martes, 30 de octubre de 2012

Teología Natural (Teodicea)

De Aristóteles al personalismo.
Elementos aristotélicos que han sido asumidos por la tradición filosófica de inspiración cristiana: Materia y forma. Argumento de la existencia de Dios. Inmovilidad a inmaterialidad. El acto puro. Teología de Aristóteles: «noesis noéseo».
 
De Aristóteles al personalismo.
De Aristóteles al personalismo.
Aristóteles, filósofo del siglo IV antes de Jesucristo, al margen de la revelación cristiana, alcanzó un alto conocimiento de Dios.

Más tarde, la razón ilustrada por la fe se abriría nuevos caminos estrictamente racionales para alcanzar una noción de Dios mucho más perfecta que la del Estagirita.

Sin embargo, muchos elementos aristotélicos han podido ser asumidos por la tradición filosófica de inspiración cristiana, por una razón muy sencilla: porque son verdad. Cosa que no se puede hacer con otras filosofías antiguas y modernas, cuyos métodos y desarrollos no resultan "bautizables", sencillamente porque en sus principios se ha deslizado el error o sus métodos han sido inadecuados al objeto de estudio.

Como es sabido, Aristóteles fue el discípulo “aventajado” de Platón, al extremo de corregir y superar la filosofía de su maestro. Una de las críticas fundamentales que Aristóteles hace a Platón, consiste en reprocharle que las ideas, según las concebía Platón, no tenían efectividad, actuación, no actuaban, eran inoperantes, sin fuerza genética y generadora.

Para Aristóteles las «ideas» o «esencias» de las cosas no se encuentran en un mundo «ideal» separado de este, sino en las cosas. En el análisis de las cosas distingue la substancia o esencia y el accidente (los accidentes), y también estos dos elementos: la forma y la materia.

Distinción entre materia y forma

¿A qué llama Aristóteles materia? Aristóteles llama materia a algo que no tiene nada que ver con lo que en física llamamos hoy materia. Materia, para él, es simplemente aquello con lo que está hecho algo. "Aquello con que está hecho algo" puede ser eso que nuestros físicos hoy llaman materia; pero puede ser también otra cosa que no sea eso que los físicos hoy llaman materia. Así, una tragedia es una cosa que ha hecho Esquilo o que ha hecho Eurípides, y esa cosa está hecha con palabras, con "logoi", con razones, con dichos de los hombres, con sentimientos humanos; y no está hecha con materia en el sentido que dan a la palabra materia los físicos de hoy. Materia, es, para Aristóteles aquello —sea lo que fuere— con que algo está hecho.

¿Y forma? ¿Qué significa forma para Aristóteles? Esta es una de las palabras que más ha dado que hacer a los filósofos e historiadores de la filosofía. No hay una sola de las interpretaciones que se han dada de la "forma" en Aristóteles que no esté expuesta a toda suerte de críticas. Lo cierto es que la palabra "forma" la toma Aristóteles de la geometría. Sócrates y sobre Platón fueron grandes admiradores de la geometría; al extremo de que Platón inscribió en la puerta de su escuela, que se llamaba la "Academia", un letrero que decía "Nadie entre aquí si no es geómetra". Consideraba que el estudio de la geometría era la propedéutica fundamental y necesaria del estudio de la filosofía.

Pues bien, Aristóteles entendió por «forma», primero y principalmente, la figura de los cuerpos, es decir, lo que significa «forma» en el sentido más vulgar de la palabra: la forma que tiene un cuerpo, la forma como terminación o límite de la realidad corpórea vista desde todas las perspectivas.

Pero sobre esa acepción y sentido de la palabra forma, Aristóteles entendió también —y sin contradicción alguna— aquello que hace que la cosa sea lo que es, aquello que reúne los elementos materiales, en el sentido amplio que se ha dicho, que no excluye lo inmaterial. Aquello que hace entrar a los elementos materiales en un conjunto, lo que les confiere unidad y sentido, eso es lo que llama Aristóteles forma. El principio o causa que hace que la cosa sea lo que es. La forma, pues, se identifica con la esencia.

Ahora bien: esas formas de las cosas no son para Aristóteles casuales o azarosas; no aparecen como resultado de una serie de causas puramente físicas, eficientes, mecánicas, que sucediéndose unas a otras han venido a producir lo que una cosa en este momento es. Nada hay más lejos del pensamiento aristotélico que eso; para Aristóteles cada cosa tiene la forma que debe tener, es decir la forma define la cosa. La forma de algo es lo que confiere un sentido a ese algo; y ese sentido es la finalidad, es el «telos», palabra griega que significa fin: de ahí viene una palabra que se usa mucho en filosofía: teleología; teoría de los fines, el punto de vista desde el cual apreciamos y definimos las cosas, no en cuanto que son causadas mecánicamente, sino en cuanto que están dispuestas para la realización de un fin. Pues bien: para Aristóteles la definición de una cosa contiene su finalidad, y la forma o conjunto de las notas esenciales imprime en esa cosa un sentido que es aquello para lo que sirve.

De esta manera está ya armado Aristóteles para contestar a la pregunta acerca de la génesis o producción de las cosas. Si la materia y la forma son los ingredientes necesarios para el advenimiento de la cosa, entonces ese advenimiento, ¿en qué consiste? Consiste en que a la materia informe sin forma, se añade, se agrega, se sintentiza con ella, la forma. Y la forma, ¿qué es? la forma es el principio causal esencial, que hace ser a la cosa lo que es y le da sentido, "telos", finalidad. La forma logra el advenimiento de la cosa. La cosa llega a ser lo que es porque su materia es informada, plasmada, recibe forma.

Pues bien, si la forma confiere sentido y fin a la cosa, es igualmente cierto que es aquello por lo cual la cosa es inteligible. Y si es inteligible es porque ha sido hecha inteligentemente. Cada cosa ha sido hecha del mismo modo como el escultor hace la estatua, como el carpintero hace la mesa, como el herrero hace la herradura. Todas las cosas en el universo, todo lo que existe, ha tenido que ser hecho por una causa inteligente que ha pensado el "telos", la forma, y la ha impreso en la materia.

Está claro, pues, que la metafísica de Aristóteles desemboca inevitablemente en una teología, en una teoría sobre Dios.


Argumento aristotélico para afirmar la existencia de Dios

Aristóteles, en realidad —aunque en diversos pasajes de sus escritos (en la Metafísica, en la Física, en la Psicología) formula algo que pudiera parecerse a lo que llamaríamos hoy «pruebas de la existencia de Dios»— no cree que sea necesario demostrar la existencia de Dios. La existencia de algo (cualquier cosa) implica necesariamente la existencia de Dios.

En efecto: una existencia de las que nosotros encontramos constantemente ejemplares, es siempre "contingente". ¿Qué significa contingente? Significa que el ser de esa existencia, la existencia de esa existencia, no es necesaria. Contingente significa que lo mismo podría existir que no existir; que no hay razón para que exista más que para que no exista. Las cosas con que tropezamos en nuestra experiencia personal son todas ellas contingentes.

Existen las cosas; este vaso, esta lámpara, esta mesa, el mundo, el sol, las estrellas, los animales, yo, nosotros, existimos, pero podríamos no existir; es decir, nuestra existencia no es necesaria. Pero si hay una existencia que no es necesaria, esa existencia supone que ha sido producida por otra cosa existente, puesto que no tiene fundamento en sí misma; por lo tanto, tiene su fundamento en otra. Si esa segunda cosa existente tampoco es necesaria, si ella es contingente, supondrá evidentemente una tercera cosa existente que la ha producido. Esta tercera cosa existente, si no es necesaria sino contingente, supondrá una cuarta cosa que la haya producido.

Vamos a suponer que la serie de estas cosas contingentes, no necesarias, que van produciéndose unas a otras, sea infinita. Entonces, toda la serie, por muy infinita que sea, tomada en su totalidad, será también contingente y necesitará por fuerza una existencia no contingente que la explique, que le dé esa existencia. De suerte que tanto en la consideración de las existencias individuales como en la consideración de una serie infinita de existencias individuales, tanto en uno como en otro caso, tropezamos con la absoluta necesidad de admitir una existencia que no encuentre su fundamento en otra sino que sea ella, por sí misma, necesaria, absolutamente necesaria. Esta existencia no contingente sino necesaria que tiene en sí misma la razón de su existir, el fundamento de su existir, es Dios.

El ser necesario ha de ser inmóvil

Para Aristóteles es tan claro todo esto que ni siquiera le parece “prueba”; no le hace falta prueba de la existencia de Dios porque para su mente metafísica es tan cierta como que algo existe. Si estamos ciertos de que algo existe, estamos ciertos de que Dios existe. Y este algo necesario, no contingente; es fundamento, base primaria de todas las demás existencias; este algo es inmóvil, no puede estar en movimiento. Y no puede estar en movimiento porque, para Aristóteles, el movimiento es el prototipo de lo contingente (que equivale a cambiante).

¿Por qué el movimiento es contingente? Porque el movimiento es ser y no ser sucesivamente. Una piedra lanzada al aire está en movimiento, no lo niega Aristóteles, como hizo Parménides; pero estar en movimiento significa estar, ahora, en este punto A, e inmediatamente en otro punto B; luego en el segundo momento, en aquel punto A ya no hay movimiento. Cuando el punto en donde está una cosa ha sido abandonado por la cosa en movimiento, el movimiento no está ahí sino aquí. Ese cambiar constante es para Aristóteles el símbolo propio de la contingencia, de lo no necesario, de lo que requiere explicación. Por tanto, si Dios estuviese en movimiento, Dios requeriría explicación. Pero Dios es precisamente la existencia necesaria, absoluta, que explica el movimiento sin requerir explicación. Tiene que ser inmóvil.

Inmovilidad a inmaterialidad

De la inmovilidad, Aristóteles deduce inmediatamente la inmaterialidad.

Si es inmóvil es inmaterial, porque si fuera material, entonces, sería móvil.

Todo lo material es móvil; no hay más que darle un empujón.

Es cierto que Aristóteles toma la palabra material en un sentido no mecánico; pero en todo caso sería cambiante, que equivale a móvil. Todo lo material es cambiante. Esto es suficientemente claro.

La explicación metafísica del cambio: el acto y la potencia

Como es sabido, Aristóteles explica el movimiento (cualquier cambio) por la combinación de dos coprincipios: el acto y la potencia. El acto es una noción primaria; es lo real por antonomasia y por eso actúa, tiene eficiencia real. Una piedra pensada no es actual, porque no puede actuar, no puede romper nada. Una piedra real lanzada contra un cristal, lo rompe. El acto es lo que existe ahí de un modo efectivo.

Tenemos ahora la piedra en reposo. La podemos coger y lanzar, está en acto, pero con el acto coexiste la potencia para muchas cosas: puede ser lanzada o machacada, puede entrar en combinación con otros elementos químicos. Es cambiante porque no sólo es acto, sino también potencia (pasiva). No es acto puro. El acto puro sería inmutable, porque tendría toda la actualidad posible.

Todo lo cambiante está compuesto de acto y potencia. Todo lo compuesto de acto y potencia es cambiante, porque la potencia se puede actualizar.

El acto puro

Si hay un ente actual inmóvil no es susceptible de cambio. No cabe en él potencia alguna. Esto significa que es todo acto, puro acto; sin posibilidad de cambiar nada. Es lo que sucede realmente en Dios. En Dios no hay nada «posible». Todo es real, nada es futuro, todo es presente. Es acto puro, pura actualidad, pura realidad en acto. En Dios no está nada por llegar a ser ni está en devenir, todo es en este instante plenamente , con plenitud de realidad.

No podemos, pues, suponer que en Dios haya materia, porque la materia es lo que está en devenir; la materia, a lo sumo, «está siendo» (distendida en el tiempo), pero Dios no está por ser ni está siendo, sino que es. Y este ser pleno de la divinidad, es para Aristóteles lo arjé, que él llama "acto puro" y opone a la potencia pasiva, a la posibilidad, al mero posible . Y Dios es la causa primera de todo.


La cumbre de la teología de Aristóteles: «noesis noéseo»

Ahora bien, ¿cuál es la actividad de Dios? Para Aristóteles, no puede consistir en otra cosa que en pensar, porque si Dios hiciera algo que no fuese pensar, ese algo implicaría el movimiento (pensar es pararse: “parase a pensar”). Además de pensar, ¿qué podría hacer Dios? ¿sentir?. Sentir es una imperfección y Dios no tiene imperfecciones. ¿Desear? Tampoco, porque desear implica carencia de lo deseado. Aristóteles piensa que Dios no puede apetecer ni querer, porque apetecer y querer suponen el pensamiento de algo que no somos ni tenemos y que queremos ser o tener. pero Dios no puede notar que le falta algo en su ser o en su haber; lo tiene todo y lo es todo. Por consiguiente, no puede querer, ni desear, ni emocionarse; no puede más que pensar. Dios es pensamiento puro.

Y ¿qué es lo que Dios piensa? Pues ¿qué puede pensar Dios? Dios no puede pensar más que en sí mismo. El pensamiento de Dios no puede tener por objeto más que a sí mismo. ¿Por qué –siempre según Aristóteles- es esto así? Simplemente porque el pensamiento de Dios no puede dirigirse a las cosas más que en tanto en cuanto son productos de él mismo; en tanto en cuanto son sus propios pensamientos realizados por su propia actividad pensante. Así es que no hay otro objeto posible para Dios sino pensarse a sí mismo.

No es poco para Aristóteles, porque la intelección subsistente y siempre actual es el más perfecto de los grados metafísicos de ser, pues es la forma superior de vida. Muchos teólogos, entre ellos los tomistas Juan de Santo Tomás, Gonnet y Billuart coinciden en considerar la intelección subsistente como constitutivo formal de la esencia divina.

La teología de Aristóteles, pues, culmina con esas notas de puro intelectualismo, en que Dios es llamado «pensamiento del pensamiento», «nóesis noéseos nóesis». Es quizá la cumbre más alta que se ha podido alcanzar racionalmente sin contar con las sugerencias que la filosofía ha recibido de la teología cristiana. Como veremos más adelante, la revelación cristiana descubrirá que en Dios no sólo hay entendimiento, sino también voluntad, porque «Dios es amor». Por lo tanto habrá que entender la voluntad no necesariamente como órexis (deseo), que ciertamente no cabe en Dios, sino como amor.

Por lo demás, no parece que Aristóteles llegase a captar la noción de creación, es decir, la producción del ente ex nihilo sui et subiecto. Para esto habrá que esperar unos cuantos siglos. No obstante, hay que reconocer que la arquitectura del universo que Aristóteles nos dibuja es formidable y magnífica y concuerda perfectamente con el impulso del hombre natural, pensador espontáneo. Aristóteles logró dar al realismo del sentido originario, común a todo ser humano, una forma filosófica magnífica.

El realismo filosófico mantiene la actitud de todo ser humano ante la pregunta que hacemos: ¿quién existe? A esa pregunta la respuesta espontánea del hombre es decir que existe este vaso, esta lámpara, este señor, esta mesa, el sol; todo eso existe. Pues a esa respuesta espontánea que a la pregunta metafísica da el ser humano, confiere Aristóteles al cabo de cuatro siglos de meditación filosófica, la forma mejor engarzada y más satisfactoria de la historia del pensamiento hasta él.


Un quiebro asombroso: la causalidad peculiar del Motor inmóvil

Pero quizá lo más genial del discurso aristotélico sobre Dios, es el giro que introduce al describir el sentido de la causalidad del Motor inmóvil. Tendemos a pensar que el motor no tiene otro modo de mover que «empujando» o produciendo las cosas al modo de la causa eficiente. Hay que tener en cuenta, además, que Aristóteles no sabe de creación (producción ex nihilo). Pues bien, la gran intuición del Estagirita es que el Primer Motor es, ante todo, causa final. Así dice en su Metafísica, libro XII, cap. VII: «Ya que lo que es movido y mueve al mismo tiempo está en situación intermedia, debe haber algo que mueve sin ser movido, que es eterno, substancia y actividad. De este modo [precisamente] mueve aquello que es objeto de apetito y de intelección, es decir, lo que mueve sin ser movido». Es decir, el Primer Motor mueve no «empujando», no «haciendo», produciendo, poniendo, construyendo o formando, sino «atrayendo».

¿Se puede mover a algo sin hacer nada, sin moverse? Tenemos infinidad de experiencias sobre este asunto? Infinidad de cosas mueven sin ser movidas. Por ejemplo, Las Meninas, de Velázquez mueven cada año cientos de millares de personas de los cinco continentes sin moverse del Museo del Prado. En fin, es evidente que la perfección, el Bien mueve sin necesidad de moverse.

La doctrina clásica de la causa final como causa de las causas, como lo último en la ejecución pero primero en la intención ha tendido a situar la fuerza creadora en la eficiencia, en el antes, pero no en el después.

Pero el Primer Motor aristotélico mueve no tanto como principio sino como fin, no tanto empujando como llamando. Es principio siendo fin. Lo que pocos han podido imaginar fuera de la cosmovisión judeocristiana es que el Primer Motor sea creador como Fin y que la omnipotencia que pone al ente en la existencia, sea más que un «hacer», poner o construir, un «llamar», tan poderoso que la misma llamada otorga el ser. De este modo el ser creado es llamada y, especialmente, el ser personal, es respuesta.

«Ciertamente –dice Ruiz-Retegui-, podemos considerar la creación bajo el aspecto de la concesión del ser, o la puesta en la existencia. Podemos entender y estudiar la creación desde el punto de vista de las esencias entendidas por la Sabiduría divina, que reciben el acto de ser, o como el Ser infinito de Dios que se da a participar a seres fuera de sí. Esta manera de concebir la creación está marcada por la perspectiva de la constitución ontológica de los seres creados y, en esa medida, tiene especial aptitud para expresar el aspecto que las criaturas tienen de ser en sí mismas. Pero es una forma de considerar la creación que no favorece la consideración de la apertura esencial que las criaturas tienen hacia Dios, y la definición del hombre como su imagen y semejanza. En este sentido, favorecen la perspectiva en que aparecen los problemas antropológicos propios de la modernidad, a los que hemos aludido anteriormente.

»La consideración cabal de la creación y de la condición de las criaturas es aquella en la que la omnipotencia creadora es vista en su carácter de unión esencial con la bondad infinita, es decir, aquella en la que la creación nos aparece como fruto de una llamada tan poderosa que crea el ser mismo llamado. El que la creación acontezca por una llamada, es decir, el que la omnipotencia creadora sea propia de la causa final infinita, hace que el principio ‑la creación- y el fin ‑al que es llamada‑ de la criatura estén intrínsecamente unidos» (A. Ruíz-Retegui). El principio es pura identidad con el fin. Dios es, en efecto, Alfa y Omega; Alfa coincide con Omega.

Esta es la línea en la que discurre, con mayor o menor fortuna, con metodologías y perspectivas muy diversas, la filosofía personalista actual, como Guardini, Leonardo Polo, Alfonso López Quintás, Levinás, etc.

Aristóteles nos permite suponer que hubiera comprendido muy bien esta actual interpretación filosófica de la creación como «llamada». Pero para lograrlo de modo filosóficamente convincente han debido transcurrir dos mil quinientos años.

En un curso de Historia de la Filosofía o de Teología natural es preciso seguir la pista aristotélica que la traspasa, para comprenderlo acabadamente.


Filosofía de Dios
La necesidad de hablar y conocer la existencia de Dios
 
Filosofía de Dios
Filosofía de Dios




1. El primer artículo de nuestro Credo: Creo en Dios. Hablar de Dios significa afrontar un tema sublime y sin límites, misterioso y atractivo. Pero aquí en el umbral, como quien se prepara a un largo y fascinante viaje de descubrimiento—tal permanece siempre un genuino razonamiento sobre Dios—, sentimos la necesidad de tomar por anticipado la dirección justa de marcha, preparando nuestro espíritu a la comprensión de verdades tan altas y decisivas. A este fin considero necesario responder enseguida a algunas preguntas, la primera de las cuales es: ¿Por qué hablar hoy de Dios?

2. En la escuela de Job, que confesó humildemente: «(He hablado a la ligera... Pondré mano a mi boca» (40, 4), percibimos con fuerza que precisamente la fuente de nuestras supremas certezas de creyentes, el misterio de Dios, es antes todavía la fuente fecunda de nuestras más profundas preguntas: ¿Quién es Dios? ¿Podemos conocerlo verdaderamente en nuestra condición humana? ¿Quiénes somos nosotros, creaturas, ante Dios?. Con las preguntas nacen siempre muchas y a veces tormentosas dificultades: Si Dios existe, ¿por qué entonces tanto mal en el mundo? ¿Por qué el impío triunfa y el justo viene pisoteado? ¿La omnipotencia de Dios no termina con aplastar nuestra libertad y responsabilidad?. Son preguntas y dificultades que se entrelazan con las expectativas y las aspiraciones de las que los hombres de la Biblia, en los Salmos en particular, se han hecho portavoces universales: «Como anhela la cierva las corrientes de las aguas, así te anhela mi alma, ¡oh Dios! Mi alma está sedienta de Dios, de Dios vivo: ¿Cuándo iré y veré la faz de Dios? (Sal 41/42, 2-3): De Dios se espera la salvación, la liberación del mal, la felicidad y también, con espléndido impulso de confianza, el poder estar junto a El, «habitar en su casa» (cf. Sal 83/84, 2 ss.). He aquí pues que nosotros hablamos de Dios porque es una necesidad del hombre que no se puede suprimir.


