si le dan un poquitín de
libertad, eso no le hace feliz. Eso no le llena.
Para que yo pueda disfrutar de un bien, para que
un bien me lIene y me haga feliz, tiene que
ser eterno. Como es el cielo. Cielo eterno. Esa es
la maravillosa felicidad de la gloria. Amar a Dios, lo
más digno de amor que podemos concebir, y sentir el
amor de la persona que más me ama. Y esto
para siempre. Esta felicidad de amar eternamente, eso es el
cielo. *** ¿Qué es el infierno? Decía el catecismo: El
infierno es el conjunto de todos los males sin mezcla
de bien alguno. Eso es el infierno. Vamos ahora a
explicar en qué consiste esto. Ya dije antes que el
infierno es dogma de fe. Está definido en el Concilio
Lateranense IV. Digo esto porque lo que es dogma de
fe no depende de las opiniones de los hombres. Me
indigna que la tele haga sobre esto una encuesta en
la calle. - ¿Usted cree en el infierno ? - Yo no.
-¿Usted cree en el infierno? -Yo no. -Pues ya ven ustedes. Esto
del infierno debe ser mentira, porque en la calle se
opina que no hay infierno.
No se trata de eso. La
existencia del infierno no depende de lo que diga la
calle, ni de lo que crea la calle. La gente
en la calle que opine lo que quiera. Pero lo
que opine la gente de la calle no cambia la
realidad de las cosas. El infierno existe porque es dogma
de fe. Porque lo ha revelado Cristo-Dios, que es el
que lo sabe. Y las cosas son verdad por lo
que opina el que entiende, no según lo que opine
la calle. Si a ti te duele el abdomen, ¿vas
a preguntar en la calle?
-¿Usted qué cree que es esto?
¿Será un cólico nefrítico o será un ataque de apéndice? Tú
no preguntas en la calle. Tú te vas al médico.
Preguntas al entendido. Preguntar en la calle quién cree en
el infierno, no tiene valor alguno. Puede ser que todos
los de la calle opinen que no hay infierno; pero
si Cristo-Dios dice que lo hay, pues lo hay. Aunque
la calle opine lo contrario. Por que la verdad es
lo que dice el que sabe, no lo que dice
el que no sabe, aunque sea multitud. Puede ser que
sean más los que no saben y sean menos los
que saben. Pero la verdad no cambia por el número
de opiniones. Si Cristo-Dios, en el Evangelio, quince veces te
dice que hay infierno, hay infierno eterno. Es inútil que
los hombres lo ignoren. Eso no sirve de nada. ***
Sin embargo a nadie le gusta que le hablen del
infierno. A mí me parece esto una barbaridad. Yo por
eso hablo del infierno siempre que tengo ocasión. Hay que
hablar del infierno. Si es verdad, ¿cómo nos vamos a
callar una cosa que es verdad? ¿Para que la gente
vaya engañada a la muerte, y se encuentre después con
la sorpresa? Vamos a hablar de lo que es una
realidad.
Si hay un puente hundido en una curva después de
una recta, se pone un cartel: «Carretera cortada. Puente hundido».
Para que los coches frenen. No: para no asustar a
la gente, no poner el cartel. Y viene el coche
a toda velocidad, toma la curva y al precipicio. Hay
que avisarlo. Que la gente se entere.
Como a la gente
no le gustan los avisos pesimistas, no ponemos nada, no
ponemos el aviso. ¿Y con esto ayudas a la gente?
Estás perjudicando a la gente por no avisar de peligro
que hay. Lo mismo el infierno. ¡Si es verdad! ¡Si
el infierno no desaparece porque nosotros dejemos de hablar de
él! ¡Si sigue igual! Porque Cristo-Dios lo ha dicho. Pues
lo lógico, lo prudente es pensar en el infierno. Porque
es una realidad. Como el estudiante que dice:
-Yo no quiero
pensar en el examen, yo no me amargo la vida.
Pues
te suspenden. ¿Qué arreglas tú no pensando en el examen?
Tú tienes que pensar en el examen: qué programa tienes,
qué dificultades tiene este programa, cuáles son las preguntas difíciles.
Preparas el examen. -Yo no quiero amargarme la vida. A mí
no me des preocupaciones. Yo no pienso en esto. Arreglado vas. Hay
que pensar en las cosas que son verdad. No pienses
en tonterías que no sirven para nada. Pero lo que
es verdad, piénsalo. Que eso va contigo. Para prevenir y
para no equivocarte. Alguno me dice que como él no
cree en el infierno, está tranquilo. De manera que tú
con decir que no crees en el infierno, ¿ya tranquilo?
¿Pero tranquilo de qué? ¿Es que el infierno desaparece porque
tú digas que no crees? No seas idiota. El infierno
sigue igual, digas tú lo que digas. Tú negarás el
infierno de pico, pero no destruyes el infierno. Tu negación
no destruye el infierno. El infierno no depende de lo
que tú digas. El infierno existe porque lo ha dicho
Cristo-Dios. Y si tú no crees, te vas a enterar,
muchacho, en cuanto te mueras.
Fíjate. Tú te vas a morir.
Si no piensas morirte, te llevamos al manicomio. Morirte, te
mueres seguro. El año que viene, dentro de cinco años,
dentro de cien años. Pero seguro que te vas a
morir. Y cien años pasan pronto en la historia. Cuando
te mueras, te enteras seguro de que hay infierno. Porque
no depende de lo que digas tú, sino de lo
que diga Dios. Y Dios te lo dice quince veces
en el Evangelio. Quince veces te repite que hay infierno
eterno, para los que mueren en pecado mortal. Por tanto,
negar el infierno es ridículo. Como uno que tiene úlcera
de estómago. Va al médico, se toma la papilla y
le miran por la pantalla. -Usted tiene úlcera. Usted no fume.
Usted no tome chorizo. Y sale el otro del médico diciendo: -Será
idiota el médico: que yo no fume. ¿Cómo voy yo
a dejar el tabaco? Que yo no coma chorizo, ¡con
lo que me gusta a mí el chorizo! Tonterías del
médico. Yo no hago caso.
Muy bien. Sigue comiendo de todo,
revienta y a la tumba. ¡Claro! La úlcera no depende
de lo que él diga, depende de lo que dice
el médico. Si el médico le ha dado la papilla
y lo ha mirado por la pantalla y dice que
tiene úlcera, pues tiene úlcera. Y si él lo niega,
lo siento por él. Pero la úlcera no desaparece porque
él diga que no cree. Él dirá que no cree,
pero tiene úlcera. Y si come de todo, revienta y
a la tumba. Esto es de sentido común.
Pues hay gente
por la calle que se cree que con negar el
infierno, ya puede vivir tranquila. Son idiotas. Menudo chasco se
van a llevar en la muerte. *** - Bueno padre,
es que a mí no me cabe en la cabeza
que haya un infierno eterno. Porque si Dios es bueno,
¿cómo me va a condenar a un infierno eterno? No,
eso yo no me lo puedo creer.
Pues aunque no quepa
en tu cabeza, esto es así. Por que las cosas
son verdad no porque caben en tu cabecita, sino porque
lo dice Cristo-Dios. Y cuando Cristo-Dios dice una cosa, es
verdad, quepa o no quepa en tu cabecita. No puede
ser sólo verdad lo que tú entiendas. Esto es una
soberbia inconcebible. Hay muchas cosas que son verdad y no
caben en tu cabeza. Lo que pasa es que tienes
una cabecita muy pequeña, y en tu cabecita de pulga
caben muy pocas cosas. Pero las cosas no dejan de
ser verdad porque no quepan en tu cabeza. Como si una
hormiga dijera: ¿Quién ha dicho que hay juego de ajedrez?
Cómo va a haber juego de ajedrez, si a mí
no me cabe en la cabeza. Pues aunque a la
hormiga no le quepa en su cabeza el juego de
ajedrez, el juego de ajedrez está ahí ¡Claro que hay
juego de ajedrez!
Yo puedo tener dificultades sobre el infierno. Yo
acepto que una persona me diga que no comprende el
infierno. Esto es perfectamente lógico dada la pequeñez de nuestro
entendimiento. Hay cosas que no acertamos a comprender. Lógico. Pero
que uno diga:
-Eso no es verdad porque yo no lo
entiendo. Eso es ridículo.
¿Cuántas cosas hay en el mundo que no
se entienden?. No todo el mundo puede entender de logaritmos
y de integrales y de diferenciales y de derivadas. Porque
una persona que sabe de una cosa, no sabe de
otra. Esto es perfectamente lógico. Pero decir «esto no es
verdad por que yo no lo entiendo», es ridículo. Por
tanto, repito, el infierno es verdad porque lo dice Cristo-Dios.
Que yo crea o no crea, lo entienda o no
lo entienda, lo acepte o no lo acepte, está de
más. Las cosas son así porque lo ha dicho Cristo-Dios.
Punto. *** Entonces, ¿qué es el infierno? Como dije antes,
el catecismo lo define así: «El conjunto de todos los
males sin mezcla de bien alguno».
Esto se puede explicar de
muchas maneras. Yo le oí una vez un ejemplo al
padre José Antonio Laburu. Ya murió. Era un gran conferenciante.
Su ejemplo no sé si es histórico o no. No
creo que sea histórico. Pero aunque no lo sea, ilumina.
Pasa como con las parábolas de los Evangelios. Las parábolas
no son hechos históricos. Cristo cuenta unas parábolas para transmitir
una enseñanza. La parábola del Hijo Pródigo, por ejemplo. Son
parábolas o cuentos que Cristo narra para encarnar una enseñanza.
Para mí el supremo tormento del infierno es la desesperación.
El condenado es un hombre desesperado. Como dice el Evangelio
es un rechinar de dientes de rabia. ¿Cuál es la
rabia del condenado? «Por mi culpa estoy aquí. Pude salvarme
y no quise. Tuve en mis manos la salvación y
no quise. Y por mi culpa estoy aquí para siempre».
Esto le debe dar una rabia, una desesperación...
