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El Realismo Aristotélico |
EL REALISMO ARISTOTÉLICO Del libro "Lecciones Preliminares de Filosofía" Nº 164
(Págs. 80-91). Ed. Porrúa, México 1985.
Por Manuel García Morente
Índice:
• Interpretación realista de las ideas platónicas. • Aristóteles y
las objeciones a Platón. • La filosofía de Aristóteles. •
Substancia, esencia, accidente. • La materia y la forma. •
Teología de Aristóteles.
• Interpretación realista de las ideas platónicas.
En la lección anterior hemos desarrollado lo que llamaba
yo el realismo de las ideas en Platón.
Estas palabras:
"realismo de las ideas", pueden sorprender a los que cultivan
la filosofía y han leído historias de la filosofía y
libros sobre Platón. Puede sorprenderles que yo emplee, para designar
la metafísica de Platón, este término de "realismo de las
ideas". Con él quiero yo subrayar la interpretación que me
parece la más justa de la filosofía platónica.
Esta interpretación
que es la tradicional del platonismo, que es la que
Aristóteles da del platonismo, que es la que a través
de los siglos ha perdurado clásicamente acerca de las ideas
platónicas, ha sido modernamente combatida por los historiadores de la
filosofía que proceden de la Escuela de Marburgo, y principalmente
por Natorp.
Frente a esta interpretación de Natorp, me convenía
acentuar la interpretación clásica, y por eso la he llamado
"realismo de las ideas".
Según la interpretación clásica, que es
a mi juicio la exacta, Platón ha considerado las ideas
como entes reales, que existen en sí y por sí,
que constituyen un mundo inteligible, distinto y separado del mundo
sensible; que constituyen un mundo del ser contrapuesto al mundo
sensible, que es el mundo del no ser, de la
apariencia, del "phainómenos" como se dice en griego, del fenómeno.
Las ideas son, pues, para Platón "trascendentes" a las cosas.
La palabra "trascendente" tiene en la técnica filosófica ese sentido:
de ser la designación de algo que está separado de
otra cosa. En cambio la interpretación dada modernamente por Natorp
convierte las ideas en unidades lógicas del Pensamiento científico; hace
de ellas puntos de vista desde los cuales el pensador,
enfrontándose ante las cosas, organiza sus sensaciones para conferirles objetividad,
realidad.
Según la interpretación de Natorp, las ideas platónicas serían
una posición del ser para el sujeto pensante. El sujeto
pensante, el hombre, cuando se enfrenta ante la multiplicidad y
variedad de las sensaciones, introduce unidades en ese caos de
las sensaciones; por la sola virtud de su pensamiento de
carácter sintético, reúne en haces grupos de sensaciones, a los
cuales confiere la plena realidad, la objetividad.
Esas unidades sintéticas
no están, empero, en el material con el cual el
pensador las fabrica, sino que son puntos de partida, focos
desde los cuales la intuición sensible organiza sus materiales en
unidades. Pero esas unidades las pone el pensamiento. Esas posiciones
del pensamiento serán para Natorp las ideas de Platón.
Esta
interpretación la juzgo radicalmente falsa. Esta interpretación consiste en introducir
subrepticiamente en el platonismo una concepción que no surge en
la historia de la filosofía hasta Descartes. Consiste en introducir
en el platonismo la función del yo pensante como una
función que pone el ser. En cambio nosotros sabemos que
desde Parménides, la preocupación de los metafísicos griegos no consistió
en buscar la posición del ser por el sujeto, sino
en buscar el ser mismo; que no lo podían encontrar
sin auxilio del pensamiento no es para ellos sino la
viva representación de ese ser existente en sí y por
sí.
Por eso considero yo que el realismo de las
ideas platónicas, su carácter trascendente, debe ser afirmado a toda
costa, si no se quiere perturbar erróneamente la realidad histórica
del pensamiento griego. No hay nada mas contrario y opuesto
al pensamiento griego que el idealismo moderno; y querer convertir
a Platón en un idealista moderno es falsear por completo
la posición y la solución del problema metafísico tal como
se lo planteaban los griegos.
Pero este trascendentismo de las
ideas platónicas ofrece, evidentemente, el flanco a muchas críticas. La
labor que lleva a cabo Platón a partir de los
resultados logrados por Parménides, fue una labor grandiosa. Platón ha
construido, con los elementos que tomó de Parménides y con
los elementos que tomó de Sócrates, una gran filosofía, cuya
influencia en el pensamiento humano nadie puede disminuir en lo
más mínimo.
Pero no obsta que nosotros tengamos que poner
reparos graves a esta manera como Platón ha desenvuelto las
bases asentadas por Parménides. En primer lugar, nos encontramos con
que Platón, pese a sus esfuerzos por desembarazarse de la
confusión parmenídica entre la existencia y la esencia, no logra
desembarazarse de ella. Platón, como Parménides, sigue uniendo indisolublemente la
existencia y la esencia. Una vez que Platón, ayudado por
el "concepto" que descubre Sócrates, ayudado por el "logos", logra
definir esas unidades de sentido, esas unidades de esencia, inmediatamente
les confiere la existencia; lo mismo que hizo Parménides con
los principios lógicos, formales, del pensamiento en general. Sigue, pues,
aquí en Platón la confusión parmenídica. Lo único que ha
hecho Platón ha sido multiplicar esos seres que para Parménides
eran un solo ser.
La segunda crítica grave que podemos
dirigir a la teoría de las ideas, de Platón, se
refiere a la relación en que Platón coloca el mundo
inteligible de las ideas con el mundo de las cosas
sensibles. Les decía yo en la lección anterior que esa
relación la llama Platón "participación" (la palabra griega exacta que
usa es "metaxis"). Las ideas y las cosas tienen algo
de común. Participan las cosas de las ideas, y porque
participan de las ideas podemos de ellas predicar algo; tienen
un pequeño ser, un ser aparente, fenoménico; y ese ser
aparente y fenoménico que tienen lo deben a su participación
en las ideas. Un hombre individual es una sombra, un
remedo imperfectísimo de la idea de hombre. Esa participación entre
cada hombre individual y la idea pura de hombre, es
la que confiere al hombre individual un leve rastro de
ser.
Pues bien: esta participación en el sistema platónico es
absolutamente incomprensible. No se comprende cómo ese mundo inteligible, compuesto
de esencias existentes, puede tener el más mínimo contacto y
relación con el mundo sensible, compuesto de sensaciones caóticas, variables,
de las cuales puede darse la descripción que Heráclito da
del fluir y el cambiar. No se comprende, pues, qué
comunicación, qué relación puede haber entre esos dos mundos. Y
la palabra "metaxis", o participación, que Platón emplea de continuo,
no aclara lo más mínimo ese problema. Lo deja completamente
intacto.
Por último, puede-hacérsele también a Platón el reproche de
que ese mundo de las ideas tiene que componerse entonces
de un número infinito de ideas; porque si cada cosa
tiene su idea, a la cual corresponde, de la cual
es un remedo, una copia mala, inferior, entonces el número
de ideas tiene que ser como el número de cosas;
mas como el número de cosas es infinito -aunque no
fuese más que porque se suceden y reproducen en el
tiempo- el número de ideas tendría que ser también infinito.
Estos reparos fundamentales que han sido frecuentemente hechos a la
teoría de las ideas, lo fueron ya en tiempos de
Platón por su discípulo más ilustre: Aristóteles.
• Aristóteles y
las objeciones a Platón.
Aristóteles de Estagira, hijo del famoso
médico del rey Filipo, preceptor él mismo del joven Alejandro,
fue ya el que vio con claridad las flaquezas de
que adolecía el pensamiento de Platón. En varios de sus
escritos, con mucha frecuencia, Aristóteles polemiza contra Platón. Para Platón
tiene Aristóteles los máximos respetos; en todo momento lo llama
su maestro, su amigo. Polemiza, pues, con frecuencia contra Platón.
Y las objeciones que Aristóteles formula contra la teoría de
las ideas de Platón se pueden reducir a seis grupos
característicos.
En primer lugar, la duplicación innecesaria de las cosas.
Aristóteles muestra que ese mundo de las ideas, que Platón
construye metafísicamente con el objeto de "dar razón" de las
cosas sensibles, es una duplicación del mundo de las cosas
que resulta totalmente innecesario. Esta objeción que hace aquí Aristóteles
a Platón es de una importancia incalculable en el proceso
del pensamiento filosófico griego, porque es la primera vez que
la teoría de los dos mundos (el mundo sensible y
el mundo inteligible) establecida por Parménides dos siglos antes, la
duplicidad de mundos, es insostenible. No hay un mundo inteligible
de ideas contrapuesto y distinto del mundo sensible. Esto le
parece una duplicación que no resuelve nada, porque sobre las
ideas se plantearían exactamente los mismos problemas que se plantean
sobre las cosas.
El segundo grupo de objeciones que Aristóteles
hace a Platón es el de que el número de
las ideas tiene que ser infinito, porque -dice Aristóteles- si
dos cosas particulares, semejantes, son semejantes porque ambas participan de
una misma idea (la "participación" es la "metaxis" de Platón),
entonces, para advertir la semejanza entre una cosa y su
idea hará falta una tercera idea; y para advertir la
semejanza entre esta tercera idea y la cosa, una cuarta
idea; y así infinitamente. De modo que la interposición de
una idea para explicar la semejanza que existe entre dos
cosas supone ya, implica ya, un número infinito de ideas.
El tercer argumento grave que Aristóteles formula contra Platón, es
el siguiente: que si hay ideas de cada cosa, tendrá
que haber también ideas de las relaciones, puesto que las
relaciones las percibimos intuitivamente entre las cosas.
A este argumento
añade otro: que si hay ideas de lo positivo, de
las cosas que son, tendrá que haber ideas de lo
negativo, de las que no son, de las cosas que
dejan de ser. Por ejemplo: si hay idea de la
belleza, tendrá que haber idea de la fealdad; si hay
idea del tamaño grande, tendrá que haber idea del tamaño
pequeño, y en general, de cada tamaño. Pero los tamaños
son infinitos: esto multiplicaría también innecesariamente el número de ideas.
La quinta objeción que Aristóteles formula es que la doctrina
de las ideas no explica la producción, la génesis de
las cosas. Las ideas en Platón son conceptos, definiciones hipostasiadas;
pero esas definiciones hipostasiadas a lo más que pudieran llegar,
si fuese inteligible la teoría de la participación, es a
dar razón de lo que las cosas son, pero en
ningún momento a explicar cómo las cosas advienen a ser.
Esta introducción por Aristóteles de una exigencia de explicación para
el advenir nos da una idea clara de que, por
encima de la cabeza de Platón, ha debido haber en
Aristóteles una influencia profunda del viejo Heráclito, de aquel Heráclito
que fijó su mirada preferentemente en lo que la realidad
ofrece de mutable, de cambiable, de fluido.
Y la última
y quizá más importante objeción que Aristóteles opone a Platón
es la de que las ideas son trascendentes. El trascendentismo
de las ideas le parece insostenible. No ve Aristóteles la
necesidad de escindir y dividir entre las ideas y las
cosas. Y precisamente esta objeción es importante, porque la labor
propia de Aristóteles en la filosofía se puede definir de
un solo rasgo general con estas palabras: un esfuerzo titánico
por traer las ideas platónicas del lugar celeste en que
Platón las había puesto, y fundirlas dentro de la misma
realidad sensible y de las cosas. Ese esfuerzo por deshacer
la dualidad del mundo sensible y el mundo inteligible; por
introducir en el mundo sensible la inteligibilidad; por fundir la
idea intuida por la intuición intelectual con la cosa percibida
por los sentidos, en una sola unidad existencial y consistencial;
ese esfuerzo caracteriza supremamente la filosofía de Aristóteles, la metafísica
de Aristóteles. Vamos a ver ese esfuerzo en detalle.
•
La filosofía de Aristóteles.
Para comprender el pensamiento de Aristóteles
en filosofía no hay que olvidar que pese a las
graves objeciones que hace contra Platón, es discípulo de éste.
Ha aprendido la filosofía en las enseñanzas dé Platón; se
ha nutrido de platonismo, o sea de parmenidismo a través
de Platón; y continúa Aristóteles conservando algunos de los supuestos,
de las bases fundamentales del platonismo parmenídíco.
En estos tres
puntos se pueden cifrar las bases que Aristóteles conserva del
platonismo: primero, que el ser de las cosas sensibles es
problemático. Necesitará Aristóteles explicar en qué sentido y cómo las
cosas sensibles son. El punto de partida seguirá siendo, para
Aristóteles, lo mismo que para Platón y para Parménides, que
los sentidos, el espectáculo .abigarrado del mundo con sus variados
matices, no es el verdadero ser, sino que es un
ser puesto en interrogante; es un ser problemático que necesita
una explicación. Segundo: la explicación del ser problemático de las
cosas sensibles consistirá en descubrir detrás de ellas lo intemporal
y lo eterno. Arístóteles mostrará contra el movimiento, contra la
temporalidad la misma antipatía que Parménides, Zenón y Platón. Tercero:
que Aristóteles, aunque percibe muy bien el flaco de Parmémdes
y el flaco de Platón -que han consistido en confundir
constantemente, o mejor dicho en fundir constantemente la esencia y
la existencia- seguirá él mismo también cometiendo ese mismo error,
Lo cometerá en otra forma completamente distinta: afirmando una distinción
conceptual entre ellas, pero seguirá estableciendo una función o distinción
real entre la esencia y la existencia.
Ahora voy a
entrar de lleno en la filosofía de Aristóteles y van
ustedes a comprender perfectamente todo esto que acabo de esbozar
a grandes rasgos.
• Substancia, esencia, accidente.
El propósito de
Aristóteles es primeramente el traer las ideas trascendentes de Platón
y fundirlas con las cosas reales de nuestra experiencia sensible.
Para ello comienza partiendo de la cosa tal como la
vemos y sentimos. Y en la cosa real, tal como
la vemos y sentimos, distingue Aristóteles tres elementos: un primer
elemento que llama substancia; un segundo elemento que llama esencia,
y un tercer elemento que llama accidente.
¿Qué es la
substancia? La palabra, tiene en Aristóteles dos significaciones. Arístóteles la
emplea indistintamente en una y otra significación. Unas veces -la
mayor parte de las veces- tiene un primer sentido estricto.
Otras veces tiene un sentido lato. El sentido estricto es
el de la unidad, que soporta todos los demás caracteres
de la cosa. Si nosotros analizamos una cosa, descubrimos en
ella caracteres, notas distintivas, elementos conceptuales: este vaso es grande;
es de cristal; es frío; tiene agua dentro; ha sido
hecho de esta manera, de esta otra. Pero el "quid",
del cual se dice que es esto, que es lo
otro, que ha sido hecho de esta manera o de
la otra manera; el "quid", como dice Santo Tomás, la
"quiddítas", la cosa de la cual se predica todo lo
que se puede predicar, eso lo llama Aristóteles el "substante",
en griego "hípojéimenos", que yace debajo, que los latinos han
traducido por la palabra "substare", estar debajo; lo llama la
"substancia". La substancia es, en suma -adviértanlo bien- el correlato
objetivo del sujeto en la proposición, del sujeto en el
juicio. Cuando en un juicio decimos: ése es tal cosa,
Sócrates es mortal, Sócrates es hombre, Sócrates es ateniense, Sócrates
es gordo, Sócrates es feo, Sócrates es narigudo, siempre decimos
de alguien todas esas cosas. El "quid", el sujeto de
la proposición del cual decimos todo eso, ésa es la
substancia.
Pero, ¿qué decimos de la substancia? Pues todo lo
que decimos de la substancia es lo que llama Aristóteles
esencia. La esencia es la suma de los predicados que
podemos predicar de la substancia. Ahora, estos predicados se dividen
en dos grupos: predicados que convienen a la substancia de
tal suerte cine si le faltara uno de ellos no
sería lo que es, y luego predicados que convienen a
la substancia, pero que son de tal suerte cine aunque
alguno de ellos faltara, seguiría siendo la substancia lo que
es. Aquellos primeros son la esencia propiamente dicha, porque si
alguno de ellos le faltara a la substancia, la substancia
ya no sería lo que es, y estos segundos son
el accidente, porque el hecho de que los .tenga o
no los tenga, no entorpece para nada a cine sea
lo que es.
De esta manera llegamos al otro sentido
que de vez en cuando da Arístóteles a la palabra
substancia, y es el sentido de la totalidad de la
cosa, con sus caracteres esenciales y con sus caracteres accidentales.
En ese sentido llama Aristóteles la substancia, lo individual. Para
Aristóteles, por consiguiente, lo que existe metafísicamente, realmente, son las
substancias individuales; lo que existe metafísicamente y realmente es Fulano
de tal; no el concepto genérico, la idea de hombre,
sino Fulano de Tal, Sócrates; este caballo que estoy montando,
no el caballo en general. Por eso para Aristóteles la
respuesta a la pregunta de que han arrancado estas conferencias,
estas excursiones por la metafísica, es muy simple y está
completamente de acuerdo con la propensión natural del hombre. La
respuesta a la pregunta: ¿quién existe?, es para Aristóteles ésta:
existen las cosas individuales; lo demás no existe, son substancias
"secundas" "dentere usía", substancias segundas, que no tienen más cine
existencia secundaria, el ser que consiste en ser predicado o
predicable, pero rada más.
Ustedes ven aquí lo que ha
hecho Aristóteles, la faena magnífica que ha llevado a cabo.
Ha consistido esta faena en aislar el elemento existencial que
hay en el parmenidismo y colocarlo como "hipojéimenos", como "substancia",
en el sentido estricto de la palabra; en tomar luego
la idea platónica, que era la unidad puramente esencial de
los caracteres de la definición, del "logos" de Sócrates, del
concepto y atribuirlos a la substancia, como lo que designa
lo que la substancia es, y añadir luego los caracteres
particulares que la experiencia nos muestra en cada una de
las substancias.
Ha logrado Aristóteles magníficamente lo que se proponía:
traer las ideas del cielo a la tierra; destruir la
dualidad del mundo sensible y el inteligible; fundir estos dos
mundos en el concepto lato de la substancia, de cosa
real, que está ahí. En esté mundo sensible cada cosa
es, existe, tiene una existencia, es una substancia. Pero, ¿qué
es lo que eso es?, ¿en qué consiste eso que
es? Viene inmediatamente el concepto, la idea platónica, que desciende
de su mundo hiperbóreo y viene a posarse sobre la
realidad existencial de la substancia para darle la posibilidad de
una definición, para hacerla inteligible, para que el pensamiento pueda
pensarla, definirla, fijarla en el catálogo general de -los seres;
y luego los elementos inesenciales, accidentales, que no añaden ni
quitan a la definición esencial, pero que caracterizan la substancia
como esto que está en este lugar y en este
momento.
• La materia y la forma.
Pero no se
contenta Aristóteles con traer las ideas del cielo a la
tierra. Recuerden ustedes que una de las críticas fundamentales que
él hace a Platón, consiste en reprocharle que las ideas
no tienen "actuación", no actúan, son inoperantes, no tienen fuerza
genética y generadora. Aristóteles al traer las ideas al mundo
de las cosas, quiere darle fuerza genética y generadora. Por
eso establece, en cada cosa una distinción fundamental. Lo mismo
que en el análisis de la cosa distingue la substancia,
la esencia y el accidente, distingue ahora en la cosa
estos dos elementos: la forma y la materia.
¿A qué
llama Aristóteles materia? Aristóteles llama materia a un concepto que
no tiene nada que ver con lo que en física
llamamos nosotros hoy materia. Materia, para él, es simplemente aquello
con que está hecho algo. El "aquello con que está
hecho algo" puede ser eso que nuestros físicos hoy llaman
materia; pero puede ser también otra cosa que no sea
eso que los físicos hoy llaman materia. Así, una tragedia
es una cosa que ha hecho Esquilo o que ha
hecho Eurípides, y esa cosa está hecha con palabras, con
"logoi", con razones, con dichos de los hombres, con sentimientos
humanos; y no está hecha con materia en el sentido
que dan a la palabra materia los físicos de hoy.