SS Juan Pablo II. Creo en Dios, Alocución del 3 Agosto 1985.



En los siguientes artículos trataremos de conocer más acerca de Dios:

Si Dios no existiese

Dios "es"

Demostrar la existencia de Dios

La razón ante el misterio

Las "pruebas del nueve"


La existencia de Dios I
Posibilidad y necesidad de demostrar la existencia de Dios.
 
La existencia de Dios I
La existencia de Dios I

Artículo I
Posibilidad y necesidad de demostrar la existencia de Dios.

Para fijar el sentido de las palabras y evitar confusión de ideas, en este y los demás problemas relativos a la existencia de Dios, conviene tener presentes las siguientes nociones generales:

Por la palabra Dios entendemos aquí un Ser Supremo que existe a se con existencia absolutamente necesaria, y del cual depende el conjunto o universalidad de los seres que no son él. Excusado es advertir que esta no es una definición real de Dios; pues, aparte de que ésta no es posible a la limitada inteligencia del hombre, si se habla de una definición adecuada, aun la imperfecta o inadecuada debe ser el resultado de la investigación relativa a su esencia y atributos. La noción anterior es, pues, una definición nominal, más bien que real.

Ya se ha dicho en la lógica, que la demostración a priori consiste en demostrar el efecto por la causa, es decir, en demostrar la existencia, esencia o atributos de una cosa, tomando por medio para la demostración la causa real de la cosa, y digo la causa real, causa essendi, porque no basta tomar como medio la causa de conocer aquella cosa, causa cognoscendi, que se intenta demostrar, pues en este sentido, toda demostración es per causam, sin excluir la demostración a posteriori, en la que la causa se demuestra por su efecto.

Entre los adversarios más o menos directos de la posibilidad de demostrar la existencia de Dios, pueden enumerarse.

a) Los ateos especulativos o dogmáticos, que consideran la existencia de Dios como un error o hipótesis gratuita de los teístas.

b) Los ateos negativos, que coinciden con los positivistas contemporáneos, los cuales hacen profesión de ignorar si existe o no existe Dios, o mejor dicho, consideran esta investigación como inaccesible a la razón humana.

c) Los ateos prácticos, que admitiendo la existencia y realidad de Dios, la rechazan prácticamente, en cuanto que viven y obran como si no existiera realmente.


Bajo otro punto de vista, destruyen o niegan la demostrabilidad de la existencia de Dios, además de Aylli y algunos otros antiguos, que sólo admitían una demostración imperfecta y de certeza moral para la existencia de Dios:

  • Los tradicionalistas rígidos, que afirman que el conocimiento que poseemos acerca de Dios, es debido a una revelación divina y primitiva que llega hasta nosotros por conducto del lenguaje, sin que sea posible a la razón humana individual y abandonada a sus propias fuerzas, demostrar rigurosamente la existencia de Dios.
  • Los sentimentalistas, es decir, los que consideran la noción de Dios como el resultado de una especie de instintos o sentido divino, más bien que como el efecto de un procedimiento racional y científico; pertenecen a esta escuela, entre otros, Jacobi, y hasta cierto punto el P. Gatry.
  • Kant y los que con él afirman que la razón humana se halla encerrada dentro de la realidad sensible, y aun ésta fenomenal, sin poder llegar a la posesión de los noumena, ni demostrar la realidad objetiva de los conceptos de la razón pura.


    Por lo que hace a la necesidad de la demostración que nos ocupa, o la niegan, o al menos la debilitan su importancia, por un lado Descartes con la hipótesis de la idea innata de Dios, y por otro los ontologistas partidarios de la intuición primitiva e inmediata de Dios.
    Dadas estas nociones, vamos a probar ahora que es posible demostrar a posteriori la existencia de Dios. Para esta demostración se necesitan y bastan tres condiciones: 1ª que existan realmente efectos de la causa cuya existencia se trata de demostrar: 2ª que estos efectos tengan conexión necesaria con la causa que por ellos se intenta demostrar: 3ª que tanto la realidad de los efectos, como su relación o conexión necesaria con la causa, se conozca evidentemente por la razón. Siendo, pues, indudable que estas tres condiciones se verifican en la demostración de la existencia de Dios por medio de sus efectos, lo es igualmente que esta demostración es, no solamente posible, sino hasta relativamente fácil a la razón humana. ¿Puede dudarse, en efecto, que existimos realmente nosotros, y que existen fuera de nosotros efectos reales, contingentes y finitos, y que estos efectos suponen necesariamente una causa primera de los mismos, y en el concepto de primera, necesaria, superior e independiente?



    Tesis
    La certeza absoluta y racional sobre la existencia de Dios, presupone y exige una demostración de ésta.

    La certeza absoluta y racional con respecto a una verdad perteneciente al orden espiritual e inteligible, como es la existencia de Dios, objeto inmaterial, imperceptible a los sentidos y puramente inteligible, sólo puede obtenerse, o por evidencia inmediata, o por evidencia mediata. Verdades o proposiciones de evidencia inmediata son aquellas en las cuales basta percibir el significado obvio y como literal de los términos, para descubrir que el predicado pertenece a la esencia del sujeto, como sucede en los axiomas o primeros principios. ¿Pertenece a esta clase la proposición: Dios existe? No: porque la razón humana no descubre instantáneamente, ni ve con claridad la verdad de semejante proposición, como descubre la de la proposición el todo es mayor que la parte. Luego la razón humana no llega a la posesión cierta y racional de la verdad de esta proposición, sino por medio de una demostración más o menos fácil. La razón filosófica de lo que se acaba de decir es que nosotros no conocemos la esencia de Dios, quia nos non scimus de Deo quid est, dice santo Tomás, y sólo poseemos una noción muy imperfecta de su esencia, antes de realizar las investigaciones científicas que nos descubren algunos de sus atributos. De aquí es que aunque, en realidad, la existencia actual pertenece a la esencia de Dios, y bajo este punto de vista la proposición Dios existe, es per se nota en sí misma, en su realidad objetiva, quoad se, no lo es quoad nos, para nosotros, es decir, para la razón humana, considerada en su estado ordinario en la generalidad de los hombres, y aun por parte de los hombres de ciencia, en el momento anterior a la constitución y desarrollo de ésta.

    He aquí ahora algunos corolarios de la doctrina que se acaba de exponer, los cuales pueden servir para responder a las objeciones principales que en esta materia suelen proponerse.

    Los efectos son posteriores respecto de Dios, considerados en su existencia, pero son anteriores en el orden de conocimiento, quoad nos; porque lo primero que percibimos, ya con los sentidos, ya con la inteligencia, son las cosas sensibles que nos rodean y los fenómenos que en nosotros mismos se verifican.

    Lo mismo puede decirse de la cognoscibilidad de los efectos con relación a Dios, que es su causa: Dios, considerado en sí mismo, quoad se, posee mayor aptitud para ser conocido, mayor inteligibilidad que sus efectos materiales y sensibles; porque la inteligibilidad de un objeto está en relación y proporción con la inmaterialidad y la perfección de ser el mismo, de manera que cuanto el objeto está más apartado de las condiciones de la materia de su potencialidad e imperfección; cuanto mayor es su actualidad y cuanto más tiene de ser, tanto es más inteligible de su naturaleza. Empero, atendida por una parte la imperfección y límites de la razón humana, y en atención por otra, a que el origen de nuestros conocimientos actuales son los sentidos, cuyo propio objeto son las cosas materiales y sensibles, es lo cierto que Dios es menos cognoscible o inteligible quoad nos que sus efectos. Y bajo este punto de vista, podemos y debemos decir, que los efectos o seres creados que constituyen las premisas para demostrar la existencia de Dios, son notiores, son más conocidos, más claros, más evidentes, que su causa, que es Dios, así como decimos que aunque son posteriores a Dios y dependientes de él en cuanto a la existencia, son primero que Dios y causa de él, en el orden subjetivo o de conocimiento, según que nosotros, primero conocemos los efectos y fenómenos finitos, que a Dios que es su causa, y su conocimiento es causa o nos conduce al conocimiento de su autor.

    Como algunos filósofos pretenden negar la posibilidad de la demostración de la existencia de Dios, fundándose en que Dios es la primera verdad, y la primera verdad no puede demostrarse so pena de proceder in infinitum, bueno será tener presente, que todo ese aparato de objeción se disipa con una sola palabra, distinguiendo la verdad in essendo, de la verdad in cognoscendo. Dios es la primera verdad in essendo, porque es la Verdad infinita, el Ser verdaderamente tal, el origen y el ejemplar de toda verdad finita, el objeto que tiene no sólo ecuación de conformidad, sino hasta de identidad con el entendimiento, pero no es la primera verdad in cognoscendo para el hombre; porque ésta es el principio de contradicción, o si se quiere, los primeros principios o proposiciones de evidencia inmediata. De la primera verdad en este sentido, de la primera verdad in cognoscendo, es de la que se dice y en la que tiene lugar la afirmación de que la primera verdad es indemostrable.




  • La existencia de Dios II
    Demostración de la existencia de Dios en el orden metafísico, físico y moral.
     

    Artículo II
    Demostración de la existencia de Dios.

    Establecida la posibilidad y necesidad de demostrar la existencia de Dios, vamos a probar ahora que Dios existe realmente, reasumiendo las varias demostraciones que aducirse pueden, en la triple demostración perteneciente al orden metafísico, al físico y al moral.
    Para facilitar su inteligencia conviene tener presente:

    Que en el ser absolutamente necesario no se distinguen, o al menos se enlazan necesariamente, la posibilidad de existir y el acto de existir; porque en tanto una cosa se dice necesaria, en sentido absoluto e incondicional, en cuanto que la existencia actual pertenece a su esencia y se identifica con ella.

    Que cuando se dice que Dios es un ente no producido y a se, no se quiere significar que Dios se produzca o sea causa de sí mismo, sino la negación de toda causa eficiente, y que existe por una necesidad absoluta y formal de su naturaleza. En términos de escuela: cuando se dice que Dios es ens a se, se entiende esto formaliter o negative, pero no effective.

    Que toda limitación de un ser, supone alguna causa interna o externa de la misma. De donde se infiere que el ente absolutamente necesario excluye toda limitación; porque siendo improducido y a se, no puede ser limitado por otro fuera de sí, en cuanto a su esencia, de manera que ésta incluye necesariamente toda la realidad posible, todo lo que puede haber en una esencia, y por consiguiente es infinito en su ser por necesidad de su esencia y de su modo de existir.
    He aquí ahora las tres demostraciones indicadas.



    A) Demostración metafísica.

    La razón y la experiencia nos revela a cada paso seres que comienzan a existir de nuevo, seres que dejan de existir después de un tiempo dado, seres que, atendida su naturaleza, pueden existir o no existir, y que si existen es porque reciben el ser de alguna causa, lo cual vale tanto como decir que a la luz de la razón y de la experiencia, es indudable que existen seres contingentes y producidos: luego es necesario que exista algún ser necesario y no producido. La legitimidad de esta deducción se prueba, porque el ser contingente, como contingente, envuelve en su concepto la posibilidad y hasta la indiferencia para existir o no existir, y el ser producido, en cuanto producido, supone y exige un ser producente, a no ser que digamos que una cosa puede producirse a sí misma, y ser causa eficiente antes de existir. Ahora bien: el ser o la cosa que determinó el ser contingente y producido A a existir, o existe por sí mismo y por necesidad absoluta de su naturaleza, o recibió el ser de otra causa anterior y superior. Si lo primero, ya tenemos un ser que existe por necesidad de su naturaleza, y por consiguiente a se, independiente de todo ser, y no producido, que es precisamente lo que entendemos en general por Dios. Si lo segundo, o es necesario proceder in infinitum en la serie de causas, o es preciso llegar finalmente a una suprema y primera, en la que se verifiquen los atributos o predicados indicados. Es así que una serie infinita de causas es inadmisible:

    Porque implica contradicción un número actualmente infinito, como se probó en la cosmología.

    Porque, aun admitida esta serie infinita de causas, no podría explicarse por ella la existencia o producción del efecto A, puesto que para llegar hasta él, fue necesario pasar por una serie infinita, y por consiguiente interminable, toda vez que lo que es infinito no puede pasarse nunca, y como decían los Escolásticos infinitum pertransiri non potest. Esto sin contar que en semejante hipótesis, la serie infinita que precede la existencia y producción del efecto A, que comienza hoy, es mayor que la serie que precedió a la existencia y producción del efecto B, producido hace mil años. Tendremos, pues, dos series infinitas, y, sin embargo, la una mayor que la otra, contradicción palpable para la razón más vulgar.



    B) Demostración del orden físico.

    Presupuesta, en virtud de la demostración anterior, la necesidad de una causa primera, suprema, independiente y no producida del mundo, o de los seres contingentes, mudables y finitos que encierra, el orden admirable que entre estos seres existe, las leyes constantes que rigen su conservación y movimientos, la relación y proporción de los medios con los fines, el enlace y subordinación de las causas y efectos, y últimamente la existencia del hombre dotado de inteligencia y libertad, persuaden a la razón más rebelde que la causa suprema y primitiva del mundo, debe ser una inteligencia y una inteligencia muy superior a la del hombre, y tan perfecta como poderosa.

    En resumen: el mundo que exige un poder infinito por parte de su origen ex nihilo, único origen racional que puede asignársele, exige, supone y revela a la vez, una razón infinita, a no ser que digamos con los modernos positivistas, aventajados discípulos y restauradores de la doctrina de Empédocles, Leucipo, Demócrito, Epicuro y demás ateos y materialistas de las antiguas escuelas, que el mundo y todos sus seres, así como el orden, conexión y armonía que en ellos se observan, son lisa y llanamente el resultado de una feliz casualidad, a beneficio de la cual comenzó a existir el mundo actual con su orden y seres presentes, merced a choques y movimientos fortuitos de la materia y de sus fuerzas ciegas y necesarias, ni más ni menos que las obras de san Agustín, pueden resultar compuestas y ordenadas, arrojando al aire y moviendo violentamente y al acaso algunas arrobas de caracteres de imprenta.

    Que en la infancia, por decirlo así, de la filosofía; que durante sus primeros pasos, y cuando estaba privada de la luz que la idea cristiana irradia sobre la razón humana, hubiera filósofos que profesaran semejantes absurdos, todavía se concibe, siquiera con dificultad; pero que en el siglo que se llama a sí mismo el siglo de las luces; que en medio de una Europa tan orgullosa de su civilización y de su saber; que viviendo en una atmósfera literaria en la cual la idea científica se halla rodeada y como compenetrada por la idea cristiana, haya hombres que no solamente se llamen filósofos, sino que pretendan regenerar y fundar la verdadera filosofía, desenterrando los absurdos de Epicuro y Lucrecio, y las caducas teorías de la antigua escuela jónica, cosa es que apenas alcanzamos a comprender, y que demuestran una vez más la impotencia y los extravíos a que es arrastrada la razón humana abandonada a sus propias fuerzas, y sobre todo, cuando en su orgullo satánico se esfuerza en cerrar los ojos a la luz que se desprenden en vivos fulgores de la revelación divina y de la idea católica.


    C) Demostración o argumento moral.

    Si lo que la lógica llama criterio de sentido común tiene valor real y científico, es indudable que la existencia de Dios, es una verdad inconcusa; porque ninguna de las que suelen apellidarse verdades de sentido común, reúne con tanta exactitud las condiciones de este criterio. Los ignorantes, las naciones civilizadas y los pueblos salvajes, los paganos y los cristianos, durante los períodos primitivos de la historia, como en los siglos medios y modernos, la humanidad toda, por decirlo de una vez, afirma y reconoce la existencia de Dios como ser superior al hombre y a los seres que le rodean, siquiera al determinar su naturaleza y atributos, incurra en errores más o menos notables.
    Añádase a esto:

    a) Que la razón y la ciencia apoyan y confirman esta existencia.

    b) Que el reconocimiento de esta verdad, tiende a contrariar las inclinaciones y propensiones del hombre a los vicios y pasiones, lejos de serles favorable.

    c) Que esta verdad se sostiene hasta en medio de las tribus cuya barbarie los acerca a los irracionales, y hasta en medio de las naciones, pueblos y clases, en que la inmoralidad más profunda y universal, tienden de su naturaleza a borrar la idea de Dios.

    d) Que se conserva y persevera en la razón y conciencia universal de la humanidad, no solo a pesar de las extravagancias de todo género que mancharon y manchan el politeísmo, sino a pesar también de ciertas objeciones aparentes y obvias, que tienden a persuadir lo contrario a la razón débil e inculta de la generalidad de los hombres, como es por ejemplo, la prosperidad y abundancia de los malos, al lado de las miserias e infortunios que rodean con frecuencia al justo.

    Es, pues, indudable a los ojos de la sana razón, si se tienen en cuenta las reflexiones y condiciones indicadas, que la existencia de Dios es una de aquellas verdades, cuya evidencia arrastra y determina enérgicamente el asenso de la razón humana, siquiera ésta, no siempre, ni en todos los hombres, sepa darse cuenta explícita a sí misma, ni posea la concepción científica y refleja del origen y fundamento de semejante asenso.

    Excusado es advertir, que existen otras demostraciones de la existencia de Dios no menos eficaces y concluyentes, demostraciones que la naturaleza y condiciones de esta obra no nos permiten aducir, y que hacen de la existencia de Dios una de las verdades más evidentes e inconcusas de la ciencia.

    Debemos consignar, sin embargo, que no incluimos en estas demostraciones lo que se llama el argumento ontológico, y esto por dos razones principalmente: 1ª porque consideramos inútil y hasta imprudente echar mano de una demostración, cuyo valor y legitimidad son problemáticos para muchos teólogos y filósofos, teniendo a la mano otras demostraciones sencillas, evidentes y admitidas por todos: 2ª porque tenemos por más probable que el argumento ontológico envuelve un sofisma en lugar de una demostración. Es cierto que la existencia física y real es una perfección positiva: es cierto también que un ser no será perfectísimo si no tiene existencia real; pero también es cierto que yo puedo concebir un ser perfectísimo y por consiguiente, como existente, sin que por eso este ser exista realmente; porque mi concepción no es la medida, ni la causa de la existencia real del objeto concebido. Esta sencilla reflexión basta para probar que en el argumento ontológico se pasa al orden ideal al real, y por consiguiente, que envuelve un verdadero sofisma .

    Por lo demás, Descartes ni siquiera tiene el mérito de la originalidad con respecto a esta pretendida demostración ontológica, con la cual tanto ruido metieron él y sus discípulos; pues algunos siglos antes le había presentado ya san Anselmo en los siguientes términos: «Certe, id quo majus cogitari nequit, non potest esse in intellectu solo: si enim vel in solo intellectu est, potest cogitari esse et in re, quod majus est. Si ergo id quo majus cogitari non potest, est in solo intellectu, ic ipsum quo majus cogitari non potest; sed certe hoc esse non potest. Existit ergo pro culdubio aliquid, quo majus cogitari non valet, et in intellectu, et in re.» Proslog., cap. 2º.

    Por su parte santo Tomás, descubrió y llamó ya la atención sobre el sofisma que encierra esta argumentación, a la cual contesta en los siguientes términos: «Dato etiam, quod quilibet hoc nomine. Deus, significari hoc quod dicitur, scilicet, illud quo majus cogitari non potest, non tamen propter hoc sequitur, quod intelligat, id quod significatur per nomen, esse in rerum natura, sed in apprehensione intellectus tantum. Nec potest arqui quod sit in re, nisi daretur, quod sit in re aliquid quo majus cogitari non potest; quod non est datum a ponentibus Deum non esse.» Sum. Theol., 1º P. cuest. 2ª, art. I, ad. 2.}
    De lo dicho en este artículo y en el anterior, se desprenden los siguientes


    Corolarios

    Es imposible, o al menos, muy difícil, que se dé ignorancia negativa, ni invencible de la existencia de Dios; porque es imposible que a un hombre en el uso de su razón, no le ocurra alguno de los varios y fáciles argumentos que prueban la existencia de Dios; y esto tiene lugar, aun tratándose de un hombre aislado y de pueblos salvajes. Que si se trata de hombres que viven en una sociedad civilizada, y sobre todo cristiana, es absolutamente imposible, salvo el caso de circunstancias muy excepcionales y rarísimas, que haya ninguno que no conozca, o al menos dude de la existencia de Dios.

    Con mayor razón es, o imposible, o sumamente difícil que existan ateos especulativos o dogmáticos. Porque es imposible moralmente que un hombre en posesión de cierto grado de desarrollo de la razón y de la ciencia, cuales son los que hacen profesión de ateísmo, no reconozca el valor científico que encierran las demostraciones y pruebas sobre la existencia de Dios, o que por lo menos no abrigue dudas sobre esto. No carece de fundamento, por lo tanto, la opinión de los que niegan que hayan existido y puedan existir verdaderos ateos teóricos o dogmáticos.