-Maldito yo que
por mi culpa estoy aquí para siempre, sin remedio. Tuve
en mis manos la salvación y no quise. Preferí condenarme. Porque
nadie se condena si no quiere. Porque nadie se condena
si no peca. Y nadie peca sin querer. El que
peca es porque quiere, y por tanto si se condena
ha elegido él el infierno pecando voluntariamente. Pues le oí
un ejemplo al P. Laburu que es muy gráfico. Un
barco en alta mar, camino de América. Él iba mucho
a América porque daba clases en Roma y en Argentina;
y cruzaba el Atlántico con frecuencia. Un día en cubierta
un grupo de muchachos se ponen una apuesta. -¿Qué te apuestas
que me tiro al agua? -Anda no digas idioteces. -¿Cuánto me das
si me tiro? -Anda no seas tonto. -Que me tiro al agua,
hombre. Me tiro al agua con tal que vosotros deis
la voz de «hombre al agua».
Porque ya sabéis que cuando
un hombre se ha caído al agua se da la
voz de «hombre al agua» y entonces el barco tiene
que dar unos círculos, no sé cuántos, supongamos que diez,
alrededor del sitio donde supuestamente ha caído el náufrago. Él
confiando en que los otros dan la voz de alarma
y el barco lo va a recoger, se tiró. Por
cinco mil pesetas se tiró al agua. En mitad del
Atlántico. Y de noche.
Los otros empiezan a gritar: «hombre
al agua, hombre al agua». Y el capitán ordena parar
y dar las vueltas correspondientes alrededor del sitio donde se
supone que había caído. Pero mientras dieron la voz y
llegó la orden del capitán, estaban dando las vueltas donde
el náufrago no había caído. El muchacho estaba fuera del
círculo viendo que le están buscando con focos donde él
no está. Y después de dar unas vueltas, el barco
enfiló su rumbo sin él.
Y cuando el hombre se da
cuenta que lo abandonan y el barco enfila el rumbo,
y lo dejan en el Atlántico, menuda desesperación, menudo desgarro
del alma.
-Maldito yo, imbécil de mí, que por cinco mil
pesetas me quedo aquí en mitad del Atlántico, y se
va mi esperanza que es el barco. Yo me quedo
aquí y sin salvación por mi culpa. Esta es la desesperación
del condenado. Esto elevado a la enésima potencia.
-Maldito yo que
por una idiotez me he condenado, y he perdido mi
esperanza y mi salvación. He perdido mi vida, mi felicidad.
Porque quise. Porque nadie me obligó. Fui yo quien elegí
estar aquí. Maldito yo. *** Fracaso definitivo. Esto es el
infierno. Esto es lo peor del infierno. Es lo que
se llama «la pena de daño». La pena espiritual que
es la desesperación. Esto es peor que lo físico. Pero
aunque sea brevemente tengo que decir que el Evangelio habla
de una pena física, habla del fuego.
Ya sabemos que es
una metáfora, porque el fuego del infierno no puede ser
como el fuego de la Tierra, porque atormenta los espíritus.
Es otra cosa. Pero es importante saber que Jesucristo para
ilustrar, para iluminar lo que es el infierno, repite la
metáfora quince veces. Esto es muy interesante. Cristo no encuentra
otra palabra más acomodada. Aunque sea metafórica, es muy iluminativa,
porque nos da a entender algo de lo que debe
ser eso.
Lo mismo que a veces decimos que el hielo
quema. Yo he oído decir: «tenía un trozo de hielo
en la mano, pero lo he soltado porque me quemaba».
Hombre, el hielo no quema, será lo contrario. Pero el
dolor que sientes en tus manos por el frío se
parece al dolor que sientes por el calor. Pues lo
mismo Cristo. Usa una palabra que es metáfora. No es
como el fuego de la Tierra. Pero si Cristo la
repite, por algo será. Se parece tanto a la realidad
que Él no encuentra mejor palabra que «fuego». Entonces voy
a poner un ejemplo. Estaba yo en Bilbao. Yo me
he dedicado muchos años a dar conferencias en factorías. Y
estaba yo en Altos Hornos de Vizcaya. Y me contaron
un accidente de trabajo de un obrero que estaba en
lo que se llama «pinchar el horno». Pinchar el horno
es perforarlo para que salga un chorro de hierro líquido
que va por unos canalitos que se hacen con arena.
En un plano inferior, hay una vía de tren. De
tren pequeñito, de vía estrecha, que lleva unas grandes calderas.
Ahí cae el hierro líquido.
Este hombre estaba trabajando en
eso. Trabajo peligrosísimo. Van con unos monos de amianto y
unos guantes. Muy bien preparados y equipados. Pero lo que
haces todos los días, por muy peligroso que sea, te
acostumbras y le pierdes el miedo y el respeto. Este
hombre resbaló en el borde y se cayó en una
caldera de hierro líquido. Un humito y desapareció. Tuvieron que
enterrar la colada entera. No quedó ni rastro de ese
hombre. Se volatilizó al caer en hierro líquido. Este ejemplo
me sirve a mí para pensar, para meditar. Supongamos que
este hombre no muere instantáneamente. Y se queda flotando en
hierro líquido. ¿Cuál sería el dolor que este hombre tendría
que aguantar flotando en hierro líquido? Él ni se enteró.
Se volatilizó instantáneamente. Pero si por hipótesis, se queda flotando
en hierro líquido, ¿cuál sería su tormento?
Un minuto, tres minutos,
cinco minutos, una hora, veinticuatro horas, un año, una eternidad,
flotando en hierro líquido. Vamos a pensarlo, porque no es
ninguna tontería. Porque Cristo te dice que en el infierno
hay fuego. Aunque sea metáfora. Pero es para que comprendamos
si hay algo en la vida que compense un baño
en hierro líquido que dura eternamente. *** La palabra eternidad
no la entendemos. Eternidad no es muchos años. Mil años,
un millón de años. Miles y miles de millones de
años. No. Eternidad es no tener fin, que no se
acaba nunca.
Yo pongo un ejemplo. Un reloj pintado tiene las
doce menos cinco. No tiene máquina. Está pintado. Espérate a
ver cuándo dan las doce. No es que yo espere
una hora. No es que yo espere veinticuatro horas. No
es que yo espere un año. No es que yo
espere mil años. Nunca dará las doce. ¡Si no tiene
máquina! Está pintado en la pared. Siempre estará en las
doce menos cinco. No es cuestión de esperar que den
las doce. Nunca dará las doce. Esto es la eternidad:
que no tiene fin. Nunca llega al fin. Nunca termina.
Ahora
di tú, ¿merece la pena escoger el infierno? ¿Qué hay
en la vida que compense esto? ¡Un baño eterno en
hierro líquido! Y además el desgarro del alma. Me diré
-Por mi culpa. Maldito yo. Lo escogí yo. Estoy aquí
porque quise. Yo pude salvarme. Tuve en mis manos la
salvación y no quise. Dime tú si hay algo en
la vida que compense esto. A ver si no merece
la pena que pensemos:
-¿Qué vida llevo yo? ¿Voy camino del
cielo o del infierno?
Hay que pensar. El no pensar es
de idiota. Tú no pienses que está la carretera cortada.
Tú no frenes. Toma la curva a ciento veinte, y
cuando te encuentres el puente hundido, al precipicio. ¿En qué
cabeza cabe que no queramos pensar en el infierno; o
que cuando se nos habla del infierno no queramos rectificar?
¿Que seguimos como vamos? esto es de locos. Por tanto,
vamos a pensar que esto es dogma de fe. Esto
no es opinable. Es dogma de fe. Lo ha dicho
Cristo-Dios. *** Por lo tanto, lo sensato, lo razonable, es
que yo me examine. ¿Qué vida llevo yo en la
Tierra? ¿Voy camino del cielo o voy camino del infierno?
Y si voy camino del infierno, a rectificar. Todavía puedo
rectificar. Cuando no podré rectificar es al otro lado de
la muerte. Después de la muerte se acabó. Ya no
se puede rectificar. Pero antes de la muerte puedo rectificar.
Y si voy por el buen camino, adelante. Dando gracias
a Dios que me ayuda. Pero si voy por el
camino del infierno, rectificar. Es absurdo coger el camino que
me lleva a donde no quiero ir. Pero el que
no quiere pensar, o no quiere rectificar, cuando sabe que
va por mal camino, eso es de loco. Y las
consecuencias son irreparables.
Después de la muerte no hay solución. Así
pues, pidámosle a Dios que nos ayude a vivir fieles
a Él, amándole sobre todas las cosas, para ir por
el camino de la gloria, que nos dará esa felicidad
eterna del amor. Y no tener la desgracia de que
por nuestra dureza de corazón y no querer rectificar, caer
en el infierno eterno: dogma de fe que Dios ha
profetizado a aquellos que mueren en pecado mortal. Pues quiera
Dios que estas palabras hayan sido útiles para vuestra salvación
eterna.
Un Exorcista entrevista al Diablo |
Libro acerca del Demonio. ¿Quién es Satanás? ¿Que quiere? ¿Cómo actúa? |
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Un Exorcista entrevista al Diablo |
Un sacerdote Italiano tuvo un día una idea muy extraña:
"sería interesante poder entrevistar al maligno", pensó. Esta idea le
surgió de un programa que por ese entonces se daba
en la televisión italiana. De modo figurado se entrevistaba semanalmente
a personajes como Cleopatra, o Pitágoras. Con su bagaje profesional
de exorcista, él pensó: "¿y por qué no una entrevista
con el demonio?". De inmediato sintió rechazo por tan peculiar
idea, más sin embargo éste pensamiento vino a su mente
una y otra vez, por semanas. Lo extraño era que
el pensarlo le daba paz y seguridad, mientras que el
desecharlo lo dejaba en un inexplicable estado de turbación interior.
Un día, para su sorpresa, una joven desconocida se acercó
a él en la puerta de la Iglesia y le
dijo: ¿cuando va a decidirse a escribir sobre ese tema?
Sorprendido le contestó: ¿Escribir, sobre que cosas? "Vaya, que usted
lo sabe mejor que yo", respondió la joven. Pero, ¿quien
es usted? La joven dijo finalmente: "¿qué interesa quien soy?
vaya a ver a Aquella (y señaló una imagen de
la Virgen), vaya a oír qué quiere Ella decirle".
