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| De Aristóteles al personalismo. |  
 
 Aristóteles, filósofo del siglo IV antes de Jesucristo, al 
margen de la revelación cristiana, alcanzó un alto conocimiento de 
Dios.
  Más tarde, la razón ilustrada por la fe se abriría 
nuevos caminos estrictamente racionales para alcanzar una noción de Dios 
mucho más perfecta que la del Estagirita. 
  Sin embargo, muchos 
elementos aristotélicos han podido ser asumidos por la tradición filosófica 
de inspiración cristiana, por una razón muy sencilla: porque son 
verdad. Cosa que no se puede hacer con otras filosofías 
antiguas y modernas, cuyos métodos y desarrollos no resultan "bautizables", 
sencillamente porque en sus principios se ha deslizado el error 
o sus métodos han sido inadecuados al objeto de estudio.  
 Como es sabido, Aristóteles fue el discípulo “aventajado” de Platón, 
al extremo de corregir y superar la filosofía de su 
maestro. Una de las críticas fundamentales que Aristóteles hace a 
Platón, consiste en reprocharle que las ideas, según las concebía 
Platón, no tenían efectividad, actuación, no actuaban, eran inoperantes, sin 
fuerza genética y generadora.   Para Aristóteles las «ideas» o «esencias» 
de las cosas no se encuentran en un mundo «ideal» 
separado de este, sino en las cosas. En el análisis 
de las cosas distingue la substancia o esencia y el 
accidente (los accidentes), y también estos dos elementos: la forma 
y la materia.
  Distinción entre materia y forma   ¿A qué llama 
Aristóteles materia? Aristóteles llama materia a algo que no tiene 
nada que ver con lo que en física llamamos hoy 
materia. Materia, para él, es simplemente aquello con lo que 
está hecho algo. "Aquello con que está hecho algo" puede 
ser eso que nuestros físicos hoy llaman materia; pero puede 
ser también otra cosa que no sea eso que los 
físicos hoy llaman materia. Así, una tragedia es una cosa 
que ha hecho Esquilo o que ha hecho Eurípides, y 
esa cosa está hecha con palabras, con "logoi", con razones, 
con dichos de los hombres, con sentimientos humanos; y no 
está hecha con materia en el sentido que dan a 
la palabra materia los físicos de hoy. Materia, es, para 
Aristóteles aquello —sea lo que fuere— con que algo está 
hecho.   ¿Y forma? ¿Qué significa forma para Aristóteles? Esta es 
una de las palabras que más ha dado que hacer 
a los filósofos e historiadores de la filosofía. No hay 
una sola de las interpretaciones que se han dada de 
la "forma" en Aristóteles que no esté expuesta a toda 
suerte de críticas. Lo cierto es que la palabra "forma" 
la toma Aristóteles de la geometría. Sócrates y sobre Platón 
fueron grandes admiradores de la geometría; al extremo de que 
Platón inscribió en la puerta de su escuela, que se 
llamaba la "Academia", un letrero que decía "Nadie entre aquí 
si no es geómetra". Consideraba que el estudio de la 
geometría era la propedéutica fundamental y necesaria del estudio de 
la filosofía.   Pues bien, Aristóteles entendió por «forma», primero y 
principalmente, la figura de los cuerpos, es decir, lo que 
significa «forma» en el sentido más vulgar de la palabra: 
la forma que tiene un cuerpo, la forma como terminación 
o límite de la realidad corpórea vista desde todas las 
perspectivas.   Pero sobre esa acepción y sentido de la palabra 
forma, Aristóteles entendió también —y sin contradicción alguna— aquello que 
hace que la cosa sea lo que es, aquello que 
reúne los elementos materiales, en el sentido amplio que se 
ha dicho, que no excluye lo inmaterial. Aquello que hace 
entrar a los elementos materiales en un conjunto, lo que 
les confiere unidad y sentido, eso es lo que llama 
Aristóteles forma. El principio o causa que hace que la 
cosa sea lo que es. La forma, pues, se identifica 
con la esencia.   Ahora bien: esas formas de las cosas 
no son para Aristóteles casuales o azarosas; no aparecen como 
resultado de una serie de causas puramente físicas, eficientes, mecánicas, 
que sucediéndose unas a otras han venido a producir lo 
que una cosa en este momento es. Nada hay más 
lejos del pensamiento aristotélico que eso; para Aristóteles cada cosa 
tiene la forma que debe tener, es decir la forma 
define la cosa. La forma de algo es lo que 
confiere un sentido a ese algo; y ese sentido es 
la finalidad, es el «telos», palabra griega que significa fin: 
de ahí viene una palabra que se usa mucho en 
filosofía: teleología; teoría de los fines, el punto de vista 
desde el cual apreciamos y definimos las cosas, no en 
cuanto que son causadas mecánicamente, sino en cuanto que están 
dispuestas para la realización de un fin. Pues bien: para 
Aristóteles la definición de una cosa contiene su finalidad, y 
la forma o conjunto de las notas esenciales imprime en 
esa cosa un sentido que es aquello para lo que 
sirve.   De esta manera está ya armado Aristóteles para contestar 
a la pregunta acerca de la génesis o producción de 
las cosas. Si la materia y la forma son los 
ingredientes necesarios para el advenimiento de la cosa, entonces ese 
advenimiento, ¿en qué consiste? Consiste en que a la materia 
informe sin forma, se añade, se agrega, se sintentiza con 
ella, la forma. Y la forma, ¿qué es? la forma 
es el principio causal esencial, que hace ser a la 
cosa lo que es y le da sentido, "telos", finalidad. 
La forma logra el advenimiento de la cosa. La cosa 
llega a ser lo que es porque su materia es 
informada, plasmada, recibe forma.   Pues bien, si la forma confiere 
sentido y fin a la cosa, es igualmente cierto que 
es aquello por lo cual la cosa es inteligible. Y 
si es inteligible es porque ha sido hecha inteligentemente. Cada 
cosa ha sido hecha del mismo modo como el escultor 
hace la estatua, como el carpintero hace la mesa, como 
el herrero hace la herradura. Todas las cosas en el 
universo, todo lo que existe, ha tenido que ser hecho 
por una causa inteligente que ha pensado el "telos", la 
forma, y la ha impreso en la materia.   Está claro, 
pues, que la metafísica de Aristóteles desemboca inevitablemente en una 
teología, en una teoría sobre Dios.  
  Argumento aristotélico para afirmar 
la existencia de Dios   Aristóteles, en realidad —aunque en diversos 
pasajes de sus escritos (en la Metafísica, en la Física, 
en la Psicología) formula algo que pudiera parecerse a lo 
que llamaríamos hoy «pruebas de la existencia de Dios»— no 
cree que sea necesario demostrar la existencia de Dios. La 
existencia de algo (cualquier cosa) implica necesariamente la existencia de 
Dios.   En efecto: una existencia de las que nosotros encontramos 
constantemente ejemplares, es siempre "contingente". ¿Qué significa contingente? Significa que 
el ser de esa existencia, la existencia de esa existencia, 
no es necesaria. Contingente significa que lo mismo podría existir 
que no existir; que no hay razón para que exista 
más que para que no exista. Las cosas con que 
tropezamos en nuestra experiencia personal son todas ellas contingentes.   Existen 
las cosas; este vaso, esta lámpara, esta mesa, el mundo, 
el sol, las estrellas, los animales, yo, nosotros, existimos, pero 
podríamos no existir; es decir, nuestra existencia no es necesaria. 
Pero si hay una existencia que no es necesaria, esa 
existencia supone que ha sido producida por otra cosa existente, 
puesto que no tiene fundamento en sí misma; por lo 
tanto, tiene su fundamento en otra. Si esa segunda cosa 
existente tampoco es necesaria, si ella es contingente, supondrá evidentemente 
una tercera cosa existente que la ha producido. Esta tercera 
cosa existente, si no es necesaria sino contingente, supondrá una 
cuarta cosa que la haya producido.   Vamos a suponer que 
la serie de estas cosas contingentes, no necesarias, que van 
produciéndose unas a otras, sea infinita. Entonces, toda la serie, 
por muy infinita que sea, tomada en su totalidad, será 
también contingente y necesitará por fuerza una existencia no contingente 
que la explique, que le dé esa existencia. De suerte 
que tanto en la consideración de las existencias individuales como 
en la consideración de una serie infinita de existencias individuales, 
tanto en uno como en otro caso, tropezamos con la 
absoluta necesidad de admitir una existencia que no encuentre su 
fundamento en otra sino que sea ella, por sí misma, 
necesaria, absolutamente necesaria. Esta existencia no contingente sino necesaria que 
tiene en sí misma la razón de su existir, el 
fundamento de su existir, es Dios.   El ser necesario ha 
de ser inmóvil   Para Aristóteles es tan claro todo esto 
que ni siquiera le parece “prueba”; no le hace falta 
prueba de la existencia de Dios porque para su mente 
metafísica es tan cierta como que algo existe. Si estamos 
ciertos de que algo existe, estamos ciertos de que Dios 
existe. Y este algo necesario, no contingente; es fundamento, base 
primaria de todas las demás existencias; este algo es inmóvil, 
no puede estar en movimiento. Y no puede estar en 
movimiento porque, para Aristóteles, el movimiento es el prototipo de 
lo contingente (que equivale a cambiante).   ¿Por qué el movimiento 
es contingente? Porque el movimiento es ser y no ser 
sucesivamente. Una piedra lanzada al aire está en movimiento, no 
lo niega Aristóteles, como hizo Parménides; pero estar en movimiento 
significa estar, ahora, en este punto A, e inmediatamente en 
otro punto B; luego en el segundo momento, en aquel 
punto A ya no hay movimiento. Cuando el punto en 
donde está una cosa ha sido abandonado por la cosa 
en movimiento, el movimiento no está ahí sino aquí. Ese 
cambiar constante es para Aristóteles el símbolo propio de la 
contingencia, de lo no necesario, de lo que requiere explicación. 
Por tanto, si Dios estuviese en movimiento, Dios requeriría explicación. 
Pero Dios es precisamente la existencia necesaria, absoluta, que explica 
el movimiento sin requerir explicación. Tiene que ser inmóvil.   Inmovilidad 
a inmaterialidad   De la inmovilidad, Aristóteles deduce inmediatamente la inmaterialidad.  
 Si es inmóvil es inmaterial, porque si fuera material, entonces, 
sería móvil.   Todo lo material es móvil; no hay más 
que darle un empujón.   Es cierto que Aristóteles toma la 
palabra material en un sentido no mecánico; pero en todo 
caso sería cambiante, que equivale a móvil. Todo lo material 
es cambiante. Esto es suficientemente claro.   La explicación metafísica del 
cambio: el acto y la potencia   Como es sabido, Aristóteles 
explica el movimiento (cualquier cambio) por la combinación de dos 
coprincipios: el acto y la potencia. El acto es una 
noción primaria; es lo real por antonomasia y por eso 
actúa, tiene eficiencia real. Una piedra pensada no es actual, 
porque no puede actuar, no puede romper nada. Una piedra 
real lanzada contra un cristal, lo rompe. El acto es 
lo que existe ahí de un modo efectivo.   Tenemos ahora 
la piedra en reposo. La podemos coger y lanzar, está 
en acto, pero con el acto coexiste la potencia para 
muchas cosas: puede ser lanzada o machacada, puede entrar en 
combinación con otros elementos químicos. Es cambiante porque no sólo 
es acto, sino también potencia (pasiva). No es acto puro. 
El acto puro sería inmutable, porque tendría toda la actualidad 
posible.   Todo lo cambiante está compuesto de acto y potencia. 
Todo lo compuesto de acto y potencia es cambiante, porque 
la potencia se puede actualizar.   El acto puro   Si hay 
un ente actual inmóvil no es susceptible de cambio. No 
cabe en él potencia alguna. Esto significa que es todo 
acto, puro acto; sin posibilidad de cambiar nada. Es lo 
que sucede realmente en Dios. En Dios no hay nada 
«posible». Todo es real, nada es futuro, todo es presente. 
Es acto puro, pura actualidad, pura realidad en acto. En 
Dios no está nada por llegar a ser ni está 
en devenir, todo es en este instante plenamente , con 
plenitud de realidad.   No podemos, pues, suponer que en Dios 
haya materia, porque la materia es lo que está en 
devenir; la materia, a lo sumo, «está siendo» (distendida en 
el tiempo), pero Dios no está por ser ni está 
siendo, sino que es. Y este ser pleno de la 
divinidad, es para Aristóteles lo arjé, que él llama "acto 
puro" y opone a la potencia pasiva, a la posibilidad, 
al mero posible . Y Dios es la causa primera 
de todo.  
  La cumbre de la teología de Aristóteles: «noesis 
noéseo»   Ahora bien, ¿cuál es la actividad de Dios? Para 
Aristóteles, no puede consistir en otra cosa que en pensar, 
porque si Dios hiciera algo que no fuese pensar, ese 
algo implicaría el movimiento (pensar es pararse: “parase a pensar”). 
Además de pensar, ¿qué podría hacer Dios? ¿sentir?. Sentir es 
una imperfección y Dios no tiene imperfecciones. ¿Desear? Tampoco, porque 
desear implica carencia de lo deseado. Aristóteles piensa que Dios 
no puede apetecer ni querer, porque apetecer y querer suponen 
el pensamiento de algo que no somos ni tenemos y 
que queremos ser o tener. pero Dios no puede notar 
que le falta algo en su ser o en su 
haber; lo tiene todo y lo es todo. Por consiguiente, 
no puede querer, ni desear, ni emocionarse; no puede más 
que pensar. Dios es pensamiento puro.   Y ¿qué es lo 
que Dios piensa? Pues ¿qué puede pensar Dios? Dios no 
puede pensar más que en sí mismo. El pensamiento de 
Dios no puede tener por objeto más que a sí 
mismo. ¿Por qué –siempre según Aristóteles- es esto así? Simplemente 
porque el pensamiento de Dios no puede dirigirse a las 
cosas más que en tanto en cuanto son productos de 
él mismo; en tanto en cuanto son sus propios pensamientos 
realizados por su propia actividad pensante. Así es que no 
hay otro objeto posible para Dios sino pensarse a sí 
mismo.   No es poco para Aristóteles, porque la intelección subsistente 
y siempre actual es el más perfecto de los grados 
metafísicos de ser, pues es la forma superior de vida. 
Muchos teólogos, entre ellos los tomistas Juan de Santo Tomás, 
Gonnet y Billuart coinciden en considerar la intelección subsistente como 
constitutivo formal de la esencia divina.   La teología de Aristóteles, 
pues, culmina con esas notas de puro intelectualismo, en que 
Dios es llamado «pensamiento del pensamiento», «nóesis noéseos nóesis». Es 
quizá la cumbre más alta que se ha podido alcanzar 
racionalmente sin contar con las sugerencias que la filosofía ha 
recibido de la teología cristiana. Como veremos más adelante, la 
revelación cristiana descubrirá que en Dios no sólo hay entendimiento, 
sino también voluntad, porque «Dios es amor». Por lo tanto 
habrá que entender la voluntad no necesariamente como órexis (deseo), 
que ciertamente no cabe en Dios, sino como amor.   Por 
lo demás, no parece que Aristóteles llegase a captar la 
noción de creación, es decir, la producción del ente ex 
nihilo sui et subiecto. Para esto habrá que esperar unos 
cuantos siglos. No obstante, hay que reconocer que la arquitectura 
del universo que Aristóteles nos dibuja es formidable y magnífica 
y concuerda perfectamente con el impulso del hombre natural, pensador 
espontáneo. Aristóteles logró dar al realismo del sentido originario, común 
a todo ser humano, una forma filosófica magnífica.   El realismo 
filosófico mantiene la actitud de todo ser humano ante la 
pregunta que hacemos: ¿quién existe? A esa pregunta la respuesta 
espontánea del hombre es decir que existe este vaso, esta 
lámpara, este señor, esta mesa, el sol; todo eso existe. 
Pues a esa respuesta espontánea que a la pregunta metafísica 
da el ser humano, confiere Aristóteles al cabo de cuatro 
siglos de meditación filosófica, la forma mejor engarzada y más 
satisfactoria de la historia del pensamiento hasta él.  
  Un quiebro 
asombroso: la causalidad peculiar del Motor inmóvil   Pero quizá lo 
más genial del discurso aristotélico sobre Dios, es el giro 
que introduce al describir el sentido de la causalidad del 
Motor inmóvil. Tendemos a pensar que el motor no tiene 
otro modo de mover que «empujando» o produciendo las cosas 
al modo de la causa eficiente. Hay que tener en 
cuenta, además, que Aristóteles no sabe de creación (producción ex 
nihilo). Pues bien, la gran intuición del Estagirita es que 
el Primer Motor es, ante todo, causa final. Así dice 
en su Metafísica, libro XII, cap. VII: «Ya que lo 
que es movido y mueve al mismo tiempo está en 
situación intermedia, debe haber algo que mueve sin ser movido, 
que es eterno, substancia y actividad. De este modo [precisamente] 
mueve aquello que es objeto de apetito y de intelección, 
es decir, lo que mueve sin ser movido». Es decir, 
el Primer Motor mueve no «empujando», no «haciendo», produciendo, poniendo, 
construyendo o formando, sino «atrayendo».   ¿Se puede mover a algo 
sin hacer nada, sin moverse? Tenemos infinidad de experiencias sobre 
este asunto? Infinidad de cosas mueven sin ser movidas. Por 
ejemplo, Las Meninas, de Velázquez mueven cada año cientos de 
millares de personas de los cinco continentes sin moverse del 
Museo del Prado. En fin, es evidente que la perfección, 
el Bien mueve sin necesidad de moverse.   La doctrina clásica 
de la causa final como causa de las causas, como 
lo último en la ejecución pero primero en la intención 
ha tendido a situar la fuerza creadora en la eficiencia, 
en el antes, pero no en el después.   Pero el 
Primer Motor aristotélico mueve no tanto como principio sino como 
fin, no tanto empujando como llamando. Es principio siendo fin. 
Lo que pocos han podido imaginar fuera de la cosmovisión 
judeocristiana es que el Primer Motor sea creador como Fin 
y que la omnipotencia que pone al ente en la 
existencia, sea más que un «hacer», poner o construir, un 
«llamar», tan poderoso que la misma llamada otorga el ser. 
De este modo el ser creado es llamada y, especialmente, 
el ser personal, es respuesta.   «Ciertamente –dice Ruiz-Retegui-, podemos considerar 
la creación bajo el aspecto de la concesión del ser, 
o la puesta en la existencia. Podemos entender y estudiar 
la creación desde el punto de vista de las esencias 
entendidas por la Sabiduría divina, que reciben el acto de 
ser, o como el Ser infinito de Dios que se 
da a participar a seres fuera de sí. Esta manera 
de concebir la creación está marcada por la perspectiva de 
la constitución ontológica de los seres creados y, en esa 
medida, tiene especial aptitud para expresar el aspecto que las 
criaturas tienen de ser en sí mismas. Pero es una 
forma de considerar la creación que no favorece la consideración 
de la apertura esencial que las criaturas tienen hacia Dios, 
y la definición del hombre como su imagen y semejanza. 
En este sentido, favorecen la perspectiva en que aparecen los 
problemas antropológicos propios de la modernidad, a los que hemos 
aludido anteriormente.   »La consideración cabal de la creación y de 
la condición de las criaturas es aquella en la que 
la omnipotencia creadora es vista en su carácter de unión 
esencial con la bondad infinita, es decir, aquella en la 
que la creación nos aparece como fruto de una llamada 
tan poderosa que crea el ser mismo llamado. El que 
la creación acontezca por una llamada, es decir, el que 
la omnipotencia creadora sea propia de la causa final infinita, 
hace que el principio ‑la creación- y el fin ‑al 
que es llamada‑ de la criatura estén intrínsecamente unidos» (A. 
Ruíz-Retegui). El principio es pura identidad con el fin. Dios 
es, en efecto, Alfa y Omega; Alfa coincide con Omega.  
 Esta es la línea en la que discurre, con mayor 
o menor fortuna, con metodologías y perspectivas muy diversas, la 
filosofía personalista actual, como Guardini, Leonardo Polo, Alfonso López Quintás, 
Levinás, etc.   Aristóteles nos permite suponer que hubiera comprendido muy 
bien esta actual interpretación filosófica de la creación como «llamada». 
Pero para lograrlo de modo filosóficamente convincente han debido transcurrir 
dos mil quinientos años.   En un curso de Historia de 
la Filosofía o de Teología natural es preciso seguir la 
pista aristotélica que la traspasa, para comprenderlo acabadamente. 
   
| Filosofía de Dios | 
   
 
    | La necesidad de hablar y conocer la existencia de Dios | 
   
 
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| Filosofía de Dios |  
 
 
 
  1. El primer artículo de nuestro Credo: Creo en Dios. 
Hablar de Dios significa afrontar un tema sublime y sin 
límites, misterioso y atractivo. Pero aquí en el umbral, como 
quien se prepara a un largo y fascinante viaje de 
descubrimiento—tal permanece siempre un genuino razonamiento sobre Dios—, sentimos la 
necesidad de tomar por anticipado la dirección justa de marcha, 
preparando nuestro espíritu a la comprensión de verdades tan altas 
y decisivas. A este fin considero necesario responder enseguida a 
algunas preguntas, la primera de las cuales es: ¿Por qué 
hablar hoy de Dios?
  2. En la escuela de Job, que 
confesó humildemente: «(He hablado a la ligera... Pondré mano a 
mi boca» (40, 4), percibimos con fuerza que precisamente la 
fuente de nuestras supremas certezas de creyentes, el misterio de 
Dios, es antes todavía la fuente fecunda de nuestras más 
profundas preguntas: ¿Quién es Dios? ¿Podemos conocerlo verdaderamente en nuestra 
condición humana? ¿Quiénes somos nosotros, creaturas, ante Dios?. Con las 
preguntas nacen siempre muchas y a veces tormentosas dificultades: Si 
Dios existe, ¿por qué entonces tanto mal en el mundo? 
¿Por qué el impío triunfa y el justo viene pisoteado? 
¿La omnipotencia de Dios no termina con aplastar nuestra libertad 
y responsabilidad?. Son preguntas y dificultades que se entrelazan con 
las expectativas y las aspiraciones de las que los hombres 
de la Biblia, en los Salmos en particular, se han 
hecho portavoces universales: «Como anhela la cierva las corrientes de 
las aguas, así te anhela mi alma, ¡oh Dios! Mi 
alma está sedienta de Dios, de Dios vivo: ¿Cuándo iré 
y veré la faz de Dios? (Sal 41/42, 2-3): De 
Dios se espera la salvación, la liberación del mal, la 
felicidad y también, con espléndido impulso de confianza, el poder 
estar junto a El, «habitar en su casa» (cf. Sal 
83/84, 2 ss.). He aquí pues que nosotros hablamos de 
Dios porque es una necesidad del hombre que no se 
puede suprimir. 
  SS Juan Pablo II.  Creo en Dios, 
Alocución del 3 Agosto 1985.
 