    Más fácil es la existencia de ciertos ateos que pudiéramos llamar indirectos, es decir, aquellos que atribuyen a Dios alguna cosa incompatible con la verdadera Divinidad, o que le niegan algún atributo que lleva consigo, en buena lógica, la negación de la esencia divina. En este sentido, son ateos los que niegan la creación o la Providencia, los politeístas que admiten la pluralidad de dioses, y, por regla general, los panteístas que identifican a Dios con el mundo.

    Luego Dios posee una inteligencia suma, y una sabiduría suma, porque sólo así se comprende el orden admirable, el conjunto armónico y las leyes tan constantes como eficaces y poderosas, que resplandecen en el mundo.

    Luego Dios es un ser perfectísimo, y por consiguiente absoluto e infinito: porque siendo, como es, un ser que existe a se, independientemente de otro, no producido y absolutamente necesario, excluye toda causa de limitación y finidad, y en virtud de la necesidad y condición absoluta de su esencia, posee todas las perfecciones posibles.


    Objeciones

    Una cosa necesaria no puede demostrarse sino por algo que sea necesario; es así que los seres que observamos en el mundo que nos rodea, no son necesarios: luego no pueden servir de premisas para demostrar la existencia necesaria de Dios.

    Resp. Dist. la menor. Los seres del mundo no son necesarios en cuanto a su existencia, pero sí son necesarios en cuanto a la relación y conexión con su primera causa. Dada la libertad de la creación por parte de Dios, la existencia del mundo y de los seres que le componen, no es necesaria con necesidad absoluta, sino con necesidad hipotética, en fuerza del decreto de Dios sobre la creación, puesto que pudo Dios no sacarlos de la nada. Empero, dada su existencia de hecho, es absolutamente necesario que hayan recibido esta existencia de alguna causa, y bajo este punto de vista, los seres contingentes tienen algo de necesario, porque, y en cuanto tienen conexión y dependencia necesaria de Dios.

    Para la producción de un efecto contingente y finito basta una causa contingente y finita: luego la existencia de seres contingentes y finitos, no puede demostrar la existencia de Dios como ser necesario y causa infinita.
    Resp. Aunque un ser contingente y finito sólo pide una causa contingente y finita, si se trata de su causa inmediata e inadecuada, exige una causa necesaria e infinita, si se trata de su causa inmediata e inadecuada, exige una causa necesaria e infinita, si se trata de la causa primitiva y adecuada. La causa contingente A puede producir el efecto B, pero la existencia y acción de ésta causa presupone la existencia de una causa primera que no reciba el ser de otra, y por consiguiente que existe necesariamente por sí misma. Igualmente, el efecto B, en cuanto es tal efecto determinado, procede de tal causa finita, pero en cuanto envuelve la razón de ser, de realidad, de entidad, envuelve en su concepto el tránsito originario y primitivo del no ser al ser, y en este concepto exige y supone una causa infinita; porque ninguna causa finita produce todo lo que hay en el efecto, sino que supone siempre una [ materia, o sujeto que recibe la acción. Por eso enseña santo Tomás que en todo efecto de las causas segundas, la razón de ser, el esse, corresponde a la acción y causalidad de Dios como causa primera, universalísima, infinita y creadora.

    No es imposible una colección que sea necesaria y no producida como colección, aunque cada uno de los seres que la componen sea contingente y producido: por consiguiente, de la existencia de éstos, no se infiere necesariamente la existencia de un ser necesario y no producido, distinto de la colección. Y esto se corrobora y confirma, porque a un ser colectivo puede convenir un predicado que no conviene a cada una de sus partes: una colección de mil hombres puede mover una piedra, que no puede ser movida, sin embargo, por cada uno de los que entran en la colección.
    Resp. Decir que una colección de seres contingentes puede ser necesario, es lo mismo que decir que muchas negaciones pueden producir una afirmación, o muchos cuerpos un espíritu. Por grande que se suponga una colección de seres, desde el momento que admitimos que cada uno de estos, sin excepción, es contingente y necesita recibir la existencia de otro, es preciso, o admitir una serie infinita en la colección, lo cual tampoco explicaría las existencias contingentes, además de implicar contradicción, o admitir un ser distinto de la colección, anterior y superior a ella, que contenga la razón suficiente de la existencia de ésta. Ni se oponen a esto la confirmación y el ejemplo que se citan, porque se trata de predicados ejusdem generis o del mismo orden, y, sobre todo, se trata de fuerzas físicas y materiales, capaces de ser adicionadas y sumadas, y no de predicados o atributos contradictorios, como aquí. Entre la fuerza de un individuo, capaz de mover una parte de la piedra B, y la fuerza reunida de mil individuos, hay una distancia determinada, pero no hay contradicción, ni distancia infinita, como la hay entre la contingencia y la necesidad, la producción y la no producción, cosas que envuelven oposición entere el ser y no ser.

    No repugna una serie infinita de causas, y por consiguiente no es necesario llegar a una primera. Además es posible una serie infinita de causas a parte post, o sea una serie de causas sin una última: luego también lo será una serie sin primera.
    Resp. Ya se ha demostrado, tanto en la cosmología, como en las pruebas de la existencia de Dios, que implica contradicción una serie o multitud actualmente infinita, y se ha visto también que, admitida esta hipótesis, no podría realizarse la producción y existencia actual de un efecto, porque para ello sería necesario haber pasado lo infinito, como si dijéramos, lo imposible; y el efecto A sería el término presente y el fin de un infinito.
    Los positivistas modernos, para evitar el absurdo de tener que admitir números infinitos mayores unos que otros, suelen decir que la serie de las plantas y de los animales y del hombre no forman series distintas, sino una serie única, considerando los hombres como un desarrollo de los animales, a éstos como el desarrollo de las plantas, éstas de los minerales, &c., pero ni aun con esta hipótesis materialista consiguen su propósito; porque siempre será verdad que el número de las hojas de los árboles, y sobre todo el número de los brazos o de los cabellos del hombre, es mayor que el número de éstos, aun incluyendo en la escala humana los seres inferiores como partes de la misma. Esto sin contar que la serie infinita de causas y efectos, tropieza por todas partes con absurdos que sólo puede devorar la razón, o mejor dicho, la palabra de los materialistas.
    Ni se opone a esto la posibilidad de una serie de causas sin alguna última; porque esto solo prueba la posibilidad de una serie no infinita actualmente, sino simplemente indefinida, y, sobre todo, exige y supone necesariamente una causa primera.

    El orden que resplandece en el mundo tiene su causa y razón suficiente en las fuerzas y leyes de la misma naturaleza, y por consiguiente no demuestra la existencia de Dios, como ser de suma inteligencia y sabiduría.
    Resp. Las leyes y fuerzas de la naturaleza contienen la causa próxima y la razón suficiente inmediata e hipotética del orden y conservación del universo, pero no la causa primera ni la razón suficiente a priori y absoluta; porque las fuerzas y leyes que regula la producción de los efectos contingentes y sus relaciones, no pueden poseer una necesidad superior a la que corresponde a los seres en los cuales se hallan. Por otra parte, estas leyes y fuerzas, además de ser absolutamente contingentes en sí mismas, existen en los mismos seres, y no tienen una realidad o existencia abstracta y separata de estos fuera de Dios: luego suponen un primer principio y una primera causa eficiente, lo mismo que los seres contingentes y producidos que obran por medio de ellas.

    Hay en el mundo muchos seres y fenómenos inútiles y nocivos, a los cuales no podemos señalar fines convenientes, como los infusorios, muchos insectos, los rayos que destruyen árboles, o desmenuzan rocas, las lluvias que caen en los arenales, con mil otros fenómenos análogos que indican que el mundo es más bien la obra del acaso que de una inteligencia superior.
    Resp. Esta objeción sólo tendría fuerza en la hipótesis de que el hombre poseyera un conocimiento perfecto y adecuado del mundo, de todas y cada una de sus partes, y de todas las fuerzas, leyes y relaciones, que entre estas y en estas existen, hipótesis que dista mucho de ser una realidad, y esto es lo único que de la objeción se deduce legítimamente. Empero, nuestra ignorancia acerca de los fines especiales de algunos seres, no prueba que no existan estos fines, o que no sean conocidos y fijados por Dios. Para la legitimidad y valor científico de la demostración a que se refiere la objeción, basta que conozcamos, como conocemos, por la razón y la experiencia, el orden y armonía general del mundo, y los fines especiales de muchos de los seres que encierra, junto con el presentimiento racional de otros, por más que no los conozcamos todos con claridad y certeza.


    Escencia y atributos de Dios
    El «Ser subsistente» es un atributo exclusivo de Dios. Todos los demás seres tienen el ser recibido o participado.
     



    LA ESENCIA DE DIOS: COGNOSCIBILIDAD

    El camino recorrido en las clásicas cinco vías de acceso al conocimiento de la existencia de Dios, nos ha proporcionado no sólo una clara noticia de que el Ser al que llamamos Dios, existe, sino que a la vez, con la razón, sin necesidad de recurrir a ningún medio sobrenatural, hemos obtenido unos conocimientos sobre la Naturaleza divina valiosísimos para considerarlos ahora en su orden y conjunto.

    Notas, que hemos descubierto en la Esencia de Dios son, por ejemplo:

    La incomprehensibilidad, es decir, que no puede abarcarse en ningún concepto humano, lo cual no es un simple conocimiento negativo. Un conocimiento imperfecto no es necesariamente falso. Yo sé que alguien llama a la puerta aunque no sepa quién es. Por de pronto sé que es alguien, que existe. Ahora voy a indagar QUIÉN ES.

    La inmutabilidad del motor no movido: Acto puro.

    La Causalidad incausada.

    el Ser Necesario

    el Ser Máximo, con perfecciones puras por encima de todo grado:

    el Ser, la Verdad, Bondad, Belleza, Vida, Entendimiento, Voluntad, Libertad.

    la Inteligencia ordenadora de todo cuanto existe.

    Aunque todo esto sea muy poco comparado con lo Dios es, no es poco para empezar. Y, además, nos sitúa en el umbral de un verdadero conocimiento, de índole sobrenatural, por medio de la revelación del mismo Dios.

    Pero antes estudiemos un poco más a fondo, con la luz natural de la razón, la Esencia metafísica de Dios


    SOBRE LA ESENCIA METAFISICA DE DIOS

    Para resolver la cuestión esencial de la sabiduría racional de Dios, no basta con esto, sino que es preciso determinar también el contenido de ese conocimiento racional de Dios. Vamos a verlo brevemente.

    Se llama esencia o constitutivo metafísico de una cosa a aquel atributo concebido como primero, y que es raíz, principio y fuente de todos los demás atributos. También suele denominarse primer atributo fundamental o principio constitutivo formal. Tratándose de Dios, el constitutivo metafísico expresará aquel atributo divino que, según nuestro modo de conocer, nos aparezca como el primero y del que se deriven todos los demás. Pero es preciso entender esto bien.

    No se trata aquí de señalar la esencia o el constitutivo formal de Dios como Él es en sí mismo, pues esto es imposible en el orden natural. La Deidad como tal, la mismidad de Dios, queda fuera del alcance de nuestro conocimiento racional. Lo que sea Dios en su esencia y vida íntima lo pueden alcanzar la Teología, la Fe, la Mística y la Visión Beatífica, pero todas ellas se encuentran en el ámbito de lo sobrenatural.

    El objeto formal de la sabiduría racional de Dios no es precisamente la Deidad como tal, sino la razón de ser.

    Como ya hemos dicho repetidas veces, en el puro orden natural, nosotros no alcanzamos a Dios sino como causa primera del ser finito. ¿Qué es en su más profundo y último fundamento la causa primera del ser finito? Esta es la pregunta que tratamos ahora de contestar.

    Estamos persuadidos de antemano que el constitutivo formal de Dios en cuanto Dios, no es el constitutivo formal de Dios, causa primera del ser finito en cuanto es ser. Aparte de lo que nosotros alcanzamos racionalmente de Dios, esto es, aparte de su razón de causa primera del ser finito, hay en las profundidades de la esencia divina un caudal inagotable de inteligibilidad, que va más allá de la razón de causa primera del ser finito. Por eso, el constitutivo formal de Dios, en cuanto causa primera del ser finito, no explica todo lo que es Dios en sí mismo, no explica, por ejemplo, la Trinidad de Personas en la Unidad de la Sustancia divina. Lo único que explica el constitutivo metafísico de Dios, que determine la sabiduría racional de El, es lo que Dios es en su razón de causa primera del ser finito, y todos aquellos atributos que ha de tener por ser causa primera del ser finito.

    El constitutivo metafísico de Dios que tratamos de fijar ahora ha de cumplir los siguientes requisitos:

    1. Debe ser un atributo exclusivo de Dios.

    2. Debe ser un atributo expresivo, no de la esencia íntima de Dios, sino de la divina Esencia en cuanto es causa primera del ser finito.

    3. Debe ser el atributo primero en el orden del ser, aunque no lo sea según nuestro modo natural de conocer.

    4. Debe ser el atributo fuente del que se deriven cognoscitivamente todos los demás atributos divinos que podamos alcanzar en el orden del conocimiento racional.

    5. Debe ser el fundamento último de toda distinción entre Dios y el resto de los seres.

    6. Debe ser atributo único y referirse siempre al orden del ser.

    Pues bien, nuestra afirmación ahora es esta: el constitutivo formal o la esencia metafísica de Dios, considerado en cuanto causa primera del ser finito, es el «Ser subsistente».

    Las cinco demostraciones que pueden construirse para probar la existencia de Dios nos dan cinco facetas esenciales desde las que puede ser alcanzado Dios en cuanto causa primera del ser finito; estas cinco facetas son las siguientes:

  • Primer motor inmóvil
  • Primera causa incausada
  • Ser absolutamente necesario
  • Ser infinito en toda perfección
  • Primera inteligencia directora

    Pero cada uno de estos aspectos, bajo los que conocemos a Dios como causa primera del ser finito, connotan en su más profunda significación al «Ser subsistente», que viene a ser así, el atributo más profundo que podemos aplicar a Dios en el orden natural. Luego el «Ser subsistente» es el constitutivo formal de Dios.

    Si Dios es el primer motor inmóvil, si mueve todas las cosas sin transitar de la potencia al acto, será su misma actividad motora, y como el mover sigue al ser y el modo de mover al modo de ser, será también su mismo ser, será el «Ser subsistente».

    Si Dios es la primera causa incausada, si causa todas las cosas con absoluta autonomía, será su propia actividad causal, y como el causar sigue al ser y el modo de causar al modo de ser, será también su propio ser, será el «Ser subsistente».

    Si Dios es la primera inteligencia directora, si dirige y ordena a todos los seres sin estar, a su vez, ordenada o dirigida ni siquiera a su acto de entender, será su propia intelección, y como el entender sigue al ser y el modo de entender al modo de ser, será también su mismo ser. Será el «Ser subsistente».

    Si Dios es el ser absolutamente necesario, si en El no se da ni siquiera la composición de esencia y existencia, su esencia será su propio existir, será el «Ser subsistente».

    Si, finalmente, Dios es el ser infinito en toda perfección, si no tiene limitada o recibida por participación la perfección del ser ni ninguna otra perfección será el «Ser subsistente».

    Desde cualquiera de las cinco demostraciones de la existencia de Dios, puede concluirse, pues, que el «Ser subsistente» es la esencia metafísica de Dios. Pero, además de ésto, el «Ser subsistente», cumple todas las condiciones exigidas al constitutivo formal de Dios en cuanto causa primera del ser finito. Veámoslo.

    1. El «Ser subsistente» es un atributo exclusivo de Dios. Todos los demás seres que no son Dios —cuarta vía— tienen el ser recibido o participado (por eso lo tienen limitado), pero Dios no tiene el ser recibido, sino por esencia. Luego sólo a Dios le compete el «Ser subsistente».

    2. El «Ser subsistente» es expresivo de la misma esencia de Dios en cuanto El es causa primera del ser finito. Es claro —ya lo hemos hecho notar anteriormente— que el «Ser suhsistente» no es la expresión de la esencia de Dios en cuanto es Dios. Pero tampoco es eso lo que pretende designar el constitutivo formal metafísico que aquí hemos fijado. En cambio, si a Dios se le considera como causa primera del ser finito, no hay ningún concepto que exprese con más precisión, con mayor profundidad, la esencia de Dios que el «Ser subsistente».

    3. El «Ser subsistente» es el primer atributo de Dios en el orden del ser. Y repitamos que aquí, al hablar de Dios, lo consideramos en cuanto causa primera del ser finito. Efectivamente nada hay anterior en el orden del ser (no en el orden de nuestro conocimiento), en Dios, que el «Ser subsistente», porque a éste no lo podemos deducir de ningún otro atributo, y sí todos los demás atributos de él.

    4. El «Ser subsistente» es la fuente de donde se originan, en el orden del conocimiento, todos los demás atributos divinos que pueden ser alcanzados por la sola luz natural. Como vamos a ver dentro de un momento, no hay ni uno solo de los atributos divinos que inmediata o mediatamente no pueda deducirse del «Ser subsistente».

    Si Dios es absolutamente simple, y universalmente perfecto y bueno por esencia, e infinito, e inmenso, e inmutable y eterno, y máximamente uno, etc., etc., es sencillamente porque es el «Ser subsistente».

    5. El «Ser subsistente» es también el fundamento último de toda distinción entre Dios y el resto de los seres.
    Notas distintivas entre Dios y la criatura:

    Composición - simplicidad,
    Imperfección - perfección,
    Limitación - infinitud,
    Mutabilidad-inmutabilidad,
    Multiplicidad-unicidad.
    Pues bien, todas ellas se fundan en esta distinción más profunda: «Ser subsistente» - ser inherente o recibido.

    Si Dios es simple, y perfecto e infinito, etc., es porque es el «Ser subsistente», y si la criatura es compuesta, imperfecta, limitada, etc., es porque tiene el ser participado, recibido en una potencia o en un sujeto.

    6. Finalmente, el «Ser subsistente» es un único atributo y se refiere al orden del ser. No se puede de determinar la esencia metafísica de Dios, en cuanto causa primera del ser finito. diciendo que hay dos o tres o más atributos fundamentales, cada uno en una línea; el atributo fundamental ha de ser único, y por eso debe estar situado en la línea del ser. que es la más profunda. Y este requisito lo cumple el «Ser subsistente».
    He aquí, pues, la más alta verdad del orden natural, el ápice más elevado de las conquistas cognoscitivas naturales del hombre: Dios es el «Ser mismo subsistente». Sobre ella no hay ninguna otra verdad natural, y a partir de ella comenzará el descenso en el movimiento racional constructivo de la sabiduría natural de Dios.

    Podemos pasar ahora al estudio de los Atributos entitativos de Dios


    ATRIBUTOS ENTITATIVOS DE DIOS

    Se llaman atributos divinos las perfecciones de Dios que existen formalmente en El y que dimanan, según el modo de nuestro saber, del constitutivo formal de Dios. No constituyen, por tanto, atributos de Dios las perfecciones que sólo virtualmente podemos predicar de El, ni abarcan estos atributos el atributo fundamental o constitutivo metafísico, que sirve de fundamento pare deducir todos los demás atributos.

    Atributos divinos

    Se dividen en:

    Los entitativos se refieren al ser de Dios y son:
  • la simplicidad,
  • la perfección,
  • la bondad,
  • la infinitud,
  • la inmensidad,
  • la inmutabilidad,
  • la eternidad
  • la unidad.

    Los operativos se refieren a las operaciones divinas y son:
  • la sabiduría,
  • la voluntad,
  • la potencia.

    Por lo que hace a los atributos entitativos de Dios, algunos se derivan inmediatamente del «Ser subsisente» y otros se derivan mediatamente, a través de algunos de los atributos derivados inmediatamente del «Ser subsistente».

    Los atributos entitativos derivados inmediatamente del constitutivo formal de Dios son los cinco que corresponden a las cinco notas distintivas entre Dios y la criatura, a saber:
  • la simplicidad (opuesta a la composición),
  • la perfección (opuesta a la imperfección),
  • la infinidad (opuesta a la limitación),
  • la "inmutabilidad"(opuesta a la mutabilidad)
  • la unicidad (opuesta a la multiplicidad).


    Los atributos entitativos derivados mediatamente de la esencia metafísica de Dios a través de los atributos inmediatamente derivados, son:
  • la bondad (que se derive de la perfección).
  • la inmensidad
  • la omnipresencia (que se derivan de la infinidad)
  • la eternidad (que se derive de la inmutabilidad).

    Tras de establecer todos estos atributos divinos, aparece con toda nitidez la absoluta trascendencia divina o la radical distinción de Dios de todos los restantes seres.

    Y ahora tratemos de exponer, aunque brevemente, cada uno de estos atributos divinos.

    Dios es absolutamente simple.—Simplicidad es negación de composición, y composición es unión de partes constituyendo un todo.

    La simplicidad puede ser absoluta o relativa.