El sacerdote
dirigió su mirada a la imagen de María que se
veía claramente dentro del templo, y cuando quiso hablar nuevamente
con su extraña visitante, se encontró con que ella se
había perdido entre la multitud. Sorprendido, se presentó ante la
imagen de la Madre de Dios, y de inmediato
sintió en su corazón la necesidad de escribir sobre aquel
extraño tema.
Pasó el tiempo, hasta que puso finalmente un día
manos a la obra, con su block de notas y
su lápiz. Oró una y otra vez, dudó de su
extraña disposición a iniciar una tarea de la que no
tenía idea alguna sobre como empezar. Pero grande fue su
sorpresa cuando escuchó claramente en su habitación una voz sórdida
que le dijo: "Pediste entrevistarme, y aquí estoy". La propia
Virgen había ordenado al maligno a someterse al reportaje del
Padre Mondrone, para que podamos comprender más profundamente el misterio
de la iniquidad, presente en nuestro mundo.
En esta "entrevista a
satanás", el Padre Mondrone nos enseña a reconocer el modo
de actuar del mal. Enseñanza fundamental para religiosos y laicos
que quieran ser verdaderos soldados de Cristo. Es una lectura
difícil, no para todos. Pero importante para quienes tengan el
espíritu fortalecido y preparado.
INDICE
1. Padre Nuestro,
líbranos.
2. A brazo partido con el
enemigo.
3. Primer encuentro.
4. Segundo encuentro.
5. Tercer encuentro.
6.
Cuarto encuentro.
7. Quinto
encuentro.
8. Sexto encuentro.
9. Séptimo encuentro.
10. Octavo encuentro.
11.
Noveno encuentro.
12. Décimo
encuentro.
13. Conclusión al acontecimiento.
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Los sueños de San Juan Bosco sobre el Infierno |
Memorias Biográficas de San Juan Bosco. |
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Los sueños de San Juan Bosco sobre el Infierno |
EL FAMOSO SUEÑO DE SAN JUAN BOSCO SOBRE LAS DOS
COLUMNAS—AÑO DE 1862
Memorias Biográficas de San Juan Bosco, Tomo VIl,
págs. 169-171)
El 26 de mayo de 1862 Don
Bosco había prometido a sus jóvenes que les narraría algo
muy agradable en los últimos días del mes. El 30
de mayo, pues, por la noche les contó una parábola
o semejanza según él quiso denominarla. He aquí sus palabras:
«Os
quiero contar un sueño. Es cierto que el que sueña
no razona; con todo, yo que Os contaría a Vosotros
hasta mis pecados si no temiera que salieran huyendo asustados,
o que se cayera la casa, les lo voy a
contar para su bien espiritual. Este sueño lo tuve hace
algunos días. Figúrense que están conmigo a la orilla del
mar, o mejor, sobre un escrollo aislado, desde el cual
no ven más tierra que la que tienen debajo de
los pies. En toda aquella superficie líquida se ve una
multitud incontable de naves dispuestas en orden de batalla, cuyas
proas terminan en un afilado espolón de hierro a
modo de lanza que hiere y traspasa todo aquello
contra lo cual llega a chocar. Dichas naves están armadas
de cañones, cargadas de fusiles y de armas de diferentes
clases; de material incendiario y también de libros (televisión, radio,
internet, cine, teatro, prensa), y se dirigen contra otra embarcación
mucho más grande y más alta, intentando clavarle el espolón,
incendiarla o al menos acerle el mayor daño posible.
A esta majestuosa nave, provista de todo, hacen escolta numerosas
navecillas que de ella reciben las órdenes, realizando las oportunas
maniobras para defenderse de la flota enemiga. El viento le
es adverso y la agitación del mar favorece a los
enemigos. En medio de la inmensidad del mar se levantan,
sobre las olas, dos robustas columnas, muy altas, poco distante
la una de la otra. Sobre una de ellas campea
la estatua de la Virgen Inmaculada, a cuyos pies se
ve un amplio cartel con esta inscripción: Auxilium Christianorum. Sobre
la otra columna, que es mucho más alta y más
gruesa, hay una Hostia de tamaño proporcionado al pedestal y
debajo de ella otro cartel con estas palabras: Salus credentium.
El comandante supremo de la nave mayor, que es el
Romano Pontífice, al apreciar el furor de los enemigos y
la situación apurada en que se encuentran sus leales, piensa
en convocar a su alrededor a los pilotos de las
naves subalternas para celebrar consejo y decidir la conducta a
seguir. Todos los pilotos suben a la nave capitaneada y
se congregan alrededor del Papa. Celebran consejo; pero al comprobar
que el viento arrecia cada vez más y que la
tempestad es cada vez más violenta, son enviados a tomar
nuevamente el mando de sus naves respectivas.
Restablecida por un
momento la calma, el Papa reúne por segunda vez a
los pilotos, mientras la nave capitana continúa su curso; pero
la borrasca se torna nuevamente espantosa. El Pontífice empuña el
timón y todos sus esfuerzos van encaminados a dirigir la
nave hacia el espacio existente entre aquellas dos columnas, de
cuya parte superior todo en redondo penden numerosas áncoras y
gruesas argollas unidas a robustas cadenas. Las naves enemigas
dispónense todas a asaltarla, haciendo lo posible por detener su
marcha y por hundirla. Unas con los escritos, otras con
los libros, con materiales incendiarios de los que cuentan gran
abundancia, materiales que intentan arrojar a bordo; otras con los
cañones, con los fusiles, con los espolones: el combate se
toma cada vez más encarnizado. Las proas enemigas chocan contra
ella violentamente, pero sus esfuerzos y su ímpetu resultan inútiles.
En vano reanudan el ataque y gastan energías y municiones:
la gigantesca nave prosigue segura y serena su camino. A
veces sucede que por efecto de las acometidas de que
se le hace objeto, muestra en sus flancos una larga
y profunda hendidura; pero apenas producido el daño, sopla un
viento suave de las dos columnas y las vías de
agua se cierran y las brechas desaparecen.
Disparan entretanto los
cañones de los asaltantes, y al hacerlo revientan, se rompen
los fusiles, lo mismo que las demás armas y espolones.
Muchas naves se abren y se hunden en el mar.
Entonces, los enemigos, encendidos de furor comienzan a luchar empleando
el arma corta, las manos, los puños, las injurias, las
blasfemias, maldiciones, y así continúa el combate. Cuando he aquí
que el Papa cae herido gravemente. Inmediatamente los que le
acompañan acuden a ayudarle y le levantan. El Pontífice es
herido una segunda vez, cae nuevamente y muere. Un grito
de victoria y de alegría resuena entre los enemigos; sobre
las cubiertas de sus naves reina un júbilo indecible. Pero
apenas muerto el Pontífice, otro ocupa el puesto vacante. Los
pilotos reunidos lo han elegido inmediatamente; de suerte que
la noticia de la muerte del Papa llega con la
de la elección de su sucesor. Los enemigos comienzan a
desanimarse. El nuevo Pontífice, venciendo y superando todos los obstáculos,
guía la nave hacia las dos columnas, y al llegar
al espacio comprendido entre ambas, la amarra con una cadena
que pende de la proa a un áncora de la
columna que ostenta la Hostia; y con otra cadena que
pende de la popa la sujeta de la parte opuesta
a otra áncora colgada de la columna que sirve de
pedestal a la Virgen Inmaculada. Entonces se produce una gran
confusión.
Todas las naves que hasta aquel omento habían
luchado contra la embarcación capitaneada por el Papa, se dan
a la huida, se dispersan, chocan entre sí y se
destruyen mutuamente. Unas al hundirse procuran hundir a las demás.
Otras navecillas que han combatido valerosamente a las órdenes del
Papa, son las primeras en llegar a las columnas donde
quedan amarradas. Otras naves, que por miedo al combate se
habían retirado y que se encuentran muy distantes, continúan observando
prudentemente los acontecimientos, hasta que, al desaparecer en los abismos
del mar los restos de las naves destruidas, bogan aceleradamente
hacia las dos columnas, llegando a las cuales se aseguran
a los garfios pendientes de las mismas y allí permanecen
tranquilas y seguras, en compañía de la nave capitana ocupada
por el Papa. En el mar reina una calma absoluta.
Al llegar a este punto del relato, San Juan Bosco
preguntó a Beato Miguel Rúa: —¿Qué piensas de esta narración?
Beato Miguel Rúa contestó: —Me parece que la nave del
Papa es la Iglesia de la que es Cabeza: las
otras naves representan a los hombres y el mar al
mundo. Los que defienden a la embarcación del Pontífice son
los leales a la Santa Sede; los otros, sus enemigos,
que con toda suerte de armas intentan aniquilarla.
Las dos
columnas salvadoras me parece que son la devoción a María
Santísima y al Santísimo Sacramento de la Eucaristía. Beato Miguel
Rúa no hizo referencia al Papa caído y muerto y
San Juan Bosco nada dijo tampoco sobre este particular. Solamente
añadió: —Has dicho bien. Solamente habría que corregir una expresión.
Las naves de los enemigos son las persecuciones. Se preparan
días difíciles para la Iglesia. Lo que hasta ahora ha
sucedido es casi nada en comparación a lo que tiene
que suceder. Los enemigos de la Iglesia están representados por
las naves que intentan hundir la nave principal y aniquilarla
si pudiesen. ¡Sólo quedan dos medios para salvarse en medio
de tanto desconcierto! Devoción a María Santísima. Frecuencia de Sacramentos:
Comunión frecuente, empleando todos los recursos para practicarlos nosotros y
para hacerlos practicar a los demás siempre y en todo
momento. ¡Buenas noches! Las conjeturas que hicieron los jóvenes sobre
este sueño fueron muchísimas, especialmente en lo referente al Papa;
pero Don Bosco no añadió ninguna otra explicación. Cuarenta y
ocho años después —en A.D. 1907— el antiguo alumno, canónigo
Don Juan Ma. Bourlot, recordaba perfectamente las palabras de San
JuanBosco. Hemos de concluir diciendo que César Chiala y
sus compañeros, consideraron este sueño como una verdadera visión o
profecía.
LOS SUEÑOS DE SAN JUAN BOSCO SOBRE EL INFIERNO—
A.D. 1860
Memorias Biográficas de San Juan Bosco, Tomo IX, págs.