Materia, es, pues para Aristóteles aquello -sea lo que fuere-
con que algo está hecho.
¿Y forma? ¿Qué significa forma
para Aristóteles? Esta es una de las palabras que más
ha dado que hacer a los filósofos e historiadores de
la filosofía. No niego yo que sea difícil interpretar lo
que Aristóteles quiso llamar "forma". No niego que sea difícil.
Tampoco niego que la interpretación que yo le doy a
ustedes no esté expuesta a toda suerte de crítica. No
hay una sola de las interpretaciones que se han dado
de la "forma" en Aristóteles que no esté expuesta a
toda suerte de críticas. Pero yo, que no voy a
entrar ahora en polémica con todas y cada una de
las acepciones que esta palabra ha tenido y tiene, me
voy a contentar con dar "mi" interpretación.
La palabra "forma"
la toma Aristóteles de la geometría; la toma de la
influencia que la geometría tiene sobre Sócrates y sobre Platón.
No olviden ustedes que Platón inscribió en la puerta de
su escuela, que se llamaba la "Academia", un letrero que
decía "Nadie entre aquí si no es geómetra". Consideraba que
el estudio de la geometría era la propedéutica fundamental y
necesaria del estudio de la filosofía. La influencia de la
geometría fue enorme, y Aristóteles entendió por forma, primero y
principalmente, la figura de los cuerpos, la forma en el
sentido más vulgar de la palabra, la forma que un
cuerpo tiene, la forma como terminación límite de la realidad
corpórea vista desde todos los puntos de vista; la forma
en el sentido de la estatuaria, en el sentido de
la escultura; eso entendió primero y fundamentalmente por forma Aristóteles.
Pero sobre esa acepción y sentido de la palabra forma,
entendió Aristóteles también -y sin contradicción alguna- aquello que hace
que la cosa sea lo que es, aquello que reúne
los elementos materiales, en el sentido amplio que les dije
a ustedes antes, entrando también lo inmaterial. Aquello que hace
entrar a los elementos materiales en un conjunto, les confiere
unidad y sentido, eso es lo que llama Aristóteles forma.
La forma, pues, se confunde con el conjunto de los
caracteres esenciales que hacen que las cosas sean lo que
son; se confunde con la esencia. La forma, en Aristóteles,
es la esencia, lo que hace que la cosa sea
lo que es.
Ahora bien: esas formas de las cosas
no son para Aristóteles formas azarosas, no son formas casuales,
no han sido traídas por el ir y venir de
las causas eficientes en la naturaleza. Lejos del pensamiento de
Aristóteles, lo más lejos posible, está nuestra idea de física
moderna de que lo que cada cosa físicamente es, sea
el resultado de una serie de causas puramente físicas, eficientes,
mecánicas, que sucediéndose unas a otras han venido necesariamente a
parar a lo que una cosa en este momento es.
Nada hay más lejos del pensamiento aristotélico que eso; sino
que para Aristóteles cada cosa tiene la forma que debe
tener, es decir, la forma que define la cosa. Por
consiguiente, para Aristóteles la forma de algo es lo que
a ese algo le da un sentido; y ese sentido
es la finalidad, es el "tejos", palabra griega que significa
fin: de ahí viene esta palabra que se usa mucho
en filosofía y que es teleología; teoría de los fines,
el punto de vista desde el cual apreciamos y definimos
las cosas, no en cuanto que son causas mecánicamente, sino
en cuanto que están dispuestas para la realización de un
fin. Pues bien: para Aristóteles la definición de una cosa
contiene su finalidad, y la forma o conjunto de la"s
notas esenciales imprime en esa cosa un sentido que es
aquello para que sirve.
De esta manera está ya armado
Aristóteles para contestar a la pregunta acerca del génesis o
producción de las cosas. Si la materia y la forma
son los ingredientes necesarios para el advenimiento de la cosa,
entonces ese advenimiento, ¿en qué consiste? Consiste en que a
la materia informe sin forma, se añade, se agrega, se
sintetiza con ella la forma. Y la forma, ¿qué es?
La forma es la serie de las notas esenciales que
hacen de la cosa lo que es y le dan
sentido y "telos", finalidad.
Ahora bien: ¿qué es esto, sino
la idea platónica que vimos descender del cielo para posarse
sobre la substancia y formar la totalidad e integridad de
la cosa real? Pues a esa idea platónica no le
da Aristóteles tan sólo, como hacía Platón, la función de
definir la cosa sino que veis aquí ahora que le
da función de lograr el advenimiento de la cosa. La
cosa adviene a ser lo que es porque su materia
es informada, es plasmada, recibe forma, y una forma que
es la que le da sentido y finalidad. Pero esto
da a las ideas platónicas lo que las ideas platónicas
no tienen; imprime una capacidad dinámica, una capacidad productiva a
las ideas traídas aquí al mundo sensible en la figura
de forma y bajo el aspecto de forma. En esas
ideas está para Aristóteles el germen, el principio informativo, creador,
productivo, de la realidad de cada cosa.
¿Qué implica esto?
Implica evidentemente algo que ya sale por completo de los
límites en que se movía la filosofía de Platón, porque
implica, sin que haya de ello la menor duda, que
cada cosa es lo que es porque ha sido hecha
inteligentemente. Si la forma de la cosa es lo que
confiere a la cosa su inteligibilidad, su sentido, su "telos",
su fin, no hay más remedio que admitir que cada
cosa ha sido hecha del mismo modo como el escultor
hace la estatua, como el carpintero hace la mesa, como
el herrero hace la herradura. Han tenido que ser hechas
todas las cosas en el universo, todas las reafidades existenciales
por una causa inteligente, que ha pensado el "telos" la
forma, y que ha impreso la forma, el fin, la
esencia definitoria en la materia.
• Teología de Aristóteles.
La
metafísica de Aristóteles desemboca inevitablemente en una teología, en una
teoría de Dios, y voy a terminar esta lección indicándoles
los principios generales de esta teología de Aristóteles, o teoría
de Dios.
Aristóteles, en realidad -aunque en diversos- pasajes de
sus escritos (en la Metafísica, en la Física, en la
Psicología) formula algo que pudiera parecerse a lo que llamaríamos
hoy pruebas de la existencia de Dios- no cree que
sea necesario demostrar la existencia de Dios. Porque para Aristóteles
la existencia de algo implica necesariamente la existencia de Dios.
Lo implica de la siguiente manera: una existencia de las
que nosotros encontramos en nuestra vida constantemente ejemplares, una existencia
de éstas es siempre "contingente". ¿Qué significa contingente? Significa que
el ser de esa existencia, la existencia de esa existencia,
no es necesaria. Contingente significa que lo mismo podría existir
que no existir; que no hay razón para que exista
más que para que no exista. Y las existencias con
que tropezamos en nuestra experiencia personal son todas ellas contingentes.
Quiere decir que existen las cosas; este vaso, esta lámpara,
esta mesa, el mundo, el sol, las estrellas, los animales,
yo, ustedes; existimos, pero podríamos no existir; es decir, que
nuestra existencia no es necesaria. Pero si hay una existencia
y esa existencia no es necesaria, entonces esa existencia supone
que ha sido producida por otra cosa existente, tiene su
fundamento en otra- Si no lo tiene en sí misma,
si no es necesaria, tiene que tener su fundamento en
otra cosa existente. Esta segunda cosa existente, si ella tampoco
es necesaria, si ella es contingente, supondrá evidentemente una tercera
cosa existente que la ha producido. Esta tercera cosa existente,
si ella no es necesaria, ella es contingente, supondrá una
cuarta cosa que la haya producido. Vamos a suponer que
la serie de estas cosas contingentes, no necesarias, que van
produciéndose unas ,a otras, sea infinita. Pues entonces toda la
serie, tomada en su totalidad, será también contingente y necesitará
por fuerza una existencia no contingente que la explique, que
le dé esa existencia. De suerte que tanto en la
persecución de las existencias individuales como en la consideración de
una serie infinita de existencias individuales, tanto en una como
en otra, tropezamos con la absoluta necesidad de admitir una
existencia que no encuentre su fundamento en otra sino que
sea ella, por sí misma, necesaria, absolutamente necesaria. Esta existencia
no contingente sino necesaria que tiene en sí misma la
razón de su existir, la causa de su existir, el
fundamento de su existir, es Dios.
Para Aristóteles no hace
falta Prueba de la existencia de Dios porque la existencia
de Dios es tan cierta como que algo existe. Si
estamos ciertos de que algo existe, estamos ciertos de que
Dios existe. Y este algo necesario, no contingente, fundamento, base
primaria de todas las demás existencias, este algo es inmóvil,
no puede estar en movimiento. Y no puede estar en
movimiento porque el movimiento es el prototipo de lo contingente
para Aristóteles. Aquí oyen ustedes resonar viejas, viejísimas resonancias de
los argumentos de Zenón- de Elea. Ya les dije que
Platón consideraba muy interesantes esos argumentos de Zenón de Elea,
y llegan hasta Aristóteles. Para Aristóteles, en efecto, el movimiento
es contingente. ¿Por qué es contingente? Porque el movimiento es
ser y no ser sucesivamente. Una piedra lanzada al aire
está en movimiento, no lo niega Aristóteles; pero estar en
movimiento significa estar en movimiento ahora, en este punto, pero
luego en este otro punto; luego en aquel punto ya
no hay movimiento. Cuando el punto en donde está una
cosa ha sido abandonado por la cosa en movimiento, el
movimiento no está ahí sino que está allí. Ese cambiar
constante es para Aristóteles el símbolo propio de la contingencia,
de lo no necesario, de lo que requiere explicación. Por
tanto, si Dios estuviese en movimiento, Dios requeriría explicación. Mas
como Dios es precisamente la existencia necesaria, absoluta, que no
requiere explicación, tiene que ser inmóvil.
Pero si Dios es
inmóvil, Aristóteles deduce inmediatamente de su inmovilidad su inmaterialidad. Si
es inmóvil es inmaterial, porque si fuera materia., entonces, sería
móvil. Todo lo material es móvil; no hay más que
darle un empujón. Mas si ustedes me dicen que Aristóteles
toma la palabra material en otro sentido, yo digo: sí,
claro, la toma en otro sentido; pero en el otro
sentido tampoco puede ser material Dios, porque si fuera material
en el otro sentido, no tendría forma, le faltaría forma,
y al faltarle forma no tendría ser, y al faltarle
el ser, no sería. Si tuviera forma y no la
hubiese puesto él mismo, sería entonces una existencia derivada de
otra. Pero hemos supuesto que es existencia primaria; luego no
es materia; no hay materia ninguna en él, porque de
ser materia, esa materia sería potencia, posibilidad, y en Dios
nada es posible, sino que todo es real; nada hay
en potencia, sino todo en acto. Dios es el acto
puro, la pura realidad. En Dios no está nada por
ser ni está nada siendo, sino que todo es en
este instante plenamente, con plenitud de realidad. No podemos, pues,
suponer que en Dios haya materia, porque la materia es
lo que está por ser, a lo sumo lo que
está siendo, pero Dios no está por ser ni está
siendo, sino que es. Y este ser pleno de la
divinidad, de Dios, es para Aristóteles lo que él llama
"acto puro" que opone a la potencia, a la posibilidad,
al mero posible. Y Dios es la causa primera de
todo.
Mas, ¿cuál es la actividad de Dios? La actividad
de Dios no puede consistir en otra cosa que en
pensar, y no puede consistir más que en pensar, porque
imaginad que Dios hiciera algo que no fuese pensar: pues
este algo no podría ser más que moverse, y él
es inmóvil; no podría ser más que sentir, y Dios
no puede sentir, porque sentir es una imperfección y Dios
no tiene imperfecciones; no puede tampoco desear, porque el que
desea es que le falta algo, y a Dios no
le falta nada; no puede apetecer ni querer, porque apetecer
y querer suponen el pensamiento de algo que no somos
ni tenemos y que queremos ser o tener, pero Dios
no puede notar que algo le falta en su ser
o en su tener. Lo tiene todo y lo es
todo. Por consiguiente, no puede querer, ni desear, ni emocionarse;
no puede más que pensar. Dios es pensamiento puro. Y,
¿qué es lo que Dios piensa? Pues ¿qué puede pensar
Dios? Dios no puede pensar más que en sí mismo.
El pensamiento de Dios no puede enderezarse más que a
sí mismo, porque ningún otro objeto más que sí mismo
tiene Dios como objeto del pensamiento. ¿Por qué es esto
así? Simplemente porque el pensamiento de Dios no puede dirigirse
a las cosas más que en tanto en cuanto son
productos de él mismo; en tanto en cuanto sois sus
propios pensamientos realizados por su propia actividad pensante. Así es
que no hay otro objeto posible para Dios sino pensarse
a sí mismo.
La teología de Aristóteles termina con esas
resonancias de puro intelectualismo, en que Dios es llamado "pensamiento
del pensamiento", "noesis noeseos".
Como ustedes ven, en esta formidable
y magnífica arquitectura del universo que Aristóteles nos ha dibujado,
las cosas están ahí, ante nosotros, y nosotros somos una
de esas múltiples cosas que existen y que constituyen la
realidad. Cada una de esas cosas es lo que es,
además de su existir, por la esencia cine cada una
de ellas contiene y expresa. Y cada una de esas
cosas y las jerarquías de las cosas están todas en
el pensamiento divino; tienen su ser y su esencia de
la causa primera que les da ser y esencia. Y
ese pensamiento divino en el cual toda la realidad de
las cosas está englobada, es el pensamiento de sí mismo;
en donde Dios piensa sus propios pensamientos, y al punto
de pensar sus propios pensamientos van siendo las cosas en
virtud de ese pensamiento creador de Dios.
Esta magnífica arquitectura
del universo concuerda perfectamente con el impulso del hombre natural,
espontáneo. Aristóteles ha logrado- por fin dar al realismo espontáneo
de todo ser humano una forma filosófica magnífica. El realismo
es la actitud de todo ser humano espontáneamente ante la
pregunta que hacemos: ¿quién existe? A esa pregunta la respuesta
espontánea del hombre es decir que existe este vaso, esta
lámpara, este señor, esta mesa, el sol; todo eso existe.
Pues a esa respuesta espontánea que a la pregunta metafísica
da el ser humano, confiere Aristóteles al fin, al cabo
de cuatro siglos de meditación filosófica, la forma más perfecta,
más completa, mejor engarzada y más satisfactoria que conoce la
historia del pensamiento. Se puede decir que la realización de
la metafísica realista encuentra en Aristóteles su forma más acabada.
Esta forma ha de regir en el pensamiento de la
humanidad hasta que llegue otra radicalmente nueva a sustituirla. Esa
nueva contestación a la pregunta metafísica no se dará ya,
a partir de Aristóteles, hasta el siglo XVII. La dará
Descartes. Esta contestación sí que será radicalmente nueva, completamente diferente
de las que hemos visto hasta ahora bajo el nombre
de realismo.
Metafisica. Áristóteles, Platón y Santo Tomás hablan. |
El hombre tiende a la metafísica como la piedra
tiende al centro de la Tierra. Todo hombre, por su propia naturaleza y
constitución, desea saber, y saber no cualquier cosa y ya está, sino
saber sin límites y, por tanto, saber lo último que se puede saber, |
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Metafisica. Áristóteles, Platón y Santo Tomás hablan. |
Metafísica, hablando en general, es aquella parte de la filosofía
que trata de las cosas supra-sensibles e inmateriales, o sea
de las cosas que se elevan sobre el orden sensible
y material.
De aquí procede que la Metafísica no solo
es una ciencia distinta de las demás ciencias humanas, sino
que ex natura sua, es superior y más noble que
todas las demás ciencias naturales, entendiendo aquí por ciencias naturales
las que el hombre puede adquirir con las fuerzas de
su naturaleza, sin intervención de auxilio superior o sobrenatural.
La
razón de esto es que una ciencia es tanto más
noble y perfecta ex genere suo, cuanto más universal y
elevado es su objeto; y esto por dos razones principales:
1ª porque en la universalidad de su objeto incluye los
objetos de las ciencias inferiores, las cuales tienden a buscar
su unidad en la ciencia superior o más universal: 2ª
porque los primeros principios y las investigaciones científicas que se
refieren a ese objeto más universal, contienen en su seno
los principios de las ciencias inferiores, y constituyen en cierto
modo la razón a priori y el fundamento racional de
las deducciones más o menos científicas de la ciencia inferior.
El
siguiente documento presenta preguntas y los textos para poder reflexionar
y sacar conclusiones.
Te invitamos a leer completo este interesante documento.
Para consultarlo sólo da un click aquí
Indice:
Lea alguno de estos textos y coméntelo respondiendo a
las siguientes preguntas: PLATÓN, Apología de Sócrates 28A-30C, 37E-38A, 41A-42A.
Para Sócrates la vida sólo tiene sentido si se la
vive filosofando, buscando el porqué vivirla. ¿Cuáles son las convicciones
de Sócrates? ¿Qué características refleja su «búsqueda existencial de un
conocimiento experiencial»?
Capítulo 1: Conocimiento experiencial
ARISTÓTELES, Metafísica, I,
1-2 (980a 20 - 983a 23): la σοφία («sabiduría» o
metafísica): Enumere las características distintivas que tiene según Aristóteles tiene;
Ibid. IV, 1003a20 - 1003b22: la metafísica como ciencia del
«ente en cuanto ente» en sus múltiples significados.
Capítulo 2: Relato del «mito de la caverna» de PLATÓN
Lea
ARISTÓTELES, Metafísica IV, 1005a18-1006a32: la ciencia del ente o metafísica
debe estudiar los primeros principios y, en primer lugar, el
de no-contradicción. Asimismo, Metafísica XI, 5, 1061b34-1062b11: se defiende el
principio por vía de confutación. O también PLATÓN, Teeteto 160E-163A,
169D-171C: se practica el argumento ad hominem.
A la luz del
principio de no-contradicción, explique en qué consiste la honestidad moral.
A este propósito, puede comentar PLATÓN, Critón 46B-48B, donde Sócrates
muestra con sus obras y palabras que un hombre no
debe vivir en contradicción con los principios que rigen su
vida.
Capítulo 3: Ciencia del ente o metafísica.
ARISTÓTELES
Defendiendo el principio por confutación, argumente contra el relativismo en
general o el de algún caso particular. Puede inspirarse en
PLATÓN: Teeteto 160C-162C, donde Sócrates explica y refuta el relativismo
de Protágoras.
Capítulo 4: Relativismo Moral. PLATÓN
Lea y
comente ARISTÓTELES, Metafísica IX, 6-7 (1048a 25 - 1049b 3),
sobre el significado metafísico de acto y potencia.
Capítulo 5: Acto y Potencia. ARISTÓTELES
ARISTÓTELES, Metafísica VII 1,
1028a10-b7: el ente como categorías y la absoluto prioridad de
la substancia; STO. TOMÁS, In V Metaphysicorum, Lectio 9, nn.
5-9: los diversos géneros de ser a partir de los
diversos modos de predicación.Lea estos textos: STO. TOMÁS, De ente
et essentia, cap. 1: el significado general de ser y
esencia, la composición hilemórfica de las substancias compuestas, la materia
como principio de individuación; ARISTÓTELES, Metafísica VII 15, 1039b20-1040a7: el
carácter inefable del individuo.
Capítulo 6: Significado general
del ser y de la esencia.
Definición Clásica de persona
Capítulo 7: Definición Clásica de persona
El hombre tiende a
la metafísica como la piedra tiende al centro de la
Tierra. Todo hombre, por su propia naturaleza y constitución, desea
saber, y saber no cualquier cosa y ya está, sino
saber sin límites y, por tanto, saber lo último que
se puede saber, lo último de la realidad.