 
  En los siguientes artículos trataremos de 
conocer más acerca de Dios:
  Si Dios no existiese
  Dios 
"es"
  Demostrar la existencia de Dios
  La razón ante el 
misterio
  Las "pruebas del nueve" 
 |  
 
 |  
 
 
   
| La existencia de Dios I | 
   
 
    | Posibilidad y necesidad de demostrar la existencia de Dios. | 
   
 
    |   | 
   
 
     
      
        
 
           
            
  
  | 
 
| La existencia de Dios I |  
 
 Artículo I Posibilidad y necesidad de demostrar la existencia de Dios. 
 Para fijar el sentido de las palabras y evitar confusión 
de ideas, en este y los demás problemas relativos a 
la existencia de Dios, conviene tener presentes las siguientes nociones 
generales: 
  1ª Por la palabra Dios entendemos aquí un Ser 
Supremo que existe a se con existencia absolutamente necesaria, y 
del cual depende el conjunto o universalidad de los seres 
que no son él. Excusado es advertir que esta no 
es una definición real de Dios; pues, aparte de que 
ésta no es posible a la limitada inteligencia del hombre, 
si se habla de una definición adecuada, aun la imperfecta 
o inadecuada debe ser el resultado de la investigación relativa 
a su esencia y atributos. La noción anterior es, pues, 
una definición nominal, más bien que real. 
  2ª Ya se 
ha dicho en la lógica, que la demostración a priori 
consiste en demostrar el efecto por la causa, es decir, 
en demostrar la existencia, esencia o atributos de una cosa, 
tomando por medio para la demostración la causa real  
de la cosa, y digo la causa real, causa essendi, 
porque no basta tomar como medio la causa de conocer 
aquella cosa, causa cognoscendi, que se intenta demostrar, pues en 
este sentido, toda demostración es per causam, sin excluir la 
demostración a posteriori, en la que la causa se demuestra 
por su efecto. 
  3ª Entre los adversarios más o menos 
directos de la posibilidad de demostrar la existencia de Dios, 
pueden enumerarse. 
  a) Los ateos especulativos o dogmáticos, que consideran 
la existencia de Dios como un error o hipótesis gratuita 
de los teístas. 
  b) Los ateos negativos, que coinciden con 
los positivistas contemporáneos, los cuales hacen profesión de ignorar si 
existe o no existe Dios, o mejor dicho, consideran esta 
investigación como inaccesible a la razón humana. 
  c) Los ateos 
prácticos, que admitiendo la existencia y realidad de Dios, la 
rechazan prácticamente, en cuanto que viven y obran como si 
no existiera realmente. 
 
  4ª Bajo otro punto de vista, destruyen 
o niegan la demostrabilidad de la existencia de Dios, además 
de Aylli y algunos otros antiguos, que sólo admitían una 
demostración imperfecta y de certeza moral para la existencia de 
Dios:
  
 Los tradicionalistas rígidos, que afirman que el conocimiento que 
poseemos acerca de Dios, es debido a una revelación divina 
y primitiva que llega hasta nosotros por conducto del lenguaje, 
sin que sea posible a la razón humana individual y 
abandonada a sus propias fuerzas, demostrar rigurosamente la existencia de 
Dios.  
 Los sentimentalistas, es decir, los que consideran la 
noción de Dios como el resultado de una especie de 
instintos o sentido divino, más bien que como el efecto 
de un procedimiento racional y científico; pertenecen a esta escuela, 
entre otros, Jacobi, y hasta cierto punto el P. Gatry. 
 
Kant y los que con él afirman que la razón 
humana se halla encerrada dentro de la realidad sensible, y 
aun ésta fenomenal, sin poder llegar a la posesión de 
los noumena, ni demostrar la realidad objetiva de los conceptos 
de la razón pura. 
 
  5ª Por lo que hace a 
la necesidad de la demostración que nos ocupa, o la 
niegan, o al menos la debilitan su importancia, por un 
lado Descartes con la hipótesis de la idea innata de 
Dios, y por otro los ontologistas partidarios de la intuición 
primitiva e inmediata de Dios.  Dadas estas nociones, vamos a 
probar ahora que es posible demostrar a posteriori la existencia 
de Dios. Para esta demostración se necesitan y bastan tres 
condiciones: 1ª que existan realmente efectos de la causa cuya 
existencia se trata de demostrar: 2ª que estos efectos tengan 
conexión necesaria con la causa que por ellos se intenta 
demostrar: 3ª que tanto la realidad de los efectos, como 
su relación o conexión necesaria con la causa, se conozca 
evidentemente por la razón. Siendo, pues, indudable que estas tres 
condiciones se verifican en la demostración de la existencia de 
Dios por medio de sus efectos, lo es igualmente que 
esta demostración es, no solamente posible, sino hasta relativamente fácil 
a la razón humana. ¿Puede dudarse, en efecto, que existimos 
realmente nosotros, y que existen fuera de nosotros efectos reales, 
contingentes y finitos, y que estos efectos suponen necesariamente una 
causa primera de los mismos, y en el concepto de 
primera, necesaria, superior e independiente? 
 
 
  Tesis La certeza absoluta y racional 
sobre la existencia de Dios, presupone y exige una demostración 
de ésta.  La certeza absoluta y racional con respecto a 
una verdad perteneciente al orden espiritual e inteligible, como es 
la existencia de Dios, objeto inmaterial, imperceptible a los sentidos 
y puramente inteligible, sólo puede obtenerse, o por evidencia inmediata, 
o por evidencia mediata. Verdades o proposiciones de evidencia inmediata 
son aquellas en las cuales basta percibir el significado obvio 
y como literal de los términos, para descubrir que el 
predicado pertenece a la esencia del sujeto, como sucede en 
los axiomas o primeros principios. ¿Pertenece a esta clase la 
proposición: Dios existe?  No: porque la razón humana no 
descubre instantáneamente, ni ve con claridad la verdad de semejante 
proposición, como descubre la de la proposición el todo es 
mayor que la parte. Luego la razón humana no llega 
a la posesión cierta y racional de la verdad de 
esta proposición, sino por medio de una demostración más o 
menos fácil. La razón filosófica de lo que se acaba 
de decir es que nosotros no conocemos la esencia de 
Dios, quia nos non scimus de Deo quid est, dice 
santo Tomás, y sólo poseemos una noción muy imperfecta de 
su esencia, antes de realizar las investigaciones científicas que nos 
descubren algunos de sus atributos. De aquí es que aunque, 
en realidad, la existencia actual pertenece a la esencia de 
Dios, y bajo este punto de vista la proposición Dios 
existe, es per se nota en sí misma, en su 
realidad objetiva, quoad se, no lo es quoad nos, para 
nosotros, es decir, para la razón humana, considerada en su 
estado ordinario en la generalidad de los hombres, y aun 
por parte de los hombres de ciencia, en el momento 
anterior a la constitución y desarrollo de ésta. 
  He aquí 
ahora algunos corolarios de la doctrina que se acaba de 
exponer, los cuales pueden servir para responder a las objeciones 
principales que en esta materia suelen proponerse. 
  1º Los efectos 
son posteriores respecto de Dios, considerados en su existencia, pero 
son anteriores en el orden de conocimiento, quoad nos; porque 
lo primero que percibimos, ya con los sentidos, ya con 
la inteligencia, son las cosas sensibles que nos rodean y 
los fenómenos que en nosotros mismos se verifican. 
  2º Lo 
mismo puede decirse de la cognoscibilidad de los efectos con 
relación a Dios, que es su causa: Dios, considerado en 
sí mismo, quoad se, posee mayor aptitud para ser conocido, 
mayor inteligibilidad que sus efectos materiales y sensibles; porque la 
inteligibilidad de un objeto está en relación y proporción con 
la inmaterialidad y la perfección de ser el mismo, de 
manera que cuanto el objeto está más apartado de las 
condiciones de la materia de su potencialidad e  imperfección; 
cuanto mayor es su actualidad y cuanto más tiene de 
ser, tanto es más inteligible de su naturaleza. Empero, atendida 
por una parte la imperfección y límites de la razón 
humana, y en atención por otra, a que el origen 
de nuestros conocimientos actuales son los sentidos, cuyo propio objeto 
son las cosas materiales y sensibles, es lo cierto que 
Dios es menos cognoscible o inteligible quoad nos que sus 
efectos. Y bajo este punto de vista, podemos y debemos 
decir, que los efectos o seres creados que constituyen las 
premisas para demostrar la existencia de Dios, son notiores, son 
más conocidos, más claros, más evidentes, que su causa, que 
es Dios, así como decimos que aunque son posteriores a 
Dios y dependientes de él en cuanto a la existencia, 
son primero que Dios y causa de él, en el 
orden subjetivo o de conocimiento, según que nosotros, primero conocemos 
los efectos y fenómenos finitos, que a Dios que es 
su causa, y su conocimiento es causa o nos conduce 
al conocimiento de su autor. 
  3º Como algunos filósofos pretenden 
negar la posibilidad de la demostración de la existencia de 
Dios, fundándose en que Dios es la primera verdad, y 
la primera verdad no puede demostrarse so pena de proceder 
in infinitum, bueno será tener presente, que todo ese aparato 
de objeción se disipa con una sola palabra, distinguiendo la 
verdad in essendo, de la verdad in cognoscendo. Dios es 
la primera verdad in essendo, porque es la Verdad infinita, 
el Ser verdaderamente tal, el origen y el ejemplar de 
toda verdad finita, el objeto que tiene no sólo ecuación 
de conformidad, sino hasta de identidad con el entendimiento, pero 
no es la primera verdad in cognoscendo para el hombre; 
porque ésta es el principio de contradicción, o si se 
quiere, los primeros principios o proposiciones de evidencia inmediata. De 
la primera verdad en este sentido, de la primera verdad 
in cognoscendo, es de la que se dice y en 
la que tiene lugar la afirmación de que la primera 
verdad es indemostrable. 
 
 
   
 
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| La existencia de Dios  II | 
   
 
    | Demostración de la existencia de Dios en el  orden metafísico, físico y  moral. | 
   
 
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 Artículo II Demostración de la existencia de Dios.  Establecida la posibilidad 
y necesidad de demostrar la existencia de Dios, vamos a 
probar ahora que Dios existe realmente, reasumiendo las varias demostraciones 
que aducirse pueden, en la triple demostración perteneciente al orden 
metafísico, al físico y al moral.  Para facilitar su inteligencia 
conviene tener presente: 
  1º Que en el ser absolutamente necesario 
no se distinguen, o al menos se enlazan necesariamente, la 
posibilidad de existir y el acto de existir; porque en 
tanto una cosa se dice necesaria, en sentido absoluto e 
incondicional, en cuanto que la existencia actual pertenece a su 
esencia y se identifica con ella. 
  2º Que cuando se 
dice que Dios es un ente no producido y a 
se, no se quiere significar que Dios se produzca o 
sea causa de sí mismo, sino la negación de toda 
causa eficiente, y que existe por una necesidad absoluta y 
formal de su naturaleza. En términos de escuela: cuando se 
dice que Dios es ens a se, se entiende esto 
formaliter o negative, pero no effective. 
  3º Que toda limitación 
de un ser, supone alguna causa interna o externa de 
la misma. De donde se infiere que el ente absolutamente 
necesario excluye toda limitación; porque siendo improducido y a se, 
no puede ser limitado por otro fuera de sí, en 
cuanto a su esencia, de manera que ésta incluye necesariamente 
toda la realidad posible, todo lo que puede haber en 
una esencia, y por consiguiente es infinito en su ser 
por necesidad de su esencia y de su modo de 
existir.  He aquí ahora las tres demostraciones indicadas.  
 
 
  A) 
Demostración metafísica. 
  La razón y la experiencia nos revela a 
cada paso seres que comienzan a existir de nuevo, seres 
que dejan de existir después de un tiempo dado, seres 
que, atendida su naturaleza, pueden existir o no existir, y 
que si existen es porque reciben el ser de alguna 
causa, lo cual vale tanto como decir que a la 
luz de la razón y de la experiencia, es indudable 
que existen seres contingentes y producidos: luego es necesario que 
exista algún ser necesario y no producido. La legitimidad de 
esta deducción se prueba, porque el ser contingente, como contingente, 
envuelve en su concepto la posibilidad y hasta la indiferencia 
para existir o no existir, y el ser producido, en 
cuanto producido, supone y exige un ser producente, a no 
ser que digamos que una cosa puede producirse a sí 
misma, y ser causa eficiente antes de existir. Ahora bien: 
el ser o la cosa que determinó el ser contingente 
y producido A a existir, o existe por sí mismo 
y por necesidad absoluta de su naturaleza, o recibió el 
ser de otra causa anterior y superior. Si lo primero, 
ya tenemos un ser que existe por necesidad de su 
naturaleza, y por consiguiente a se, independiente de todo ser, 
y no producido, que es precisamente lo que entendemos en 
general por Dios. Si lo segundo, o es necesario proceder 
in infinitum en la serie de causas, o es preciso 
llegar finalmente a una suprema y primera, en la que 
se verifiquen los atributos o predicados indicados. Es así que 
una serie infinita de causas es inadmisible:
  1º Porque implica contradicción 
un número actualmente infinito, como se probó en la cosmología.
  2º 
Porque, aun admitida esta serie infinita de causas, no podría 
explicarse por ella la existencia o producción del efecto A, 
puesto que para llegar hasta él, fue necesario pasar por 
una serie infinita, y por consiguiente interminable, toda vez que 
lo que es infinito no puede pasarse nunca, y como 
decían los Escolásticos infinitum pertransiri non potest. Esto sin contar 
que en semejante hipótesis, la serie infinita que precede la 
existencia y producción del efecto A, que comienza hoy, es 
mayor que la serie que precedió a la existencia y 
producción del efecto B, producido hace mil  años. Tendremos, 
pues, dos series infinitas, y, sin embargo, la una mayor 
que la otra, contradicción palpable para la razón más vulgar. 
 
 
  B) Demostración del orden físico.
  Presupuesta, en virtud de la demostración 
anterior, la necesidad de una causa primera, suprema, independiente y 
no producida del mundo, o de los seres contingentes, mudables 
y finitos que encierra, el orden admirable que entre estos 
seres existe, las leyes constantes que rigen su conservación y 
movimientos, la relación y proporción de los medios con los 
fines, el enlace y subordinación de las causas y efectos, 
y últimamente la existencia del hombre dotado de inteligencia y 
libertad, persuaden a la razón más rebelde que la causa 
suprema y primitiva del mundo, debe ser una inteligencia y 
una inteligencia muy superior a la del hombre, y tan 
perfecta como poderosa. 
  En resumen: el mundo que exige un 
poder infinito por parte de su origen ex nihilo, único 
origen racional que puede asignársele, exige, supone y revela a 
la vez, una razón infinita, a no ser que digamos 
con los modernos positivistas, aventajados discípulos y restauradores de la 
doctrina de Empédocles, Leucipo, Demócrito, Epicuro y demás ateos y 
materialistas de las antiguas escuelas, que el mundo y todos 
sus seres, así como el orden, conexión y armonía que 
en ellos se observan, son lisa y llanamente el resultado 
de una feliz casualidad, a beneficio de la cual comenzó 
a existir el mundo actual con su orden y seres 
presentes, merced a choques y movimientos fortuitos de la materia 
y de sus fuerzas ciegas y necesarias, ni más ni 
menos que las obras de san Agustín, pueden resultar compuestas 
y ordenadas, arrojando al aire y moviendo violentamente y al 
acaso algunas arrobas de caracteres de imprenta.   Que en la 
infancia, por decirlo así, de la filosofía; que durante sus 
primeros pasos, y cuando estaba privada de la luz que 
la idea cristiana irradia sobre la razón humana, hubiera filósofos 
que profesaran semejantes absurdos, todavía  se concibe, siquiera con 
dificultad; pero que en el siglo que se llama a 
sí mismo el siglo de las luces; que en medio 
de una Europa tan orgullosa de su civilización y de 
su saber; que viviendo en una atmósfera literaria en la 
cual la idea científica se halla rodeada y como compenetrada 
por la idea cristiana, haya hombres que no solamente se 
llamen filósofos, sino que pretendan regenerar y fundar la verdadera 
filosofía, desenterrando los absurdos de Epicuro y Lucrecio, y las 
caducas teorías de la antigua escuela jónica, cosa es que 
apenas alcanzamos a comprender, y que demuestran una vez más 
la impotencia y los extravíos a que es arrastrada la 
razón humana abandonada a sus propias fuerzas, y sobre todo, 
cuando en su orgullo satánico se esfuerza en cerrar los 
ojos a la luz que se desprenden en vivos fulgores 
de la revelación divina y de la idea católica. 
 
  C) 
Demostración o argumento moral.
  Si lo que la lógica llama criterio 
de sentido común tiene valor real y científico, es indudable 
que la existencia de Dios, es una verdad inconcusa; porque 
ninguna de las que suelen apellidarse verdades de sentido común, 
reúne con tanta exactitud las condiciones de este criterio. Los 
ignorantes, las naciones civilizadas y los pueblos salvajes, los paganos 
y los cristianos, durante los períodos primitivos de la historia, 
como en los siglos medios y modernos, la humanidad toda, 
por decirlo de una vez, afirma y reconoce la existencia 
de Dios como ser superior al hombre y a los 
seres que le rodean, siquiera al determinar su naturaleza y 
atributos, incurra en errores más o menos notables.  Añádase a 
esto: 
  a) Que la razón y la ciencia apoyan y 
confirman esta existencia. 
  b) Que el reconocimiento de esta verdad, 
tiende a contrariar las inclinaciones y propensiones del hombre a 
los vicios y pasiones, lejos de serles favorable. 
  c) Que 
esta verdad se sostiene hasta en medio de las tribus 
cuya barbarie los acerca a los irracionales, y hasta en 
medio de las naciones, pueblos y clases, en que la 
inmoralidad  más profunda y universal, tienden de su naturaleza 
a borrar la idea de Dios. 
  d) Que se conserva 
y persevera en la razón y conciencia universal de la 
humanidad, no solo a pesar de las extravagancias de todo 
género que mancharon y manchan el politeísmo, sino a pesar 
también de ciertas objeciones aparentes y obvias, que tienden a 
persuadir lo contrario a la razón débil e inculta de 
la generalidad de los hombres, como es por ejemplo, la 
prosperidad y abundancia de los malos, al lado de las 
miserias e infortunios que rodean con frecuencia al justo. 
  Es, 
pues, indudable a los ojos de la sana razón, si 
se tienen en cuenta las reflexiones y condiciones indicadas, que 
la existencia de Dios es una de aquellas verdades, cuya 
evidencia arrastra y determina enérgicamente el asenso de la razón 
humana, siquiera ésta, no siempre, ni en todos los hombres, 
sepa darse cuenta explícita a sí misma, ni posea la 
concepción científica y refleja del origen y fundamento de semejante 
asenso. 
  Excusado es advertir, que existen otras demostraciones de la 
existencia de Dios no menos eficaces y concluyentes, demostraciones que 
la naturaleza y condiciones de esta obra no nos permiten 
aducir, y que hacen de la existencia de Dios una 
de las verdades más evidentes e inconcusas de la ciencia. 
  Debemos consignar, sin embargo, que no incluimos en estas demostraciones 
lo que se llama el argumento ontológico, y esto por 
dos razones principalmente: 1ª porque consideramos inútil y hasta imprudente 
echar mano de una demostración, cuyo valor y legitimidad son 
problemáticos para muchos teólogos y filósofos, teniendo a la mano 
otras demostraciones sencillas, evidentes y admitidas por todos: 2ª porque 
tenemos por más probable que el argumento ontológico envuelve un 
sofisma en lugar de una demostración. Es cierto que la 
existencia física y real es una perfección positiva: es cierto 
también que un ser no será perfectísimo si no tiene 
existencia real; pero también es cierto que yo puedo  
concebir un ser perfectísimo y por consiguiente, como existente, sin 
que por eso este ser exista realmente; porque mi concepción 
no es la medida, ni la causa de la existencia 
real del objeto concebido. Esta sencilla reflexión basta para probar 
que en el argumento ontológico se pasa al orden ideal 
al real, y por consiguiente, que envuelve un verdadero sofisma 
. 
  Por lo demás, Descartes ni siquiera tiene el mérito 
de la originalidad con respecto a esta pretendida demostración ontológica, 
con la cual tanto ruido metieron él y sus discípulos; 
pues algunos siglos antes le había presentado ya san Anselmo 
en los siguientes términos: «Certe, id quo majus cogitari nequit, 
non potest esse in intellectu solo: si enim vel in 
solo intellectu est, potest cogitari esse et in re, quod 
majus est. Si ergo id quo majus cogitari non potest, 
est in solo intellectu, ic ipsum quo majus cogitari non 
potest; sed certe hoc esse non potest. Existit ergo pro 
culdubio aliquid, quo majus cogitari non valet, et in intellectu, 
et in re.» Proslog., cap. 2º. 
  Por su parte santo 
Tomás, descubrió y llamó ya la atención sobre el sofisma 
que encierra esta argumentación, a la cual contesta en los 
siguientes términos: «Dato etiam, quod quilibet hoc nomine. Deus, significari 
hoc quod dicitur, scilicet, illud quo majus cogitari non potest, 
non tamen propter hoc sequitur, quod intelligat, id quod significatur 
per nomen, esse in rerum natura, sed in apprehensione intellectus 
tantum. Nec potest arqui quod sit in re, nisi daretur, 
quod sit in re aliquid quo majus cogitari non potest; 
quod non est datum a ponentibus Deum non esse.» Sum. 
Theol., 1º P. cuest. 2ª, art. I, ad. 2.}  De 
lo dicho en este artículo y en el anterior, se 
desprenden los siguientes 
 
  Corolarios
  1º Es imposible, o al menos, muy 
difícil, que se dé ignorancia negativa, ni invencible de la 
existencia de Dios; porque es imposible que a un hombre 
en el uso de su razón, no le ocurra alguno 
de los varios y fáciles argumentos que prueban la existencia 
de Dios; y esto tiene lugar, aun tratándose de un 
hombre aislado y de pueblos salvajes. Que si se trata 
de hombres que viven en una sociedad civilizada, y sobre 
todo cristiana, es absolutamente imposible, salvo el caso de  
circunstancias muy excepcionales y rarísimas, que haya ninguno que no 
conozca, o al menos dude de la existencia de Dios. 
  2º Con mayor razón es, o imposible, o sumamente difícil 
que existan ateos especulativos o dogmáticos. Porque es imposible moralmente 
que un hombre en posesión de cierto grado de desarrollo 
de la razón y de la ciencia, cuales son los 
que hacen profesión de ateísmo, no reconozca el valor científico 
que encierran las demostraciones y pruebas sobre la existencia de 
Dios, o que por lo menos no abrigue dudas sobre 
esto. No carece de fundamento, por lo tanto, la opinión 
de los que niegan que hayan existido y puedan existir 
verdaderos ateos teóricos o dogmáticos. 
  3º Más fácil es la 
existencia de ciertos ateos que pudiéramos llamar indirectos, es decir, 
aquellos que atribuyen a Dios alguna cosa incompatible con la 
verdadera Divinidad, o que le niegan algún atributo que lleva 
consigo, en buena lógica, la negación de la esencia divina. 
En este sentido, son ateos los que niegan la creación 
o la Providencia, los politeístas que admiten la pluralidad de 
dioses, y, por regla general, los panteístas que identifican a 
Dios con el mundo. 
  4º Luego Dios posee una inteligencia 
suma, y una sabiduría suma, porque sólo así se comprende 
el orden admirable, el conjunto armónico y las leyes tan 
constantes como eficaces y poderosas, que resplandecen en el mundo. 
  5º Luego Dios es un ser perfectísimo, y por consiguiente 
absoluto e infinito: porque siendo, como es, un ser que 
existe a se, independientemente de otro, no producido y absolutamente 
necesario, excluye toda causa de limitación y finidad, y en 
virtud de la necesidad y condición absoluta de su esencia, 
posee todas las perfecciones posibles.  
 
