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De Aristóteles al personalismo. |
Aristóteles, filósofo del siglo IV antes de Jesucristo, al
margen de la revelación cristiana, alcanzó un alto conocimiento de
Dios.
Más tarde, la razón ilustrada por la fe se abriría
nuevos caminos estrictamente racionales para alcanzar una noción de Dios
mucho más perfecta que la del Estagirita.
Sin embargo, muchos
elementos aristotélicos han podido ser asumidos por la tradición filosófica
de inspiración cristiana, por una razón muy sencilla: porque son
verdad. Cosa que no se puede hacer con otras filosofías
antiguas y modernas, cuyos métodos y desarrollos no resultan "bautizables",
sencillamente porque en sus principios se ha deslizado el error
o sus métodos han sido inadecuados al objeto de estudio.
Como es sabido, Aristóteles fue el discípulo “aventajado” de Platón,
al extremo de corregir y superar la filosofía de su
maestro. Una de las críticas fundamentales que Aristóteles hace a
Platón, consiste en reprocharle que las ideas, según las concebía
Platón, no tenían efectividad, actuación, no actuaban, eran inoperantes, sin
fuerza genética y generadora. Para Aristóteles las «ideas» o «esencias»
de las cosas no se encuentran en un mundo «ideal»
separado de este, sino en las cosas. En el análisis
de las cosas distingue la substancia o esencia y el
accidente (los accidentes), y también estos dos elementos: la forma
y la materia.
Distinción entre materia y forma ¿A qué llama
Aristóteles materia? Aristóteles llama materia a algo que no tiene
nada que ver con lo que en física llamamos hoy
materia. Materia, para él, es simplemente aquello con lo que
está hecho algo. "Aquello con que está hecho algo" puede
ser eso que nuestros físicos hoy llaman materia; pero puede
ser también otra cosa que no sea eso que los
físicos hoy llaman materia. Así, una tragedia es una cosa
que ha hecho Esquilo o que ha hecho Eurípides, y
esa cosa está hecha con palabras, con "logoi", con razones,
con dichos de los hombres, con sentimientos humanos; y no
está hecha con materia en el sentido que dan a
la palabra materia los físicos de hoy. Materia, es, para
Aristóteles aquello —sea lo que fuere— con que algo está
hecho. ¿Y forma? ¿Qué significa forma para Aristóteles? Esta es
una de las palabras que más ha dado que hacer
a los filósofos e historiadores de la filosofía. No hay
una sola de las interpretaciones que se han dada de
la "forma" en Aristóteles que no esté expuesta a toda
suerte de críticas. Lo cierto es que la palabra "forma"
la toma Aristóteles de la geometría. Sócrates y sobre Platón
fueron grandes admiradores de la geometría; al extremo de que
Platón inscribió en la puerta de su escuela, que se
llamaba la "Academia", un letrero que decía "Nadie entre aquí
si no es geómetra". Consideraba que el estudio de la
geometría era la propedéutica fundamental y necesaria del estudio de
la filosofía. Pues bien, Aristóteles entendió por «forma», primero y
principalmente, la figura de los cuerpos, es decir, lo que
significa «forma» en el sentido más vulgar de la palabra:
la forma que tiene un cuerpo, la forma como terminación
o límite de la realidad corpórea vista desde todas las
perspectivas. Pero sobre esa acepción y sentido de la palabra
forma, Aristóteles entendió también —y sin contradicción alguna— aquello que
hace que la cosa sea lo que es, aquello que
reúne los elementos materiales, en el sentido amplio que se
ha dicho, que no excluye lo inmaterial. Aquello que hace
entrar a los elementos materiales en un conjunto, lo que
les confiere unidad y sentido, eso es lo que llama
Aristóteles forma. El principio o causa que hace que la
cosa sea lo que es. La forma, pues, se identifica
con la esencia. Ahora bien: esas formas de las cosas
no son para Aristóteles casuales o azarosas; no aparecen como
resultado de una serie de causas puramente físicas, eficientes, mecánicas,
que sucediéndose unas a otras han venido a producir lo
que una cosa en este momento es. Nada hay más
lejos del pensamiento aristotélico que eso; para Aristóteles cada cosa
tiene la forma que debe tener, es decir la forma
define la cosa. La forma de algo es lo que
confiere un sentido a ese algo; y ese sentido es
la finalidad, es el «telos», palabra griega que significa fin:
de ahí viene una palabra que se usa mucho en
filosofía: teleología; teoría de los fines, el punto de vista
desde el cual apreciamos y definimos las cosas, no en
cuanto que son causadas mecánicamente, sino en cuanto que están
dispuestas para la realización de un fin. Pues bien: para
Aristóteles la definición de una cosa contiene su finalidad, y
la forma o conjunto de las notas esenciales imprime en
esa cosa un sentido que es aquello para lo que
sirve. De esta manera está ya armado Aristóteles para contestar
a la pregunta acerca de la génesis o producción de
las cosas. Si la materia y la forma son los
ingredientes necesarios para el advenimiento de la cosa, entonces ese
advenimiento, ¿en qué consiste? Consiste en que a la materia
informe sin forma, se añade, se agrega, se sintentiza con
ella, la forma. Y la forma, ¿qué es? la forma
es el principio causal esencial, que hace ser a la
cosa lo que es y le da sentido, "telos", finalidad.
La forma logra el advenimiento de la cosa. La cosa
llega a ser lo que es porque su materia es
informada, plasmada, recibe forma. Pues bien, si la forma confiere
sentido y fin a la cosa, es igualmente cierto que
es aquello por lo cual la cosa es inteligible. Y
si es inteligible es porque ha sido hecha inteligentemente. Cada
cosa ha sido hecha del mismo modo como el escultor
hace la estatua, como el carpintero hace la mesa, como
el herrero hace la herradura. Todas las cosas en el
universo, todo lo que existe, ha tenido que ser hecho
por una causa inteligente que ha pensado el "telos", la
forma, y la ha impreso en la materia. Está claro,
pues, que la metafísica de Aristóteles desemboca inevitablemente en una
teología, en una teoría sobre Dios.
Argumento aristotélico para afirmar
la existencia de Dios Aristóteles, en realidad —aunque en diversos
pasajes de sus escritos (en la Metafísica, en la Física,
en la Psicología) formula algo que pudiera parecerse a lo
que llamaríamos hoy «pruebas de la existencia de Dios»— no
cree que sea necesario demostrar la existencia de Dios. La
existencia de algo (cualquier cosa) implica necesariamente la existencia de
Dios. En efecto: una existencia de las que nosotros encontramos
constantemente ejemplares, es siempre "contingente". ¿Qué significa contingente? Significa que
el ser de esa existencia, la existencia de esa existencia,
no es necesaria. Contingente significa que lo mismo podría existir
que no existir; que no hay razón para que exista
más que para que no exista. Las cosas con que
tropezamos en nuestra experiencia personal son todas ellas contingentes. Existen
las cosas; este vaso, esta lámpara, esta mesa, el mundo,
el sol, las estrellas, los animales, yo, nosotros, existimos, pero
podríamos no existir; es decir, nuestra existencia no es necesaria.
Pero si hay una existencia que no es necesaria, esa
existencia supone que ha sido producida por otra cosa existente,
puesto que no tiene fundamento en sí misma; por lo
tanto, tiene su fundamento en otra. Si esa segunda cosa
existente tampoco es necesaria, si ella es contingente, supondrá evidentemente
una tercera cosa existente que la ha producido. Esta tercera
cosa existente, si no es necesaria sino contingente, supondrá una
cuarta cosa que la haya producido. Vamos a suponer que
la serie de estas cosas contingentes, no necesarias, que van
produciéndose unas a otras, sea infinita. Entonces, toda la serie,
por muy infinita que sea, tomada en su totalidad, será
también contingente y necesitará por fuerza una existencia no contingente
que la explique, que le dé esa existencia. De suerte
que tanto en la consideración de las existencias individuales como
en la consideración de una serie infinita de existencias individuales,
tanto en uno como en otro caso, tropezamos con la
absoluta necesidad de admitir una existencia que no encuentre su
fundamento en otra sino que sea ella, por sí misma,
necesaria, absolutamente necesaria. Esta existencia no contingente sino necesaria que
tiene en sí misma la razón de su existir, el
fundamento de su existir, es Dios. El ser necesario ha
de ser inmóvil Para Aristóteles es tan claro todo esto
que ni siquiera le parece “prueba”; no le hace falta
prueba de la existencia de Dios porque para su mente
metafísica es tan cierta como que algo existe. Si estamos
ciertos de que algo existe, estamos ciertos de que Dios
existe. Y este algo necesario, no contingente; es fundamento, base
primaria de todas las demás existencias; este algo es inmóvil,
no puede estar en movimiento. Y no puede estar en
movimiento porque, para Aristóteles, el movimiento es el prototipo de
lo contingente (que equivale a cambiante). ¿Por qué el movimiento
es contingente? Porque el movimiento es ser y no ser
sucesivamente. Una piedra lanzada al aire está en movimiento, no
lo niega Aristóteles, como hizo Parménides; pero estar en movimiento
significa estar, ahora, en este punto A, e inmediatamente en
otro punto B; luego en el segundo momento, en aquel
punto A ya no hay movimiento. Cuando el punto en
donde está una cosa ha sido abandonado por la cosa
en movimiento, el movimiento no está ahí sino aquí. Ese
cambiar constante es para Aristóteles el símbolo propio de la
contingencia, de lo no necesario, de lo que requiere explicación.
Por tanto, si Dios estuviese en movimiento, Dios requeriría explicación.
Pero Dios es precisamente la existencia necesaria, absoluta, que explica
el movimiento sin requerir explicación. Tiene que ser inmóvil. Inmovilidad
a inmaterialidad De la inmovilidad, Aristóteles deduce inmediatamente la inmaterialidad.
Si es inmóvil es inmaterial, porque si fuera material, entonces,
sería móvil. Todo lo material es móvil; no hay más
que darle un empujón. Es cierto que Aristóteles toma la
palabra material en un sentido no mecánico; pero en todo
caso sería cambiante, que equivale a móvil. Todo lo material
es cambiante. Esto es suficientemente claro. La explicación metafísica del
cambio: el acto y la potencia Como es sabido, Aristóteles
explica el movimiento (cualquier cambio) por la combinación de dos
coprincipios: el acto y la potencia. El acto es una
noción primaria; es lo real por antonomasia y por eso
actúa, tiene eficiencia real. Una piedra pensada no es actual,
porque no puede actuar, no puede romper nada. Una piedra
real lanzada contra un cristal, lo rompe. El acto es
lo que existe ahí de un modo efectivo. Tenemos ahora
la piedra en reposo. La podemos coger y lanzar, está
en acto, pero con el acto coexiste la potencia para
muchas cosas: puede ser lanzada o machacada, puede entrar en
combinación con otros elementos químicos. Es cambiante porque no sólo
es acto, sino también potencia (pasiva). No es acto puro.
El acto puro sería inmutable, porque tendría toda la actualidad
posible. Todo lo cambiante está compuesto de acto y potencia.
Todo lo compuesto de acto y potencia es cambiante, porque
la potencia se puede actualizar. El acto puro Si hay
un ente actual inmóvil no es susceptible de cambio. No
cabe en él potencia alguna. Esto significa que es todo
acto, puro acto; sin posibilidad de cambiar nada. Es lo
que sucede realmente en Dios. En Dios no hay nada
«posible». Todo es real, nada es futuro, todo es presente.
Es acto puro, pura actualidad, pura realidad en acto. En
Dios no está nada por llegar a ser ni está
en devenir, todo es en este instante plenamente , con
plenitud de realidad. No podemos, pues, suponer que en Dios
haya materia, porque la materia es lo que está en
devenir; la materia, a lo sumo, «está siendo» (distendida en
el tiempo), pero Dios no está por ser ni está
siendo, sino que es. Y este ser pleno de la
divinidad, es para Aristóteles lo arjé, que él llama "acto
puro" y opone a la potencia pasiva, a la posibilidad,
al mero posible . Y Dios es la causa primera
de todo.
La cumbre de la teología de Aristóteles: «noesis
noéseo» Ahora bien, ¿cuál es la actividad de Dios? Para
Aristóteles, no puede consistir en otra cosa que en pensar,
porque si Dios hiciera algo que no fuese pensar, ese
algo implicaría el movimiento (pensar es pararse: “parase a pensar”).
Además de pensar, ¿qué podría hacer Dios? ¿sentir?. Sentir es
una imperfección y Dios no tiene imperfecciones. ¿Desear? Tampoco, porque
desear implica carencia de lo deseado. Aristóteles piensa que Dios
no puede apetecer ni querer, porque apetecer y querer suponen
el pensamiento de algo que no somos ni tenemos y
que queremos ser o tener. pero Dios no puede notar
que le falta algo en su ser o en su
haber; lo tiene todo y lo es todo. Por consiguiente,
no puede querer, ni desear, ni emocionarse; no puede más
que pensar. Dios es pensamiento puro. Y ¿qué es lo
que Dios piensa? Pues ¿qué puede pensar Dios? Dios no
puede pensar más que en sí mismo. El pensamiento de
Dios no puede tener por objeto más que a sí
mismo. ¿Por qué –siempre según Aristóteles- es esto así? Simplemente
porque el pensamiento de Dios no puede dirigirse a las
cosas más que en tanto en cuanto son productos de
él mismo; en tanto en cuanto son sus propios pensamientos
realizados por su propia actividad pensante. Así es que no
hay otro objeto posible para Dios sino pensarse a sí
mismo. No es poco para Aristóteles, porque la intelección subsistente
y siempre actual es el más perfecto de los grados
metafísicos de ser, pues es la forma superior de vida.
Muchos teólogos, entre ellos los tomistas Juan de Santo Tomás,
Gonnet y Billuart coinciden en considerar la intelección subsistente como
constitutivo formal de la esencia divina. La teología de Aristóteles,
pues, culmina con esas notas de puro intelectualismo, en que
Dios es llamado «pensamiento del pensamiento», «nóesis noéseos nóesis». Es
quizá la cumbre más alta que se ha podido alcanzar
racionalmente sin contar con las sugerencias que la filosofía ha
recibido de la teología cristiana. Como veremos más adelante, la
revelación cristiana descubrirá que en Dios no sólo hay entendimiento,
sino también voluntad, porque «Dios es amor». Por lo tanto
habrá que entender la voluntad no necesariamente como órexis (deseo),
que ciertamente no cabe en Dios, sino como amor. Por
lo demás, no parece que Aristóteles llegase a captar la
noción de creación, es decir, la producción del ente ex
nihilo sui et subiecto. Para esto habrá que esperar unos
cuantos siglos. No obstante, hay que reconocer que la arquitectura
del universo que Aristóteles nos dibuja es formidable y magnífica
y concuerda perfectamente con el impulso del hombre natural, pensador
espontáneo. Aristóteles logró dar al realismo del sentido originario, común
a todo ser humano, una forma filosófica magnífica. El realismo
filosófico mantiene la actitud de todo ser humano ante la
pregunta que hacemos: ¿quién existe? A esa pregunta la respuesta
espontánea del hombre es decir que existe este vaso, esta
lámpara, este señor, esta mesa, el sol; todo eso existe.
Pues a esa respuesta espontánea que a la pregunta metafísica
da el ser humano, confiere Aristóteles al cabo de cuatro
siglos de meditación filosófica, la forma mejor engarzada y más
satisfactoria de la historia del pensamiento hasta él.
Un quiebro
asombroso: la causalidad peculiar del Motor inmóvil Pero quizá lo
más genial del discurso aristotélico sobre Dios, es el giro
que introduce al describir el sentido de la causalidad del
Motor inmóvil. Tendemos a pensar que el motor no tiene
otro modo de mover que «empujando» o produciendo las cosas
al modo de la causa eficiente. Hay que tener en
cuenta, además, que Aristóteles no sabe de creación (producción ex
nihilo). Pues bien, la gran intuición del Estagirita es que
el Primer Motor es, ante todo, causa final. Así dice
en su Metafísica, libro XII, cap. VII: «Ya que lo
que es movido y mueve al mismo tiempo está en
situación intermedia, debe haber algo que mueve sin ser movido,
que es eterno, substancia y actividad. De este modo [precisamente]
mueve aquello que es objeto de apetito y de intelección,
es decir, lo que mueve sin ser movido». Es decir,
el Primer Motor mueve no «empujando», no «haciendo», produciendo, poniendo,
construyendo o formando, sino «atrayendo». ¿Se puede mover a algo
sin hacer nada, sin moverse? Tenemos infinidad de experiencias sobre
este asunto? Infinidad de cosas mueven sin ser movidas. Por
ejemplo, Las Meninas, de Velázquez mueven cada año cientos de
millares de personas de los cinco continentes sin moverse del
Museo del Prado. En fin, es evidente que la perfección,
el Bien mueve sin necesidad de moverse. La doctrina clásica
de la causa final como causa de las causas, como
lo último en la ejecución pero primero en la intención
ha tendido a situar la fuerza creadora en la eficiencia,
en el antes, pero no en el después. Pero el
Primer Motor aristotélico mueve no tanto como principio sino como
fin, no tanto empujando como llamando. Es principio siendo fin.
Lo que pocos han podido imaginar fuera de la cosmovisión
judeocristiana es que el Primer Motor sea creador como Fin
y que la omnipotencia que pone al ente en la
existencia, sea más que un «hacer», poner o construir, un
«llamar», tan poderoso que la misma llamada otorga el ser.
De este modo el ser creado es llamada y, especialmente,
el ser personal, es respuesta. «Ciertamente –dice Ruiz-Retegui-, podemos considerar
la creación bajo el aspecto de la concesión del ser,
o la puesta en la existencia. Podemos entender y estudiar
la creación desde el punto de vista de las esencias
entendidas por la Sabiduría divina, que reciben el acto de
ser, o como el Ser infinito de Dios que se
da a participar a seres fuera de sí. Esta manera
de concebir la creación está marcada por la perspectiva de
la constitución ontológica de los seres creados y, en esa
medida, tiene especial aptitud para expresar el aspecto que las
criaturas tienen de ser en sí mismas. Pero es una
forma de considerar la creación que no favorece la consideración
de la apertura esencial que las criaturas tienen hacia Dios,
y la definición del hombre como su imagen y semejanza.
En este sentido, favorecen la perspectiva en que aparecen los
problemas antropológicos propios de la modernidad, a los que hemos
aludido anteriormente. »La consideración cabal de la creación y de
la condición de las criaturas es aquella en la que
la omnipotencia creadora es vista en su carácter de unión
esencial con la bondad infinita, es decir, aquella en la
que la creación nos aparece como fruto de una llamada
tan poderosa que crea el ser mismo llamado. El que
la creación acontezca por una llamada, es decir, el que
la omnipotencia creadora sea propia de la causa final infinita,
hace que el principio ‑la creación- y el fin ‑al
que es llamada‑ de la criatura estén intrínsecamente unidos» (A.
Ruíz-Retegui). El principio es pura identidad con el fin. Dios
es, en efecto, Alfa y Omega; Alfa coincide con Omega.
Esta es la línea en la que discurre, con mayor
o menor fortuna, con metodologías y perspectivas muy diversas, la
filosofía personalista actual, como Guardini, Leonardo Polo, Alfonso López Quintás,
Levinás, etc. Aristóteles nos permite suponer que hubiera comprendido muy
bien esta actual interpretación filosófica de la creación como «llamada».
Pero para lograrlo de modo filosóficamente convincente han debido transcurrir
dos mil quinientos años. En un curso de Historia de
la Filosofía o de Teología natural es preciso seguir la
pista aristotélica que la traspasa, para comprenderlo acabadamente.
Filosofía de Dios |
La necesidad de hablar y conocer la existencia de Dios |
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Filosofía de Dios |
1. El primer artículo de nuestro Credo: Creo en Dios.
Hablar de Dios significa afrontar un tema sublime y sin
límites, misterioso y atractivo. Pero aquí en el umbral, como
quien se prepara a un largo y fascinante viaje de
descubrimiento—tal permanece siempre un genuino razonamiento sobre Dios—, sentimos la
necesidad de tomar por anticipado la dirección justa de marcha,
preparando nuestro espíritu a la comprensión de verdades tan altas
y decisivas. A este fin considero necesario responder enseguida a
algunas preguntas, la primera de las cuales es: ¿Por qué
hablar hoy de Dios?
2. En la escuela de Job, que
confesó humildemente: «(He hablado a la ligera... Pondré mano a
mi boca» (40, 4), percibimos con fuerza que precisamente la
fuente de nuestras supremas certezas de creyentes, el misterio de
Dios, es antes todavía la fuente fecunda de nuestras más
profundas preguntas: ¿Quién es Dios? ¿Podemos conocerlo verdaderamente en nuestra
condición humana? ¿Quiénes somos nosotros, creaturas, ante Dios?. Con las
preguntas nacen siempre muchas y a veces tormentosas dificultades: Si
Dios existe, ¿por qué entonces tanto mal en el mundo?
¿Por qué el impío triunfa y el justo viene pisoteado?
¿La omnipotencia de Dios no termina con aplastar nuestra libertad
y responsabilidad?. Son preguntas y dificultades que se entrelazan con
las expectativas y las aspiraciones de las que los hombres
de la Biblia, en los Salmos en particular, se han
hecho portavoces universales: «Como anhela la cierva las corrientes de
las aguas, así te anhela mi alma, ¡oh Dios! Mi
alma está sedienta de Dios, de Dios vivo: ¿Cuándo iré
y veré la faz de Dios? (Sal 41/42, 2-3): De
Dios se espera la salvación, la liberación del mal, la
felicidad y también, con espléndido impulso de confianza, el poder
estar junto a El, «habitar en su casa» (cf. Sal
83/84, 2 ss.). He aquí pues que nosotros hablamos de
Dios porque es una necesidad del hombre que no se
puede suprimir.