166-181)
En la noche del domingo tres de mayo, festividad
del Patrocinio de San José, Don Bosco prosiguió el relato
de cuanto había visto en los sueños:
— Debo contarles
otra cosa — comenzó diciendo— que puede considerarse como consecuencia
o continuación de cuanto les referí en las noches del
jueves y delviernes, que me dejaron tan quebrantado que apenas
si me podía tener en pie. Ustedes las pueden llamar
sueños o como quieran; en suma, le pueden dar el
nombre que les parezca.
Les hablé de un sapo espantoso
que en la noche del 17 de abril amenazaba tragarme
y cómo al desaparecer, una voz me dijo: — ¿Por
qué no hablas? —Yo me volví hacia el lugar de
donde había partido la voz y vi junto mi lecho
a un personaje distinguido. Como hubiese entendido el motivo de
aquel reproche, le pregunté: — ¿Qué debo decir a nuestros
jóvenes?
— Lo que has visto y cuanto se te
ha indicado en los últimos sueños y lo que deseas
conocer, que te será revelado la noche próxima. Y se
retiró. Yo, pues, al día siguiente pensaba continuamente en la
mala noche que tendría que pasar y al llegar la
hora no me determinaba a irme a acostar. Y así
estuve en mi mesa de trabajo entretenido en algunas lecturas
hasta la medianoche. Me llenaba de terror la idea de
tener que contemplar nuevos espectáculos espantosos. Al fin, haciéndome violencia,
me acosté.
Para no dormirme tan pronto, y por temor a
que la imaginación me enfrascara en los sueños acostumbrados,
dispuse la almohada de tal forma que estaba en el
lecho casi sentado. Pero pronto, cansado como estaba, me dormí
sin darme cuenta. Y he aquí que de pronto veo
en la habitación, cerca de la cama, al hombre de
la noche precedente, el cual me dijo:
—¡Levántate y vente
conmigo! Yo le contesté: —Se lo pido por caridad. Déjeme
tranquilo, estoy cansado. ¡Mire! Hace varios días que sufro de
dolor de muelas. Déjeme descansar. He tenido unos sueños, espantosos
y estoy verdaderamente agotado. Y decía estas cosas porque la
aparición de este hombre es siempre indicio de grandes agitaciones,
de cansancio y de terror. El tal me respondió: —¡Levántate,
que no hay tiempo que perder! Entonces me levanté y
lo seguí. Mientras caminábamos le pregunté: —¿Adonde quiere llevarme ahora?
—Ven y lo verás. Y me condujo a un lugar
en el cual se extendía una amplia llanura. Dirigí la
mirada a mi alrededor, pero aquella región era tan grande
que no se distinguían los confines de la misma. Era
un vasto desierto. No se veía ni un alma viviente,
ni una planta, ni un riachuelo; un poco de vegetación
seca y amarillenta daba a aquella desolación un aspecto de
tristeza. No sabía ni dónde me encontraba, ¿ ni qué
era lo que iba a hacer. Durante unos instantes no
vi a mi guía. Me pareció haberme perdido. No estaban
conmigo ni Don Rua ni Don Francesia ni ningún otro.
Cuando he aquí que diviso a mi amigo que me
sale al encuentro. Respiré y dije: —¿Dónde estoy? —Ven conmigo
y lo sabrás. —Bien; iré contigo. El iba delante y
yo le seguía sin chistar. (Después de un largo y
triste viaje, San Juan Bosco, al pensar que tenía que
atravesar una tan dilatada llanura pensaba para sí:) —¡Ay mis
pobres muelas! Pobre de mí, con las piernas tan hinchadas...
Pero, de pronto, se abrió ante mí un camino. Entonces
interrumpí el silencio preguntando a mi guía: —¿Adonde vamos a
ir ahora? —Por aquí— me dijo. Y penetramos por aquel
camino. Era una senda hermosa, ancha, espaciosa y bien pavimentada.
De un lado y de otro la flanqueaban dos magníficos
setos verdes cubiertos de hermosas flores. En especial despuntaban las
rosas entre las hojas por todas partes. Aquel sendero, a
primera vista, parecía llano y cómodo, y yo me eché
a andar por él sin sospechar nada. Pero después de
caminar un trecho me di cuenta de que insensiblemente se
iba haciendo cuesta abajo y aunque la marcha no parecía
precipitada, yo corría con tanta facilidad que me parecía ir
por el aire. Incluso noté que avanzaba casi sin mover
los pies.
Nuestra marcha era, pues, veloz. Pensando entonces que
el volver atrás por un camino semejante hubiera sido cosa
fatigosa y cansada, dije a mi amigo: —¿Cómo haremos para
regresar al Oratorio? —No te preocupes —me dijo—, el Señor
es omnipotente y querrá que vuelvas a él. El que
te conduce y te enseña a proseguir adelante, sabrá también
llevarte hacia atrás. El camino descendía cada vez más. Proseguíamos
la marcha entre las flores y las rosas cuando vi
que me seguían por el mismo sendero todos los jóvenes
del Oratorio y otros numerosísimos compañeros a los cuales ya
jamás había visto. Pronto me encontré en medio de ellos.
Mientras los observaba veo que de repente, ora uno otra
otro, comienzan a caer al suelo, siendo arrastrados por una
fuerza invisible que los llevaba hacia una horrible pendiente que
se veía aún en lontananza y que conducía a aquellos
infelices de cabeza a un horno. —¿Qué es lo que
hace caer a estos jóvenes?— pregunté al guía. —Acércate un
poco— me respondió. Me acerqué y pude comprobar que los
jóvenes pasaban entre muchos lazos, algunos de los cuales estaban
al ras del suelo y otros a la altura de
la cabeza; estos lazos no se veían. Por tanto, muchos
de los muchachos al andar quedaban presos por aquellos lazos,
sin darse cuenta del peligro, y en el momento de
caer en ellos daban un salto y después rodaban al
suelo con las piernas en alto y cuando se levantaban
corrían precipitadamente hacia el abismo. Algunos quedaban presos, prendidos por
la cabeza, por una pierna, por el cuello, por las
manos, por un brazo, por la cintura, e inmediatamente eran
lanzados hacia la pendiente.
Los lazos colocados en el suelo
parecían de estopa, apenas visibles, semejantes a los hilos de
la araña y, al parecer, inofensivos. Y con todo, pude
observar que los jóvenes por ellos prendidos caían a tierra.
Yo estaba atónito, y el guía me dijo: —¿Sabes qué
es esto? —Un poco de estopa— respondí. —Te diría que
no es nada —añadió—; el respeto humano, simplemente. Entretanto, al
ver que eran muchos los que continuaban cayendo en aquellos
lazos, le pregunté al desconocido: —¿Cómo es que son tantos
los que quedan prendidos en esos hilos? ¿Qué es lo
que los arrastra de esa manera? Y él: —Acércate más;
obsérvalo bien y lo verás. Lo hice y añadí: —Yo
no veo nada. —Mira mejor— me dijo el guía. Tomé,
en efecto, uno de aquellos lazos en la mano y
pude comprobar que no daba con el otro extremo; por
el contrario, me di cuenta de que yo también era
arrastrado por él. Entonces seguí la dirección del hilo y
llegué a la boca de una espantosa caverna. Y me
detuve porque no quería penetrar en aquella vorágine y tiré
hacia mí de aquel hilo y noté que cedía, pero
había que hacer mucha fuerza. Y he aquí que después
de haber tirado mucho, salió fuera, poco a poco, un
horrible monstruo que infundía espanto, el cual mantenía fuertemente cogido
con sus garras la extremidad de una cuerda a la
que estaban ligados todos aquellos hilos. Era este monstruo quien
apenas caía uno en aquellas redes lo arrastraba inmediatamente hacia
sí. Entonces me dije: —Es inútil intentar hacer frente a
la fuerza de este animal, pues no lograré vencerlo; será
mejor combatirlo con la señal de la Santa Cruz y
con jaculatorias.
Me volví, por tanto, junto a mi guía,
el cual me dijo: —¿Sabes ya quién es? —¡Oh, sí
que lo sé!, —le respondí—. Es el Demonio quien tiende
estos lazos para hacer caer a mis jóvenes en el
infierno. Examiné con atención los lazos y vi que
cada uno llevaba escrito su propio título: el lazo de
la soberbia, de la desobediencia, de la envidia, del sexto
mandamiento, del hurto, de la gula, de la pereza, de
la ira, etc. Hecho esto me eché un poco hacia
atrás para ver cuál de aquellos lazos era el que
causaba mayor número de víctimas entre los jóvenes, y pude
comprobar que era el de la deshonestidad (impureza), la desobediencia
y la soberbia. A este último iban atados otros dos.
Después de esto vi otros lazos que causaban grandes estragos,
pero no tanto como los dos primeros. Desde mi puesto
de observación vi a muchos jóvenes que corrían a mayor
velocidad que los demás. Y pregunté: —¿Por qué esta diferencia?
—Porque son arrastrados por los lazos del respeto humano— me
fue respondido. Mirando aún con mayor atención vi que entre
aquellos lazos había esparcidos muchos cuchillos, que manejados por una
mano providencial cortaban o rompían los hilos. El cuchillo más
grande procedía contra el lazo de la soberbia y simbolizaba
la meditación. Otro cuchillo, también muy grande, pero no tanto
como el primero, significaba la lectura espiritual bien hecha. Había
también dos espadas. Una de ellas representaba la devoción al
Santísimo Sacramento, especialmente mediante la comunión frecuente; otra, la devoción
a la Virgen María. Había, además, un martillo: la confesión;
y otros cuchillos símbolos de las varias devociones a San
José, a San Luis, etc., etc.