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El itinerario del ser (Resumen histórico) |
Hacer luz sobre la realidad del ser constituye una
de las tareas más apasionantes que puede realizar la mente humana,
sobre todo después de la resonante denuncia heideggeriana sobre el
olvido del ser,un olvido que ha venido gravitando desde hace siglos en |
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El itinerario del ser (Resumen histórico) |
Indice Prólogo
I. El retorno al fundamento
II
Parménides: Identificación entre el ser y el pensar
III Platón: El
ser como “mismidad”
IV Plotino: El Uno por encima del ser
V
Aristótels: El ser como sustancia
VI Averroes y Avicena: El ser
en la filosofía árabe
VII El ser en la Edad Media
VIII
Suárez: El ser como “esencia real”
IX El ser en la
filosofía racionalista
X Wolff: El ser como posibilidad
XI Kant: El ser
como “en sí” incognoscible
XII Hegel: Identidad entre el ser y
el no-ser
XIII Kierkegaard: El ser como opuesto a la existencia
XIV Nietzsche: El ser como apariencia
XV Heidegger: El ser
como temporalidad
XVI Consideraciones sobre el “actus essendi”
XVII El “esse” y
la inmortalidad del alma
Prólogo
Hacer luz sobre la realidad del
ser constituye una de las tareas más apasionantes que puede
realizar la mente humana, sobre todo después de la resonante
denuncia heideggeriana sobre el olvido del ser,un olvido que ha
venido gravitando desde hace siglos en el pensamiento filosófico y
que ha supuesto una progresiva e inevitable ruptura de la
especulación filosófica respecto de la realidad.
Diversos filósofos -especialmente a partir
de la segunda mitad de nuestro siglo- han abordado la
temática del ser como acto, y merced a sus meritorias
y competentes investigaciones han conseguido recuperar para el discurso filosófico
esta trascendental e importante cuestión del actus essendi, llevándola a
niveles de elaboración y esclarecimieniento especulativo francamente espléndidos. Entre estos
pensadores podríamos destacar a Aimé Forest, Cornelio Fabro, Etienne Gilson,
Carlos Cardona, Clemens Vansteenkiste, etc..
Uno de los propósitos de este
libro es el de ofrecer a los amantes del saber
-en expresión clásica- , y especialmente a los estudiantes universitarios,
una serie de concisas reflexiones históricas sobre esta capital cuestión,
con el objeto de que puedan progresar en su conocimiento
-a veces tan desconocido- y se vayan familiarizando cordialmente en
la fecunda e inagotable realidad del ser. Este conjunto de
reflexiones las hemos ido desarrollando siguiendo el hilo de los
más significativos pensadores de la historia de la filosofía.
Es indudable
que la pretensión de confeccionar unas condensadas reflexiones sobre un
tema de tanta envergadura, conlleva una cuidadosa y exigente labor
de síntesis y concreción expositiva para eludir la posible trivialización
manualística de las cuestiones desarrolladas. Por ello, y rememorando el
sabio consejo de Ortega de que la claridad es la
cortesía del filósofo, hemos procurado transmitir con la mayor nitidez
y brevedad posible las nociones más fundamentales de lo que
han pensado,sobre la realidad del ser, estos importantes filósofos que
hemos seleccionado. Eso ha significado que a priori tuviéramos que
renunciar a los estimulantes comentarios que suscitaban sus hondas consideraciones.
También hemos intentado -dentro de lo que puede permitir un
tema tan rico y complejo - utilizar un lenguaje lo
más claro e inteligible posible, con el fin de hacer
más fácil y asequible su lectura.
Nos sentiríamos sobradamente cumplidos si
esta resumida investigación sobre el ser, fuera un eslabón más
que contribuyera a conectar con las hondas cuestiones que interpelan
al espíritu humano y que de siempre han estimulado el
interés especulativo de los grandes pensadores de la historia de
la filosofía.
I. El retorno Al Fundamento Es mérito de
Heidegger el haber vuelto a plantear con toda su radicalidad
en el ámbito de la filosofía contemporánea, la pregunta por
el ser, y la ineludible exigencia de hacernos luz sobre
su realidad. Esta pregunta constituye una de las cuestiones más
acuciantes y capitales que el pensamiento actual se puede hacer,
ya que sin la adecuada aclaración de que es el
ser, la especulación filosófica se halla a ciegas en su
mismo punto de partida. Heidegger es el filósofo del S.
XX, que pretende por ello, independientemente del juicio de valor
que nos merezcan sus conclusiones, el retorno al verdadero fundamento,
y este fundamento lo establece mediante la radical reducción de
la realidad al ser, al igual que siglos antes ya
lo había efectuado Sto. Tomás con su doctrina, todavía hoy
poco comprendida, del actus essendi.
Heidegger sostiene la provocadora y desafiante
afirmación de que el ser, a partir de Parménides, ha
caído en el olvido (Vergessenheit) en el horizonte del pensamiento
filosófico. El pensador alemán, considera que las primera grietas de
este olvido aparecieron en el momento especulativo en que la
verdad y actividad del ser como acto (enérgeia) fue sustituida
por la prioridad de la esencia como contenido real. Una
concepción del ser que comienza con el esencialismo platónico y
que ha originado, lo que Heidegger denomina como la desontologización
del ser, la caída y pérdida del ser, en el
sentido de que el ser, de forma progresiva, se ha
ido vaciando de su contenido existencial, desembocando en el olvido
especulativo.
Esta desontologización del ser, se ha ido intensificando en la
sucesión histórica de los diversos sistemas filosóficos, especialmente en el
pensamiento de Descartes, al indagar la existencia como fundamento del
ser, en el acto mismo del pensar propio: Cogito, ergo
sum", y que tendrá su culminación en la filosofía de
Hegel al subsumir el ser, como última determinación objetiva de
la realidad, en el proceso dialéctico de la idea absoluta,
originada y concebida en el interior de la conciencia subjetiva,
lo que le ha llevado al ser como actualidad real,
a su total empobrecimiento. Heidegger también acusará al escolasticismo formalista
y decadente, como otra de las causas que han propiciado
el olvido del ser. Una acusación de la que por
diversos motivos tiene su parte de razón, puesto que la
escolástica de tipo formalista concibe el estatuto de lo real,
mediante el plexo esencia-existencia, donde la esencia es el contenido
fundamental del ente y la existencia es el mero factum
o simple resultado de la realidad del ente. En estas
condiciones, el ente se interpreta como la esencia realizada, o
como la cosa cosificada, mediante la creación divina. No obstante,
y, a pesar de su lúcida denuncia, Heidegger se confunde
gravemente cuando implica a la metafísica tomista, en esta corriente
del escolasticismo formalista, fundado en un esencialismo logicista, poniendo de
relieve con esta injusta implicación, su notable desconocimiento del pensamiento
de Sto. Tomás, especialmente en lo que se atañe a
su filosofía del actus essendi como acto propio y constitutivo
del ente, acto radical y último de toda realidad y,
en consecuencia, de cualquier predicación fundada.
Al margen de las múltiples
interpretaciones que se han efectuado del pensamiento de Heidegger, debemos
constatar, que su denuncia sobre el olvido del ser ha
supuesto una sana terapéutica para intentar superar las doctrinas inspiradas
en el esencialismo del ser. También debemos subrayar su afán
por recuperar el ser de la realidad, con el ambicioso
objetivo de que la filosofía como tal, vuelva a encontrar
el sendero perdido que le permita emerger de la estéril
especulación en la que ha desembocado el pensamiento occidental, una
vez que la confusa filosofía moderna, con la absoluta decadencia
del idealismo, ha agotado ya el ciclo de sus posibilidades
especulativas, al quedar presa en las redes del reduccionismo empirista.
II. Parmenides: Identificación entre el Ser y el Pebsar.
Hechas
estas breves consideraciones sobre Heidegger, la pregunta surge de forma
inevitable: ¿fue Parménides -según dice el pensador alemán- el filósofo
que concibió la realidad del ser como presencia iluminadora i
desveladora, que le permitió justificar la realidad presencial de los
entes?. Para esclarecer este supuesto heideggeriano, recordemos que la cuestión
fundamental de la que se hicieron cargo los primeros pensadores
griegos se formuló de la siguiente manera: ¿de que materia
física está constituída la naturaleza?. Para algunos de ellos esta
materia como elemento primario (arjé) estaba constituída por agua, por
aire o por fuego. Frente a ellos, Parménides intentará superar
esta concepción unilateral y fisicista, afirmando que la realidad primigenia
o principio primero está hecha de ser, puesto que las
cosas tienen en común la propiedad de ser, es decir,
son. Por tanto, el ser es la única propiedad que
tiene todo aquello que es: el ser es la raíz
última de todas las cosas existentes.
Por este motivo en la
historia de la filosofía se considera a Parménides como el
pensador que supo llevar la especulación filosófica a su verdadero
lugar. Con su filosofía, hace su aparición la metafísica como
presupuesto inicial, pero no la metafísica -como a veces incorrectamente
se la interpreta- como un ir simplemente más allá de
lo físico, sino como arranque originario por la pregunta fundamental
sobre el ser del ente, en cuanto el ente es
lo primero que aprehendemos al enfrentarnos con la realidad. El
pensamiento de Parménides no se va a circunscribir en las
cosas físicas, como ocurría con los anteriores filósofos, sino que
va a tratar de las cosas en cuanto son ,
es decir, en cuanto son entes. El ente será su
gran aportación filosófica.
Si afirmamos que el primer principio (arjé) es
agua, aire o fuego, de algún modo se entiende lo
que se pretende decir, por su misma simplicidad, pero si
decimos que todo es ser, deberemos legítimamente preguntarnos ¿y qué
es el ser?. Y aquí empiezan las dificultades, puesto que
Parménides nunca nos dirá que es el ser, en qué
consiste, que sin duda es lo importante y decisivo, sino
que sólo nos dirá lo que es el ser, cuáles
son sus propiedades, un lo que es, que en consecuencia
aparecerá revestido de aquellos atributos propios de la total identidad.
El ser, nos dirá Parménides, es uno en su radical
materialidad, inmóvil, imperecedero, necesario, siempre presente... Para conocer en rigor
el ser que se manifiesta eternamente a través de los
entes particulares, entes que son perecederos, contingentes y plurales, no
podemos utilizar el acceso de los sentidos, de la experiencia
sensible, sino solamente la vía del nous o de la
razón. El pensamiento será, por tanto, el único medio que
tenemos para conocer el ser, más aún: el nous mismo
forma una esencial identidad con el ón, el ser como
tal.
La vía del pensamiento es así para Parménides la vía
de la verdad, aquella que nos conduce al conocimiento del
ser. En cambio, mediante los órganos de la sensación, que
son los únicos que poseemos para conocer la existencia de
lo sensible, ya no estamos en condiciones para poder conocer
el ser con sus propiedades esenciales de unidad, inmutabilidad e
identidad,puesto que la sensación como vía de conocimiento, sólo puede
captar la diversidad y el cambio de las cosas concretas
y singulares. La sensación, en estas condiciones, no puede conocer
el ser como lo común y real de los entes,
por lo que su conocimiento tendrá la validez de simple
opinión o doxa. Las cosas, si las consideramos con el
pensamiento o nous, antes de ser rojas, duras, calientes o
sonoras, presentan una propiedad común a todas ellas: son. El
ser es, por tanto, su propiedad esencial que solamente se
manifiesta al nous. Las cosas vistas desde esta perspectiva noética,
por medio de la razón, son ahora estrictos entes. El
ón y el nous presentan en el pensamiento de Parménides
una indisoluble conexión esencial, de modo que no se da
el uno sin el otro. En este sentido es lo
mismo el ser y el pensar.
Es innegable que las cosas
sensibles y particulares aparecen y desaparecen de forma incesante; van
cambiando, menguan y llegan a su fin. Surge así, la
pluralidad, la diversidad, la mutabilidad y su consecuente caducidad, características,
todas ellas, inaplicables a la concepción del ser inmutable e
idéntico, tal como lo formula Parménides. Puesto que las cosas
singulares conocidas mediante la sensación, no responden a las exigencias
esenciales del ser, Parménides acabará sosteniendo que no son. En
estas condiciones, no hay nada real, sino sólo el ser.
Pero si resulta, que mediante la experiencia sensible no podemos
tener ningún conocimiento de los atributos propios del ser, de
lo absolutamente uno, imperecedero y eterno, libre de cambio, entonces
se desprende que si la verdad del ser no la
podemos conocer a través de la experiencia sensible, el ser
sólo lo podemos conocer mediante el pensamiento. El ser, se
convierte así, en un puro objeto del pensamiento. La concepción
parmenídea del ser, se aleja irreversiblemente de la interpretación heideggeriana
del ser como acontecimiento y presencia fenoménica, fundamentalmente por la
confusión que tiene entre el ente verdadero y el ente
real. Del mundo de las cosas particulares, infinitamente variado, incluidos
nosotros mismos como entes singulares, no se puede decir que
sea, es sólo mera apariencia, una simple ilusión.
Para Parménides, sólo
aquello que es, existe; ser un ser es existir, existir
es ser un ser. No hay conciliación intermedia entre ser
y no ser. Pero si siguiendo su pensamiento identificamos su
concepción del ser con el existir que es accesible a
la experiencia, desembocamos en una serie de consecuencias antitéticas e
irresolubles, puesto que si al modo de ser propio de
las cosas particulares comúnmente lo denominamos como existencia, ya que
no tenemos experiencia perceptiva de ningún otro tipo de realidad,
surge una infranqueable diferencia entre ser y existir. Las cosas
particulares cuya verdadera existencia las conocemos mediante la experiencia,son para
Parménides, mera apariencia, ilusión; no son, no tienen ser, y
lo que es, al no ser accesible a la experiencia,
no existe. En esta tesitura se inicia en la historia
del pensamiento el principio de que si el ser es
verdaderamente, nada debería existir, porque el ser es lo opuesto
a la existencia, ya que en el ser no hay
nada que pueda dar cuenta del hecho de la existencia
como tal. En los albores del pensamiento humano, la existencia
actual aparece en desconexión con el ser, y en la
modernidad de la filosofía existencialista, se interpretará como una fisura
o agujero que ha enfermado y debilitado al ser.
En Parménides,
a pesar de lo que diga Heidegger, ya está implícito
el germen de la escisión del ser con la existencia,
que culminará en el idealismo alemán, iniciándose con ello, el
resquebrajamiento del pensamiento como vía de la verdad y la
experiencia sensible como vía de la apariencia. Ello conllevará una
serie de consecuencias inevitables; puesto que el ser es inmóvil
y radicalmente uno, lo que implica que el movimiento no
es", con lo que no será posible la física como
ciencia filosófica de la naturaleza. Si el movimiento es, entonces
se precisa de una idea del ser muy distinta a
la que sostiene Parménides. Esta será la gran cuestión con
la que se van a enfrentar los filósofos griegos posteriores,
y no se encontrará una adecuada solución hasta la llegada
de Aristóteles.
Al no poder compaginar Parménides los atributos del ser
con los predicados de la experiencia, el ser se le
ocultará y le quedará absorbido en la esencia abstracta del
puro pensamiento, al desvincularse de su referencia óntica y fáctica,
con lo que nos encontramos bastante alejados de la pretensión
heideggeriana de interpretar el ser parmenídeo como desocultamiento y desvelamiento
de su fenomenidad mostrativa y patentizadora.
A pesar de los escasos
fragmentos que conservamos de Parménides, es indudable el gran avance
filosófico que supuso su pensamiento respecto a los filósofos presocráticos
anteriores a él. Es indiscutible su talento metafísico para intentar
penetrar el ser en lo más profundo de lo real,
y su ambicioso objetivo por hallar la raíz y ultimidad
de todo lo que hay, que en definitiva es la
cuestión fundamental que incita la especulación de los verdaderos filósofos.
Se puede sostener, que el ser del ente (das Sein
des Seienden)en terminología heideggeriana, fue entrevisto por él, en cuanto
la verdad, iluminada por el acto de conocer, expresada en
el juicio, consiste en decir y pensar lo que el
ente es, pero esta brecha de una posible luz sobre
el ser se eclipsará en cierto modo, en la ontología
griega clásica. III. Platón: El Ser como Mismidad Para Heidegger,
Platón ha sido el filósofo que más ha contribuído a
la pérdida del ser, iniciando el itinerario de su esencialización
del que ya no se recuperará. El ser se irá
empobreciendo progresivamente de su contenido real y mostrativo a costa
de trasponer y transferir su realidad como acto, al mundo
de las ideas formales e inteligibles como sustrato de su
verdadero fundamento.
Frente al ser absolutamente cerrado y circular de Parménides,
Platón opondrá lo que comúnmente se ha denominado su idealismo.Entre
los múltiples objetos de conocimiento, Platón querrá averiguar cuáles son
aquellos que merecen el título de ser, y llegará a
la conclusión que lo que hace que un ser sea
verdaderamente, y esta es una de las claves centrales de
su pensamiento, es que sea su propia y proseguida mismidad,
es decir, que sea lo mismo con respecto a sí
mismo". Lo esencial del ser y que determina que sea
verdaderamente un ser es, por tanto, su propia mismidad, restableciendo
así la relación parmenídea entre identidad y mismidad.
En su búsqueda
del ser, Platón descubre las Ideas. Indagando en el mundo
de las cosas sensibles, observa que éstas no son en
sentido pleno y verdadero, puesto que son y no son,
aparecen y desaparecen, y en sus contenidos cualitativos no poseen
una acabada perfección. Pero para saber esto, previamente tenemos que
conocer lo que son las realidades plenas, y perfectas sin
restricciones. Pero como resulta que nada de lo que conocemos
mediante la experiencia sensible posee esta exigencia de plenitud y
perfección, Platón deducirá que nuestras almas antes de incardinarse en
el cuerpo sensible, han contemplado la plena belleza y perfección
de las Ideas. El contacto con las cosas sensibles nos
provoca el recuerdo o reminiscencia (anámnesis) de las Ideas en
otro tiempo contempladas. Es así, que el ser que buscaba
Parménides, no está en las cosas, sino fuera de ellas,
en el mundo de las Ideas. Estas Ideas son reales
seres metafísicos, unas, inmutables y eternas, sin mezcla de no-ser,
ya que son en absoluto. Las Ideas son el modelo
o paradigma de las cosas del mundo sensible. Estas cosas,
son en la medida que reflejan la realidad de las
Ideas y en su particular forma imitan lo que aquellas
son. La relación entre el mundo de lo sensible y
el mundo inteligible de las Ideas se realiza ontológicamente mediante
el concepto de participación (en el sentido de que las
cosas sensibles toman parte de un todo constituido por las
formas ejemplares de las Ideas). En cuanto participan de la
forma de las Ideas, las cosas son en cierto modo,
pero al participar sólo en parte, no son de modo
pleno y verdadero. Desde la perspectiva de las Ideas, podemos
conocer que las cosas sensibles que simultáneamente son y no
son, pueden llegar a ser y dejar de ser, cambien
y se muevan, y a pesar de ello no contradigan
los predicados del ser (contradicción que no pudo superar Parménides),
haciendo compatibles la unidad del ser con la multiplicidad de
las cosas cambiantes. Por tanto, las cosas sensibles no tienen
el ser por sí mismas, sino que lo tienen recibido,
participando de otras realidades que están fuera de ellas mismas:
las Ideas.
Para Platón, como antes indicábamos, lo que hace que
un ser sea verdaderamente un ser, es que sea lo
mismo con respecto a sí mismo. La verdadera realidad se
encierra en la permanencia de lo que siempre es lo
que es, o en lo que es idéntico a sí
mismo. La persistencia de la autoidentidad propia, que se manifiesta
como absoluta unidad y mismidad, constituye el rasgo más intrínseco
de lo realmente real, que es el ser o Idea.
En el pensamiento platónico, cuanto más ser tiene una cosa,
tanto más cognoscible es. Las Ideas al ser lo máximo
como ser, son lo más inteligible; el conocer y lo
conocido, como ya había sentenciado Parménides, son una y la
misma cosa, pero no como acto de conocer, sino como
realidad del ser. Una posición metafísica pura, que el mismo
Hegel la pondrá como eje de su pensamiento. Si en
Platón son equiparados el ser y la inteligibilidad, es porque
antes el ser ha sido equiparado con la autoidentidad que
es lo más propio del conocimiento abstracto. Por eso, definir
el ser como autoidentidad es una de las tentaciones permanentes
del intelecto humano, pues al igualar la realidad con la
identidad se hace ser a la realidad lo que debiera
ser según el pensar, para que resulte totalmente inteligible. En
estas condiciones, el pensamiento se complace a sí mismo contemplando
las esencias mismas de los objetos construidos por la mente
(falsedad cognoscitiva, pues el pensar no construye, sino que posee),
para satisfacer sus necesidades especulativas. Y es que más allá
de la complejidad de las cosas concretas y particulares, se
obtiene la simplicidad de las especies universales, reduciendo abstractamente la
diversidad de los sensibles, a la igualdad y unidad de
su idea común, mediante el artificio lógico.