SS Juan Pablo II. Creo en Dios,
Alocución del 3 Agosto 1985.
En los siguientes artículos trataremos de
conocer más acerca de Dios:
Si Dios no existiese
Dios
"es"
Demostrar la existencia de Dios
La razón ante el
misterio
Las "pruebas del nueve"
|
|
La existencia de Dios I |
Posibilidad y necesidad de demostrar la existencia de Dios. |
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|
La existencia de Dios I |
Artículo I Posibilidad y necesidad de demostrar la existencia de Dios.
Para fijar el sentido de las palabras y evitar confusión
de ideas, en este y los demás problemas relativos a
la existencia de Dios, conviene tener presentes las siguientes nociones
generales:
1ª Por la palabra Dios entendemos aquí un Ser
Supremo que existe a se con existencia absolutamente necesaria, y
del cual depende el conjunto o universalidad de los seres
que no son él. Excusado es advertir que esta no
es una definición real de Dios; pues, aparte de que
ésta no es posible a la limitada inteligencia del hombre,
si se habla de una definición adecuada, aun la imperfecta
o inadecuada debe ser el resultado de la investigación relativa
a su esencia y atributos. La noción anterior es, pues,
una definición nominal, más bien que real.
2ª Ya se
ha dicho en la lógica, que la demostración a priori
consiste en demostrar el efecto por la causa, es decir,
en demostrar la existencia, esencia o atributos de una cosa,
tomando por medio para la demostración la causa real
de la cosa, y digo la causa real, causa essendi,
porque no basta tomar como medio la causa de conocer
aquella cosa, causa cognoscendi, que se intenta demostrar, pues en
este sentido, toda demostración es per causam, sin excluir la
demostración a posteriori, en la que la causa se demuestra
por su efecto.
3ª Entre los adversarios más o menos
directos de la posibilidad de demostrar la existencia de Dios,
pueden enumerarse.
a) Los ateos especulativos o dogmáticos, que consideran
la existencia de Dios como un error o hipótesis gratuita
de los teístas.
b) Los ateos negativos, que coinciden con
los positivistas contemporáneos, los cuales hacen profesión de ignorar si
existe o no existe Dios, o mejor dicho, consideran esta
investigación como inaccesible a la razón humana.
c) Los ateos
prácticos, que admitiendo la existencia y realidad de Dios, la
rechazan prácticamente, en cuanto que viven y obran como si
no existiera realmente.
4ª Bajo otro punto de vista, destruyen
o niegan la demostrabilidad de la existencia de Dios, además
de Aylli y algunos otros antiguos, que sólo admitían una
demostración imperfecta y de certeza moral para la existencia de
Dios:
Los tradicionalistas rígidos, que afirman que el conocimiento que
poseemos acerca de Dios, es debido a una revelación divina
y primitiva que llega hasta nosotros por conducto del lenguaje,
sin que sea posible a la razón humana individual y
abandonada a sus propias fuerzas, demostrar rigurosamente la existencia de
Dios.
Los sentimentalistas, es decir, los que consideran la
noción de Dios como el resultado de una especie de
instintos o sentido divino, más bien que como el efecto
de un procedimiento racional y científico; pertenecen a esta escuela,
entre otros, Jacobi, y hasta cierto punto el P. Gatry.
Kant y los que con él afirman que la razón
humana se halla encerrada dentro de la realidad sensible, y
aun ésta fenomenal, sin poder llegar a la posesión de
los noumena, ni demostrar la realidad objetiva de los conceptos
de la razón pura.
5ª Por lo que hace a
la necesidad de la demostración que nos ocupa, o la
niegan, o al menos la debilitan su importancia, por un
lado Descartes con la hipótesis de la idea innata de
Dios, y por otro los ontologistas partidarios de la intuición
primitiva e inmediata de Dios. Dadas estas nociones, vamos a
probar ahora que es posible demostrar a posteriori la existencia
de Dios. Para esta demostración se necesitan y bastan tres
condiciones: 1ª que existan realmente efectos de la causa cuya
existencia se trata de demostrar: 2ª que estos efectos tengan
conexión necesaria con la causa que por ellos se intenta
demostrar: 3ª que tanto la realidad de los efectos, como
su relación o conexión necesaria con la causa, se conozca
evidentemente por la razón. Siendo, pues, indudable que estas tres
condiciones se verifican en la demostración de la existencia de
Dios por medio de sus efectos, lo es igualmente que
esta demostración es, no solamente posible, sino hasta relativamente fácil
a la razón humana. ¿Puede dudarse, en efecto, que existimos
realmente nosotros, y que existen fuera de nosotros efectos reales,
contingentes y finitos, y que estos efectos suponen necesariamente una
causa primera de los mismos, y en el concepto de
primera, necesaria, superior e independiente?
Tesis La certeza absoluta y racional
sobre la existencia de Dios, presupone y exige una demostración
de ésta. La certeza absoluta y racional con respecto a
una verdad perteneciente al orden espiritual e inteligible, como es
la existencia de Dios, objeto inmaterial, imperceptible a los sentidos
y puramente inteligible, sólo puede obtenerse, o por evidencia inmediata,
o por evidencia mediata. Verdades o proposiciones de evidencia inmediata
son aquellas en las cuales basta percibir el significado obvio
y como literal de los términos, para descubrir que el
predicado pertenece a la esencia del sujeto, como sucede en
los axiomas o primeros principios. ¿Pertenece a esta clase la
proposición: Dios existe? No: porque la razón humana no
descubre instantáneamente, ni ve con claridad la verdad de semejante
proposición, como descubre la de la proposición el todo es
mayor que la parte. Luego la razón humana no llega
a la posesión cierta y racional de la verdad de
esta proposición, sino por medio de una demostración más o
menos fácil. La razón filosófica de lo que se acaba
de decir es que nosotros no conocemos la esencia de
Dios, quia nos non scimus de Deo quid est, dice
santo Tomás, y sólo poseemos una noción muy imperfecta de
su esencia, antes de realizar las investigaciones científicas que nos
descubren algunos de sus atributos. De aquí es que aunque,
en realidad, la existencia actual pertenece a la esencia de
Dios, y bajo este punto de vista la proposición Dios
existe, es per se nota en sí misma, en su
realidad objetiva, quoad se, no lo es quoad nos, para
nosotros, es decir, para la razón humana, considerada en su
estado ordinario en la generalidad de los hombres, y aun
por parte de los hombres de ciencia, en el momento
anterior a la constitución y desarrollo de ésta.
He aquí
ahora algunos corolarios de la doctrina que se acaba de
exponer, los cuales pueden servir para responder a las objeciones
principales que en esta materia suelen proponerse.
1º Los efectos
son posteriores respecto de Dios, considerados en su existencia, pero
son anteriores en el orden de conocimiento, quoad nos; porque
lo primero que percibimos, ya con los sentidos, ya con
la inteligencia, son las cosas sensibles que nos rodean y
los fenómenos que en nosotros mismos se verifican.
2º Lo
mismo puede decirse de la cognoscibilidad de los efectos con
relación a Dios, que es su causa: Dios, considerado en
sí mismo, quoad se, posee mayor aptitud para ser conocido,
mayor inteligibilidad que sus efectos materiales y sensibles; porque la
inteligibilidad de un objeto está en relación y proporción con
la inmaterialidad y la perfección de ser el mismo, de
manera que cuanto el objeto está más apartado de las
condiciones de la materia de su potencialidad e imperfección;
cuanto mayor es su actualidad y cuanto más tiene de
ser, tanto es más inteligible de su naturaleza. Empero, atendida
por una parte la imperfección y límites de la razón
humana, y en atención por otra, a que el origen
de nuestros conocimientos actuales son los sentidos, cuyo propio objeto
son las cosas materiales y sensibles, es lo cierto que
Dios es menos cognoscible o inteligible quoad nos que sus
efectos. Y bajo este punto de vista, podemos y debemos
decir, que los efectos o seres creados que constituyen las
premisas para demostrar la existencia de Dios, son notiores, son
más conocidos, más claros, más evidentes, que su causa, que
es Dios, así como decimos que aunque son posteriores a
Dios y dependientes de él en cuanto a la existencia,
son primero que Dios y causa de él, en el
orden subjetivo o de conocimiento, según que nosotros, primero conocemos
los efectos y fenómenos finitos, que a Dios que es
su causa, y su conocimiento es causa o nos conduce
al conocimiento de su autor.
3º Como algunos filósofos pretenden
negar la posibilidad de la demostración de la existencia de
Dios, fundándose en que Dios es la primera verdad, y
la primera verdad no puede demostrarse so pena de proceder
in infinitum, bueno será tener presente, que todo ese aparato
de objeción se disipa con una sola palabra, distinguiendo la
verdad in essendo, de la verdad in cognoscendo. Dios es
la primera verdad in essendo, porque es la Verdad infinita,
el Ser verdaderamente tal, el origen y el ejemplar de
toda verdad finita, el objeto que tiene no sólo ecuación
de conformidad, sino hasta de identidad con el entendimiento, pero
no es la primera verdad in cognoscendo para el hombre;
porque ésta es el principio de contradicción, o si se
quiere, los primeros principios o proposiciones de evidencia inmediata. De
la primera verdad en este sentido, de la primera verdad
in cognoscendo, es de la que se dice y en
la que tiene lugar la afirmación de que la primera
verdad es indemostrable.
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La existencia de Dios II |
Demostración de la existencia de Dios en el orden metafísico, físico y moral. |
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Artículo II Demostración de la existencia de Dios. Establecida la posibilidad
y necesidad de demostrar la existencia de Dios, vamos a
probar ahora que Dios existe realmente, reasumiendo las varias demostraciones
que aducirse pueden, en la triple demostración perteneciente al orden
metafísico, al físico y al moral. Para facilitar su inteligencia
conviene tener presente:
1º Que en el ser absolutamente necesario
no se distinguen, o al menos se enlazan necesariamente, la
posibilidad de existir y el acto de existir; porque en
tanto una cosa se dice necesaria, en sentido absoluto e
incondicional, en cuanto que la existencia actual pertenece a su
esencia y se identifica con ella.
2º Que cuando se
dice que Dios es un ente no producido y a
se, no se quiere significar que Dios se produzca o
sea causa de sí mismo, sino la negación de toda
causa eficiente, y que existe por una necesidad absoluta y
formal de su naturaleza. En términos de escuela: cuando se
dice que Dios es ens a se, se entiende esto
formaliter o negative, pero no effective.
3º Que toda limitación
de un ser, supone alguna causa interna o externa de
la misma. De donde se infiere que el ente absolutamente
necesario excluye toda limitación; porque siendo improducido y a se,
no puede ser limitado por otro fuera de sí, en
cuanto a su esencia, de manera que ésta incluye necesariamente
toda la realidad posible, todo lo que puede haber en
una esencia, y por consiguiente es infinito en su ser
por necesidad de su esencia y de su modo de
existir. He aquí ahora las tres demostraciones indicadas.
A)
Demostración metafísica.
La razón y la experiencia nos revela a
cada paso seres que comienzan a existir de nuevo, seres
que dejan de existir después de un tiempo dado, seres
que, atendida su naturaleza, pueden existir o no existir, y
que si existen es porque reciben el ser de alguna
causa, lo cual vale tanto como decir que a la
luz de la razón y de la experiencia, es indudable
que existen seres contingentes y producidos: luego es necesario que
exista algún ser necesario y no producido. La legitimidad de
esta deducción se prueba, porque el ser contingente, como contingente,
envuelve en su concepto la posibilidad y hasta la indiferencia
para existir o no existir, y el ser producido, en
cuanto producido, supone y exige un ser producente, a no
ser que digamos que una cosa puede producirse a sí
misma, y ser causa eficiente antes de existir. Ahora bien:
el ser o la cosa que determinó el ser contingente
y producido A a existir, o existe por sí mismo
y por necesidad absoluta de su naturaleza, o recibió el
ser de otra causa anterior y superior. Si lo primero,
ya tenemos un ser que existe por necesidad de su
naturaleza, y por consiguiente a se, independiente de todo ser,
y no producido, que es precisamente lo que entendemos en
general por Dios. Si lo segundo, o es necesario proceder
in infinitum en la serie de causas, o es preciso
llegar finalmente a una suprema y primera, en la que
se verifiquen los atributos o predicados indicados. Es así que
una serie infinita de causas es inadmisible:
1º Porque implica contradicción
un número actualmente infinito, como se probó en la cosmología.
2º
Porque, aun admitida esta serie infinita de causas, no podría
explicarse por ella la existencia o producción del efecto A,
puesto que para llegar hasta él, fue necesario pasar por
una serie infinita, y por consiguiente interminable, toda vez que
lo que es infinito no puede pasarse nunca, y como
decían los Escolásticos infinitum pertransiri non potest. Esto sin contar
que en semejante hipótesis, la serie infinita que precede la
existencia y producción del efecto A, que comienza hoy, es
mayor que la serie que precedió a la existencia y
producción del efecto B, producido hace mil años. Tendremos,
pues, dos series infinitas, y, sin embargo, la una mayor
que la otra, contradicción palpable para la razón más vulgar.
B) Demostración del orden físico.
Presupuesta, en virtud de la demostración
anterior, la necesidad de una causa primera, suprema, independiente y
no producida del mundo, o de los seres contingentes, mudables
y finitos que encierra, el orden admirable que entre estos
seres existe, las leyes constantes que rigen su conservación y
movimientos, la relación y proporción de los medios con los
fines, el enlace y subordinación de las causas y efectos,
y últimamente la existencia del hombre dotado de inteligencia y
libertad, persuaden a la razón más rebelde que la causa
suprema y primitiva del mundo, debe ser una inteligencia y
una inteligencia muy superior a la del hombre, y tan
perfecta como poderosa.
En resumen: el mundo que exige un
poder infinito por parte de su origen ex nihilo, único
origen racional que puede asignársele, exige, supone y revela a
la vez, una razón infinita, a no ser que digamos
con los modernos positivistas, aventajados discípulos y restauradores de la
doctrina de Empédocles, Leucipo, Demócrito, Epicuro y demás ateos y
materialistas de las antiguas escuelas, que el mundo y todos
sus seres, así como el orden, conexión y armonía que
en ellos se observan, son lisa y llanamente el resultado
de una feliz casualidad, a beneficio de la cual comenzó
a existir el mundo actual con su orden y seres
presentes, merced a choques y movimientos fortuitos de la materia
y de sus fuerzas ciegas y necesarias, ni más ni
menos que las obras de san Agustín, pueden resultar compuestas
y ordenadas, arrojando al aire y moviendo violentamente y al
acaso algunas arrobas de caracteres de imprenta. Que en la
infancia, por decirlo así, de la filosofía; que durante sus
primeros pasos, y cuando estaba privada de la luz que
la idea cristiana irradia sobre la razón humana, hubiera filósofos
que profesaran semejantes absurdos, todavía se concibe, siquiera con
dificultad; pero que en el siglo que se llama a
sí mismo el siglo de las luces; que en medio
de una Europa tan orgullosa de su civilización y de
su saber; que viviendo en una atmósfera literaria en la
cual la idea científica se halla rodeada y como compenetrada
por la idea cristiana, haya hombres que no solamente se
llamen filósofos, sino que pretendan regenerar y fundar la verdadera
filosofía, desenterrando los absurdos de Epicuro y Lucrecio, y las
caducas teorías de la antigua escuela jónica, cosa es que
apenas alcanzamos a comprender, y que demuestran una vez más
la impotencia y los extravíos a que es arrastrada la
razón humana abandonada a sus propias fuerzas, y sobre todo,
cuando en su orgullo satánico se esfuerza en cerrar los
ojos a la luz que se desprenden en vivos fulgores
de la revelación divina y de la idea católica.
C)
Demostración o argumento moral.
Si lo que la lógica llama criterio
de sentido común tiene valor real y científico, es indudable
que la existencia de Dios, es una verdad inconcusa; porque
ninguna de las que suelen apellidarse verdades de sentido común,
reúne con tanta exactitud las condiciones de este criterio. Los
ignorantes, las naciones civilizadas y los pueblos salvajes, los paganos
y los cristianos, durante los períodos primitivos de la historia,
como en los siglos medios y modernos, la humanidad toda,
por decirlo de una vez, afirma y reconoce la existencia
de Dios como ser superior al hombre y a los
seres que le rodean, siquiera al determinar su naturaleza y
atributos, incurra en errores más o menos notables. Añádase a
esto:
a) Que la razón y la ciencia apoyan y
confirman esta existencia.
b) Que el reconocimiento de esta verdad,
tiende a contrariar las inclinaciones y propensiones del hombre a
los vicios y pasiones, lejos de serles favorable.
c) Que
esta verdad se sostiene hasta en medio de las tribus
cuya barbarie los acerca a los irracionales, y hasta en
medio de las naciones, pueblos y clases, en que la
inmoralidad más profunda y universal, tienden de su naturaleza
a borrar la idea de Dios.
d) Que se conserva
y persevera en la razón y conciencia universal de la
humanidad, no solo a pesar de las extravagancias de todo
género que mancharon y manchan el politeísmo, sino a pesar
también de ciertas objeciones aparentes y obvias, que tienden a
persuadir lo contrario a la razón débil e inculta de
la generalidad de los hombres, como es por ejemplo, la
prosperidad y abundancia de los malos, al lado de las
miserias e infortunios que rodean con frecuencia al justo.
Es,
pues, indudable a los ojos de la sana razón, si
se tienen en cuenta las reflexiones y condiciones indicadas, que
la existencia de Dios es una de aquellas verdades, cuya
evidencia arrastra y determina enérgicamente el asenso de la razón
humana, siquiera ésta, no siempre, ni en todos los hombres,
sepa darse cuenta explícita a sí misma, ni posea la
concepción científica y refleja del origen y fundamento de semejante
asenso.
Excusado es advertir, que existen otras demostraciones de la
existencia de Dios no menos eficaces y concluyentes, demostraciones que
la naturaleza y condiciones de esta obra no nos permiten
aducir, y que hacen de la existencia de Dios una
de las verdades más evidentes e inconcusas de la ciencia.
Debemos consignar, sin embargo, que no incluimos en estas demostraciones
lo que se llama el argumento ontológico, y esto por
dos razones principalmente: 1ª porque consideramos inútil y hasta imprudente
echar mano de una demostración, cuyo valor y legitimidad son
problemáticos para muchos teólogos y filósofos, teniendo a la mano
otras demostraciones sencillas, evidentes y admitidas por todos: 2ª porque
tenemos por más probable que el argumento ontológico envuelve un
sofisma en lugar de una demostración. Es cierto que la
existencia física y real es una perfección positiva: es cierto
también que un ser no será perfectísimo si no tiene
existencia real; pero también es cierto que yo puedo
concebir un ser perfectísimo y por consiguiente, como existente, sin
que por eso este ser exista realmente; porque mi concepción
no es la medida, ni la causa de la existencia
real del objeto concebido. Esta sencilla reflexión basta para probar
que en el argumento ontológico se pasa al orden ideal
al real, y por consiguiente, que envuelve un verdadero sofisma
.
Por lo demás, Descartes ni siquiera tiene el mérito
de la originalidad con respecto a esta pretendida demostración ontológica,
con la cual tanto ruido metieron él y sus discípulos;
pues algunos siglos antes le había presentado ya san Anselmo
en los siguientes términos: «Certe, id quo majus cogitari nequit,
non potest esse in intellectu solo: si enim vel in
solo intellectu est, potest cogitari esse et in re, quod
majus est. Si ergo id quo majus cogitari non potest,
est in solo intellectu, ic ipsum quo majus cogitari non
potest; sed certe hoc esse non potest. Existit ergo pro
culdubio aliquid, quo majus cogitari non valet, et in intellectu,
et in re.» Proslog., cap. 2º.
Por su parte santo
Tomás, descubrió y llamó ya la atención sobre el sofisma
que encierra esta argumentación, a la cual contesta en los
siguientes términos: «Dato etiam, quod quilibet hoc nomine. Deus, significari
hoc quod dicitur, scilicet, illud quo majus cogitari non potest,
non tamen propter hoc sequitur, quod intelligat, id quod significatur
per nomen, esse in rerum natura, sed in apprehensione intellectus
tantum. Nec potest arqui quod sit in re, nisi daretur,
quod sit in re aliquid quo majus cogitari non potest;
quod non est datum a ponentibus Deum non esse.» Sum.
Theol., 1º P. cuest. 2ª, art. I, ad. 2.} De
lo dicho en este artículo y en el anterior, se
desprenden los siguientes
Corolarios
1º Es imposible, o al menos, muy
difícil, que se dé ignorancia negativa, ni invencible de la
existencia de Dios; porque es imposible que a un hombre
en el uso de su razón, no le ocurra alguno
de los varios y fáciles argumentos que prueban la existencia
de Dios; y esto tiene lugar, aun tratándose de un
hombre aislado y de pueblos salvajes. Que si se trata
de hombres que viven en una sociedad civilizada, y sobre
todo cristiana, es absolutamente imposible, salvo el caso de
circunstancias muy excepcionales y rarísimas, que haya ninguno que no
conozca, o al menos dude de la existencia de Dios.
2º Con mayor razón es, o imposible, o sumamente difícil
que existan ateos especulativos o dogmáticos. Porque es imposible moralmente
que un hombre en posesión de cierto grado de desarrollo
de la razón y de la ciencia, cuales son los
que hacen profesión de ateísmo, no reconozca el valor científico
que encierran las demostraciones y pruebas sobre la existencia de
Dios, o que por lo menos no abrigue dudas sobre
esto. No carece de fundamento, por lo tanto, la opinión
de los que niegan que hayan existido y puedan existir
verdaderos ateos teóricos o dogmáticos.