Con estas armas no
pocos rompían los lazos al quedar prendidos en ellos, o
se defendían para no ser víctimas de los mismos. En
efecto, vi a dos jóvenes que pasaban entre aquellos lazos
de forma que jamás quedaban presos en ellos; bien lo
hacían antes de que el lazo estuviese tendido, y si
lo hacían cuando éste estaba ya preparado, sabían sortearlo de
forma que les caía sobre los hombros, o sobre las
espaldas, o en otro lado diferente sin lograr capturarlos.Cuando el
guía se dio cuenta de que lo había observado todo,
me hizo continuar el camino flanqueado de rosas; pero a
medida que avanzaba, las rosas de los linderos eran cada
vez más raras, empezando a aparecer punzantes espinas. Finalmente, por
mucho que me fijé no descubrí ni una rosa y,
en el último tramo, el seto se había tornado completamente
espinoso, quemado por el sol y desprovisto de hojas; después,
de los matorrales ralos y secos, partían ramajes que al
tenderse por el suelo lo cubrían, sembrándolo de espinas de
tal forma que difícilmente se podía caminar. Habíamos llegado a
una hondonada cuyos acantilados ocultaban todas las regiones circundantes; y
el camino, que descendía cada vez de una manera más
pronunciada, se hacía tan horrible, tan poco firme y tan
lleno de baches, de salientes, de guijarros y de piedras
rodadas, que dificultaba cada vez más la marcha. Había perdido
ya de vista a todos mis jóvenes; muchísimos de ellos
habían logrado salir de aquella senda insidiosa, dirigiéndose por otros
atajos.
Yo continué adelante. Cuanto más avanzaba más áspera era
la bajada y más pronunciada, de forma que algunas veces
me resbalaba, cayendo al suelo, donde permanecía sentado un rato
para tomar un poco de aliento. De cuando en cuando
el guía acudía en mi auxilio y me ayudaba a
levantarme. A cada paso se me encogían los tendones y
me parecía que se me iban a descoyuntar los huesos
de las piernas. Entonces dije anhelante a mí guía: —Querido,
las iernas se niegan a sostenerme. Me encuentro tan
falto de fuerzas que no será posible continuar el viaje.
El guía no me contestó, sino que, animándome, prosiguió su
camino, hasta que al verme cubierto de sudor y víctima
de un cansancio mortal, me llevó a un pequeño promontorio
que se alzaba en el mismo camino. Me senté, lancé
un hondo suspiro y me pareció haber descansado suficientemente. Entretanto
observaba el camino que había recorrido ya; parecía cortado a
pico, cubierto de guijarros y de piedras puntiagudas. Consideraba también
el camino que me quedaba por recorrer, cerrando los ojos
de espanto, exclamando: —Volvamos atrás, por caridad. Si seguimos adelante,
¿cómo haremos para llegar al Oratorio? ¡Es imposible que yo
pueda emprender después esta subida! Y el guía me contestó
resueltamente: —Ahora que hemos llegado aquí, ¿quieres quedarte solo? Ante
esta amenaza repliqué en tono suplicante: —¿Sin ti cómo podría
volver atrás o continuar el viaje? —Pues bien, sigúeme— añadió
el guía. Me levanté y continuamos bajando.
El camino era
cada vez más horriblemente pedregoso, de forma que apenas si
podía permanecer de pie. Y he aquí que al fondo
de este precipicio, que terminaba en un oscuro valle, aparece
un edificio inmenso que mostraba ante nuestro camino una puerta
altísima y cerrada. Llegamos al fondo del precipicio. Un calor
sofocante me oprimía y una espesa humareda, de color verdoso,
se elevaba sobre aquellos murallones recubiertos de sanguinolentas llamas de
fuego. Levanté mis ojos a aquellas murallas y pude comprobar
que eran altas como una montaña y más aún. San
Juan Bosco preguntó al guía: —¿Dónde nos encontramos? ¿Qué es
esto? —Lee lo que hay escrito sobre aquella puerta —me
respondió— , y la inscripción te hará comprender dónde estamos.
Miré y sobre la puerta se leía: Ubi non est
redemptio. Me di cuenta de que estábamos a las puertas
del infierno. El guía me acompañó a dar una vuelta
alrededor de los muros de aquella horrible ciudad. De cuando
en cuando, a una regular distancia, se veía una puerta
de bronce, como la primera, al pie de una peligrosa
bajada, y cada una de ellas tenía encima una inscripción
diferente. Discedite, maledicti, in ignem aeternum qui paratus est diabolo
et angelis eius... Omnis arbor quae non facit fructum bonum
excidetur et in ignem mittetur.
Yo saqué la libreta para
anotar aquellas inscripciones, pero el guía me dijo: —¡Detente! ¿Qué
haces? —Voy a tomar nota de esas inscripciones. —No hace
falta: las tienes todas en la Sagrada Escritura; incluso tú
has hecho grabar algunas bajo los pórticos. Ante semejante espectáculo
habría preferido volver atrás y encaminarme al Oratorio, pero el
guía no se volvió, a pesar de que yo había
dado ya algunos pasos en sentido contrario al que habíamos
llevado hasta entonces. Recorrimos un inmenso y profundísimo barranco y
nos encontramos nuevamente al pie del camino pendiente que habíamos
recorrido y delante de la puerta que vimos en primer
lugar. De pronto el guía se volvió hacia atrás con
el rostro demudado y sombrío, me indicó con la mano
que me retirara, diciéndome al mismo tiempo: —¡Mira! Tembloroso, miré
hacia arriba y, a cierta distancia, vi que por aquel
camino en declive bajaba uno a toda velocidad. Conforme se
iba acercando intenté identificarlo y finalmente pude reconocer en él
a uno de mis jóvenes. Llevaba los cabellos desgreñados, en
parte erizados sobre la cabeza y en parte echados hacia
atrás por efecto del viento y los brazos tendidos hacia
adelante, en actitud como de quien nada para salvarse del
naufragio. Quería detenerse y no podía. Tropezaba continuamente con los
guijarros salientes del camino y aquellas piedras servían para darle
un mayor impulso en la carrera. —Corramos, detengámoslo, ayudémosle— gritaba
yo tendiendo las manos hacia él. Y el guía: —No;
déjalo. —¿Y por qué no puedo detenerlo? —¿No sabes lo
tremenda que es la venganza de Dios? ¿Crees que podrías
detener a uno que huye de la ira encendida del
Señor? Entretanto aquel joven, volviendo la cabeza hacia atrás y
mirando con los ojos encendidos si la ira de Dios
le seguía siempre, corría precipitadamente hacia el fondo del camino,
como si no hubiese encontrado en su huida otra solución
que ir a dar contra aquella puerta de bronce. —¿Y
por qué mira hacia atrás con esa cara de espanto?,
— pregunte yo—. —Porque la ira de Dios traspasa todas
las puertas del infierno e irá a atormentarle aún en
medio del fuego.
En efecto, como consecuencia de aquel choque,
entre un ruido de cadenas, la puerta se abrió de
par en par. Y tras ella se abrieron al mismo
tiempo, haciendo un horrible fragor, dos, diez, cien, mil, otras
puertas impulsadas por el choque del joven, que era arrastrado
por un torbellino invisible, irresistible, velocísimo. Todas aquellas puertas de
bronce, que estaban una delante de otra, aunque a gran
distancia, permanecieron abiertas por un instante y yo vi, allá
a lo lejos, muy lejos, como la boca de un
horno, y mientras el joven se precipitaba en aquella
vorágine pude observar que de ella se elevaban numerosos globos
de fuego. Y las puertas volvieron a cerrarse con la
misma rapidez con que se habían abierto. Entonces yo tomé
la libreta para apuntar el nombre y el apellido de
aquel infeliz, pero el guía me tomó del brazo y
me dijo: —Detente —me ordenó— y observa de nuevo. Lo
hice y pude ver un nuevo espectáculo. Vi bajar precipitadamente
por la misma senda a tres jóvenes de nuestras casas
que en forma de tres peñascos rodaban rapidísimamente uno detrás
del otro. Iban con los brazos abiertos y gritaban de
espanto. Llegaron al fondo y fueron a chocar con la
primera puerta. San Juan Bosco al instante conoció a los
tres. Y la puerta se abrió y después de ella
las otras mil; los jóvenes fueron empujados a aquella larguísima
galería, se oyó un prolongado ruido infernal que se alejaba
cada vez más, y aquellos infelices desaparecieron y las puertas
se cerraron.
Muchos otros cayeron después de éstos de cuando en
cuando... Vi precipitarse en el infierno a un pobrecillo
impulsado por los empujones de un pérfido compañero. Otros caían
solos, otros acompañados; otros cogidos del brazo, otros separados, pero
próximos. Todos llevaban escrito en la frente el propio pecado.
Yo los llamaba afanosamente mientras caían en aquel lugar. Pero
ellos no me oían, retumbaban las puertas infernales al abrirse
y al cerrarse se hacía un silencio de muerte. —He
aquí las causas principales de tantas ruinas eternas —exclamó mi
guía—: los compañeros, las malas lecturas (y malos programas de
televisión e internet e impureza y pornografía y anticonceptivos y
fornicación y adulterios y sodomía y asesinatos de aborto y
herejías) y las perversas costumbres. Los lazos que habíamos visto
al principio eran los que arrastraban a los jóvenes al
precipicio. Al ver caer a tantos de ellos, dije con
acento de desesperación: —Entonces es inútil que trabajemos en nuestros
colegios, si son tantos los jóvenes que tienen este fin.
¿No habrá manera de remediar la ruina de estas almas?
Y el guía me contestó: —Este es el estado actual
en que se encuentran y si mueren en él vendrán
a parar aquí sin remedio. —¡Oh, déjame anotar los nombres
para que yo les pueda avisar y ponerlos en la
senda que conduce al Paraíso! —¿Y crees tú que algunos
se corregirían si les avisaras? Al principio el aviso les
impresionará; después no harán bcaso, diciendo: se trata de un
sueño. Y se tornarán peores que antes. Otros, al verse
descubiertos, frecuentarán los Sacramentos, pero no de una manera
spontánea y meritoria, porque no proceden rectamente.