  Objeciones
   1ª Una cosa 
necesaria no puede demostrarse sino por algo que sea necesario; 
es así que los seres que observamos en el mundo 
que nos rodea, no son necesarios: luego no pueden servir 
de premisas para demostrar la existencia necesaria de Dios. 
  Resp. 
Dist. la menor. Los seres del mundo no son necesarios 
en cuanto a su existencia, pero sí son necesarios en 
cuanto a la relación y conexión con su primera causa. 
Dada la libertad de la creación por parte de Dios, 
la existencia del mundo y de los seres que le 
componen, no es necesaria con necesidad absoluta, sino con necesidad 
hipotética, en fuerza del decreto de Dios sobre la creación, 
puesto que pudo Dios no sacarlos de la nada. Empero, 
dada su existencia de hecho, es absolutamente necesario que hayan 
recibido esta existencia de alguna causa, y bajo este punto 
de vista, los seres contingentes tienen algo de necesario, porque, 
y en cuanto tienen conexión y dependencia necesaria de Dios. 
   2ª Para la producción de un efecto contingente y 
finito basta una causa contingente y finita: luego la existencia 
de seres contingentes y finitos, no puede demostrar la existencia 
de Dios como ser necesario y causa infinita.  Resp. Aunque 
un ser contingente y finito sólo pide una causa contingente 
y finita, si se trata de su causa inmediata e 
inadecuada, exige una causa necesaria e infinita, si se trata 
de su causa inmediata e inadecuada, exige una causa necesaria 
e infinita, si se trata de la causa primitiva y 
adecuada. La causa contingente A puede producir el efecto B, 
pero la existencia y acción de ésta causa presupone la 
existencia de una causa primera que no reciba el ser 
de otra, y por consiguiente que existe necesariamente por sí 
misma. Igualmente, el efecto B, en cuanto es tal efecto 
determinado, procede de tal causa finita, pero en cuanto envuelve 
la razón de ser, de realidad, de entidad, envuelve en 
su concepto el tránsito originario y primitivo del no ser 
al ser, y en este concepto exige y supone una 
causa infinita; porque ninguna causa finita produce todo lo que 
hay en el efecto, sino que supone siempre una [ 
materia, o sujeto que recibe la acción. Por eso enseña 
santo Tomás que en todo efecto de las causas segundas, 
la razón de ser, el esse, corresponde a la acción 
y causalidad de Dios como causa primera, universalísima, infinita y 
creadora. 
   3ª No es imposible una colección que sea 
necesaria y no producida como colección, aunque cada uno de 
los seres que la componen sea contingente y producido: por 
consiguiente, de la existencia de éstos, no se infiere necesariamente 
la existencia de un ser necesario y no producido, distinto 
de la colección. Y esto se corrobora y confirma, porque 
a un ser colectivo puede convenir un predicado que no 
conviene a cada una de sus partes: una colección de 
mil hombres puede mover una piedra, que no puede ser 
movida, sin embargo, por cada uno de los que entran 
en la colección.  Resp. Decir que una colección de seres 
contingentes puede ser necesario, es lo mismo que decir que 
muchas negaciones pueden producir una afirmación, o muchos cuerpos un 
espíritu. Por grande que se suponga una colección de seres, 
desde el momento que admitimos que cada uno de estos, 
sin excepción, es contingente y necesita recibir la existencia de 
otro, es preciso, o admitir una serie infinita en la 
colección, lo cual tampoco explicaría las existencias contingentes, además de 
implicar contradicción, o admitir un ser distinto de la colección, 
anterior y superior a ella, que contenga la razón suficiente 
de la existencia de ésta. Ni se oponen a esto 
la confirmación y el ejemplo que se citan, porque se 
trata de predicados ejusdem generis o del mismo orden, y, 
sobre todo, se trata de fuerzas físicas y materiales, capaces 
de ser adicionadas y sumadas, y no de predicados o 
atributos contradictorios, como aquí. Entre la fuerza de un individuo, 
capaz de mover una parte de la piedra B, y 
la fuerza reunida de mil individuos, hay una distancia determinada, 
pero no hay contradicción, ni distancia infinita, como la hay 
entre la contingencia y la necesidad, la producción y la 
no producción, cosas que envuelven oposición entere el ser y 
no ser. 
   4ª No repugna una serie infinita de 
causas, y por consiguiente no es necesario llegar a una 
primera. Además  es posible una serie infinita de causas 
a parte post, o sea una serie de causas sin 
una última: luego también lo será una serie sin primera. 
 Resp. Ya se ha demostrado, tanto en la cosmología, como 
en las pruebas de la existencia de Dios, que implica 
contradicción una serie o multitud actualmente infinita, y se ha 
visto también que, admitida esta hipótesis, no podría realizarse la 
producción y existencia actual de un efecto, porque para ello 
sería necesario haber pasado lo infinito, como si dijéramos, lo 
imposible; y el efecto A sería el término presente y 
el fin de un infinito.  Los positivistas modernos, para evitar 
el absurdo de tener que admitir números infinitos mayores unos 
que otros, suelen decir que la serie de las plantas 
y de los animales y del hombre no forman series 
distintas, sino una serie única, considerando los hombres como un 
desarrollo de los animales, a éstos como el desarrollo de 
las plantas, éstas de los minerales, &c., pero ni aun 
con esta hipótesis materialista consiguen su propósito; porque siempre será 
verdad que el número de las hojas de los árboles, 
y sobre todo el número de los brazos o de 
los cabellos del hombre, es mayor que el número de 
éstos, aun incluyendo en la escala humana los seres inferiores 
como partes de la misma. Esto sin contar que la 
serie infinita de causas y efectos, tropieza por todas partes 
con absurdos que sólo puede devorar la razón, o mejor 
dicho, la palabra de los materialistas.  Ni se opone a 
esto la posibilidad de una serie de causas sin alguna 
última; porque esto solo prueba la posibilidad de una serie 
no infinita actualmente, sino simplemente indefinida, y, sobre todo, exige 
y supone necesariamente una causa primera. 
   5ª El orden 
que resplandece en el mundo tiene su causa y razón 
suficiente en las fuerzas y leyes de la misma naturaleza, 
y por consiguiente no demuestra la existencia de Dios, como 
ser de suma inteligencia y sabiduría.  Resp. Las leyes y 
fuerzas de la naturaleza contienen la causa próxima y la 
razón suficiente inmediata e hipotética del orden y conservación del 
universo, pero no la causa primera ni la razón suficiente 
a priori y absoluta; porque las fuerzas y leyes que 
regula la producción de los efectos contingentes y sus relaciones, 
no pueden poseer una necesidad superior a la que corresponde 
a los seres en los cuales se hallan. Por otra 
parte, estas leyes y fuerzas, además de ser absolutamente contingentes 
en sí mismas, existen en los mismos seres, y no 
tienen una realidad o existencia abstracta y separata de estos 
fuera de Dios: luego suponen un primer principio y una 
primera causa eficiente, lo mismo que los seres contingentes y 
producidos que obran por medio de ellas. 
   6ª Hay 
en el mundo muchos seres y fenómenos inútiles y nocivos, 
a los cuales no podemos señalar fines convenientes, como los 
infusorios, muchos insectos, los rayos que destruyen árboles, o desmenuzan 
rocas, las lluvias que caen en los arenales, con mil 
otros fenómenos análogos que indican que el mundo es más 
bien la obra del acaso que de una inteligencia superior. 
 Resp. Esta objeción sólo tendría fuerza en la hipótesis de 
que el hombre poseyera un conocimiento perfecto y adecuado del 
mundo, de todas y cada una de sus partes, y 
de todas las fuerzas, leyes y relaciones, que entre estas 
y en estas existen, hipótesis que dista mucho de ser 
una realidad, y esto es lo único que de la 
objeción se deduce legítimamente. Empero, nuestra ignorancia acerca de los 
fines especiales de algunos seres, no prueba que no existan 
estos fines, o que no sean conocidos y fijados por 
Dios. Para la legitimidad y valor científico de la demostración 
a que se refiere la objeción, basta que conozcamos, como 
conocemos, por la razón y la experiencia, el orden y 
armonía general del mundo, y los fines especiales de muchos 
de los seres que encierra, junto con el presentimiento racional 
de otros, por más que no los conozcamos todos con 
claridad y certeza. 
 
 
| Escencia y atributos de Dios | 
   
 
    | El «Ser subsistente» es un atributo exclusivo de Dios. Todos los demás seres  tienen el ser recibido o participado. | 
   
 
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  LA ESENCIA DE DIOS: COGNOSCIBILIDAD 
  El camino recorrido en 
las clásicas cinco vías de acceso al conocimiento de la 
existencia de Dios, nos ha proporcionado no sólo una clara 
noticia de que el Ser al que llamamos Dios, existe, 
sino que a la vez, con la razón, sin necesidad 
de recurrir a ningún medio sobrenatural, hemos obtenido unos conocimientos 
sobre la Naturaleza divina valiosísimos para considerarlos ahora en su 
orden y conjunto.
  Notas, que hemos descubierto en la Esencia de 
Dios son, por ejemplo:
  La incomprehensibilidad, es decir, que no puede 
abarcarse en ningún concepto humano, lo cual no es un 
simple conocimiento negativo. Un conocimiento imperfecto no es necesariamente falso. 
Yo sé que alguien llama a la puerta aunque no 
sepa quién es. Por de pronto sé que es alguien, 
que existe. Ahora voy a indagar QUIÉN ES.
  La inmutabilidad del 
motor no movido: Acto puro.
  La Causalidad incausada.
  el Ser Necesario
  el Ser 
Máximo, con perfecciones puras por encima de todo grado:
  el Ser, 
la Verdad, Bondad, Belleza, Vida, Entendimiento, Voluntad, Libertad.
  la Inteligencia ordenadora 
de todo cuanto existe.
  Aunque todo esto sea muy poco comparado 
con lo Dios es, no es poco para empezar. Y, 
además, nos sitúa en el umbral de un verdadero conocimiento, 
de índole sobrenatural, por medio de la revelación del mismo 
Dios.
  Pero antes estudiemos un poco más a fondo, con la 
luz natural de la razón, la Esencia metafísica de Dios
 
  SOBRE 
LA ESENCIA METAFISICA DE DIOS 
  Para resolver la cuestión esencial 
de la sabiduría racional de Dios, no basta con esto, 
sino que es preciso determinar también el contenido de ese 
conocimiento racional de Dios. Vamos a verlo brevemente.
  Se llama esencia 
o constitutivo metafísico de una cosa a aquel atributo concebido 
como primero, y que es raíz, principio y fuente de 
todos los demás atributos. También suele denominarse primer atributo fundamental 
o principio constitutivo formal. Tratándose de Dios, el constitutivo metafísico 
expresará aquel atributo divino que, según nuestro modo de conocer, 
nos aparezca como el primero y del que se deriven 
todos los demás. Pero es preciso entender esto bien.
  No se 
trata aquí de señalar la esencia o el constitutivo formal 
de Dios como Él es en sí mismo, pues esto 
es imposible en el orden natural. La Deidad como tal, 
la mismidad de Dios, queda fuera del alcance de nuestro 
conocimiento racional. Lo que sea Dios en su esencia y 
vida íntima lo pueden alcanzar la Teología, la Fe, la 
Mística y la Visión Beatífica, pero todas ellas se encuentran 
en el ámbito de lo sobrenatural. 
  El objeto formal de 
la sabiduría racional de Dios no es precisamente la Deidad 
como tal, sino la razón de ser. 
  Como ya hemos 
dicho repetidas veces, en el puro orden natural, nosotros no 
alcanzamos a Dios sino como causa primera del ser finito. 
¿Qué es en su más profundo y último fundamento la 
causa primera del ser finito? Esta es la pregunta que 
tratamos ahora de contestar.
  Estamos persuadidos de antemano que el constitutivo 
formal de Dios en cuanto Dios, no es el constitutivo 
formal de Dios, causa primera del ser finito en cuanto 
es ser. Aparte de lo que nosotros alcanzamos racionalmente de 
Dios, esto es, aparte de su razón de causa primera 
del ser finito, hay en las profundidades de la esencia 
divina un caudal inagotable de inteligibilidad, que va más allá 
de la razón de causa primera del ser finito. Por 
eso, el constitutivo formal de Dios, en cuanto causa primera 
del ser finito, no explica todo lo que es Dios 
en sí mismo, no explica, por ejemplo, la Trinidad de 
Personas en la Unidad de la Sustancia divina. Lo único 
que explica el constitutivo metafísico de Dios, que determine la 
sabiduría racional de El, es lo que Dios es en 
su razón de causa primera del ser finito, y todos 
aquellos atributos que ha de tener por ser causa primera 
del ser finito. 
  El constitutivo metafísico de Dios que tratamos 
de fijar ahora ha de cumplir los siguientes requisitos:
  1. Debe 
ser un atributo exclusivo de Dios.
  2. Debe ser un atributo 
expresivo, no de la esencia íntima de Dios, sino de 
la divina Esencia en cuanto es causa primera del ser 
finito.
  3. Debe ser el atributo primero en el orden del 
ser, aunque no lo sea según nuestro modo natural de 
conocer.
  4. Debe ser el atributo fuente del que se deriven 
cognoscitivamente todos los demás atributos divinos que podamos alcanzar en 
el orden del conocimiento racional. 
  5. Debe ser el fundamento 
último de toda distinción entre Dios y el resto de 
los seres.
  6. Debe ser atributo único y referirse siempre al 
orden del ser.
  Pues bien, nuestra afirmación ahora es esta: el 
constitutivo formal o la esencia metafísica de Dios, considerado en 
cuanto causa primera del ser finito, es el «Ser subsistente».
  Las 
cinco demostraciones que pueden construirse para probar la existencia de 
Dios nos dan cinco facetas esenciales desde las que puede 
ser alcanzado Dios en cuanto causa primera del ser finito; 
estas cinco facetas son las siguientes: 
  
 Primer motor inmóvil 
 Primera causa incausada 
 Ser absolutamente necesario 
 Ser 
infinito en toda perfección 
 Primera inteligencia directora
  Pero cada uno 
de estos aspectos, bajo los que conocemos a Dios como 
causa primera del ser finito, connotan en su más profunda 
significación al «Ser subsistente», que viene a ser así, el 
atributo más profundo que podemos aplicar a Dios en el 
orden natural. Luego el «Ser subsistente» es el constitutivo formal 
de Dios. 
  Si Dios es el primer motor inmóvil, si 
mueve todas las cosas sin transitar de la potencia al 
acto, será su misma actividad motora, y como el mover 
sigue al ser y el modo de mover al modo 
de ser, será también su mismo ser, será el «Ser 
subsistente». 
  Si Dios es la primera causa incausada, si causa 
todas las cosas con absoluta autonomía, será su propia actividad 
causal, y como el causar sigue al ser y el 
modo de causar al modo de ser, será también su 
propio ser, será el «Ser subsistente». 
  Si Dios es la 
primera inteligencia directora, si dirige y ordena a todos los 
seres sin estar, a su vez, ordenada o dirigida ni 
siquiera a su acto de entender, será su propia intelección, 
y como el entender sigue al ser y el modo 
de entender al modo de ser, será también su mismo 
ser. Será el «Ser subsistente».
  Si Dios es el ser absolutamente 
necesario, si en El no se da ni siquiera la 
composición de esencia y existencia, su esencia será su propio 
existir, será el «Ser subsistente». 
  Si, finalmente, Dios es el 
ser infinito en toda perfección, si no tiene limitada o 
recibida por participación la perfección del ser ni ninguna otra 
perfección será el «Ser subsistente».
  Desde cualquiera de las cinco demostraciones 
de la existencia de Dios, puede concluirse, pues, que el 
«Ser subsistente» es la esencia metafísica de Dios. Pero, además 
de ésto, el «Ser subsistente», cumple todas las condiciones exigidas 
al constitutivo formal de Dios en cuanto causa primera del 
ser finito. Veámoslo.
  1. El «Ser subsistente» es un atributo exclusivo 
de Dios. Todos los demás seres que no son Dios 
—cuarta vía— tienen el ser recibido o participado (por eso 
lo tienen limitado), pero Dios no tiene el ser recibido, 
sino por esencia. Luego sólo a Dios le compete el 
«Ser subsistente». 
  2. El «Ser subsistente» es expresivo de la 
misma esencia de Dios en cuanto El es causa primera 
del ser finito. Es claro —ya lo hemos hecho notar 
anteriormente— que el «Ser suhsistente» no es la expresión de 
la esencia de Dios en cuanto es Dios. Pero tampoco 
es eso lo que pretende designar el constitutivo formal metafísico 
que aquí hemos fijado. En cambio, si a Dios se 
le considera como causa primera del ser finito, no hay 
ningún concepto que exprese con más precisión, con mayor profundidad, 
la esencia de Dios que el «Ser subsistente». 
  3. El 
«Ser subsistente» es el primer atributo de Dios en el 
orden del ser. Y repitamos que aquí, al hablar de 
Dios, lo consideramos en cuanto causa primera del ser finito. 
Efectivamente nada hay anterior en el orden del ser (no 
en el orden de nuestro conocimiento), en Dios, que el 
«Ser subsistente», porque a éste no lo podemos deducir de 
ningún otro atributo, y sí todos los demás atributos de 
él. 
  4. El «Ser subsistente» es la fuente de donde 
se originan, en el orden del conocimiento, todos los demás 
atributos divinos que pueden ser alcanzados por la sola luz 
natural. Como vamos a ver dentro de un momento, no 
hay ni uno solo de los atributos divinos que inmediata 
o mediatamente no pueda deducirse del «Ser subsistente». 
  Si Dios 
es absolutamente simple, y universalmente perfecto y bueno por esencia, 
e infinito, e inmenso, e inmutable y eterno, y máximamente 
uno, etc., etc., es sencillamente porque es el «Ser subsistente».
  5. 
El «Ser subsistente» es también el fundamento último de toda 
distinción entre Dios y el resto de los seres.  Notas 
distintivas entre Dios y la criatura: 
  Composición - simplicidad,  Imperfección 
- perfección,  Limitación - infinitud,  Mutabilidad-inmutabilidad,  Multiplicidad-unicidad.  Pues bien, todas 
ellas se fundan en esta distinción más profunda: «Ser subsistente» 
- ser inherente o recibido. 
  Si Dios es simple, y 
perfecto e infinito, etc., es porque es el «Ser subsistente», 
y si la criatura es compuesta, imperfecta, limitada, etc., es 
porque tiene el ser participado, recibido en una potencia o 
en un sujeto. 
  6. Finalmente, el «Ser subsistente» es un 
único atributo y se refiere al orden del ser. No 
se puede de determinar la esencia metafísica de Dios, en 
cuanto causa primera del ser finito. diciendo que hay dos 
o tres o más atributos fundamentales, cada uno en una 
línea; el atributo fundamental ha de ser único, y por 
eso debe estar situado en la línea del ser. que 
es la más profunda. Y este requisito lo cumple el 
«Ser subsistente».  He aquí, pues, la más alta verdad del 
orden natural, el ápice más elevado de las conquistas cognoscitivas 
naturales del hombre: Dios es el «Ser mismo subsistente». Sobre 
ella no hay ninguna otra verdad natural, y a partir 
de ella comenzará el descenso en el movimiento racional constructivo 
de la sabiduría natural de Dios.
  Podemos pasar ahora al estudio 
de los Atributos entitativos de Dios
 
  ATRIBUTOS ENTITATIVOS DE DIOS 
  Se 
llaman atributos divinos las perfecciones de Dios que existen formalmente 
en El y que dimanan, según el modo de nuestro 
saber, del constitutivo formal de Dios. No constituyen, por tanto, 
atributos de Dios las perfecciones que sólo virtualmente podemos predicar 
de El, ni abarcan estos atributos el atributo fundamental o 
constitutivo metafísico, que sirve de fundamento pare deducir todos los 
demás atributos.
   Atributos divinos
  Se dividen en: 
  Los entitativos se refieren 
al ser de Dios y son:  
la simplicidad, 
la perfección, 
la bondad, 
la infinitud, 
la inmensidad, 
la inmutabilidad, 
la eternidad 
la unidad. 
  Los operativos se refieren a las operaciones divinas 
y son:  
la sabiduría, 
la voluntad, 
la potencia. 
  Por lo 
que hace a los atributos entitativos de Dios, algunos se 
derivan inmediatamente del «Ser subsisente» y otros se derivan mediatamente, 
a través de algunos de los atributos derivados inmediatamente del 
«Ser subsistente». 
  Los atributos entitativos derivados inmediatamente del constitutivo formal 
de Dios son los cinco que corresponden a las cinco 
notas distintivas entre Dios y la criatura, a saber:  
la 
simplicidad (opuesta a la composición), 
la perfección (opuesta a la 
imperfección), 
la infinidad (opuesta a la limitación), 
la "inmutabilidad"(opuesta a 
la mutabilidad) 
la unicidad (opuesta a la multiplicidad). 
 