3º Más fácil es la
existencia de ciertos ateos que pudiéramos llamar indirectos, es decir,
aquellos que atribuyen a Dios alguna cosa incompatible con la
verdadera Divinidad, o que le niegan algún atributo que lleva
consigo, en buena lógica, la negación de la esencia divina.
En este sentido, son ateos los que niegan la creación
o la Providencia, los politeístas que admiten la pluralidad de
dioses, y, por regla general, los panteístas que identifican a
Dios con el mundo.
4º Luego Dios posee una inteligencia
suma, y una sabiduría suma, porque sólo así se comprende
el orden admirable, el conjunto armónico y las leyes tan
constantes como eficaces y poderosas, que resplandecen en el mundo.
5º Luego Dios es un ser perfectísimo, y por consiguiente
absoluto e infinito: porque siendo, como es, un ser que
existe a se, independientemente de otro, no producido y absolutamente
necesario, excluye toda causa de limitación y finidad, y en
virtud de la necesidad y condición absoluta de su esencia,
posee todas las perfecciones posibles.
Objeciones
1ª Una cosa
necesaria no puede demostrarse sino por algo que sea necesario;
es así que los seres que observamos en el mundo
que nos rodea, no son necesarios: luego no pueden servir
de premisas para demostrar la existencia necesaria de Dios.
Resp.
Dist. la menor. Los seres del mundo no son necesarios
en cuanto a su existencia, pero sí son necesarios en
cuanto a la relación y conexión con su primera causa.
Dada la libertad de la creación por parte de Dios,
la existencia del mundo y de los seres que le
componen, no es necesaria con necesidad absoluta, sino con necesidad
hipotética, en fuerza del decreto de Dios sobre la creación,
puesto que pudo Dios no sacarlos de la nada. Empero,
dada su existencia de hecho, es absolutamente necesario que hayan
recibido esta existencia de alguna causa, y bajo este punto
de vista, los seres contingentes tienen algo de necesario, porque,
y en cuanto tienen conexión y dependencia necesaria de Dios.
2ª Para la producción de un efecto contingente y
finito basta una causa contingente y finita: luego la existencia
de seres contingentes y finitos, no puede demostrar la existencia
de Dios como ser necesario y causa infinita. Resp. Aunque
un ser contingente y finito sólo pide una causa contingente
y finita, si se trata de su causa inmediata e
inadecuada, exige una causa necesaria e infinita, si se trata
de su causa inmediata e inadecuada, exige una causa necesaria
e infinita, si se trata de la causa primitiva y
adecuada. La causa contingente A puede producir el efecto B,
pero la existencia y acción de ésta causa presupone la
existencia de una causa primera que no reciba el ser
de otra, y por consiguiente que existe necesariamente por sí
misma. Igualmente, el efecto B, en cuanto es tal efecto
determinado, procede de tal causa finita, pero en cuanto envuelve
la razón de ser, de realidad, de entidad, envuelve en
su concepto el tránsito originario y primitivo del no ser
al ser, y en este concepto exige y supone una
causa infinita; porque ninguna causa finita produce todo lo que
hay en el efecto, sino que supone siempre una [
materia, o sujeto que recibe la acción. Por eso enseña
santo Tomás que en todo efecto de las causas segundas,
la razón de ser, el esse, corresponde a la acción
y causalidad de Dios como causa primera, universalísima, infinita y
creadora.
3ª No es imposible una colección que sea
necesaria y no producida como colección, aunque cada uno de
los seres que la componen sea contingente y producido: por
consiguiente, de la existencia de éstos, no se infiere necesariamente
la existencia de un ser necesario y no producido, distinto
de la colección. Y esto se corrobora y confirma, porque
a un ser colectivo puede convenir un predicado que no
conviene a cada una de sus partes: una colección de
mil hombres puede mover una piedra, que no puede ser
movida, sin embargo, por cada uno de los que entran
en la colección. Resp. Decir que una colección de seres
contingentes puede ser necesario, es lo mismo que decir que
muchas negaciones pueden producir una afirmación, o muchos cuerpos un
espíritu. Por grande que se suponga una colección de seres,
desde el momento que admitimos que cada uno de estos,
sin excepción, es contingente y necesita recibir la existencia de
otro, es preciso, o admitir una serie infinita en la
colección, lo cual tampoco explicaría las existencias contingentes, además de
implicar contradicción, o admitir un ser distinto de la colección,
anterior y superior a ella, que contenga la razón suficiente
de la existencia de ésta. Ni se oponen a esto
la confirmación y el ejemplo que se citan, porque se
trata de predicados ejusdem generis o del mismo orden, y,
sobre todo, se trata de fuerzas físicas y materiales, capaces
de ser adicionadas y sumadas, y no de predicados o
atributos contradictorios, como aquí. Entre la fuerza de un individuo,
capaz de mover una parte de la piedra B, y
la fuerza reunida de mil individuos, hay una distancia determinada,
pero no hay contradicción, ni distancia infinita, como la hay
entre la contingencia y la necesidad, la producción y la
no producción, cosas que envuelven oposición entere el ser y
no ser.
4ª No repugna una serie infinita de
causas, y por consiguiente no es necesario llegar a una
primera. Además es posible una serie infinita de causas
a parte post, o sea una serie de causas sin
una última: luego también lo será una serie sin primera.
Resp. Ya se ha demostrado, tanto en la cosmología, como
en las pruebas de la existencia de Dios, que implica
contradicción una serie o multitud actualmente infinita, y se ha
visto también que, admitida esta hipótesis, no podría realizarse la
producción y existencia actual de un efecto, porque para ello
sería necesario haber pasado lo infinito, como si dijéramos, lo
imposible; y el efecto A sería el término presente y
el fin de un infinito. Los positivistas modernos, para evitar
el absurdo de tener que admitir números infinitos mayores unos
que otros, suelen decir que la serie de las plantas
y de los animales y del hombre no forman series
distintas, sino una serie única, considerando los hombres como un
desarrollo de los animales, a éstos como el desarrollo de
las plantas, éstas de los minerales, &c., pero ni aun
con esta hipótesis materialista consiguen su propósito; porque siempre será
verdad que el número de las hojas de los árboles,
y sobre todo el número de los brazos o de
los cabellos del hombre, es mayor que el número de
éstos, aun incluyendo en la escala humana los seres inferiores
como partes de la misma. Esto sin contar que la
serie infinita de causas y efectos, tropieza por todas partes
con absurdos que sólo puede devorar la razón, o mejor
dicho, la palabra de los materialistas. Ni se opone a
esto la posibilidad de una serie de causas sin alguna
última; porque esto solo prueba la posibilidad de una serie
no infinita actualmente, sino simplemente indefinida, y, sobre todo, exige
y supone necesariamente una causa primera.
5ª El orden
que resplandece en el mundo tiene su causa y razón
suficiente en las fuerzas y leyes de la misma naturaleza,
y por consiguiente no demuestra la existencia de Dios, como
ser de suma inteligencia y sabiduría. Resp. Las leyes y
fuerzas de la naturaleza contienen la causa próxima y la
razón suficiente inmediata e hipotética del orden y conservación del
universo, pero no la causa primera ni la razón suficiente
a priori y absoluta; porque las fuerzas y leyes que
regula la producción de los efectos contingentes y sus relaciones,
no pueden poseer una necesidad superior a la que corresponde
a los seres en los cuales se hallan. Por otra
parte, estas leyes y fuerzas, además de ser absolutamente contingentes
en sí mismas, existen en los mismos seres, y no
tienen una realidad o existencia abstracta y separata de estos
fuera de Dios: luego suponen un primer principio y una
primera causa eficiente, lo mismo que los seres contingentes y
producidos que obran por medio de ellas.
6ª Hay
en el mundo muchos seres y fenómenos inútiles y nocivos,
a los cuales no podemos señalar fines convenientes, como los
infusorios, muchos insectos, los rayos que destruyen árboles, o desmenuzan
rocas, las lluvias que caen en los arenales, con mil
otros fenómenos análogos que indican que el mundo es más
bien la obra del acaso que de una inteligencia superior.
Resp. Esta objeción sólo tendría fuerza en la hipótesis de
que el hombre poseyera un conocimiento perfecto y adecuado del
mundo, de todas y cada una de sus partes, y
de todas las fuerzas, leyes y relaciones, que entre estas
y en estas existen, hipótesis que dista mucho de ser
una realidad, y esto es lo único que de la
objeción se deduce legítimamente. Empero, nuestra ignorancia acerca de los
fines especiales de algunos seres, no prueba que no existan
estos fines, o que no sean conocidos y fijados por
Dios. Para la legitimidad y valor científico de la demostración
a que se refiere la objeción, basta que conozcamos, como
conocemos, por la razón y la experiencia, el orden y
armonía general del mundo, y los fines especiales de muchos
de los seres que encierra, junto con el presentimiento racional
de otros, por más que no los conozcamos todos con
claridad y certeza.
Escencia y atributos de Dios |
El «Ser subsistente» es un atributo exclusivo de Dios. Todos los demás seres tienen el ser recibido o participado. |
|
LA ESENCIA DE DIOS: COGNOSCIBILIDAD
El camino recorrido en
las clásicas cinco vías de acceso al conocimiento de la
existencia de Dios, nos ha proporcionado no sólo una clara
noticia de que el Ser al que llamamos Dios, existe,
sino que a la vez, con la razón, sin necesidad
de recurrir a ningún medio sobrenatural, hemos obtenido unos conocimientos
sobre la Naturaleza divina valiosísimos para considerarlos ahora en su
orden y conjunto.
Notas, que hemos descubierto en la Esencia de
Dios son, por ejemplo:
La incomprehensibilidad, es decir, que no puede
abarcarse en ningún concepto humano, lo cual no es un
simple conocimiento negativo. Un conocimiento imperfecto no es necesariamente falso.
Yo sé que alguien llama a la puerta aunque no
sepa quién es. Por de pronto sé que es alguien,
que existe. Ahora voy a indagar QUIÉN ES.
La inmutabilidad del
motor no movido: Acto puro.
La Causalidad incausada.
el Ser Necesario
el Ser
Máximo, con perfecciones puras por encima de todo grado:
el Ser,
la Verdad, Bondad, Belleza, Vida, Entendimiento, Voluntad, Libertad.
la Inteligencia ordenadora
de todo cuanto existe.
Aunque todo esto sea muy poco comparado
con lo Dios es, no es poco para empezar. Y,
además, nos sitúa en el umbral de un verdadero conocimiento,
de índole sobrenatural, por medio de la revelación del mismo
Dios.
Pero antes estudiemos un poco más a fondo, con la
luz natural de la razón, la Esencia metafísica de Dios
SOBRE
LA ESENCIA METAFISICA DE DIOS
Para resolver la cuestión esencial
de la sabiduría racional de Dios, no basta con esto,
sino que es preciso determinar también el contenido de ese
conocimiento racional de Dios. Vamos a verlo brevemente.
Se llama esencia
o constitutivo metafísico de una cosa a aquel atributo concebido
como primero, y que es raíz, principio y fuente de
todos los demás atributos. También suele denominarse primer atributo fundamental
o principio constitutivo formal. Tratándose de Dios, el constitutivo metafísico
expresará aquel atributo divino que, según nuestro modo de conocer,
nos aparezca como el primero y del que se deriven
todos los demás. Pero es preciso entender esto bien.
No se
trata aquí de señalar la esencia o el constitutivo formal
de Dios como Él es en sí mismo, pues esto
es imposible en el orden natural. La Deidad como tal,
la mismidad de Dios, queda fuera del alcance de nuestro
conocimiento racional. Lo que sea Dios en su esencia y
vida íntima lo pueden alcanzar la Teología, la Fe, la
Mística y la Visión Beatífica, pero todas ellas se encuentran
en el ámbito de lo sobrenatural.
El objeto formal de
la sabiduría racional de Dios no es precisamente la Deidad
como tal, sino la razón de ser.
Como ya hemos
dicho repetidas veces, en el puro orden natural, nosotros no
alcanzamos a Dios sino como causa primera del ser finito.
¿Qué es en su más profundo y último fundamento la
causa primera del ser finito? Esta es la pregunta que
tratamos ahora de contestar.
Estamos persuadidos de antemano que el constitutivo
formal de Dios en cuanto Dios, no es el constitutivo
formal de Dios, causa primera del ser finito en cuanto
es ser. Aparte de lo que nosotros alcanzamos racionalmente de
Dios, esto es, aparte de su razón de causa primera
del ser finito, hay en las profundidades de la esencia
divina un caudal inagotable de inteligibilidad, que va más allá
de la razón de causa primera del ser finito. Por
eso, el constitutivo formal de Dios, en cuanto causa primera
del ser finito, no explica todo lo que es Dios
en sí mismo, no explica, por ejemplo, la Trinidad de
Personas en la Unidad de la Sustancia divina. Lo único
que explica el constitutivo metafísico de Dios, que determine la
sabiduría racional de El, es lo que Dios es en
su razón de causa primera del ser finito, y todos
aquellos atributos que ha de tener por ser causa primera
del ser finito.
El constitutivo metafísico de Dios que tratamos
de fijar ahora ha de cumplir los siguientes requisitos:
1. Debe
ser un atributo exclusivo de Dios.
2. Debe ser un atributo
expresivo, no de la esencia íntima de Dios, sino de
la divina Esencia en cuanto es causa primera del ser
finito.
3. Debe ser el atributo primero en el orden del
ser, aunque no lo sea según nuestro modo natural de
conocer.
4. Debe ser el atributo fuente del que se deriven
cognoscitivamente todos los demás atributos divinos que podamos alcanzar en
el orden del conocimiento racional.
5. Debe ser el fundamento
último de toda distinción entre Dios y el resto de
los seres.
6. Debe ser atributo único y referirse siempre al
orden del ser.
Pues bien, nuestra afirmación ahora es esta: el
constitutivo formal o la esencia metafísica de Dios, considerado en
cuanto causa primera del ser finito, es el «Ser subsistente».
Las
cinco demostraciones que pueden construirse para probar la existencia de
Dios nos dan cinco facetas esenciales desde las que puede
ser alcanzado Dios en cuanto causa primera del ser finito;
estas cinco facetas son las siguientes:
Primer motor inmóvil
Primera causa incausada
Ser absolutamente necesario
Ser
infinito en toda perfección
Primera inteligencia directora
Pero cada uno
de estos aspectos, bajo los que conocemos a Dios como
causa primera del ser finito, connotan en su más profunda
significación al «Ser subsistente», que viene a ser así, el
atributo más profundo que podemos aplicar a Dios en el
orden natural. Luego el «Ser subsistente» es el constitutivo formal
de Dios.
Si Dios es el primer motor inmóvil, si
mueve todas las cosas sin transitar de la potencia al
acto, será su misma actividad motora, y como el mover
sigue al ser y el modo de mover al modo
de ser, será también su mismo ser, será el «Ser
subsistente».
Si Dios es la primera causa incausada, si causa
todas las cosas con absoluta autonomía, será su propia actividad
causal, y como el causar sigue al ser y el
modo de causar al modo de ser, será también su
propio ser, será el «Ser subsistente».
Si Dios es la
primera inteligencia directora, si dirige y ordena a todos los
seres sin estar, a su vez, ordenada o dirigida ni
siquiera a su acto de entender, será su propia intelección,
y como el entender sigue al ser y el modo
de entender al modo de ser, será también su mismo
ser. Será el «Ser subsistente».
Si Dios es el ser absolutamente
necesario, si en El no se da ni siquiera la
composición de esencia y existencia, su esencia será su propio
existir, será el «Ser subsistente».
Si, finalmente, Dios es el
ser infinito en toda perfección, si no tiene limitada o
recibida por participación la perfección del ser ni ninguna otra
perfección será el «Ser subsistente».
Desde cualquiera de las cinco demostraciones
de la existencia de Dios, puede concluirse, pues, que el
«Ser subsistente» es la esencia metafísica de Dios. Pero, además
de ésto, el «Ser subsistente», cumple todas las condiciones exigidas
al constitutivo formal de Dios en cuanto causa primera del
ser finito. Veámoslo.
1. El «Ser subsistente» es un atributo exclusivo
de Dios. Todos los demás seres que no son Dios
—cuarta vía— tienen el ser recibido o participado (por eso
lo tienen limitado), pero Dios no tiene el ser recibido,
sino por esencia. Luego sólo a Dios le compete el
«Ser subsistente».
2. El «Ser subsistente» es expresivo de la
misma esencia de Dios en cuanto El es causa primera
del ser finito. Es claro —ya lo hemos hecho notar
anteriormente— que el «Ser suhsistente» no es la expresión de
la esencia de Dios en cuanto es Dios. Pero tampoco
es eso lo que pretende designar el constitutivo formal metafísico
que aquí hemos fijado. En cambio, si a Dios se
le considera como causa primera del ser finito, no hay
ningún concepto que exprese con más precisión, con mayor profundidad,
la esencia de Dios que el «Ser subsistente».
3. El
«Ser subsistente» es el primer atributo de Dios en el
orden del ser. Y repitamos que aquí, al hablar de
Dios, lo consideramos en cuanto causa primera del ser finito.
Efectivamente nada hay anterior en el orden del ser (no
en el orden de nuestro conocimiento), en Dios, que el
«Ser subsistente», porque a éste no lo podemos deducir de
ningún otro atributo, y sí todos los demás atributos de
él.
4. El «Ser subsistente» es la fuente de donde
se originan, en el orden del conocimiento, todos los demás
atributos divinos que pueden ser alcanzados por la sola luz
natural. Como vamos a ver dentro de un momento, no
hay ni uno solo de los atributos divinos que inmediata
o mediatamente no pueda deducirse del «Ser subsistente».
Si Dios
es absolutamente simple, y universalmente perfecto y bueno por esencia,
e infinito, e inmenso, e inmutable y eterno, y máximamente
uno, etc., etc., es sencillamente porque es el «Ser subsistente».
5.
El «Ser subsistente» es también el fundamento último de toda
distinción entre Dios y el resto de los seres. Notas
distintivas entre Dios y la criatura:
Composición - simplicidad, Imperfección
- perfección, Limitación - infinitud, Mutabilidad-inmutabilidad, Multiplicidad-unicidad. Pues bien, todas
ellas se fundan en esta distinción más profunda: «Ser subsistente»
- ser inherente o recibido.
Si Dios es simple, y
perfecto e infinito, etc., es porque es el «Ser subsistente»,
y si la criatura es compuesta, imperfecta, limitada, etc., es
porque tiene el ser participado, recibido en una potencia o
en un sujeto.
6. Finalmente, el «Ser subsistente» es un
único atributo y se refiere al orden del ser. No
se puede de determinar la esencia metafísica de Dios, en
cuanto causa primera del ser finito. diciendo que hay dos
o tres o más atributos fundamentales, cada uno en una
línea; el atributo fundamental ha de ser único, y por
eso debe estar situado en la línea del ser. que
es la más profunda. Y este requisito lo cumple el
«Ser subsistente». He aquí, pues, la más alta verdad del
orden natural, el ápice más elevado de las conquistas cognoscitivas
naturales del hombre: Dios es el «Ser mismo subsistente». Sobre
ella no hay ninguna otra verdad natural, y a partir
de ella comenzará el descenso en el movimiento racional constructivo
de la sabiduría natural de Dios.
Podemos pasar ahora al estudio
de los Atributos entitativos de Dios
ATRIBUTOS ENTITATIVOS DE DIOS
Se
llaman atributos divinos las perfecciones de Dios que existen formalmente
en El y que dimanan, según el modo de nuestro
saber, del constitutivo formal de Dios. No constituyen, por tanto,
atributos de Dios las perfecciones que sólo virtualmente podemos predicar
de El, ni abarcan estos atributos el atributo fundamental o
constitutivo metafísico, que sirve de fundamento pare deducir todos los
demás atributos.
Atributos divinos
Se dividen en:
Los entitativos se refieren
al ser de Dios y son:
la simplicidad,
la perfección,
la bondad,
la infinitud,
la inmensidad,
la inmutabilidad,
la eternidad
la unidad.
Los operativos se refieren a las operaciones divinas
y son:
la sabiduría,
la voluntad,
la potencia.
Por lo
que hace a los atributos entitativos de Dios, algunos se
derivan inmediatamente del «Ser subsisente» y otros se derivan mediatamente,
a través de algunos de los atributos derivados inmediatamente del
«Ser subsistente».
Los atributos entitativos derivados inmediatamente del constitutivo formal
de Dios son los cinco que corresponden a las cinco
notas distintivas entre Dios y la criatura, a saber:
la
simplicidad (opuesta a la composición),
la perfección (opuesta a la
imperfección),
la infinidad (opuesta a la limitación),
la "inmutabilidad"(opuesta a
la mutabilidad)
la unicidad (opuesta a la multiplicidad).
Los atributos
entitativos derivados mediatamente de la esencia metafísica de Dios a
través de los atributos inmediatamente derivados, son:
la bondad (que
se derive de la perfección).
la inmensidad
la omnipresencia (que
se derivan de la infinidad)
la eternidad (que se derive
de la inmutabilidad).
Tras de establecer todos estos atributos divinos,
aparece con toda nitidez la absoluta trascendencia divina o la
radical distinción de Dios de todos los restantes seres.
Y ahora
tratemos de exponer, aunque brevemente, cada uno de estos atributos
divinos.
Dios es absolutamente simple.—Simplicidad es negación de composición, y
composición es unión de partes constituyendo un todo.
La simplicidad
puede ser absoluta o relativa.
La absoluta excluye la composición
de cualquier tipo;
La relativa, la excluye en un orden
determinado. Así, el alma humana es simple con simplicidad relativa,
porque no está compuesta de partes cuantitativas, ni de materia
y forma, pero sí que está compuesta en el nivel
del ser: de esencia y acto de ser (essentia et
esse).