Otros se confesarán
por un temor pasajero a caer en el infierno, pero
seguirán con el corazón apegado al pecado. —¿Entonces para
estos desgraciados no hay remisión? Dame algún aviso para que
puedan salvarse. —Helo aquí: tienen los superiores, que los obedezcan;
tienen el reglamento, que lo observen; tienen los Sacramentos, que
los frecuenten. Entretanto, como se precipitase al abismo un nuevo
grupo de jóvenes, las puertas permanecieron abiertas durante un instante
y: —Entra tú también— me dijo el guía. Yo me
eché atrás horrorizado. Estaba impaciente por regresar al Oratorio para
avisar a los jóvenes y detenerles en aquel camino; para
que no siguieran rodando hacia la perdición. Pero el guía
me volvió a insistir: —Ven, que aprenderás más de una
cosa. Pero antes dime: ¿Quieres proseguir solo o acompañado? Esto
me lo dijo para que yo reconociese la insuficiencia de
mis fuerzas y al mismo tiempo la necesidad de su
benévola asistencia; a lo que contesté: —¿Me he de quedar
solo en ese lugar de horror? ¿Sin el consuelo de
tu bondad? ¿Y quién me enseñará el camino del retorno?
Y de pronto me sentí lleno de valor pensando para
mí: —Antes de ir al infierno es necesario pasar por
el juicio y yo no me he presentado todavía ante
el Juez Supremo.
Después exclamé resueltamente: —¡Entremos, pues! Y penetramos
en aquel estrecho y horrible corredor. Corríamos con la velocidad
del rayo. Sobre cada una de las puertas del interior
lucía con luz velada una inscripción amenazadora. Cuando terminamos de
recorrerlo desembocamos en un amplio y tétrico patio, al fondo
del cual se veía una rústica portezuela, cuyas hojas eran
de un grosor como jamás había visto y encima de
la cual se leía esta inscripción: Ibunt impii in ignem
aeternum. Los muros en todo su perímetro estaban recubiertos de
inscripciones. Yo pedí a mi guía permiso para leerlas y
éste me contestó: —Haz como te plazca. Entonces lo examiné
todo. En cierto sitio vi escrito lo siguiente: Dabo ignem
in carnes eorum ut comburantur in sempiternum. Cruciabuntur die ac
nocte in saecula saeculorum. Y en otro lugar: Hic univérsitas
malorum per omnia saecula saeculorum. En otros: Nullus est hic
ordo, sed horror sempiternus inhabitat. — Fumus tormentorum suorum in
aeternum ascendit. —Non est pax impiis. — Clamor et stridor
dentium. Mientras yo daba la vuelta alrededor de los muros
leyendo estas inscripciones, el guía, que se había quedado en
el centro del patio, se acercó a mí y me
dijo: —Desde ahora en adelante nadie podrá tener un compañero
que le ayude, un amigo que le consuele, un corazón
que le ame, una mirada compasiva, una palabra benévola: hemos
pasado la línea. ¿Tú quieres ver o probar? —Quiero ver
solamente— respondí. —Ven, pues, conmigo— añadió el amigo, y tomándome
de la mano me condujo ante aquella puertecilla y la
abrió. Esta ponía en comunicación con un corredor en cuyo
fondo había una gran cueva cerrada por una larga ventana
con un solo cristal que llegaba desde el suelo hasta
la bóveda y a través del cual se podía mirar
dentro. Atravesé el dintel y avanzando un paso me detuve
preso de un terror indescriptible. Vi ante mis ojos una
especie de caverna inmensa que se perdía en las profundidades
cavadas en las entrañas de los montes, todas llenas de
fuego, pero no como el que vemos en la tierra
con sus llamas movibles, sino de una forma tal que
todo lo dejaba incandescente y blanco a causa de la
elevada temperatura. Muros, bóvedas, pavimento, herraje, piedras, madera, carbón; todo
estaba blanco y brillante. Aquel fuego sobrepasaba en calores millares
y millares de veces al fuego de la tierra sin
consumir ni reducir a cenizas nada de cuanto tocaba.
Me
sería imposible describir esta caverna en toda su espantosa realidad.
Mientras miraba atónito aquel lugar de tormento veo llegar con
indecible ímpetu un joven que casi no se daba cuenta
de nada, lanzando un grito agudísimo, como quien estaba para
caer en un lago de bronce hecho líquido, y que
precipitándose en el centro, se torna blanco como toda la
caverna y queda inmóvil, mientras que por un momento resonaba
en el ambiente el eco de su voz mortecina. Lleno
de horror contemplé un instante a aquel desgraciado y me
pareció uno del Oratorio, uno de mis hijos. —Pero ¿este
no es uno de mis jóvenes?, —pregunté al guía—. ¿No
es fulano? —Sí, sí— me respondió. —¿Y por qué no
cambia de posición? ¿Por qué está incandescente sin consumirse? Y
él: —Tú elegiste el ver y por eso ahora no
debes hablar; observa y verás. Por lo demás omnis enim
igne salietur et omnis victima sale salietur. Apenas si había
vuelto la cara y he aquí otro joven con
una furia desesperada y a grandísima velocidad que corre y
se precipita a la misma caverna. También éste pertenecía al
Oratorio. Apenas cayó no se movió más. Este también lanzó
un grito de dolor y su voz se confundió con
el último murmullo del grito del que había caído antes.
Después llegaron con la misma precipitación otros, cuyo número fue
en aumento y todos lanzaban el mismo grito y permanecían
inmóviles, incandescentes, como los que les habían precedido. Yo observé
que el primero se había quedado con una mano en
el aire y un pie igualmente suspendido en alto. El
segundo quedó como encorvado hacia la tierra.
Algunos tenían los
pies por alto, otros el rostro pegado al suelo. Quiénes
estaban casi suspendidos sosteniéndose de un solo pie o de
una sola mano; no faltaban los que estaban sentados o
tirados; unos apoyados sobre un lado, otros de pie o
de rodillas, con las manos entre los cabellos. Había, en
suma, una larga fila de muchachos, como estatuas en posiciones
muy dolorosas. Vinieron aún otros muchos a aquel horno, parte
me eran conocidos y parte desconocidos. Me recordé entonces de
lo que dice la Biblia, que según se cae la
primera vez en el infierno así se permanecerá para siempre:
Lignum, in quocumque loco cecíderit, ibi erit. Al notar que
aumentaba en mí el espanto, pregunté al guía: —¿Pero éstos,
al correr con tanta velocidad, no se dan cuenta que
vienen a parar aquí? —¡Oh!, sí que saben que van
al fuego; les avisaron mil veces, pero siguen corriendo voluntariamente
al no detestar el pecado y al no quererlo abandonar,
al despreciar y rechazar la Misericordia de Dios que los
llama a penitencia, y, por tanto, la justicia Divina, al
ser provocada por ellos, los empuja, les insta, los persigue
y no se pueden parar hasta llegar a este lugar.
—¡Oh, qué terrible debe de ser la desesperación de estos
desgraciados que no tienen ya esperanza de salir de aquí!—,
exclamé. —¿Quieres conocer la furia íntima y el frenesí de
sus almas? Pues, acércate un poco más—, me dijo el
guía.
Di algunos pasos hacia adelante y acercándome a la
ventana vi que muchos de aquellos miserables se propinaban mutuamente
tremendos golpes, causándose terribles heridas, que se mordían como perros
rabiosos; otros se arañaban el rostro, se destrozaban las manos,
se arrancaban las carnes arrojando con despecho los pedazos por
el aire. Entonces toda la cobertura de aquella cueva se
había trocado como de cristal a través del cual se
divisaba un trozo de cielo y las figuras luminosas de
los compañeros que se habían salvado para siempre. Y aquellos
condenados rechinaban los dientes de feroz envidia, respirando afanosamente, porque
en vida hicieron a los justos blanco de sus burlas.
Yo pregunté al guía: —Dime, ¿por qué no oigo ninguna
voz? —Acércate más— me gritó. Me aproximé al cristal de
la ventana y oí cómo unos gritaban y lloraban entre
horribles contorsiones; otros blasfemaban e imprecaban a los Santos. Era
un tumulto de voces y de gritos estridentes y confusos
que me indujo a preguntar a mi amigo: —¿Qué es
lo que dicen? ¿Qué es lo que gritan? Y él:
—Al recordar la suerte de sus buenos compañeros se ven
obligados a confesar: Nos insensatii vitam illorum aestimabamus insaniam et
finem illorum sine honore. Ecce quómodo computati sunt ínter filios
Dei et ínter sanctos sors illorum est. Ergo errávimus a
via veritatis. Por eso gritan: Lassati sumus in via iniquitatis
et perditionis. Erravimus per vias difficiles, viam autem Domini ignoravimus.
Quid nobis profuit superbia? Transierunt omnia illa tamquam umbra. Estos
son los cánticos lúgubres que resonarán aquí por toda la
eternidad. Pero gritos, esfuerzos, llantos son ya completamente inútiles. Omnis
dolor irruet super eos! Aquí no cuenta el tiempo, aquí
sólo impera la eternidad. Mientras lleno de horror contemplaba el
estado de muchos de mis jóvenes, de pronto una idea
floreció en mi mente. —¿Cómo es posible —dije— que los
que se encuentran aquí estén todos condenados? Esos jóvenes,
ayer por la noche estaban aún vivos en el Oratorio.
Y el guía me contestó:
—Todos ésos que ves ahí
son los que han muerto a la gracia de Dios
y si les sorprendiera la muerte y si continuasen obrando
como al presente, se condenarían. Pero no perdamos tiempo, prosigamos
adelante. Y me alejó de aquel lugar por un corredor
que descendía a un profundo subterráneo conduciendo a otro aún
más bajo, a cuya entrada se leían estas palabras: Vermis
eorum non moritur, et ignis non extinguitur... Dabit Dominus omnipotens
ignem et vermes in carnes eorum, ut urantur et sentiant
usque in sempiternum. Aquí se veían los atroces remordimientos de
los que fueron educados en nuestras casas. El recuerdo de
todos y cada uno de los pecados no perdonados y
de la justa condenación; de haber tenido mil medios y
muchos extraordinarios para convertirse al Señor, para perseverar en el
bien, para ganarse el Paraíso. El recuerdo de tantas gracias
y promesas concedidas y hechas a María Santísima y no
correspondidas. ¡El haberse podido salvar a costa de un pequeño
sacrificio y, en cambio, estar condenado para siempre! ¡Recordar tantos
buenos propósitos hechos y no mantenidos! ¡Ah! De buenas intenciones
completamente ineficaces está lleno el infierno, dice el proverbio. Y
allí volví a contemplar a todos los jóvenes del Oratorio
que había visto poco antes en el horno, algunos de
los cuales me están escuchando ahora, otros estuvieron aquí con
nosotros y a otros muchos no los conocía. Me adelanté
y observé que odos estaban cubiertos de gusanos y
de asquerosos insectos que les devoraban y consumían el corazón,
los ojos, las manos, las piernas, los brazos y todos
los miembros, dejándolos en un estado tan miserable que no
encuentro palabras para describirlo.