    La absoluta excluye la composición de cualquier tipo;

    La relativa, la excluye en un orden determinado. Así, el alma humana es simple con simplicidad relativa, porque no está compuesta de partes cuantitativas, ni de materia y forma, pero sí que está compuesta en el nivel del ser: de esencia y acto de ser (essentia et esse).

    Pues bien, Dios es simple con simplicidad absoluta.

    Porque no hay en El composición:

    1)De partes cuantitativas (la cantidad sigue a la corporeidad y Dios no es cuerpo),

    2)Ni se compone la esencia de Dios de materia y forma (todo ser esencialmente compuesto exige una causa y Dios es causa incausada);

    3) Ni hay en Dios composición de individualidad y naturaleza (la individualidad de Dios no puede proceder de la materia, de la que carece, sino de la forma o esencia, y por eso, la individualidad de Dios no es distinta de su naturaleza o esencia);

    4) Ni hay en Dios composición de sustancia y accidente (la sustancia se comporta con respecto al accidente como la potencia con respecto al acto, y Dios no tiene potencia alguna);

    5) Ni hay en Dios composición de esencia y existencia (todo ser entitativamente compuesto tiene una cause y Dios es causa incausada);

    6) Ni hay en Dios composición de género y diferencia (el género se comporta como la potencia con respecto a las diferencias que lo determinan, y en Dios no hay potencia alguna).

    Luego Dios es absolutamente simple. Y lo es, sobre todo, porque siendo el «Ser subsistente» todo lo que hay en Dios lo será y no lo tendrá, pero así como el tener exige composición (de lo tenido con el que tiene), el ser exige simplicidad o carencia absoluta de composición.

    Dios es perfecto y bueno.—En efecto, Dios es máximamente perfecto; porque, siendo el ser la máxima perfección, y siendo Dios el «Ser mismo subsistente», habrá de ser máximamente perfecto.

    En Dios, además, existen todas las perfecciones de las cosas; pues, como las perfecciones del efecto deben preexistir en la causa, y Dios es la causa universal de todas las cosas, en Dios han de estar las perfecciones de todos los seres que no son El. Por lo demás, como hicimos notar más atrás, algunas perfecciones (las puras o simples) se encuentran formalmente en Dios, esto es, constituyen do su esencia, y otras (las mixtas) se encuentran en El sólo virtualmente, es decir, en cuanto tiene el poder de producirlas.

    De que Dios es universalmente perfecto, se sigue que es bueno; porque la bondad le adviene al ser en razón de su perfección, o en razón de ser apetecible . Dios, que es el ser máximamente perfecto, es en sumo grado apetecible para sí mismo y para todo otro ser. Es decir, es también máximamente bueno.

    Dios es infinito e inmenso.—Infinito es lo que no tiene límites. El ser infinito puede ser infinito actual o formal (el que no tiene límites en su perfección) o infinito potencial o material (el cual no tiene límites en su imperfección). El ser infinito actual puede ser absoluto o relativo. El primero no tiene límites en ninguna linea (es infinito en el ser); el segundo no tiene límites en una línea determinada (es infinito sólo en la esencia, por ejemplo). Pues bien, Dios es infinito con infinitud actual absoluta, lo cual se deduce necesariamente de que es el «Ser subsistente». En efecto, si Dios, tuviera el ser recibido, lo tendría limitado; pero como lo tiene por esencia, lo ha de tener en toda su plenitud y, por tanto, ilimitado e infinito. Y si Dios es infinito en su ser. lo es también en toda perfección, que, si es algo, es ser.

    Dios es también inmenso. Inmensidad significa no mensurabilidad según el espacio, y viene expresada por la exigencia del ser infinito a llenar todos los espacios y lugares. Que Dios es inmenso, se desprende de que es infinito. Si no hay en Dios límites, Dios no podrá ser abarcado por nada, y habrá en El aptitud para llenar todos los lugares.
    De que Dios es inmenso se desprende también que es omnipresente. Omnipresencia significa presencia actual en todos los lugares y espacios. Por eso, si Dios, por ser inmenso, tiene aptitud pare estar en todos los lugares, estará realmente en ellos, cuando estos lugares existan, dando el ser y la operación a todas las cosas.

    Dios es inmutable y eterno. Si Dios es el «Ser subsistente», será también la actividad subsistente, pues el obrar sigue al ser y el modo de obrar al modo de ser. Pero si Dios es la actividad subsistente, es decir, si su ser consiste en su obrar, ejercerá toda acción sin transitar de la potencia al acto, y, por lo mismo, será absolutamente inmutable.
    Dios, por ser inmutable, es también eterno. La eternidad es la duración del ser inmutable, y se caracteriza por ser interminable (no tiene principio ni fin), simultánea (toda al mismo tiempo) y uniforme (sin variación alguna). La eternidad sigue a la inmutabilidad como la temporaneidad a la mutabilidad. Por eso, si Dios es inmutable, ha de ser eterno

    Dios es único. La unicidad es la propiedad de ser inmultiplicable, de no ser compatible con otro ser del mismo rango. Se opone, por tanto, a la multiplicidad, ya esencial, ya entitativa. Se llama multiplicidad esencial a la existencia real de varios individuos dentro de la misma especie, y multiplicidad entitativa, a la existencia de varios seres, distintos esencialmente, dentro de la perfección del ser. Pero Dios, que es el «Ser subsistente», no es compatible con la multiplicidad esencial (ésta sólo es posible cuando hay composición de materia y forma en la misma esencia) ni entitativa (el ser subsistente ha de ser necesariamente único, pues no puede haber dos plenitudes de ser). Luego Dios es único.

    Dios es trascendente al mundo. Trascendencia significa alteridad, pero connotando cierta superioridad. Pues bien, Dios es otro que el mundo, completamente distinto de todos los seres creados, y superior a todos ellos. La infinita distancia que media entre el Ser por esencia (infinito) y el ser por participación (finito) da suficiente razón de la trascendencia divina.

    Pasemos ahora al estudio de los atributos operativos inmanentes


    LOS ATRIBUTOS OPERATIVOS INMANENTES

    Después de examinar los atributos de Dios que se refieren a su ser. veamos ahora los que se refieren a su obrar. Empecemos diciendo que el obrar de Dios es su mismo ser. por aquello de que el obrar sigue al ser y el modo de obrar al modo de ser. Por lo cual, si Dios es su mismo ser, será también su mismo obrar.

    Quiere esto decir que, aunque ahora estudiamos las operaciones divinas, continuamos, no obstante, estudiando al ser de Dios . Pues bien, las operaciones divinas pueden ser de dos clases: operaciones inmanentes (internas) y operaciones transeúntes (externas). Entre las primeras están el entender y el querer divinos, y entre las segundas, el poder divino en sus varias manifestaciones. Además, como el entender y el querer corresponden al vivir, también la vida divina es uno de sus atributos operativos.

    Dios entiende y conoce

    Por la quinta demostración de la existencia de Dios, llegamos a la conclusión de que Dios es una inteligencia directora suprema, que no está dirigida ni ordenada ni siquiera a su acto de entender, y que es, por lo mismo, el entender por esencia. Esto mismo puede concluirse de que, siendo el entender una perfección pura, debe existir en Dios, y siendo Dios su mismo ser, también será su mismo entender.

    Pues bien, de este entender divino se deriva la omniscencia de Dios. Dios lo sabe todo, sencillamente porque es el ser infinito en toda perfección y causante de todas las cosas. Pero el modo de la sabiduría divina es radicalmente distinto del modo de la sabiduría humana. El conocimiento del hombre es determinado y medido por las cosas. El conocimiento de Dios determina y mide a las cosas. En el conocimiento humano, el objeto primero son las cosas sensibles y en ellas se conoce todo lo demás, incluso al propio- yo. En el conocimiento divino el objeto primero es la propia esencia divina y las demas cosas son conocidas en esa misma esencia. El conocimiento humano es limitado y está sujeto a muchas imperfecciones. El conocimiento divino es infinito (en profundidad y en extensión) y no tiene imperfección alguna.

    Dios quiere y es libre

    De que Dios es inteligente se deduce que está dotado de voluntad y que es libre. La voluntad y la libertad, en efecto, se convierten con la inteligencia (una implica la otra), de tal manera que todo ser dotado de voluntad y libre, es in teligente, y todo ser inteligente está dotado de voluntad y es libre. Pero la voluntad y la libertad divinas son muy distintas de las del hombre. La voluntad humana tiene por objeto el bien en general, y ante él no es libre, aunque lo sea ante los bienes particulares. La voluntad divina tiene por objeto su propia esencia, con la cual se identifica, y así Dios no es libre pare amarse a sí mismo; pero es absolutamente libre para amar todas las demás cosas. La voluntad del hombre es distinta de su esencia o naturaleza. La de Dios se identifica con la esencia divina.

    Los afectos de la voluntad divina son el amor y el gozo o la delectación. El amor de Dios se dirige a sí mismo de una manera necesaria, y a las criaturas, de una manera libre. E1 gozo o la delectación de Dios resultan de la perfecta posesión de sí mismo, como plenitud de todo bien, y de la imperturbable aquietación, en esta posesión, de la voluntad de Dios.


    Las virtudes de la voluntad divina son
  • la justicia, virtud que lleva a dar a cada cual lo que le es debido.
  • la misericordia, inclinación de la voluntad a remediar la miseria ajena.
  • la liberalidad, tendencia a dar algo por pura bondad del que lo da.


    Pues bien, estas tres virtudes, estas tres perfecciones de la voluntad, que no encierran en su concepto imperfección alguna, deben existir en Dios. Dios es efectivamente justo, misericordioso y liberal. Y como, además, todas las perfecciones deben estar en Dios según un modo infinito, Dios posee estas tres virtudes de una manera infinita.


  • El Dios de la Fe y el Dios de los filósofos
    Religión es vivencia; filosofía es teoría; correspondientemente, el Dios de la religión es vivo y personal; el Dios de los filósofos, vacío y rígido.
     
    El Dios de la Fe y el Dios de los filósofos
    El Dios de la Fe y el Dios de los filósofos


    INDICE

    Introducción: La prehistoria de la cuestión

    I. El problema


    1. La tesis de Tomás de Aquino

    2. La tesis contraria de Emil Brunner


    II. Intento de una solución

    1. El concepto filosófico de Dios y la religión precristiana

    2. El concepto filosófico de Dios y la revelación bíblica de Dios

    3. La unidad de relación de filosofía y fe


    ______________________________________


    INTRODUCCION: LA PREHISTORIA DE LA CUESTIÓN

    El tema de estas reflexiones [2] –el Dios de la fe y el Dios de los filósofos– es, según su asunto, tan antiguo como el estar la una junto a la otra de fe y filosofía. Pero su historia explícita empieza con una pequeña hoja de pergamino que pocos días después de la muerte de Blaise Pascal se encontró cosida al forro de la casaca del muerto. Esta hoja, llamada «Memorial», da noticia recatada y, a la vez, estremecedora de la vivencia de la transformación que en la noche del 23 al 24 de noviembre de 1654 le ocurrió a este hombre. Comienza, tras una indicación muy cuidadosa del día y de la hora, con las palabras: «Fuego, Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob, no el de los filósofos y los sabios» [3] . El matemático y filósofo Pascal había experimentado al Dios vivo, al Dios de la fe, y en tal encuentro vivo con el tú de Dios, comprendió, con asombro manifiestamente gozoso y sobresaltado, qué distinta es la irrupción de la realidad de Dios en comparación con lo que la filosofía matemática de un Descartes, por ejemplo, sabía decir sobre Dios. Los Pensées de Pascal hay que entenderlos desde esta vivencia fundamental: en contraposición con la doctrina metafísica de Dios de aquel tiempo, con su Dios puramente teórico, intentan conducir inmediatamente desde la realidad del concreto ser hombre, con su insoluble implicación de grandeza y miseria, hasta el encuentro con el Dios que es la respuesta viva a la abierta pregunta de ese ser hombre; y éste no es ningún otro que el Dios de gracia en Jesucristo, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob. Si la filosofía del tiempo, de Descartes especialmente, es una filosofía desde el «esprit de géometrie», los Pensées de Pascal buscan ser una filosofía desde el «esprit de finesse», desde la comprensión real de la realidad entera, que penetra más hondamente que la abstracción matemática [4] . No obstante, la filosofía racionalista del tiempo, vista por Pascal en toda su insuficiencia, estaba entonces todavía tan segura de sí misma que no pudo quedar estremecida por las advertencias «desviadas» y fragmentarias de Pascal, filósofo autodidacta. Sólo la demolición de la metafísica especulativa, hecha por Kant, y el traslado de lo religioso al espacio extrarracional y así también extrametafísico del sentimiento, por Schleiermacher, hizo irrumpir definitivamente el pensamiento pascaliano y condujo, sólo entonces, al aguzamiento del problema: por primera vez es ahora la fosa insalvable entre metafísica y religión. Metafísica, es decir razón teorética, no tiene acceso alguno a Dios. Religión no tiene ningún asiento en el espacio de la «ratio». Es vivencia que se sustrae a la mensurabilidad científica; intentar ésta significa, sin embargo, restar de aquélla un esquema irreal, el «Dios de los filósofos» [5] . Esto tiene una consecuencia ulterior: religión, que no es racionalizable, no puede en el fondo ser tampoco dogmática, si dogma, por otra parte, ha de ser una declaración racional sobre contenidos religiosos. Así, la contraposición experimentada concretamente entre el Dios de la fe y el Dios de los filósofos, queda finalmente generalizada como contraposición entre Dios de la religión y Dios de los filósofos. Religión es vivencia; filosofía es teoría; correspondientemente, el Dios de la religión es vivo y personal; el Dios de los filósofos, vacío y rígido [6] . Hoy se ha llegado a hacer de esta distinción casi una frase hecha y, en cualquier caso, un lugar común, detrás del cual pueden muy bien ocultarse representaciones muy diversas y frecuentemente también una falta de verdadero conocimiento de los problemas. Tanto más importante es hacer claridad en este asunto, sobre todo, si, coma queda insinuado, se anudan a tales distinciones cuestiones de fondo de teología fundamental, tal como la de la relación de religión y filosofía, de creer y saber, de razón de validez general y vivencia religiosa, y, finalmente, la pregunta por la posibilidad de religión dogmática. Se demostrará como más adecuado proceder desde la contraposición más estrecha y más fácilmente captable «Dios de la fe y Dios de los filósofos». Intento, primeramente, hacer avanzar dos respuestas de gran talla y opuestas radicalmente la una a la otra, y cuyo estudio crítico ha de ayudar a una solución concluyente.


    I. EL PROBLEMA

    1. La tesis de Tomás de Aquino


    En primer lugar, la respuesta de Santo Tomás de Aquino, que puede concretarse en pocas palabras. Vaya por delante que Tomás, naturalmente, no conoce el planteamiento moderno de la cuestión, pero que sabe del asunto y entra en él. Su opinión se dejaría exponer de la siguiente manera: para Tomás caen el Dios de la religión y el Dios de los filósofos por completo el uno en el otro, el Dios de la fe, por el contrario, y el Dios de la filosofía, se distinguen parcialmente; el Dios de la fe supera al Dios de los filósofos, le añade algo. La «religio naturalis» –y esto es: cada religión fuera del cristianismo– no tiene ningún contenido superior, ni puede tenerlo, al que le ofrece la doctrina filosófica de Dios. Todo lo que contenga por encima o en contradicción con ésta es caída y embrollo. Fuera de la fe cristiana, la filosofía es, según Tomás, la más alta posibilidad del espíritu humano en general [7] . Max Scheler habla aquí, y no sin derecho, de un sistema parcial de identidad del Aquinate, que identifica las religiones extracristianas, según su contenido de verdad, con la filosofía, y mantiene sólo la fe cristiana fuera de esa total identidad [8] . Esta procura una imagen de Dios nueva, más elevada que la que pudiera nunca forjarse y pensar la razón filosófica. Pero la fe tampoco contradice la doctrina filosófica de Dios; para iluminar su relación con ella se dejaría aplicar más bien, y con sentido, la fórmula «gratia non destruit, sed elevat et perficit naturam» [9] .

    La fe cristiana en Dios acepta en sí la doctrina filosófica de Dios y la consuma. Dicho brevemente: el Dios de Aristóteles y el Dios de Jesucristo es uno y el mismo; Aristóteles ha conocido el verdadero Dios, que nosotros podemos aprehender en la fe más honda y puramente, así como nosotros en la visión de Dios al lado de allá aprehendemos un día más íntimamente y más de cerca la esencia divina. Se podría tal vez decir sin violencia del estado de cosas: la fe cristiana es, al conocimiento filosófico, de Dios, algo así como la visión del fin de los tiempos de Dios es a la fe. Se trata de tres grados de un camino entero unitario.


    2. La tesis contraria de Emil Brunner

    La radical contradicción de esta solución armónica la señala la doctrina de Dios del teólogo reformado Emil Brunner, la cual, además, trae a contribución, si bien en forma ciertamente muy aguzada, un deseo esencial de la teología reformadora en general [10] . Brunner anuda su doctrina de Dios al hecho sorprendente de que Dios en la Biblia tiene nombre. Este es, sin duda, un estado de cosas contrario a la tendencia fundamental de la doctrina filosófica de Dios. La filosofía quiere precisamente sobre lo particular y plural, que lleva nombre, avanzar hasta lo general, hasta el concepto. Lo que lleva nombre es particular, junto a él hay igual; pero la filosofía busca el concepto, que, en cuanto designación de lo general, es la contraposición estricta del nombre. Así aspira consecuentemente la doctrina filosófica de Dios, lejos del nombre de Dios, hacia su concepto. Es tanto más pura, cuanto más lejos del nombre ha llegado hacia el mero concepto.

    Pero el Dios bíblico tiene nombre, y es uno particular, uno determinado, en lugar de ser «el absoluto». Y este llevar nombre de Dios no es como una mera imperfección de los grados tempranos del Antiguo Testamento, posiblemente todavía medio politeístas, los cuales quedarán tachados por una creciente depuración del concepto de Dios. No, en la Biblia se deja observar una doble evolución, de tal modo que los nombres de Dios particulares, determinados, retroceden siempre más y más, mientras que, al mismo tiempo, la conciencia de que Dios tiene un nombre más bien se fortalece. Sí, el escrito del Nuevo Testamento, teológicamente desarrollado con más alcance, el Evangelio de Juan, resume la función de Jesús exactamente en que ha revelado a los hombres el nombre de Dios: «He manifestado a los hombres tu nombre» (17, 6; cfr. 17, 26: «les he dado a conocer tu nombre y se lo daré a conocer»; 12, 28: «Padre, clarifica tu nombre»; ésta es la meta de la vida de Jesús; confr. la petición del Padrenuestro: «santificado sea tu nombre»: Mt., 6, 9). Y Cristo está ahí, por así decir, como el nuevo Moisés, cuya obra –la manifestación del nombre de Dios y, con ello, la fundamentación de una relación de hombre y Dios– ha realizado nuevamente de manera más alta,

    ¿Qué significa, pues, este hecho del nombre de Dios? El nombre no es expresión de conocimiento de la esencia, sino que le hace a un ser apelable, y en cuanto que da la apelabilidad, procura la ordenación social de lo llamado; de la apelabilidad se sigue la relación de la existencia con el ser a nombrar. Si Dios se da un nombre entre los hombres, no expresa con ello propiamente su ser, sino que, más bien, establece la apelabilidad, se hace accesible al hombre, entra en la relación de la coexistencia con él, o sea admite a los hombres a la coexistencia consigo. Y, además, rige el que Dios en cuanto el superior al hombre por antonomasia no puede ser nombrado por el hombre, no puede ser forzado por él a la apelabilidad; Dios es apelable sólo si se deja apelar; su nombre es conocido sólo si El mismo le da a conocer; la relación de la coexistencia no puede ser, por tanto, erigida por el hombre sino solamente por parte de Dios. Así se hace el nombre de Dios expresión del hecho de que Dios es uno que se nombra, que se revela, y no uno que es pensado «vía causalitatis». En lo cual queda al mismo tiempo manifiesta una importante contraposición en relación con el Dios de la filosofía griega: en la filosofía es el hombre el que desde sí mismo busca a Dios, en la fe bíblica es Dios mismo, y Dios solo, el que establece en libertad creadora la relación Dios-hombre. Así, la contraposición entre nombre de Dios y concepto de Dios, Dios de la fe y Dios de los filósofos, se hace ya más clara y determinada. El «Dios de los filósofos» es el Dios al cual no se le reza, con el que sí hay unidad –esto es, la unidad que piensa el pensamiento como la «más profunda verdad»–, pero ninguna comunidad que esté fundada por Dios mismo. De eso se trata en la afirmación de que hablar de la revelación del nombre de Dios es un antropoformismo primitivo. Este argumento no es otra cosa que la desesperada contradefensa del yo que quiere permanecer cabe sí mismo, que no quiere dejarse abrir, que no quiere dejarse empujar de su ser en el punto central, que se quiere afirmar contra el Dios que le creó... Porque todo esto se piensa con ese concepto tan decisivo para el testimonio bíblico, tan chocante para el pensamiento filosófico de Dios, con el concepto de «nombre de Dios»: el misterio esencial que se abre por la revelación del Dios verdadero, personal, que sólo puede ser conocido en cuanto tal en esa revelación. El Dios de la revelación es el cognoscible sólo en la revelación. Dios, como es pensado fuera de esa revelación, es otro; es un pensado; por tanto, no el personal; no es ése, cuya esencia es comunicarse [11] .