Pues bien, Dios es simple con simplicidad absoluta.
Porque no
hay en El composición:
1)De partes cuantitativas (la cantidad sigue
a la corporeidad y Dios no es cuerpo),
2)Ni se
compone la esencia de Dios de materia y forma (todo
ser esencialmente compuesto exige una causa y Dios es causa
incausada);
3) Ni hay en Dios composición de individualidad y
naturaleza (la individualidad de Dios no puede proceder de la
materia, de la que carece, sino de la forma o
esencia, y por eso, la individualidad de Dios no es
distinta de su naturaleza o esencia);
4) Ni hay en
Dios composición de sustancia y accidente (la sustancia se comporta
con respecto al accidente como la potencia con respecto al
acto, y Dios no tiene potencia alguna);
5) Ni hay
en Dios composición de esencia y existencia (todo ser entitativamente
compuesto tiene una cause y Dios es causa incausada);
6)
Ni hay en Dios composición de género y diferencia (el
género se comporta como la potencia con respecto a las
diferencias que lo determinan, y en Dios no hay potencia
alguna).
Luego Dios es absolutamente simple. Y lo es, sobre
todo, porque siendo el «Ser subsistente» todo lo que hay
en Dios lo será y no lo tendrá, pero así
como el tener exige composición (de lo tenido con el
que tiene), el ser exige simplicidad o carencia absoluta de
composición.
Dios es perfecto y bueno.—En efecto, Dios es máximamente
perfecto; porque, siendo el ser la máxima perfección, y siendo
Dios el «Ser mismo subsistente», habrá de ser máximamente perfecto.
En Dios, además, existen todas las perfecciones de las cosas;
pues, como las perfecciones del efecto deben preexistir en la
causa, y Dios es la causa universal de todas las
cosas, en Dios han de estar las perfecciones de todos
los seres que no son El. Por lo demás, como
hicimos notar más atrás, algunas perfecciones (las puras o simples)
se encuentran formalmente en Dios, esto es, constituyen do su
esencia, y otras (las mixtas) se encuentran en El sólo
virtualmente, es decir, en cuanto tiene el poder de producirlas.
De
que Dios es universalmente perfecto, se sigue que es bueno;
porque la bondad le adviene al ser en razón de
su perfección, o en razón de ser apetecible . Dios,
que es el ser máximamente perfecto, es en sumo grado
apetecible para sí mismo y para todo otro ser. Es
decir, es también máximamente bueno.
Dios es infinito e inmenso.—Infinito
es lo que no tiene límites. El ser infinito puede
ser infinito actual o formal (el que no tiene límites
en su perfección) o infinito potencial o material (el cual
no tiene límites en su imperfección). El ser infinito actual
puede ser absoluto o relativo. El primero no tiene límites
en ninguna linea (es infinito en el ser); el segundo
no tiene límites en una línea determinada (es infinito sólo
en la esencia, por ejemplo). Pues bien, Dios es infinito
con infinitud actual absoluta, lo cual se deduce necesariamente de
que es el «Ser subsistente». En efecto, si Dios, tuviera
el ser recibido, lo tendría limitado; pero como lo tiene
por esencia, lo ha de tener en toda su plenitud
y, por tanto, ilimitado e infinito. Y si Dios es
infinito en su ser. lo es también en toda perfección,
que, si es algo, es ser.
Dios es también inmenso.
Inmensidad significa no mensurabilidad según el espacio, y viene expresada
por la exigencia del ser infinito a llenar todos los
espacios y lugares. Que Dios es inmenso, se desprende de
que es infinito. Si no hay en Dios límites, Dios
no podrá ser abarcado por nada, y habrá en El
aptitud para llenar todos los lugares. De que Dios es
inmenso se desprende también que es omnipresente. Omnipresencia significa presencia
actual en todos los lugares y espacios. Por eso, si
Dios, por ser inmenso, tiene aptitud pare estar en todos
los lugares, estará realmente en ellos, cuando estos lugares existan,
dando el ser y la operación a todas las cosas.
Dios es inmutable y eterno. Si Dios es el «Ser
subsistente», será también la actividad subsistente, pues el obrar sigue
al ser y el modo de obrar al modo de
ser. Pero si Dios es la actividad subsistente, es decir,
si su ser consiste en su obrar, ejercerá toda acción
sin transitar de la potencia al acto, y, por lo
mismo, será absolutamente inmutable. Dios, por ser inmutable, es también
eterno. La eternidad es la duración del ser inmutable, y
se caracteriza por ser interminable (no tiene principio ni fin),
simultánea (toda al mismo tiempo) y uniforme (sin variación alguna).
La eternidad sigue a la inmutabilidad como la temporaneidad a
la mutabilidad. Por eso, si Dios es inmutable, ha de
ser eterno
Dios es único. La unicidad es la propiedad
de ser inmultiplicable, de no ser compatible con otro ser
del mismo rango. Se opone, por tanto, a la multiplicidad,
ya esencial, ya entitativa. Se llama multiplicidad esencial a la
existencia real de varios individuos dentro de la misma especie,
y multiplicidad entitativa, a la existencia de varios seres, distintos
esencialmente, dentro de la perfección del ser. Pero Dios, que
es el «Ser subsistente», no es compatible con la multiplicidad
esencial (ésta sólo es posible cuando hay composición de materia
y forma en la misma esencia) ni entitativa (el ser
subsistente ha de ser necesariamente único, pues no puede haber
dos plenitudes de ser). Luego Dios es único.
Dios es
trascendente al mundo. Trascendencia significa alteridad, pero connotando cierta superioridad.
Pues bien, Dios es otro que el mundo, completamente distinto
de todos los seres creados, y superior a todos ellos.
La infinita distancia que media entre el Ser por esencia
(infinito) y el ser por participación (finito) da suficiente razón
de la trascendencia divina.
Pasemos ahora al estudio de los
atributos operativos inmanentes
LOS ATRIBUTOS OPERATIVOS INMANENTES
Después de examinar
los atributos de Dios que se refieren a su ser.
veamos ahora los que se refieren a su obrar. Empecemos
diciendo que el obrar de Dios es su mismo ser.
por aquello de que el obrar sigue al ser y
el modo de obrar al modo de ser. Por lo
cual, si Dios es su mismo ser, será también su
mismo obrar.
Quiere esto decir que, aunque ahora estudiamos las
operaciones divinas, continuamos, no obstante, estudiando al ser de Dios
. Pues bien, las operaciones divinas pueden ser de dos
clases: operaciones inmanentes (internas) y operaciones transeúntes (externas). Entre las
primeras están el entender y el querer divinos, y entre
las segundas, el poder divino en sus varias manifestaciones. Además,
como el entender y el querer corresponden al vivir, también
la vida divina es uno de sus atributos operativos.
Dios entiende
y conoce
Por la quinta demostración de la existencia de Dios,
llegamos a la conclusión de que Dios es una inteligencia
directora suprema, que no está dirigida ni ordenada ni siquiera
a su acto de entender, y que es, por lo
mismo, el entender por esencia. Esto mismo puede concluirse de
que, siendo el entender una perfección pura, debe existir en
Dios, y siendo Dios su mismo ser, también será su
mismo entender.
Pues bien, de este entender divino se deriva
la omniscencia de Dios. Dios lo sabe todo, sencillamente porque
es el ser infinito en toda perfección y causante de
todas las cosas. Pero el modo de la sabiduría divina
es radicalmente distinto del modo de la sabiduría humana. El
conocimiento del hombre es determinado y medido por las cosas.
El conocimiento de Dios determina y mide a las cosas.
En el conocimiento humano, el objeto primero son las cosas
sensibles y en ellas se conoce todo lo demás, incluso
al propio- yo. En el conocimiento divino el objeto primero
es la propia esencia divina y las demas cosas son
conocidas en esa misma esencia. El conocimiento humano es limitado
y está sujeto a muchas imperfecciones. El conocimiento divino es
infinito (en profundidad y en extensión) y no tiene imperfección
alguna.
Dios quiere y es libre
De que Dios es inteligente se
deduce que está dotado de voluntad y que es libre.
La voluntad y la libertad, en efecto, se convierten con
la inteligencia (una implica la otra), de tal manera que
todo ser dotado de voluntad y libre, es in teligente,
y todo ser inteligente está dotado de voluntad y es
libre. Pero la voluntad y la libertad divinas son muy
distintas de las del hombre. La voluntad humana tiene por
objeto el bien en general, y ante él no es
libre, aunque lo sea ante los bienes particulares. La voluntad
divina tiene por objeto su propia esencia, con la cual
se identifica, y así Dios no es libre pare amarse
a sí mismo; pero es absolutamente libre para amar todas
las demás cosas. La voluntad del hombre es distinta de
su esencia o naturaleza. La de Dios se identifica con
la esencia divina.
Los afectos de la voluntad divina son el
amor y el gozo o la delectación. El amor de
Dios se dirige a sí mismo de una manera necesaria,
y a las criaturas, de una manera libre. E1 gozo
o la delectación de Dios resultan de la perfecta posesión
de sí mismo, como plenitud de todo bien, y de
la imperturbable aquietación, en esta posesión, de la voluntad de
Dios.
Las virtudes de la voluntad divina son
la justicia, virtud
que lleva a dar a cada cual lo que le
es debido.
la misericordia, inclinación de la voluntad a remediar
la miseria ajena.
la liberalidad, tendencia a dar algo por
pura bondad del que lo da.
Pues bien, estas tres virtudes,
estas tres perfecciones de la voluntad, que no encierran en
su concepto imperfección alguna, deben existir en Dios. Dios es
efectivamente justo, misericordioso y liberal. Y como, además, todas las
perfecciones deben estar en Dios según un modo infinito, Dios
posee estas tres virtudes de una manera infinita.
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El Dios de la Fe y el Dios de los filósofos |
Religión es vivencia; filosofía es teoría;
correspondientemente, el Dios de la religión es vivo y personal; el Dios
de los filósofos, vacío y rígido. |
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El Dios de la Fe y el Dios de los filósofos |
INDICE
Introducción: La prehistoria de la cuestión
I. El problema
1. La tesis
de Tomás de Aquino
2. La tesis contraria de Emil Brunner
II.
Intento de una solución
1. El concepto filosófico de Dios y
la religión precristiana
2. El concepto filosófico de Dios y la
revelación bíblica de Dios
3. La unidad de relación de filosofía
y fe
______________________________________
INTRODUCCION: LA PREHISTORIA DE LA CUESTIÓN
El tema de estas
reflexiones [2] –el Dios de la fe y el Dios
de los filósofos– es, según su asunto, tan antiguo como
el estar la una junto a la otra de fe
y filosofía. Pero su historia explícita empieza con una pequeña
hoja de pergamino que pocos días después de la muerte
de Blaise Pascal se encontró cosida al forro de la
casaca del muerto. Esta hoja, llamada «Memorial», da noticia recatada
y, a la vez, estremecedora de la vivencia de la
transformación que en la noche del 23 al 24 de
noviembre de 1654 le ocurrió a este hombre. Comienza, tras
una indicación muy cuidadosa del día y de la hora,
con las palabras: «Fuego, Dios de Abraham, Dios de Isaac,
Dios de Jacob, no el de los filósofos y los
sabios» [3] . El matemático y filósofo Pascal había experimentado
al Dios vivo, al Dios de la fe, y en
tal encuentro vivo con el tú de Dios, comprendió, con
asombro manifiestamente gozoso y sobresaltado, qué distinta es la irrupción
de la realidad de Dios en comparación con lo que
la filosofía matemática de un Descartes, por ejemplo, sabía decir
sobre Dios. Los Pensées de Pascal hay que entenderlos desde
esta vivencia fundamental: en contraposición con la doctrina metafísica de
Dios de aquel tiempo, con su Dios puramente teórico, intentan
conducir inmediatamente desde la realidad del concreto ser hombre, con
su insoluble implicación de grandeza y miseria, hasta el encuentro
con el Dios que es la respuesta viva a la
abierta pregunta de ese ser hombre; y éste no es
ningún otro que el Dios de gracia en Jesucristo, el
Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob. Si la
filosofía del tiempo, de Descartes especialmente, es una filosofía desde
el «esprit de géometrie», los Pensées de Pascal buscan ser
una filosofía desde el «esprit de finesse», desde la comprensión
real de la realidad entera, que penetra más hondamente que
la abstracción matemática [4] . No obstante, la filosofía racionalista
del tiempo, vista por Pascal en toda su insuficiencia, estaba
entonces todavía tan segura de sí misma que no pudo
quedar estremecida por las advertencias «desviadas» y fragmentarias de Pascal,
filósofo autodidacta. Sólo la demolición de la metafísica especulativa, hecha
por Kant, y el traslado de lo religioso al espacio
extrarracional y así también extrametafísico del sentimiento, por Schleiermacher, hizo
irrumpir definitivamente el pensamiento pascaliano y condujo, sólo entonces, al
aguzamiento del problema: por primera vez es ahora la fosa
insalvable entre metafísica y religión. Metafísica, es decir razón teorética,
no tiene acceso alguno a Dios. Religión no tiene ningún
asiento en el espacio de la «ratio». Es vivencia que
se sustrae a la mensurabilidad científica; intentar ésta significa, sin
embargo, restar de aquélla un esquema irreal, el «Dios de
los filósofos» [5] . Esto tiene una consecuencia ulterior: religión,
que no es racionalizable, no puede en el fondo ser
tampoco dogmática, si dogma, por otra parte, ha de ser
una declaración racional sobre contenidos religiosos. Así, la contraposición experimentada
concretamente entre el Dios de la fe y el Dios
de los filósofos, queda finalmente generalizada como contraposición entre Dios
de la religión y Dios de los filósofos. Religión es
vivencia; filosofía es teoría; correspondientemente, el Dios de la religión
es vivo y personal; el Dios de los filósofos, vacío
y rígido [6] . Hoy se ha llegado a hacer
de esta distinción casi una frase hecha y, en cualquier
caso, un lugar común, detrás del cual pueden muy bien
ocultarse representaciones muy diversas y frecuentemente también una falta de
verdadero conocimiento de los problemas. Tanto más importante es hacer
claridad en este asunto, sobre todo, si, coma queda insinuado,
se anudan a tales distinciones cuestiones de fondo de teología
fundamental, tal como la de la relación de religión y
filosofía, de creer y saber, de razón de validez general
y vivencia religiosa, y, finalmente, la pregunta por la posibilidad
de religión dogmática. Se demostrará como más adecuado proceder desde
la contraposición más estrecha y más fácilmente captable «Dios de
la fe y Dios de los filósofos». Intento, primeramente, hacer
avanzar dos respuestas de gran talla y opuestas radicalmente la
una a la otra, y cuyo estudio crítico ha de
ayudar a una solución concluyente.
I. EL PROBLEMA
1. La tesis de
Tomás de Aquino
En primer lugar, la respuesta de Santo Tomás
de Aquino, que puede concretarse en pocas palabras. Vaya por
delante que Tomás, naturalmente, no conoce el planteamiento moderno de
la cuestión, pero que sabe del asunto y entra en
él. Su opinión se dejaría exponer de la siguiente manera:
para Tomás caen el Dios de la religión y el
Dios de los filósofos por completo el uno en el
otro, el Dios de la fe, por el contrario, y
el Dios de la filosofía, se distinguen parcialmente; el Dios
de la fe supera al Dios de los filósofos, le
añade algo. La «religio naturalis» –y esto es: cada religión
fuera del cristianismo– no tiene ningún contenido superior, ni puede
tenerlo, al que le ofrece la doctrina filosófica de Dios.
Todo lo que contenga por encima o en contradicción con
ésta es caída y embrollo. Fuera de la fe cristiana,
la filosofía es, según Tomás, la más alta posibilidad del
espíritu humano en general [7] . Max Scheler habla aquí,
y no sin derecho, de un sistema parcial de identidad
del Aquinate, que identifica las religiones extracristianas, según su contenido
de verdad, con la filosofía, y mantiene sólo la fe
cristiana fuera de esa total identidad [8] . Esta procura
una imagen de Dios nueva, más elevada que la que
pudiera nunca forjarse y pensar la razón filosófica. Pero la
fe tampoco contradice la doctrina filosófica de Dios; para iluminar
su relación con ella se dejaría aplicar más bien, y
con sentido, la fórmula «gratia non destruit, sed elevat et
perficit naturam» [9] .
La fe cristiana en Dios acepta en
sí la doctrina filosófica de Dios y la consuma. Dicho
brevemente: el Dios de Aristóteles y el Dios de Jesucristo
es uno y el mismo; Aristóteles ha conocido el verdadero
Dios, que nosotros podemos aprehender en la fe más honda
y puramente, así como nosotros en la visión de Dios
al lado de allá aprehendemos un día más íntimamente y
más de cerca la esencia divina. Se podría tal vez
decir sin violencia del estado de cosas: la fe cristiana
es, al conocimiento filosófico, de Dios, algo así como la
visión del fin de los tiempos de Dios es a
la fe. Se trata de tres grados de un camino
entero unitario.
2. La tesis contraria de Emil Brunner
La radical contradicción
de esta solución armónica la señala la doctrina de Dios
del teólogo reformado Emil Brunner, la cual, además, trae a
contribución, si bien en forma ciertamente muy aguzada, un deseo
esencial de la teología reformadora en general [10] . Brunner
anuda su doctrina de Dios al hecho sorprendente de que
Dios en la Biblia tiene nombre. Este es, sin duda,
un estado de cosas contrario a la tendencia fundamental de
la doctrina filosófica de Dios. La filosofía quiere precisamente sobre
lo particular y plural, que lleva nombre, avanzar hasta lo
general, hasta el concepto. Lo que lleva nombre es particular,
junto a él hay igual; pero la filosofía busca el
concepto, que, en cuanto designación de lo general, es la
contraposición estricta del nombre. Así aspira consecuentemente la doctrina filosófica
de Dios, lejos del nombre de Dios, hacia su concepto.
Es tanto más pura, cuanto más lejos del nombre ha
llegado hacia el mero concepto.
Pero el Dios bíblico tiene nombre,
y es uno particular, uno determinado, en lugar de ser
«el absoluto». Y este llevar nombre de Dios no es
como una mera imperfección de los grados tempranos del Antiguo
Testamento, posiblemente todavía medio politeístas, los cuales quedarán tachados por
una creciente depuración del concepto de Dios. No, en la
Biblia se deja observar una doble evolución, de tal modo
que los nombres de Dios particulares, determinados, retroceden siempre más
y más, mientras que, al mismo tiempo, la conciencia de
que Dios tiene un nombre más bien se fortalece. Sí,
el escrito del Nuevo Testamento, teológicamente desarrollado con más alcance,
el Evangelio de Juan, resume la función de Jesús exactamente
en que ha revelado a los hombres el nombre de
Dios: «He manifestado a los hombres tu nombre» (17, 6;
cfr. 17, 26: «les he dado a conocer tu nombre
y se lo daré a conocer»; 12, 28: «Padre, clarifica
tu nombre»; ésta es la meta de la vida de
Jesús; confr. la petición del Padrenuestro: «santificado sea tu nombre»:
Mt., 6, 9). Y Cristo está ahí, por así decir,
como el nuevo Moisés, cuya obra –la manifestación del nombre
de Dios y, con ello, la fundamentación de una relación
de hombre y Dios– ha realizado nuevamente de manera más
alta,
¿Qué significa, pues, este hecho del nombre de Dios? El
nombre no es expresión de conocimiento de la esencia, sino
que le hace a un ser apelable, y en cuanto
que da la apelabilidad, procura la ordenación social de lo
llamado; de la apelabilidad se sigue la relación de la
existencia con el ser a nombrar. Si Dios se da
un nombre entre los hombres, no expresa con ello propiamente
su ser, sino que, más bien, establece la apelabilidad, se
hace accesible al hombre, entra en la relación de la
coexistencia con él, o sea admite a los hombres a
la coexistencia consigo. Y, además, rige el que Dios en
cuanto el superior al hombre por antonomasia no puede ser
nombrado por el hombre, no puede ser forzado por él
a la apelabilidad; Dios es apelable sólo si se deja
apelar; su nombre es conocido sólo si El mismo le
da a conocer; la relación de la coexistencia no puede
ser, por tanto, erigida por el hombre sino solamente por
parte de Dios. Así se hace el nombre de Dios
expresión del hecho de que Dios es uno que se
nombra, que se revela, y no uno que es pensado
«vía causalitatis». En lo cual queda al mismo tiempo manifiesta
una importante contraposición en relación con el Dios de la
filosofía griega: en la filosofía es el hombre el que
desde sí mismo busca a Dios, en la fe bíblica
es Dios mismo, y Dios solo, el que establece en
libertad creadora la relación Dios-hombre. Así, la contraposición entre nombre
de Dios y concepto de Dios, Dios de la fe
y Dios de los filósofos, se hace ya más clara
y determinada. El «Dios de los filósofos» es el Dios
al cual no se le reza, con el que sí
hay unidad –esto es, la unidad que piensa el pensamiento
como la «más profunda verdad»–, pero ninguna comunidad que esté
fundada por Dios mismo. De eso se trata en la
afirmación de que hablar de la revelación del nombre de
Dios es un antropoformismo primitivo. Este argumento no es otra
cosa que la desesperada contradefensa del yo que quiere permanecer
cabe sí mismo, que no quiere dejarse abrir, que no
quiere dejarse empujar de su ser en el punto central,
que se quiere afirmar contra el Dios que le creó...