Aquellos desgraciados permanecían inmóviles, expuestos a
toda suerte de molestias, sin poderse defender de ellas en
modo alguno. Yo avancé un poco más, acercándome para que
me viesen, con la esperanza de poderles hablar y de
que me dijesen algo, pero ellos no solamente no me
hablaron sino que ni siquiera me miraron. Pregunté entonces al
guía la causa de esto y me fue respondido que
en el otro mundo no existe libertad alguna para los
condenados: cada uno soporta allí todo el peso del castigo
de Dios sin variación alguna de estado y no puede
ser de otra manera. Y añadió: —Ahora es necesario que
desciendas tú a esa región de fuego que acabas de
contemplar. —¡No, no!, —repliqué aterrado—. Para ir al infierno es
necesario pasar antes por el juicio, y yo no he
sido juzgado aún. ¡Por tanto no quiero ir al infierno!
—Dime —observó mi amigo—, ¿te parece mejor ir al infierno
y libertar a tus jóvenes o permanecer fuera de él
abandonándolos en medio de tantos tormentos? Desconcertado con esta propuesta,
respondí: —¡Oh, yo amo mucho a mis queridos jóvenes y
deseo que todos se salven! ¿Pero, no podríamos hacer de
manera que no tuviésemos que ir a ese lugar de
tormento ni yo ni los demás? —Bien —contestó mi amigo—,
aún estás a tiempo, como también lo están ellos, con
tal que tú hagas cuanto puedas. Mi corazón se ensanchó
al escuchar tales palabras y me dije inmediatamente: Poco importa
el trabajo con tal de poder librar a mis queridos
hijos de tantos tormentos. —Ven, pues —continuó mi guía—, y
observa una prueba de la bondad y de la Misericordia
de Dios, que pone en juego mil medios para inducir
a penitencia a tus jóvenes y salvarlos de la muerte
eterna. Y tomándome de la mano me introdujo en la
caverna. Apenas puse el pie en ella me encontré de
improviso transportado a una sala magnífica con puertas de cristal.
Sobre ésta, a regular distancia, pendían unos largos velos que
cubrían otros tantos departamentos que comunicaban con la caverna.
El
guía me señaló uno de aquellos velos sobre el cual
se veía escrito: Sexto Mandamiento; y exclamó: —La falta contra
este Mandamiento: he aquí la causa de la ruina eterna
de tantos jóvenes. —Pero ¿no se han confesado? —Se han
confesado, pero las culpas contra la bella virtud las han
confesado mal o las han callado de propósito. Por
ejemplo: uno, que cometió cuatro o cinco pecados de esta
clase, dijo que sólo había faltado dos o tres veces.
Hay algunos que cometieron un pecado impuro en la niñez
y sintieron siempre vergüenza de confesarlo, o lo confesaron mal
o no lo dijeron todo. Otros no tuvieron el dolor
o el propósito suficiente. Incluso algunos, en lugar de hacer
el examen, estudiaron la manera de engañar al confesor. Y
el que muere con tal resolución lo único que consigue
es contarse en el número de los réprobos por toda
la eternidad. Solamente los que, arrepentidos de corazón, mueren con
la esperanza de la eterna salvación, serán eternamente felices. ¿Quieres
ver ahora por qué te ha conducido hasta aquí la
Misericordia de Dios? Levantó un velo y vi un grupo
de jóvenes del Oratorio, todos los cuales me eran conocidos,
que habían sido condenados por esta culpa. Entre ellos había
algunos que ahora, en apariencia, observan buena conducta. —Al menos
ahora —le supliqué— me dejarás escribir los nombres de esos
jóvenes para poder avisarles en particular. —No hace falta— me
respondió. —Entonces, ¿qué les debo decir? —Predica siempre y en
todas partes contra la inmodestia. Basta avisarles de una manera
general y no olvides que aunque lo hicieras particularmente, te
harían mil promesas, pero no siempre sinceramente. Para conseguir un
propósito decidido se necesita la gracia de Dios, la cual
no faltará nunca a tus jóvenes si ellos se la
piden.
Dios es tan bueno que manifiesta especialmente su poder
en el compadecer y en perdonar. Oración y sacrificio, pues,
por tu parte. Y los jóvenes que escuchen tus amonestaciones
y enseñanzas, que pregunten a sus conciencias y éstas les
dirán lo que deben hacer. Y seguidamente continuó hablando por
espacio de casi media hora sobre las condiciones necesarias para
hacer una buena confesión. El guía repitió después varias veces
en voz alta: —Avertere!... Avertere!... —¿Qué quiere decir eso?
—¡Que cambien de vida!... ¡Que cambien de vida!... Yo, confundido
ante esta revelación, incliné la cabeza y estaba para retirarme
cuando el desconocido me volvió a llamar y me dijo:
—Todavía no lo has visto todo. Y volviéndose hacia otra
parte levantó otro gran velo sobre el cual estaba escrito:
Qui volunt díuites fieri, íncidunt in tentationem et láqueum diáboli.
Leí esta sentencia y dije: —Esto no interesa a mis
jóvenes, porque son pobres, como yo; nosotros no somos ricos
ni buscamos las riquezas. ¡Ni siquiera nos pasa por la
imaginación semejante deseo!
Al correr el velo vi al fondo
cierto número de jóvenes, todos conocidos, que sufrían como los
primeros que contemplé, y el guía me contestó: —Sí, también
interesa esa sentencia a tus muchachos. —Explícame entonces el significado
del término divites. Y él: —Por ejemplo, algunos de tus
jóvenes tienen el corazón apegado a un objeto material, de
forma que este afecto desordenado le aparta del amor a
Dios, faltando, por tanto, a la piedad y a la
mansedumbre. No sólo se puede pervertir el corazón con el
uso de las riquezas, sino también con el deseo inmoderado
de las mismas, tanto más si este deseo va contra
la virtud de la justicia. Tus jóvenes son pobres, pero
has de saber que la gula y el ocio son
malos consejeros. Hay algunos que en el propio pueblo se
hicieron culpables de hurtos considerables y a pesar de que
pueden hacerlo no se han preocupado de restituir. Hay quienes
piensan en abrir con las ganzúas la despensa y quien
intenta penetrar en la habitación del Prefecto o del Ecónomo;
quienes registran los baúles de los compañeros para apoderarse de
comestibles, dinero y otros objetos; quien hace acopio de cuadernos
y de libros para su uso... Y después de decirme
el nombre de estos y de otros más, continuó: —Algunos
se encuentran aquí por haberse apropiado de prendas de vestir,
de ropa blanca, de mantas y manteles que pertenecían al
Oratorio, para mandarlas a sus casas. Algunos, por algún otro
grave daño que ocasionaron voluntariamente y no lo repararon. Otros,
por no haber restituido objetos y cosa que habían pedido
a título de préstamo, o por haber retenido sumas de
dinero que les habían sido confiadas para que las entregasen
al Superior.
Y concluyó diciendo: —Y puesto que conoces el
nombre de los tales, avísales, diles que desechen los deseos
inútiles y nocivos; que sean obedientes a la ley de
Dios y celosos del propio honor, de otra forma la
codicia los llevará a mayores excesos, que les sumergirán en
el dolor, en la muerte y en la perdición. Yo
no me explicaba cómo por ciertas cosas a las que
nuestros jóvenes daban tan poca importancia hubiese aparejados castigos tan
terribles. Pero el amigo interrumpió mis reflexiones diciéndome: —Recuerda lo
que se te dijo cuando contemplabas aquellos racimos de la
vid echados a perder—, y levantó otro velo que ocultaba
a otros muchos de nuestros jóvenes, a los cuales conocí
inmediatamente por pertenecer al Oratorio. Sobre aquel velo estaba escrito:
Radix omnium malorum. E inmediatamente me preguntó: —¿Sabes qué significa
esto? ¿Cuál es el pecado designado por esta sentencia? —Me
parece que debe ser la oberbia. —No, me respondió.—Pues
yo siempre he oído decir que la raíz de todos
los pecados es la soberbia.—Sí; en general se dice que
es la soberbia; pero en particular, ¿sabes qué fue lo
que hizo caer a Adán y a Eva en el
primer pecado, por lo que fueron arrojados del Paraíso terrenal?
—La desobediencia. —Cierto; la desobediencia es la raíz de todos
los males. —¿Qué debo decir a mis jóvenes sobre esto?
—Presta atención.
Aquellos jóvenes los cuales tú ves que son
desobedientes se están preparando un fin tan lastimoso como
éste. Son los que tú crees que se han ido
por la noche a descansar y, en cambio, a horas
de la madrugada se bajan a pasear por el patio,
sin preocuparse de que es una cosa prohibida por el
reglamento; son los que van a lugares peligrosos, sobre los
andamios de las obras en construcción, poniendo en peligro incluso
la propia vida. Algunos, según lo establecido, van a la
iglesia, pero no están en ella como deben, en lugar
de rezar están pensando en cosas muy distintas de la
oración y se entretienen en fabricar castillos en el aire;
otros estorban a los demás. Hay quienes de lo único
que se preocupan es de buscar un lugar cómodo para
poder dormir durante el tiempo de las funciones sagradas; otros
crees tú que van a la iglesia y, en cambio,
no aparecen por ella. ¡Ay del que descuida la oración!
¡El que no reza se condena! Hay aquí algunos que
en vez de cantar las divinas alabanzas y las Vísperas
de la Virgen María, se entretienen en leer libros nada
piadosos, y otros, cosa verdaderamente vergonzosa, pasan el tiempo leyendo
obras prohibidas (¡hasta pornografía!). Y siguió enumerando otras faltas contra
el reglamento, origen de graves desórdenes. Cuando hubo terminado,
yo le miré conmovido y él clavando sus ojos en
mí, prestó atención a mis palabras. —¿Puedo referir todas estas
cosas a mis jóvenes?—, le pregunté. —Sí, puedes decirles todo
cuanto recuerdes. —¿Y qué consejos he de darles para que
no les sucedan tan grandes desgracias? —Debes insistir en que
la obediencia a Dios, a la Iglesia, a los padres
y a los superiores, aún en cosas pequeñas, los salvará.