En este punto nos
podemos preguntar a qué se refiere Platón cuando dice que
una Idea es, especialmente, si tenemos en cuenta la ambigüedad
en la que se desenvuelve el término ser". El término
ser, puede significar el hecho de que es, o significar
aquello que es, su esencia. Algo se puede aclarar si
nos apercibimos que Platón desconoce el primer significado, referido al
ser como acto, y que tiene un marcado carácter existencial,
y sólo concibe del ser el segundo significado que tiene
un carácter puramente esencial. Para él, una Idea es, en
cuanto es exclusivamente lo que es: su propia autoidentidad. Y
en sus hermosos diálogos no nos dará ninguna otra respuesta,
en la medida que no se cuestiona ninguna pregunta inspirada
en supuestos existenciales. Pero esta noción del ser a primera
vista tan sencilla e inte- ligible, pronto aparecerá llena de
dificultades. Parménides había formulado explícitamente que lo que es es,
y aquello que no es, no es". Frente a ello,
Platón dirá que las cosas son pero no del todo.
No establece la radical contraposición parmenídea entre el ser y
el no-ser, la realidad y la apariencia, sino que admitirá
que en la apariencia hay algo de realidad. La oposición
ya no es entre el ser y el no-ser, sino
entre lo que es realmente real: la Idea, y aquello
que, aunque real, no lo es plenamente: las cosas sensibles.
Esta
postura ambivalente y equívoca respecto de lo real que no
es, nos desvela la indiferencia del platonismo respecto al orden
del ser actual, pues en este marco, no puede haber
oposición intermedia entre el ser y el no-ser, puesto que
en el ser como acto, una cosa es acto o
no lo es, y entre estas dos posibilidades no existe
efectivamente término medio. En esta plano de la existencia real
o ser actual, la mismidad se concibe como que cada
ser es lo mismo consigo mismo, sólo una vez, en
la medida que es distinto de las demás cosas (en
cuanto se puede ser de diversos modos). Por tanto, la
unidad como la mismidad son insuficientes para explicar la complejidad
y multiplicidad de lo real existente. En Platón, lo verdadero
está referido a lo que lo real es, no a
que es, desvinculándose del contexto existencial de Parménides. En esta
situación la esencia se convierte en la propiedad de lo
realmente real como tal, haciendo que un ser sea un
ser con respecto a sí mismo, en su persistente mismidad,
en cuanto que en esta causa metafísica se funda su
propia autoidentidad.
La cuestión se complica si se acepta el principio
metafísico de la autoidentidad como causa fundamental de la Idea,
ya que antes habrá que aclarar como una Idea puede
ser autoidéntica, sin ser distinta en tanto sí misma y
en tanto que idéntica. Ciertamente es un problema saber como
sea posible para una multiplicidad de cosas sensibles, participar en
la unidad de su Idea común, pero también lo es
comprender como una y la misma Idea en el cosmos
noetós, puede participar de su propia y solitaria unidad, puesto
que es indudable que si una Idea es autoidéntica, es
una. La total e interna igualdad no es nada más
que total unidad, pero entonces resulta que es la misma
cosa decir que una Idea es autoidéntica, que decir que
es y simultáneamente decir que es una, surgiendo un inevitable
conflicto especulativo, pues si la idea de justicia es lo
que es ser justo, la idea de igualdad es lo
que es ser igual, la idea de agua es lo
que es ser agua, etc., cada una de estas ideas
es, por una parte, sólo aquello que ella es, pero
al ser cada una de ellas una, de forma común
están participando de un modo semejante en otra Idea que
es la unidad misma de sí misma. La unidad está
entonces, con respecto a cada una de las diversas ideas,
en una relación similar a la que hay entre una
Idea dada y sus múltiples individuos, entre el género y
la especie. Si nos referimos a su carácter común que
es el ser realmente real, entonces la Idea es, porque
es una, el ser es, porque es uno. Así, todo
lo realmente real es un ser que es uno, o
también un uno que es, apareciendo conjuntamente el compuesto del
uno y del ser. Pero entonces, el ser no es
simple, sino compuesto de dos partes, cada una de las
cuales también está compuesta de dos partes, ya que se
puede decir que un ser es uno y que ser
uno es ser. Con lo que la más simple de
las Ideas no sólo es una, sino que encierra una
multiplicidad virtualmente infinita. Identificar el ser con lo uno, que
bien entendido es algo verdadero, le acarrea a Platón contradictorias
e irresolubles paradojas: si la condición del ser es que
sea el mismo, la condición del no-ser será que sea
lo otro", y como todo ser idéntico a sí mismo,
es, a la vez, distinto de los otros, se deduce
que el ser será al mismo tiempo no ser. Una
situación que hace aparecer en escena el punto de partida
hegeliano, puesto que faltándole a Platón el concepto de potencia,
su doctrina se ve amenazada de un monismo absoluto, o
por contra, de una flagarante contradicción. Para salir de este
embrollo, Platón considerará lo uno mismo en sí mismo, ya
no como ser, sino como meramente uno. Lo uno será,
entonces, distinto del ser, sin relación entre ellos. El horizonte
matemático del último Platón, se justifica por sí mismo.
Refiriéndonos al
concepto de mismidad, también surgen dificultades. Si el ser es
idéntico con la igualdad, entonces es igual a sí mismo,
no habiendo diferencia entre el ser y la igualdad. Esto
supone que no podremos aplicar el ser dos cosas distintas,
con lo que se hace ininteligible el hecho esencial en
Platón de la participación, tanto de las Ideas entre sí
con la Unidad, como el de las cosas sensibles respecto
a las Ideas. Para evitar estas consecuencias que tornarían en
inexplicable todo su estatuto especulativo, y evitar tener que admitir
una Idea que corresponda a la esencia de cada una
de la infinidad de cosas existentes, Platón se decantará en
sus últimas obras por una interpretación pitagórica que le llevará
a concebir las Ideas, ya no como formas ejemplares que
conllevan la integración de unos contenidos cualitativos, cuya complejidad es
difícil de ser aprehendida, sino simplemente como número. Estos números se
derivarán del Uno como su sustante fundamentación. Pero no olvidemos
que hasta que no se decide a transformar las Ideas
en números, cada cosa sensible participa de una multiplicidad de
Ideas, no sólo diferentes, sino en ocasiones opuestas (se participa
a la vez de la altura y la pequeñez, de
la mente y el cuerpo, de la justicia y la
injusticia, etc.). Esta mezcla de Ideas en las que se
encuentran involucrados los seres sensibles, le lleva a la consideración
de que en el mundo de las Ideas inteligibles existe
también una mezcla entre las Ideas mismas, puesto que al
fin y al cabo, el mundo de lo sensible (cosmos
oratós), es un reflejo e imitación del mundo de las
Ideas (cosmos noetós). Es así, que la justicia participa de
la igualdad, la igualdad de la cantidad, la cantidad del
número, etc. Pero si cada Idea entraña una multiplicidad de
relaciones, siendo, a pesar de ello, ella misma en si
misma, no podremos hallar en la mismidad del ser, la
causa de sus relaciones. Esto le impulsará a Platón a
buscar, más allá del ser, un principio supremo y causa
de aquello que el ser es, que le permita justificar
la interna consistencia de cada una de las Ideas y
el hecho de su mutua compatibilidad y armonía. Será en
su obra La República, donde establecerá que lo realmente real;
el ser de las Ideas, no es el principio supremo,
puesto que por encima y superior a la esencia (ousía)
se encuentra un principio que está más allá del ser.
Tal principio es el Bien que al estar por encima
del ser lo supera en poder y dignidad, pero también
al estar mas allá del ser que es, el principio
supremo, él mismo, no es. En la filosofía de Platón
aparece el presupuesto de que lo realmente real; el ser,
depende de algo superior que no es real, que lo
cognoscible del cosmos noetós, del mundo ideal, procede y se
fundamenta en un principio incognoscible. Ya designe este principio último
y superior como lo Uno o el Bien, se pone
de manifiesto que en el platonismo, el ser y la
inteligibilidad de su realidad, a partir de un determinado momento
de su pensamiento, ya no rigen como lo supremo.
IV.
Plotino y el Neoplatonismo: El Uno por encima del Ser
Poner un principio por encima del ser supone poner un
principio por encima de lo inteligible. De ahí se explica,
que en su búsqueda de la verdad última y fundante,
Platón en escasas ocasiones se atreverá a ir más allá
del ser, y, si lo hace, se queda allí por
breve tiempo. Seis siglos después, el egipcio Plotino no tendrá
reparos en afirmar que si hay un principio que sea
superior al ser, habrá que hacer de este principio el
fundamento mismo de la filosofía. Un principio que por estar
por encima y más allá del ser, no se le
puede aplicar ningún nombre, en todo caso, y a título
puramente nominal, se le podrá denominar con los dos nombres
ya utilizados por Platón: el Uno y el Bien ,
que son una y la misma cosa, aunque en sentido
estricto no son cosas, en cuanto es lo supremo desconocido.
Analizando
la naturaleza del ser, Plotino considerará que el ser es,
porque es uno. Esto le llevará a deducir que el
principio último que está por encima del ser y del
que éste depende es lo Uno. En su más significativa
obra Las Eneadas, escribe en repetidas ocasiones y de modos
diversos que lo Uno es el origen y causa de
toda unidad de ser participada. Plotino pondrá sin paliativos, al
Uno por encima del ser, por cuanto cada ser particular
no es más que una cierta unidad, también particular, que
depende por vía de emanación, de la unidad en sí
de lo Uno. Si este primer principio fuera sólo un
cierto uno, no sería lo Uno en sí, anterior a
los seres particulares que se manifiestan en distintos grados de
ser. Así el Uno en cuanto nada en él es,
hace que todas las cosas provengan de él. Lo Uno,
no es, por tanto, ni un algo o una cosa
determinada, aquella o la otra, y si no hay ninguna
cosa que sea lo Uno, entonces podemos decir que lo
Uno no es nada.
Otro aspecto que lleva a Plotino a
poner al Uno por encima del ser, es que concibe
al Uno como un principio que no es racional al
cual se pudiera acceder mediante una ascensión dialéctica, como ocurre
en el Sofista de Platón, mediante el proceso ascensional al
mundo de las Ideas. El Uno no puede ser racional
puesto que está más allá de toda realidad, y. por
tanto, de toda inteligibilidad. Incluso se podría añadir que es
más real que la realidad misma y es más que
un dios. En estas condiciones, el ser ya no es
el primer principio metafísico y pasa a ocupar el lugar
de principio segundo, puesto que por encima de él existe
un principio metafísico de orden superior, tan perfecto en sí
mismo, que al no estar contaminado de ser, es un
puro no ser. Y aquí aparece en escena uno de
los argumentos más llamativos del pensamiento plotiniano, que ha dejado
honda huella en los posteriores filósofos del neoplatonismo, que más
o menos dice así: si el primer principio fuera él
mismo un ser, entonces el ser sería lo primero y
debido a ello no podría tener causa, pues se reproduciría
a sí mismo. Pero como el primer principio no es
ser, es precisamente por lo que puede constituirse como causa
del ser. Hasta aquí el argumento. Y es que en
Plotino, para que una causa pueda dar algo de sí
misma, tiene que estar por encima de aquello que da,
pues si lo superior poseyera ya aquello que causa, no
podría causarlo; lo sería. Al serle ajena la idea de creación
del universo, desconocerá el concepto de participación del efecto creado
respecto de su causa eficiente. Al acogerse a la teoría
de la emanación, se vio obligado a sostener, para evitar
que su sistema desembocara en un craso monismo, que el
primer principio metafísico no es. Efectivamente; si tenemos en cuenta
que en la metafísica monista el ser absorbe, impregna ydisuelve
totalmente la realidad en su propio ser, queda claro que
en Plotino, donde el primer principio está por encima del
ser, en el que el ser procede del Uno, y
el Uno mismo no es, su pensamiento se aleja del
peligro de cualquier tipo de monismo sobre el ser. Por
tanto, no existe ninguna identidad de ser entre el conjunto
de los seres particulares y un primer principio que no
tiene ser. Plotino dirá al respecto: Nada hay en lo
Uno, por lo que todas las cosas provienen de él.
Para que el ser sea, es necesario que lo Uno
mismo sea, no el ser, sino aquello que engendra el
ser. El ser, pues, es como su hijo primogénito (2).
Por otra parte, tampoco podemos catalogar a la doctrina plotiniana
como una teoría de índole panteísta como clásicamente se ha
interpretado. Eso podría ser así, si la emanación plotiniana de
lo Uno vertiéndose en gradual descenso sobre lo múltiple, fuera
una emanación de los seres a partir del Ser como
primer principio, pero como estamos comprobando sucede todo lo contrario.
Lo
que sí se puede constatar, es que el ser en
el sistema de Plotino, sufre una radical devaluación. Y es
que allí donde prevalezca el genuino platonismo, el ser ya
no puede ocupar el primer lugar, sino sólo el segundo
lugar en el orden universal. Para Plotino, volvemos a reiterarlo,
el artífice de la realidad y del ser no es,
él mismo ninguna realidad, sino que está más allá de
la realidad y del ser. Este es el núcleo de
su doctrina y justamente lo contrario de una metafísica cristiana
del ser. Todavía implícito en la mente de Platón, cuya
dialéctica parece más bien haberlo tanteado que encontrado, lo Uno
ya estaba en su idealismo cargado de implicaciones necesarias, pero
con Plotino estas implicaciones se desvelan y explicítan con toda
claridad.
Al trascender lo Uno toda inteligibilidad al estar por encima
del ser, se desprenden una serie de consecuencias epistemológicas. La
principal de ellas, es que lo Uno no puede convertirse
en objeto de conocimiento, pues donde hay conocimiento aparece para
las mentes platónicas, la dualidad objetiva del cognoscente y lo
conocido en cuanto conocido (en el platonismo se desconoce el
conocimiento como operación inmanente). Esta dualidad se aparta del marco
que exige la unidad absoluta del Uno, es por ello
que en Plotino, la inteligencia suprema (nous), perfecta en sí
misma en cuanto es la máxima expresión de unidad compatible
con la dualidad de lo inteligible, es inferior a lo
Uno. Por otra parte, el conjunto de los innumerables seres
existentes en el universo son manifestaciones fragmentarias e inteligibles de
lo Uno. La esencia de estos seres está constituida por
un límite y una determinada forma, solamente lo que está
por encima del ser(lo Uno) carece de límites y de
forma como propiedades del ser. La inteligencia suprema no conoce
a sus inteligibles, en cuanto estos son esa misma inteligencia.
Por eso la inteligencia es sus objetos, y como cada
uno de esos objetos es una fracción de ser, la
inteligencia es el ser mismo, que comienza sólo después de
lo Uno. Siguiendo a la tradición parmenídea y platónica, Plotino
vuelve a establecer la identidad entre el ser y la
inteligencia, en el que el ser y el pensar son
una y la misma cosa. Una vez más se constata,
que en la historia de la filosofía, si se concibe
al ser como existencialmente neutro, identificándolo con el pensamiento, el
ser como acto real, ya no puede ejercer el papel
de primer principio metafísico.
En escasos textos, Plotino se referirá a
lo Uno como si fuera un Dios supremo. Fue Proclo,
uno de sus más fieles discípulos, el que se apropiará
de esta concepción plotiniana, afirmando sin rodeos que lo Uno
es Dios. A consecuencia de ello, su metafísica se moverá
principalmente alrededor de la teología y de la religión, gozando
esta afirmación de que lo Uno y Dios son lo
mismo, de notable influencia en varios teólogos de la Edad
Media. Para Proclo el ser es lo primero de las
cosas creadas, con lo cual se desprende que el autor
del ser y de las demás cosas creadas no es
un ser, reincidiendo en la postura plotiniana de poner al
ser en el segundo lugar de los principios metafísicos. Es
indudable, por otra parte, que el neoplatonismo griego, cuyo itinerario
filosófico duró varios siglos, fue fiel a sus principios, unos
principios que ni siquiera modificó después de su incorporación en
el dominio de la especulación cristiana. Proclo había corrido el
riesgo de convertir lo que debía ser una doctrina filosófica
del ser en una doctrina teológica sobre Dios, identificando la
filosofía y la teología. Algunos neoplatónicos, al convertirse en cristianos,
apenas fueron conscientes de este riesgo y de las implicaciones
filosóficas que ello comportaba. Tanto Plotino como Proclo pregonaban la
unión con el Uno mediante el ascetismo y la contemplación
espiritual, y a los neoplatónicos conversos, les daba la impresión
que el cristianismo transmitía lo mismo. A pesar de ello,
y aunque en la práctica se puede pensar como platónico
y creer como cristiano, es indudable que la interpretación plotiniana
del ser, presenta una serie de dificultades que hace muy
difícil la interpretación de la naturaleza del ser, y su
relación con el actus essendi divino.
Aunque es cierto que la
Biblia no es un tratado sobre el ser, también es
cierto que en el libro del Exodo III,14., al preguntar
Moisés a Dios cual era su verdadero nombre , éste
le contesta. Yo soy el que Es. Así dirás a
los hijos de Israel: El que Es me envía a
vosotros. Aunque no tengamos necesariamente que deducir de esta respuesta
ninguna conclusión filosófica, sí que es cierto que si lo
hacemos sólo podremos extraer una: que Dios es el Ser,
y si Dios es el principio supremo y causa del
universo, Dios es lo primero. Si El es el Ser,
entonces el Ser es lo primero, y ninguna filosofía que
se inspire en una concepción cristiana puede poner ninguna cosa
por encima del Ser. En el neoplatonismo, en cambio, el
primer principio es lo Uno, y el ser viene después
como la primera de sus creaturas. Esta concepción es incompatible
con una metafísica en la que el ser no es
la primera de las creaturas, ya que esta prioridad suprema
la posee el Creador mismo, es decir, Dios. Diversos filósofos
cristianos comprendieron esta incompatibilidad como fue el caso de San
Agustín, que a pesar de su influencia neoplatónica, no cometió
el error de devaluar el ser, ni siquiera para ensalzar
lo Uno. Para San Agustín no hay nada por encima
de Dios, y puesto que Dios es el ser, no
hay nada por encima del ser. Como neoplatónico, afirmará que
Dios es también lo Uno y el Bien, pero Dios
es, no porque sea bueno y uno; sino que El
es uno y es bueno porque El es El que
Es. San Agustín se aparta así de Plotino en el
principio fundamental de la primacía del ser.
Para cualquier pensador cristiano,
el texto del Exodo es una valiosa e histórica prueba,
que le permite comprobar su convergencia en relación con sus
propios desarrollos metafísicos, ofreciéndole un gran aporte de luz sobre
el problema y la naturaleza del ser, puesto que si
pensara como Plotino que el ser depende de un principio
superior, entonces cabria preguntar ¿quién es El que Es?. Y
es que concibiendo el ser en versión platónica se hace
muy difícil entender el nombre propio de Dios, teniendo en
cuenta que la noción platónica del ser es ajena a
la noción del ser como acto e incompatible con ella.
Al poner lo Uno o el Bien por encima del
ser, se cae irremediablemente en la consecuencia de concebir a
Dios como el supremo no ser. Esto es precisamente lo
que les sucede a algunos pensadores cristianos de formación neoplatónica,
como es el caso de Mario Victorino o de Dionisio
Aeropagita, al sostener que Dios no es ser en cuanto
Dios, sino en la medida que El es el creador
del ser, que es la primera de sus creaturas. Es
decir, Dios mismo no es ser, pero El es el
ser de todos los seres, y lo que hace que
sea el ser de todos los seres existentes es que
El es el Bien. Bastantes siglos antes, Platón había escrito:
Tienes que admitir que los objetos cognoscibles deben al Bien,
no sólo su aptitud para ser conocidos, sino incluso su
ser y su realidad, aunque el Bien no es una
realidad, sino que sobrepasa con mucho a la realidad en
poder y majestad (3). Esta concepción platónica sobre el origen
y procedencia del ser, es evidentemente que pocos filósofos cristianos
la pudieron aceptar, al empobrecer y devaluar la noción del
ser.