  Los atributos 
entitativos derivados mediatamente de la esencia metafísica de Dios a 
través de los atributos inmediatamente derivados, son:  
la bondad (que 
se derive de la perfección). 
la inmensidad 
la omnipresencia (que 
se derivan de la infinidad) 
la eternidad (que se derive 
de la inmutabilidad). 
  Tras de establecer todos estos atributos divinos, 
aparece con toda nitidez la absoluta trascendencia divina o la 
radical distinción de Dios de todos los restantes seres.
  Y ahora 
tratemos de exponer, aunque brevemente, cada uno de estos atributos 
divinos. 
  Dios es absolutamente simple.—Simplicidad es negación de composición, y 
composición es unión de partes constituyendo un todo. 
  La simplicidad 
puede ser absoluta o relativa. 
  La absoluta excluye la composición 
de cualquier tipo; 
  La relativa, la excluye en un orden 
determinado. Así, el alma humana es simple con simplicidad relativa, 
porque no está compuesta de partes cuantitativas, ni de materia 
y forma, pero sí que está compuesta en el nivel 
del ser: de esencia y acto de ser (essentia et 
esse).
  Pues bien, Dios es simple con simplicidad absoluta. 
  Porque no 
hay en El composición: 
  1)De partes cuantitativas (la cantidad sigue 
a la corporeidad y Dios no es cuerpo), 
  2)Ni se 
compone la esencia de Dios de materia y forma (todo 
ser esencialmente compuesto exige una causa y Dios es causa 
incausada); 
  3) Ni hay en Dios composición de individualidad y 
naturaleza (la individualidad de Dios no puede proceder de la 
materia, de la que carece, sino de la forma o 
esencia, y por eso, la individualidad de Dios no es 
distinta de su naturaleza o esencia); 
  4) Ni hay en 
Dios composición de sustancia y accidente (la sustancia se comporta 
con respecto al accidente como la potencia con respecto al 
acto, y Dios no tiene potencia alguna); 
  5) Ni hay 
en Dios composición de esencia y existencia (todo ser entitativamente 
compuesto tiene una cause y Dios es causa incausada); 
  6) 
Ni hay en Dios composición de género y diferencia (el 
género se comporta como la potencia con respecto a las 
diferencias que lo determinan, y en Dios no hay potencia 
alguna). 
  Luego Dios es absolutamente simple. Y lo es, sobre 
todo, porque siendo el «Ser subsistente» todo lo que hay 
en Dios lo será y no lo tendrá, pero así 
como el tener exige composición (de lo tenido con el 
que tiene), el ser exige simplicidad o carencia absoluta de 
composición. 
  Dios es perfecto y bueno.—En efecto, Dios es máximamente 
perfecto; porque, siendo el ser la máxima perfección, y siendo 
Dios el «Ser mismo subsistente», habrá de ser máximamente perfecto. 
  En Dios, además, existen todas las perfecciones de las cosas; 
pues, como las perfecciones del efecto deben preexistir en la 
causa, y Dios es la causa universal de todas las 
cosas, en Dios han de estar las perfecciones de todos 
los seres que no son El. Por lo demás, como 
hicimos notar más atrás, algunas perfecciones (las puras o simples) 
se encuentran formalmente en Dios, esto es, constituyen do su 
esencia, y otras (las mixtas) se encuentran en El sólo 
virtualmente, es decir, en cuanto tiene el poder de producirlas.
  De 
que Dios es universalmente perfecto, se sigue que es bueno; 
porque la bondad le adviene al ser en razón de 
su perfección, o en razón de ser apetecible . Dios, 
que es el ser máximamente perfecto, es en sumo grado 
apetecible para sí mismo y para todo otro ser. Es 
decir, es también máximamente bueno. 
  Dios es infinito e inmenso.—Infinito 
es lo que no tiene límites. El ser infinito puede 
ser infinito actual o formal (el que no tiene límites 
en su perfección) o infinito potencial o material (el cual 
no tiene límites en su imperfección). El ser infinito actual 
puede ser absoluto o relativo. El primero no tiene límites 
en ninguna linea (es infinito en el ser); el segundo 
no tiene límites en una línea determinada (es infinito sólo 
en la esencia, por ejemplo). Pues bien, Dios es infinito 
con infinitud actual absoluta, lo cual se deduce necesariamente de 
que es el «Ser subsistente». En efecto, si Dios, tuviera 
el ser recibido, lo tendría limitado; pero como lo tiene 
por esencia, lo ha de tener en toda su plenitud 
y, por tanto, ilimitado e infinito. Y si Dios es 
infinito en su ser. lo es también en toda perfección, 
que, si es algo, es ser. 
  Dios es también inmenso. 
Inmensidad significa no mensurabilidad según el espacio, y viene expresada 
por la exigencia del ser infinito a llenar todos los 
espacios y lugares. Que Dios es inmenso, se desprende de 
que es infinito. Si no hay en Dios límites, Dios 
no podrá ser abarcado por nada, y habrá en El 
aptitud para llenar todos los lugares.  De que Dios es 
inmenso se desprende también que es omnipresente. Omnipresencia significa presencia 
actual en todos los lugares y espacios. Por eso, si 
Dios, por ser inmenso, tiene aptitud pare estar en todos 
los lugares, estará realmente en ellos, cuando estos lugares existan, 
dando el ser y la operación a todas las cosas. 
  Dios es inmutable y eterno. Si Dios es el «Ser 
subsistente», será también la actividad subsistente, pues el obrar sigue 
al ser y el modo de obrar al modo de 
ser. Pero si Dios es la actividad subsistente, es decir, 
si su ser consiste en su obrar, ejercerá toda acción 
sin transitar de la potencia al acto, y, por lo 
mismo, será absolutamente inmutable.  Dios, por ser inmutable, es también 
eterno. La eternidad es la duración del ser inmutable, y 
se caracteriza por ser interminable (no tiene principio ni fin), 
simultánea (toda al mismo tiempo) y uniforme (sin variación alguna). 
La eternidad sigue a la inmutabilidad como la temporaneidad a 
la mutabilidad. Por eso, si Dios es inmutable, ha de 
ser eterno 
  Dios es único. La unicidad es la propiedad 
de ser inmultiplicable, de no ser compatible con otro ser 
del mismo rango. Se opone, por tanto, a la multiplicidad, 
ya esencial, ya entitativa. Se llama multiplicidad esencial a la 
existencia real de varios individuos dentro de la misma especie, 
y multiplicidad entitativa, a la existencia de varios seres, distintos 
esencialmente, dentro de la perfección del ser. Pero Dios, que 
es el «Ser subsistente», no es compatible con la multiplicidad 
esencial (ésta sólo es posible cuando hay composición de materia 
y forma en la misma esencia) ni entitativa (el ser 
subsistente ha de ser necesariamente único, pues no puede haber 
dos plenitudes de ser). Luego Dios es único. 
  Dios es 
trascendente al mundo. Trascendencia significa alteridad, pero connotando cierta superioridad. 
Pues bien, Dios es otro que el mundo, completamente distinto 
de todos los seres creados, y superior a todos ellos. 
La infinita distancia que media entre el Ser por esencia 
(infinito) y el ser por participación (finito) da suficiente razón 
de la trascendencia divina. 
  Pasemos ahora al estudio de los 
atributos operativos inmanentes 
 
  LOS ATRIBUTOS OPERATIVOS INMANENTES 
  Después de examinar 
los atributos de Dios que se refieren a su ser. 
veamos ahora los que se refieren a su obrar. Empecemos 
diciendo que el obrar de Dios es su mismo ser. 
por aquello de que el obrar sigue al ser y 
el modo de obrar al modo de ser. Por lo 
cual, si Dios es su mismo ser, será también su 
mismo obrar. 
  Quiere esto decir que, aunque ahora estudiamos las 
operaciones divinas, continuamos, no obstante, estudiando al ser de Dios 
. Pues bien, las operaciones divinas pueden ser de dos 
clases: operaciones inmanentes (internas) y operaciones transeúntes (externas). Entre las 
primeras están el entender y el querer divinos, y entre 
las segundas, el poder divino en sus varias manifestaciones. Además, 
como el entender y el querer corresponden al vivir, también 
la vida divina es uno de sus atributos operativos.
  Dios entiende 
y conoce
  Por la quinta demostración de la existencia de Dios, 
llegamos a la conclusión de que Dios es una inteligencia 
directora suprema, que no está dirigida ni ordenada ni siquiera 
a su acto de entender, y que es, por lo 
mismo, el entender por esencia. Esto mismo puede concluirse de 
que, siendo el entender una perfección pura, debe existir en 
Dios, y siendo Dios su mismo ser, también será su 
mismo entender. 
  Pues bien, de este entender divino se deriva 
la omniscencia de Dios. Dios lo sabe todo, sencillamente porque 
es el ser infinito en toda perfección y causante de 
todas las cosas. Pero el modo de la sabiduría divina 
es radicalmente distinto del modo de la sabiduría humana. El 
conocimiento del hombre es determinado y medido por las cosas. 
El conocimiento de Dios determina y mide a las cosas. 
En el conocimiento humano, el objeto primero son las cosas 
sensibles y en ellas se conoce todo lo demás, incluso 
al propio- yo. En el conocimiento divino el objeto primero 
es la propia esencia divina y las demas cosas son 
conocidas en esa misma esencia. El conocimiento humano es limitado 
y está sujeto a muchas imperfecciones. El conocimiento divino es 
infinito (en profundidad y en extensión) y no tiene imperfección 
alguna.
  Dios quiere y es libre
  De que Dios es inteligente se 
deduce que está dotado de voluntad y que es libre. 
La voluntad y la libertad, en efecto, se convierten con 
la inteligencia (una implica la otra), de tal manera que 
todo ser dotado de voluntad y libre, es in teligente, 
y todo ser inteligente está dotado de voluntad y es 
libre. Pero la voluntad y la libertad divinas son muy 
distintas de las del hombre. La voluntad humana tiene por 
objeto el bien en general, y ante él no es 
libre, aunque lo sea ante los bienes particulares. La voluntad 
divina tiene por objeto su propia esencia, con la cual 
se identifica, y así Dios no es libre pare amarse 
a sí mismo; pero es absolutamente libre para amar todas 
las demás cosas. La voluntad del hombre es distinta de 
su esencia o naturaleza. La de Dios se identifica con 
la esencia divina.
  Los afectos de la voluntad divina son el 
amor y el gozo o la delectación. El amor de 
Dios se dirige a sí mismo de una manera necesaria, 
y a las criaturas, de una manera libre. E1 gozo 
o la delectación de Dios resultan de la perfecta posesión 
de sí mismo, como plenitud de todo bien, y de 
la imperturbable aquietación, en esta posesión, de la voluntad de 
Dios.
 
  Las virtudes de la voluntad divina son  
la justicia, virtud 
que lleva a dar a cada cual lo que le 
es debido. 
la misericordia, inclinación de la voluntad a remediar 
la miseria ajena. 
la liberalidad, tendencia a dar algo por 
pura bondad del que lo da.
 
  Pues bien, estas tres virtudes, 
estas tres perfecciones de la voluntad, que no encierran en 
su concepto imperfección alguna, deben existir en Dios. Dios es 
efectivamente justo, misericordioso y liberal. Y como, además, todas las 
perfecciones deben estar en Dios según un modo infinito, Dios 
posee estas tres virtudes de una manera infinita.   
 
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| El Dios de la Fe y el Dios de los filósofos | 
   
 
    | Religión es vivencia; filosofía es teoría; 
correspondientemente, el Dios de la religión es vivo y personal; el Dios
 de los filósofos, vacío y rígido. | 
   
 
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| El Dios de la Fe y el Dios de los filósofos |  
 
  INDICE
  Introducción: La prehistoria de la cuestión
  I. El problema
  1. La tesis 
de Tomás de Aquino
  2. La tesis contraria de Emil Brunner
 
  II. 
Intento de una solución
  1. El concepto filosófico de Dios y 
la religión precristiana
  2. El concepto filosófico de Dios y la 
revelación bíblica de Dios
  3. La unidad de relación de filosofía 
y fe
 
  ______________________________________
 
  INTRODUCCION: LA PREHISTORIA DE LA CUESTIÓN
  El tema de estas 
reflexiones [2] –el Dios de la fe y el Dios 
de los filósofos– es, según su asunto, tan antiguo como 
el estar la una junto a la otra de fe 
y filosofía. Pero su historia explícita empieza con una pequeña 
hoja de pergamino que pocos días después de la muerte 
de Blaise Pascal se encontró cosida al forro de la 
casaca del muerto. Esta hoja, llamada «Memorial», da noticia recatada 
y, a la vez, estremecedora de la vivencia de la 
transformación que en la noche del 23 al 24 de 
noviembre de 1654 le ocurrió a este hombre. Comienza, tras 
una indicación muy cuidadosa del día y de la hora, 
con las palabras: «Fuego, Dios de Abraham, Dios de Isaac, 
Dios de Jacob, no el de los filósofos y los 
sabios» [3] . El matemático y filósofo Pascal había experimentado 
al Dios vivo, al Dios de la fe, y en 
tal encuentro vivo con el tú de Dios, comprendió, con 
asombro manifiestamente gozoso y sobresaltado, qué distinta es la irrupción 
de la realidad de Dios en comparación con lo que 
la filosofía matemática de un Descartes, por ejemplo, sabía decir 
sobre Dios. Los Pensées de Pascal hay que entenderlos desde 
esta vivencia fundamental: en contraposición con la doctrina metafísica de 
Dios de aquel tiempo, con su Dios puramente teórico, intentan 
conducir inmediatamente desde la realidad del concreto ser hombre, con 
su insoluble implicación de grandeza y miseria, hasta el encuentro 
con el Dios que es la respuesta viva a la 
abierta pregunta de ese ser hombre; y éste no es 
ningún otro que el Dios de gracia en Jesucristo, el 
Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob. Si la 
filosofía del tiempo, de Descartes especialmente, es una filosofía desde 
el «esprit de géometrie», los Pensées de Pascal buscan ser 
una filosofía desde el «esprit de finesse», desde la comprensión 
real de la realidad entera, que penetra más hondamente que 
la abstracción matemática [4] . No obstante, la filosofía racionalista 
del tiempo, vista por Pascal en toda su insuficiencia, estaba 
entonces todavía tan segura de sí misma que no pudo 
quedar estremecida por las advertencias «desviadas» y fragmentarias de Pascal, 
filósofo autodidacta. Sólo la demolición de la metafísica especulativa, hecha 
por Kant, y el traslado de lo religioso al espacio 
extrarracional y así también extrametafísico del sentimiento, por Schleiermacher, hizo 
irrumpir definitivamente el pensamiento pascaliano y condujo, sólo entonces, al 
aguzamiento del problema: por primera vez es ahora la fosa 
insalvable entre metafísica y religión. Metafísica, es decir razón teorética, 
no tiene acceso alguno a Dios. Religión no tiene ningún 
asiento en el espacio de la «ratio». Es vivencia que 
se sustrae a la mensurabilidad científica; intentar ésta significa, sin 
embargo, restar de aquélla un esquema irreal, el «Dios de 
los filósofos» [5] . Esto tiene una consecuencia ulterior: religión, 
que no es racionalizable, no puede en el fondo ser 
tampoco dogmática, si dogma, por otra parte, ha de ser 
una declaración racional sobre contenidos religiosos. Así, la contraposición experimentada 
concretamente entre el Dios de la fe y el Dios 
de los filósofos, queda finalmente generalizada como contraposición entre Dios 
de la religión y Dios de los filósofos. Religión es 
vivencia; filosofía es teoría; correspondientemente, el Dios de la religión 
es vivo y personal; el Dios de los filósofos, vacío 
y rígido [6] . Hoy se ha llegado a hacer 
de esta distinción casi una frase hecha y, en cualquier 
caso, un lugar común, detrás del cual pueden muy bien 
ocultarse representaciones muy diversas y frecuentemente también una falta de 
verdadero conocimiento de los problemas. Tanto más importante es hacer 
claridad en este asunto, sobre todo, si, coma queda insinuado, 
se anudan a tales distinciones cuestiones de fondo de teología 
fundamental, tal como la de la relación de religión y 
filosofía, de creer y saber, de razón de validez general 
y vivencia religiosa, y, finalmente, la pregunta por la posibilidad 
de religión dogmática. Se demostrará como más adecuado proceder desde 
la contraposición más estrecha y más fácilmente captable «Dios de 
la fe y Dios de los filósofos». Intento, primeramente, hacer 
avanzar dos respuestas de gran talla y opuestas radicalmente la 
una a la otra, y cuyo estudio crítico ha de 
ayudar a una solución concluyente.
 
  I. EL PROBLEMA
  1. La tesis de 
Tomás de Aquino
  En primer lugar, la respuesta de Santo Tomás 
de Aquino, que puede concretarse en pocas palabras. Vaya por 
delante que Tomás, naturalmente, no conoce el planteamiento moderno de 
la cuestión, pero que sabe del asunto y entra en 
él. Su opinión se dejaría exponer de la siguiente manera: 
para Tomás caen el Dios de la religión y el 
Dios de los filósofos por completo el uno en el 
otro, el Dios de la fe, por el contrario, y 
el Dios de la filosofía, se distinguen parcialmente; el Dios 
de la fe supera al Dios de los filósofos, le 
añade algo. La «religio naturalis» –y esto es: cada religión 
fuera del cristianismo– no tiene ningún contenido superior, ni puede 
tenerlo, al que le ofrece la doctrina filosófica de Dios. 
Todo lo que contenga por encima o en contradicción con 
ésta es caída y embrollo. Fuera de la fe cristiana, 
la filosofía es, según Tomás, la más alta posibilidad del 
espíritu humano en general [7] . Max Scheler habla aquí, 
y no sin derecho, de un sistema parcial de identidad 
del Aquinate, que identifica las religiones extracristianas, según su contenido 
de verdad, con la filosofía, y mantiene sólo la fe 
cristiana fuera de esa total identidad [8] . Esta procura 
una imagen de Dios nueva, más elevada que la que 
pudiera nunca forjarse y pensar la razón filosófica. Pero la 
fe tampoco contradice la doctrina filosófica de Dios; para iluminar 
su relación con ella se dejaría aplicar más bien, y 
con sentido, la fórmula «gratia non destruit, sed elevat et 
perficit naturam» [9] .
  La fe cristiana en Dios acepta en 
sí la doctrina filosófica de Dios y la consuma. Dicho 
brevemente: el Dios de Aristóteles y el Dios de Jesucristo 
es uno y el mismo; Aristóteles ha conocido el verdadero 
Dios, que nosotros podemos aprehender en la fe más honda 
y puramente, así como nosotros en la visión de Dios 
al lado de allá aprehendemos un día más íntimamente y 
más de cerca la esencia divina. Se podría tal vez 
decir sin violencia del estado de cosas: la fe cristiana 
es, al conocimiento filosófico, de Dios, algo así como la 
visión del fin de los tiempos de Dios es a 
la fe. Se trata de tres grados de un camino 
entero unitario.
 