—¿Y qué más? —Les dirás que eviten el ocio, que
fue el origen del pecado del Santo Rey David: incúlcales
que estén siempre ocupados, pues así el demonio no tendrá
tiempo para tentarlos.
Yo, haciendo una inclinación con la cabeza,
se lo prometí. Me encontraba tan emocionado que dije a
mi amigo: —Te agradezco la caridad que has usado para
conmigo y te ruego que me hagas salir de aquí.
El entonces me dijo: —¡Ven conmigo!—, y animándome, me tomó
de la mano y me ayudó a proseguir porque me
encontraba agotado. Al salir de la sala y después de
atravesar en un momento el hórrido patio y el largo
corredor de entrada, antes de trasponer el dintel de la
última puerta de bronce, se volvió de nuevo a mí
y exclamó: —Ahora que has visto los tormentos de los
demás, es necesario que pruebes un poco lo que se
sufre en el infierno. —¡No, no!—, grité horrorizado. El insistía
y yo me negaba siempre. —No temas —me dijo—; prueba
solamente, toca esta muralla. Yo no tenía valor para hacerlo
y quise alejarme, pero el guía me detuvo insistiendo: —A
pesar de todo, es necesario que pruebes lo que te
he dicho— y aferrándome resueltamente por un brazo, me acercó
al muro mientras decía: —Tócalo una sola vez, al menos
para que puedas decir que estuviste visitando las murallas de
los suplicios eternos, y para que puedas comprender cuan terrible
será la última si así es la primera. ¿Ves esa
muralla? Me fijé atentamente y pude comprobar que aquel muro
era de espesor colosal.
El guía prosiguió: —Es el milésimo
primero antes de llegar adonde está el verdadero fuego del
infierno. Son mil muros los que lo rodean. Cada muro
es mil medidas de espesor y de distancia el uno
del otro, y cada medida es de mil millas; este
está a un millón de millas del verdadero fuego del
infierno y por eso apenas es un mínimo principio del
infierno mismo. Al decir esto, y como yo me echase
atrás para no tocar, me tomo la mano, me la
abrió con fuerza y me la acercó a la piedra
de aquel milésimo muro. En aquel instante sentí una quemadura
tan intensa y dolorosa que saltando hacia atrás y lanzando
un grito agudísimo, me desperté. Me encontré sentado en el
lecho y pareciéndome que la mano me ardía, la restregaba
contra la otra para aliviarme de aquella sensación. Al hacerse
de día, pude comprobar que mi mano, en realidad, estaba
hinchada, y la impresión imaginaria de aquel fuego me afectó
tanto que cambié la piel de la palma de la
mano derecha. Tengan presente que no les he contado las
cosas con toda su horrible crueldad, ni tal como ¡as
vi y de la forma que me impresionaron, para no
causar en ustedes demasiado espanto. Nosotros sabemos que el Señor
no nombró jamás el infierno sino valiéndose de símbolos, porque
aunque nos lo hubiera descrito como es, nada hubiéramos entendido.
Ningún mortal puede comprender estas cosas. El Señor las conoce
y tas puede manifestar a quien quiere. Durante muchas noches
consecutivas, y siempre presa de la mayor turbación, o
pude dormir a causa del espanto que se había apoderado
de mi ánimo. Les he contado solamente el resumen de
lo que he visto en sueños de mucha duración; puede
decirse que de todos ellos les he hecho un breve
compendio. Más adelante les hablaré sobre el respeto humano, y
de cuanto se relaciona con el sexto y séptimo Mandamiento
y con la soberbia. No haré otra cosa más que
explicar estos sueños, pues están de acuerdo con la Sagrada
Escritura, aún más, no son otra cosa que un comentario
de cuanto en ella se lee respecto a esta materia.
Durante estas noches les he contado ya algo, pero de
cuando en cuando vendré a hablarles y les narraré lo
que falta, dándoles la explicación consiguiente.
Como lo prometió, así
lo hizo —continúa Don Lemoyne —. Seguidamente expuso este mismo
sueño a los jóvenes de Mirabello y de Lanzo, pero
resumiendo la narración. Repitió cuanto había visto sin hacer cambios
notables, no faltando tampoco algunas variantes. Al narrarlo privadamente a
sus Sacerdotes y Clérigos, añadía algunos detalles más. En muchas
ocasiones omitía algunas cosas y en otras ponía de manifestó
otras. En la descripción de los lazos introdujo una nueva
idea sobre la argucia del Demonio y de la manera
de arrastrar a los jóvenes hacia el infierno, hablando de
las malas costumbres. De muchas escenas no dio explicación: por
ejemplo, de los personajes de agradable aspecto que se encontraban
en la sala magnífica y que nosotros nos atreveríamos a
decir que simbolizan: El tesoro de la Misericordia de
Dios, para salvar a los jóvenes que de otra manera
habrían perecido. Tal vez eran los principales ministros de innumerables
gracias. Ciertas variantes provenían de la multiplicidad de las cosas
vistas al mismo tiempo, las cuales el reproducirse en su
imaginación le hacían escoger lo que el Santo juzgaba más
oportuno para sus oyentes. Por lo demás, la meditación de
los novísimos era cosa familiar en San Juan Bosco y
como fruto de ella su corazón se encendía en una
vivísima compasión hacia los pobres pecadores amenazados por el peligro
de una eternidad tan horrible. Este sentimiento de caridad le
hacía sobreponerse al respeto humano, invitando a la penitencia con
una prudente franqueza incluso a personajes distinguidos, siendo de tal
eficacia sus palabras que conseguía numerosas conversiones. Nosotros hemos ofrecido
fielmente aquí cuanto escuchamos de labios del mismo Santo y
cuanto nos refirieron de viva voz o por escrito numerosos
Sacerdotes, formando con el conjunto una sola narración. Ha sido
un trabajo arduo, porque deseábamos reproducir con exactitud matemática cada
una de las palabras, cada unión de una escena con
la otra, el orden de los diferentes hechos, los avisos,
los reproches, todas las ideas expuestas y no explicadas, entre
las cuales no faltará alguna de las que se dejan
sobrentender. ¿Hemos conseguido nuestro propósito? Podemos asegurar a los lectores
que hemos buscado una sola cosa con la mayor diligencia,
a saber: exponer con la mayor fidelidad posible las palabras
de San Juan Bosco.
LAS PENAS DEL INFIERNO—AÑO 1887
Memorias
Biográficas de San Juan Bosco, Tomo XVIII, págs. 284-285
En
la mañana del tres de abril San Juan Bosco dijo
a Viglietti que en la noche precedente no había podido
descansar, pensando en un sueño espantoso que había tenido durante
la noche del dos. Todo ello produjo en su organismo
un verdadero agotamiento de fuerzas. —Si los jóvenes —le decía
— oyesen el relato de lo que oí, o se
darían a una vida santa o huirían espantados para no
escucharlo hasta el fin. Por lo demás, no me es
posible describirlo todo, pues sería muy difícil representar en su
realidad los castigos reservados a los pecadores en la otra
vida. El Santo vio las penas del infierno. Oyó primero
un gran ruido, como de un terremoto. Por el momento
no hizo caso, pero el rumor fue creciendo gradualmente, hasta
que oyó un estruendo horroroso y prolongadísimo, mezclado con gritos
de horror y espanto, con voces humanas inarticuladas que, confundidas
con el fragor general, producían un estrépito espantoso. Desconcertado observó
alrededor de sí para averiguar cuál pudiera ser la causa
de aquel finís mundi, pero no vio nada de particular.
El rumor, cada vez más ensordecedor, se iba acercando, y
ni con los ojos ni con los oídos se podía
precisar lo que sucedía.
San Juan Bosco continuó así su
relato: —Vi primeramente una masa informe que poco a poco
fue tomando la figura de una formidable cuba de fabulosas
dimensiones: de ella salían los gritos de dolor. Pregunté espantado
qué era aquello y qué significaba lo que estaba viendo.
Entonces los gritos, hasta allí inarticulados, se intensificaron más haciéndose
más precisos, de forma que pude oír estas palabras: —Multi
gloriantur in terris et cremantur n igne. Después vi
dentro de aquella cuba ingente, personas indescriptiblemente deformes. Los ojos
se les salían de las órbitas; las orejas, casi separadas
de la cabeza, colgaban hacia abajo; los brazos y las
piernas estaban dislocadas de un modo fantástico. A los gemidos
humanos se unían angustiosos maullidos de gatos, rugidos de leones,
aullidos de lobos y alaridos de tigres, de osos y
de otros animales.
Observé mejor y entre aquellos desventurados reconocí
a algunos. Entonces, cada vez más aterrado, pregunté nuevamente qué
significaba tan extraordinario espectáculo. Se me respondió: —Gemitibus inenarrabilibus famem
patientur ut canes. Entretanto, con el aumento del ruido se
hacía ante él más viva y más precisa la vista
de las cosas; conocía mejor a aquellos infelices, le llegaban
más claramente sus gritos, y su terror era cada vez
más opresor. Entonces preguntó en voz alta: —Pero ¿no será
posible poner remedio o aliviar tanta desventura? ¿Todos estos horrores
y estos castigos están preparados para nosotros? ¿Qué debo hacer
yo? —Sí —replicó una voz—, hay un remedio; sólo un
remedio. Apresurarse a pagar las propias deudas con oro o
con plata. —Pero estas son cosas materiales. —No; aurum et
thus. Con la oración incesante y con la frecuente comunión
se podrá remediar tanto mal. Durante este diálogo los gritos
se hicieron más estridentes y el aspecto de los que
los emitían era más monstruoso, de forma que, presa de
mortal terror, se despertó. Eran ¡as tres de la mañana
y no le fue posible cerrar más un ojo. En
el curso de su relato, un temblor le agitaba todos
los miembros, su respiración era afanosa y sus ojos derramaban
abundantes lágrimas.
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