Quien sí la aceptó fue el irlandés Escoto Eriúgena, discípulo
de Dionisio Aeropagita y maestro de letras en la corte
de Carlos el Calvo en el S.IX. Influído por la
mística neoplatónica, identificará la divinidad con el no ser (divinidad
a la que denominará como la naturaleza creadora y no
creada"). Debido a que los efectos que la divinidad produce
tiener ser, es decir son, ella misma no es, rememorando
con ello, el esencial argumento plotiniano, puesto que El ser
de todos los seres es la divinidad que está por
encima del ser y es anterior a cualquier cosa creada.
Por otra parte, en Escoto Eriúgena, existe cierta confusión entre
los términos de emanación y de creación", pues en algunas
ocasiones dice que el mundo de los seres ha emanado
de los dos atributos esenciales de la divinidad, que son
la bondad y la fecundidad, aunque el ser de las
creaturas ("la naturaleza creada y no creadora") no puede participar
del ser de Dios, ni lo puede conocer, ya que
Dios mismo no tiene ser y es por ello, incognoscible. En
estas condiciones, entre Aquél que no es y las cosas
que son, aparece un infranqueable abismo metafísico. Por eso es
inadecuado, como frecuentemente se ha hecho, acusarle de monismo o
de panteísmo, pues Dios y las creaturas son distintos, y
el ser, en cuanto propio de las creaturas, no se
puede aplicar a Dios sin más, y bajo ningún concepto.
Escoto Eriúgena pretendió elevar a Dios tan por encima de
los seres que lo elevó por encima del ser. Su
error fundamental fue pensar que podía trasponer la filosofía existencialmente
neutra de Platón al ámbito de la teología cristiana. En
parecidos términos, el maestro Eckart afirmará que el ser no
le pertenece a Dios, ya que El es algo más
alto que el ser. Para Eckart, Dios no tiene ni
ser ni entidad, puesto que si una causa es realmente
causa y Dios es la causa de todo ser, el
ser no puede estar formalmente en Dios, reproduciendo de nuevo,
el viejo argumento plotiniano. Estas consideraciones nos permiten concluir que si
un filósofo afirma la extraña paradoja de que Dios es
el ser de los seres, porque El mismo no es,
sostiene una afirmación incorrecta desde una perspectiva cristiana. A las
corrientes neoplatónicas la existencia como tal les parecía algo inconcebible,
lo que les llevó en su reflexión metafísica a concebir
el ser como lo que es, referido estrictamente a su
esencia, a sus propiedades, sin ninguna relación al hecho de
que es, a su acto de ser. Como ya comentamos,
el ser se convierte en Platón en mismidad, y esta
mismidad no se puede entender de otro modo que como
unidad autoidéntica. Esta metafísica del ser dio origen a la
metafísica de lo Uno. Al reducir la totalidad del ser
a autoidentidad, el ser se subordinó a una causa trascendente
radicalmente diferente del ser como acto. Esta es una de
las razones por las que todo platonismo lleva, tarde o
temprano, al misticismo, que aunque en sí mismo sea excelente,
hay que reconocer que no lo es como filosofía. La
historia nos muestra qué consecuencias conlleva el intento de dejar
la existencia actual fuera del ser; una vez separada del
ser, ya difícilmente puede ser recuperada la existencia; y, una
vez privado de su acto, el ente no puede dar
una explicación inteligible de sí mismo. V. Aristóteles: El Ser
como Sustancia
Como Platón, Aristóteles pretende conocer la naturaleza de
todo aquello que es, aunque su interpretación de la idea
platónica como realidad óntica, sea muy diferente. En principio, para
Aristóteles, la realidad es algo individual y actualmente existente, se
la puede observar y experimentar: este hombre determinado, esta flor
concreta... son realidades ontológicas individuales y precisas, capaces de subsistir
en sí mismas. Al estagirita no le interesa, como le
ocurrió a Platón, el hombre en sí mismo, como idea
universal, sino el hombre individual y concreto, al que puedo
llamar Pedro o Juan. En esta tesitura, Aristóteles tratará de
encontrar que es lo que hay en las cosas existentes
que hace que sean una ousía, una determinada sustancia real,
capaz de subsistir y proseguir en sí misma.
En su búsqueda
para aclarar esta cuestión, observa que algunas de las cosas
que experimentamos, aunque se hacen presentes en un ser real,
consideradas en sí mismas no tienen un ser propio; su
único modo de ser es ser en otro. Así determinadas
cosas que nos son dadas, como un color o un
sonido, no tienen pertenencia propia, sino que pertenecen a un
sujeto o realidad que tiene color o emite un sonido.
A estas propiedades que no son en sí mismas, sino
que son en otro, Aristóteles las denomina accidentes. Pero al
no ser capaces de subsistir en sí mismos y no
cumplir, por tanto, con los requisitos de lo que verdaderamente
es, estos accidentes no son las ousías o realidades que
está buscando. Por otra parte, encuentra que un determinado ser
es un hombre o una flor y que estas propiedades
no tienen su ser en otro como les ocurre a
los accidentes, sino que pertenecen necesariamente a unos determinados sujetos.
Un hombre sin ser hombre, o una flor sin ser
flor, es imposible, aunque es posible que el primero no
sea blanco o la segunda roja. La hominidad o la
floreidad, si así puede decirse, no son propiedades o ideas
que puedan estar o no estar, sino que son propiedades
esenciales a esos sujetos. A estas propiedades esenciales o conceptos
abstractos, Aristóteles les aplica el término de predicabilidad, y aunque
no existan por sí mismos ni tengan realidad propia, significan
lo que se puede describir o predicar necesariamente de los
hombres o de las flores reales y concretas.
Si Aristóteles concibiera
a estos predicables o nociones abstractas como si fueran seres
reales, entonces estaría reproduciendo el error de Platón que consideraba
a estas propiedades o ideas como realidades de hecho, existiendo
más allá del mundo sensible. Pero esto, inicialmente no ocurre,
puesto que Aristóteles ha procedido a una doble eliminación de
lo que no es la realidad; por un lado los
accidentes, y por otro las propiedades o predicables esenciales del
ser. Es así que si el ser verdadero no puede
ser un accidente o una mera predicabilidad esencial, deberá ser
un sujeto individual en el cual los accidentes son simples
determinaciones sobreañadidas. Aristóteles denominará con el término de sustancia al
sujeto individual, ya que la sustancia se puede representar racionalmente
como lo que está debajo (sub-stans) y soportando a los
accidentes. Coincidirá con Platón al rehusar que las cualidades sensibles,
como meros accidentes, tengan un ser real, pero se apartará
de él, por la circunstancia de que Platón, atribuía el
ser real a las nociones universales y abstractas.
Es indudable que
con Aristóteles nos introducimos en un mundo distinto al de
Platón, en el cual el ser ya no es pura
mismidad, sino energía y eficacia operativa. El concepto de ser,
se convierte en una palabra activa y dinámica que fundamentalmente
significa ejercicio de un acto (enérgeia, ya sea el acto
mismo de ser, ya sea el acto de ser blanco.
De ahí el doble significado del término acto en Aristóteles,
ya que puede referirse a la sustancia misma en cuanto
es (acto primero),o referirse a la operación que ejerce esta
sustancia que es (acto segundo). Con el nombre de ousía
designará a la verdadera realidad, esto es, a la sustancia
individual, y cualquier ousía se manifiesta por sus operaciones, y
en este sentido se llama naturaleza o fisis, a condición
de que esta sustancia sea un acto, pues el acto
es el principio de toda actividad. Por tanto, el fondo
último de la realidad es el acto sustancial, o también
acto primero.
Hasta aquí todo parece bastante claro, no obstante, llegados
a este punto Aristóteles no acaba de decirnos qué es
lo que hace ser a la realidad como tal, qué
es lo que hay en un sujeto individual, que realmente
le hace ser, pues las sustancias en su más íntima
realidad nos son desconocidas. Sólo lo que podemos saber es
que, puesto que actúan, son, y son actos. Aristóteles se
apercibe de que ser es ser en acto, pero decir
qué es un acto, esto ya no logra decírnoslo. Se
da cuenta del simple darse del acto, ya que solamente
podemos conocer la actualidad con tal que la percibamos y
se haga presente, y por este motivo nunca la pondrá
aparte como irrevelante para la realidad, ya que la realidad
no está por encima del ser, sino que está en
el ser, aunque esta realidad al estar más allá del
alcance de cualquier concepto, no se la puede definir adecuadamente.
Pero este mismo ser que una sustancia es, en la
medida que es un acto ¿qué clase de ser es?
o también ¿qué significa cuando dice de un ser en
acto, que es?. Se trata de esclarecer si cuando habla
del ser actual está pensando en la existencia como acto
o en otra cosa. Es cierto que para Aristóteles, las
cosas reales y concretas son cosas actualmente existentes, pero también
es cierto que no se detuvo a considerar el acto
de la existencia en sí mismo, y deliberadamente procedió a
excluirla del ser. Por eso se ha señalado con cierta
razón que el mundo de Aristóteles está compuesto de existentes
sin existencia, en cuanto su existencia actual nada tiene que
ver con lo que los existentes son. En efecto, Aristóteles
cuando habla del ser nunca piensa en la existencia como
tal y la pasa por alto.
Intentemos avanzar en estas reflexiones.
Como discípulo de Platón, Aristóteles considera que el primer significado
del ser es aquél en que significa lo que es.
Este es, es el qué de la sustancia que la
hace pertenecer a una determinada especie o esencia, no el
hecho de que sea. Una vez captada por los sentidos,
la existencia ya no tiene nada más que decirnos, por
eso Aristóteles la da por supuesta y prescinde de ella.
Si una sustancia existe se referirá sólo acerca de lo
que es, no acerca de la existencia, convirtiendo a ésta
en un mero prerequisito del ser sin tener ninguna función
en su estructura. Por tanto, el verdadero nombre del ser
es el de sustancia, que es equivalente a lo que
es un ser, o también a la quididad o esencia
de la cosa como su mismo ser. Ahora bien, una
sustancia no es lo que es por su materia, puesto
que ésta es lo que hay de más inferior en
el individuo debido a su indeterminación, sino que es lo
que es, porque posee un principio interior que explica la
razón de su sistema orgánico, de sus accidentes y de
la dinamicidad de sus operaciones. Este principio interior es para
Aristóteles la forma que es precisamente el acto mismo por
el cual una sustancia es lo que es. Eso supone
que si en una sustancia algo es en acto, es
por su forma, y si una sustancia es primariamente lo
que es, cada ser es una forma sustancial, siendo, por
tanto, ésta forma sustancial, el fondo último de la realidad,
puesto que es lo mismo que el acto sustancial como
tal.
Esto explica que la metafísica aristotélica no reconoce ningún acto
que sea superior a la forma, ni siquiera el acto
de ser. Pero si no hay nada por encima del
ser, y en el ser en acto no hay nada
por encima de la forma, entonces se deberá concluir, que
la forma de un ser dado es un acto del
cual no hay acto. Se desconoce en esta doctrina la
posibilidad de poner por encima de la forma, un acto
que de razón de ser al acto de la forma.
En cuanto inteligible e inteligida, a la forma se la
denomina como esencia, y esta esencia es común para todos
los sujetos individuales de una misma especie. Al llegar aquí,
se apercibe que estas formas aristotélicas no son más ni
menos, que las Ideas de Platón, trasladadas del mundo ideal
al mundo sensible. El reparo de Aristóteles hacia Platón de
que el hombre en sí mismo como noción abstracta, no
existe, pues lo único que podemos conocer no es el
hombre como concepto predicable, sino los hombres individuales. Pero este
reparo hacia su maestro, se le vuelve contra sí mismo,
puesto que al establecer que la forma, como principio del
individuo, es la misma para toda la especie, resulta que
el ser del individuo singular no difiere del ser de
la especie común, con lo que a semejanza de Platón,
su filosofía ya no precisará de los individuos ni les
dará cabida, a pesar de su reconocido interés por el
individuo como tal. Aristóteles sabe que sólo este hombre concreto,
no el hombre como predicable, es real, pero por otra
parte, al sostener que lo últimamente real de este hombre
individual se debe a lo que cada hombre es; es
decir, a su forma, esta es lo que le hace
ser tal o cual sustancia. En esta situación, ya no
puede compaginar la realidad concreta de los individuos con la
unidad formal de la especie, surgiéndole una extraña y aparente
paradoja.
Aristóteles que empezó afirmando que la verdadera realidad es la
sustancia individual, terminará diciendo que lo más importante de la
realidad es la forma sustancial, que es el principio de
la especie o esencia. Este es el proceso en el
que desemboca la metafísica aristotélica al detenerse al nivel de
la sustancia, pues en última instancia será la especie y
no los individuos los que constituirán el verdadero ser y
la verdadera realidad, a pesar de que para evitar el
desdoblamiento de la realidad, dirá que las esencias de las
cosas, lo propiamente inteligible, no se distingue más que accidentalmente
de las cosas individuales, lo propiamente existente. Una concepción del
ser, que siendo realista de intención, se liga finalmente a
la esencia o a lo inteligible formal de suyo, con
descuido de los problemas auténticamente existenciales. La imprecisión del pensamiento aristotélico
se pone de relieve en sus consecuencias posteriores, especialmente en
la Edad Media, con la famosa controversia de los universales,
cuya cuestión central era la de dilucidar como la especie
puede estar presente en la pluralidad de individuos, y simultáneamente,
como los individuos pueden participar de la unidad de la
especie. Los nominalistas, desde su perspectiva empírica, dirán que la
forma de la especie es simplemente el nombre común y
nominal que atribuimos a los individuos que entre sí poseen
una semejanza externa, puramente fenoménica; los de filiación neoplatónica (realismo
exagerado) dirán que la forma de la especie esen sí,
y debe ser por sí, ya que es por ella
que los individuos son. Una polémica, que en gran parte
procede del equívoco de Aristóteles de usar el verbo ser
con un sólo significado, cuando en realidad tiene dos significados.
Si queremos significar que una cosa es, como acto real,
entonces sólo los individuos son, y las formas no son,
pero si nos referimos al ser como lo que una
cosa es, en su vertiente esencial, entonces sólo las formas
son y los individuos no son. Si las esencias existieran
no podrían ser participadas por los individuos, pues de lo
contrario perderían su unidad específica y su ser, si los
individuos son, entonces cada uno de ellos tendría que constituir
una especie distinta, con lo que no podría haber especies
que pudieran incluir en su unidad una pluralidad de individuos,
pero las esencias son y los individuos existen. Cada esencia
es en y por algún individuo, como por su esencia
cada individuo participa de una determinada especie. Esto exige que
distingamos entre individuación e individualidad, darse cuenta que más que
la misma esencia, la existencia forma parte de la estructura
del ser actual.
Por lo dicho, se constata en la filosofía
de Aristóteles como un doble aspecto. Por un lado se
muestra como un perspicaz biólogo, atento observador de los seres
existentes y concretos, por otro se aproxima a Platón al
sostener prevalentemente que los individuos poseen una forma común y
específica. Al prevalecer esta última en épocas posteriores, los hombres
pensarán saber de las cosas en cuanto conozcan su esencia
común, lo que son, y no sentirán la necesidad de
mirar las cosas para conocerlas. Será suficiente establecer los atributos
comunes a la pluralidad de individuos de una vez por
todas, pues dentro de cada especie todos son iguales, conocido
uno, conocidos todos. Pero esto supondrá un empobrecimiento ontológico de
la diferencia y peculiar riqueza del ser individual como acto.
En
definitiva, podemos decir que la noción aristotélica de sustancia, al
ser en última instancia ajena al acto de ser,éste no
jugará ningún papel en la descripción del ser. La actualidad
de la sustancia como tal, constituye toda la actualidad del
ser como tal. Ser es ser sustancia; si esta es
incorpórea será pura forma, si es corpórea constituirá la unidad
sustancial de materia-forma. En ambos casos las sustancias son en
virtud de su forma, que es acto por definición, y
como no hay nada por encima del acto, toda la
realidad de un ser se explica por la actualidad de
su forma, que informa y determina toda la realidad. VI.
Averroes y Avicena: El Ser en la Filosofía Arabe.
El
pensador cordobés Averroes, consideraba que la filosofía aristotélica era la
que mejor expresaba la verdad, restableciendo su doctrina en pleno
S. XII, en su aspecto más cerrado y radical. El
ser y la sustancia son para Averroes una y la
misma cosa; decir que algo es actualmente real y decir
que es, es decir idénticamente lo mismo. El mundo del
filósofo árabe aparece compuesto únicamente de sustancias aristotélicas, cada una
de las cuales está dotada de unidad y del ser
que pertenece a todos los seres. De ahí que no
haya que distinguir entre sustancia, unidad y ser, porque todo
estos conceptos significan lo mismo.
En su análisis de las diez
categorías de Aristóteles, Averroes reafirma que la primera categoría es
la sustancia y las nueve siguientes están formadas por los
accidentes posibles, y entre éstos, no encontramos la existencia. La
existencia, aunque es algo que le acontece a la sustancia
no puede ser sustancia, y dado que no es ninguno
de los accidentes, tampoco puede ser accidente. Por tanto, habrá
que deducir que la existencia no es nada, pues todo
lo que es, o bien es sustancia o bien es
accidente, teniendo en cuenta que las diez categorías abarcan todo
el universo de lo que se puede decir y conocer
de las cosas. No hay cabida para la existencia en
una doctrina en el que el ser es idéntico a
la sustancia, a lo que es, con lo cual la
existencia no añade nada al ser. Averroes vuelve a incurrir
en el error de Aristóteles al concebir el ser con
un sólo significado, ya que la palabra ser no significa
más que es, en cuanto ser es el nombre derivado
del verbo (es), y su interpretación no puede ser más
que lo qué es.
Rememorando a los epicúreos, dirá que el
mundo, la sustancia y el movimiento son eternos y todo
está determinado por el acontecer necesario del universo. Aunque en
los movimientos de las cosas haya una ininterrumpida sucesión, el
movimiento como tal no tiene principio ni fin, siempre hay
un antes de donde procede y un después a donde
se dirige. Todo lo que acontece está siempre ahí, idénticamente
igual, a pesar de su aparente mutabilidad. Es, como observamos,
un mundo cerrado, autoidéntico, en el que nunca sucede nada
nuevo y en el que no existe la más mínima
imprevisibilidad, permaneciendo eternamente tal como es. Este mundo ideal es
el más adecuado al pensamiento conceptual y abstracto, puesto que
es un mundo formalmente perfecto y coherentemente lógico.
En un mundo
como el de Averroes, que es como ha sido siempre
y siempre será, en que ser y ser lo que
es, se identifican, no se plantea la cuestión de su
comienzo o de su fin, con lo que carece de
sentido el concepto mismo de creación. Dios como primer motor,
en su eterno aislamiento, es indiferente a los seres individuales
y sólo conoce las especies, pues sólo ellas en cuanto
son eternas merecen ser incluidas en su divina autocontemplación. Dios
es, como ya señaló Aristóteles, un pensamiento que eternamente se
piensa a sí mismo en la soledad de su perfección.
Los individuos no tienen por sí mismos ningún valor, pues
sólo la especie es la verdadera realidad. Los seres individuales
aparecen y desaparecen sin perturbar la marcha del universo, pero
aunque los individuos perezcan sus especies nunca perecen. Las especies
pasan a través de un infinito número de individuos que
eternamente se suceden y reemplazan para mantener la especie a
la cual deben sus propias formas inteligibles. Es así, que
los individuos participan del primer motor mientras duran en sus
formas inteligibles o especies, y, que en cuanto objetos posibles
de definición, estas formas constituyen su esencia. Si lo que
es procede de su esencia, entonces la esencia misma es
el ser. El averroismo desemboca en una metafísica de la
esencia, y aunque siga siendo el mundo sustancial de Aristóteles,
puede, en última instancia, ser considerado como si fuera el
mundo ideal de Platón. En el ámbito de su contexto
histórico, tanto Spinoza con su única sustancia, como Hegel con
su espíritu absoluto, darán buena cuenta del averroísmo, al revivir
lo más esencial de sus sistema especulativo.