    La contraposición entre Dios de fe y Dios de filósofos, tal y como sale a la luz en el hecho del nombre de Dios, se aguza hasta el extremo en el nombre central de Dios en la Biblia: Yahvé. La Biblia hebrea parafrasea y aclara este nombre con las palabras: «aehjaeh asaer aehjae»: Yo soy el que soy; los LXX ponen, en lugar de la doble forma activa, en el segundo caso, el participio: Egw eimi o wn (Ex. 3, 14); del yo soy se llega así al que es. Con lo cual se tomaba una decisión de imprevisible alcance, puesto que con esta traducción se proporcionaba un punto de partida decisivo para la síntesis de la imagen griega y bíblica de Dios. Los efectos de esta traducción sobre la teología patrística y escolástica son conocidos. Para ella estaba claro que Dios se llama aquí el que es, y con ello revela su esencia metafísica, que consiste en que es «ens a se», en el que esencia y existencia coinciden en unidad. Es decir: lo que es el concepto supremo de la ontología y el concepto concluyente de la doctrina filosófica de Dios aparece aquí como la declaración central del Dios bíblico sobre sí mismo. Esta palabra garantiza así la unidad de Escritura y filosofía, y es una de las abrazaderas más importantes que unen ambas. El nombre Yahvé es concebido como declaración de la esencia, en la que Dios descubre el originario fondo metafísico de su ser, de modo que en verdad ya no se trata exactamente de un «nombre», sino de un «concepto». En este lugar inserta la crítica de Brunner, que dicho brevemente consiste en la afirmación de que así se pone cabeza abajo el sentido de la declaración bíblica, de que se la trastoca hasta lo más íntimo. «Fue un completo malentendido, devastador en sus efectos, el que los padres de la Iglesia griegos cayesen en leer en el nombre de Yahvé una definición ontológica. El «yo soy el que soy» no puede ser traducido especulativa y definitivamente: yo soy el que es. En ello no sólo se falla el sentido de esa declaración; con ello se invierte el pensamiento bíblico de revelación en su contrario: se hace del nombre, de lo indefinible, una definición. El sentido de la paráfrasis del nombre es exactamente éste: «yo soy el lleno de misterio y quiero seguir siéndolo; yo soy el que soy. Yo soy el incomparable, y por esto no para definir, no para nombrar» [12] . En otro lugar habla Brunner de un malentendido ni más ni menos trágico en sus consecuencias [13] , y condena el guión establecido por Agustín entre ontología neoplatónica y conocimiento bíblico de Dios [14] . No se trata aquí para Brunner de un malentendido exegético particular, que siempre es una y otra vez posible, sino de la falsificación central del mensaje bíblico, ya que precisamente en el nombre de Dios tropiezan las contraposiciones extremas una con otra: a una parte está el Dios, que en la nominación de su nombre se da a conocer en cuanto tú y se abre al hombre, se le ofrece para comunidad. A la otra parte, el pensamiento filosófico, que en la revelación del nombre ve un antropomorfismo, con lo cual en último término rechaza la revelación misma. «El pensamiento de razón que se basta a sí mismo no quiere reconocer lo que viene de más allá de su propia posibilidad» [15] . «Quiere... sólo verdad, que tiene el signo: yo pienso, pero no verdad, cuyo signo es: ahí tienes ... » [16] . El error de los padres y escolásticos consistiría, por tanto, en que con su síntesis de Dios de la fe y Dios de los filósofos leen en un lugar lo que es precisamente radical contraposición y fallan y falsean así la esencia de la revelación cristiana hasta el fondo.

    Con esto está impulsado hasta su hondura, última posible, el enfrentamiento de Dios de la fe y Dios de los filósofos. Aquí se convierte en pregunta por la esencia del cristianismo en general, en pregunta por la legitimidad de la síntesis concreta, que da forma al cristianismo de pensamiento griego y bíblico, en pregunta por la legitimidad de la coexistencia de filosofía y fe, y por la legitimidad de la «analogía entis» en cuanto positiva puesta en relación de conocimiento de razón y conocimiento de fe, de ser de naturaleza y realidad de gracia; y finalmente también en cuestión de decisión entre comprensión católica y protestante del cristianismo [17] . En una palabra: la problemática Dios de la fe y Dios de los filósofos resume entendida así, como en punto de ignición, la problemática entera de fundamentación de la teología, que en el cosmos de las disciplinas teológicas es la grave a la par que bella tarea del teólogo fundamental.



    II. INTENTO DE UNA SOLUCION

    1. El concepto filosófico de Dios y la religión precristiana


    El problema es grave y serio. Puede uno aproximarse a él si se escudriñan, exacta y hondamente, ambos conceptos de Dios para conocer lo que tienen de esencial. Sólo un par de alusiones en esta dirección pueden intentarse aquí.

    Procedamos del concepto filosófico de Dios, que se nos presenta, en frente del Dios de la fe de manera aguzada, como el concepto de Dios de la filosofía griega [18] . No basta para su comprensión conocer y adoptar una determinada forma de definición. Hay que ver más bien la relación en que está este concepto de Dios para con el mundo espiritual y religioso en el que fue encontrado y en el que se ordenaba de una u otra manera. Porque, indudablemente, también el concepto precristiano filosófico de Dios ha estado en alguna relación con la religión, que era también entonces otra cosa que filosofía, y sólo cuando se considere tal relación estará visto el concepto filosófico del Dios de los griegos como tal rectamente y por completo. Igual vale en principio para cada concepto filosófico de Dios. Esta relación es perceptible en la distinción estoica de tres teologías, que nos conduce a la raíz del concepto de «theologia naturalis», aquí constantemente en el trasfondo. La Stoa distingue: «theologia – mythica – civilis – naturalis» [19] . A este exacto complejo pertenece la filosófica «theologia naturalis» de los griegos; quien busque entenderla independientemente la entiende de manera falsa. Con esta partición estoica, tal y como es desarrollada sobre todo en los cuarenta y un libros de «Antiquitates rerum humanarum et divinarum», de M. Terentius Varro (116-27 a. de Cristo), queda de hecho exactamente acertado el problema del monoteísmo filosófico de los griegos, o sea de su doctrina filosófica de Dios [20] . ¿Qué se busca con esta partición? Vale por de pronto el observar que no se trata en manera alguna de tres miembros de igual rango. La separación de «theologia civilis» y «mythica» tiene primariamente carácter apologético y reformador. La «theologia civilis» ha de ser descargada y separada en lo posible de la teología mítica caída en descrédito con lo cual la estrecha conexión de hecho entre ambas es innegable. El enfrentamiento debería tal vez con más exactitud de ser simplemente: «theologia civilis» y «theologia naturalis». Preguntémonos ahora lo que significa esta diferencia. Varro la verifica muy cuidadosamente, según los factores particulares de cada teología. La «theologia mythica» es asunto de los poetas, la «theologia civilis», asunto del pueblo, y la «theologia naturalis», asunto de los filósofos o de los «physici». No olvida de advertir que el pueblo se ha sumado a los poetas en la cuestión capital. Una segunda diferencia atañe al lugar respectivo en la realidad, al que está ordenada cada teología. Según esto, a la teología mítica corresponde el teatro, a la política la polis, a la «natural» el cosmos. Aquí se hace ya visible de manera radical la profunda contraposición interior, que separa, de una parte, la teología mítica y política, y de otra, la teología natural. Ya que las indicaciones de lugar son por sí mismas completamente dispares. El lugar de la teología mítica y política está determinado por el ejercicio humano, del culto; el lugar de la teología filosófica, por el contrario, por la realidad de lo divino que está frente al hombre [21] . La contraposición se radicaliza más aún en la tercera distinción que Varro propone, y que se refiere al contenido de las tres teologías. La teología mítica tiene por contenido las diversas fábulas de dioses, los «mitos» precisamente que juntos son «el» mito; la teología política tiene por contenido el culto del estado; la teología natural, finalmente, responde a la pregunta guión o qué son los dioses, «si son con Heráclito, de fuego, o con Pitágoras, de números, o con Epicuro, de átomos; y todavía otras cosas que los oídos pueden soportar más fácilmente dentro de las paredes escolares, que fuera, en la plaza del mercado» [22] . Dios de la fe y Dios de los filósofos, está uno tentado de decirlo también aquí; y también aquí tiene que ver la fe con personas de encuentros vivos y la filosofía con la fórmula apersonal... Esta distinción en el enfrente divino de la teología conduce a una última contraposición que deja finalmente desnudo el meollo propio del problema. La «theologia naturalis» tiene que ver con la «natura deorum», las otras dos teologías con los «divina instituta hominum».

    Con lo cual está en último término reducida toda la distinción a la metafísica teológica,. de una parte, y religión cultual, de otra. La teología civil no tiene, al fin y al cabo, ningún Dios, sino solamente «religión»; la teología natural no tiene religión alguna, sino sólo una divinidad [23] . La contraposición entre religión y Dios de los filósofos está llevada aquí, en la situación religiosa y espiritual de la antigüedad descrita por Varro a su seriedad última. La filosofía, no separada aún de la física, pone al descubierto la verdad de lo real y así también la verdad del ser de lo divino. La religión toma su camino independientemente a ella no le va nada en adorar lo que la ciencia descubre como el Dios verdadero; se coloca más bien fuera de la cuestión de la verdad y se subordina solamente a su propia legalidad religiosa. Con esta separación de verdad religiosa y realización religiosa ha puesto Varro, o si se quiere el pensamiento estoico por él representado al descubierto y muy perspicazmente, la problemática propia del politeísmo antiguo, incluso se puede decir el problema fundamental de cualquier religiosidad politeísta. Porque, ¿en qué consiste propiamente la esencia del politeísmo? No está captada con la afirmación de que el politeísmo adora muchos dioses, mientras que el monoteísmo conoce sólo un Dios. Semejante declaración permanece parada en la superficie. En alguna forma, si bien muy oscurecida todavía, los politeísmos, los cuales, a su vez, no pueden medirse todos por el mismo rasero, saben también, por regla general, que el absoluto a fin de cuentas es sólo único. Este saber puede tener configuraciones de muy diverso tipo, se puede expresar en la idea del «deus otiosus» de las religiones primitivas, en la idea de la moira omniimperante como potencia que domina dioses y hombres en la elevada forma del concepto filosófico de Dios de un Platón o un Aristóteles (y no hay que desconocer que, desde el punto de vista de historia de las religiones, el primer motor aristotélico representa una variación clásica del motivo del «deus otiosus»). Las configuraciones son plurales, pero en ninguna parte falta por completo el saber en torno a la unidad del absoluto. El constitutivo decisivo del politeísmo, que le constituye en cuanto tal politeísmo, no es la falta de la idea de unidad, sino la representación de que lo absoluto en sí y como tal no es apelable para el hombre [24] . Por eso ha de resolverse a invocar los reflejos finitos del absoluto, los dioses, que no son precisamente «Dios tampoco para él» [25] . Porque Dios, esto es, el absoluto mismo, no es, para decirlo una vez más, apelable [26] , y la esencia del monoteísmo, como se muestra ahora, consiste precisamente en que se atreve a apelar al absoluto en cuanto absoluto en cuanto Dios, que, al mismo tiempo, es el absoluto en sí y el Dios del hombre. Dicho de otra manera: el riesgo audaz del monoteísmo es apelar al absoluto –el «Dios de los filósofos» y el Dios del hombre–, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, uno con otro. El guión que Agustín ha puesto «entre ontología neoplatónica y conocimiento bíblico de Dios» [27] , es, desde el monoteísmo legítimo, la manera concreta en que para él ha de representarse el guión entre Dios de los filósofos y Dios de la fe, Dios de los hombres. Más aún, con la constatación de que el Dios mudo e inapelable de los filósofos se ha hecho en Jesucristo Dios que habla y que escucha, ha ejecutado la exigencia interior plena de la fe bíblica.


    2. El concepto filosófico de Dios y la revelación bíblica de Dios

    El alcance extraordinario de semejante constatación ilumina sin más. Porque, si es acertado, significa entonces que la síntesis realizada por los padres de la Iglesia entre la fe bíblica y el espíritu heleno como representante en aquel tiempo del espíritu filosófico en general no sólo era legítima, sino necesaria, para traer a expresión la exigencia plena y la seriedad completa de la fe bíblica. Esta exigencia plena se apoya en que hay ese guión para con el concepto prerreligioso, filosófico de Dios. Esto significa que la verdad filosófica pertenece, en un cierto sentido, constitutivamente a la fe cristiana, y esto indica a su vez que la «analogía entis» es una dimensión necesaria de la realidad cristiana, y tacharla sería suprimir la exigencia propia que ha de Plantear el cristianismo. En vista de tan serias consecuencias, y de tan largo alcance, habría que plantear de nuevo la cuestión de si el guión puesto por los padres de la Iglesia entre Dios de la fe y Dios de los filósofos, cuya justificación y necesidad ha sido ya mostrada desde el problema general del monoteísmo, está también, y en qué medida, especialmente respecto al concepto bíblico de Dios justificado. A lo cual puede responderse primeramente: estaba justificado en cuanto y en la medida en que la fe bíblica en Dios quería y debía ser monoteísmo. Puesto que el monoteísmo está a las duras y a las maduras con la puesta en unidad del absoluto como tal con el Dios vuelto al hombre. Ahora bien, no sólo está fijada fundamental e indudablemente la intención monoteísta de la fe bíblica en Dios, sino que en los escritos bíblicos de después del exilio puede observarse con claridad creciente el intento de hacer comprensible al mundo en torno la esencia que acabamos de describir de la fe monoteísta [28] . El tema de la creación avanza en ellos siempre más y más y desempeña por ejemplo en el Deutero-Isaías un papel dominante. Como ningún otro pensamiento era éste apropiado para interpretar [29] lo especial de la fe bíblica en Dios ante los pueblos del mundo, a los cuales estaba Israel como trasladado en manera por completo nueva. Precisamente en el pensamiento de creación fue capaz el profeta de expresar el hecho de que Israel no adoraba a ninguno de los usuales dioses de los pueblos, a ninguno de los poderes intramundanos de fertilidad, sino al fundamento mismo del mundo. Piénsese en los magníficos versos del capítulo 40 de Isaías: «¿Quién midió las aguas con el hueco de la mano, y a palmos los cielos, y al tercio de efa el polvo de la tierra, pesó en la romana las montañas o en la balanza los collados? ¿Quién ha sondeado al espíritu de Yahvé, quién fue su consejero y le instruyó? ¿Con quién deliberó él para recibir instrucciones y que le enseñase el camino de la justicia? ¿Quién le enseñó la sabiduría y le dio a conocer el camino del entendimiento? Son las naciones como gota de agua en el caldero, como grano de un polvo en la balanza. Las islas pesan lo que el polvillo que se lleva el viento. El Líbano no basta para leña, ni sus animales para el holocausto. Todos los pueblos son delante de él como nada, son ante él nada y vanidad. ¿A quién, pues, compararéis vuestro Dios, qué imagen haréis que se le asemeje?» (Is. 40, 12-18) [30] . Cara a los potentes y orgullosos reinos del mundo, un lenguaje verdaderamente audaz que expresa de modo impresionante lo especial del Dios de Israel: su unicidad, que se funda en que él es el absoluto mismo, que en tanto absoluto se ha vuelto a los hombres [31] . En igual dirección que el concepto de creación apunta la designación de Dios como «Dios del cielo», la cual se encuentra determinante, en primer plano, en los libros de Esra y Daniel. No hay duda de que se trata, por así decirlo, de un concepto misional, cuya función es otra vez hacer por todos lados comprensible a los pueblos la esencia del Dios de Israel. «Dios del cielo» es en la historia de las religiones la designación del Dios supremo, que con frecuencia, en cuanto «deus otiosus», adopta prácticamente la función de un Dios de los filósofos [32] . Si Israel designa a su Dios ante los paganos como el Dios del cielo, quiere decir con ello que no conoce ningún Dios de los pueblos en sentido usual, sino que su Dios es el único señor del mundo –«el absoluto»–, por el que se sabe apelado y al que están en verdad sometidos todos los pueblos [33] . Finalmente, apunta también en la misma dirección la noticia de las propiedades divinas, que podemos tomar de la Biblia. En ella se toca tal vez más cercanamente que nunca la imagen bíblica de Dios con la doctrina de Dios de los filósofos, y por lo mismo ha favorecido como nada la puesta en relación de ambas. Conceptos como eternidad, omnipotencia, unidad, verdad, bondad y santidad de Dios no indican, desde luego, sin más, lo mismo en Biblia y en filosofía, pero no pueden ignorarse aproximaciones considerables. La intención de remitir por encima de todos los poderíos intramundanos al poder originario que mueve el mundo les es común a ambas [34] . Con tales reflexiones se hace claro algo más. El elemento filosófico se suministró al concepto de Dios de la Biblia en la medida en que éste se encontraba forzado a pronunciar lo suyo propio y especial frente al mundo de los pueblos, y en un lenguaje general, esto es, comprensible para el mundo todo, por encima del propio espacio interior. Se hizo necesario en la medida en que, visto negativamente, surgió la indigencia apologética; visto positivamente, la indigencia misionera. Lo filosófico designa, por tanto, ni más ni menos, la dimensión misionera del concepto de Dios, ese momento con el que se hace comprensible hacia fuera. Así es también evidente que la apropiación de lo filosófico fue realizada ampliamente en el momento en que el judaísmo, poco expansivo, quedaba disuelto por una religión expresamente misionera, el cristianismo. La apropiación de la filosofía, tal y como fue ejecutada por los apologetas, no era otra cosa que la necesaria función complementaria interior del proceso externo de la predicación misionera del Evangelio al mundo de los pueblos. Si para el mensaje cristiano es esencial no ser doctrina esotérica secreta para un círculo rigurosamente limitado de iniciados, sino mensaje de Dios a todos, entonces le es también esencial la interpretación hacia afuera, dentro del lenguaje general de la razón humana. La verdadera exigencia de la fe cristiana no puede hacerse visible en su magnitud y en su seriedad, sino por este guión con aquello que el hombre ya de antemano ha captado en alguna forma como lo absoluto [35] .


    3. La unidad de relación de filosofía y fe

    Por eso, al «sistema parcial de identidad» de Tomás de Aquino le corresponde, sin duda alguna, auténtico derecho: el guión entre Dios de la fe y Dios de los filósofos es, fundamentalmente y en cuanto tal, legítimo [36] . Sin embargo, queda atrás un aguijón que nos fuerza a hacer espacio todavía y, sobre todo, al justificado deseo de Emil Brunner. Porque está claro: si la fe capta el concepto filosófico de Dios y dice: «lo absoluto, del que vosotros sabíais ya por sospechas de alguna manera, es el absoluto que habla en Jesucristo (que es «palabra») y que puede ser apelado», con ello, no se suprime sin más la diferencia de fe y filosofía, y ni mucho menos lo que hasta ahora era filosofía se transforma en fe. La filosofía sigue siendo más bien lo otro y lo propio, a lo que se refiere la fe para expresarse en ella como en lo otro y hacerse comprensible. Y además el concepto de absoluto, si se le desata de su propia existencia filosófica, o más exactamente, de su ser hasta ahora conjunto con el politeísmo y se le encuadra en el campo de relaciones de la fe, tendrá que atravesar necesariamente una purificación y transformación de hondura. Considerémoslo otra vez en el definitivo proceso, que lo es de fundamentación, de la apropiación de la filosofía griega por la fe cristiana. Constatábamos que en el mundo griego del espíritu la teología natural, que alza el concepto filosófico de Dios, no era, desde luego, la única teología que había en general, sino que coexistía con la teología mítica y política, y de tal manera que Dios permanecía para ella esencialmente no religioso, y que por ello pudo conformar el trasfondo metafísico para el politeísmo religioso que dominaba la superficie. Está claro que la fundamental neutralidad religiosa del concepto de Dios tuvo que determinar también, y regulativamente, la idea misma del absoluto, y que el tránsito de la coexistencia negativa con el politeísmo a la coexistencia positiva con la fe monoteísta no podía pasar por él de largo, sin dejar huella. De todas maneras, puede y debe decirse aquí: aunque la apropiación por los apologistas y los padres del concepto de Dios filosófico era sin duda legítimo, más aún, esencialmente necesario, tampoco hay que discutir que esa apropiación no se ha conseguido siempre con crítica suficiente. Las declaraciones filosóficas fueron con frecuencia adoptadas sin el menor reparo y sin someterlas a los necesarios acrisolamiento y transformación críticos [37] . El conocimiento de que Dios es un Dios referido al mundo y al hombre, que opera dentro de la historia, o dicho más hondamente, el conocimiento de que Dios es persona, yo que sale al encuentro del tú, este conocimiento exige un examen en toda la línea de las declaraciones filosóficas, un repensarlas como todavía no se ha ejecutado suficientemente. En esta tarea de una apropiación más profunda del concepto de Dios podrían la teología católica y la protestante, viniendo de diversas partes, encontrarse de una manera nueva. En cualquier caso, el trabajo en tal tarea significará teología en sentido eminente y también una extensión de lo que Ricardo de San Víctor, desde Agustín y desde los salmos, reconocía como la tarea propia de la teología el «quaerite faciem eius semper – buscad siempre su rostro» [38] . Ciertamente, se gane lo que siempre se gane en esos conocimientos nuevos, no se ha de despojar de su fuerza lo que Agustín anota para ese verso del salmo. «Esto es, sin duda, el “buscad siempre su faz”: que el encontrar no depare un fin a ese preguntar que caracteriza el amor, sino que con el amor creciente crezca también el preguntar dentro del amado» [39] . La tarea de la teología queda en este tiempo del mundo necesariamente inconclusa. Es precisamente el preguntar siempre nuevo por la faz de Dios «hasta que El venga» y sea El mismo respuesta a toda pregunta.