  2. La tesis contraria de Emil Brunner
  La radical contradicción 
de esta solución armónica la señala la doctrina de Dios 
del teólogo reformado Emil Brunner, la cual, además, trae a 
contribución, si bien en forma ciertamente muy aguzada, un deseo 
esencial de la teología reformadora en general [10] . Brunner 
anuda su doctrina de Dios al hecho sorprendente de que 
Dios en la Biblia tiene nombre. Este es, sin duda, 
un estado de cosas contrario a la tendencia fundamental de 
la doctrina filosófica de Dios. La filosofía quiere precisamente sobre 
lo particular y plural, que lleva nombre, avanzar hasta lo 
general, hasta el concepto. Lo que lleva nombre es particular, 
junto a él hay igual; pero la filosofía busca el 
concepto, que, en cuanto designación de lo general, es la 
contraposición estricta del nombre. Así aspira consecuentemente la doctrina filosófica 
de Dios, lejos del nombre de Dios, hacia su concepto. 
Es tanto más pura, cuanto más lejos del nombre ha 
llegado hacia el mero concepto.
  Pero el Dios bíblico tiene nombre, 
y es uno particular, uno determinado, en lugar de ser 
«el absoluto». Y este llevar nombre de Dios no es 
como una mera imperfección de los grados tempranos del Antiguo 
Testamento, posiblemente todavía medio politeístas, los cuales quedarán tachados por 
una creciente depuración del concepto de Dios. No, en la 
Biblia se deja observar una doble evolución, de tal modo 
que los nombres de Dios particulares, determinados, retroceden siempre más 
y más, mientras que, al mismo tiempo, la conciencia de 
que Dios tiene un nombre más bien se fortalece. Sí, 
el escrito del Nuevo Testamento, teológicamente desarrollado con más alcance, 
el Evangelio de Juan, resume la función de Jesús exactamente 
en que ha revelado a los hombres el nombre de 
Dios: «He manifestado a los hombres tu nombre» (17, 6; 
cfr. 17, 26: «les he dado a conocer tu nombre 
y se lo daré a conocer»; 12, 28: «Padre, clarifica 
tu nombre»; ésta es la meta de la vida de 
Jesús; confr. la petición del Padrenuestro: «santificado sea tu nombre»: 
Mt., 6, 9). Y Cristo está ahí, por así decir, 
como el nuevo Moisés, cuya obra –la manifestación del nombre 
de Dios y, con ello, la fundamentación de una relación 
de hombre y Dios– ha realizado nuevamente de manera más 
alta,
  ¿Qué significa, pues, este hecho del nombre de Dios? El 
nombre no es expresión de conocimiento de la esencia, sino 
que le hace a un ser apelable, y en cuanto 
que da la apelabilidad, procura la ordenación social de lo 
llamado; de la apelabilidad se sigue la relación de la 
existencia con el ser a nombrar. Si Dios se da 
un nombre entre los hombres, no expresa con ello propiamente 
su ser, sino que, más bien, establece la apelabilidad, se 
hace accesible al hombre, entra en la relación de la 
coexistencia con él, o sea admite a los hombres a 
la coexistencia consigo. Y, además, rige el que Dios en 
cuanto el superior al hombre por antonomasia no puede ser 
nombrado por el hombre, no puede ser forzado por él 
a la apelabilidad; Dios es apelable sólo si se deja 
apelar; su nombre es conocido sólo si El mismo le 
da a conocer; la relación de la coexistencia no puede 
ser, por tanto, erigida por el hombre sino solamente por 
parte de Dios. Así se hace el nombre de Dios 
expresión del hecho de que Dios es uno que se 
nombra, que se revela, y no uno que es pensado 
«vía causalitatis». En lo cual queda al mismo tiempo manifiesta 
una importante contraposición en relación con el Dios de la 
filosofía griega: en la filosofía es el hombre el que 
desde sí mismo busca a Dios, en la fe bíblica 
es Dios mismo, y Dios solo, el que establece en 
libertad creadora la relación Dios-hombre. Así, la contraposición entre nombre 
de Dios y concepto de Dios, Dios de la fe 
y Dios de los filósofos, se hace ya más clara 
y determinada. El «Dios de los filósofos» es el Dios 
al cual no se le reza, con el que sí 
hay unidad –esto es, la unidad que piensa el pensamiento 
como la «más profunda verdad»–, pero ninguna comunidad que esté 
fundada por Dios mismo. De eso se trata en la 
afirmación de que hablar de la revelación del nombre de 
Dios es un antropoformismo primitivo. Este argumento no es otra 
cosa que la desesperada contradefensa del yo que quiere permanecer 
cabe sí mismo, que no quiere dejarse abrir, que no 
quiere dejarse empujar de su ser en el punto central, 
que se quiere afirmar contra el Dios que le creó... 
Porque todo esto se piensa con ese concepto tan decisivo 
para el testimonio bíblico, tan chocante para el pensamiento filosófico 
de Dios, con el concepto de «nombre de Dios»: el 
misterio esencial que se abre por la revelación del Dios 
verdadero, personal, que sólo puede ser conocido en cuanto tal 
en esa revelación. El Dios de la revelación es el 
cognoscible sólo en la revelación. Dios, como es pensado fuera 
de esa revelación, es otro; es un pensado; por tanto, 
no el personal; no es ése, cuya esencia es comunicarse 
[11] .
  La contraposición entre Dios de fe y Dios de 
filósofos, tal y como sale a la luz en el 
hecho del nombre de Dios, se aguza hasta el extremo 
en el nombre central de Dios en la Biblia: Yahvé. 
La Biblia hebrea parafrasea y aclara este nombre con las 
palabras: «aehjaeh asaer aehjae»: Yo soy el que soy; los 
LXX ponen, en lugar de la doble forma activa, en 
el segundo caso, el participio: Egw eimi o wn (Ex. 
3, 14); del yo soy se llega así al que 
es. Con lo cual se tomaba una decisión de imprevisible 
alcance, puesto que con esta traducción se proporcionaba un punto 
de partida decisivo para la síntesis de la imagen griega 
y bíblica de Dios. Los efectos de esta traducción sobre 
la teología patrística y escolástica son conocidos. Para ella estaba 
claro que Dios se llama aquí el que es, y 
con ello revela su esencia metafísica, que consiste en que 
es «ens a se», en el que esencia y existencia 
coinciden en unidad. Es decir: lo que es el concepto 
supremo de la ontología y el concepto concluyente de la 
doctrina filosófica de Dios aparece aquí como la declaración central 
del Dios bíblico sobre sí mismo. Esta palabra garantiza así 
la unidad de Escritura y filosofía, y es una de 
las abrazaderas más importantes que unen ambas. El nombre Yahvé 
es concebido como declaración de la esencia, en la que 
Dios descubre el originario fondo metafísico de su ser, de 
modo que en verdad ya no se trata exactamente de 
un «nombre», sino de un «concepto». En este lugar inserta 
la crítica de Brunner, que dicho brevemente consiste en la 
afirmación de que así se pone cabeza abajo el sentido 
de la declaración bíblica, de que se la trastoca hasta 
lo más íntimo. «Fue un completo malentendido, devastador en sus 
efectos, el que los padres de la Iglesia griegos cayesen 
en leer en el nombre de Yahvé una definición ontológica. 
El «yo soy el que soy» no puede ser traducido 
especulativa y definitivamente: yo soy el que es. En ello 
no sólo se falla el sentido de esa declaración; con 
ello se invierte el pensamiento bíblico de revelación en su 
contrario: se hace del nombre, de lo indefinible, una definición. 
El sentido de la paráfrasis del nombre es exactamente éste: 
«yo soy el lleno de misterio y quiero seguir siéndolo; 
yo soy el que soy. Yo soy el incomparable, y 
por esto no para definir, no para nombrar» [12] . 
En otro lugar habla Brunner de un malentendido ni más 
ni menos trágico en sus consecuencias [13] , y condena 
el guión establecido por Agustín entre ontología neoplatónica y conocimiento 
bíblico de Dios [14] . No se trata aquí para 
Brunner de un malentendido exegético particular, que siempre es una 
y otra vez posible, sino de la falsificación central del 
mensaje bíblico, ya que precisamente en el nombre de Dios 
tropiezan las contraposiciones extremas una con otra: a una parte 
está el Dios, que en la nominación de su nombre 
se da a conocer en cuanto tú y se abre 
al hombre, se le ofrece para comunidad. A la otra 
parte, el pensamiento filosófico, que en la revelación del nombre 
ve un antropomorfismo, con lo cual en último término rechaza 
la revelación misma. «El pensamiento de razón que se basta 
a sí mismo no quiere reconocer lo que viene de 
más allá de su propia posibilidad» [15] . «Quiere... sólo 
verdad, que tiene el signo: yo pienso, pero no verdad, 
cuyo signo es: ahí tienes ... » [16] . El 
error de los padres y escolásticos consistiría, por tanto, en 
que con su síntesis de Dios de la fe y 
Dios de los filósofos leen en un lugar lo que 
es precisamente radical contraposición y fallan y falsean así la 
esencia de la revelación cristiana hasta el fondo.
  Con esto está 
impulsado hasta su hondura, última posible, el enfrentamiento de Dios 
de la fe y Dios de los filósofos. Aquí se 
convierte en pregunta por la esencia del cristianismo en general, 
en pregunta por la legitimidad de la síntesis concreta, que 
da forma al cristianismo de pensamiento griego y bíblico, en 
pregunta por la legitimidad de la coexistencia de filosofía y 
fe, y por la legitimidad de la «analogía entis» en 
cuanto positiva puesta en relación de conocimiento de razón y 
conocimiento de fe, de ser de naturaleza y realidad de 
gracia; y finalmente también en cuestión de decisión entre comprensión 
católica y protestante del cristianismo [17] . En una palabra: 
la problemática Dios de la fe y Dios de los 
filósofos resume entendida así, como en punto de ignición, la 
problemática entera de fundamentación de la teología, que en el 
cosmos de las disciplinas teológicas es la grave a la 
par que bella tarea del teólogo fundamental.
 
 
  II. INTENTO DE UNA 
SOLUCION
  1. El concepto filosófico de Dios y la religión precristiana
  El 
problema es grave y serio. Puede uno aproximarse a él 
si se escudriñan, exacta y hondamente, ambos conceptos de Dios 
para conocer lo que tienen de esencial. Sólo un par 
de alusiones en esta dirección pueden intentarse aquí.
  Procedamos del concepto 
filosófico de Dios, que se nos presenta, en frente del 
Dios de la fe de manera aguzada, como el concepto 
de Dios de la filosofía griega [18] . No basta 
para su comprensión conocer y adoptar una determinada forma de 
definición. Hay que ver más bien la relación en que 
está este concepto de Dios para con el mundo espiritual 
y religioso en el que fue encontrado y en el 
que se ordenaba de una u otra manera. Porque, indudablemente, 
también el concepto precristiano filosófico de Dios ha estado en 
alguna relación con la religión, que era también entonces otra 
cosa que filosofía, y sólo cuando se considere tal relación 
estará visto el concepto filosófico del Dios de los griegos 
como tal rectamente y por completo. Igual vale en principio 
para cada concepto filosófico de Dios. Esta relación es perceptible 
en la distinción estoica de tres teologías, que nos conduce 
a la raíz del concepto de «theologia naturalis», aquí constantemente 
en el trasfondo. La Stoa distingue: «theologia – mythica – 
civilis – naturalis» [19] . A este exacto complejo pertenece 
la filosófica «theologia naturalis» de los griegos; quien busque entenderla 
independientemente la entiende de manera falsa. Con esta partición estoica, 
tal y como es desarrollada sobre todo en los cuarenta 
y un libros de «Antiquitates rerum humanarum et divinarum», de 
M. Terentius Varro (116-27 a. de Cristo), queda de hecho 
exactamente acertado el problema del monoteísmo filosófico de los griegos, 
o sea de su doctrina filosófica de Dios [20] . 
¿Qué se busca con esta partición? Vale por de pronto 
el observar que no se trata en manera alguna de 
tres miembros de igual rango. La separación de «theologia civilis» 
y «mythica» tiene primariamente carácter apologético y reformador. La «theologia 
civilis» ha de ser descargada y separada en lo posible 
de la teología mítica caída en descrédito con lo cual 
la estrecha conexión de hecho entre ambas es innegable. El 
enfrentamiento debería tal vez con más exactitud de ser simplemente: 
«theologia civilis» y «theologia naturalis». Preguntémonos ahora lo que significa 
esta diferencia. Varro la verifica muy cuidadosamente, según los factores 
particulares de cada teología. La «theologia mythica» es asunto de 
los poetas, la «theologia civilis», asunto del pueblo, y la 
«theologia naturalis», asunto de los filósofos o de los «physici». 
No olvida de advertir que el pueblo se ha sumado 
a los poetas en la cuestión capital. Una segunda diferencia 
atañe al lugar respectivo en la realidad, al que está 
ordenada cada teología. Según esto, a la teología mítica corresponde 
el teatro, a la política la polis, a la «natural» 
el cosmos. Aquí se hace ya visible de manera radical 
la profunda contraposición interior, que separa, de una parte, la 
teología mítica y política, y de otra, la teología natural. 
Ya que las indicaciones de lugar son por sí mismas 
completamente dispares. El lugar de la teología mítica y política 
está determinado por el ejercicio humano, del culto; el lugar 
de la teología filosófica, por el contrario, por la realidad 
de lo divino que está frente al hombre [21] . 
La contraposición se radicaliza más aún en la tercera distinción 
que Varro propone, y que se refiere al contenido de 
las tres teologías. La teología mítica tiene por contenido las 
diversas fábulas de dioses, los «mitos» precisamente que juntos son 
«el» mito; la teología política tiene por contenido el culto 
del estado; la teología natural, finalmente, responde a la pregunta 
guión o qué son los dioses, «si son con Heráclito, 
de fuego, o con Pitágoras, de números, o con Epicuro, 
de átomos; y todavía otras cosas que los oídos pueden 
soportar más fácilmente dentro de las paredes escolares, que fuera, 
en la plaza del mercado» [22] . Dios de la 
fe y Dios de los filósofos, está uno tentado de 
decirlo también aquí; y también aquí tiene que ver la 
fe con personas de encuentros vivos y la filosofía con 
la fórmula apersonal... Esta distinción en el enfrente divino de 
la teología conduce a una última contraposición que deja finalmente 
desnudo el meollo propio del problema. La «theologia naturalis» tiene 
que ver con la «natura deorum», las otras dos teologías 
con los «divina instituta hominum».
  Con lo cual está en último 
término reducida toda la distinción a la metafísica teológica,. de 
una parte, y religión cultual, de otra. La teología civil 
no tiene, al fin y al cabo, ningún Dios, sino 
solamente «religión»; la teología natural no tiene religión alguna, sino 
sólo una divinidad [23] . La contraposición entre religión y 
Dios de los filósofos está llevada aquí, en la situación 
religiosa y espiritual de la antigüedad descrita por Varro a 
su seriedad última. La filosofía, no separada aún de la 
física, pone al descubierto la verdad de lo real y 
así también la verdad del ser de lo divino. La 
religión toma su camino independientemente a ella no le va 
nada en adorar lo que la ciencia descubre como el 
Dios verdadero; se coloca más bien fuera de la cuestión 
de la verdad y se subordina solamente a su propia 
legalidad religiosa. Con esta separación de verdad religiosa y realización 
religiosa ha puesto Varro, o si se quiere el pensamiento 
estoico por él representado al descubierto y muy perspicazmente, la 
problemática propia del politeísmo antiguo, incluso se puede decir el 
problema fundamental de cualquier religiosidad politeísta. Porque, ¿en qué consiste 
propiamente la esencia del politeísmo? No está captada con la 
afirmación de que el politeísmo adora muchos dioses, mientras que 
el monoteísmo conoce sólo un Dios. Semejante declaración permanece parada 
en la superficie. En alguna forma, si bien muy oscurecida 
todavía, los politeísmos, los cuales, a su vez, no pueden 
medirse todos por el mismo rasero, saben también, por regla 
general, que el absoluto a fin de cuentas es sólo 
único. Este saber puede tener configuraciones de muy diverso tipo, 
se puede expresar en la idea del «deus otiosus» de 
las religiones primitivas, en la idea de la moira omniimperante 
como potencia que domina dioses y hombres en la elevada 
forma del concepto filosófico de Dios de un Platón o 
un Aristóteles (y no hay que desconocer que, desde el 
punto de vista de historia de las religiones, el primer 
motor aristotélico representa una variación clásica del motivo del «deus 
otiosus»). Las configuraciones son plurales, pero en ninguna parte falta 
por completo el saber en torno a la unidad del 
absoluto. El constitutivo decisivo del politeísmo, que le constituye en 
cuanto tal politeísmo, no es la falta de la idea 
de unidad, sino la representación de que lo absoluto en 
sí y como tal no es apelable para el hombre 
[24] . Por eso ha de resolverse a invocar los 
reflejos finitos del absoluto, los dioses, que no son precisamente 
«Dios tampoco para él» [25] . Porque Dios, esto es, 
el absoluto mismo, no es, para decirlo una vez más, 
apelable [26] , y la esencia del monoteísmo, como se 
muestra ahora, consiste precisamente en que se atreve a apelar 
al absoluto en cuanto absoluto en cuanto Dios, que, al 
mismo tiempo, es el absoluto en sí y el Dios 
del hombre. Dicho de otra manera: el riesgo audaz del 
monoteísmo es apelar al absoluto –el «Dios de los filósofos» 
y el Dios del hombre–, el Dios de Abraham, de 
Isaac y de Jacob, uno con otro. El guión que 
Agustín ha puesto «entre ontología neoplatónica y conocimiento bíblico de 
Dios» [27] , es, desde el monoteísmo legítimo, la manera 
concreta en que para él ha de representarse el guión 
entre Dios de los filósofos y Dios de la fe, 
Dios de los hombres. Más aún, con la constatación de 
que el Dios mudo e inapelable de los filósofos se 
ha hecho en Jesucristo Dios que habla y que escucha, 
ha ejecutado la exigencia interior plena de la fe bíblica.
 
  2. 
El concepto filosófico de Dios y la revelación bíblica de 
Dios
  El alcance extraordinario de semejante constatación ilumina sin más. Porque, 
si es acertado, significa entonces que la síntesis realizada por 
los padres de la Iglesia entre la fe bíblica y 
el espíritu heleno como representante en aquel tiempo del espíritu 
filosófico en general no sólo era legítima, sino necesaria, para 
traer a expresión la exigencia plena y la seriedad completa 
de la fe bíblica. Esta exigencia plena se apoya en 
que hay ese guión para con el concepto prerreligioso, filosófico 
de Dios. Esto significa que la verdad filosófica pertenece, en 
un cierto sentido, constitutivamente a la fe cristiana, y esto 
indica a su vez que la «analogía entis» es una 
dimensión necesaria de la realidad cristiana, y tacharla sería suprimir 
la exigencia propia que ha de Plantear el cristianismo. En 
vista de tan serias consecuencias, y de tan largo alcance, 
habría que plantear de nuevo la cuestión de si el 
guión puesto por los padres de la Iglesia entre Dios 
de la fe y Dios de los filósofos, cuya justificación 
y necesidad ha sido ya mostrada desde el problema general 
del monoteísmo, está también, y en qué medida, especialmente respecto 
al concepto bíblico de Dios justificado. A lo cual puede 
responderse primeramente: estaba justificado en cuanto y en la medida 
en que la fe bíblica en Dios quería y debía 
ser monoteísmo. Puesto que el monoteísmo está a las duras 
y a las maduras con la puesta en unidad del 
absoluto como tal con el Dios vuelto al hombre. Ahora 
bien, no sólo está fijada fundamental e indudablemente la intención 
monoteísta de la fe bíblica en Dios, sino que en 
los escritos bíblicos de después del exilio puede observarse con 
claridad creciente el intento de hacer comprensible al mundo en 
torno la esencia que acabamos de describir de la fe 
monoteísta [28] . El tema de la creación avanza en 
ellos siempre más y más y desempeña por ejemplo en 
el Deutero-Isaías un papel dominante. Como ningún otro pensamiento era 
éste apropiado para interpretar [29] lo especial de la fe 
bíblica en Dios ante los pueblos del mundo, a los 
cuales estaba Israel como trasladado en manera por completo nueva. 
Precisamente en el pensamiento de creación fue capaz el profeta 
de expresar el hecho de que Israel no adoraba a 
ninguno de los usuales dioses de los pueblos, a ninguno 
de los poderes intramundanos de fertilidad, sino al fundamento mismo 
del mundo. Piénsese en los magníficos versos del capítulo 40 
de Isaías: «¿Quién midió las aguas con el hueco de 
la mano, y a palmos los cielos, y al tercio 
de efa el polvo de la tierra, pesó en la 
romana las montañas o en la balanza los collados? ¿Quién 
ha sondeado al espíritu de Yahvé, quién fue su consejero 
y le instruyó? ¿Con quién deliberó él para recibir instrucciones 
y que le enseñase el camino de la justicia? ¿Quién 
le enseñó la sabiduría y le dio a conocer el 
camino del entendimiento? Son las naciones como gota de agua 
en el caldero, como grano de un polvo en la 
balanza. Las islas pesan lo que el polvillo que se 
lleva el viento. El Líbano no basta para leña, ni 
sus animales para el holocausto. Todos los pueblos son delante 
de él como nada, son ante él nada y vanidad. 
¿A quién, pues, compararéis vuestro Dios, qué imagen haréis que 
se le asemeje?» (Is. 40, 12-18) [30] . Cara a 
los potentes y orgullosos reinos del mundo, un lenguaje verdaderamente 
audaz que expresa de modo impresionante lo especial del Dios 
de Israel: su unicidad, que se funda en que él 
es el absoluto mismo, que en tanto absoluto se ha 
vuelto a los hombres [31] . En igual dirección que 
el concepto de creación apunta la designación de Dios como 
«Dios del cielo», la cual se encuentra determinante, en primer 
plano, en los libros de Esra y Daniel. No hay 
duda de que se trata, por así decirlo, de un 
concepto misional, cuya función es otra vez hacer por todos 
lados comprensible a los pueblos la esencia del Dios de 
Israel. «Dios del cielo» es en la historia de las 
religiones la designación del Dios supremo, que con frecuencia, en 
cuanto «deus otiosus», adopta prácticamente la función de un Dios 
de los filósofos [32] . Si Israel designa a su 
Dios ante los paganos como el Dios del cielo, quiere 
decir con ello que no conoce ningún Dios de los 
pueblos en sentido usual, sino que su Dios es el 
único señor del mundo –«el absoluto»–, por el que se 
sabe apelado y al que están en verdad sometidos todos 
los pueblos [33] . Finalmente, apunta también en la misma 
dirección la noticia de las propiedades divinas, que podemos tomar 
de la Biblia. En ella se toca tal vez más 
cercanamente que nunca la imagen bíblica de Dios con la 
doctrina de Dios de los filósofos, y por lo mismo 
ha favorecido como nada la puesta en relación de ambas. 
Conceptos como eternidad, omnipotencia, unidad, verdad, bondad y santidad de 
Dios no indican, desde luego, sin más, lo mismo en 
Biblia y en filosofía, pero no pueden ignorarse aproximaciones considerables. 
La intención de remitir por encima de todos los poderíos 
intramundanos al poder originario que mueve el mundo les es 
común a ambas [34] . Con tales reflexiones se hace 
claro algo más. El elemento filosófico se suministró al concepto 
de Dios de la Biblia en la medida en que 
éste se encontraba forzado a pronunciar lo suyo propio y 
especial frente al mundo de los pueblos, y en un 
lenguaje general, esto es, comprensible para el mundo todo, por 
encima del propio espacio interior. Se hizo necesario en la 
medida en que, visto negativamente, surgió la indigencia apologética; visto 
positivamente, la indigencia misionera. Lo filosófico designa, por tanto, ni 
más ni menos, la dimensión misionera del concepto de Dios, 
ese momento con el que se hace comprensible hacia fuera. 
Así es también evidente que la apropiación de lo filosófico 
fue realizada ampliamente en el momento en que el judaísmo, 
poco expansivo, quedaba disuelto por una religión expresamente misionera, el 
cristianismo. La apropiación de la filosofía, tal y como fue 
ejecutada por los apologetas, no era otra cosa que la 
necesaria función complementaria interior del proceso externo de la predicación 
misionera del Evangelio al mundo de los pueblos. Si para 
el mensaje cristiano es esencial no ser doctrina esotérica secreta 
para un círculo rigurosamente limitado de iniciados, sino mensaje de 
Dios a todos, entonces le es también esencial la interpretación 
hacia afuera, dentro del lenguaje general de la razón humana. 
La verdadera exigencia de la fe cristiana no puede hacerse 
visible en su magnitud y en su seriedad, sino por 
este guión con aquello que el hombre ya de antemano 
ha captado en alguna forma como lo absoluto [35] .
 
  3. 
La unidad de relación de filosofía y fe
  Por eso, al 
«sistema parcial de identidad» de Tomás de Aquino le corresponde, 
sin duda alguna, auténtico derecho: el guión entre Dios de 
la fe y Dios de los filósofos es, fundamentalmente y 
en cuanto tal, legítimo [36] . Sin embargo, queda atrás 
un aguijón que nos fuerza a hacer espacio todavía y, 
sobre todo, al justificado deseo de Emil Brunner. Porque está 
claro: si la fe capta el concepto filosófico de Dios 
y dice: «lo absoluto, del que vosotros sabíais ya por 
sospechas de alguna manera, es el absoluto que habla en 
Jesucristo (que es «palabra») y que puede ser apelado», con 
ello, no se suprime sin más la diferencia de fe 
y filosofía, y ni mucho menos lo que hasta ahora 
era filosofía se transforma en fe. La filosofía sigue siendo 
más bien lo otro y lo propio, a lo que 
se refiere la fe para expresarse en ella como en 
lo otro y hacerse comprensible. Y además el concepto de 
absoluto, si se le desata de su propia existencia filosófica, 
o más exactamente, de su ser hasta ahora conjunto con 
el politeísmo y se le encuadra en el campo de 
relaciones de la fe, tendrá que atravesar necesariamente una purificación 
y transformación de hondura. Considerémoslo otra vez en el definitivo 
proceso, que lo es de fundamentación, de la apropiación de 
la filosofía griega por la fe cristiana. Constatábamos que en 
el mundo griego del espíritu la teología natural, que alza 
el concepto filosófico de Dios, no era, desde luego, la 
única teología que había en general, sino que coexistía con 
la teología mítica y política, y de tal manera que 
Dios permanecía para ella esencialmente no religioso, y que por 
ello pudo conformar el trasfondo metafísico para el politeísmo religioso 
que dominaba la superficie. Está claro que la fundamental neutralidad 
religiosa del concepto de Dios tuvo que determinar también, y 
regulativamente, la idea misma del absoluto, y que el tránsito 
de la coexistencia negativa con el politeísmo a la coexistencia 
positiva con la fe monoteísta no podía pasar por él 
de largo, sin dejar huella. De todas maneras, puede y 
debe decirse aquí: aunque la apropiación por los apologistas y 
los padres del concepto de Dios filosófico era sin duda 
legítimo, más aún, esencialmente necesario, tampoco hay que discutir que 
esa apropiación no se ha conseguido siempre con crítica suficiente. 
Las declaraciones filosóficas fueron con frecuencia adoptadas sin el menor 
reparo y sin someterlas a los necesarios acrisolamiento y transformación 
críticos [37] . El conocimiento de que Dios es un 
Dios referido al mundo y al hombre, que opera dentro 
de la historia, o dicho más hondamente, el conocimiento de 
que Dios es persona, yo que sale al encuentro del 
tú, este conocimiento exige un examen en toda la línea 
de las declaraciones filosóficas, un repensarlas como todavía no se 
ha ejecutado suficientemente. En esta tarea de una apropiación más 
profunda del concepto de Dios podrían la teología católica y 
la protestante, viniendo de diversas partes, encontrarse de una manera 
nueva. En cualquier caso, el trabajo en tal tarea significará 
teología en sentido eminente y también una extensión de lo 
que Ricardo de San Víctor, desde Agustín y desde los 
salmos, reconocía como la tarea propia de la teología el 
«quaerite faciem eius semper – buscad siempre su rostro» [38] 
. Ciertamente, se gane lo que siempre se gane en 
esos conocimientos nuevos, no se ha de despojar de su 
fuerza lo que Agustín anota para ese verso del salmo. 
«Esto es, sin duda, el “buscad siempre su faz”: que 
el encontrar no depare un fin a ese preguntar que 
caracteriza el amor, sino que con el amor creciente crezca 
también el preguntar dentro del amado» [39] . La tarea 
de la teología queda en este tiempo del mundo necesariamente 
inconclusa. Es precisamente el preguntar siempre nuevo por la faz 
de Dios «hasta que El venga» y sea El mismo 
respuesta a toda pregunta.
 