En su aspecto epistemológico,
el intelecto humano, es para Averroes, una forma inmaterial, única
y eterna, que procede de la inteligencia suprema y engloba
a todos los intelectos humanos. Es, por tanto, un intelecto
colectivo e impersonal, único para la especie humana, puesto que
nadie posee en propiedad su entendimiento y nadie perdura en
su intelecto cuando muere. Averroes niega pues, la inmortalidad personal,
que en el caso de Aristóteles estaba en situación confusa,
al sostener que, cuando el individuo muere, su conciencia se
desvanece y sólo permanece la específica. La eternidad del movimiento
y la unidad específica del intelecto humano, serán los dos
puntos en que el averroismo latino influirá más en la
filosofía occidental.
El sistema de Averroes era difícilmente aceptable para los
teólogos de cualquier credo. Se comprende por ello, que tuviera
sus problemas con los teólogos musulmanes, al igual que Spinoza,
cuya doctrina es una versión revisada del averroísmo en lenguaje
racionalista, también los tuvo con la sinagoga judía. En cualquier
teología, especialmente la cristiana, siempre hay novedad porque siempre hay
existencia renovada, pues al ocuparse de los individuos humanos y
de los problemas de su salvación personal, no puede ignorar
la existencia como realidad actual, dando con ello un nuevo
giro al problema del ser.
Un siglo antes que Averroes, Avicena
había enseñado que la existencia, al ser algo que les
acaece a los seres actuales, es para estos seres al
modo de un accidente de la esencia, reestableciendo con ello,
la distinción de esencia y existencia de tan hondas repercusiones
en el pensamiento filosófico. Avicena parte del principio de que
sólo hay un ser necesario y absoluto, que es Dios,
y al que denomina el Primero, eternamente subsistente en virtud
de su propia necesidad. Todo lo existente desciende del primer
Ser absoluto y se extiende a todos los seres producidos
por El, que son todos los seres posibles. Efectivamente: todos
los demás seres, al no ser necesarios por sí, sólo
son posibles, y su existencia actual procede del querer del
Primero, que reunidos en la unidad de su existencia, los
hace pasar de la potencia al acto. Actualizar un posible
significa, por tanto, conferirle la existencia actual, de tal manera
que un ser existente en el presente es un posible,
al que en el eterno fluir de las cosas cambiantes,
le ha tocado el momento de ser. Estos posibles actualizados
son en virtud del Primero, y mientras son, no pueden
no ser, al dejar de ser posibles y pasando a
ser necesarios.
En la metafísica aviceniana todo ser actualizado tiene como
dos caras opuestas y contradictorias: por un lado aparece tal
como es, en sí mismo, en cuanto no es más
que un posible, y esto es su esencia, que es
ese ser sí mismo como posible potencial. Por otra, aparece
en su relación con el Primero en cuanto es necesario
como existente. En expresión de Avicena: Possibile a se necessarium
ex alio, posible por sí, necesario por otro(4). Es así,
que la existencia referida a su esencia,(al posible en sí
mismo), está privada de necesidad, pues la existencia es un
accidente que acontece a las esencias. En esta situación se
hace difícil admitir que esos seres que son necesarios en
su relación con el Primero, sigan siendo posibles en sí
mismos, puesto que una esencia antes de ser actualizada es
un puro posible. Pero un puro posible no existe en
absoluto, y de algo que no existe no puede surgir
ninguna necesidad. Si siguiendo a Avicena tomamos a la esencia
posible como actualizada, entonces existe por la necesidad del Primero,
convirtiéndose en necesaria y dejando de ser posible. Cuando era
posible, no existía, ahora que existe, ya no es posible.
Da la impresión que en la ontología aviceniana la posibilidad
irrealizada parece perdurar por encima de su realización actual, como
si de su necesidad, la posibilidad recibiera una vaga realidad.
Pero esto es absurdo, pues si todo lo posible es
necesario, la posibilidad está totalmente ausente del ser, pues no
hay nada en absoluto que sea posible en un sentido
y necesario en otro. Es indudable que la dialéctica aviceniana
nos introduce en ambiguas y equívocas contradicciones sobre la naturaleza
del ser.
Averroes no andaba desacertado cuando veía en la doctrina
de Avicena una especie de sustitutivo filosófico a su noción
religiosa de creación y la consecuente relación entre Dios y
las criaturas, especialmente expresada en la distinción de esencia y
existencia. En efecto, Avicena quiere dejar constancia sobre la abismal
diferencia ontológica entre el Ser supremo y necesario y las
criaturas. El ser necesario es el único que es en
virtud de su propia necesidad, es también el único que
es su propia existencia, de aquí que no tenga esencia.
El Dios de Avicena es un Dios sin esencia: Primus
igitur non habet quidditatem. En cambio, en cada existencia actualizada,
las criaturas proceden de la necesidad del Primero, con lo
que la esencia como posibilidad no puede ser su propia
existencia. Por tanto, la distinción de esencia y existencia sólo
afecta a las criaturas, pues su esencia se actualiza mediante
el acontecimiento de la existencia, recibida por la necesidad productiva
del Primero. Para Dios ser existencia significa ser necesidad. Un
Dios tal está obligado a existir y no puede evitar
ser mientras El es. Toda existencia actual de un posible
es una delegación de su propia necesidad. Por eso, en
sentido estricto, no hay que hablar de creación en la
teología aviceniana, sino más bien de emanación, en cuanto todo
lo existente emana o fluye de la intrínseca necesidad del
Primero. No obstante, frente al universo cerrado y determinado de
Averroes, aparece en la metafísica de Avicena una cierta novedad
de acontecimientos, pues posibles que son meros posibles devienen actuales,
luego pasan y dejan lugar para la actualización de otros
posibles.
La distinción aviceniana de esencia y existencia respecto a la
estructura ontológica del ser, será recogida por Sto. Tomás para
fundar el ser como acto, y, en registro distinto influirá
en la escolástica formalista, especialmente en Duns Escoto. También a
partir de Avicena, y de modo relevante en Leibniz, Wolff
y otros pensadores modernos, el concepto de esencia ya no
connotará el ser, sino que significará la mera posibilidad de
recibir el ser, con lo que la esencia misma de
la esencia será la pura posibilidad. VII. El Ser en
la Edad Media
La metafísica era para Aristóteles la ciencia
propiamente divina. A pesar de ello, no se apercibe del
todo que la metafísica está ordenada al conocimiento de la
primera causa del ser. Y no estaba en condiciones de
captar este principio debido a que la idea de una
causa primera y eficiente en todos los ámbitos del ser
es algo ausente en su pensamiento. De las cuatro causas
aristotélicas, la causa formal puede reducirse a la causa final
y en su idoneidad como causa final también puede afirmarse
como causa motriz. Pero en cambio, estas tres causas no
pueden ser eso y, a la vez, ser causa material,
pues la materia es por ella misma una causa primera
formando parte de la estructura de las sustancias materiales, como
uno de sus elementos irreductibles. En virtud de ello, no
puede decirse que la metafísica aristotélica sea la ciencia de
todos los seres por sus causas, porque al menos hay
una causa, la material, que no merece el título de
ser. El Dios de Aristóteles es una de las causas
y principio de las cosas, pero no es la causa
y el principio de todas las cosas, pues en el
ámbito del ser hay algo de lo que Dios no
puede dar razón: la materia. Por ello, su metafísica no
puede reducirse a una estricta unidad.
En cambio, para Sto. Tomás,
Dios es la causa de todo lo que es, incluida
la materia. Su doctrina sobre la creación modifica sustancialmente la
noción de la metafísica al introducir en el campo del
ser una causa primera de la que dependen todas las
cosas. El conocimiento del ser ya no se definirá como
ciencia del ser por sus causas primeras, sino por su
causa primera, dando, con ello, un sentido nuevo a las
fórmulas de Aristóteles. El fin último de la metafísica se
identifica con el fin último del hombre, pues al ser
Dios su causa primera, el hombre, en la medida que
desea conocer la realidad por su causa primera, desea como
su fin último conocer a Dios. La más excelente de
todas las ciencias tiene por objeto esencial el saber sobre
Dios, con lo que la metafísica ya no puede definirse
como la ciencia del ser en cuanto ser o ciencia
de los seres en cuanto conocidos por sus causas primeras.
La metafísica se convierte en la ciencia del ser en
sí mismo y en su causa primera; ciencia de Dios,
en cuanto cognoscible por la razón natural. Frente a la
diversidad de objetos de la metafísica aristotélica, la filosofía metafísica
de Sto. Tomás, merced a esta original reordenación, adquiere una
sólida unidad orgánica.
Es indudable la impronta aristotélica en el pensamiento
del Aquinate, especialmente cuando éste se refiere al ser como
idéntico a la sustancia, con lo que no aparece ante
su mente, la capital distinción entre la esencia y el
esse, al considerar que la esencia es una con el
esse. Esto tiene su lógica, pues allí donde Sto. Tomás
conserva en su integridad la estructura de la sustancia aristotélica,
no es el lugar más adecuado para establecer esta distinción.
Así por ejemplo, estará de acuerdo con aquellos textos de
Aristóteles en que hombre, ser, cosa y uno, aunque designen
diversas determinaciones de la realidad expresadas en nociones diferentes, significan
la misma cosa, pues la composición de su ser con
su esencia no es distinta de su intrínseca unidad. No
obstante, la sustancia aristotélica, al ser integrada por Sto. Tomás
en el mundo cristiano, sufrirá profundas y hondas transformaciones internas
al convertirse en una sustancia creada.
Como ya comentábamos con anterioridad,
la realidad de las sustancias no le ofrecen a Aristóteles
ningún problema: ser y ser una sustancia es una y
la misma cosa, por eso no se interroga por el
origen del universo, puesto que la sustancia agota toda la
realidad, existiendo por derecho propio, y al identificarse con la
necesidad le es imposible no existir. Para Sto. Tomás en
cambio, las sustancias no existen por derecho propio, ya que
el mundo al ser producido por creación es radicalmente contingente
en su misma raíz, pues podría no haber existido nunca,
y aunque esté destinado a existir siempre, continúa siendo, en
cierto modo, permanentemente contingente en su causa, y su existencia
actual dependería de la absoluta gratuidad y liberalidad de su
creador. Si en Aristóteles las sustancias existen en cuanto sustancias,
la existencia como acto de ser, no es nunca en
Sto. Tomás, la esencia de ninguna sustancia, lo que significa
que ninguna esencia puede por sí misma, ser su propio
existir. En un mundo de estas características, todo aparece incierto
y precario, nada existe por necesidad, sin embargo está creado
para que dure y nunca se desgaste. Esta es sin
duda una de las cuestiones más difíciles de la metafísica
tomista, pues nos exige mantener el delicado equilibrio, profundo y
real, entre la totalidad del ser creado como indestructible en
sí mismo y, a la vez, totalmente contingente en su
relación y dependencia con el Creador.
El ser absoluto es para
Sto. Tomás, uno y simple en cuanto es acto puro.
Los seres creados en cambio, participan en grados diversos de
la actualidad de su causa, y debido a esas diversas
relaciones con el acto primero, según se acerquen en más
o en menos al acto puro de ser, diferirán en
sus esencias. Dios es el acto puro de ser, y
sólo él puede causar la existencia, pues la creación de
un ser finito requiere un poder infinito, ya que entre
el ser y la nada existe un abismo infinito. Crear
un efecto finito no requiere necesariamente un poder infinito, pero
si que es preciso poseer un poder infinito para crearlo
de la nada. En vez de sostener como Aristóteles que
las sustancias deben su ser a alguna otra cosa, Sto.
Tomás intenta hallar en las sustancias mismas un lugar para
su existencia, pues aunque la existencia no es la sustancia
misma, si que es la existencia de la sustancia y
deriva del principio que, presente en la sustancia, la hace
ser. Nos volvemos a enfrentar con el viejo dilema: si
la existencia como acto no es ni una sustancia, ni
un accidente ¿qué es?. Puesto que no existen conceptos para
definir el ser como existencia, Sto. Tomás no nos responderá
directamente qué es la existencia, se limitará a mostrarla para
que nos demos cuenta de que es, ya que ser
no es algo (aliquid), ni una cosa (quid), y aunque
no es la esencia de la cosa, es su acto
de ser. No es accidente, tampoco es materia, ya que
la materia es potencia y el ser es un acto,
tampoco es forma, ya que si fuera una forma no
haría falta añadirla a la esencia, pues en cuanto forma,
la esencia existiría por derecho propio. En el análisis de
estas cuestiones nos extenderemos con más amplitud en los capítulos
finales .
Para Duns Escoto la distancia entre Dios y la
nada es también infinita, pero en cambio dirá que la
distancia que existe entre un ser finito y su propia
nada es tan finita como su ser. Y es que
para Escoto el ser es por su esencia, no por
su acto, pues la esencia es idéntica al ser, y
si un ser es finito tiene una esencia finita, incapaz,
por tanto, de establecer una distancia infinita con su nada.
La existencia se convierte entonces en un accidente de la
esencia que no está incluida en su quididad, pues la
existencia es una simple modalidad del ser que le acontece
a la esencia creada. Mediante la existencia, la esencia queda
completa, individualizada, permitiendo que reciba su último grado de actualización
(haecceitas); pero si le adviene o no le adviene la
existencia, esa naturaleza como tal, no se altera en su
esencia, tanto es así, que, por ejemplo un roble, tiene
la misma definición esencial, tanto si existe como si no
existe). Así el ser de la esencia es superior y
prioritario con respecto al ser de la existencia, esta es
algo accidental que le sobreviene a la naturaleza. Por tanto,
la existencia se distingue de la esencia con una distinción
accidental, aunque en sentido estricto, como dice Escoto, no es
verdaderamente accidental, puesto que la distinción no es real (como
la que hay entre una cosa y la otra) sino
meramente modal, (afirmación de la que tomará nota Spinoza), pues
la existencia es un simple modo de la esencia individual.
Todas las esencias poseen por necesidad el modo de existir
que les es propio y que tiene una doble virtualidad:
si real, real; si posible, posible. Dios es una esencia
a la que de forma eminente le conviene la existencia,
pues la existencia se halla incluida en el concepto de
su esencia. Preanunciando con cuatro siglos de antelación la conocida
fórmula leibniziana, Escoto afirmará que si Dios es posible, entonces
existe.
VIII.- Suareez: El Ser Como Esencia Real. Al granadino
Francisco Suárez se le puede considerar como uno de los
más genuinos representantes del esencialismo del ser y más concretamente
de lo que podríamos denominar como metafísica de los posibles.
Suárez parte del presupuesto de que el término ente (ens)
no sólo sirve para referirse a las cosas que poseen
su propia existencia actual, sino que también sirve para designar
a aquellos entes que tienen la capacidad, o mejor, la
posibilidad de existir. Ens se convierte en lo que Suárez
llama una esencia real. Estas esencias reales son verdaderas en
cuanto son susceptibles de realización actual. Esto se aclarará mejor,
si tenemos en cuenta que Suárez acepta la clásica distinción
del ente como participio y como nombre. Para el filósofo
granadino el ente como participio expresa la esencia actualmente existente,
o la esencia como presencia. El ente como nombre expresa
la esencia real, prescindiendo de la existencia actual. Por tanto,
el ente como nombre tiene una mayor amplitud que el
ente como participio, pues este último es una concreción o
particularización existencial del ente como nombre, con lo que en
rigor, el ente como nombre es la más acabada expresión
del ente como tal (o de la esencia real como
tal). Y el sentido de esta esencia real es que
es apta para existir, y es todo aquello que no
repugna que exista, es decir, todo lo que es inteligible
y no contradictorio con todo lo que es verdadero. La
totalidad como posible es equivalente a lo real como esencia,
cuya capacidad es existir.
Por tanto, en la doctrina de Suárez,
la realidad de las esencias viene determinada por su capacidad
de adquirir la existencia, lo que hace innecesaria establecer la
distinción originariamente aviceniana entre la esencia y la existencia. Efectivamente,
si las esencias reales lo son en la medida que
tienen capacidad de existir o realizar la existencia, entonces la
esencia de la posibilidad es la posibilidad de existir. En
esta situación la esencia recobra su intrínseca relación con el
ser, surgiendo de nuevo la doble virtualidad escotista del ser
en cuanto posible y del ser en cuanto actual (el
ser en general engloba al ser como posible y como
actual). El ser actual como existente, es una esencia que
ha sido actualizada por su causa y extraída de la
posibilidad a la actualidad. Lo primero que le pertenece a
una cosa es su esencia, el lo que la hace
ser un determinado y específico ser.
La cuestión que plantea esta
metafísica es saber si un ser en acto no es
más que su esencia. En una mente racional cualquiera, una
esencia está en acto por la existencia real del sujeto
que la piensa, por tanto, es erróneo el que Suárez
diga que una esencia está en acto por su actualización
en cuanto esencia. En estas condiciones es coherente el que
afirme que entre una esencia actualizada y su existencia no
hay distinción real, sino una mera distinción de razón, aceptando
de alguna forma la amortiguada distinción de los escotistas, que
rememorando a Avicena, hacen de la existencia un simple apéndice
de la esencia. Pero será justo aclarar que en la
metafísica suarista, la existencia no tiene la función de simple
accidente, pues para una esencia es lo mismo ejercer su
acto de esencia y existir. Es una concepción del ser
que no deja un lugar propio para la existencia como
tal, con su propio acto de existir.
Quizás sea el momento
oportuno para preguntarnos si la actualidad de una esencia real,
no requiere un acto existencial para que se pueda convertir
en actualidad existente, pero Suárez no se hace ninguna pregunta
al respecto, porque para él la esencia es idéntica con
el ser. Por otra parte nos parece sintomático el que
Suárez no adscriba a las esencias posibles una especie de
ser eterno, ya que probablemente ha caído en la cuenta
que como meros posibles no son nada real. Destaquemos que
si una esencia de suyo es un posible, y si
un mero posible no es nada, su resultado como actualización
tampoco es nada. De haber visto las implicaciones que esta
consecuencia significaba para su doctrina, quizás esta nada existencial de
la esencia posible, le hubiera impulsado a Suárez, a buscar
fuera del plano de la esencia una causa intrínseca de
su realidad actual. Pero al identificar el ser con su
esencia, Suárez se incapacita para hallar en el ser un
es que no fuera una esencia, y por esto no
reconoce a la existencia cuando la ve. Al reducir el
ente a esencia, también se reduce a lo que es
inteligible, y la existencia o se desatiende o queda absorbida
en la misma esencia, o lo que es lo mismo,
en lo que es inteligible de suyo.
Se puede decir que
con Suárez llega a su madurez, la tendencia esencialista que
iniciaron Parménides y Platón, y este esencialismo se irá imponiendo
de manera resuelta en muchos filósofos posteriores, especialmente en Wolff.
Por eso, el pensador granadino es uno de los responsables
de la expansión en la Edad Moderna, de una metafísica
de las esencias que desatiende a la existencia actual. Aunque
él mismo no había descartado a las existencias como irrelevantes
al identificarlas con las esencias actuales, aquellos que prosiguieron o
se inspiraron en su filosofía, no tuvieron ningún reparo en
excluir a la existencia del pensamiento metafísico. A partir de
ahí, la esencia misma será una esencia real, la raíz
y principio primero de toda operación del ser. Lo real
ya no se opondrá con lo posible, ni se mezclará
con lo actual o existente, puesto que se medirá con
la misma equivalencia tanto a lo posible como a lo
existente actual. En este marco especulativo, lo posible es tan
real como lo actual, e incluso se llegará a la
extrema situación de que al pensar un ser como real
ya no se le pensará como existente ni tampoco como
posible, porque para pensarlo como posible tendríamos que prescindir de
la existencia, término éste que en el pensamiento moderno ni
siquiera hay que mencionar. Y es que un filósofo de
la modernidad no debe manchar su mente plena de “a
prioris” lógicos, con el impuro pensamiento de la existencia actual,
ni siquiera para excluirla. El intelecto humano, tiende a rebelarse
contra aquella realidad que no se sujeta ni es dócil
a sus conceptos o que se hace impenetrable a sus
aprehensiones abstractas, y no se le ocurre otro recurso para
dar cuenta de lo que no proviene de su propia
razón, como es el hecho de la existencia actual, que
reducirla a la nada. Esto es lo que ha hecho
el esencialismo en todos los órdenes del pensamiento, reduciendo a
la nada el acto mismo en virtud del cual el
ser es actualmente.