Porque todo esto se piensa con ese concepto tan decisivo
para el testimonio bíblico, tan chocante para el pensamiento filosófico
de Dios, con el concepto de «nombre de Dios»: el
misterio esencial que se abre por la revelación del Dios
verdadero, personal, que sólo puede ser conocido en cuanto tal
en esa revelación. El Dios de la revelación es el
cognoscible sólo en la revelación. Dios, como es pensado fuera
de esa revelación, es otro; es un pensado; por tanto,
no el personal; no es ése, cuya esencia es comunicarse
[11] .
La contraposición entre Dios de fe y Dios de
filósofos, tal y como sale a la luz en el
hecho del nombre de Dios, se aguza hasta el extremo
en el nombre central de Dios en la Biblia: Yahvé.
La Biblia hebrea parafrasea y aclara este nombre con las
palabras: «aehjaeh asaer aehjae»: Yo soy el que soy; los
LXX ponen, en lugar de la doble forma activa, en
el segundo caso, el participio: Egw eimi o wn (Ex.
3, 14); del yo soy se llega así al que
es. Con lo cual se tomaba una decisión de imprevisible
alcance, puesto que con esta traducción se proporcionaba un punto
de partida decisivo para la síntesis de la imagen griega
y bíblica de Dios. Los efectos de esta traducción sobre
la teología patrística y escolástica son conocidos. Para ella estaba
claro que Dios se llama aquí el que es, y
con ello revela su esencia metafísica, que consiste en que
es «ens a se», en el que esencia y existencia
coinciden en unidad. Es decir: lo que es el concepto
supremo de la ontología y el concepto concluyente de la
doctrina filosófica de Dios aparece aquí como la declaración central
del Dios bíblico sobre sí mismo. Esta palabra garantiza así
la unidad de Escritura y filosofía, y es una de
las abrazaderas más importantes que unen ambas. El nombre Yahvé
es concebido como declaración de la esencia, en la que
Dios descubre el originario fondo metafísico de su ser, de
modo que en verdad ya no se trata exactamente de
un «nombre», sino de un «concepto». En este lugar inserta
la crítica de Brunner, que dicho brevemente consiste en la
afirmación de que así se pone cabeza abajo el sentido
de la declaración bíblica, de que se la trastoca hasta
lo más íntimo. «Fue un completo malentendido, devastador en sus
efectos, el que los padres de la Iglesia griegos cayesen
en leer en el nombre de Yahvé una definición ontológica.
El «yo soy el que soy» no puede ser traducido
especulativa y definitivamente: yo soy el que es. En ello
no sólo se falla el sentido de esa declaración; con
ello se invierte el pensamiento bíblico de revelación en su
contrario: se hace del nombre, de lo indefinible, una definición.
El sentido de la paráfrasis del nombre es exactamente éste:
«yo soy el lleno de misterio y quiero seguir siéndolo;
yo soy el que soy. Yo soy el incomparable, y
por esto no para definir, no para nombrar» [12] .
En otro lugar habla Brunner de un malentendido ni más
ni menos trágico en sus consecuencias [13] , y condena
el guión establecido por Agustín entre ontología neoplatónica y conocimiento
bíblico de Dios [14] . No se trata aquí para
Brunner de un malentendido exegético particular, que siempre es una
y otra vez posible, sino de la falsificación central del
mensaje bíblico, ya que precisamente en el nombre de Dios
tropiezan las contraposiciones extremas una con otra: a una parte
está el Dios, que en la nominación de su nombre
se da a conocer en cuanto tú y se abre
al hombre, se le ofrece para comunidad. A la otra
parte, el pensamiento filosófico, que en la revelación del nombre
ve un antropomorfismo, con lo cual en último término rechaza
la revelación misma. «El pensamiento de razón que se basta
a sí mismo no quiere reconocer lo que viene de
más allá de su propia posibilidad» [15] . «Quiere... sólo
verdad, que tiene el signo: yo pienso, pero no verdad,
cuyo signo es: ahí tienes ... » [16] . El
error de los padres y escolásticos consistiría, por tanto, en
que con su síntesis de Dios de la fe y
Dios de los filósofos leen en un lugar lo que
es precisamente radical contraposición y fallan y falsean así la
esencia de la revelación cristiana hasta el fondo.
Con esto está
impulsado hasta su hondura, última posible, el enfrentamiento de Dios
de la fe y Dios de los filósofos. Aquí se
convierte en pregunta por la esencia del cristianismo en general,
en pregunta por la legitimidad de la síntesis concreta, que
da forma al cristianismo de pensamiento griego y bíblico, en
pregunta por la legitimidad de la coexistencia de filosofía y
fe, y por la legitimidad de la «analogía entis» en
cuanto positiva puesta en relación de conocimiento de razón y
conocimiento de fe, de ser de naturaleza y realidad de
gracia; y finalmente también en cuestión de decisión entre comprensión
católica y protestante del cristianismo [17] . En una palabra:
la problemática Dios de la fe y Dios de los
filósofos resume entendida así, como en punto de ignición, la
problemática entera de fundamentación de la teología, que en el
cosmos de las disciplinas teológicas es la grave a la
par que bella tarea del teólogo fundamental.
II. INTENTO DE UNA
SOLUCION
1. El concepto filosófico de Dios y la religión precristiana
El
problema es grave y serio. Puede uno aproximarse a él
si se escudriñan, exacta y hondamente, ambos conceptos de Dios
para conocer lo que tienen de esencial. Sólo un par
de alusiones en esta dirección pueden intentarse aquí.
Procedamos del concepto
filosófico de Dios, que se nos presenta, en frente del
Dios de la fe de manera aguzada, como el concepto
de Dios de la filosofía griega [18] . No basta
para su comprensión conocer y adoptar una determinada forma de
definición. Hay que ver más bien la relación en que
está este concepto de Dios para con el mundo espiritual
y religioso en el que fue encontrado y en el
que se ordenaba de una u otra manera. Porque, indudablemente,
también el concepto precristiano filosófico de Dios ha estado en
alguna relación con la religión, que era también entonces otra
cosa que filosofía, y sólo cuando se considere tal relación
estará visto el concepto filosófico del Dios de los griegos
como tal rectamente y por completo. Igual vale en principio
para cada concepto filosófico de Dios. Esta relación es perceptible
en la distinción estoica de tres teologías, que nos conduce
a la raíz del concepto de «theologia naturalis», aquí constantemente
en el trasfondo. La Stoa distingue: «theologia – mythica –
civilis – naturalis» [19] . A este exacto complejo pertenece
la filosófica «theologia naturalis» de los griegos; quien busque entenderla
independientemente la entiende de manera falsa. Con esta partición estoica,
tal y como es desarrollada sobre todo en los cuarenta
y un libros de «Antiquitates rerum humanarum et divinarum», de
M. Terentius Varro (116-27 a. de Cristo), queda de hecho
exactamente acertado el problema del monoteísmo filosófico de los griegos,
o sea de su doctrina filosófica de Dios [20] .
¿Qué se busca con esta partición? Vale por de pronto
el observar que no se trata en manera alguna de
tres miembros de igual rango. La separación de «theologia civilis»
y «mythica» tiene primariamente carácter apologético y reformador. La «theologia
civilis» ha de ser descargada y separada en lo posible
de la teología mítica caída en descrédito con lo cual
la estrecha conexión de hecho entre ambas es innegable. El
enfrentamiento debería tal vez con más exactitud de ser simplemente:
«theologia civilis» y «theologia naturalis». Preguntémonos ahora lo que significa
esta diferencia. Varro la verifica muy cuidadosamente, según los factores
particulares de cada teología. La «theologia mythica» es asunto de
los poetas, la «theologia civilis», asunto del pueblo, y la
«theologia naturalis», asunto de los filósofos o de los «physici».
No olvida de advertir que el pueblo se ha sumado
a los poetas en la cuestión capital. Una segunda diferencia
atañe al lugar respectivo en la realidad, al que está
ordenada cada teología. Según esto, a la teología mítica corresponde
el teatro, a la política la polis, a la «natural»
el cosmos. Aquí se hace ya visible de manera radical
la profunda contraposición interior, que separa, de una parte, la
teología mítica y política, y de otra, la teología natural.
Ya que las indicaciones de lugar son por sí mismas
completamente dispares. El lugar de la teología mítica y política
está determinado por el ejercicio humano, del culto; el lugar
de la teología filosófica, por el contrario, por la realidad
de lo divino que está frente al hombre [21] .
La contraposición se radicaliza más aún en la tercera distinción
que Varro propone, y que se refiere al contenido de
las tres teologías. La teología mítica tiene por contenido las
diversas fábulas de dioses, los «mitos» precisamente que juntos son
«el» mito; la teología política tiene por contenido el culto
del estado; la teología natural, finalmente, responde a la pregunta
guión o qué son los dioses, «si son con Heráclito,
de fuego, o con Pitágoras, de números, o con Epicuro,
de átomos; y todavía otras cosas que los oídos pueden
soportar más fácilmente dentro de las paredes escolares, que fuera,
en la plaza del mercado» [22] . Dios de la
fe y Dios de los filósofos, está uno tentado de
decirlo también aquí; y también aquí tiene que ver la
fe con personas de encuentros vivos y la filosofía con
la fórmula apersonal... Esta distinción en el enfrente divino de
la teología conduce a una última contraposición que deja finalmente
desnudo el meollo propio del problema. La «theologia naturalis» tiene
que ver con la «natura deorum», las otras dos teologías
con los «divina instituta hominum».
Con lo cual está en último
término reducida toda la distinción a la metafísica teológica,. de
una parte, y religión cultual, de otra. La teología civil
no tiene, al fin y al cabo, ningún Dios, sino
solamente «religión»; la teología natural no tiene religión alguna, sino
sólo una divinidad [23] . La contraposición entre religión y
Dios de los filósofos está llevada aquí, en la situación
religiosa y espiritual de la antigüedad descrita por Varro a
su seriedad última. La filosofía, no separada aún de la
física, pone al descubierto la verdad de lo real y
así también la verdad del ser de lo divino. La
religión toma su camino independientemente a ella no le va
nada en adorar lo que la ciencia descubre como el
Dios verdadero; se coloca más bien fuera de la cuestión
de la verdad y se subordina solamente a su propia
legalidad religiosa. Con esta separación de verdad religiosa y realización
religiosa ha puesto Varro, o si se quiere el pensamiento
estoico por él representado al descubierto y muy perspicazmente, la
problemática propia del politeísmo antiguo, incluso se puede decir el
problema fundamental de cualquier religiosidad politeísta. Porque, ¿en qué consiste
propiamente la esencia del politeísmo? No está captada con la
afirmación de que el politeísmo adora muchos dioses, mientras que
el monoteísmo conoce sólo un Dios. Semejante declaración permanece parada
en la superficie. En alguna forma, si bien muy oscurecida
todavía, los politeísmos, los cuales, a su vez, no pueden
medirse todos por el mismo rasero, saben también, por regla
general, que el absoluto a fin de cuentas es sólo
único. Este saber puede tener configuraciones de muy diverso tipo,
se puede expresar en la idea del «deus otiosus» de
las religiones primitivas, en la idea de la moira omniimperante
como potencia que domina dioses y hombres en la elevada
forma del concepto filosófico de Dios de un Platón o
un Aristóteles (y no hay que desconocer que, desde el
punto de vista de historia de las religiones, el primer
motor aristotélico representa una variación clásica del motivo del «deus
otiosus»). Las configuraciones son plurales, pero en ninguna parte falta
por completo el saber en torno a la unidad del
absoluto. El constitutivo decisivo del politeísmo, que le constituye en
cuanto tal politeísmo, no es la falta de la idea
de unidad, sino la representación de que lo absoluto en
sí y como tal no es apelable para el hombre
[24] . Por eso ha de resolverse a invocar los
reflejos finitos del absoluto, los dioses, que no son precisamente
«Dios tampoco para él» [25] . Porque Dios, esto es,
el absoluto mismo, no es, para decirlo una vez más,
apelable [26] , y la esencia del monoteísmo, como se
muestra ahora, consiste precisamente en que se atreve a apelar
al absoluto en cuanto absoluto en cuanto Dios, que, al
mismo tiempo, es el absoluto en sí y el Dios
del hombre. Dicho de otra manera: el riesgo audaz del
monoteísmo es apelar al absoluto –el «Dios de los filósofos»
y el Dios del hombre–, el Dios de Abraham, de
Isaac y de Jacob, uno con otro. El guión que
Agustín ha puesto «entre ontología neoplatónica y conocimiento bíblico de
Dios» [27] , es, desde el monoteísmo legítimo, la manera
concreta en que para él ha de representarse el guión
entre Dios de los filósofos y Dios de la fe,
Dios de los hombres. Más aún, con la constatación de
que el Dios mudo e inapelable de los filósofos se
ha hecho en Jesucristo Dios que habla y que escucha,
ha ejecutado la exigencia interior plena de la fe bíblica.
2.
El concepto filosófico de Dios y la revelación bíblica de
Dios
El alcance extraordinario de semejante constatación ilumina sin más. Porque,
si es acertado, significa entonces que la síntesis realizada por
los padres de la Iglesia entre la fe bíblica y
el espíritu heleno como representante en aquel tiempo del espíritu
filosófico en general no sólo era legítima, sino necesaria, para
traer a expresión la exigencia plena y la seriedad completa
de la fe bíblica. Esta exigencia plena se apoya en
que hay ese guión para con el concepto prerreligioso, filosófico
de Dios. Esto significa que la verdad filosófica pertenece, en
un cierto sentido, constitutivamente a la fe cristiana, y esto
indica a su vez que la «analogía entis» es una
dimensión necesaria de la realidad cristiana, y tacharla sería suprimir
la exigencia propia que ha de Plantear el cristianismo. En
vista de tan serias consecuencias, y de tan largo alcance,
habría que plantear de nuevo la cuestión de si el
guión puesto por los padres de la Iglesia entre Dios
de la fe y Dios de los filósofos, cuya justificación
y necesidad ha sido ya mostrada desde el problema general
del monoteísmo, está también, y en qué medida, especialmente respecto
al concepto bíblico de Dios justificado. A lo cual puede
responderse primeramente: estaba justificado en cuanto y en la medida
en que la fe bíblica en Dios quería y debía
ser monoteísmo. Puesto que el monoteísmo está a las duras
y a las maduras con la puesta en unidad del
absoluto como tal con el Dios vuelto al hombre. Ahora
bien, no sólo está fijada fundamental e indudablemente la intención
monoteísta de la fe bíblica en Dios, sino que en
los escritos bíblicos de después del exilio puede observarse con
claridad creciente el intento de hacer comprensible al mundo en
torno la esencia que acabamos de describir de la fe
monoteísta [28] . El tema de la creación avanza en
ellos siempre más y más y desempeña por ejemplo en
el Deutero-Isaías un papel dominante. Como ningún otro pensamiento era
éste apropiado para interpretar [29] lo especial de la fe
bíblica en Dios ante los pueblos del mundo, a los
cuales estaba Israel como trasladado en manera por completo nueva.
Precisamente en el pensamiento de creación fue capaz el profeta
de expresar el hecho de que Israel no adoraba a
ninguno de los usuales dioses de los pueblos, a ninguno
de los poderes intramundanos de fertilidad, sino al fundamento mismo
del mundo. Piénsese en los magníficos versos del capítulo 40
de Isaías: «¿Quién midió las aguas con el hueco de
la mano, y a palmos los cielos, y al tercio
de efa el polvo de la tierra, pesó en la
romana las montañas o en la balanza los collados? ¿Quién
ha sondeado al espíritu de Yahvé, quién fue su consejero
y le instruyó? ¿Con quién deliberó él para recibir instrucciones
y que le enseñase el camino de la justicia? ¿Quién
le enseñó la sabiduría y le dio a conocer el
camino del entendimiento? Son las naciones como gota de agua
en el caldero, como grano de un polvo en la
balanza. Las islas pesan lo que el polvillo que se
lleva el viento. El Líbano no basta para leña, ni
sus animales para el holocausto. Todos los pueblos son delante
de él como nada, son ante él nada y vanidad.
¿A quién, pues, compararéis vuestro Dios, qué imagen haréis que
se le asemeje?» (Is. 40, 12-18) [30] . Cara a
los potentes y orgullosos reinos del mundo, un lenguaje verdaderamente
audaz que expresa de modo impresionante lo especial del Dios
de Israel: su unicidad, que se funda en que él
es el absoluto mismo, que en tanto absoluto se ha
vuelto a los hombres [31] . En igual dirección que
el concepto de creación apunta la designación de Dios como
«Dios del cielo», la cual se encuentra determinante, en primer
plano, en los libros de Esra y Daniel. No hay
duda de que se trata, por así decirlo, de un
concepto misional, cuya función es otra vez hacer por todos
lados comprensible a los pueblos la esencia del Dios de
Israel. «Dios del cielo» es en la historia de las
religiones la designación del Dios supremo, que con frecuencia, en
cuanto «deus otiosus», adopta prácticamente la función de un Dios
de los filósofos [32] . Si Israel designa a su
Dios ante los paganos como el Dios del cielo, quiere
decir con ello que no conoce ningún Dios de los
pueblos en sentido usual, sino que su Dios es el
único señor del mundo –«el absoluto»–, por el que se
sabe apelado y al que están en verdad sometidos todos
los pueblos [33] . Finalmente, apunta también en la misma
dirección la noticia de las propiedades divinas, que podemos tomar
de la Biblia. En ella se toca tal vez más
cercanamente que nunca la imagen bíblica de Dios con la
doctrina de Dios de los filósofos, y por lo mismo
ha favorecido como nada la puesta en relación de ambas.
Conceptos como eternidad, omnipotencia, unidad, verdad, bondad y santidad de
Dios no indican, desde luego, sin más, lo mismo en
Biblia y en filosofía, pero no pueden ignorarse aproximaciones considerables.
La intención de remitir por encima de todos los poderíos
intramundanos al poder originario que mueve el mundo les es
común a ambas [34] . Con tales reflexiones se hace
claro algo más. El elemento filosófico se suministró al concepto
de Dios de la Biblia en la medida en que
éste se encontraba forzado a pronunciar lo suyo propio y
especial frente al mundo de los pueblos, y en un
lenguaje general, esto es, comprensible para el mundo todo, por
encima del propio espacio interior. Se hizo necesario en la
medida en que, visto negativamente, surgió la indigencia apologética; visto
positivamente, la indigencia misionera. Lo filosófico designa, por tanto, ni
más ni menos, la dimensión misionera del concepto de Dios,
ese momento con el que se hace comprensible hacia fuera.
Así es también evidente que la apropiación de lo filosófico
fue realizada ampliamente en el momento en que el judaísmo,
poco expansivo, quedaba disuelto por una religión expresamente misionera, el
cristianismo. La apropiación de la filosofía, tal y como fue
ejecutada por los apologetas, no era otra cosa que la
necesaria función complementaria interior del proceso externo de la predicación
misionera del Evangelio al mundo de los pueblos. Si para
el mensaje cristiano es esencial no ser doctrina esotérica secreta
para un círculo rigurosamente limitado de iniciados, sino mensaje de
Dios a todos, entonces le es también esencial la interpretación
hacia afuera, dentro del lenguaje general de la razón humana.
La verdadera exigencia de la fe cristiana no puede hacerse
visible en su magnitud y en su seriedad, sino por
este guión con aquello que el hombre ya de antemano
ha captado en alguna forma como lo absoluto [35] .
3.
La unidad de relación de filosofía y fe
Por eso, al
«sistema parcial de identidad» de Tomás de Aquino le corresponde,
sin duda alguna, auténtico derecho: el guión entre Dios de
la fe y Dios de los filósofos es, fundamentalmente y
en cuanto tal, legítimo [36] . Sin embargo, queda atrás
un aguijón que nos fuerza a hacer espacio todavía y,
sobre todo, al justificado deseo de Emil Brunner. Porque está
claro: si la fe capta el concepto filosófico de Dios
y dice: «lo absoluto, del que vosotros sabíais ya por
sospechas de alguna manera, es el absoluto que habla en
Jesucristo (que es «palabra») y que puede ser apelado», con
ello, no se suprime sin más la diferencia de fe
y filosofía, y ni mucho menos lo que hasta ahora
era filosofía se transforma en fe. La filosofía sigue siendo
más bien lo otro y lo propio, a lo que
se refiere la fe para expresarse en ella como en
lo otro y hacerse comprensible. Y además el concepto de
absoluto, si se le desata de su propia existencia filosófica,
o más exactamente, de su ser hasta ahora conjunto con
el politeísmo y se le encuadra en el campo de
relaciones de la fe, tendrá que atravesar necesariamente una purificación
y transformación de hondura. Considerémoslo otra vez en el definitivo
proceso, que lo es de fundamentación, de la apropiación de
la filosofía griega por la fe cristiana. Constatábamos que en
el mundo griego del espíritu la teología natural, que alza
el concepto filosófico de Dios, no era, desde luego, la
única teología que había en general, sino que coexistía con
la teología mítica y política, y de tal manera que
Dios permanecía para ella esencialmente no religioso, y que por
ello pudo conformar el trasfondo metafísico para el politeísmo religioso
que dominaba la superficie. Está claro que la fundamental neutralidad
religiosa del concepto de Dios tuvo que determinar también, y
regulativamente, la idea misma del absoluto, y que el tránsito
de la coexistencia negativa con el politeísmo a la coexistencia
positiva con la fe monoteísta no podía pasar por él
de largo, sin dejar huella. De todas maneras, puede y
debe decirse aquí: aunque la apropiación por los apologistas y
los padres del concepto de Dios filosófico era sin duda
legítimo, más aún, esencialmente necesario, tampoco hay que discutir que
esa apropiación no se ha conseguido siempre con crítica suficiente.