  NOTAS
  [1] La edición electrónica de este relevante 
documento excluye cualquier finalidad lucrativa.y se realiza con motivos exclusivamente 
educativos. [2]  Taurus Ediciones prepara la publicación, para una fecha próxima, 
de un libro de JOSEPH RATZINGER, cuyo título castellano será 
La fraternidad cristiana (N. del E.). [3]  R. GUARDINI, Christliches Bewußtsein. 
Versuche über Pascal. Munich, 1950, 2ª ed., Págs. 46. [4]  Sobre 
el careo soterrado con Descartes, que está a la base 
de la distinción de «esprit de géometrie» y «esprit de 
finesse» llama la atención especialmente M. LAROS en su traducción 
de los Pensées, Munich-Kempten, 1913, p. 1, n. 2. Sobre 
la concepción de Pascal del camino del conocimiento religioso, cfr. 
GUARDIN1, OP. Cit. 165-246, y la exposición resumen en H. 
MEYER, Geschichte der abendländischen Weltanschauung, IV, Paderborn, 1950. p. 130-142; 
allí mismo más bibliografía.y 55 (hay edición castellana). [5]  Respecto a 
este desarrollo, G. SÖHNGEN, «Die Neubegründung der Metaphysik und die 
Gotteserkenntnis», en Probleme der Gotteserkenntnis, publicación de la Academia Albertus 
Magnus, II, 3, Münster, 1928, páginas 1-55. W PANENBERG, art. 
«Gott». V (Históricoteológico), RGG II, 3 ed., 1729 ss. A 
la importante influencia que A. RITSCHL y H. CREMER han 
ejercido en este asunto, alude W. PANNENBERG «Die Aufnahme des 
philosophischen Gottesbegriffs als dogmatisches Problem der frühchristlichen Theologie», en Z 
K G. 70 (1959), 1-41. [6]  Así determina SCHELER la relación 
recíproca en «Vom Ewigen im Menschen», Leipzig, 1921, p. 339, 
cfr. H. FRIES, Die katholische Religionsphilosophie der Gegenwart, Heidelberg, 1949, 
p. 72. [7]  Breve y clásicamente está reducida la posición de 
Tomás de Aquino a este respecto en S. Theol, q. 
1, a. 1, en donde la teología filosófica queda enfrentada 
en cuanto teología del «lumen naturalis rationis» a la «doctrina 
per revelationem»; mientras que la primera es una teología de 
los «pauci» y está mezclada con errores, es la última 
accesible a todos, zanja los errores y añade nuevos conocimientos. 
El derecho fundamental de la teología filosófica permanece intocado. Cfr. 
los textos que citamos en la n. 8. [8]  Vom Ewigen 
im Menschen, 323 ss.; H. FRIES, op. cit., 61 ss. [9] 
S. Theol, q. 2, a. 2, ad 1, dice Tomás 
a la objeción de que la existencia de Dios es 
una proposición de fe y por eso no probable: « 
... dicendum quod Deum esse et alia huiusmodi quae per 
rationem naturalem nota possunt esse de Deo... non sunt articuli 
fidei, sed praeambula ad articulos: sic enim fides praesupponit cognitionem 
naturalem, sicut gratia naturam et perfectio perfectibile. Nihil tamen prohibet, 
illud quod se cundum se demonstrabile est et seibile, ab 
aliquo accipi ut credibile, qui demostrationem non capit». Cfr. S. 
c. g., I, c. 7. [10]  E.BRUNNER, Die christliche Lehre von 
Gott (Dogmatik I), Zürich, 1953, 2ª ed., 121-140. Bibliografía relacionada 
con ésta, PANNENBERG, Die Aufnahme... Además, J. P. STEFFES, Glaubensbegründung 
I, Mainz, 1958, p. 32. La siguiente exposición se limita 
conscientemente a la posición especialmente característica de BRUNNER, que aquí 
y allá aclaramos más aún con pensamientos propios. [11] BRUNNER, Op. 
Cit., 132 s. [12] Op. cit., 125. [13]  Op. cit., 135. [14] Op. 
cit., 136. [15]  Op. cit., 130. [16] Op. cit., 131. Además, la 
obra de BRUNNER: Wahrheit als Begegnung. Sechs Vorlesungen über das 
christliche Wahrheitsverstädndnis, Zürich, 1938. Las tesis nuevas de esta obra, 
cuyo punto fundamental de partida determina también la doctrina de 
Dios de la Dogmática, se entienden en conexión con la 
obra de FERDINAND EBNER. Cfr. las advertencias de BRUNNER a 
este respecto en Für Ferdinand Ebner, Regensburg, 1935. p. 12-15. [17] 
 Sobre la problemática de la «analogia entis», que ha ocupado 
penetrantemente tanto a KARL BARTH como a EMIL BRUNNER, hay 
que considerar sobre todo últimamente G. SÖHNGEN, Die Einheit in 
der Theologie, Munich, 1952, p. 235-264. H. U. Von BALTHASAR, 
KARL BARTH, Colonia, 1951. E. PRZYWARA, art. «Analogía entis und 
analogia fidei», L Th K I, 2ª ed.. , 470-476. [18] 
 Para captar concretamente el concepto griego de Dios enfrente del 
cristiano es fundamental W. PANNENBERG, Die Aufnahme... Aquí ha de 
resaltarse, además y sobre todo, la relación del concepto filosófico 
de Dios de los griegos para con su mundo religioso. [19] 
 Cfr. J. BILZ, art. «Theologie», L Th K X, 65 
ss., sobre la expresión «teología», P. BATIFFOL, «Theologie», en Eph. 
theol. Lov. 5 (1928), 205-220; J. STIGLMAYR, «Mannigfache Bedeutung von 
"Theologie" und "Theologen"», en Theol. u. Glaube II (1919), 296-309. [20] 
Con Varro tiene un careo penetrante Tertuliano, Ad nationes, II, 
1-8, así como Agustín, De civitate Dei, VI, 5 ss. 
Cfr. para lo que sigue J. RATZINGER, Volk und Haus 
Gottes in Augustinus Lehre von der Kirche, Munich, 1954, p. 
256-276. [21]  «De civitate Dei», VI, 5, C. Chr 47, p. 
171; IV 32, p. 126. [22]  VI, 5, p. 171. [23] RATZINGER, 
op. cit., 270. [24]  Esta contraposición propia del monoteísmo y del 
politeísmo está certeramente elaborada, sobre todo, por J. A. CUTTAT, 
Begegnung der Religionen, Einsiedeln, 1956, p. 20 ss. En lugar 
del enfrentamiento de CUTTAT, de fácil mala interpretación, de concepto 
«personal» y «no personal» de Dios, prefiero hablar de «apelabilidad» 
de Dios o de su falta, ya que, desde un 
punto de vista de filosofía de la religión, sólo la 
apelabilidad de Dios constituye su personalidad. El primer motor de 
Aristóteles lleva consigo, desde luego, distintivos esenciales del concepto metafísico 
de persona (¡conciencia de sí mismo!), pero no puede ser 
designado en filosofía de la religión como «persona», precisamente porque 
le falta la capacidad de oír frente a los hombres 
y, por tanto, la apelabilidad. Sobre la idea de unidad 
que permanece en el trasfondo también del politeísmo, cfr. A. 
BRUNNER, Die Religion, Friburgo en Br., 1956, página 177 ss., 
p. 86. [25]  Esto está especialmente claro en el budismo original 
y en las formas más importantes del hinduísmo; cfr. H. 
VON GLASENAPP, «Die nichtchristlichen Religionen», Fischer Lexikon, vol. I, 1957, 
p. 76 ss. y 156 ss. No menos claro está, 
en el neoplatonismo, la apología filosófica del politeísmo en la 
antigüedad postrema. Cfr. la exposición en E. ZELLER, Philosophie der 
Griechen, III, 2, 1903, 4ª ed. [26]  Sólo así es comprensible 
el peculiar estado de cosas, que por ejemplo Platón y 
Aristóteles, a pesar de su monoteísmo filosófico, permanezcan politeístas religiosos. 
Sobre esto E. GILSON, L"Esprit de la Philosophie médievale, W. 
PANNENBERG, op. cit., 7. [27]  BRUNNER, op. Cit., 136. [28] Para lo 
que sigue, E. WÜRTHWEIN, art. «Gott» II, RGG, II, 3ª 
ed., 1705-1713; A. DEISSLER, «Gott», en Bibeltheol. Wörterbuch, de J. 
B. BAUER, Graz, 1959, p. 352-368. [29]  El autor emplea el 
término «dolmetschen«, esto es, interpretar casi como oficio; «die Dolmetscher 
Schule», la escuela de intérpretes (N. de T.). [30]  El texto 
bíblico catsellano según Nácar-Colunga. 5ª ed., Madrid, 1953. [31]  Cfr. DEISSLER, 
Op. cit., 356 ss. [32]  A. BRUNNER, op. cit., 67 ss., 
155; HENRI DE LUBAC, L"origine de la religion; G. VAN 
DER LEEUW, Phänomenologie der Religion, Tubinga, 1956, 2ª ed., p. 
182 ss. [33]  Cfr. W. EICHRODT, Theologie des Alten Testaments, I, 
2ª ed., Leipzig, 1939, p. 113. [34] Cfr. W. PANNENBERG, Op. 
cit., con una cuidadosa ponderación de las diferencias y relaciones 
recíprocas. [35]  Esto está dicho objetiva y explícitamente por W. PANNENBERG, 
Op. cit., 45, que indica cómo el abandono del elemento 
metafísico en el concepto de Dios significaría a la vez 
el abandono de la exigencia universal de la fe cristiana. 
Cfr. también, p. 13. [36]  La crítica de SCHELER del «sistema 
parcial de identidad», de Tomás de Aquino, sigue siendo justificada, 
en cuanto que la relación esencial de fe y filosofía 
no puede ser agudizada en el sentido de una identidad 
de «religio naturalis» y «theologia naturalis», sino que a fin 
de cuentas hay sólo una unidad de relación. Por lo 
cual se puede aprobar el concepto de «sistema de conformidad», 
que, no obstante la verdadera intención del Aquinate, queda más 
cerca que lo que SCHELER mismo acepta, Cfr. A. LANG, 
Wesen und Wahrheit der Religion, Munich, 1957, p. 88 ss. [37] 
 Sobre esto detalladamente W. PANNENBERG, op. cit. Allí también importantes 
puntos de partida para una nueva apropiación crítica del concepto 
filosófico de Dios. Un intento modesto en la misma dirección 
emprendí yo también en mi artículo «Ewigkeit» en LThK III, 
2ª ed., 1268 ss. [38]  De trin., III, 1: Pl 196, 
916: «Quid si non detur pervenire, quo tendo? Quid si 
currendo deficio? Gaudebo tamen inquirendo faciem domini mei semper proviribus 
cucurisse, laborasse, desudasse ...». Cfr. M. GRABMANN, Die Geschichte der 
scholastischen Methode, II, 1956 (nueva impresión), p. 313 ss. [39] En. 
in ps., 104, 3 CChr 40, p. 1537.   
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| Necesidad de la existencia de Dios | 
   
 
    | Debate entre el cardenal Joseph Ratzinger y Flores d"Arcais. | 
   
 
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  Un debate público sobre la existencia de Dios  entre 
dos destacados personajes, uno del mundo cristiano y otro de 
la esfera laicista. 
  Los dos personajes son el cardenal Joseph 
Ratzinger, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la 
Fe, y Paolo Flores d’Arcais, filósofo y director de la 
revista de pensamiento «MicroMega». 
  Moderaba la confrontación el periodista Gad 
Lerner, judío, y director de la cadena televisiva Rai Uno.
  La 
convocatoria se produce a raíz de la reedición del número 
especial de la revista «MicroMega», de orientación de izquierda dialéctica, 
curiosamente dedicado a «Filosofía y Religión», en el que colaboran 
los mismos Ratnzinger y D’Arcais. 
  El periodista Lerner se preguntó:
  "Si 
son tan netos los confines entre quien cree y quien 
no cree,¿no habrá algún rasgo en común?" 
  Y respondió que 
el rasgo común que comparten los dos ponentes es «el 
rechazo de una religiosidad acomodaticia, con un Dios hecho a 
la propia medida, sin medirse con el problema de la 
verdad, que está muy difundida hoy, como se ve en 
la "New Age" y en cierta idea de budismo». Preguntó 
a los ponentes de qué nace la necesidad de discutir 
sobre el tema.
  
El cardenal Ratzinger respondió que «nace del hecho 
de que los creyentes creemos que tenemos algo que decir 
a los demás. Estamos convencidos de que el hombre tiene 
necesidad de conocer a Dios. En Jesús ha aparecido la 
verdad, que debe ser conocida. En esta época de crisis 
es necesario que no vivamos sólo hacia el interior». 
Por su 
parte Flores d’Arcais indicó que «en un debate de este 
tipo hay una gran asimetría. El creyente está interesado en 
convertir. El ateo no tiene esta necesidad». Y se preguntó 
por qué un ateo está interesado en la fe. Respondió 
que «ser ateo significa mantener que todo se juega aquí, 
en esta existencia finita. Sobre esta base se establecen las 
alianzas, las solidaridades, los conflictos, los choques. La convivencia basada 
en la tolerancia no es indiferente al tipo de fe. 
  Si la fe de un cristiano es la de las 
primeras generaciones de cristianos, la fe escándalo para la razón, 
no hay ningún conflicto con el no creyente. Pero si 
la fe pretende ser el resumen y el cumplimiento de 
la razón, lo que es más característico del hombre, se 
comprende que tenga la tentación de imponerse. ¿Por qué no 
renunciáis los creyentes a la demostración de la verdad, por 
qué pretendéis la racionalidad?». 
El cardenal Ratzinger rebatió esta afirmación diciendo 
que «los creyentes de las primeras generaciones no creían en 
la absurdidad de la fe. Pablo habla en el Areópago. 
Pablo predica una fe que es por una parte escándalo 
pero estaba convencido de que no anunciaba nada absurdo, sino 
un mensaje que podía apelar a la razón, una religión 
que no es inventada sino que está en consonancia con 
nuestra razón. Estoy de acuerdo con Flores d’Arcais en que 
esto no se debe imponer».
 
 
  A la pregunta de si se 
puede vivir sin fe, Flores d’Arcais respondió que, «depende de 
lo que se entienda por fe». «Si se entiende como 
profunda pasión existencial por ciertos valores que hagan de la 
vida algo sensato, no. Pero si se entiende como creencia 
religiosa, sí se puede vivir sin fe», confesó ofreciendo su 
opinión íntima.«La fe --añadió-- es algo más pero también algo 
menos. La lucidez de lo finito permite vivir con una 
pasión y una conciencia crecida las vivencias de nuestra vida».
 
 
  Respecto 
al tema: hay algo común entre creyentes y no creyentes
  El 
cardenal Ratzinger indicó que «hay un terreno común. Puede haber 
coincidencias sobre valores que hacen digna la vida: combatir la 
intolerancia, los fanatismos, el compromiso por la dignidad del hombre, 
la libertad, la ayuda a los necesitados. Es un terreno 
en el que, a pesar de la división, tenemos una 
responsabilidad común. El amor contra el odio, la verdad contra 
la mentira, es innato en el hombre. La conciencia y 
el compromiso por la dignidad humana es una presencia escondida 
de una fe más profunda, aunque no esté definida en 
términos teológicos. Es una raíz común del bien contra el 
mal».
   Flores d’Arcais indicó que «el terreno común es el 
Evangelio y los valores del Evangelio. Hay dos valores fundamentales: 
la frase de Jesús: "que tu decir sea sí, sí, 
o no, no", es la idea de que toda diplomacia 
exagerada es obra del demonio. El segundo es que el 
pecado de los pecados es el privilegio, la diferencia en 
las riquezas. Estos dos valores a veces son más sentidos 
por muchos que no son creyentes que por la mayoría 
de los cristianos».
 
 
  Sobre la Ilustración y el laicismo
  Flores d’Arcais, que 
se considera orgullosamente uno de los últimos jacobinos, al oír 
hablar al cardenal de tolerancia, le dijo: «¡cuánto os habéis 
dejado contaminar como Iglesia por el mundo laicista! El término 
tolerancia es un término iluminista». 
  El Cardenal Ratzinger respondió que 
el laicismo tiene un significado en Italia diverso en otros 
países. Indicó que «el cristianismo quería ser una Ilustración en 
un cierto sentido». «Es el momento --añadió-- de trascender estas 
oposiciones. La Ilustración se oponía al cristianismo pero había corrientes 
de Ilustración cristiana. El cristianismo debería replantear sus raíces. Hay 
oposición sólo en ciertos modos de Ilustración. Yo no hablaría 
de contaminación. Me parece positivo que estas dos corrientes, que 
estaban separadas, se encuentren y que cada una empiece a 
aprender de la otra». 
 
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| Acceso racional a Dios | 
   
 
    | Textos de SS Juan Pablo II. La Fe en Dios encuentra apoyo en razonamientos de nuestra inteligencia. | 
   
 
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| Acceso racional a Dios |  
 
  LA FE EN DIOS ENCUENTRA APOYO EN RAZONAMIENTOS DE NUESTRA 
INTELIGENCIA
  PRUEBAS DE LA EXISTENCIA DE DIOS, Audiencia General, 10.VII.85
  1. Cuando 
nos preguntamos: «¿Por qué creemos en Dios?», la primera respuesta 
es la de nuestra fe: Dios se ha revelado a 
la humanidad, ha entrado en contacto con los hombres. La 
suprema revelación de Dios se nos ha dado en Jesucristo, 
Dios encarnado. Creemos en Dios porque Dios se ha hecho 
descubrir por nosotros como el Ser supremo, el gran «Existente». 
Sin embargo esta fe en un Dios que se revela, 
encuentra también un apoyo en los razonamientos de nuestra inteligencia. 
Cuando reflexionamos, constatamos que no faltan las pruebas de la 
existencia de Dios. Estas han sido elaboradas por los pensadores 
bajo forma de demostraciones filosóficas, de acuerdo con la concatenación 
de una lógica rigurosa. Pero pueden revestir también una forma 
más sencilla y, como tales, son accesibles a todo hombre 
que trata de comprender lo que significa el mundo que 
lo rodea.
 
  LAS PRUEBAS DE LA EXISTENCIA DE DIOS NO PUEDEN 
SER DE ORDEN CIENTÍFICO EXPERIMENTAL
  2. Cuando se habla de pruebas 
de la existencia de Dios, debemos subrayar que no se 
trata de pruebas de orden científico-experimental. Las pruebas científicas, en 
el sentido moderno de la palabra, valen sólo para las 
cosas perceptibles por los sentidos, puesto que sólo sobre éstas 
pueden ejercitarse los instrumentos de investigación y de verificación de 
que se sirve la ciencia. Querer una prueba científica de 
Dios, significaría rebajar a Dios al rango de los seres 
de nuestro mundo, y por tanto equivocarse ya metodológicamente sobre 
aquello que Dios es. La ciencia debe reconocer sus límites 
y su impotencia para alcanzar la existencia de Dios: ella 
no puede ni afirmar ni negar esta existencia. De ello, 
sin embargo, no debe sacarse la conclusión que los científicos 
son incapaces de encontrar, en sus estudios científicos, razones válidas 
para admitir la existencia de Dios. Si la ciencia como 
tal no puede alcanzar a Dios, el científico, que posee 
una inteligencia cuyo objeto no está limitado a las cosas 
sensibles, puede descubrir en el mundo las razones para afirmar 
la existencia de un Ser que lo supera. Muchos científicos 
han hecho y hacen este descubrimiento.
 
  UN ESPÍRITU ABIERTO SE PLANTEA 
NECESARIAMENTE EL PROBLEMA DEL ORIGEN
  Aquel que, con un espíritu abierto, 
reflexiona en lo que está implicado en la existencia del 
universo, no puede por menos de plantearse el problema del 
origen. Instintivamente cuando somos testigos de ciertos acontecimientos, nos preguntamos 
cuáles son las causas. ¿Cómo no hacer la misma pregunta 
para el conjunto de los seres y de los fenómenos 
que descubrimos en el mundo?
  3. Una hipótesis científica como la 
de la expansión del universo hace aparecer más claramente el 
problema: si el universo se halla en continua expansión, ¿no 
se debería remontar en el tiempo hasta lo que se 
podría llamar el «momento inicial», aquel en el que comenzó 
la expansión? Pero, sea cual fuere la teoría adoptada sobre 
el origen del universo, la cuestión más fundamental no puede 
eludirse. Este universo en constante movimiento postula la existencia de 
una Causa que, dándole el ser, le ha comunicado ese 
movimiento y sigue alimentándolo. Sin tal Causa suprema, el mundo 
y todo movimiento existente en él permanecerían «inexplicados» e «inexplicables», 
y nuestra inteligencia no podría estar satisfecha. El espíritu humano 
puede recibir una respuesta a sus interrogantes sólo admitiendo un 
Ser que ha creado el mundo con todo su dinamismo, 
y que sigue conservándolo en la existencia.
 