    NOTAS

    [1] La edición electrónica de este relevante documento excluye cualquier finalidad lucrativa.y se realiza con motivos exclusivamente educativos.
    [2]
    Taurus Ediciones prepara la publicación, para una fecha próxima, de un libro de JOSEPH RATZINGER, cuyo título castellano será La fraternidad cristiana (N. del E.).
    [3]
    R. GUARDINI, Christliches Bewußtsein. Versuche über Pascal. Munich, 1950, 2ª ed., Págs. 46.
    [4]
    Sobre el careo soterrado con Descartes, que está a la base de la distinción de «esprit de géometrie» y «esprit de finesse» llama la atención especialmente M. LAROS en su traducción de los Pensées, Munich-Kempten, 1913, p. 1, n. 2. Sobre la concepción de Pascal del camino del conocimiento religioso, cfr. GUARDIN1, OP. Cit. 165-246, y la exposición resumen en H. MEYER, Geschichte der abendländischen Weltanschauung, IV, Paderborn, 1950. p. 130-142; allí mismo más bibliografía.y 55 (hay edición castellana).
    [5]
    Respecto a este desarrollo, G. SÖHNGEN, «Die Neubegründung der Metaphysik und die Gotteserkenntnis», en Probleme der Gotteserkenntnis, publicación de la Academia Albertus Magnus, II, 3, Münster, 1928, páginas 1-55. W PANENBERG, art. «Gott». V (Históricoteológico), RGG II, 3 ed., 1729 ss. A la importante influencia que A. RITSCHL y H. CREMER han ejercido en este asunto, alude W. PANNENBERG «Die Aufnahme des philosophischen Gottesbegriffs als dogmatisches Problem der frühchristlichen Theologie», en Z K G. 70 (1959), 1-41.
    [6]
    Así determina SCHELER la relación recíproca en «Vom Ewigen im Menschen», Leipzig, 1921, p. 339, cfr. H. FRIES, Die katholische Religionsphilosophie der Gegenwart, Heidelberg, 1949, p. 72.
    [7]
    Breve y clásicamente está reducida la posición de Tomás de Aquino a este respecto en S. Theol, q. 1, a. 1, en donde la teología filosófica queda enfrentada en cuanto teología del «lumen naturalis rationis» a la «doctrina per revelationem»; mientras que la primera es una teología de los «pauci» y está mezclada con errores, es la última accesible a todos, zanja los errores y añade nuevos conocimientos. El derecho fundamental de la teología filosófica permanece intocado. Cfr. los textos que citamos en la n. 8.
    [8]
    Vom Ewigen im Menschen, 323 ss.; H. FRIES, op. cit., 61 ss.
    [9] S. Theol, q. 2, a. 2, ad 1, dice Tomás a la objeción de que la existencia de Dios es una proposición de fe y por eso no probable: « ... dicendum quod Deum esse et alia huiusmodi quae per rationem naturalem nota possunt esse de Deo... non sunt articuli fidei, sed praeambula ad articulos: sic enim fides praesupponit cognitionem naturalem, sicut gratia naturam et perfectio perfectibile. Nihil tamen prohibet, illud quod se cundum se demonstrabile est et seibile, ab aliquo accipi ut credibile, qui demostrationem non capit». Cfr. S. c. g., I, c. 7.
    [10]
    E.BRUNNER, Die christliche Lehre von Gott (Dogmatik I), Zürich, 1953, 2ª ed., 121-140. Bibliografía relacionada con ésta, PANNENBERG, Die Aufnahme... Además, J. P. STEFFES, Glaubensbegründung I, Mainz, 1958, p. 32. La siguiente exposición se limita conscientemente a la posición especialmente característica de BRUNNER, que aquí y allá aclaramos más aún con pensamientos propios.
    [11] BRUNNER, Op. Cit., 132 s.
    [12] Op. cit., 125.
    [13]
    Op. cit., 135.
    [14] Op. cit., 136.
    [15]
    Op. cit., 130.
    [16] Op. cit., 131. Además, la obra de BRUNNER: Wahrheit als Begegnung. Sechs Vorlesungen über das christliche Wahrheitsverstädndnis, Zürich, 1938. Las tesis nuevas de esta obra, cuyo punto fundamental de partida determina también la doctrina de Dios de la Dogmática, se entienden en conexión con la obra de FERDINAND EBNER. Cfr. las advertencias de BRUNNER a este respecto en Für Ferdinand Ebner, Regensburg, 1935. p. 12-15.
    [17]
    Sobre la problemática de la «analogia entis», que ha ocupado penetrantemente tanto a KARL BARTH como a EMIL BRUNNER, hay que considerar sobre todo últimamente G. SÖHNGEN, Die Einheit in der Theologie, Munich, 1952, p. 235-264. H. U. Von BALTHASAR, KARL BARTH, Colonia, 1951. E. PRZYWARA, art. «Analogía entis und analogia fidei», L Th K I, 2ª ed.. , 470-476.
    [18]
    Para captar concretamente el concepto griego de Dios enfrente del cristiano es fundamental W. PANNENBERG, Die Aufnahme... Aquí ha de resaltarse, además y sobre todo, la relación del concepto filosófico de Dios de los griegos para con su mundo religioso.
    [19]
    Cfr. J. BILZ, art. «Theologie», L Th K X, 65 ss., sobre la expresión «teología», P. BATIFFOL, «Theologie», en Eph. theol. Lov. 5 (1928), 205-220; J. STIGLMAYR, «Mannigfache Bedeutung von "Theologie" und "Theologen"», en Theol. u. Glaube II (1919), 296-309.
    [20] Con Varro tiene un careo penetrante Tertuliano, Ad nationes, II, 1-8, así como Agustín, De civitate Dei, VI, 5 ss. Cfr. para lo que sigue J. RATZINGER, Volk und Haus Gottes in Augustinus Lehre von der Kirche, Munich, 1954, p. 256-276.
    [21]
    «De civitate Dei», VI, 5, C. Chr 47, p. 171; IV 32, p. 126.
    [22]
    VI, 5, p. 171.
    [23] RATZINGER, op. cit., 270.
    [24]
    Esta contraposición propia del monoteísmo y del politeísmo está certeramente elaborada, sobre todo, por J. A. CUTTAT, Begegnung der Religionen, Einsiedeln, 1956, p. 20 ss. En lugar del enfrentamiento de CUTTAT, de fácil mala interpretación, de concepto «personal» y «no personal» de Dios, prefiero hablar de «apelabilidad» de Dios o de su falta, ya que, desde un punto de vista de filosofía de la religión, sólo la apelabilidad de Dios constituye su personalidad. El primer motor de Aristóteles lleva consigo, desde luego, distintivos esenciales del concepto metafísico de persona (¡conciencia de sí mismo!), pero no puede ser designado en filosofía de la religión como «persona», precisamente porque le falta la capacidad de oír frente a los hombres y, por tanto, la apelabilidad. Sobre la idea de unidad que permanece en el trasfondo también del politeísmo, cfr. A. BRUNNER, Die Religion, Friburgo en Br., 1956, página 177 ss., p. 86.
    [25]
    Esto está especialmente claro en el budismo original y en las formas más importantes del hinduísmo; cfr. H. VON GLASENAPP, «Die nichtchristlichen Religionen», Fischer Lexikon, vol. I, 1957, p. 76 ss. y 156 ss. No menos claro está, en el neoplatonismo, la apología filosófica del politeísmo en la antigüedad postrema. Cfr. la exposición en E. ZELLER, Philosophie der Griechen, III, 2, 1903, 4ª ed.
    [26]
    Sólo así es comprensible el peculiar estado de cosas, que por ejemplo Platón y Aristóteles, a pesar de su monoteísmo filosófico, permanezcan politeístas religiosos. Sobre esto E. GILSON, L"Esprit de la Philosophie médievale, W. PANNENBERG, op. cit., 7.
    [27]
    BRUNNER, op. Cit., 136.
    [28] Para lo que sigue, E. WÜRTHWEIN, art. «Gott» II, RGG, II, 3ª ed., 1705-1713; A. DEISSLER, «Gott», en Bibeltheol. Wörterbuch, de J. B. BAUER, Graz, 1959, p. 352-368.
    [29]
    El autor emplea el término «dolmetschen«, esto es, interpretar casi como oficio; «die Dolmetscher Schule», la escuela de intérpretes (N. de T.).
    [30]
    El texto bíblico catsellano según Nácar-Colunga. 5ª ed., Madrid, 1953.
    [31]
    Cfr. DEISSLER, Op. cit., 356 ss.
    [32]
    A. BRUNNER, op. cit., 67 ss., 155; HENRI DE LUBAC, L"origine de la religion; G. VAN DER LEEUW, Phänomenologie der Religion, Tubinga, 1956, 2ª ed., p. 182 ss.
    [33]
    Cfr. W. EICHRODT, Theologie des Alten Testaments, I, 2ª ed., Leipzig, 1939, p. 113.
    [34] Cfr. W. PANNENBERG, Op. cit., con una cuidadosa ponderación de las diferencias y relaciones recíprocas.
    [35]
    Esto está dicho objetiva y explícitamente por W. PANNENBERG, Op. cit., 45, que indica cómo el abandono del elemento metafísico en el concepto de Dios significaría a la vez el abandono de la exigencia universal de la fe cristiana. Cfr. también, p. 13.
    [36]
    La crítica de SCHELER del «sistema parcial de identidad», de Tomás de Aquino, sigue siendo justificada, en cuanto que la relación esencial de fe y filosofía no puede ser agudizada en el sentido de una identidad de «religio naturalis» y «theologia naturalis», sino que a fin de cuentas hay sólo una unidad de relación. Por lo cual se puede aprobar el concepto de «sistema de conformidad», que, no obstante la verdadera intención del Aquinate, queda más cerca que lo que SCHELER mismo acepta, Cfr. A. LANG, Wesen und Wahrheit der Religion, Munich, 1957, p. 88 ss.
    [37]
    Sobre esto detalladamente W. PANNENBERG, op. cit. Allí también importantes puntos de partida para una nueva apropiación crítica del concepto filosófico de Dios. Un intento modesto en la misma dirección emprendí yo también en mi artículo «Ewigkeit» en LThK III, 2ª ed., 1268 ss.
    [38]
    De trin., III, 1: Pl 196, 916: «Quid si non detur pervenire, quo tendo? Quid si currendo deficio? Gaudebo tamen inquirendo faciem domini mei semper proviribus cucurisse, laborasse, desudasse ...». Cfr. M. GRABMANN, Die Geschichte der scholastischen Methode, II, 1956 (nueva impresión), p. 313 ss.
    [39] En. in ps., 104, 3 CChr 40, p. 1537.



    Necesidad de la existencia de Dios
    Debate entre el cardenal Joseph Ratzinger y Flores d"Arcais.
     


    Un debate público sobre la existencia de Dios entre dos destacados personajes, uno del mundo cristiano y otro de la esfera laicista.

    Los dos personajes son el cardenal Joseph Ratzinger, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, y Paolo Flores d’Arcais, filósofo y director de la revista de pensamiento «MicroMega».

    Moderaba la confrontación el periodista Gad Lerner, judío, y director de la cadena televisiva Rai Uno.

    La convocatoria se produce a raíz de la reedición del número especial de la revista «MicroMega», de orientación de izquierda dialéctica, curiosamente dedicado a «Filosofía y Religión», en el que colaboran los mismos Ratnzinger y D’Arcais.

    El periodista Lerner se preguntó:

    "Si son tan netos los confines entre quien cree y quien no cree,¿no habrá algún rasgo en común?"

    Y respondió que el rasgo común que comparten los dos ponentes es «el rechazo de una religiosidad acomodaticia, con un Dios hecho a la propia medida, sin medirse con el problema de la verdad, que está muy difundida hoy, como se ve en la "New Age" y en cierta idea de budismo». Preguntó a los ponentes de qué nace la necesidad de discutir sobre el tema.

  • El cardenal Ratzinger respondió que «nace del hecho de que los creyentes creemos que tenemos algo que decir a los demás. Estamos convencidos de que el hombre tiene necesidad de conocer a Dios. En Jesús ha aparecido la verdad, que debe ser conocida. En esta época de crisis es necesario que no vivamos sólo hacia el interior».
  • Por su parte Flores d’Arcais indicó que «en un debate de este tipo hay una gran asimetría. El creyente está interesado en convertir. El ateo no tiene esta necesidad». Y se preguntó por qué un ateo está interesado en la fe. Respondió que «ser ateo significa mantener que todo se juega aquí, en esta existencia finita. Sobre esta base se establecen las alianzas, las solidaridades, los conflictos, los choques. La convivencia basada en la tolerancia no es indiferente al tipo de fe.

    Si la fe de un cristiano es la de las primeras generaciones de cristianos, la fe escándalo para la razón, no hay ningún conflicto con el no creyente. Pero si la fe pretende ser el resumen y el cumplimiento de la razón, lo que es más característico del hombre, se comprende que tenga la tentación de imponerse. ¿Por qué no renunciáis los creyentes a la demostración de la verdad, por qué pretendéis la racionalidad?».
  • El cardenal Ratzinger rebatió esta afirmación diciendo que «los creyentes de las primeras generaciones no creían en la absurdidad de la fe. Pablo habla en el Areópago. Pablo predica una fe que es por una parte escándalo pero estaba convencido de que no anunciaba nada absurdo, sino un mensaje que podía apelar a la razón, una religión que no es inventada sino que está en consonancia con nuestra razón. Estoy de acuerdo con Flores d’Arcais en que esto no se debe imponer».



    A la pregunta de si se puede vivir sin fe, Flores d’Arcais respondió que, «depende de lo que se entienda por fe». «Si se entiende como profunda pasión existencial por ciertos valores que hagan de la vida algo sensato, no. Pero si se entiende como creencia religiosa, sí se puede vivir sin fe», confesó ofreciendo su opinión íntima.«La fe --añadió-- es algo más pero también algo menos. La lucidez de lo finito permite vivir con una pasión y una conciencia crecida las vivencias de nuestra vida».



    Respecto al tema: hay algo común entre creyentes y no creyentes

    El cardenal Ratzinger indicó que «hay un terreno común. Puede haber coincidencias sobre valores que hacen digna la vida: combatir la intolerancia, los fanatismos, el compromiso por la dignidad del hombre, la libertad, la ayuda a los necesitados. Es un terreno en el que, a pesar de la división, tenemos una responsabilidad común. El amor contra el odio, la verdad contra la mentira, es innato en el hombre. La conciencia y el compromiso por la dignidad humana es una presencia escondida de una fe más profunda, aunque no esté definida en términos teológicos. Es una raíz común del bien contra el mal».

    Flores d’Arcais indicó que «el terreno común es el Evangelio y los valores del Evangelio. Hay dos valores fundamentales: la frase de Jesús: "que tu decir sea sí, sí, o no, no", es la idea de que toda diplomacia exagerada es obra del demonio. El segundo es que el pecado de los pecados es el privilegio, la diferencia en las riquezas. Estos dos valores a veces son más sentidos por muchos que no son creyentes que por la mayoría de los cristianos».



    Sobre la Ilustración y el laicismo

    Flores d’Arcais, que se considera orgullosamente uno de los últimos jacobinos, al oír hablar al cardenal de tolerancia, le dijo: «¡cuánto os habéis dejado contaminar como Iglesia por el mundo laicista! El término tolerancia es un término iluminista».

    El Cardenal Ratzinger respondió que el laicismo tiene un significado en Italia diverso en otros países. Indicó que «el cristianismo quería ser una Ilustración en un cierto sentido». «Es el momento --añadió-- de trascender estas oposiciones. La Ilustración se oponía al cristianismo pero había corrientes de Ilustración cristiana. El cristianismo debería replantear sus raíces. Hay oposición sólo en ciertos modos de Ilustración. Yo no hablaría de contaminación. Me parece positivo que estas dos corrientes, que estaban separadas, se encuentren y que cada una empiece a aprender de la otra».


  • Acceso racional a Dios
    Textos de SS Juan Pablo II. La Fe en Dios encuentra apoyo en razonamientos de nuestra inteligencia.
     
    Acceso racional a Dios
    Acceso racional a Dios


    LA FE EN DIOS ENCUENTRA APOYO EN RAZONAMIENTOS DE NUESTRA INTELIGENCIA

    PRUEBAS DE LA EXISTENCIA DE DIOS, Audiencia General, 10.VII.85

    1. Cuando nos preguntamos: «¿Por qué creemos en Dios?», la primera respuesta es la de nuestra fe: Dios se ha revelado a la humanidad, ha entrado en contacto con los hombres. La suprema revelación de Dios se nos ha dado en Jesucristo, Dios encarnado. Creemos en Dios porque Dios se ha hecho descubrir por nosotros como el Ser supremo, el gran «Existente». Sin embargo esta fe en un Dios que se revela, encuentra también un apoyo en los razonamientos de nuestra inteligencia. Cuando reflexionamos, constatamos que no faltan las pruebas de la existencia de Dios. Estas han sido elaboradas por los pensadores bajo forma de demostraciones filosóficas, de acuerdo con la concatenación de una lógica rigurosa. Pero pueden revestir también una forma más sencilla y, como tales, son accesibles a todo hombre que trata de comprender lo que significa el mundo que lo rodea.


    LAS PRUEBAS DE LA EXISTENCIA DE DIOS NO PUEDEN SER DE ORDEN CIENTÍFICO EXPERIMENTAL

    2. Cuando se habla de pruebas de la existencia de Dios, debemos subrayar que no se trata de pruebas de orden científico-experimental. Las pruebas científicas, en el sentido moderno de la palabra, valen sólo para las cosas perceptibles por los sentidos, puesto que sólo sobre éstas pueden ejercitarse los instrumentos de investigación y de verificación de que se sirve la ciencia. Querer una prueba científica de Dios, significaría rebajar a Dios al rango de los seres de nuestro mundo, y por tanto equivocarse ya metodológicamente sobre aquello que Dios es. La ciencia debe reconocer sus límites y su impotencia para alcanzar la existencia de Dios: ella no puede ni afirmar ni negar esta existencia. De ello, sin embargo, no debe sacarse la conclusión que los científicos son incapaces de encontrar, en sus estudios científicos, razones válidas para admitir la existencia de Dios. Si la ciencia como tal no puede alcanzar a Dios, el científico, que posee una inteligencia cuyo objeto no está limitado a las cosas sensibles, puede descubrir en el mundo las razones para afirmar la existencia de un Ser que lo supera. Muchos científicos han hecho y hacen este descubrimiento.


    UN ESPÍRITU ABIERTO SE PLANTEA NECESARIAMENTE EL PROBLEMA DEL ORIGEN

    Aquel que, con un espíritu abierto, reflexiona en lo que está implicado en la existencia del universo, no puede por menos de plantearse el problema del origen. Instintivamente cuando somos testigos de ciertos acontecimientos, nos preguntamos cuáles son las causas. ¿Cómo no hacer la misma pregunta para el conjunto de los seres y de los fenómenos que descubrimos en el mundo?

    3. Una hipótesis científica como la de la expansión del universo hace aparecer más claramente el problema: si el universo se halla en continua expansión, ¿no se debería remontar en el tiempo hasta lo que se podría llamar el «momento inicial», aquel en el que comenzó la expansión? Pero, sea cual fuere la teoría adoptada sobre el origen del universo, la cuestión más fundamental no puede eludirse. Este universo en constante movimiento postula la existencia de una Causa que, dándole el ser, le ha comunicado ese movimiento y sigue alimentándolo. Sin tal Causa suprema, el mundo y todo movimiento existente en él permanecerían «inexplicados» e «inexplicables», y nuestra inteligencia no podría estar satisfecha. El espíritu humano puede recibir una respuesta a sus interrogantes sólo admitiendo un Ser que ha creado el mundo con todo su dinamismo, y que sigue conservándolo en la existencia.