Las declaraciones filosóficas fueron con frecuencia adoptadas sin el menor
reparo y sin someterlas a los necesarios acrisolamiento y transformación
críticos [37] . El conocimiento de que Dios es un
Dios referido al mundo y al hombre, que opera dentro
de la historia, o dicho más hondamente, el conocimiento de
que Dios es persona, yo que sale al encuentro del
tú, este conocimiento exige un examen en toda la línea
de las declaraciones filosóficas, un repensarlas como todavía no se
ha ejecutado suficientemente. En esta tarea de una apropiación más
profunda del concepto de Dios podrían la teología católica y
la protestante, viniendo de diversas partes, encontrarse de una manera
nueva. En cualquier caso, el trabajo en tal tarea significará
teología en sentido eminente y también una extensión de lo
que Ricardo de San Víctor, desde Agustín y desde los
salmos, reconocía como la tarea propia de la teología el
«quaerite faciem eius semper – buscad siempre su rostro» [38]
. Ciertamente, se gane lo que siempre se gane en
esos conocimientos nuevos, no se ha de despojar de su
fuerza lo que Agustín anota para ese verso del salmo.
«Esto es, sin duda, el “buscad siempre su faz”: que
el encontrar no depare un fin a ese preguntar que
caracteriza el amor, sino que con el amor creciente crezca
también el preguntar dentro del amado» [39] . La tarea
de la teología queda en este tiempo del mundo necesariamente
inconclusa. Es precisamente el preguntar siempre nuevo por la faz
de Dios «hasta que El venga» y sea El mismo
respuesta a toda pregunta.
NOTAS
[1] La edición electrónica de este relevante
documento excluye cualquier finalidad lucrativa.y se realiza con motivos exclusivamente
educativos. [2] Taurus Ediciones prepara la publicación, para una fecha próxima,
de un libro de JOSEPH RATZINGER, cuyo título castellano será
La fraternidad cristiana (N. del E.). [3] R. GUARDINI, Christliches Bewußtsein.
Versuche über Pascal. Munich, 1950, 2ª ed., Págs. 46. [4] Sobre
el careo soterrado con Descartes, que está a la base
de la distinción de «esprit de géometrie» y «esprit de
finesse» llama la atención especialmente M. LAROS en su traducción
de los Pensées, Munich-Kempten, 1913, p. 1, n. 2. Sobre
la concepción de Pascal del camino del conocimiento religioso, cfr.
GUARDIN1, OP. Cit. 165-246, y la exposición resumen en H.
MEYER, Geschichte der abendländischen Weltanschauung, IV, Paderborn, 1950. p. 130-142;
allí mismo más bibliografía.y 55 (hay edición castellana). [5] Respecto a
este desarrollo, G. SÖHNGEN, «Die Neubegründung der Metaphysik und die
Gotteserkenntnis», en Probleme der Gotteserkenntnis, publicación de la Academia Albertus
Magnus, II, 3, Münster, 1928, páginas 1-55. W PANENBERG, art.
«Gott». V (Históricoteológico), RGG II, 3 ed., 1729 ss. A
la importante influencia que A. RITSCHL y H. CREMER han
ejercido en este asunto, alude W. PANNENBERG «Die Aufnahme des
philosophischen Gottesbegriffs als dogmatisches Problem der frühchristlichen Theologie», en Z
K G. 70 (1959), 1-41. [6] Así determina SCHELER la relación
recíproca en «Vom Ewigen im Menschen», Leipzig, 1921, p. 339,
cfr. H. FRIES, Die katholische Religionsphilosophie der Gegenwart, Heidelberg, 1949,
p. 72. [7] Breve y clásicamente está reducida la posición de
Tomás de Aquino a este respecto en S. Theol, q.
1, a. 1, en donde la teología filosófica queda enfrentada
en cuanto teología del «lumen naturalis rationis» a la «doctrina
per revelationem»; mientras que la primera es una teología de
los «pauci» y está mezclada con errores, es la última
accesible a todos, zanja los errores y añade nuevos conocimientos.
El derecho fundamental de la teología filosófica permanece intocado. Cfr.
los textos que citamos en la n. 8. [8] Vom Ewigen
im Menschen, 323 ss.; H. FRIES, op. cit., 61 ss. [9]
S. Theol, q. 2, a. 2, ad 1, dice Tomás
a la objeción de que la existencia de Dios es
una proposición de fe y por eso no probable: «
... dicendum quod Deum esse et alia huiusmodi quae per
rationem naturalem nota possunt esse de Deo... non sunt articuli
fidei, sed praeambula ad articulos: sic enim fides praesupponit cognitionem
naturalem, sicut gratia naturam et perfectio perfectibile. Nihil tamen prohibet,
illud quod se cundum se demonstrabile est et seibile, ab
aliquo accipi ut credibile, qui demostrationem non capit». Cfr. S.
c. g., I, c. 7. [10] E.BRUNNER, Die christliche Lehre von
Gott (Dogmatik I), Zürich, 1953, 2ª ed., 121-140. Bibliografía relacionada
con ésta, PANNENBERG, Die Aufnahme... Además, J. P. STEFFES, Glaubensbegründung
I, Mainz, 1958, p. 32. La siguiente exposición se limita
conscientemente a la posición especialmente característica de BRUNNER, que aquí
y allá aclaramos más aún con pensamientos propios. [11] BRUNNER, Op.
Cit., 132 s. [12] Op. cit., 125. [13] Op. cit., 135. [14] Op.
cit., 136. [15] Op. cit., 130. [16] Op. cit., 131. Además, la
obra de BRUNNER: Wahrheit als Begegnung. Sechs Vorlesungen über das
christliche Wahrheitsverstädndnis, Zürich, 1938. Las tesis nuevas de esta obra,
cuyo punto fundamental de partida determina también la doctrina de
Dios de la Dogmática, se entienden en conexión con la
obra de FERDINAND EBNER. Cfr. las advertencias de BRUNNER a
este respecto en Für Ferdinand Ebner, Regensburg, 1935. p. 12-15. [17]
Sobre la problemática de la «analogia entis», que ha ocupado
penetrantemente tanto a KARL BARTH como a EMIL BRUNNER, hay
que considerar sobre todo últimamente G. SÖHNGEN, Die Einheit in
der Theologie, Munich, 1952, p. 235-264. H. U. Von BALTHASAR,
KARL BARTH, Colonia, 1951. E. PRZYWARA, art. «Analogía entis und
analogia fidei», L Th K I, 2ª ed.. , 470-476. [18]
Para captar concretamente el concepto griego de Dios enfrente del
cristiano es fundamental W. PANNENBERG, Die Aufnahme... Aquí ha de
resaltarse, además y sobre todo, la relación del concepto filosófico
de Dios de los griegos para con su mundo religioso. [19]
Cfr. J. BILZ, art. «Theologie», L Th K X, 65
ss., sobre la expresión «teología», P. BATIFFOL, «Theologie», en Eph.
theol. Lov. 5 (1928), 205-220; J. STIGLMAYR, «Mannigfache Bedeutung von
"Theologie" und "Theologen"», en Theol. u. Glaube II (1919), 296-309. [20]
Con Varro tiene un careo penetrante Tertuliano, Ad nationes, II,
1-8, así como Agustín, De civitate Dei, VI, 5 ss.
Cfr. para lo que sigue J. RATZINGER, Volk und Haus
Gottes in Augustinus Lehre von der Kirche, Munich, 1954, p.
256-276. [21] «De civitate Dei», VI, 5, C. Chr 47, p.
171; IV 32, p. 126. [22] VI, 5, p. 171. [23] RATZINGER,
op. cit., 270. [24] Esta contraposición propia del monoteísmo y del
politeísmo está certeramente elaborada, sobre todo, por J. A. CUTTAT,
Begegnung der Religionen, Einsiedeln, 1956, p. 20 ss. En lugar
del enfrentamiento de CUTTAT, de fácil mala interpretación, de concepto
«personal» y «no personal» de Dios, prefiero hablar de «apelabilidad»
de Dios o de su falta, ya que, desde un
punto de vista de filosofía de la religión, sólo la
apelabilidad de Dios constituye su personalidad. El primer motor de
Aristóteles lleva consigo, desde luego, distintivos esenciales del concepto metafísico
de persona (¡conciencia de sí mismo!), pero no puede ser
designado en filosofía de la religión como «persona», precisamente porque
le falta la capacidad de oír frente a los hombres
y, por tanto, la apelabilidad. Sobre la idea de unidad
que permanece en el trasfondo también del politeísmo, cfr. A.
BRUNNER, Die Religion, Friburgo en Br., 1956, página 177 ss.,
p. 86. [25] Esto está especialmente claro en el budismo original
y en las formas más importantes del hinduísmo; cfr. H.
VON GLASENAPP, «Die nichtchristlichen Religionen», Fischer Lexikon, vol. I, 1957,
p. 76 ss. y 156 ss. No menos claro está,
en el neoplatonismo, la apología filosófica del politeísmo en la
antigüedad postrema. Cfr. la exposición en E. ZELLER, Philosophie der
Griechen, III, 2, 1903, 4ª ed. [26] Sólo así es comprensible
el peculiar estado de cosas, que por ejemplo Platón y
Aristóteles, a pesar de su monoteísmo filosófico, permanezcan politeístas religiosos.
Sobre esto E. GILSON, L"Esprit de la Philosophie médievale, W.
PANNENBERG, op. cit., 7. [27] BRUNNER, op. Cit., 136. [28] Para lo
que sigue, E. WÜRTHWEIN, art. «Gott» II, RGG, II, 3ª
ed., 1705-1713; A. DEISSLER, «Gott», en Bibeltheol. Wörterbuch, de J.
B. BAUER, Graz, 1959, p. 352-368. [29] El autor emplea el
término «dolmetschen«, esto es, interpretar casi como oficio; «die Dolmetscher
Schule», la escuela de intérpretes (N. de T.). [30] El texto
bíblico catsellano según Nácar-Colunga. 5ª ed., Madrid, 1953. [31] Cfr. DEISSLER,
Op. cit., 356 ss. [32] A. BRUNNER, op. cit., 67 ss.,
155; HENRI DE LUBAC, L"origine de la religion; G. VAN
DER LEEUW, Phänomenologie der Religion, Tubinga, 1956, 2ª ed., p.
182 ss. [33] Cfr. W. EICHRODT, Theologie des Alten Testaments, I,
2ª ed., Leipzig, 1939, p. 113. [34] Cfr. W. PANNENBERG, Op.
cit., con una cuidadosa ponderación de las diferencias y relaciones
recíprocas. [35] Esto está dicho objetiva y explícitamente por W. PANNENBERG,
Op. cit., 45, que indica cómo el abandono del elemento
metafísico en el concepto de Dios significaría a la vez
el abandono de la exigencia universal de la fe cristiana.
Cfr. también, p. 13. [36] La crítica de SCHELER del «sistema
parcial de identidad», de Tomás de Aquino, sigue siendo justificada,
en cuanto que la relación esencial de fe y filosofía
no puede ser agudizada en el sentido de una identidad
de «religio naturalis» y «theologia naturalis», sino que a fin
de cuentas hay sólo una unidad de relación. Por lo
cual se puede aprobar el concepto de «sistema de conformidad»,
que, no obstante la verdadera intención del Aquinate, queda más
cerca que lo que SCHELER mismo acepta, Cfr. A. LANG,
Wesen und Wahrheit der Religion, Munich, 1957, p. 88 ss. [37]
Sobre esto detalladamente W. PANNENBERG, op. cit. Allí también importantes
puntos de partida para una nueva apropiación crítica del concepto
filosófico de Dios. Un intento modesto en la misma dirección
emprendí yo también en mi artículo «Ewigkeit» en LThK III,
2ª ed., 1268 ss. [38] De trin., III, 1: Pl 196,
916: «Quid si non detur pervenire, quo tendo? Quid si
currendo deficio? Gaudebo tamen inquirendo faciem domini mei semper proviribus
cucurisse, laborasse, desudasse ...». Cfr. M. GRABMANN, Die Geschichte der
scholastischen Methode, II, 1956 (nueva impresión), p. 313 ss. [39] En.
in ps., 104, 3 CChr 40, p. 1537.
|
|
Necesidad de la existencia de Dios |
Debate entre el cardenal Joseph Ratzinger y Flores d"Arcais. |
|
Un debate público sobre la existencia de Dios entre
dos destacados personajes, uno del mundo cristiano y otro de
la esfera laicista.
Los dos personajes son el cardenal Joseph
Ratzinger, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la
Fe, y Paolo Flores d’Arcais, filósofo y director de la
revista de pensamiento «MicroMega».
Moderaba la confrontación el periodista Gad
Lerner, judío, y director de la cadena televisiva Rai Uno.
La
convocatoria se produce a raíz de la reedición del número
especial de la revista «MicroMega», de orientación de izquierda dialéctica,
curiosamente dedicado a «Filosofía y Religión», en el que colaboran
los mismos Ratnzinger y D’Arcais.
El periodista Lerner se preguntó:
"Si
son tan netos los confines entre quien cree y quien
no cree,¿no habrá algún rasgo en común?"
Y respondió que
el rasgo común que comparten los dos ponentes es «el
rechazo de una religiosidad acomodaticia, con un Dios hecho a
la propia medida, sin medirse con el problema de la
verdad, que está muy difundida hoy, como se ve en
la "New Age" y en cierta idea de budismo». Preguntó
a los ponentes de qué nace la necesidad de discutir
sobre el tema.
El cardenal Ratzinger respondió que «nace del hecho
de que los creyentes creemos que tenemos algo que decir
a los demás. Estamos convencidos de que el hombre tiene
necesidad de conocer a Dios. En Jesús ha aparecido la
verdad, que debe ser conocida. En esta época de crisis
es necesario que no vivamos sólo hacia el interior».
Por su
parte Flores d’Arcais indicó que «en un debate de este
tipo hay una gran asimetría. El creyente está interesado en
convertir. El ateo no tiene esta necesidad». Y se preguntó
por qué un ateo está interesado en la fe. Respondió
que «ser ateo significa mantener que todo se juega aquí,
en esta existencia finita. Sobre esta base se establecen las
alianzas, las solidaridades, los conflictos, los choques. La convivencia basada
en la tolerancia no es indiferente al tipo de fe.
Si la fe de un cristiano es la de las
primeras generaciones de cristianos, la fe escándalo para la razón,
no hay ningún conflicto con el no creyente. Pero si
la fe pretende ser el resumen y el cumplimiento de
la razón, lo que es más característico del hombre, se
comprende que tenga la tentación de imponerse. ¿Por qué no
renunciáis los creyentes a la demostración de la verdad, por
qué pretendéis la racionalidad?».
El cardenal Ratzinger rebatió esta afirmación diciendo
que «los creyentes de las primeras generaciones no creían en
la absurdidad de la fe. Pablo habla en el Areópago.
Pablo predica una fe que es por una parte escándalo
pero estaba convencido de que no anunciaba nada absurdo, sino
un mensaje que podía apelar a la razón, una religión
que no es inventada sino que está en consonancia con
nuestra razón. Estoy de acuerdo con Flores d’Arcais en que
esto no se debe imponer».
A la pregunta de si se
puede vivir sin fe, Flores d’Arcais respondió que, «depende de
lo que se entienda por fe». «Si se entiende como
profunda pasión existencial por ciertos valores que hagan de la
vida algo sensato, no. Pero si se entiende como creencia
religiosa, sí se puede vivir sin fe», confesó ofreciendo su
opinión íntima.«La fe --añadió-- es algo más pero también algo
menos. La lucidez de lo finito permite vivir con una
pasión y una conciencia crecida las vivencias de nuestra vida».
Respecto
al tema: hay algo común entre creyentes y no creyentes
El
cardenal Ratzinger indicó que «hay un terreno común. Puede haber
coincidencias sobre valores que hacen digna la vida: combatir la
intolerancia, los fanatismos, el compromiso por la dignidad del hombre,
la libertad, la ayuda a los necesitados. Es un terreno
en el que, a pesar de la división, tenemos una
responsabilidad común. El amor contra el odio, la verdad contra
la mentira, es innato en el hombre. La conciencia y
el compromiso por la dignidad humana es una presencia escondida
de una fe más profunda, aunque no esté definida en
términos teológicos. Es una raíz común del bien contra el
mal».
Flores d’Arcais indicó que «el terreno común es el
Evangelio y los valores del Evangelio. Hay dos valores fundamentales:
la frase de Jesús: "que tu decir sea sí, sí,
o no, no", es la idea de que toda diplomacia
exagerada es obra del demonio. El segundo es que el
pecado de los pecados es el privilegio, la diferencia en
las riquezas. Estos dos valores a veces son más sentidos
por muchos que no son creyentes que por la mayoría
de los cristianos».
Sobre la Ilustración y el laicismo
Flores d’Arcais, que
se considera orgullosamente uno de los últimos jacobinos, al oír
hablar al cardenal de tolerancia, le dijo: «¡cuánto os habéis
dejado contaminar como Iglesia por el mundo laicista! El término
tolerancia es un término iluminista».
El Cardenal Ratzinger respondió que
el laicismo tiene un significado en Italia diverso en otros
países. Indicó que «el cristianismo quería ser una Ilustración en
un cierto sentido». «Es el momento --añadió-- de trascender estas
oposiciones. La Ilustración se oponía al cristianismo pero había corrientes
de Ilustración cristiana. El cristianismo debería replantear sus raíces. Hay
oposición sólo en ciertos modos de Ilustración. Yo no hablaría
de contaminación. Me parece positivo que estas dos corrientes, que
estaban separadas, se encuentren y que cada una empiece a
aprender de la otra».
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Acceso racional a Dios |
Textos de SS Juan Pablo II. La Fe en Dios encuentra apoyo en razonamientos de nuestra inteligencia. |
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Acceso racional a Dios |
LA FE EN DIOS ENCUENTRA APOYO EN RAZONAMIENTOS DE NUESTRA
INTELIGENCIA
PRUEBAS DE LA EXISTENCIA DE DIOS, Audiencia General, 10.VII.85
1. Cuando
nos preguntamos: «¿Por qué creemos en Dios?», la primera respuesta
es la de nuestra fe: Dios se ha revelado a
la humanidad, ha entrado en contacto con los hombres. La
suprema revelación de Dios se nos ha dado en Jesucristo,
Dios encarnado. Creemos en Dios porque Dios se ha hecho
descubrir por nosotros como el Ser supremo, el gran «Existente».
Sin embargo esta fe en un Dios que se revela,
encuentra también un apoyo en los razonamientos de nuestra inteligencia.
Cuando reflexionamos, constatamos que no faltan las pruebas de la
existencia de Dios. Estas han sido elaboradas por los pensadores
bajo forma de demostraciones filosóficas, de acuerdo con la concatenación
de una lógica rigurosa. Pero pueden revestir también una forma
más sencilla y, como tales, son accesibles a todo hombre
que trata de comprender lo que significa el mundo que
lo rodea.
LAS PRUEBAS DE LA EXISTENCIA DE DIOS NO PUEDEN
SER DE ORDEN CIENTÍFICO EXPERIMENTAL
2. Cuando se habla de pruebas
de la existencia de Dios, debemos subrayar que no se
trata de pruebas de orden científico-experimental. Las pruebas científicas, en
el sentido moderno de la palabra, valen sólo para las
cosas perceptibles por los sentidos, puesto que sólo sobre éstas
pueden ejercitarse los instrumentos de investigación y de verificación de
que se sirve la ciencia. Querer una prueba científica de
Dios, significaría rebajar a Dios al rango de los seres
de nuestro mundo, y por tanto equivocarse ya metodológicamente sobre
aquello que Dios es. La ciencia debe reconocer sus límites
y su impotencia para alcanzar la existencia de Dios: ella
no puede ni afirmar ni negar esta existencia. De ello,
sin embargo, no debe sacarse la conclusión que los científicos
son incapaces de encontrar, en sus estudios científicos, razones válidas
para admitir la existencia de Dios. Si la ciencia como
tal no puede alcanzar a Dios, el científico, que posee
una inteligencia cuyo objeto no está limitado a las cosas
sensibles, puede descubrir en el mundo las razones para afirmar
la existencia de un Ser que lo supera. Muchos científicos
han hecho y hacen este descubrimiento.
UN ESPÍRITU ABIERTO SE PLANTEA
NECESARIAMENTE EL PROBLEMA DEL ORIGEN
Aquel que, con un espíritu abierto,
reflexiona en lo que está implicado en la existencia del
universo, no puede por menos de plantearse el problema del
origen. Instintivamente cuando somos testigos de ciertos acontecimientos, nos preguntamos
cuáles son las causas. ¿Cómo no hacer la misma pregunta
para el conjunto de los seres y de los fenómenos
que descubrimos en el mundo?
3. Una hipótesis científica como la
de la expansión del universo hace aparecer más claramente el
problema: si el universo se halla en continua expansión, ¿no
se debería remontar en el tiempo hasta lo que se
podría llamar el «momento inicial», aquel en el que comenzó
la expansión? Pero, sea cual fuere la teoría adoptada sobre
el origen del universo, la cuestión más fundamental no puede
eludirse. Este universo en constante movimiento postula la existencia de
una Causa que, dándole el ser, le ha comunicado ese
movimiento y sigue alimentándolo. Sin tal Causa suprema, el mundo
y todo movimiento existente en él permanecerían «inexplicados» e «inexplicables»,
y nuestra inteligencia no podría estar satisfecha. El espíritu humano
puede recibir una respuesta a sus interrogantes sólo admitiendo un
Ser que ha creado el mundo con todo su dinamismo,
y que sigue conservándolo en la existencia.