IX.- El Ser En la Filosofía Racionalista
Frecuentemente se interpreta a la filosofía moderna como una ruptura
con la vieja mentalidad escolástica, desde la perspectiva de que
la filosofía medieval quedó sentenciada a partir del momento en
que se tomó a la filosofía como una ciencia de
la naturaleza. Esto trajo como consecuencia una nueva concepción del
mundo que en la época de Hume adquirió su plena
confirmación. Los metafísicos del S. XVII intentarán recuperar lo que
buenamente piensan que puede salvarse de la metafísica escolástica, y
al hacerlo darán por supuesto muchas cosas. Descartes, por ejemplo,
manifestará su desdén por la complejidad y el oscurecimiento de
los escolásticos ante el problema de la existencia, pues para
él era una cuestión clara y evidente. Si pienso, luego
soy, no se ve entonces, la necesidad de explicar lo
que es la existencia, aparte que tampoco nos ayudaría para
incrementar el conocimiento de las cosas. Al enfrentarse con el
problema del ser y la existencia lo considerará como una
cosa resuelta. Es oportuno recordar, que el filósofo francés recibió
una fuerte influencia de Suárez, al que consideraba como el
mejor y más genuino filósofo de la escolástica, por eso
no era de extrañar que al enfrentarse con la existencia
como esse, negara su distinción con la esencia. Según Descartes,
los filósofos escolásticos, como les ocurre a los ebrios, ven
doblemente, al observar en las sustancias corpóreas una materia y
una forma, más cierto número de accidentes. En todo caso
la única distinción que Descartes puede aceptar para los sujetos
finitos, es la de una mera distinción, no real, sino
de razón, entre la esencia y la existencia. Por otra
parte, si no hay un concepto preciso y definible de
la existencia, entonces, la existencia no es nada, pues sólo
merece el título de sustancia para el racionalismo, aquello que
posee unos conceptos claros y distintos. Los filósofos posteriores de
cuño racionalista, serán fieles a este planteamiento cartesiano, así como
Descartes lo fue con Escoto, Suárez, y otros filósofos de
la escolástica formalista, que ya hacía bastante tiempo que habían
dejado en el olvido la doctrina tomista del acto de
ser, y especulaban con “a prioris” conceptuales y formalistas..
Para todos
los racionalistas, la existencia no es nada más que la
derivación esencia actualizada. Así considerarán, como es el caso de
Spinoza, que la existencia no es otra cosa que la
esencia misma de las cosas puestas fuera de Dios, como
una simple exteriorización necesaria de sus atributos. En este orden
de cosas, en el ser existente ya no tiene sentido,
la distinción real de esencia y existencia, sino que el
ser (o ente) no es nada más que la esencia
completamente actualizada. Estos filósofos racionalistas divergirán de muchas maneras en
la forma de concebir las propiedades de Dios, pero todos
convendrán en que Dios existe en virtud de su propia
esencia.
Para Descartes la esencia de Dios implica la existencia como
necesidad de su perfección, hasta el punto de que Dios
es causa de sí mismo como existente. Para Leibniz, en
el Ser supremo y necesario, la esencia incluye la existencia
y posee en sí misma la razón de su existencia
como estricta posibilidad. Spinoza inspirándose en el Dios causa de
sí mismo cartesiano, entenderá por causa de sí mismo todo
aquello cuya esencia incluye necesariamente su existencia. El Dios esencia
triunfa por todas partes y se le rinde homenaje incondicional.
Aquel Dios cuya esencia se identifica con su acto de
ser, ha sido dejado totalmente en el olvido. Al perderse
de vista el párrafo del Ëxodo, en el que Dios
se proclama como El que Es, los filósofos se han
olvidado también del hecho de que las cosas finitas son.
Todo está maduro para que prolifere una ciencia sistemática del
ser en cuanto ser, exenta de la existencia.
X.- Wolff:
El ser|como Posibilidad. El término ontología, referido como ciencia que
no trata de este o aquel ser, sino del ser
en general, a pesar de que fue usado por algunos
pensadores del S. XVII, no adquiere su rango filosófico hasta
la llegada de Christian Wolff. Este filósofo es consciente, de
que con posterioridad a Descartes la filosofía ha caído en
un gran descrédito, y tiene el decidido propósito de poner
fin a esta continuada decadencia. Su objetivo se centra en
proseguir y actualizar el pensamiento de los más importantes filósofos
escolásticos, incluso con la pretensión de superar y mejorar sus
definiciones y proposiciones. Influido principalmente por Suárez, al que considera
como el mejor escolástico, intenta elaborar su concepción del ser,
mediante la noción de posibilidad. Para Wolff, el concepto de
ser debe aplicarse a todo lo que puede existir, a
todo aquello que no es incompatible con la existencia, aunque
sea como posibilidad. De forma clara dirá que lo que
es posible es un ser: Quod possible est, ens est.
Wolff considera que en el lenguaje corriente los términos de
ser, algo, posible, son casi sinónimos y equivalentes, y el
objeto de la metafísica es el intento de sacar a
la luz sus implícitos significados. Si se comprende que algo
es un ser porque existe, se comprenderá que si algo
existe es porque puede existir. La posibilidad en la filosofía
wolffiana se convierte en la raíz misma de la existencia,
y por eso a los seres se les llamará posibles.
La
causa fundamental de la posibilidad es la ausencia de contradicción
intrínseca. Wolff no tendrá inconveniente en señalar a Suárez como
su antecesor en esta esencialista formulación: Suárez que ha ponderado
entre los escolásticos las realidades metafísicas con particular penetración, dice
que la esencia de una cosa es el principio básico
y más íntimo de todas las actividades y propiedades que
convienen a una cosa. Para Suárez una esencia real es
la que no contiene contradicción alguna en sí misma, y
que no es meramente lo fabricado por el intelecto. La
esencia es principio y fuente de todas las operaciones o
efectos reales de una cosa(5). Wolff, filósofo honesto y laborioso
donde los haya, siente predilección por los minuciosos razonamientos deductivos.
En su análisis sobre la ausencia de contradicción en la
esencia, establecerá que se pueden anexionar partes constitutivas a la
noción de ser que sean sus partes constitutivas primeras, que
son aquellas partes que no están determinadas por ningún elemento
extraño a ese ser. Si algún elemento extraño a algún
ser fuera determinante en relación a algunos de los elementos
que entran en su constitución, entonces, este elemento no sería
extraño al ser, pues sería también uno de sus elementos
constitutivos. Si algunos elementos constitutivos de un ser se determinaran
entre si, deberíamos retener sólo los elementos determinantes como partes
constitutivas de ese ser.
A estos elementos primeros que constituyen la
esencia misma de las propiedades del ser, Wolff los denominará
con el término de esenciales (essentialis) del ser. La esencia
es lo primero que se concibe del ser y, sin
ella, el ser no puede ser. La esencia de triángulo
equilátero está constituida por el número tres y por la
igualdad de sus lados; altérese mínimamente cualquiera de esas condiciones
y se desvanecerá la esencia de triángulo. Por tanto, la
presencia de los esenciales es necesaria y suficiente para poder
definir la esencia de una cosa, pues esos esenciales son
los atributos fundamentales del ser. Como elementos primeros del ser,
los esenciales son la entraña misma de la realidad, y
en cuanto no contradictorios garantizan la realidad del ser como
posibilidad: per essentialis ens possible est. Si la esencia del
ser es idéntica a su posibilidad, quien conoce de una
cosa su intrínseca posibilidad, conoce también su esencia. Wolff coincidirá
básicamente en estos análisis con la corriente esencialista, en la
que la noción de esencia es lo primero que concebimos
del ser, y es el primer y más íntimo atributo
de una cosa, pues la esencia, reuniendo a los demás
atributos en sí misma, es como su raíz y fundamento.
Respecto a los modos, constituyen las últimas configuraciones del ser
que no son determinados por la esencia ni contradictorios con
ella, y si los atributos siempre se dan con la
esencia, no ocurre así con los modos, que vendrían a
ser lo que en la filosofía aristotélica se denominaban como
accidentes. Wolff considera que con su método analítico ha sido
capaz de deducir a priori la noción de esencia que
tenían Sto. Tomás y Suárez, y en una clara muestra
de su desconocimiento de la metafísica tomista y de su
fundamental principio del actus essendi, afirmará que estos dos filósofos
pensaban lo mismo respecto a la naturaleza del ser.
Al enfrentarse
con la existencia la considerará como el complemento de la
posibilidad de la esencia. Un complemento que tendría cierto parecido
con el accidente aviceniano, o en todo caso, se asemejaría
más al modo existencial propio del escotismo, y ello debido,
a que la existencia actual no se sigue de los
esenciales del ser, pues no es un elemento constitutivo suyo,
y si no puede ser ningún atributo, la existencia sólo
puede ser un modo. De ahí que la existencia en
el pensamiento de Wolff, sea extraña a su esencia y
extraña al ser, con lo que la existencia queda excluida
del ámbito de la ontología. Una ontología que es una
metafísica sin teología natural, porque es una metafísica sin existencia.
Una metafísica sesgada existencialmente, como la de Wolff, tendrá que
ser sustituida por otro tipo de ciencias como la teología,
la cosmología o la psicología, para ocuparse de los problemas
relativos a la existencia.
La escisión de la ciencia del ser
en ciencias distintas, de la que dará buena cuenta Kant,
es un indicio de que la escolástica moderna ha perdido
el sentido y la unidad de su mensaje. En las
doctrinas filosóficas donde el ser se identifica con la pura
posibilidad y, por tanto, el ser como tal es extraño
a la existencia, la metafísica se encuentra con la imposibilidad
de hallar una razón suficiente de la existencia actual. En
este contexto especulativo, cualquier prueba de la existencia de Dios
o de cualquier otra existencia actual es ontológica, en el
sentido de que se indaga en una esencia existencialmente neutra,
el complemento existencial de su posibilidad. La filosofía de Wolff
es indudable que se puede calificar de ontológica, en la
media que él mismo la ha definido como la ciencia
del ser en qua posible.
XI.-Kant: El Ser como Incognoscible. La
doctrina de Wolff gozó de gran predicamento en las escuelas
filosóficas de Europa, y especialmente en Alemania durante el S.
XVII. Wolff fue para Kant lo que Suárez había sido
para Wolff. Kant lo considera como el más grande de
los filósofos dogmáticos, e incluso lo eleva por encima de
los más importantes filósofos racionalistas. Cuando Kant dice que Hume
le había despertado de su sueño dogmático, quería decir que
lo había despertado de su sueño wolffiano, pues hasta la
época de su madurez, había estado inmerso en su doctrina.
Cuando
se encuentra con el empirismo de Hume, Kant reaccionará contra
la abstracción metafísica, pues observa que en la realidad hay
elementos que no pueden deducirse a priori, por medio de
simples razonamientos analíticos como hace Wolff. Hume, en su crítica
del principio de causalidad se da cuenta de que las
relaciones causales actualmente dadas por la experiencia no se pueden
deducir como leyes necesarias, de las propiedades analíticas propias de
las esencias abstractas, al advertir el radical darse de la
existencia. En esta línea, Kant afirmará que el plano de
la causalidad física es diferente al de la causalidad abstracta
de los conceptos, pues la causalidad física no es una
relación entre dos seres posibles, sino entres seres reales actualmente
existentes. Realizar una deducción analítica en el plano de la causalidad
abstracta, no ofrece especiales dificultades, pues en este orden de
relaciones de esencias no está incluida la existencia actual. Pero
en el momento en que la existencia como acto se
introduce en el interior de la filosofía, el esencialismo analítico
se desvanece. De ahí que tanto Hume como Kant no
acepten el que un ser sea a se, es decir,
que su existencia se pueda deducir de su esencia, en
la medida que ninguna esencia puede implicar su existencia. Si
Kant y Hume hubieran conocido lo que sobre esta cuestión
había dicho un fraile dominico, que ellos consideraban como un
teólogo perdido en la oscuridad de la noche medieval, posiblemente
hubieran modificado la interpretación del problema, pues, si efectivamente, ninguna
esencia implica su existencia, bien podría ser que hubiera una
existencia tal que su acto de ser fuera su propia
esencia, y la fuente de todas las otras esencias y
existencias.
La Crítica de la Razón Pura es en cierto modo,
una reindivicación de los derechos de la existencia frente al
esencialismo de Wolff, es un intento de contrarrestar el descuido
de la existencia en favor de la esencia. Kant, de
alguna forma, es consciente de la originalidad del acto de
existir, es por ello, que afirmará que la existencia no
es un predicado real que pueda añadirse a la esencia
de una determinada cosa, sino que la existencia es la
posición absoluta de la cosa, que no es más que
la posición de dicha cosa en el marco de la
experiencia, captada de forma pasiva mediante la intuición sensible. Para
Kant, el único signo de la existencia es, por tanto,
la experiencia sensible de la misma o el enlace con
lo que es experimentado. Al poner la existencia actual fuera
del orden de la predicación, la pone fuera del orden
de las relaciones lógicas. Así por ejemplo, refiriéndose a la
esencia de Julio César, dirá frente a Leibniz, que en
cuanto posible la esencia de Julio César incluye todos los
predicados que se precisan para su determinación. Pero si en
cuanto posible Julio César no existe, su noción predicativa completamente
determinada no tiene por qué incluir la existencia, pues la
existencia no es un predicado. Ha sido Wittgenstein quien ha
señalado que en ocasiones, el lenguaje es una trampa por
su equivocidad y ambiguedad, pues si afirmamos que algunos triángulos
existen en la naturaleza, da la impresión de que adscribimos
la existencia a tales figuras, cuando en realidad lo que
ocurre, es que algunos objetos naturales existentes, les corresponde el
predicado incluido en el concepto de triángulo
El darse de la
existencia actual puesta de relieve por Hume, no se pierde
del todo en Kant. Aunque éste nunca reflexionó sobre la
existencia como tal, no la niega ni la olvida. Para
él, los sentidos y el intelecto son las dos fuentes
del conocimiento. Por los sentidos las cosas nos son dadas
(es el momento empírico que permanece como legado de Hume),
por el intelecto las cosas son pensadas. Frente al idealismo
de Berkeley, según el cual el mundo material, lo dado,
no existe, pues el ser es pura percepción subjetiva, o
el idealismo problemático de Descartes, según el cual la existencia
del mundo externo necesita ser probada a partir del cogito,
hay que reconocer en el idealismo crítico de Kant, el
intento de asumir un realismo de la existencia, especialmente cuando
trata del papel que juega la intuición sensible, donde la
sensibilidad es pura receptividad frente a la realidad sensible dada.
Todo aquello que impresiona sobre nuestra sensibilidad, expresa la intuición
de la existencia.
Sin embargo este resurgir de la existencia como
algo experimentalmente dado e irreductible a los conceptos, no producirá
los frutos que se podían esperar, porque Kant neutraliza esta
valoración de la existencia con las formas a priori basadas
en su idealismo trascendental. De este modo, la existencia en
su configuración real, queda sometida a las categorías subjetivas del
entendimiento, después de haber sido inicialmente afirmada, terminando por disolverse
en un simple concepto. Si para Hume la realidad es
opaca para decirnos por qué si una cosa es, otra
deba ser también, ello significa para Kant que la inteligibilidad
no pertenece a las cosas en sí mismas, sino que
esta inteligibilidad ha de ser puesta por el entendimiento. Es
el famoso giro copernicano, en el que ya no son
las cosas quienes rigen al entendimiento, sino que es el
entendimiento quien rige y formaliza a las cosas, determinando con
este giro epistemológico, el que la existencia quede relegada en
el ámbito de la subjetividad. En este progresivo proceso de
subjetivización, propia del idealismo, la existencia sólo podrá conocerse dentro
de la configuración de la realidad que es primordialmente obra
de la mente, y aunque no pueda ser un modo
de la esencia como en Wolff, fácilmente se convertirá en
una mera modalidad asertórica del juicio. Kant mantendrá la existencia
fuera de su sistema, cuya estricta posición empírica, es su
única función en cuanto ser, y con ello no tiene
nada más que decirnos. Que las cosas son, es un
hecho que hay que asumir, pero de lo que son,
sólo el entendimiento es responsable.
En el pensamiento maduro de Kant,
que es su filosofía definitiva, la existencia será una x,
una incógnita. En su fidelidad al empirismo, esta x como
posición, nunca será eliminada del todo, y al mismo tiempo
sigue siendo una x, porque nunca se desprenderá de Wolff.
De esa x en si misma, como nóumeno, no sabemos
nada, salvo que es. Todo lo que podemos hacer es
sentirla o afirmarla, sin que podamos añadir nada a la
noción de lo que afirma, es decir, que se le
pueden sumar o restar cualquier concepto, sin que estos se
alteren. En cuanto que percibida, la existencia es su fenómeno,
esto es, su apariencia, pues en Kant aquellas propiedades dadas
en la intuición de una cosa material pertenecen tan sólo
a su apariencia, aunque la existencia de la cosa que
aparece no queda suprimida o puesta entre paréntesis, como sucede
en el idealismo puro. Aunque no podemos conocer esa cosa
tal como es en sí misma, para Kant debe haber
existencia fenoménica para que pueda haber conocimiento, aunque el hecho
mismo de que lo real existe, no entra en el
conocimiento científico de la realidad. Lo cual es cierto (no
en el sentido que le da Kant) puesto que el
conocimiento de la existencia no puede ser científico, sino metafísico,
pues la ciencia como tal, no precisa de la existencia
actual de lo pensado, ni es ese su objeto de
conocimiento. A pesar de que Kant relega la cosa en
sí en el mundo de lo incognoscible(noúmeno), la ha conservado
como condición de posibilidad para el conocimiento de la realidad
sensible. Este es el motivo fundamental por el que no
suprimió la cosa en sí, que básicamente es lo que
diferencia su idealismo crítico del idealismo puro, cuyo modelo más
acabado esta representado por el pensamiento de Husserl.
Si el entendimiento
es el que prescribe y hace ser a la naturaleza
dándole su sentido y configurándola formalmente, por ese mismo principio
también podría el entendimiento prescribir la existencia. Kant no querrá
llegar a estas consecuencias que se derivan de sus propios
planteamientos, para no desembocar en un idealismo puro. El filósofo
de Köningsberg, quiso conservar la existencia porque deseaba construir una
crítica del conocimiento que para él era idéntico al conocimiento
científico. Con posterioridad a Kant, la existencia, al ser considerada
como la raíz común de la que brotan la sensibilidad
y el entendimiento, era inevitable que fuera sacada a la
luz de la especulación, y al no poder permanecer constantemente
como una incógnita extraña, inserta en el mundo inteligible del
entendimiento, la existencia será negada por el fenomenismo post-kantiano, o
bien será deducida a priori como hará el idealismo puro.