    LA ORGANIZACIÓN PERFECTA DE LA MATERIA REMITE A LA CUESTIÓN DEL ORIGEN

    4. La necesidad de remontarse a una Causa suprema se impone todavía más cuando se considera la organización perfecta que la ciencia no deja de descubrir en la estructura de la materia. Cuando la inteligencia humana se aplica con tanta fatiga a determinar la constitución y las modalidades de acción de las partículas materiales, ¿no es inducida, tal vez, a buscar el origen en una Inteligencia superior, que ha concebido todo? Frente a las maravillas de lo que se puede llamar el mundo inmensamente pequeño del átomo, y el mundo inmensamente grande del cosmos, el espíritu del hombre se siente totalmente superado en sus posibilidades de creación e incluso de imaginación, y comprende que una obra de tal calidad y de tales proporciones requiere un Creador, cuya sabiduría trascienda toda medida, cuya potencia sea infinita.


    OTRO MOTIVO: LA FINALIDAD INTERNA EN EL DESARROLLO DE LA VIDA

    5. Todas las observaciones concernientes al desarrollo de la vida llevan a una conclusión análoga. La evolución de los seres vivientes, de los cuales la ciencia trata de determinar las etapas, y discernir el mecanismo, presenta una finalidad interna que suscita la admiración. Esta finalidad que orienta a los seres en una dirección, de la que no son dueños ni responsables, obliga a suponer un Espíritu que es su inventor, el creador. La historia de la humanidad y la vida de toda persona humana manifiestan una finalidad todavía más impresionante.


    EL HOMBRE NO ES DUEÑO DE SU PROPIO DESTINO, NO TIENE PODER ABSOLUTO

    Ciertamente el hombre no puede explicarse a sí mismo el sentido de todo lo que le sucede, y por tanto debe reconocer que no es dueño de su propio destino. No sólo no se ha hecho él a sí mismo, sino que no tiene ni siquiera el poder de dominar el curso de los acontecimientos ni el desarrollo de su existencia. Sin embargo, está convencido de tener un destino y trata de descubrir cómo lo ha recibido, cómo está inscrito en su ser. En ciertos momentos puede discernir más fácilmente una finalidad secreta, que transparenta de un concurso de circunstancias o de acontecimientos. Así, está llevado a afirmar la soberanía de Aquel que le ha creado y que dirige su vida presente.


    EL HOMBRE NO ES DUEÑO DE SU PROPIO DESTINO, NO TIENE PODER ABSOLUTO. LA BELLEZA IMPULSA A MIRAR HACIA LO ALTO

    6. Finalmente, entre las cualidades de este mundo que impulsan a mirar hacia lo alto está la belleza. Ella se manifiesta en las multiformes maravillas de la naturaleza; se traduce en las innumerables obras de arte, literatura, música, pintura, artes plásticas. Se hace apreciar también en la conducta moral: hay tantos buenos sentimientos, tantos gestos estupendos. El hombre es consciente de «recibir» toda esta belleza, aunque con su acción concurre a su manifestación. El la descubre y la admira plenamente sólo cuando reconoce su fuente, la belleza trascendente de Dios.


    ADMITIR EFECTOS SIN CAUSA EQUIVALE A RENUNCIAR AL PENSAMIENTO

    7. A todas estas «indicaciones» sobre la existencia de Dios creador, algunos oponen la fuerza del acaso o de mecanismos propios de la materia. Hablar de acaso para un universo que presenta una organización tan compleja en los elementos y una finalidad en la vida tan maravillosa, significa renunciar a la búsqueda de una explicación del mundo como nos aparece. En realidad, ello equivale a querer admitir efectos sin causa. Se trata de una abdicación de la inteligencia humana que renunciaría así a pensar, a buscar una solución a sus problemas. En conclusión, una infinidad de indicios empuja al hombre, que se esfuerza por comprender el universo en que vive, a orientar su mirada hacia el Creador. Las pruebas de la existencia de Dios son múltiples y convergentes. Ellas contribuyen a mostrar que la fe no mortifica la inteligencia humana, sino que la estimula a reflexionar y le permite comprender mejor todos los «porqués» que plantea la observación de lo real.


    LOS HOMBRES DE CIENCIA Y DIOS
    Alocución 17.VII.85

    1. Es opinión bastante difundida que los hombres de ciencia son generalmente agnósticos y que la ciencia aleja de Dios. ¿Qué hay de verdad en esta opinión? Los extraordinarios progresos realizados por la ciencia, particularmente en los últimos dos siglos, han inducido a veces a creer que la ciencia sea capaz de dar respuesta por sí sola a todos los interrogantes del hombre y de resolver todos los problemas. Algunos han deducido de ello que ya no habría ninguna necesidad de Dios. La confianza en la ciencia habría suplantado a la fe. Entre ciencia y fe—se ha dicho—es necesario hacer una elección: o se cree en una o se abraza la otra. Quien persigue el esfuerzo de la investigación científica, no tiene ya necesidad de Dios; y viceversa, quien quiere creer en Dios, no puede ser un científico serio, porque entre ciencia y fe hay un contraste irreducible.

    2. El Concilio Vaticano ll ha expresado una condición bien diversa. En la Constitución Gaudium et spes se afirma:«La investigación metódica en todos los campos del saber, si está realizada de una forma auténticamente científica y conforme a las normas morales, nunca será en realidad contraria a la fe, porque las realidades profanas y las de la fe tienen su origen en un mismo Dios. Más aún, quien con perseverancia y humildad se esfuerza por penetrar en los secretos de la realidad, está llevado, aun sin saberlo, como por la mano de Dios, quien, sosteniendo todas las cosas, da a todas ellas el ser» (Gaudium et spes, 36).

    De hecho se puede observar que siempre han existido y existen todavía eminentes hombres de ciencia, que en el contexto de su humana experiencia han creído positiva y benéficamente en Dios. Una encuesta de hace cincuenta años, realizada con 398 científicos entre los más ilustres, puso de relieve que sólo 16 se declararon no creyentes, 15 agnósticos y 367 creyentes (cfr. A. Eymieu, La part des croyants dans les progres de la science, 6e. éd., Perrin,1935, pág. 274).

    3. Todavía más interesante y proficuo es darse cuenta de por qué muchos científicos de ayer y de hoy ven no sólo conciliable, sino felizmente integrante la investigación científica rigurosamente realizada con el sincero y gozoso reconocimiento de la existencia de Dios. De las consideraciones que acompañan a menudo como un diario espiritual su empeño científico, sería fácil ver el entrecruzamiento de dos elementos: el primero es cómo la misma investigación, en lo grande y en lo pequeño, realizada con extremo rigor, deja siempre espacio a ulteriores preguntas en un proceso sin fin, que descubre en la realidad una inmensidad, una armonía, una finalidad inexplicable en términos de casualidad o mediante los solos recursos científicos. A ello se añade la insuprimible petición de sentido, de más alta racionalidad, más aún, de algo o de Alguien capaz de satisfacer necesidades interiores, que el mismo refinado progreso científico, lejos de suprimir, acrecienta.

    4. Mirándolo bien, el paso a la afirmación religiosa no viene por sí en fuerza del método científico experimental, sino en fuerza de principios filosóficos elementales, cuales el de causalidad, finalidad, razón suficiente, que un científico, como hombre, ejercita en el contacto diario con la vida y con la realidad que estudia. Más aún, la condición de centinela del mundo moderno, que entrevé el primero la enorme complejidad y al mismo tiempo la maravillosa armonía de la realidad, hace del científico un testigo privilegiado de la plausibilidad del dato religioso, un hombre capaz de mostrar cómo la admisión de la trascendencia, lejos de dañar la autonomía y los fines de la investigación, la estimula por el contrario a superarse continuamente, en una experiencia de autotrascendencia relativa del misterio humano. Si luego se considera que hoy los dilatados horizontes de la investigación, sobre todo en lo que se refiere a las fuentes mismas de la vida, plantean interrogantes inquietantes acerca del uso recto de las conquistas científicas, no nos sorprende que cada vez con mayor frecuencia se manifieste en los científicos la petición de criterios morales seguros, capaces de sustraer al hombre de todo arbitrio. ¿Y quien, sino Dios, podrá fundar un orden moral en el que la dignidad del hombre, de todo hombre, sea tutelada y promovida de manera estable?.

    Ciertamente la religión cristiana, si no puede considerar razonables ciertas confesiones de ateísmo o de agnosticismo en nombre de la ciencia, sin embargo, es igualmente firme al no acoger afirmaciones sobre Dios que provengan de formas no rigurosamente atentas a los procesos racionales.

    5. A este punto sería muy hermoso hacer escuchar de algún modo las razones por las que no pocos científicos afirman positivamente la existencia de Dios y ver qué relación personal con Dios, con el hombre y con los grandes problemas y valores supremos de la vida los sostienen. Cómo a menudo el silencio, la meditación, la imaginación creadora, el sereno despego de las cosas el sentido social del descubrimiento, la pureza de corazón son poderosos factores que les abren un mundo de significados que no pueden ser desatendidos por quienquiera que proceda con igual lealtad y amor hacia la verdad.

    Baste aquí la referencia a un científico italiano, Enrico Medi, desaparecido hace pocos años. En su intervención en el Congreso Catequístico Internacional de Roma en 1971, afirmaba: «Cuando digo a un joven: mira, allí hay una estrella nueva, una galaxia, una estrella de neutrones, a cien millones de años luz de lejanía. Y, sin embargo, los protones, los electrones, los neutrones, los mesones que hay allí son idénticos a los que están en este micrófono (...). La identidad excluye la probabilidad. Lo que es idéntico no es probable ( . . . ). Por tanto, hay una causa, fuera del espacio, fuera del tiempo, dueña del ser, que ha dado al ser, ser así. Y esto es Dios ( . . . ) .«El ser, hablo científicamente, que ha dado a las cosas la causa de ser idénticas a mil millones de años-luz de distancia, existe. Y partículas idénticas en el universo tenemos 10 elevadas a la 85ª potencia... ¿Queremos entonces acoger el canto de las galaxias? Si yo fuera Francisco de Asís proclamaría: ¡Oh galaxias de los cielos inmensos, alabad a mi Dios porque es omnipotente y bueno! ¡Oh átomos, protones electrones! ¡Oh canto de los pájaros, rumor de las hojas, silbar del viento, cantad, a través de las manos del hombre y como plegaria, el himno que llega hasta Dios!» (Atti del 11 Congreso Catechistico Internazionale, Roma, 20-25 septiembre de 1971, Roma, Studium, 1972, págs. 449-450).


    ¿Dios, se ha autorevelado escasamente?
    Messori plantea al Papa Juan Pablo II una dificultad: si Dios existe, ¿por qué es tan difícil reconocerle?
     
    En uno de los primeros capítulos del libro Cruzando el umbral de la esperanza, Messori plantea al Papa Juan Pablo II una objeción o dificultad en relación con el conocimiento de Dios: si Dios existe, ¿por qué se esconde?, ¿por qué es tan difícil reconocerle?


    Juan Pablo II esboza una primera respuesta aludiendo al valor del itinerario racional en orden a la mostración de la existencia de Dios: Dios, en suma, no está nunca oculto por entero a la inteligencia humana. Pero, apenas sentadas esas afirmaciones, da un paso más, acudiendo de nuevo a la inversión pascaliana del contra en el pro: ¿no debe decirse más bien que la presencia de un peculiar silencio, de un entremezclarse de luz y oscuridad, es un sigilo de autenticidad ya que la tensión que ese entremezclarse implica es uno de los elementos constitutivos de la presente condición humana en cuanto condición peregrinante, es decir, en cuanto vida no llegada todavía a plenitud?

    Ya Pascal había seguido de algún modo ese camino en los textos en los que señala que, respecto a Dios, hay suficiente luz para que sea razonable creer y suficiente oscuridad para que el creer implique mérito. Entre el itinerario pascaliano y el de Juan Pablo II hay, no obstante, netas diferencias de perspectiva. Pascal aspira a analizar, en efecto, el acto de fe o, por mejor decir, su génesis y el modo cómo en ella se entrecruzan luz y oscuridad, racionalidad y amor, evidencia y entrega. Juan Pablo II dirige su atención no al hombre sino a Dios, no al acto por el que el hombre acoge la manifestación divina sino al manifestarse de Dios.

    “¿Por qué El parece esconderse como si jugara con su criatura? ¿No debería ser todo mucho más sencillo?”, se pregunta Juan Pablo II, haciendo suyos los interrogantes formulados por Messori. Son interrogantes -prosigue- que "pertenecen al repertorio del agnosticismo contemporáneo"; pero también, paradójicamente, interrogantes que "contienen formulaciones en las que resuenan el Antiguo y el Nuevo Testamento": también en la Escritura se alude a que Dios se esconde y juega, y se afirma, por tanto, "que la Sabiduría de Dios se da a las criaturas pero, al mismo tiempo, no desvela del todo Su misterio". ¿Qué sentido tiene todo eso?, ¿qué explica ese alternarse, mejor, ese coexistir de desvelación y ocultamiento?, ¿por qué Dios no se manifiesta en plenitud de claridad, sino en claroscuro?

    Para responder a esos interrogantes es necesario precisar qué se entiende por claridad, más concretamente, cuál es la claridad que en cada contexto se requiere. Ese es el camino que sigue Juan Pablo II, afirmando con frase neta: "la autorrevelación de Dios se actualiza en concreto en Su humanizarse"". ¿Hablar así -prosigue- no es acaso incidir en la reducción de lo divino a lo humano, propugnada por Feuerbach? "Las palabras son, sin duda, de Feuerbach -responde-, pero -ut minus sapiens «voy a decir una locura», cfr. 2 Corintios 11, 23- la provocación proviene de Dios mismo, puesto que Él realmente se ha hecho hombre en Su Hijo y ha nacido de la Virgen. Precisamente en este Nacimiento, y luego a través de la Pasión, la Cruz y la Resurrección, la autorrevelación de Dios en la historia del hombre alcanza su cenit: la revelación del Dios invisible en la visible humanidad de Cristo".

    Una inteligencia que medite sobre la realidad de Dios desde la perspectiva que nos descubre Cristo, es decir, la de un Dios que es amor, advertirá enseguida la coherencia profunda de esas afirmaciones. Precisamente porque Dios es un Dios que ama, porque Dios desea comunicarse al hombre, resultaba necesario que se acercara al hombre, y se acercó de hecho de modo pleno: haciéndose El mismo hombre hasta el extremo, es decir, asumiendo la concreta condición humana, manifestando así, de forma visible, humanamente tangible, su amor. El humanarse de Dios, su hacerse hombre, su nacer, su llegar hasta la pasión y la muerte, aunque pueden parecemos un obscurecimiento de su poder y de su grandeza, no constituyen, en realidad, tanto un ocultarse de Dios, cuando un desvelarse, un darse a conocer como quien ama, ya que el amor se manifiesta precisamente en la entrega.

    "Intentemos ser imparciales en nuestro razonamiento", prosigue Juan Pablo II. "¿Podía Dios ir más allá en Su condescendencia, en su acercamiento al hombre, conforme a sus posibilidades cognoscitivas? Verdaderamente, parece que haya ido todo lo lejos que era posible. Más allá no podía ir". "En cierto sentido -continúa corrigiendo en parte la afirmación anterior-, ¡Dios ha ido demasiado lejos!". "Desde una cierta óptica concluye- es justo decir que Dios se ha desvelado incluso demasiado en lo que tiene de más divino, en lo que es Su vida íntima; se ha desvelado en el propio Misterio". Y -añade- "no ha considerado el hecho de que tal desvelamiento lo habría en cierto modo oscurecido a los ojos del hombre, porque el hombre no es capaz de soportar el exceso de Misterio, no quiere ser así invadido y superado".

    Dios no se ha quedado corto en su revelación, no ha escondido su cariño, sino que, al contrario, lo ha manifestado de tal manera, con tal claridad, que esa manifestación puede ofuscarnos, suscitar ese miedo que provoca, incluso en lo humano, un amor llevado hasta el extremo, puesto que no sólo maravilla, sino que compromete y no deja más salida que llevar el propio amor hasta la plenitud de entrega. No hay falta de luz, sino, más bien, exceso de luz, ya que hay exceso de amor y el amor es la luz verdadera.


    Por qué las «ciencias positivas» no tienen nada que decir sobre Dios
    Ningún hecho científico, plenamente confirmado, ha tenido que rechazarse por estar enfrentado con la doctrina revelada.
     
    Por qué las «ciencias positivas» no tienen nada que decir sobre Dios
    Por qué las «ciencias positivas» no tienen nada que decir sobre Dios

    Para hablar de Dios existen dos caminos: uno de ellos es la fe, fundamentada en la intervención directa, libre, inesperada, del propio Dios en la historia de los hombres; una intervención-se llama Revelación-comprobable experimentalmente, como cualquier otro hecho histórico. El segundo camino para hablar de Dios consiste en verificar que sin Dios, no es posible que exista algo -el mundo- cuya existencia es indiscutible. Es el camino que sugiere la Escritura cuando señala que «lo invisible de Dios, su eterno poder y divinidad son conocidos mediante las obras» de Yahvéh (Romanos 1, 21).

    Conviene recalcar que esta vía para llegar a Dios no equivale a la que intenta partir del desasosiego experimentado cuando se carece de Dios: ante argumentos de ese tipo siempre aparece un Sartre dispuesto a decir que los hombres pueden muy bien no encontrar un sentido a sus vidas, pero que ¡tanto peor para ellos!, (si no están a gusto los hombres, que no inventen un dios; que se peguen un tiro si quieren, como-en efecto-han hecho algunos discípulos y lectores del mencionado autor, persuadidos de la inutilidad humana).

    El camino para hablar de Dios ha de ser tal que no quepa truncarlo con una salida de ese estilo: «pues peor para los hombres.» Se llegará rigurosamente hasta Dios, si se consigue mostrar que Dios es imprescindible (en el sentido de que negando a Dios habría que negar también otras cosas -el mundo- que, sin embargo, no pueden ponerse en duda). Habrá que concluir afirmando a Dios, cuando se compruebe que sin Él serían imposibles unas cosas que no pueden ser imposibles, por la sencilla razón de que están ahí. Para hablar, pues, de Dios al margen de la fe sobrenatural, se requiere tener firmemente establecidos dos principios:

    -que el mundo existe, sin ningún género de dudas; y

    -que ese mundo real sería sencillamente impensable -contradictorio, imposible- sin un Dios, por lo menos tan real como el mismo mundo.

    ¿Hay en la ciencia experimental "hueco" para Dios?

    Habrá que ver si la ciencia contradice esos principios; pero antes de entrar en detalles conviene detectar un cierto estado de opinión: bastantes personas tienen la impresión de que quienes más saben del mundo -esto es, los científicos- pueden muy bien discurrir acerca del universo, sin pensar para nada en Dios. De hecho, no faltan investigadores que aseguran no encontrar un hueco para Dios en la naturaleza que estudian.

    Es necesario subrayar esa frase: no encuentran un hueco para Dios; y vale la pena comentarla. Algunas personas, no muy bien informadas, sospechan que ocurre algo más grave: no sólo temen que los científicos puedan prescindir de Dios; temen que, con sus descubrimientos, lo contradigan. Parece oportuno aclarar que de ningún modo es éste el problema. Como advertía recientemente el biólogo A. Santos Ruiz, «puede decirse categóricamente que ningún hecho científico, plenamente confirmado, ha tenido que rechazarse por estar enfrentado con la doctrina revelada; o, al revés, que ninguno de esos hechos puede poner en entredicho la fe». Hubo ciertamente una época -durante los siglos XVIII y XIX-, en que la cuestión se planteaba en esos términos: algunos ateos, cultivadores de las ciencias, alimentaban la esperanza de asestar -con su saber- el «golpe de gracia» a la idea de Dios. La verdad es que hoy nadie medianamente riguroso enfoca las cosas de ese modo.

    El conocido antropólogo, ateo, Levi-Strauss reconocía, últimamente, cómo la ciencia no le puede servir para justificar su ateísmo. Y el biólogo Jean Rostand, igualmente ateo, confesaba también hace poco al escritor Christian Chabanis: «Yo he dicho que no a Dios...», pero al margen de su ciencia; con ella no ha conseguido demostrar que Dios no exista; más aún, «el problema de la fe -dice- me lo planteo todos los días; me obsesiona; es un problema que vuelve a cada momento...». A pesar de que muchos lo han intentado con admirable tesón, verdaderamente ya no es posible abrigar la esperanza de un «golpe de gracia» a la idea de Dios, por parte de la ciencia; algunos hasta creyeron haber zanjado el problema..., para comprobar -con el citado biólogo- que nada está zanjado, que «nunca se ha hablado tanto de Dios, como desde que ha muerto», (según el decir de sus «enterradores»).


    Un temor «fantasmal»

    Únicamente se pueden plantear el tema en términos de «contradicción Dios-ciencia» personas no demasiado profundas, o para quienes la ciencia es una especie de misterioso pozo que seguramente ha debido demostrar cosas que ellos desconocen. Como se trata de un temor «fantasmal», resulta preferible dejarlo de lado: bastantes problemas auténticos existen, como para discutir además las dificultades que podrían surgir; cuando surjan efectivamente será el momento para ocuparse de ellas. Pero esas supuestas contradicciones se desvanecen -como veremos- en cuanto se conoce cuál es el alcance propio de las ciencias positivas.