LA ORGANIZACIÓN PERFECTA DE
LA MATERIA REMITE A LA CUESTIÓN DEL ORIGEN
4. La necesidad
de remontarse a una Causa suprema se impone todavía más
cuando se considera la organización perfecta que la ciencia no
deja de descubrir en la estructura de la materia. Cuando
la inteligencia humana se aplica con tanta fatiga a determinar
la constitución y las modalidades de acción de las partículas
materiales, ¿no es inducida, tal vez, a buscar el origen
en una Inteligencia superior, que ha concebido todo? Frente a
las maravillas de lo que se puede llamar el mundo
inmensamente pequeño del átomo, y el mundo inmensamente grande del
cosmos, el espíritu del hombre se siente totalmente superado en
sus posibilidades de creación e incluso de imaginación, y comprende
que una obra de tal calidad y de tales proporciones
requiere un Creador, cuya sabiduría trascienda toda medida, cuya potencia
sea infinita.
OTRO MOTIVO: LA FINALIDAD INTERNA EN EL DESARROLLO DE
LA VIDA
5. Todas las observaciones concernientes al desarrollo de la
vida llevan a una conclusión análoga. La evolución de los
seres vivientes, de los cuales la ciencia trata de determinar
las etapas, y discernir el mecanismo, presenta una finalidad interna
que suscita la admiración. Esta finalidad que orienta a los
seres en una dirección, de la que no son dueños
ni responsables, obliga a suponer un Espíritu que es su
inventor, el creador. La historia de la humanidad y la
vida de toda persona humana manifiestan una finalidad todavía más
impresionante.
EL HOMBRE NO ES DUEÑO DE SU PROPIO DESTINO,
NO TIENE PODER ABSOLUTO
Ciertamente el hombre no puede explicarse a
sí mismo el sentido de todo lo que le sucede,
y por tanto debe reconocer que no es dueño de
su propio destino. No sólo no se ha hecho él
a sí mismo, sino que no tiene ni siquiera el
poder de dominar el curso de los acontecimientos ni el
desarrollo de su existencia. Sin embargo, está convencido de tener
un destino y trata de descubrir cómo lo ha recibido,
cómo está inscrito en su ser. En ciertos momentos puede
discernir más fácilmente una finalidad secreta, que transparenta de un
concurso de circunstancias o de acontecimientos. Así, está llevado a
afirmar la soberanía de Aquel que le ha creado y
que dirige su vida presente.
EL HOMBRE NO ES DUEÑO DE
SU PROPIO DESTINO, NO TIENE PODER ABSOLUTO. LA BELLEZA IMPULSA
A MIRAR HACIA LO ALTO
6. Finalmente, entre las cualidades de
este mundo que impulsan a mirar hacia lo alto está
la belleza. Ella se manifiesta en las multiformes maravillas de
la naturaleza; se traduce en las innumerables obras de arte,
literatura, música, pintura, artes plásticas. Se hace apreciar también en
la conducta moral: hay tantos buenos sentimientos, tantos gestos estupendos.
El hombre es consciente de «recibir» toda esta belleza, aunque
con su acción concurre a su manifestación. El la descubre
y la admira plenamente sólo cuando reconoce su fuente, la
belleza trascendente de Dios.
ADMITIR EFECTOS SIN CAUSA EQUIVALE A RENUNCIAR
AL PENSAMIENTO
7. A todas estas «indicaciones» sobre la existencia de
Dios creador, algunos oponen la fuerza del acaso o de
mecanismos propios de la materia. Hablar de acaso para un
universo que presenta una organización tan compleja en los elementos
y una finalidad en la vida tan maravillosa, significa renunciar
a la búsqueda de una explicación del mundo como nos
aparece. En realidad, ello equivale a querer admitir efectos sin
causa. Se trata de una abdicación de la inteligencia humana
que renunciaría así a pensar, a buscar una solución a
sus problemas. En conclusión, una infinidad de indicios empuja al
hombre, que se esfuerza por comprender el universo en que
vive, a orientar su mirada hacia el Creador. Las pruebas
de la existencia de Dios son múltiples y convergentes. Ellas
contribuyen a mostrar que la fe no mortifica la inteligencia
humana, sino que la estimula a reflexionar y le permite
comprender mejor todos los «porqués» que plantea la observación de
lo real.
LOS HOMBRES DE CIENCIA Y DIOS Alocución 17.VII.85
1. Es
opinión bastante difundida que los hombres de ciencia son generalmente
agnósticos y que la ciencia aleja de Dios. ¿Qué hay
de verdad en esta opinión? Los extraordinarios progresos realizados por
la ciencia, particularmente en los últimos dos siglos, han inducido
a veces a creer que la ciencia sea capaz de
dar respuesta por sí sola a todos los interrogantes del
hombre y de resolver todos los problemas. Algunos han deducido
de ello que ya no habría ninguna necesidad de Dios.
La confianza en la ciencia habría suplantado a la fe.
Entre ciencia y fe—se ha dicho—es necesario hacer una elección:
o se cree en una o se abraza la otra.
Quien persigue el esfuerzo de la investigación científica, no tiene
ya necesidad de Dios; y viceversa, quien quiere creer en
Dios, no puede ser un científico serio, porque entre ciencia
y fe hay un contraste irreducible.
2. El Concilio Vaticano ll
ha expresado una condición bien diversa. En la Constitución Gaudium
et spes se afirma:«La investigación metódica en todos los campos
del saber, si está realizada de una forma auténticamente científica
y conforme a las normas morales, nunca será en realidad
contraria a la fe, porque las realidades profanas y las
de la fe tienen su origen en un mismo Dios.
Más aún, quien con perseverancia y humildad se esfuerza por
penetrar en los secretos de la realidad, está llevado, aun
sin saberlo, como por la mano de Dios, quien, sosteniendo
todas las cosas, da a todas ellas el ser» (Gaudium
et spes, 36).
De hecho se puede observar que siempre han
existido y existen todavía eminentes hombres de ciencia, que en
el contexto de su humana experiencia han creído positiva y
benéficamente en Dios. Una encuesta de hace cincuenta años, realizada
con 398 científicos entre los más ilustres, puso de relieve
que sólo 16 se declararon no creyentes, 15 agnósticos y
367 creyentes (cfr. A. Eymieu, La part des croyants dans
les progres de la science, 6e. éd., Perrin,1935, pág. 274).
3.
Todavía más interesante y proficuo es darse cuenta de por
qué muchos científicos de ayer y de hoy ven no
sólo conciliable, sino felizmente integrante la investigación científica rigurosamente realizada
con el sincero y gozoso reconocimiento de la existencia de
Dios. De las consideraciones que acompañan a menudo como un
diario espiritual su empeño científico, sería fácil ver el entrecruzamiento
de dos elementos: el primero es cómo la misma investigación,
en lo grande y en lo pequeño, realizada con extremo
rigor, deja siempre espacio a ulteriores preguntas en un proceso
sin fin, que descubre en la realidad una inmensidad, una
armonía, una finalidad inexplicable en términos de casualidad o mediante
los solos recursos científicos. A ello se añade la insuprimible
petición de sentido, de más alta racionalidad, más aún, de
algo o de Alguien capaz de satisfacer necesidades interiores, que
el mismo refinado progreso científico, lejos de suprimir, acrecienta.
4. Mirándolo
bien, el paso a la afirmación religiosa no viene por
sí en fuerza del método científico experimental, sino en fuerza
de principios filosóficos elementales, cuales el de causalidad, finalidad, razón
suficiente, que un científico, como hombre, ejercita en el contacto
diario con la vida y con la realidad que estudia.
Más aún, la condición de centinela del mundo moderno, que
entrevé el primero la enorme complejidad y al mismo tiempo
la maravillosa armonía de la realidad, hace del científico un
testigo privilegiado de la plausibilidad del dato religioso, un hombre
capaz de mostrar cómo la admisión de la trascendencia, lejos
de dañar la autonomía y los fines de la investigación,
la estimula por el contrario a superarse continuamente, en una
experiencia de autotrascendencia relativa del misterio humano. Si luego se
considera que hoy los dilatados horizontes de la investigación, sobre
todo en lo que se refiere a las fuentes mismas
de la vida, plantean interrogantes inquietantes acerca del uso recto
de las conquistas científicas, no nos sorprende que cada vez
con mayor frecuencia se manifieste en los científicos la petición
de criterios morales seguros, capaces de sustraer al hombre de
todo arbitrio. ¿Y quien, sino Dios, podrá fundar un orden
moral en el que la dignidad del hombre, de todo
hombre, sea tutelada y promovida de manera estable?.
Ciertamente la
religión cristiana, si no puede considerar razonables ciertas confesiones de
ateísmo o de agnosticismo en nombre de la ciencia, sin
embargo, es igualmente firme al no acoger afirmaciones sobre Dios
que provengan de formas no rigurosamente atentas a los procesos
racionales.
5. A este punto sería muy hermoso hacer escuchar de
algún modo las razones por las que no pocos científicos
afirman positivamente la existencia de Dios y ver qué relación
personal con Dios, con el hombre y con los grandes
problemas y valores supremos de la vida los sostienen. Cómo
a menudo el silencio, la meditación, la imaginación creadora, el
sereno despego de las cosas el sentido social del descubrimiento,
la pureza de corazón son poderosos factores que les abren
un mundo de significados que no pueden ser desatendidos por
quienquiera que proceda con igual lealtad y amor hacia la
verdad.
Baste aquí la referencia a un científico italiano, Enrico
Medi, desaparecido hace pocos años. En su intervención en el
Congreso Catequístico Internacional de Roma en 1971, afirmaba: «Cuando digo
a un joven: mira, allí hay una estrella nueva, una
galaxia, una estrella de neutrones, a cien millones de años
luz de lejanía. Y, sin embargo, los protones, los electrones,
los neutrones, los mesones que hay allí son idénticos a
los que están en este micrófono (...). La identidad excluye
la probabilidad. Lo que es idéntico no es probable (
. . . ). Por tanto, hay una causa, fuera
del espacio, fuera del tiempo, dueña del ser, que ha
dado al ser, ser así. Y esto es Dios (
. . . ) .«El ser, hablo científicamente, que ha
dado a las cosas la causa de ser idénticas a
mil millones de años-luz de distancia, existe. Y partículas idénticas
en el universo tenemos 10 elevadas a la 85ª potencia...
¿Queremos entonces acoger el canto de las galaxias? Si yo
fuera Francisco de Asís proclamaría: ¡Oh galaxias de los cielos
inmensos, alabad a mi Dios porque es omnipotente y bueno!
¡Oh átomos, protones electrones! ¡Oh canto de los pájaros, rumor
de las hojas, silbar del viento, cantad, a través de
las manos del hombre y como plegaria, el himno que
llega hasta Dios!» (Atti del 11 Congreso Catechistico Internazionale, Roma,
20-25 septiembre de 1971, Roma, Studium, 1972, págs. 449-450).
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¿Dios, se ha autorevelado escasamente? |
Messori plantea al Papa Juan Pablo II una dificultad: si Dios existe, ¿por qué es tan difícil reconocerle? |
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En uno de los primeros capítulos del libro Cruzando el
umbral de la esperanza, Messori plantea al Papa Juan Pablo
II una objeción o dificultad en relación con el conocimiento
de Dios: si Dios existe, ¿por qué se esconde?, ¿por
qué es tan difícil reconocerle?
Juan Pablo II esboza una primera
respuesta aludiendo al valor del itinerario racional en orden a
la mostración de la existencia de Dios: Dios, en suma,
no está nunca oculto por entero a la inteligencia humana.
Pero, apenas sentadas esas afirmaciones, da un paso más, acudiendo
de nuevo a la inversión pascaliana del contra en el
pro: ¿no debe decirse más bien que la presencia de
un peculiar silencio, de un entremezclarse de luz y oscuridad,
es un sigilo de autenticidad ya que la tensión que
ese entremezclarse implica es uno de los elementos constitutivos de
la presente condición humana en cuanto condición peregrinante, es decir,
en cuanto vida no llegada todavía a plenitud?
Ya Pascal había
seguido de algún modo ese camino en los textos en
los que señala que, respecto a Dios, hay suficiente luz
para que sea razonable creer y suficiente oscuridad para que
el creer implique mérito. Entre el itinerario pascaliano y el
de Juan Pablo II hay, no obstante, netas diferencias de
perspectiva. Pascal aspira a analizar, en efecto, el acto de
fe o, por mejor decir, su génesis y el modo
cómo en ella se entrecruzan luz y oscuridad, racionalidad y
amor, evidencia y entrega. Juan Pablo II dirige su atención
no al hombre sino a Dios, no al acto por
el que el hombre acoge la manifestación divina sino al
manifestarse de Dios.
“¿Por qué El parece esconderse como si jugara
con su criatura? ¿No debería ser todo mucho más sencillo?”,
se pregunta Juan Pablo II, haciendo suyos los interrogantes formulados
por Messori. Son interrogantes -prosigue- que "pertenecen al repertorio del
agnosticismo contemporáneo"; pero también, paradójicamente, interrogantes que "contienen formulaciones en
las que resuenan el Antiguo y el Nuevo Testamento": también
en la Escritura se alude a que Dios se esconde
y juega, y se afirma, por tanto, "que la Sabiduría
de Dios se da a las criaturas pero, al mismo
tiempo, no desvela del todo Su misterio". ¿Qué sentido tiene
todo eso?, ¿qué explica ese alternarse, mejor, ese coexistir de
desvelación y ocultamiento?, ¿por qué Dios no se manifiesta en
plenitud de claridad, sino en claroscuro?
Para responder a esos interrogantes
es necesario precisar qué se entiende por claridad, más concretamente,
cuál es la claridad que en cada contexto se requiere.
Ese es el camino que sigue Juan Pablo II, afirmando
con frase neta: "la autorrevelación de Dios se actualiza en
concreto en Su humanizarse"". ¿Hablar así -prosigue- no es acaso
incidir en la reducción de lo divino a lo humano,
propugnada por Feuerbach? "Las palabras son, sin duda, de Feuerbach
-responde-, pero -ut minus sapiens «voy a decir una locura»,
cfr. 2 Corintios 11, 23- la provocación proviene de Dios
mismo, puesto que Él realmente se ha hecho hombre en
Su Hijo y ha nacido de la Virgen. Precisamente en
este Nacimiento, y luego a través de la Pasión, la
Cruz y la Resurrección, la autorrevelación de Dios en la
historia del hombre alcanza su cenit: la revelación del Dios
invisible en la visible humanidad de Cristo".
Una inteligencia que medite
sobre la realidad de Dios desde la perspectiva que nos
descubre Cristo, es decir, la de un Dios que es
amor, advertirá enseguida la coherencia profunda de esas afirmaciones. Precisamente
porque Dios es un Dios que ama, porque Dios desea
comunicarse al hombre, resultaba necesario que se acercara al hombre,
y se acercó de hecho de modo pleno: haciéndose El
mismo hombre hasta el extremo, es decir, asumiendo la concreta
condición humana, manifestando así, de forma visible, humanamente tangible, su
amor. El humanarse de Dios, su hacerse hombre, su nacer,
su llegar hasta la pasión y la muerte, aunque pueden
parecemos un obscurecimiento de su poder y de su grandeza,
no constituyen, en realidad, tanto un ocultarse de Dios, cuando
un desvelarse, un darse a conocer como quien ama, ya
que el amor se manifiesta precisamente en la entrega.
"Intentemos ser
imparciales en nuestro razonamiento", prosigue Juan Pablo II. "¿Podía Dios
ir más allá en Su condescendencia, en su acercamiento al
hombre, conforme a sus posibilidades cognoscitivas? Verdaderamente, parece que haya
ido todo lo lejos que era posible. Más allá no
podía ir". "En cierto sentido -continúa corrigiendo en parte la
afirmación anterior-, ¡Dios ha ido demasiado lejos!". "Desde una cierta
óptica concluye- es justo decir que Dios se ha desvelado
incluso demasiado en lo que tiene de más divino, en
lo que es Su vida íntima; se ha desvelado en
el propio Misterio". Y -añade- "no ha considerado el hecho
de que tal desvelamiento lo habría en cierto modo oscurecido
a los ojos del hombre, porque el hombre no es
capaz de soportar el exceso de Misterio, no quiere ser
así invadido y superado".
Dios no se ha quedado corto en
su revelación, no ha escondido su cariño, sino que, al
contrario, lo ha manifestado de tal manera, con tal claridad,
que esa manifestación puede ofuscarnos, suscitar ese miedo que provoca,
incluso en lo humano, un amor llevado hasta el extremo,
puesto que no sólo maravilla, sino que compromete y no
deja más salida que llevar el propio amor hasta la
plenitud de entrega. No hay falta de luz, sino, más
bien, exceso de luz, ya que hay exceso de amor
y el amor es la luz verdadera.
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Por qué las «ciencias positivas» no tienen nada que decir sobre Dios |
Ningún hecho científico, plenamente confirmado, ha tenido que rechazarse por estar enfrentado con la doctrina revelada. |
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Por qué las «ciencias positivas» no tienen nada que decir sobre Dios |
Para hablar de Dios existen dos caminos: uno de ellos
es la fe, fundamentada en la intervención directa, libre, inesperada,
del propio Dios en la historia de los hombres; una
intervención-se llama Revelación-comprobable experimentalmente, como cualquier otro hecho histórico. El
segundo camino para hablar de Dios consiste en verificar que
sin Dios, no es posible que exista algo -el mundo-
cuya existencia es indiscutible. Es el camino que sugiere la
Escritura cuando señala que «lo invisible de Dios, su eterno
poder y divinidad son conocidos mediante las obras» de Yahvéh
(Romanos 1, 21).
Conviene recalcar que esta vía para llegar
a Dios no equivale a la que intenta partir del
desasosiego experimentado cuando se carece de Dios: ante argumentos de
ese tipo siempre aparece un Sartre dispuesto a decir que
los hombres pueden muy bien no encontrar un sentido a
sus vidas, pero que ¡tanto peor para ellos!, (si no
están a gusto los hombres, que no inventen un dios;
que se peguen un tiro si quieren, como-en efecto-han hecho
algunos discípulos y lectores del mencionado autor, persuadidos de la
inutilidad humana).
El camino para hablar de Dios ha de ser
tal que no quepa truncarlo con una salida de ese
estilo: «pues peor para los hombres.» Se llegará rigurosamente hasta
Dios, si se consigue mostrar que Dios es imprescindible (en
el sentido de que negando a Dios habría que negar
también otras cosas -el mundo- que, sin embargo, no pueden
ponerse en duda). Habrá que concluir afirmando a Dios, cuando
se compruebe que sin Él serían imposibles unas cosas que
no pueden ser imposibles, por la sencilla razón de que
están ahí. Para hablar, pues, de Dios al margen de
la fe sobrenatural, se requiere tener firmemente establecidos dos principios:
-que
el mundo existe, sin ningún género de dudas; y
-que ese
mundo real sería sencillamente impensable -contradictorio, imposible- sin un Dios,
por lo menos tan real como el mismo mundo.
¿Hay en
la ciencia experimental "hueco" para Dios?
Habrá que ver si la
ciencia contradice esos principios; pero antes de entrar en detalles
conviene detectar un cierto estado de opinión: bastantes personas tienen
la impresión de que quienes más saben del mundo -esto
es, los científicos- pueden muy bien discurrir acerca del universo,
sin pensar para nada en Dios. De hecho, no faltan
investigadores que aseguran no encontrar un hueco para Dios en
la naturaleza que estudian.
Es necesario subrayar esa frase: no encuentran
un hueco para Dios; y vale la pena comentarla. Algunas
personas, no muy bien informadas, sospechan que ocurre algo más
grave: no sólo temen que los científicos puedan prescindir de
Dios; temen que, con sus descubrimientos, lo contradigan. Parece oportuno
aclarar que de ningún modo es éste el problema. Como
advertía recientemente el biólogo A. Santos Ruiz, «puede decirse categóricamente
que ningún hecho científico, plenamente confirmado, ha tenido que rechazarse
por estar enfrentado con la doctrina revelada; o, al revés,
que ninguno de esos hechos puede poner en entredicho la
fe». Hubo ciertamente una época -durante los siglos XVIII y
XIX-, en que la cuestión se planteaba en esos términos:
algunos ateos, cultivadores de las ciencias, alimentaban la esperanza de
asestar -con su saber- el «golpe de gracia» a la
idea de Dios. La verdad es que hoy nadie medianamente
riguroso enfoca las cosas de ese modo.
El conocido antropólogo,
ateo, Levi-Strauss reconocía, últimamente, cómo la ciencia no le puede
servir para justificar su ateísmo. Y el biólogo Jean Rostand,
igualmente ateo, confesaba también hace poco al escritor Christian Chabanis:
«Yo he dicho que no a Dios...», pero al margen
de su ciencia; con ella no ha conseguido demostrar que
Dios no exista; más aún, «el problema de la fe
-dice- me lo planteo todos los días; me obsesiona; es
un problema que vuelve a cada momento...». A pesar de
que muchos lo han intentado con admirable tesón, verdaderamente ya
no es posible abrigar la esperanza de un «golpe de
gracia» a la idea de Dios, por parte de la
ciencia; algunos hasta creyeron haber zanjado el problema..., para comprobar
-con el citado biólogo- que nada está zanjado, que «nunca
se ha hablado tanto de Dios, como desde que ha
muerto», (según el decir de sus «enterradores»).
Un temor «fantasmal»
Únicamente
se pueden plantear el tema en términos de «contradicción Dios-ciencia»
personas no demasiado profundas, o para quienes la ciencia es
una especie de misterioso pozo que seguramente ha debido demostrar
cosas que ellos desconocen. Como se trata de un temor
«fantasmal», resulta preferible dejarlo de lado: bastantes problemas auténticos existen,
como para discutir además las dificultades que podrían surgir; cuando
surjan efectivamente será el momento para ocuparse de ellas. Pero
esas supuestas contradicciones se desvanecen -como veremos- en cuanto se
conoce cuál es el alcance propio de las ciencias positivas.