  LA ORGANIZACIÓN PERFECTA DE 
LA MATERIA REMITE A LA CUESTIÓN DEL ORIGEN
  4. La necesidad 
de remontarse a una Causa suprema se impone todavía más 
cuando se considera la organización perfecta que la ciencia no 
deja de descubrir en la estructura de la materia. Cuando 
la inteligencia humana se aplica con tanta fatiga a determinar 
la constitución y las modalidades de acción de las partículas 
materiales, ¿no es inducida, tal vez, a buscar el origen 
en una Inteligencia superior, que ha concebido todo? Frente a 
las maravillas de lo que se puede llamar el mundo 
inmensamente pequeño del átomo, y el mundo inmensamente grande del 
cosmos, el espíritu del hombre se siente totalmente superado en 
sus posibilidades de creación e incluso de imaginación, y comprende 
que una obra de tal calidad y de tales proporciones 
requiere un Creador, cuya sabiduría trascienda toda medida, cuya potencia 
sea infinita.
 
  OTRO MOTIVO: LA FINALIDAD INTERNA EN EL DESARROLLO DE 
LA VIDA
  5. Todas las observaciones concernientes al desarrollo de la 
vida llevan a una conclusión análoga. La evolución de los 
seres vivientes, de los cuales la ciencia trata de determinar 
las etapas, y discernir el mecanismo, presenta una finalidad interna 
que suscita la admiración. Esta finalidad que orienta a los 
seres en una dirección, de la que no son dueños 
ni responsables, obliga a suponer un Espíritu que es su 
inventor, el creador. La historia de la humanidad y la 
vida de toda persona humana manifiestan una finalidad todavía más 
impresionante. 
 
  EL HOMBRE NO ES DUEÑO DE SU PROPIO DESTINO, 
NO TIENE PODER ABSOLUTO
  Ciertamente el hombre no puede explicarse a 
sí mismo el sentido de todo lo que le sucede, 
y por tanto debe reconocer que no es dueño de 
su propio destino. No sólo no se ha hecho él 
a sí mismo, sino que no tiene ni siquiera el 
poder de dominar el curso de los acontecimientos ni el 
desarrollo de su existencia. Sin embargo, está convencido de tener 
un destino y trata de descubrir cómo lo ha recibido, 
cómo está inscrito en su ser. En ciertos momentos puede 
discernir más fácilmente una finalidad secreta, que transparenta de un 
concurso de circunstancias o de acontecimientos. Así, está llevado a 
afirmar la soberanía de Aquel que le ha creado y 
que dirige su vida presente.
 
  EL HOMBRE NO ES DUEÑO DE 
SU PROPIO DESTINO, NO TIENE PODER ABSOLUTO. LA BELLEZA IMPULSA 
A MIRAR HACIA LO ALTO
  6. Finalmente, entre las cualidades de 
este mundo que impulsan a mirar hacia lo alto está 
la belleza. Ella se manifiesta en las multiformes maravillas de 
la naturaleza; se traduce en las innumerables obras de arte, 
literatura, música, pintura, artes plásticas. Se hace apreciar también en 
la conducta moral: hay tantos buenos sentimientos, tantos gestos estupendos. 
El hombre es consciente de «recibir» toda esta belleza, aunque 
con su acción concurre a su manifestación. El la descubre 
y la admira plenamente sólo cuando reconoce su fuente, la 
belleza trascendente de Dios.
 
  ADMITIR EFECTOS SIN CAUSA EQUIVALE A RENUNCIAR 
AL PENSAMIENTO
  7. A todas estas «indicaciones» sobre la existencia de 
Dios creador, algunos oponen la fuerza del acaso o de 
mecanismos propios de la materia. Hablar de acaso para un 
universo que presenta una organización tan compleja en los elementos 
y una finalidad en la vida tan maravillosa, significa renunciar 
a la búsqueda de una explicación del mundo como nos 
aparece. En realidad, ello equivale a querer admitir efectos sin 
causa. Se trata de una abdicación de la inteligencia humana 
que renunciaría así a pensar, a buscar una solución a 
sus problemas. En conclusión, una infinidad de indicios empuja al 
hombre, que se esfuerza por comprender el universo en que 
vive, a orientar su mirada hacia el Creador. Las pruebas 
de la existencia de Dios son múltiples y convergentes. Ellas 
contribuyen a mostrar que la fe no mortifica la inteligencia 
humana, sino que la estimula a reflexionar y le permite 
comprender mejor todos los «porqués» que plantea la observación de 
lo real.
 
  LOS HOMBRES DE CIENCIA Y DIOS  Alocución 17.VII.85
  1. Es 
opinión bastante difundida que los hombres de ciencia son generalmente 
agnósticos y que la ciencia aleja de Dios. ¿Qué hay 
de verdad en esta opinión? Los extraordinarios progresos realizados por 
la ciencia, particularmente en los últimos dos siglos, han inducido 
a veces a creer que la ciencia sea capaz de 
dar respuesta por sí sola a todos los interrogantes del 
hombre y de resolver todos los problemas. Algunos han deducido 
de ello que ya no habría ninguna necesidad de Dios. 
La confianza en la ciencia habría suplantado a la fe. 
Entre ciencia y fe—se ha dicho—es necesario hacer una elección: 
o se cree en una o se abraza la otra. 
Quien persigue el esfuerzo de la investigación científica, no tiene 
ya necesidad de Dios; y viceversa, quien quiere creer en 
Dios, no puede ser un científico serio, porque entre ciencia 
y fe hay un contraste irreducible.
  2. El Concilio Vaticano ll 
ha expresado una condición bien diversa. En la Constitución Gaudium 
et spes se afirma:«La investigación metódica en todos los campos 
del saber, si está realizada de una forma auténticamente científica 
y conforme a las normas morales, nunca será en realidad 
contraria a la fe, porque las realidades profanas y las 
de la fe tienen su origen en un mismo Dios. 
Más aún, quien con perseverancia y humildad se esfuerza por 
penetrar en los secretos de la realidad, está llevado, aun 
sin saberlo, como por la mano de Dios, quien, sosteniendo 
todas las cosas, da a todas ellas el ser» (Gaudium 
et spes, 36).
  De hecho se puede observar que siempre han 
existido y existen todavía eminentes hombres de ciencia, que en 
el contexto de su humana experiencia han creído positiva y 
benéficamente en Dios. Una encuesta de hace cincuenta años, realizada 
con 398 científicos entre los más ilustres, puso de relieve 
que sólo 16 se declararon no creyentes, 15 agnósticos y 
367 creyentes (cfr. A. Eymieu, La part des croyants dans 
les progres de la science, 6e. éd., Perrin,1935, pág. 274).
  3. 
Todavía más interesante y proficuo es darse cuenta de por 
qué muchos científicos de ayer y de hoy ven no 
sólo conciliable, sino felizmente integrante la investigación científica rigurosamente realizada 
con el sincero y gozoso reconocimiento de la existencia de 
Dios. De las consideraciones que acompañan a menudo como un 
diario espiritual su empeño científico, sería fácil ver el entrecruzamiento 
de dos elementos: el primero es cómo la misma investigación, 
en lo grande y en lo pequeño, realizada con extremo 
rigor, deja siempre espacio a ulteriores preguntas en un proceso 
sin fin, que descubre en la realidad una inmensidad, una 
armonía, una finalidad inexplicable en términos de casualidad o mediante 
los solos recursos científicos. A ello se añade la insuprimible 
petición de sentido, de más alta racionalidad, más aún, de 
algo o de Alguien capaz de satisfacer necesidades interiores, que 
el mismo refinado progreso científico, lejos de suprimir, acrecienta.
  4. Mirándolo 
bien, el paso a la afirmación religiosa no viene por 
sí en fuerza del método científico experimental, sino en fuerza 
de principios filosóficos elementales, cuales el de causalidad, finalidad, razón 
suficiente, que un científico, como hombre, ejercita en el contacto 
diario con la vida y con la realidad que estudia. 
Más aún, la condición de centinela del mundo moderno, que 
entrevé el primero la enorme complejidad y al mismo tiempo 
la maravillosa armonía de la realidad, hace del científico un 
testigo privilegiado de la plausibilidad del dato religioso, un hombre 
capaz de mostrar cómo la admisión de la trascendencia, lejos 
de dañar la autonomía y los fines de la investigación, 
la estimula por el contrario a superarse continuamente, en una 
experiencia de autotrascendencia relativa del misterio humano. Si luego se 
considera que hoy los dilatados horizontes de la investigación, sobre 
todo en lo que se refiere a las fuentes mismas 
de la vida, plantean interrogantes inquietantes acerca del uso recto 
de las conquistas científicas, no nos sorprende que cada vez 
con mayor frecuencia se manifieste en los científicos la petición 
de criterios morales seguros, capaces de sustraer al hombre de 
todo arbitrio. ¿Y quien, sino Dios, podrá fundar un orden 
moral en el que la dignidad del hombre, de todo 
hombre, sea tutelada y promovida de manera estable?. 
  Ciertamente la 
religión cristiana, si no puede considerar razonables ciertas confesiones de 
ateísmo o de agnosticismo en nombre de la ciencia, sin 
embargo, es igualmente firme al no acoger afirmaciones sobre Dios 
que provengan de formas no rigurosamente atentas a los procesos 
racionales.
  5. A este punto sería muy hermoso hacer escuchar de 
algún modo las razones por las que no pocos científicos 
afirman positivamente la existencia de Dios y ver qué relación 
personal con Dios, con el hombre y con los grandes 
problemas y valores supremos de la vida los sostienen. Cómo 
a menudo el silencio, la meditación, la imaginación creadora, el 
sereno despego de las cosas el sentido social del descubrimiento, 
la pureza de corazón son poderosos factores que les abren 
un mundo de significados que no pueden ser desatendidos por 
quienquiera que proceda con igual lealtad y amor hacia la 
verdad. 
  Baste aquí la referencia a un científico italiano, Enrico 
Medi, desaparecido hace pocos años. En su intervención en el 
Congreso Catequístico Internacional de Roma en 1971, afirmaba: «Cuando digo 
a un joven: mira, allí hay una estrella nueva, una 
galaxia, una estrella de neutrones, a cien millones de años 
luz de lejanía. Y, sin embargo, los protones, los electrones, 
los neutrones, los mesones que hay allí son idénticos a 
los que están en este micrófono (...). La identidad excluye 
la probabilidad. Lo que es idéntico no es probable ( 
. . . ). Por tanto, hay una causa, fuera 
del espacio, fuera del tiempo, dueña del ser, que ha 
dado al ser, ser así. Y esto es Dios ( 
. . . ) .«El ser, hablo científicamente, que ha 
dado a las cosas la causa de ser idénticas a 
mil millones de años-luz de distancia, existe. Y partículas idénticas 
en el universo tenemos 10 elevadas a la 85ª potencia... 
¿Queremos entonces acoger el canto de las galaxias? Si yo 
fuera Francisco de Asís proclamaría: ¡Oh galaxias de los cielos 
inmensos, alabad a mi Dios porque es omnipotente y bueno! 
¡Oh átomos, protones electrones! ¡Oh canto de los pájaros, rumor 
de las hojas, silbar del viento, cantad, a través de 
las manos del hombre y como plegaria, el himno que 
llega hasta Dios!» (Atti del 11 Congreso Catechistico Internazionale, Roma, 
20-25 septiembre de 1971, Roma, Studium, 1972, págs. 449-450).   
 |  
 
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| ¿Dios, se ha autorevelado escasamente? | 
   
 
    | Messori plantea al Papa Juan Pablo II una dificultad: si Dios existe, ¿por qué es tan difícil reconocerle? | 
   
 
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En uno de los primeros capítulos del libro Cruzando el 
umbral de la esperanza, Messori plantea al Papa Juan Pablo 
II una objeción o dificultad en relación con el conocimiento 
de Dios: si Dios existe, ¿por qué se esconde?, ¿por 
qué es tan difícil reconocerle?
 
  Juan Pablo II esboza una primera 
respuesta aludiendo al valor del itinerario racional en orden a 
la mostración de la existencia de Dios: Dios, en suma, 
no está nunca oculto por entero a la inteligencia humana. 
Pero, apenas sentadas esas afirmaciones, da un paso más, acudiendo 
de nuevo a la inversión pascaliana del contra en el 
pro: ¿no debe decirse más bien que la presencia de 
un peculiar silencio, de un entremezclarse de luz y oscuridad, 
es un sigilo de autenticidad ya que la tensión que 
ese entremezclarse implica es uno de los elementos constitutivos de 
la presente condición humana en cuanto condición peregrinante, es decir, 
en cuanto vida no llegada todavía a plenitud?
  Ya Pascal había 
seguido de algún modo ese camino en los textos en 
los que señala que, respecto a Dios, hay suficiente luz 
para que sea razonable creer y suficiente oscuridad para que 
el creer implique mérito. Entre el itinerario pascaliano y el 
de Juan Pablo II hay, no obstante, netas diferencias de 
perspectiva. Pascal aspira a analizar, en efecto, el acto de 
fe o, por mejor decir, su génesis y el modo 
cómo en ella se entrecruzan luz y oscuridad, racionalidad y 
amor, evidencia y entrega. Juan Pablo II dirige su atención 
no al hombre sino a Dios, no al acto por 
el que el hombre acoge la manifestación divina sino al 
manifestarse de Dios.
  “¿Por qué El parece esconderse como si jugara 
con su criatura? ¿No debería ser todo mucho más sencillo?”, 
se pregunta Juan Pablo II, haciendo suyos los interrogantes formulados 
por Messori. Son interrogantes -prosigue- que "pertenecen al repertorio del 
agnosticismo contemporáneo"; pero también, paradójicamente, interrogantes que "contienen formulaciones en 
las que resuenan el Antiguo y el Nuevo Testamento": también 
en la Escritura se alude a que Dios se esconde 
y juega, y se afirma, por tanto, "que la Sabiduría 
de Dios se da a las criaturas pero, al mismo 
tiempo, no desvela del todo Su misterio". ¿Qué sentido tiene 
todo eso?, ¿qué explica ese alternarse, mejor, ese coexistir de 
desvelación y ocultamiento?, ¿por qué Dios no se manifiesta en 
plenitud de claridad, sino en claroscuro?
  Para responder a esos interrogantes 
es necesario precisar qué se entiende por claridad, más concretamente, 
cuál es la claridad que en cada contexto se requiere. 
Ese es el camino que sigue Juan Pablo II, afirmando 
con frase neta: "la autorrevelación de Dios se actualiza en 
concreto en Su humanizarse"". ¿Hablar así -prosigue- no es acaso 
incidir en la reducción de lo divino a lo humano, 
propugnada por Feuerbach? "Las palabras son, sin duda, de Feuerbach 
-responde-, pero -ut minus sapiens «voy a decir una locura», 
cfr. 2 Corintios 11, 23- la provocación proviene de Dios 
mismo, puesto que Él realmente se ha hecho hombre en 
Su Hijo y ha nacido de la Virgen. Precisamente en 
este Nacimiento, y luego a través de la Pasión, la 
Cruz y la Resurrección, la autorrevelación de Dios en la 
historia del hombre alcanza su cenit: la revelación del Dios 
invisible en la visible humanidad de Cristo".
  Una inteligencia que medite 
sobre la realidad de Dios desde la perspectiva que nos 
descubre Cristo, es decir, la de un Dios que es 
amor, advertirá enseguida la coherencia profunda de esas afirmaciones. Precisamente 
porque Dios es un Dios que ama, porque Dios desea 
comunicarse al hombre, resultaba necesario que se acercara al hombre, 
y se acercó de hecho de modo pleno: haciéndose El 
mismo hombre hasta el extremo, es decir, asumiendo la concreta 
condición humana, manifestando así, de forma visible, humanamente tangible, su 
amor. El humanarse de Dios, su hacerse hombre, su nacer, 
su llegar hasta la pasión y la muerte, aunque pueden 
parecemos un obscurecimiento de su poder y de su grandeza, 
no constituyen, en realidad, tanto un ocultarse de Dios, cuando 
un desvelarse, un darse a conocer como quien ama, ya 
que el amor se manifiesta precisamente en la entrega.
  "Intentemos ser 
imparciales en nuestro razonamiento", prosigue Juan Pablo II. "¿Podía Dios 
ir más allá en Su condescendencia, en su acercamiento al 
hombre, conforme a sus posibilidades cognoscitivas? Verdaderamente, parece que haya 
ido todo lo lejos que era posible. Más allá no 
podía ir". "En cierto sentido -continúa corrigiendo en parte la 
afirmación anterior-, ¡Dios ha ido demasiado lejos!". "Desde una cierta 
óptica concluye- es justo decir que Dios se ha desvelado 
incluso demasiado en lo que tiene de más divino, en 
lo que es Su vida íntima; se ha desvelado en 
el propio Misterio". Y -añade- "no ha considerado el hecho 
de que tal desvelamiento lo habría en cierto modo oscurecido 
a los ojos del hombre, porque el hombre no es 
capaz de soportar el exceso de Misterio, no quiere ser 
así invadido y superado".
  Dios no se ha quedado corto en 
su revelación, no ha escondido su cariño, sino que, al 
contrario, lo ha manifestado de tal manera, con tal claridad, 
que esa manifestación puede ofuscarnos, suscitar ese miedo que provoca, 
incluso en lo humano, un amor llevado hasta el extremo, 
puesto que no sólo maravilla, sino que compromete y no 
deja más salida que llevar el propio amor hasta la 
plenitud de entrega. No hay falta de luz, sino, más 
bien, exceso de luz, ya que hay exceso de amor 
y el amor es la luz verdadera. 
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| Por qué las «ciencias positivas» no tienen nada que decir sobre Dios | 
   
 
    | Ningún hecho científico, plenamente confirmado, ha tenido que rechazarse por estar enfrentado con la doctrina revelada. | 
   
 
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| Por qué las «ciencias positivas» no tienen nada que decir sobre Dios |  
 
 Para hablar de Dios existen dos caminos: uno de ellos 
es la fe, fundamentada en la intervención directa, libre, inesperada, 
del propio Dios en la historia de los hombres; una 
intervención-se llama Revelación-comprobable experimentalmente, como cualquier otro hecho histórico. El 
segundo camino para hablar de Dios consiste en verificar que 
sin Dios, no es posible que exista algo -el mundo- 
cuya existencia es indiscutible. Es el camino que sugiere la 
Escritura cuando señala que «lo invisible de Dios, su eterno 
poder y divinidad son conocidos mediante las obras» de Yahvéh 
(Romanos 1, 21). 
  Conviene recalcar que esta vía para llegar 
a Dios no equivale a la que intenta partir del 
desasosiego experimentado cuando se carece de Dios: ante argumentos de 
ese tipo siempre aparece un Sartre dispuesto a decir que 
los hombres pueden muy bien no encontrar un sentido a 
sus vidas, pero que ¡tanto peor para ellos!, (si no 
están a gusto los hombres, que no inventen un dios; 
que se peguen un tiro si quieren, como-en efecto-han hecho 
algunos discípulos y lectores del mencionado autor, persuadidos de la 
inutilidad humana).
  El camino para hablar de Dios ha de ser 
tal que no quepa truncarlo con una salida de ese 
estilo: «pues peor para los hombres.» Se llegará rigurosamente hasta 
Dios, si se consigue mostrar que Dios es imprescindible (en 
el sentido de que negando a Dios habría que negar 
también otras cosas -el mundo- que, sin embargo, no pueden 
ponerse en duda). Habrá que concluir afirmando a Dios, cuando 
se compruebe que sin Él serían imposibles unas cosas que 
no pueden ser imposibles, por la sencilla razón de que 
están ahí. Para hablar, pues, de Dios al margen de 
la fe sobrenatural, se requiere tener firmemente establecidos dos principios:
  -que 
el mundo existe, sin ningún género de dudas; y
  -que ese 
mundo real sería sencillamente impensable -contradictorio, imposible- sin un Dios, 
por lo menos tan real como el mismo mundo.
  ¿Hay en 
la ciencia experimental "hueco" para Dios?
  Habrá que ver si la 
ciencia contradice esos principios; pero antes de entrar en detalles 
conviene detectar un cierto estado de opinión: bastantes personas tienen 
la impresión de que quienes más saben del mundo -esto 
es, los científicos- pueden muy bien discurrir acerca del universo, 
sin pensar para nada en Dios. De hecho, no faltan 
investigadores que aseguran no encontrar un hueco para Dios en 
la naturaleza que estudian.
  Es necesario subrayar esa frase: no encuentran 
un hueco para Dios; y vale la pena comentarla. Algunas 
personas, no muy bien informadas, sospechan que ocurre algo más 
grave: no sólo temen que los científicos puedan prescindir de 
Dios; temen que, con sus descubrimientos, lo contradigan. Parece oportuno 
aclarar que de ningún modo es éste el problema. Como 
advertía recientemente el biólogo A. Santos Ruiz, «puede decirse categóricamente 
que ningún hecho científico, plenamente confirmado, ha tenido que rechazarse 
por estar enfrentado con la doctrina revelada; o, al revés, 
que ninguno de esos hechos puede poner en entredicho la 
fe». Hubo ciertamente una época -durante los siglos XVIII y 
XIX-, en que la cuestión se planteaba en esos términos: 
algunos ateos, cultivadores de las ciencias, alimentaban la esperanza de 
asestar -con su saber- el «golpe de gracia» a la 
idea de Dios. La verdad es que hoy nadie medianamente 
riguroso enfoca las cosas de ese modo. 
  El conocido antropólogo, 
ateo, Levi-Strauss reconocía, últimamente, cómo la ciencia no le puede 
servir para justificar su ateísmo. Y el biólogo Jean Rostand, 
igualmente ateo, confesaba también hace poco al escritor Christian Chabanis: 
«Yo he dicho que no a Dios...», pero al margen 
de su ciencia; con ella no ha conseguido demostrar que 
Dios no exista; más aún, «el problema de la fe 
-dice- me lo planteo todos los días; me obsesiona; es 
un problema que vuelve a cada momento...». A pesar de 
que muchos lo han intentado con admirable tesón, verdaderamente ya 
no es posible abrigar la esperanza de un «golpe de 
gracia» a la idea de Dios, por parte de la 
ciencia; algunos hasta creyeron haber zanjado el problema..., para comprobar 
-con el citado biólogo- que nada está zanjado, que «nunca 
se ha hablado tanto de Dios, como desde que ha 
muerto», (según el decir de sus «enterradores»). 
 