    El problema de Dios, en relación con la ciencia, se planteará hoy en todo caso en el sentido antes mencionado, de que los físicos, biólogos, etc., no descubran en sus investigaciones ningún hueco para Dios. Aunque algunos -quizá por superficialidad- identifiquen sin más esa «ausencia de hueco» con una demostración de la inexistencia de Dios, lo cierto es que de ninguna manera se trata de lo mismo. El simple hecho de que un bioquímico -pongamos por caso- no se tope en su laboratorio con Dios, o con la necesidad de recurrir a Dios, significa muy poco; tan poco como el hecho de que un contador Geiger -ideado para medir radiaciones atómicas- no controle, por ejemplo, las variaciones de temperatura atmosférica. Lo verdaderamente prodigioso sería que detectara esas variaciones que, en cambio, capta otro aparato -destinado a registrar temperaturas-llamado termómetro. Pero esto exige una explicación más detallada.


    El alcance de un método

    Se dijo antes que para llegar a Dios desde el mundo hay que sentar dos bases: que el mundo existe, y que el mundo es imposible sin Dios. Descartes fue uno de los precursores que, abiertamente, puso en tela de juicio la existencia del mundo. Probablemente a Galileo, Kepler, Newton, Torricelli, Mariotte o Huygens -más o menos de la misma época que Descartes- nunca se les ocurrió dudar de que las cosas existieran. Y, sin embargo, Descartes no hacía más que proclamar, como una cuestión teórica, algo que en cierto modo estaba ya contenido en el método que, para conocer el mundo, utilizaban en la práctica todos esos sabios.

    Verdaderamente Descartes sacaba las cosas de quicio al preguntarse, en serio, si existía o no el mundo; pero con sus dudas estaba reflejando la actitud que, en otro orden de cosas (ésta es la diferencia), era ya común entre los científicos de su tiempo: el método experimental.

    Los científicos, en efecto, no niegan que las cosas sean como son en sí: simplemente suelen despreocuparse de ello. La pérdida del respeto del hombre hacia el mundo, viene a coincidir con el momento en que se empieza a dominar, a domesticar la naturaleza. Ahora bien, para domesticar el mundo no hace falta saber estrictamente «lo que» el mundo «es»; basta con saber cómo funciona. El electricista que viene a reparar las instalaciones de mi casa, muy probablemente desconoce qué es la electricidad -me temo que, en rigor, casi nadie lo sabe a ciencia cierta-, pero, efectivamente, logra que funcionen los interruptores, y los aparatos. Para formular la ley de caída de los cuerpos tampoco es imprescindible saber en qué consiste la gravedad, ni qué es esa propensión mutua de los cuerpos: basta medir la fuerza con que se atraen, y calibrar en qué grado tal intensidad depende de ciertos factores.

    Efectivamente, a las ciencias llamadas «positivas» -física, química, astronomía, etc.- les suele bastar, habitualmente, con averiguar cómo funcionan los objetos, y con descubrir en qué medida un factor es solidario de otros: para evitar que un puente se quiebre por efecto del calor, es suficiente conocer cuál es la dilatación exacta que experimentan sus materiales para cada incremento en la temperatura (no es preciso saber qué es el calor, ni hace falta definir el concepto de extensión).

    Bien es verdad que cuando se descubre -siguiendo el mismo ejemplo- la relación constante entre las variaciones de extensión de un cuerpo y las de su temperatura, los científicos acostumbran a decir que ese cuerpo tiene un índice de dilatación, pongamos por caso, de 7,0; pero esto no significa, ni lo pretende el científico, que ese índice sea algo que esté en aquel cuerpo al modo como yo tengo, por ejemplo, un reloj, ni al modo como tengo un dolor de muelas, o como tengo el pelo castaño. No; ese índice significa un cociente -exacto, si está bien calculado (porque también puede calcularse mal)- entre dos facetas, volumen y temperatura, comparadas por el científico. Lo mismo puede afirmarse de otras muchísimas realidades de que hablan los investigadores. La «masa inerte» de un cuerpo, por ejemplo, es también un cociente entre dos aspectos mensurables elegidos por el científico: la cantidad de fuerza que hay que comunicarle para que se acelere en esta o aquella medida. Pero ningún científico dirá que ese cuerpo tiene determinada masa, en
    el mismo sentido con que se afirma que tiene, por ejemplo, forma esférica. Al científico, para sus experiencias, no le quitará el sueño definir qué es de suyo la masa en un cuerpo: más bien tendrá conciencia de que él, el propio científico, es el que ha decidido llamar masa al cociente constante entre dos medidas de ese cuerpo.

    También es cierto que los científicos acostumbran a facilitar unos modelos imaginativos de esas nociones con que trabajan (aunque últimamente lo hacen menos, pues han comprobado que la imaginación a menudo estorba para comprender un concepto, pues lo representa como si fuera una cosa). Si advierten, por ejemplo, que la luz produce un determinado tipo de impactos sobre los objetos, o que se propaga de un determinado modo, dirán que la luz es un conjunto de corpúsculos, o de ondas (o incluso de corpúsculos con onda, al modo de pequeños corazones que laten)..., o no dirán nada. Pero eso no significa que la luz sea un montón de corpúsculos, o de ondas, o de corpúsculos con onda; significa sólo que la luz actúa como si fuera alguna de esas cosas.

    Cuando Max Plank pinta los electrones del átomo girando a diversos niveles, no pretende decir que el átomo sea así; únicamente proporciona un modelo acomodado al hecho de que la energía procede a saltos: como si hubiera unas órbitas de distintas alturas. Ese «modelo» se irá cambiando a medida que se comprueben nuevos hechos. A veces incluso se llega a unos mismos resultados prácticos, partiendo de «modelos» distintos. Dos psiquiatras, con dos «imágenes» diversas del psiquismo humano, pueden llevar a un paciente a la salud (utilizando, por supuesto, terapéuticas distintas, acomodadas a la «imagen» que tenga cada médico): desde luego, esos modelos no son la mente humana.

    Indudablemente habría que matizar mucho el alcance de los ejemplos indicados. Pero, simplificando las cosas, se comprende lo que se quería decir al afirmar que los científicos, en la práctica, se despreocupan de «lo que son» las cosas; con frecuencia, ni siquiera las pueden observar directamente, sino que interpretan unos símbolos proporcionados por los instrumentos de control y medida que utilizan (estamos acostumbrados a ver en la televisión películas de ambiente médico; y todos sabemos que cuando, en el quirófano, la bolita luminosa -pi, pi, pi...-deja de producir esa línea oscilante que se proyecta sobre la pantalla del cardioscopio, para convertirse en una recta continua, el corazón del paciente ha dejado de latir; pero nadie piensa que en el corazón haya bolitas de luz, ni curvas ondulantes).

    Parece que el tema del ateísmo queda muy lejos de todo esto. Pero no es así. Estas consideraciones -bastante triviales, por cierto- sobre el método experimental ayudan a comprender por qué el análisis científico del mundo tal vez no encuentre un hueco para Dios.

    Para llegar a Dios independientemente de la fe, se necesita estar seguros de que hay cosas, y de que las cosas son impensables sin Dios.

    Se advierte que, aunque no nieguen la existencia de los objetos estudiados, los físicos, por ejemplo, se las entienden con un conjunto de nociones que, desde luego, no existen en el mismo sentido en que decimos que existe el gato de mi vecino, o el propio vecino en persona.

    [Los científicos no necesitan recurrir a dios cuando analizan el mundo a su modo]

    Esto por lo que se refiere al primero de los requisitos para afirmar la existencia de Dios. Pero es que, además, esa misma peculiaridad del método científico explica que los investigadores no necesiten recurrir a Dios cuando analizan el mundo a su modo (un modo bien provechoso, desde luego). Más aún, habrá que decir que es imposible descubrir a Dios en ese análisis de las cosas. Lo que sucede es que semejante modo de examinar las cosas no es el único posible. Es un buen modo, y eficacísimo, por ejemplo, para utilizar el mundo (aprovechar sus fuerzas en orden a mejorar la calefacción, a incrementar la velocidad en las comunicaciones, o a curar las hepatitis). Pero no es, en absoluto, el modo exclusivo de estudiar la naturaleza. El análisis científico positivo no constituye, de ninguna manera, un análisis exhaustivo, total, el único posible, de las cosas. Y aquí radica el error de quienes piensan que pueden ser ateos porque en la ciencia positiva no haya hueco para Dios. Eso ya no es ciencia: eso es «cientifismo», una nueva forma de idolatría fetichista («nueva», del siglo XVIII).

    Como si Dios no existiera

    [La ciencia positiva busca causas de los fenómenos, que tan experimentables como los mismos hechos]

    En líneas generales cabe decir que, por principio, las ciencias positivas se atienen a aquellos hechos que se pueden comprobar experimentalmente (en la naturaleza o en el laboratorio). Por definición acotan su ámbito al terreno de lo experimentable. Esto no significa que tales ciencias, se limiten a describir fenómenos, también investigan los «por qué» de esos hechos. Pero sólo buscan causas que sean tan experimentales como los mismos hechos por cuyo origen se preguntan.

    Ante la dilatación, por ejemplo, de una barra metálica, el científico buscará, de entre los factores que se pueden experimentar en el entorno de ese cuerpo, a cuál hay que atribuir tal fenómeno: al paso de una corriente eléctrica, a la exposición al aire libre, a la incidencia de la luz, al aumento de la temperatura... Mientras no consiga individualizar con certeza una, o varias, de esas condiciones, perfectamente comprobables (tan comprobables como la misma dilatación), de la que dependa aquel hecho -la dilatación- el científico no puede dar por resuelto el problema. No es legítimo que diga: «ese incremento de tamaño se debe a un factor – dilatofactia - incomprobable». Si dice eso está, simplemente, reconociendo su fracaso como investigador: para unos hechos comprobables tiene que buscar, como causa, otros hechos igualmente experimentables. Eso es lo que, entre otras cosas, le permitirá reproducir después el fenómeno -la dilatación, en este caso- por el sencillo procedimiento de provocar intencionadamente el hecho que desencadenaba el proceso (en el ejemplo que nos ocupa, bastará con aumentar la temperatura).

    [Dios no es una «causa experimentable»]

    Ahora bien: hay que dejar bien sentado que esta manera de analizar las cosas de ningún modo puede llevar hasta Dios. Si se trata de un método que, por definición, acepta sólo causas experimentables -que incluso se pueden provocar voluntariamente-, y prescinde de cualquier otra posible causa, está claro que, por su misma naturaleza, esas ciencias son «ciegas» para Dios; lo cual no significa que Dios no exista.

    Esas ciencias no sirven para establecer, pero tampoco para desautorizar, aquella segunda constatación -necesaria a la hora de demostrar que Dios existe-, según la cual el mundo es impensable sin Dios. Son ciencias que pueden, y deben, pensar el mundo como si no hubiera Dios. Pero esto no significa nada. Estos saberes captan sólo causas que son hechos visibles, a ojo desnudo o mediante aparatos; pero Dios no es visible.

    [las ciencias positivas son incompetentes para decir nada sobre Dios, ni a favor ni en contra]

    Luego tales ciencias son definitivamente incompetentes para decir nada sobre Dios: ni a favor, ni en contra. Pretender que un biólogo, un físico, o un paleontólogo, descubrieran a Dios en sus experiencias de laboratorio, sería tan necio como tratar de captar el paso de una corriente eléctrica utilizando un manómetro de los que sirven para medir la presión de un gas (por ejemplo, del aire contenido en los neumáticos de un automóvil). Con su manómetro, el empleado de una gasolinera no puede afirmar, ni negar, que pase corriente a través de un cable; si aplicando su manómetro a un enchufe advirtiera una oscilación de la aguja, se podría asegurar -sin ningún género de duda- que lo que provoca esa oscilación no es electricidad. Del mismo modo, con un bisturí o con un microscopio no se puede ver el alma. Si algún médico dijera en tono zumbón que no había encontrado el alma, sus palabras encerrarían sólo una necedad; y habría que advertirle que si un buen día descubriera algo-allí en la platina de su microscopio- y no supiera de qué se trata, podrá de antemano tener al menos una seguridad: se habrá topado con cualquier cosa, menos con el alma.

    [Hay otras maneras de mirar al mundo]

    Convendría igualmente advertirle que hay otras maneras de mirar al mundo, aparte de esa que consiste en observarle a través de un microscopio; o de los rayos X; o del carbono 14; o del método matemático. (Se puede llegar a demostrar, por ejemplo, que una madre quiere a su hijo, o que lo aborrece: pero, desde luego, esto no se puede demostrar por medio de ecuaciones algebraicas, ni a través de un oscilógrafo de rayos catódicos, o de un barómetro. Las matemáticas y los aparatos indicados son utilísimos, pero no sirven para medir el amor; mucho menos aún, para decir que no existe eso que llamarnos amor, ni tampoco para decir que existe.

    Eso es lo que sucede con las ciencias positivas respecto a Dios: por su misma naturaleza son inadecuadas para hablar de Él. Por consiguiente, no sería legitimo que, en el curso de su análisis científico, un investigador dijera haber encontrado a Dios como la causa del fenómeno que estudia; eso sería lo que suele llamarse un deus ex machina, que significa simplemente un subterfugio, una coartada, para encubrir el fracaso o la pereza de un mal físico, o de un mal biólogo, que no ha dado con la causa «experimentable» que buscaba, y trata de justificarse. Desde luego, también estaría recurriendo a un deus ex machina, idénticamente anticientífico, quien atribuyera esos fenómenos -cuya causa busca y no encuentra- a cualquier factor igualmente inexperimentado, como puede ser la casualidad o el azar.

    La ciencia positiva sólo puede habérselas con hechos comprobables: si aún no ha descubierto esos hechos, deberá seguir buscando. Pero no vale declarar zanjada la cuestión mediante el sencillo expediente de apelar a Dios, o a cualquier otro principio «invisible», por ejemplo el alma espiritual; menos aún al «azar» que, en resumidas cuentas, no significa nada más que el desconocimiento de la causa que se busca.

    En circunstancias normales, las cosas deben acontecer para la ciencia como si no hubiera Dios, como si no intervinieran más causas que las controlables.

    [Los milagros no son competencia de la ciencia experimental]

    Dios puede, es cierto, intervenir directamente, alterando así la actuación natural de las causas que producen un hecho; es lo que se llama «milagro». Por ejemplo, que un cuerpo sólido, de mayor densidad total que el agua, sobrenade en un río. En este caso excepcional, ¿qué podría decir un científico que observase el fenómeno? Si se conocen perfectamente las causas de ese hecho: la densidad del cuerpo y del líquido en que flota; si están controladas sin ningún género de dudas, el científico que observe la anomalía únicamente señalará que tal fenómeno es inexplicable por causas naturales; causas que, en materia de flotación o hundimiento, son perfectamente conocidas.

    Pero cuando se habla de «Dios-y-las-ciencias» no se habla de casos excepcionales, milagrosos, éstos se situarían en el camino sobrenatural, de la fe, para llegar a Dios; no en el camino que busca a Dios a partir de la realidad y el funcionamiento ordinarios del mundo. Aquí se está tratando de la naturaleza en sus procesos normales, tal como los investiga cada día un científico. En esta dimensión es en la que se dice que para el «investigador positivo» los acontecimientos suceden, por definición, como si Dios no existiera. Y así debe procurar explicarlos. Pero de ningún modo significa ello que Dios no exista: las ciencias son incompetentes para afirmar y también para negar su existencia.

    [No se puede decir en nombre de la ciencia que no hay Dios]

    Si, por su propia naturaleza, son incapaces de referirse a Dios, tampoco puede el científico, en nombre de la ciencia, decir que no hay Dios. Sería como si, entusiasmado por su manómetro, el mozo de estación de servicio asegurara que no existe la electricidad. Si lo dice, desde luego no podrá invocar en apoyo de su tesis la autoridad del manómetro, ya que éste es un artefacto fabricado sólo para medir presiones de gas, no para dictaminar qué cosas hay, o no hay, en el mundo. Además de manómetros existen otros aparatos (galvanómetros, amperímetros, voltímetros, etc.), que sí acusan la electricidad; entre ellos están los dedos que, a partir de cierta intensidad, también la experimentan. De hecho, los empleados de gasolinera, además de manómetros, tienen dedos y los científicos, además de ser investigadores, son también hombres. Quien aplique el manómetro a un lugar por el que pasa una corriente eléctrica, aunque la aguja aparato no se mueva, es muy probable que sienta el calambrazo, y empiece a sospechar que -aparte de las del gas comprimido- existen otras fuerzas que su manómetro no detecta. Es lo mismo que ha solido suceder a no pocos científicos. El método experimental sirve para conocer realidades experimentables; pero no sirve para decir que sólo exista el método experimental.

    Lo mismo que puede haber más aparatos aparte de los manómetros, muy bien puede haber otros modos de estudiar el mundo, además de la experimentación positiva. Kepler, Newton, Linneo, Volta, Faye, Pasteur, Fabre, Lecomte de Nouy, Heisenberg, Von Brean, Jordan..., al cultivar sus ciencias han advertido también que, aparte de las cuestiones físicas, biológicas o químicas, que ellos investigaban, se les planteaban -sobre los mismos objetos- cuestiones que no eran físicas, biológicas ni químicas; una serie de preguntas bien reales, tan reales como un calambrazo; pero sus ciencias positivas no podían responder a esas preguntas. Algunos de ellos, además de investigar en sus especialidades, procuraron también recorrer este otro camino que se les abrió con ocasión de la experimentación; y bastantes de ellos llegaron a Dios (desde luego que no por la senda experimental, sino por otras vías igualmente válidas. Es lo que proclamaba Faraday: «La noción de Dios y el respeto a Dios llegan a mi espíritu por caminos tan seguros como los que nos conducen a verdades de orden físico.»

    Aunque determinados sabios no se hayan planteado esas cuestiones –reales, de tipo «suprafísico»-, no sería legítimo rechazar por principio tales preguntas, y sus posibles respuestas, en nombre de una «física», que es incompetente para decir nada en ámbitos que le son ajenos. Formulemos dos hipótesis, contradictorias entre sí:

    a) «En el mundo hay algo más que reacciones químicas»,
    b) «en el mundo sólo hay reacciones químicas».

    He ahí dos afirmaciones, de las cuales una forzosamente es verdadera y otra falsa. ¿Cuál? Habrá que verlo. Pero, en cualquier caso, la química no sirve para dilucidarlo. Ante esa disyuntiva, uno podrá quedarse con la primera o con la segunda afirmación: ahora bien, no lo hará por argumentos químicos, ya que no se trata de afirmaciones químicas.

    La ciencia como fetiche

    Hemos visto que la Ciencia positiva no es apta para desmontar aquellos dos principios que permitían demostrar la existencia de Dios. Un científico podrá ser ateo, pero al margen de su ciencia; dentro de su Ciencia no encuentra hueco para Dios, pero eso es cosa lógica. Conviene, sin embargo, señalar que, sobre todo en los siglos XVIII y XIX, hubo algunos investigadores que, invocando la «ausencia» de Dios en sus microscopios, trataron de «fundamentar» el ateísmo. Ahora bien; para establecer así la negación de Dios hubieron de formular, por su parte, otros dos principios que de ninguna manera son «científico-positivos»: dar por supuesto que no hay nada que no sea experimentable; y afirmar que la ciencia experimental tiene un valor absoluto. Esto equivale a hacer, por motivos extracientíficos, una profesión de fe cientifista («profesión de fe», ya que la misma Ciencia no tiene autoridad para asegurarlo: como el manómetro no tiene autoridad para testimoniar que no haya otra cosa sino presiones de gas).

    [El mecanismo de todas las idolatrías]

    Se repetía, de ese modo, el mecanismo de todas las idolatrías: carecer de Dios, y sustituirlo por un fetiche (en este caso, fruto del ingenio humano), al que se atribuía valor de «absoluto». Resulta conmovedora y cómica la «religión positivista» de Augusto Comte (1798-1857): con sus ritos cotidianos, su calendario y sus oraciones, oficiado todo ello por el padre del positivismo que -en nombre de la ciencia- pensaba haber pulverizado la Religión. De todas maneras no es frecuente que hoy en día un científico incurra en ese fetichismo cientifista: acostumbran a ser más conscientes de las limitaciones de su saber, y suelen comprender que la investigación positiva no confiere autoridad para hablar, afirmativa o negativamente, de Dios (ni de otros temas igualmente ajenos a la experimentación: arte, amor, etc.). Si aquí se ha mencionado ese tipo de idolatría es porque, sin embargo, aparece esporádicamente algún científico que resucita posturas típicas del siglo XIX.

    Un ejemplo de éstos puede ser el biólogo francés J. Monod que -abandonando el campo de su competencia, esto es, la biología- acostumbra a formular profesiones de fe ateísta, del tipo: «La vida surge por azar». Lo más curioso es que suele reclamar, para afirmaciones de ese estilo, el mismo crédito que merecen sus enseñanzas.

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