El
problema de Dios, en relación con la ciencia, se planteará
hoy en todo caso en el sentido antes mencionado, de
que los físicos, biólogos, etc., no descubran en sus investigaciones
ningún hueco para Dios. Aunque algunos -quizá por superficialidad- identifiquen
sin más esa «ausencia de hueco» con una demostración de
la inexistencia de Dios, lo cierto es que de ninguna
manera se trata de lo mismo. El simple hecho de
que un bioquímico -pongamos por caso- no se tope en
su laboratorio con Dios, o con la necesidad de recurrir
a Dios, significa muy poco; tan poco como el hecho
de que un contador Geiger -ideado para medir radiaciones atómicas-
no controle, por ejemplo, las variaciones de temperatura atmosférica. Lo
verdaderamente prodigioso sería que detectara esas variaciones que, en cambio,
capta otro aparato -destinado a registrar temperaturas-llamado termómetro. Pero esto
exige una explicación más detallada.
El alcance de un método
Se dijo
antes que para llegar a Dios desde el mundo hay
que sentar dos bases: que el mundo existe, y que
el mundo es imposible sin Dios. Descartes fue uno de
los precursores que, abiertamente, puso en tela de juicio la
existencia del mundo. Probablemente a Galileo, Kepler, Newton, Torricelli, Mariotte
o Huygens -más o menos de la misma época que
Descartes- nunca se les ocurrió dudar de que las cosas
existieran. Y, sin embargo, Descartes no hacía más que proclamar,
como una cuestión teórica, algo que en cierto modo estaba
ya contenido en el método que, para conocer el mundo,
utilizaban en la práctica todos esos sabios.
Verdaderamente Descartes sacaba
las cosas de quicio al preguntarse, en serio, si existía
o no el mundo; pero con sus dudas estaba reflejando
la actitud que, en otro orden de cosas (ésta es
la diferencia), era ya común entre los científicos de su
tiempo: el método experimental.
Los científicos, en efecto, no niegan que
las cosas sean como son en sí: simplemente suelen despreocuparse
de ello. La pérdida del respeto del hombre hacia el
mundo, viene a coincidir con el momento en que se
empieza a dominar, a domesticar la naturaleza. Ahora bien, para
domesticar el mundo no hace falta saber estrictamente «lo que»
el mundo «es»; basta con saber cómo funciona. El electricista
que viene a reparar las instalaciones de mi casa, muy
probablemente desconoce qué es la electricidad -me temo que, en
rigor, casi nadie lo sabe a ciencia cierta-, pero, efectivamente,
logra que funcionen los interruptores, y los aparatos. Para formular
la ley de caída de los cuerpos tampoco es imprescindible
saber en qué consiste la gravedad, ni qué es esa
propensión mutua de los cuerpos: basta medir la fuerza con
que se atraen, y calibrar en qué grado tal intensidad
depende de ciertos factores.
Efectivamente, a las ciencias llamadas «positivas» -física,
química, astronomía, etc.- les suele bastar, habitualmente, con averiguar cómo
funcionan los objetos, y con descubrir en qué medida un
factor es solidario de otros: para evitar que un puente
se quiebre por efecto del calor, es suficiente conocer cuál
es la dilatación exacta que experimentan sus materiales para cada
incremento en la temperatura (no es preciso saber qué es
el calor, ni hace falta definir el concepto de extensión).
Bien es verdad que cuando se descubre -siguiendo el mismo
ejemplo- la relación constante entre las variaciones de extensión de
un cuerpo y las de su temperatura, los científicos acostumbran
a decir que ese cuerpo tiene un índice de dilatación,
pongamos por caso, de 7,0; pero esto no significa, ni
lo pretende el científico, que ese índice sea algo que
esté en aquel cuerpo al modo como yo tengo, por
ejemplo, un reloj, ni al modo como tengo un dolor
de muelas, o como tengo el pelo castaño. No; ese
índice significa un cociente -exacto, si está bien calculado (porque
también puede calcularse mal)- entre dos facetas, volumen y temperatura,
comparadas por el científico. Lo mismo puede afirmarse de otras
muchísimas realidades de que hablan los investigadores. La «masa inerte»
de un cuerpo, por ejemplo, es también un cociente entre
dos aspectos mensurables elegidos por el científico: la cantidad de
fuerza que hay que comunicarle para que se acelere en
esta o aquella medida. Pero ningún científico dirá que ese
cuerpo tiene determinada masa, en el mismo sentido con que se
afirma que tiene, por ejemplo, forma esférica. Al científico, para
sus experiencias, no le quitará el sueño definir qué es
de suyo la masa en un cuerpo: más bien tendrá
conciencia de que él, el propio científico, es el que
ha decidido llamar masa al cociente constante entre dos medidas
de ese cuerpo.
También es cierto que los científicos acostumbran a
facilitar unos modelos imaginativos de esas nociones con que trabajan
(aunque últimamente lo hacen menos, pues han comprobado que la
imaginación a menudo estorba para comprender un concepto, pues lo
representa como si fuera una cosa). Si advierten, por ejemplo,
que la luz produce un determinado tipo de impactos sobre
los objetos, o que se propaga de un determinado modo,
dirán que la luz es un conjunto de corpúsculos, o
de ondas (o incluso de corpúsculos con onda, al modo
de pequeños corazones que laten)..., o no dirán nada. Pero
eso no significa que la luz sea un montón de
corpúsculos, o de ondas, o de corpúsculos con onda; significa
sólo que la luz actúa como si fuera alguna de
esas cosas.
Cuando Max Plank pinta los electrones del átomo
girando a diversos niveles, no pretende decir que el átomo
sea así; únicamente proporciona un modelo acomodado al hecho de
que la energía procede a saltos: como si hubiera unas
órbitas de distintas alturas. Ese «modelo» se irá cambiando a
medida que se comprueben nuevos hechos. A veces incluso se
llega a unos mismos resultados prácticos, partiendo de «modelos» distintos.
Dos psiquiatras, con dos «imágenes» diversas del psiquismo humano, pueden
llevar a un paciente a la salud (utilizando, por supuesto,
terapéuticas distintas, acomodadas a la «imagen» que tenga cada médico):
desde luego, esos modelos no son la mente humana.
Indudablemente habría
que matizar mucho el alcance de los ejemplos indicados. Pero,
simplificando las cosas, se comprende lo que se quería decir
al afirmar que los científicos, en la práctica, se despreocupan
de «lo que son» las cosas; con frecuencia, ni siquiera
las pueden observar directamente, sino que interpretan unos símbolos proporcionados
por los instrumentos de control y medida que utilizan (estamos
acostumbrados a ver en la televisión películas de ambiente médico;
y todos sabemos que cuando, en el quirófano, la bolita
luminosa -pi, pi, pi...-deja de producir esa línea oscilante que
se proyecta sobre la pantalla del cardioscopio, para convertirse en
una recta continua, el corazón del paciente ha dejado de
latir; pero nadie piensa que en el corazón haya bolitas
de luz, ni curvas ondulantes).
Parece que el tema del ateísmo
queda muy lejos de todo esto. Pero no es así.
Estas consideraciones -bastante triviales, por cierto- sobre el método experimental
ayudan a comprender por qué el análisis científico del mundo
tal vez no encuentre un hueco para Dios.
Para llegar
a Dios independientemente de la fe, se necesita estar seguros
de que hay cosas, y de que las cosas son
impensables sin Dios.
Se advierte que, aunque no nieguen la existencia
de los objetos estudiados, los físicos, por ejemplo, se las
entienden con un conjunto de nociones que, desde luego, no
existen en el mismo sentido en que decimos que existe
el gato de mi vecino, o el propio vecino en
persona.
[Los científicos no necesitan recurrir a dios cuando analizan el
mundo a su modo]
Esto por lo que se refiere al
primero de los requisitos para afirmar la existencia de Dios.
Pero es que, además, esa misma peculiaridad del método científico
explica que los investigadores no necesiten recurrir a Dios cuando
analizan el mundo a su modo (un modo bien provechoso,
desde luego). Más aún, habrá que decir que es imposible
descubrir a Dios en ese análisis de las cosas. Lo
que sucede es que semejante modo de examinar las cosas
no es el único posible. Es un buen modo, y
eficacísimo, por ejemplo, para utilizar el mundo (aprovechar sus fuerzas
en orden a mejorar la calefacción, a incrementar la velocidad
en las comunicaciones, o a curar las hepatitis). Pero no
es, en absoluto, el modo exclusivo de estudiar la naturaleza.
El análisis científico positivo no constituye, de ninguna manera, un
análisis exhaustivo, total, el único posible, de las cosas. Y
aquí radica el error de quienes piensan que pueden ser
ateos porque en la ciencia positiva no haya hueco para
Dios. Eso ya no es ciencia: eso es «cientifismo», una
nueva forma de idolatría fetichista («nueva», del siglo XVIII).
Como si
Dios no existiera [La ciencia positiva busca causas de los fenómenos,
que tan experimentables como los mismos hechos]
En líneas generales cabe
decir que, por principio, las ciencias positivas se atienen a
aquellos hechos que se pueden comprobar experimentalmente (en la naturaleza
o en el laboratorio). Por definición acotan su ámbito al
terreno de lo experimentable. Esto no significa que tales ciencias,
se limiten a describir fenómenos, también investigan los «por qué»
de esos hechos. Pero sólo buscan causas que sean tan
experimentales como los mismos hechos por cuyo origen se preguntan.
Ante la dilatación, por ejemplo, de una barra metálica, el
científico buscará, de entre los factores que se pueden experimentar
en el entorno de ese cuerpo, a cuál hay que
atribuir tal fenómeno: al paso de una corriente eléctrica, a
la exposición al aire libre, a la incidencia de la
luz, al aumento de la temperatura... Mientras no consiga individualizar
con certeza una, o varias, de esas condiciones, perfectamente comprobables
(tan comprobables como la misma dilatación), de la que dependa
aquel hecho -la dilatación- el científico no puede dar por
resuelto el problema. No es legítimo que diga: «ese incremento
de tamaño se debe a un factor – dilatofactia -
incomprobable». Si dice eso está, simplemente, reconociendo su fracaso como
investigador: para unos hechos comprobables tiene que buscar, como causa,
otros hechos igualmente experimentables. Eso es lo que, entre otras
cosas, le permitirá reproducir después el fenómeno -la dilatación, en
este caso- por el sencillo procedimiento de provocar intencionadamente el
hecho que desencadenaba el proceso (en el ejemplo que nos
ocupa, bastará con aumentar la temperatura).
[Dios no es una «causa
experimentable»]
Ahora bien: hay que dejar bien sentado que esta manera
de analizar las cosas de ningún modo puede llevar hasta
Dios. Si se trata de un método que, por definición,
acepta sólo causas experimentables -que incluso se pueden provocar voluntariamente-,
y prescinde de cualquier otra posible causa, está claro que,
por su misma naturaleza, esas ciencias son «ciegas» para Dios;
lo cual no significa que Dios no exista.
Esas ciencias
no sirven para establecer, pero tampoco para desautorizar, aquella segunda
constatación -necesaria a la hora de demostrar que Dios existe-,
según la cual el mundo es impensable sin Dios. Son
ciencias que pueden, y deben, pensar el mundo como si
no hubiera Dios. Pero esto no significa nada. Estos saberes
captan sólo causas que son hechos visibles, a ojo desnudo
o mediante aparatos; pero Dios no es visible.
[las ciencias
positivas son incompetentes para decir nada sobre Dios, ni a
favor ni en contra]
Luego tales ciencias son definitivamente incompetentes para
decir nada sobre Dios: ni a favor, ni en contra.
Pretender que un biólogo, un físico, o un paleontólogo, descubrieran
a Dios en sus experiencias de laboratorio, sería tan necio
como tratar de captar el paso de una corriente eléctrica
utilizando un manómetro de los que sirven para medir la
presión de un gas (por ejemplo, del aire contenido en
los neumáticos de un automóvil). Con su manómetro, el empleado
de una gasolinera no puede afirmar, ni negar, que pase
corriente a través de un cable; si aplicando su manómetro
a un enchufe advirtiera una oscilación de la aguja, se
podría asegurar -sin ningún género de duda- que lo que
provoca esa oscilación no es electricidad. Del mismo modo, con
un bisturí o con un microscopio no se puede ver
el alma. Si algún médico dijera en tono zumbón que
no había encontrado el alma, sus palabras encerrarían sólo una
necedad; y habría que advertirle que si un buen día
descubriera algo-allí en la platina de su microscopio- y no
supiera de qué se trata, podrá de antemano tener al
menos una seguridad: se habrá topado con cualquier cosa, menos
con el alma.
[Hay otras maneras de mirar al mundo]
Convendría
igualmente advertirle que hay otras maneras de mirar al mundo,
aparte de esa que consiste en observarle a través de
un microscopio; o de los rayos X; o del carbono
14; o del método matemático. (Se puede llegar a demostrar,
por ejemplo, que una madre quiere a su hijo, o
que lo aborrece: pero, desde luego, esto no se puede
demostrar por medio de ecuaciones algebraicas, ni a través de
un oscilógrafo de rayos catódicos, o de un barómetro. Las
matemáticas y los aparatos indicados son utilísimos, pero no sirven
para medir el amor; mucho menos aún, para decir que
no existe eso que llamarnos amor, ni tampoco para decir
que existe.
Eso es lo que sucede con las ciencias positivas
respecto a Dios: por su misma naturaleza son inadecuadas para
hablar de Él. Por consiguiente, no sería legitimo que, en
el curso de su análisis científico, un investigador dijera haber
encontrado a Dios como la causa del fenómeno que estudia;
eso sería lo que suele llamarse un deus ex machina,
que significa simplemente un subterfugio, una coartada, para encubrir el
fracaso o la pereza de un mal físico, o de
un mal biólogo, que no ha dado con la causa
«experimentable» que buscaba, y trata de justificarse. Desde luego, también
estaría recurriendo a un deus ex machina, idénticamente anticientífico, quien
atribuyera esos fenómenos -cuya causa busca y no encuentra- a
cualquier factor igualmente inexperimentado, como puede ser la casualidad o
el azar.
La ciencia positiva sólo puede habérselas con hechos
comprobables: si aún no ha descubierto esos hechos, deberá seguir
buscando. Pero no vale declarar zanjada la cuestión mediante el
sencillo expediente de apelar a Dios, o a cualquier otro
principio «invisible», por ejemplo el alma espiritual; menos aún al
«azar» que, en resumidas cuentas, no significa nada más que
el desconocimiento de la causa que se busca.
En circunstancias normales,
las cosas deben acontecer para la ciencia como si no
hubiera Dios, como si no intervinieran más causas que las
controlables.
[Los milagros no son competencia de la ciencia experimental]
Dios
puede, es cierto, intervenir directamente, alterando así la actuación natural
de las causas que producen un hecho; es lo que
se llama «milagro». Por ejemplo, que un cuerpo sólido, de
mayor densidad total que el agua, sobrenade en un río.
En este caso excepcional, ¿qué podría decir un científico que
observase el fenómeno? Si se conocen perfectamente las causas de
ese hecho: la densidad del cuerpo y del líquido en
que flota; si están controladas sin ningún género de dudas,
el científico que observe la anomalía únicamente señalará que tal
fenómeno es inexplicable por causas naturales; causas que, en materia
de flotación o hundimiento, son perfectamente conocidas.
Pero cuando se habla
de «Dios-y-las-ciencias» no se habla de casos excepcionales, milagrosos, éstos
se situarían en el camino sobrenatural, de la fe, para
llegar a Dios; no en el camino que busca a
Dios a partir de la realidad y el funcionamiento ordinarios
del mundo. Aquí se está tratando de la naturaleza en
sus procesos normales, tal como los investiga cada día un
científico. En esta dimensión es en la que se dice
que para el «investigador positivo» los acontecimientos suceden, por definición,
como si Dios no existiera. Y así debe procurar explicarlos.
Pero de ningún modo significa ello que Dios no exista:
las ciencias son incompetentes para afirmar y también para negar
su existencia.
[No se puede decir en nombre de la
ciencia que no hay Dios]
Si, por su propia naturaleza, son
incapaces de referirse a Dios, tampoco puede el científico, en
nombre de la ciencia, decir que no hay Dios. Sería
como si, entusiasmado por su manómetro, el mozo de estación
de servicio asegurara que no existe la electricidad. Si lo
dice, desde luego no podrá invocar en apoyo de su
tesis la autoridad del manómetro, ya que éste es un
artefacto fabricado sólo para medir presiones de gas, no para
dictaminar qué cosas hay, o no hay, en el mundo.
Además de manómetros existen otros aparatos (galvanómetros, amperímetros, voltímetros, etc.),
que sí acusan la electricidad; entre ellos están los dedos
que, a partir de cierta intensidad, también la experimentan. De
hecho, los empleados de gasolinera, además de manómetros, tienen dedos
y los científicos, además de ser investigadores, son también hombres.
Quien aplique el manómetro a un lugar por el que
pasa una corriente eléctrica, aunque la aguja aparato no se
mueva, es muy probable que sienta el calambrazo, y empiece
a sospechar que -aparte de las del gas comprimido- existen
otras fuerzas que su manómetro no detecta. Es lo mismo
que ha solido suceder a no pocos científicos. El método
experimental sirve para conocer realidades experimentables; pero no sirve para
decir que sólo exista el método experimental.
Lo mismo que
puede haber más aparatos aparte de los manómetros, muy bien
puede haber otros modos de estudiar el mundo, además de
la experimentación positiva. Kepler, Newton, Linneo, Volta, Faye, Pasteur, Fabre,
Lecomte de Nouy, Heisenberg, Von Brean, Jordan..., al cultivar sus
ciencias han advertido también que, aparte de las cuestiones físicas,
biológicas o químicas, que ellos investigaban, se les planteaban -sobre
los mismos objetos- cuestiones que no eran físicas, biológicas ni
químicas; una serie de preguntas bien reales, tan reales como
un calambrazo; pero sus ciencias positivas no podían responder a
esas preguntas. Algunos de ellos, además de investigar en sus
especialidades, procuraron también recorrer este otro camino que se les
abrió con ocasión de la experimentación; y bastantes de ellos
llegaron a Dios (desde luego que no por la senda
experimental, sino por otras vías igualmente válidas. Es lo que
proclamaba Faraday: «La noción de Dios y el respeto a
Dios llegan a mi espíritu por caminos tan seguros como
los que nos conducen a verdades de orden físico.»
Aunque determinados
sabios no se hayan planteado esas cuestiones –reales, de tipo
«suprafísico»-, no sería legítimo rechazar por principio tales preguntas, y
sus posibles respuestas, en nombre de una «física», que es
incompetente para decir nada en ámbitos que le son ajenos.
Formulemos dos hipótesis, contradictorias entre sí:
a) «En el mundo
hay algo más que reacciones químicas», b) «en el mundo
sólo hay reacciones químicas».
He ahí dos afirmaciones, de las
cuales una forzosamente es verdadera y otra falsa. ¿Cuál? Habrá
que verlo. Pero, en cualquier caso, la química no sirve
para dilucidarlo. Ante esa disyuntiva, uno podrá quedarse con la
primera o con la segunda afirmación: ahora bien, no lo
hará por argumentos químicos, ya que no se trata de
afirmaciones químicas.
La ciencia como fetiche Hemos visto que la Ciencia positiva
no es apta para desmontar aquellos dos principios que permitían
demostrar la existencia de Dios. Un científico podrá ser ateo,
pero al margen de su ciencia; dentro de su Ciencia
no encuentra hueco para Dios, pero eso es cosa lógica.
Conviene, sin embargo, señalar que, sobre todo en los siglos
XVIII y XIX, hubo algunos investigadores que, invocando la «ausencia»
de Dios en sus microscopios, trataron de «fundamentar» el ateísmo.
Ahora bien; para establecer así la negación de Dios hubieron
de formular, por su parte, otros dos principios que de
ninguna manera son «científico-positivos»: dar por supuesto que no hay
nada que no sea experimentable; y afirmar que la ciencia
experimental tiene un valor absoluto. Esto equivale a hacer, por
motivos extracientíficos, una profesión de fe cientifista («profesión de fe»,
ya que la misma Ciencia no tiene autoridad para asegurarlo:
como el manómetro no tiene autoridad para testimoniar que no
haya otra cosa sino presiones de gas).
[El mecanismo de todas
las idolatrías]
Se repetía, de ese modo, el mecanismo de todas
las idolatrías: carecer de Dios, y sustituirlo por un fetiche
(en este caso, fruto del ingenio humano), al que se
atribuía valor de «absoluto». Resulta conmovedora y cómica la «religión
positivista» de Augusto Comte (1798-1857): con sus ritos cotidianos, su
calendario y sus oraciones, oficiado todo ello por el padre
del positivismo que -en nombre de la ciencia- pensaba haber
pulverizado la Religión. De todas maneras no es frecuente que
hoy en día un científico incurra en ese fetichismo cientifista:
acostumbran a ser más conscientes de las limitaciones de su
saber, y suelen comprender que la investigación positiva no confiere
autoridad para hablar, afirmativa o negativamente, de Dios (ni de
otros temas igualmente ajenos a la experimentación: arte, amor, etc.).
Si aquí se ha mencionado ese tipo de idolatría es
porque, sin embargo, aparece esporádicamente algún científico que resucita posturas
típicas del siglo XIX.
Un ejemplo de éstos puede ser el
biólogo francés J. Monod que -abandonando el campo de su
competencia, esto es, la biología- acostumbra a formular profesiones de
fe ateísta, del tipo: «La vida surge por azar». Lo
más curioso es que suele reclamar, para afirmaciones de ese
estilo, el mismo crédito que merecen sus enseñanzas.
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