  Un temor «fantasmal»
  Únicamente 
se pueden plantear el tema en términos de «contradicción Dios-ciencia» 
personas no demasiado profundas, o para quienes la ciencia es 
una especie de misterioso pozo que seguramente ha debido demostrar 
cosas que ellos desconocen. Como se trata de un temor 
«fantasmal», resulta preferible dejarlo de lado: bastantes problemas auténticos existen, 
como para discutir además las dificultades que podrían surgir; cuando 
surjan efectivamente será el momento para ocuparse de ellas. Pero 
esas supuestas contradicciones se desvanecen -como veremos- en cuanto se 
conoce cuál es el alcance propio de las ciencias positivas.
  El 
problema de Dios, en relación con la ciencia, se planteará 
hoy en todo caso en el sentido antes mencionado, de 
que los físicos, biólogos, etc., no descubran en sus investigaciones 
ningún hueco para Dios. Aunque algunos -quizá por superficialidad- identifiquen 
sin más esa «ausencia de hueco» con una demostración de 
la inexistencia de Dios, lo cierto es que de ninguna 
manera se trata de lo mismo. El simple hecho de 
que un bioquímico -pongamos por caso- no se tope en 
su laboratorio con Dios, o con la necesidad de recurrir 
a Dios, significa muy poco; tan poco como el hecho 
de que un contador Geiger -ideado para medir radiaciones atómicas- 
no controle, por ejemplo, las variaciones de temperatura atmosférica. Lo 
verdaderamente prodigioso sería que detectara esas variaciones que, en cambio, 
capta otro aparato -destinado a registrar temperaturas-llamado termómetro. Pero esto 
exige una explicación más detallada.
 
  El alcance de un método
  Se dijo 
antes que para llegar a Dios desde el mundo hay 
que sentar dos bases: que el mundo existe, y que 
el mundo es imposible sin Dios. Descartes fue uno de 
los precursores que, abiertamente, puso en tela de juicio la 
existencia del mundo. Probablemente a Galileo, Kepler, Newton, Torricelli, Mariotte 
o Huygens -más o menos de la misma época que 
Descartes- nunca se les ocurrió dudar de que las cosas 
existieran. Y, sin embargo, Descartes no hacía más que proclamar, 
como una cuestión teórica, algo que en cierto modo estaba 
ya contenido en el método que, para conocer el mundo, 
utilizaban en la práctica todos esos sabios. 
  Verdaderamente Descartes sacaba 
las cosas de quicio al preguntarse, en serio, si existía 
o no el mundo; pero con sus dudas estaba reflejando 
la actitud que, en otro orden de cosas (ésta es 
la diferencia), era ya común entre los científicos de su 
tiempo: el método experimental.
  Los científicos, en efecto, no niegan que 
las cosas sean como son en sí: simplemente suelen despreocuparse 
de ello. La pérdida del respeto del hombre hacia el 
mundo, viene a coincidir con el momento en que se 
empieza a dominar, a domesticar la naturaleza. Ahora bien, para 
domesticar el mundo no hace falta saber estrictamente «lo que» 
el mundo «es»; basta con saber cómo funciona. El electricista 
que viene a reparar las instalaciones de mi casa, muy 
probablemente desconoce qué es la electricidad -me temo que, en 
rigor, casi nadie lo sabe a ciencia cierta-, pero, efectivamente, 
logra que funcionen los interruptores, y los aparatos. Para formular 
la ley de caída de los cuerpos tampoco es imprescindible 
saber en qué consiste la gravedad, ni qué es esa 
propensión mutua de los cuerpos: basta medir la fuerza con 
que se atraen, y calibrar en qué grado tal intensidad 
depende de ciertos factores.
  Efectivamente, a las ciencias llamadas «positivas» -física, 
química, astronomía, etc.- les suele bastar, habitualmente, con averiguar cómo 
funcionan los objetos, y con descubrir en qué medida un 
factor es solidario de otros: para evitar que un puente 
se quiebre por efecto del calor, es suficiente conocer cuál 
es la dilatación exacta que experimentan sus materiales para cada 
incremento en la temperatura (no es preciso saber qué es 
el calor, ni hace falta definir el concepto de extensión). 
  Bien es verdad que cuando se descubre -siguiendo el mismo 
ejemplo- la relación constante entre las variaciones de extensión de 
un cuerpo y las de su temperatura, los científicos acostumbran 
a decir que ese cuerpo tiene un índice de dilatación, 
pongamos por caso, de 7,0; pero esto no significa, ni 
lo pretende el científico, que ese índice sea algo que 
esté en aquel cuerpo al modo como yo tengo, por 
ejemplo, un reloj, ni al modo como tengo un dolor 
de muelas, o como tengo el pelo castaño. No; ese 
índice significa un cociente -exacto, si está bien calculado (porque 
también puede calcularse mal)- entre dos facetas, volumen y temperatura, 
comparadas por el científico. Lo mismo puede afirmarse de otras 
muchísimas realidades de que hablan los investigadores. La «masa inerte» 
de un cuerpo, por ejemplo, es también un cociente entre 
dos aspectos mensurables elegidos por el científico: la cantidad de 
fuerza que hay que comunicarle para que se acelere en 
esta o aquella medida. Pero ningún científico dirá que ese 
cuerpo tiene determinada masa, en el mismo sentido con que se 
afirma que tiene, por ejemplo, forma esférica. Al científico, para 
sus experiencias, no le quitará el sueño definir qué es 
de suyo la masa en un cuerpo: más bien tendrá 
conciencia de que él, el propio científico, es el que 
ha decidido llamar masa al cociente constante entre dos medidas 
de ese cuerpo.
  También es cierto que los científicos acostumbran a 
facilitar unos modelos imaginativos de esas nociones con que trabajan 
(aunque últimamente lo hacen menos, pues han comprobado que la 
imaginación a menudo estorba para comprender un concepto, pues lo 
representa como si fuera una cosa). Si advierten, por ejemplo, 
que la luz produce un determinado tipo de impactos sobre 
los objetos, o que se propaga de un determinado modo, 
dirán que la luz es un conjunto de corpúsculos, o 
de ondas (o incluso de corpúsculos con onda, al modo 
de pequeños corazones que laten)..., o no dirán nada. Pero 
eso no significa que la luz sea un montón de 
corpúsculos, o de ondas, o de corpúsculos con onda; significa 
sólo que la luz actúa como si fuera alguna de 
esas cosas. 
  Cuando Max Plank pinta los electrones del átomo 
girando a diversos niveles, no pretende decir que el átomo 
sea así; únicamente proporciona un modelo acomodado al hecho de 
que la energía procede a saltos: como si hubiera unas 
órbitas de distintas alturas. Ese «modelo» se irá cambiando a 
medida que se comprueben nuevos hechos. A veces incluso se 
llega a unos mismos resultados prácticos, partiendo de «modelos» distintos. 
Dos psiquiatras, con dos «imágenes» diversas del psiquismo humano, pueden 
llevar a un paciente a la salud (utilizando, por supuesto, 
terapéuticas distintas, acomodadas a la «imagen» que tenga cada médico): 
desde luego, esos modelos no son la mente humana.
  Indudablemente habría 
que matizar mucho el alcance de los ejemplos indicados. Pero, 
simplificando las cosas, se comprende lo que se quería decir 
al afirmar que los científicos, en la práctica, se despreocupan 
de «lo que son» las cosas; con frecuencia, ni siquiera 
las pueden observar directamente, sino que interpretan unos símbolos proporcionados 
por los instrumentos de control y medida que utilizan (estamos 
acostumbrados a ver en la televisión películas de ambiente médico; 
y todos sabemos que cuando, en el quirófano, la bolita 
luminosa -pi, pi, pi...-deja de producir esa línea oscilante que 
se proyecta sobre la pantalla del cardioscopio, para convertirse en 
una recta continua, el corazón del paciente ha dejado de 
latir; pero nadie piensa que en el corazón haya bolitas 
de luz, ni curvas ondulantes).
  Parece que el tema del ateísmo 
queda muy lejos de todo esto. Pero no es así. 
Estas consideraciones -bastante triviales, por cierto- sobre el método experimental 
ayudan a comprender por qué el análisis científico del mundo 
tal vez no encuentre un hueco para Dios. 
  Para llegar 
a Dios independientemente de la fe, se necesita estar seguros 
de que hay cosas, y de que las cosas son 
impensables sin Dios.
  Se advierte que, aunque no nieguen la existencia 
de los objetos estudiados, los físicos, por ejemplo, se las 
entienden con un conjunto de nociones que, desde luego, no 
existen en el mismo sentido en que decimos que existe 
el gato de mi vecino, o el propio vecino en 
persona.
  [Los científicos no necesitan recurrir a dios cuando analizan el 
mundo a su modo]
  Esto por lo que se refiere al 
primero de los requisitos para afirmar la existencia de Dios. 
Pero es que, además, esa misma peculiaridad del método científico 
explica que los investigadores no necesiten recurrir a Dios cuando 
analizan el mundo a su modo (un modo bien provechoso, 
desde luego). Más aún, habrá que decir que es imposible 
descubrir a Dios en ese análisis de las cosas. Lo 
que sucede es que semejante modo de examinar las cosas 
no es el único posible. Es un buen modo, y 
eficacísimo, por ejemplo, para utilizar el mundo (aprovechar sus fuerzas 
en orden a mejorar la calefacción, a incrementar la velocidad 
en las comunicaciones, o a curar las hepatitis). Pero no 
es, en absoluto, el modo exclusivo de estudiar la naturaleza. 
El análisis científico positivo no constituye, de ninguna manera, un 
análisis exhaustivo, total, el único posible, de las cosas. Y 
aquí radica el error de quienes piensan que pueden ser 
ateos porque en la ciencia positiva no haya hueco para 
Dios. Eso ya no es ciencia: eso es «cientifismo», una 
nueva forma de idolatría fetichista («nueva», del siglo XVIII).
  Como si 
Dios no existiera [La ciencia positiva busca causas de los fenómenos, 
que tan experimentables como los mismos hechos]
  En líneas generales cabe 
decir que, por principio, las ciencias positivas se atienen a 
aquellos hechos que se pueden comprobar experimentalmente (en la naturaleza 
o en el laboratorio). Por definición acotan su ámbito al 
terreno de lo experimentable. Esto no significa que tales ciencias, 
se limiten a describir fenómenos, también investigan los «por qué» 
de esos hechos. Pero sólo buscan causas que sean tan 
experimentales como los mismos hechos por cuyo origen se preguntan. 
  Ante la dilatación, por ejemplo, de una barra metálica, el 
científico buscará, de entre los factores que se pueden experimentar 
en el entorno de ese cuerpo, a cuál hay que 
atribuir tal fenómeno: al paso de una corriente eléctrica, a 
la exposición al aire libre, a la incidencia de la 
luz, al aumento de la temperatura... Mientras no consiga individualizar 
con certeza una, o varias, de esas condiciones, perfectamente comprobables 
(tan comprobables como la misma dilatación), de la que dependa 
aquel hecho -la dilatación- el científico no puede dar por 
resuelto el problema. No es legítimo que diga: «ese incremento 
de tamaño se debe a un factor – dilatofactia - 
incomprobable». Si dice eso está, simplemente, reconociendo su fracaso como 
investigador: para unos hechos comprobables tiene que buscar, como causa, 
otros hechos igualmente experimentables. Eso es lo que, entre otras 
cosas, le permitirá reproducir después el fenómeno -la dilatación, en 
este caso- por el sencillo procedimiento de provocar intencionadamente el 
hecho que desencadenaba el proceso (en el ejemplo que nos 
ocupa, bastará con aumentar la temperatura).
  [Dios no es una «causa 
experimentable»]
  Ahora bien: hay que dejar bien sentado que esta manera 
de analizar las cosas de ningún modo puede llevar hasta 
Dios. Si se trata de un método que, por definición, 
acepta sólo causas experimentables -que incluso se pueden provocar voluntariamente-, 
y prescinde de cualquier otra posible causa, está claro que, 
por su misma naturaleza, esas ciencias son «ciegas» para Dios; 
lo cual no significa que Dios no exista. 
  Esas ciencias 
no sirven para establecer, pero tampoco para desautorizar, aquella segunda 
constatación -necesaria a la hora de demostrar que Dios existe-, 
según la cual el mundo es impensable sin Dios. Son 
ciencias que pueden, y deben, pensar el mundo como si 
no hubiera Dios. Pero esto no significa nada. Estos saberes 
captan sólo causas que son hechos visibles, a ojo desnudo 
o mediante aparatos; pero Dios no es visible. 
  [las ciencias 
positivas son incompetentes para decir nada sobre Dios, ni a 
favor ni en contra]
  Luego tales ciencias son definitivamente incompetentes para 
decir nada sobre Dios: ni a favor, ni en contra. 
Pretender que un biólogo, un físico, o un paleontólogo, descubrieran 
a Dios en sus experiencias de laboratorio, sería tan necio 
como tratar de captar el paso de una corriente eléctrica 
utilizando un manómetro de los que sirven para medir la 
presión de un gas (por ejemplo, del aire contenido en 
los neumáticos de un automóvil). Con su manómetro, el empleado 
de una gasolinera no puede afirmar, ni negar, que pase 
corriente a través de un cable; si aplicando su manómetro 
a un enchufe advirtiera una oscilación de la aguja, se 
podría asegurar -sin ningún género de duda- que lo que 
provoca esa oscilación no es electricidad. Del mismo modo, con 
un bisturí o con un microscopio no se puede ver 
el alma. Si algún médico dijera en tono zumbón que 
no había encontrado el alma, sus palabras encerrarían sólo una 
necedad; y habría que advertirle que si un buen día 
descubriera algo-allí en la platina de su microscopio- y no 
supiera de qué se trata, podrá de antemano tener al 
menos una seguridad: se habrá topado con cualquier cosa, menos 
con el alma. 
  [Hay otras maneras de mirar al mundo]
  Convendría 
igualmente advertirle que hay otras maneras de mirar al mundo, 
aparte de esa que consiste en observarle a través de 
un microscopio; o de los rayos X; o del carbono 
14; o del método matemático. (Se puede llegar a demostrar, 
por ejemplo, que una madre quiere a su hijo, o 
que lo aborrece: pero, desde luego, esto no se puede 
demostrar por medio de ecuaciones algebraicas, ni a través de 
un oscilógrafo de rayos catódicos, o de un barómetro. Las 
matemáticas y los aparatos indicados son utilísimos, pero no sirven 
para medir el amor; mucho menos aún, para decir que 
no existe eso que llamarnos amor, ni tampoco para decir 
que existe.
  Eso es lo que sucede con las ciencias positivas 
respecto a Dios: por su misma naturaleza son inadecuadas para 
hablar de Él. Por consiguiente, no sería legitimo que, en 
el curso de su análisis científico, un investigador dijera haber 
encontrado a Dios como la causa del fenómeno que estudia; 
eso sería lo que suele llamarse un deus ex machina, 
que significa simplemente un subterfugio, una coartada, para encubrir el 
fracaso o la pereza de un mal físico, o de 
un mal biólogo, que no ha dado con la causa 
«experimentable» que buscaba, y trata de justificarse. Desde luego, también 
estaría recurriendo a un deus ex machina, idénticamente anticientífico, quien 
atribuyera esos fenómenos -cuya causa busca y no encuentra- a 
cualquier factor igualmente inexperimentado, como puede ser la casualidad o 
el azar. 
  La ciencia positiva sólo puede habérselas con hechos 
comprobables: si aún no ha descubierto esos hechos, deberá seguir 
buscando. Pero no vale declarar zanjada la cuestión mediante el 
sencillo expediente de apelar a Dios, o a cualquier otro 
principio «invisible», por ejemplo el alma espiritual; menos aún al 
«azar» que, en resumidas cuentas, no significa nada más que 
el desconocimiento de la causa que se busca.
  En circunstancias normales, 
las cosas deben acontecer para la ciencia como si no 
hubiera Dios, como si no intervinieran más causas que las 
controlables. 
  [Los milagros no son competencia de la ciencia experimental]
  Dios 
puede, es cierto, intervenir directamente, alterando así la actuación natural 
de las causas que producen un hecho; es lo que 
se llama «milagro». Por ejemplo, que un cuerpo sólido, de 
mayor densidad total que el agua, sobrenade en un río. 
En este caso excepcional, ¿qué podría decir un científico que 
observase el fenómeno? Si se conocen perfectamente las causas de 
ese hecho: la densidad del cuerpo y del líquido en 
que flota; si están controladas sin ningún género de dudas, 
el científico que observe la anomalía únicamente señalará que tal 
fenómeno es inexplicable por causas naturales; causas que, en materia 
de flotación o hundimiento, son perfectamente conocidas.
  Pero cuando se habla 
de «Dios-y-las-ciencias» no se habla de casos excepcionales, milagrosos, éstos 
se situarían en el camino sobrenatural, de la fe, para 
llegar a Dios; no en el camino que busca a 
Dios a partir de la realidad y el funcionamiento ordinarios 
del mundo. Aquí se está tratando de la naturaleza en 
sus procesos normales, tal como los investiga cada día un 
científico. En esta dimensión es en la que se dice 
que para el «investigador positivo» los acontecimientos suceden, por definición, 
como si Dios no existiera. Y así debe procurar explicarlos. 
Pero de ningún modo significa ello que Dios no exista: 
las ciencias son incompetentes para afirmar y también para negar 
su existencia. 
  [No se puede decir en nombre de la 
ciencia que no hay Dios]
  Si, por su propia naturaleza, son 
incapaces de referirse a Dios, tampoco puede el científico, en 
nombre de la ciencia, decir que no hay Dios. Sería 
como si, entusiasmado por su manómetro, el mozo de estación 
de servicio asegurara que no existe la electricidad. Si lo 
dice, desde luego no podrá invocar en apoyo de su 
tesis la autoridad del manómetro, ya que éste es un 
artefacto fabricado sólo para medir presiones de gas, no para 
dictaminar qué cosas hay, o no hay, en el mundo. 
Además de manómetros existen otros aparatos (galvanómetros, amperímetros, voltímetros, etc.), 
que sí acusan la electricidad; entre ellos están los dedos 
que, a partir de cierta intensidad, también la experimentan. De 
hecho, los empleados de gasolinera, además de manómetros, tienen dedos 
y los científicos, además de ser investigadores, son también hombres. 
Quien aplique el manómetro a un lugar por el que 
pasa una corriente eléctrica, aunque la aguja aparato no se 
mueva, es muy probable que sienta el calambrazo, y empiece 
a sospechar que -aparte de las del gas comprimido- existen 
otras fuerzas que su manómetro no detecta. Es lo mismo 
que ha solido suceder a no pocos científicos. El método 
experimental sirve para conocer realidades experimentables; pero no sirve para 
decir que sólo exista el método experimental. 
  Lo mismo que 
puede haber más aparatos aparte de los manómetros, muy bien 
puede haber otros modos de estudiar el mundo, además de 
la experimentación positiva. Kepler, Newton, Linneo, Volta, Faye, Pasteur, Fabre, 
Lecomte de Nouy, Heisenberg, Von Brean, Jordan..., al cultivar sus 
ciencias han advertido también que, aparte de las cuestiones físicas, 
biológicas o químicas, que ellos investigaban, se les planteaban -sobre 
los mismos objetos- cuestiones que no eran físicas, biológicas ni 
químicas; una serie de preguntas bien reales, tan reales como 
un calambrazo; pero sus ciencias positivas no podían responder a 
esas preguntas. Algunos de ellos, además de investigar en sus 
especialidades, procuraron también recorrer este otro camino que se les 
abrió con ocasión de la experimentación; y bastantes de ellos 
llegaron a Dios (desde luego que no por la senda 
experimental, sino por otras vías igualmente válidas. Es lo que 
proclamaba Faraday: «La noción de Dios y el respeto a 
Dios llegan a mi espíritu por caminos tan seguros como 
los que nos conducen a verdades de orden físico.»
  Aunque determinados 
sabios no se hayan planteado esas cuestiones –reales, de tipo 
«suprafísico»-, no sería legítimo rechazar por principio tales preguntas, y 
sus posibles respuestas, en nombre de una «física», que es 
incompetente para decir nada en ámbitos que le son ajenos. 
Formulemos dos hipótesis, contradictorias entre sí: 
  a) «En el mundo 
hay algo más que reacciones químicas»,  b) «en el mundo 
sólo hay reacciones químicas». 
  He ahí dos afirmaciones, de las 
cuales una forzosamente es verdadera y otra falsa. ¿Cuál? Habrá 
que verlo. Pero, en cualquier caso, la química no sirve 
para dilucidarlo. Ante esa disyuntiva, uno podrá quedarse con la 
primera o con la segunda afirmación: ahora bien, no lo 
hará por argumentos químicos, ya que no se trata de 
afirmaciones químicas.
  La ciencia como fetiche Hemos visto que la Ciencia positiva 
no es apta para desmontar aquellos dos principios que permitían 
demostrar la existencia de Dios. Un científico podrá ser ateo, 
pero al margen de su ciencia; dentro de su Ciencia 
no encuentra hueco para Dios, pero eso es cosa lógica. 
Conviene, sin embargo, señalar que, sobre todo en los siglos 
XVIII y XIX, hubo algunos investigadores que, invocando la «ausencia» 
de Dios en sus microscopios, trataron de «fundamentar» el ateísmo. 
Ahora bien; para establecer así la negación de Dios hubieron 
de formular, por su parte, otros dos principios que de 
ninguna manera son «científico-positivos»: dar por supuesto que no hay 
nada que no sea experimentable; y afirmar que la ciencia 
experimental tiene un valor absoluto. Esto equivale a hacer, por 
motivos extracientíficos, una profesión de fe cientifista («profesión de fe», 
ya que la misma Ciencia no tiene autoridad para asegurarlo: 
como el manómetro no tiene autoridad para testimoniar que no 
haya otra cosa sino presiones de gas).
  [El mecanismo de todas 
las idolatrías]
  Se repetía, de ese modo, el mecanismo de todas 
las idolatrías: carecer de Dios, y sustituirlo por un fetiche 
(en este caso, fruto del ingenio humano), al que se 
atribuía valor de «absoluto». Resulta conmovedora y cómica la «religión 
positivista» de Augusto Comte (1798-1857): con sus ritos cotidianos, su 
calendario y sus oraciones, oficiado todo ello por el padre 
del positivismo que -en nombre de la ciencia- pensaba haber 
pulverizado la Religión. De todas maneras no es frecuente que 
hoy en día un científico incurra en ese fetichismo cientifista: 
acostumbran a ser más conscientes de las limitaciones de su 
saber, y suelen comprender que la investigación positiva no confiere 
autoridad para hablar, afirmativa o negativamente, de Dios (ni de 
otros temas igualmente ajenos a la experimentación: arte, amor, etc.). 
Si aquí se ha mencionado ese tipo de idolatría es 
porque, sin embargo, aparece esporádicamente algún científico que resucita posturas 
típicas del siglo XIX.
  Un ejemplo de éstos puede ser el 
biólogo francés J. Monod que -abandonando el campo de su 
competencia, esto es, la biología- acostumbra a formular profesiones de 
fe ateísta, del tipo: «La vida surge por azar». Lo 
más curioso es que suele reclamar, para afirmaciones de ese 
estilo, el mismo crédito que merecen sus enseñanzas.    
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