XII.- Hegel: Identidad entre El Ser y el No Ser
Los problemas planteados por Wolff en su ontología, inspirarán el
comienzo de la lógica de Hegel. Este considera que en
la filosofía de Wolff, el análisis especulativo que efectúa sobre
los objetos de la razón, es precisamente lo que debe
hacerse en filosofía. Pero el error de esta ontología fue
pensar que para conocer la realidad absoluta era suficiente añadirle,
por vía deductiva y conceptual, una serie de predicados, sin
preocuparse por su contenido o valor real. Por ello esta
ontología se asentará en un dogmatismo ingenuo, ausente de crítica,
al pensar que dados unos determinados conceptos, su relación predicativa
con sus respectivos sujetos, será verdadera con tal que no
incluyan ninguna contradicción racional. No obstante, Hegel sostendrá que la
ontología wolffiana, es en muchos aspectos superior al criticismo kantiano,
pues este criticismo está afectado por las limitaciones del empirismo,
al poner un dato de pura posición fáctica, en el
origen mismo de lo real, pero que paradójicamente sobre la
naturaleza y realidad de este dato, nada podemos saber. Tal es,
para Hegel, la cosa en sí kantiana, un abstracto total,
un nóumeno vacío, relegado en un más allá incognoscible. Por
eso, en el idealismo de Kant no hay en rigor,
más que en el idealismo de Berkeley, puesto que si
el ser en sí es incognoscible, en última instancia, el
ser se reduce a ser percibido. Hegel pretende superar esta
extraña situación partiendo de una total confianza en la razón,
pero no en una razón cualquiera, sino en una razón
especulativa y dialéctica, elevando así a la filosofía a la
condición de saber absoluto. Es por ello, que en su
proceso dialéctico, la cosa en sí como una x desconocida
y misteriosa, como raíz incognoscible de la que brotan todas
las apariciones fenoménicas, es despejada y aclarada, ya que la
cosa es conocida en sí misma y tal como es,
sin limitaciones de ninguna clase. Al concebir la racionalidad como realidad,
sostendrá su conocido principio de que todo lo real es
racional, y todo lo racional real, determinando la estricta identidad
entre los seres reales y los conceptos o ideas. La
razón contemplándose a sí misma, descubre que toda realidad que
se da o que pueda darse, es una realidad racional.
El progresar de la filosofía consistirá justamente en el despliegue
de un método absoluto que incremente de forma acumulativa y
dialéctica, las diversas determinaciones de lo real, discurriendo desde lo
más abstracto hasta lo plenamente concreto, desde lo más indeterminado
hasta lo más determinado, de forma tan absoluta que todas
las determinaciones parciales, todavía parcialmente indeterminadas, lleguen a ser superadas.
Para fundamentar todo este sistema, Hegel partirá de las esencias
y de los conceptos como los medios más adecuados para
alcanzar la realidad absoluta. Frente a las nociones lógicas y
abstractas de Wolff, precisa de universales concretos, es decir, de
esencias concretas que sean captadas mediante conceptos concretos. Estas esencias
merecen el título de concretas porque en la unidad de
su devenir dialéctico, pueden desarrollar la absoluta totalidad de sus
determinaciones constitutivas. El concepto de Dios como espíritu absoluto expresa
la esencia más concreta de todas las determinaciones posibles al
incluir, en la unidad de su esencia, todo el infinito
número de las posibles determinaciones. Si para Kant no se
puede deducir la existencia de Dios de ninguna esencia, para
Hegel, rememorando a San Anselmo en versión idealista, el concepto
de Dios sólo se puede pensar como existente, puesto que
la existencia está incluida en su esencia como una de
sus múltiples determinaciones.
En la filosofía hegeliana predicar la existencia es
lo mismo que predicar el ser. Pero ¿qué es el
ser para Hegel?. El ser en su inicio, es el
más pobre y abstracto de los conceptos, es lo menos
que una cosa puede hacer, es lo más ínfimo que
la mente puede conocer, es lo inmediato indeterminado. El ser
en el comienzo, es la pálida sombra inicial de la
Idea. Solamente las cosas finitas, externas y sensibles, como por
ejemplo un papel, es algo tan indigente como el ser.
Hegel escribirá al respecto: No hay en el espíritu cosa
que encierre menos contenido que el ser. No hay sino
una cosa que puede encerrar aún menos, y es lo
que a veces se toma por el ser, a saber,
una existencia sensible exterior, como la del papel que tengo
delante de mí (6).
Si el ser es tan abstracto e
indeterminado ¿cómo puede constituir el resorte inicial del proceso que
mueve una génesis tan impresionante como es la lógica hegeliana
que se presenta como el proceso de autogeneración del Absoluto?.
Para Hegel es precisamente ahí, en su pobreza y vaciedad,
en la absoluta negatividad de su comienzo donde paradójicamente se
encuentra la fuerza que habrá de poner en marcha todo
el devenir dialéctico. Se trata del portentoso poder que posee
lo negativo, de la energía del pensamiento puro como motor
de la dialéctica. Por tanto, tomado en sí mismo, el
ser es la indeterminación inmediata y absoluta que precede a
todas las posibles determinaciones. La indeterminación es el contenido mismo
que constituye al ser, en cambio la esencia entraña muchas
determinaciones agregadas al ser.
Si la pobreza del ser es idéntica
a su abstracción, no puede entonces percibirse mediante la sensación,
y al estar vacío de contenido, no puede ser objeto
de ninguna intuición intelectual, que es, frente a la intuición
sensible de Kant, el acto original y originario del conocimiento.
Si el ser no puede percibirse ni intuirse y, sin
embargo, es pensado, sólo queda el recurso de afirmar que
el ser es idéntico al pensamiento. Cuando Parménides identificó el
ser con el ente absoluto, identificó la realidad con el
pensamiento puro. Hegel vuelve a retomar este experimento, por cuanto
pensar es pensar el ser, pues el ser es idéntico
al pensamiento, y puesto que el ser no es esto
ni aquello, ni ninguna cosa, entonces el ser no es
nada. Una nada que no es una negación relativa, esto
no es lo otro, sino la absoluta negación en su
inmediatez, que precede a cualquier otra negación, y como no
hay nada que el ser sea, el ser se identifica
con la nada. La deducción es inevitable: el puro ser
y el puro no-ser, son equivalentes, cada uno de ellos
es tan vacío y abstracto como el otro con el
mismo grado de indeterminación. Decir que el ser es el
no-ser supone unir sintéticamente estos dos términos que engendran un
tercer término que es el devenir, puesto que la verdad
del ser está interaccionada en el no-ser y la del
no-ser está en el ser. Esta verdad como unidad, que
consiste en el pasar del uno al otro, desemboca en
el movimiento como devenir.
La ontología wolffiana consideraba a la contradicción
como un caso de imposibilidad lógica. Al ser una lógica
de conceptos abstractos, utilizaba los elementos de la realidad para
dividir y excluir; ninguna cosa podía ser en ese plano
conceptual, simultáneamente ella misma y su contraria. En Hegel ocurre
lo contrario; las cosas comprendidas en sus conceptos, pueden ser
a la vez ellas mismas y sus contrarias, pues la
contradicción es concebida en su sistema como la ley misma
de la realidad, la fuerza motriz que engendra su dialéctica.
Es un sistema que aspira a racionalizar lo irracional a
base de superar los principios de identidad y contradicción, pues
la contradicción es nada menos que la médula real de
la realidad viva y concreta. La antigua metafísica elegía entre
dos términos contradictorios, Hegel no elige entre dos cosas, sino
que asume a ambas mediante el recíproco pasar de la
una a la otra en que consiste la tesis (afirmación
del ser), la antítesis (negación del ser), uniéndose sintéticamente para
originar la concreción de una tercera cosa, que expresa la
verdad completa, derivada de la parcialidad unilateral de la tesis
y la antítesis.
Hegel pretende construir un sistema constituido por esencias
concretas y cognoscibles por medio de conceptos. Así cuando el
pensamiento está pensando el ser como la nada, y la
nada como el ser, obtiene la unidad recíproca de estos
dos extremos, logrando alcanzar el primer objeto concreto del pensamiento
que es el devenir captado como devenir. El devenir es,
por tanto, algo dado, un dasein o ser ahí, que
se da como determinación y concreción primera que antecede a
todas las otras determinaciones. Se puede decir que la nada
del ser tiene un contenido propio, pues si el ser
es la nada, y la nada el ser, el darse
concreto como devenir se está creando a sí mismo de
la nada, porque es la nada misma lo que aparece
como aparición del devenir, y este darse como devenir aparece
como la ya conquistada unidad de su propia contradicción. Vemos,
pues, que el ser de la lógica hegeliana está cruzado
de negatividad. El puro ser justamente por su absoluta vaciedad
incluye en sí mismo su propia contradicción, es lo absolutamente
no-idéntico consigo mismo; es decir, la nada. De la tensión
entre ambos contradictorios, el puro ser y la nada como
puro no-ser, surgirá el devenir (Werden) como primera negación de
la negación
Lo dado como devenir, surgido del movimiento dialéctico
entre el ser y la nada, como noción concreta y
primera determinación inmediata tiene cualidad, y donde hay algo dado,
dotado de una cualidad determinada, se puede decir que es
según es la realidad. Lo dado como esencia concreta y
real es ahora lo que es, y ser lo que
es, consiste para Hegel en ser relación consigo mismo. Cualquier
realidad dada será, a partir de ahí, un sí mismo,
que es la índole fundamental de la esencia. La esencia
es, por tanto, la aparición misma de la realidad a
sí misma, y constituye el fundamento de la existencia en
cuanto ésta procede de la autoidentidad de la esencia consigo
misma en cuanto aparición. Hegel conecta así, con la mismidad
que analizábamos de las esencias platónicas, que fundan la diversidad
de lo real en la autoidentidad consigo mismas. En Wolff,
esta autoidentidad de las esencias procedía de la identidad puramente
formal del ser como sujeto con el ser como predicado.
Hegel con su dialéctica del Absoluto, pretende superar este intelectualismo
predicativo para sumergirse especulativamente en la realidad concreta y reproducir
su interno despliegue histórico. Así como en Schelling el Absoluto
constituía el comienzo como unidad inmediata, en Hegel el Absoluto
constituye el resultado de todo el proceso dialéctico, su síntesis
y conclusión suprema.
Cuando son alcanzados los límites de la realidad
actual, la lógica hegeliana llega a su término al determinarse
el ser como idea. Empieza entonces la filosofía de la
naturaleza en la que el ser camina por sí sólo,
transformándose en un ser otro, como lo negativo y externo
a sí mismo, objetivándose en naturaleza, en la idea fuera
de sí . Al recuperarse la idea para sí misma
surgirá la filosofía del espíritu. El puro ser como forma
primera e indeterminada del Absoluto, lo meramente en sí, habrá
de alcanzar la forma absoluta del ser para sí, cuando
al final devenga Idea Absoluta, tras el proceso de las
sucesivas mediaciones y determinaciones, que no son sino negaciones, tal
como ya había formulado Spinoza: omnis determinatio est negatio. A
través del ser de la negación se llega al Absoluto
strictu senso como ser pleno, mediante un implacable movimiento que
se despliega de negación en negación.
El Absoluto es el devenir
mismo que sólo se hace real a través de su
desarrollo y de su propio fin. Un Absoluto que es
inmamente a la totalidad, aunque engloba y supera, cada uno
de sus momentos, en que lo perfecto como determinación supera
a lo imperfecto como indeterminación. A través del método dialéctico
la vida del Espíritu se encuentra in vía, en camino
de retorno desde el en sí del ser al para
sí del concepto. La plenitud no está en el comienzo,
pues el Absoluto sólo es plenamente en su cumplimiento. Una
vez se ha desplegado el desarrollo completo, toda mediación ya
ha sido superada, más esta superación conserva en sí todas
las mediaciones y determinaciones de sus diversos momentos, a través
de los cuales la Idea llega a su conocimiento absoluto,
cuyo contenido es el concepto que se concibe a sí
mismo. Al término de este proceso especulativo se alcanza la
identificación dialéctica del final con el comienzo, y sólo tiene
sentido real y concreto en el seno del despliegue del
método absoluto. Un final en el que ya no resta
determinación alguna, en cuanto esta superación es una aufhebung, es
decir, tanto una eliminación que conserva como una conservación que
elimina. Este proceso desde su comienzo hasta su final es
un automovimiento del Absoluto, que se encuentra presente en las
diversas fases y momentos, tanto en el inicio como en
el término, dándose su propia determinación y representando el desarrollo
inmanente del concepto. Cuando a partir de la vacía noción
del ser, el desarrollo del Absoluto se ha hecho exhaustivo,
el concepto llega a su total autoconciencia y a su
total libertad, merced a la plena expansión de sus determinaciones.
En
este sistema, el mundo y el hombre son como el
reflujo de la fuerza expansiva y difusiva del Espíritu Absoluto,
de la vital y activa fuerza de un Dios que
se extraña fuera de sí para retornar a sí mismo.
Por eso, para Hegel, es el Absoluto como Dios quien
piensa en el hombre cuando el hombre piensa en Dios.
De ahí que su filosofía no se pueda reducir a
un subjetivismo antropocéntrico, puesto que el pensamiento humano es una
derivación del saber absoluto y no a la inversa. No
es Dios quien parece estar en entredicho, sino más bien
el mundo, al que se le priva, como en el
pensamiento platónico, de su estabilidad y consistencia ontológica. Es, por
tanto, un idealismo que se basa en la afirmación del
Absoluto y en la superación de lo accidental finito. Pero
con ello lo finito no queda sin más, eliminado, ya
que por medio de la superación se integra en lo
infinito, pues su continuo traspasar hacia el infinito es su
verdadero ser. Como la identidad sumida en lo contradictorio, así
queda reabsorbido lo finito en lo infinito, lo inmediato en
lo mediato, el ser en el concepto, el hombre y
el mundo en Dios. Dios es el ser del mundo
y el mundo es la esencia de Dios, y Dios
necesita retroactivamente del mundo y del hombre para plenificar de
contenido su propia esencia, pues se compone y alimenta de
ellos, para dejarlos reducidos a una cáscara fuera de Él.
El
idealismo hegeliano es una rehabilitación del antiguo esencialismo, pues en
el proceso de la esencia contra la existencia, la esencia
ganará totalmente la partida. Ha sido el esfuerzo filosófico más
logrado para expulsar del ente, no ya sólo la existencia,
sino incluso la realidad, esa difusa realidad de la esencia
real que todavía se conservaba en el esencialismo metafísico de
Suárez. Al determinar Hegel la identificación entre el ser y
el no-ser, el ser como pensado se reduce a la
pura apariencia y lo real a la misma nada. A
pesar de su intento de superar el esencialismo formal y
abstracto de Wolff, el ser una vez privado de su
existencia actual se idealiza completamente y se convierte también en
una pura abstracción. Hegel escribirá en ese tour de force
gigantesco que es su obra filosófica: ahora este ser puro
es la abstracción pura, y por consiguiente lo negativo absoluto
que, tomado de manera inmediata, es la nada (7).
XIII.- Kierkegaard:
El ser como Opuesto a la Existencia. Con el filósofo danés
se produce la reacción de la existencia contra la esencia,
que más tarde se convertirá en la reacción de la
existencia contra la filosofía. El pensamiento de Kierkegaard es una
apasionada protesta en nombre del individuo de carne y hueso,
que sufre, ama y se alegra, contra el peligro de
su inmersión en la colectividad impersonal y anónima. El máximo
responsable de ello ha sido según Kierkegaard, el idealismo hegeliano,
pues en su sistema no hay lugar para el individuo
singular y existente, al quedar absorbido en la universalidad de
la Idea Absoluta, cuando precisamente, la no universalidad se constituye
en lo más importante y significativo. En el pensamiento idealista,
el individuo se limita a ser un simple espectador de
su tiempo y su existencia, pues al verse incluido como
un mero momento, sumergido en el proceso del pensamiento absoluto,
ya no puede realizarse a sí mismo a través de
la libre elección de sus alternativas, ahogadas por la necesidad
dialéctica del Espíritu. Menos aún, puede comprometerse para incrementar su
ser como individuo personal, y poder sentirse cada vez menos,
un miembro disuelto anónimamente en un determinado grupo.
Kierkegaard considera que
los problemas que importan y angustian al individuo existente, no
se resuelven sólo recurriendo al pensamiento, adoptando el punto de
vista del filósofo especulativo, sino más bien, por un acto
de elección y compromiso a nivel de existencia. Si nos
hacemos conscientes de nuestra situación anónima, reaccionaremos afirmando nuestros principios
éticos de conducta, y a actuar responsablemente de acuerdo con
ellos, aunque vayan en contra de los modos habitualmente aceptados
por el conjunto de la colectividad social. Entonces, podrá decirse
que nos hemos aproximado más a ser individuos auténticos y
no meros agregados de un todo, difuso e impersonal.
El pensamiento
de Kierkegaard es antes que cualquier cosa, la protesta exasperada
de una conciencia religiosa contra la secular supresión de la
existencia por parte del pensamiento filosófico. Pero sustancialmente, ha sido
la protesta de la existencia contra la filosofía, no el
esfuerzo por volver a abrir la filosofía a la existencia.
Si para el pensador danés la existencia es la única
realidad que el hombre puede captar y la única que
le importa porque es la única que tiene, entonces la
principal actividad del hombre es existir y no filosofar. Después
de innumerables metafísicas del ser, en las que no tenía
cabida la existencia, la filosofía con Kierkegaard no encuentra nada
mejor que separarse del ser, que es lo mismo que
separarse de la filosofía, pues si la filosofía no necesita
de la existencia, la existencia tampoco tiene necesidad de la
filosofía. La separación entre la existencia y la filosofía es
total, aunque quizás la mayor responsabilidad de esta lamentable situación
provenga de aquellas metafísicas formales sobre las esencias posibles, que
no fueron capaces de unir la esencia y el ser
como acto en la unidad del ente.
Toda la argumentación de
Kierkegaard descansa en la forzada distinción que hace entre conocimiento
objetivo y conocimiento subjetivo, distinción que había tomado de Schelling,
al distinguir entre filosofía negativa, referida al plano objetivo del
conocimiento, y filosofía positiva que versaba sobre la existencia. Kierkegaard
vislumbra el acto intelectual como operación inmanente y posesiva del
objeto conocido, cuando afirma que el conocimiento objetivo demanda un
considerable trabajo para su adquisición, pero una vez adquirido ya
no requiere un especial esfuerzo para la apropiación, pues su
conocimiento es idéntico a su posesión y no afecta ni
quita nada, por su posesión formal, a la existencia del
individuo como tal. Así un conocimiento objetivo como por ejemplo
una verdad física o matemática, no tiene ninguna relación con
mi "yo", no me compromete a mí mismo como existente.
De ahí deducirá equivocadamente, debido a su artificial distinción del
conocimiento, que para que sea posible la adecuación de la
cosa con el conocer, previamente tiene que quedar fuera la
existencia. Al quedar la cosa fuera de la existencia, adquiere
la índole de una pura abstracción, donde pensamiento y cosa
son lo mismo. Si el pensamiento objetivo no es capaz
de captar la existencia, no queda otro recurso que acudir
al conocimiento subjetivo cuya adquisición supone la activa y sucesiva
apropiación por parte del sujeto. Este conocimiento, no se dirige
a conocer la verdad objetiva, la cosa como tal, sino
que su relación consigo mismo es lo que se constituye
como la verdad, una verdad que reside, por tanto, en
su misma subjetividad.
Kierkegaard escribirá que los idealistas hegelianos, los profesores
que enseñan filosofía, consideran que lo que hay que hacer
para saber filosofía es aprenderla y nada más. Pero en
la antigua filosofía griega y romana no era así, pues
sus pensadores querían ser verdaderamente filósofos, amantes de la sabiduría
y no meros conocedores de filosofía. El saber de la
filosofía es ser filósofo como Sócrates, que nunca escribió nada,
pero él, con su vida, era el mismo amor de
la sabiduría. Y no llamamos amante a quien lo sabe
todo del amor pero no está "enamorado", ya que estar
enamorado y saber del amor son una y la misma
cosa. Sócrates no tenía ninguna filosofía, él la era, los
hegelianos y profesores no son sus propias filosofías, sólo las
tienen, y son, por tanto, inauténticos, ya que por una
parte viven en el reino de la abstracción, y por
otra su conducta personal está anulada por este ficticio reino
abstracto. Sin embargo, quieran o no, estos filósofos existen, y
por más abstractos y formales que sean su pensamientos, el
pensador abstracto es, y no puede dejar de ser. El
filósofo danés podía escribir con autoridad moral de estas cosas,
porque había una íntima conexión entre su vida y su
filosofía. Uno de los atractivos de su pensamiento, es precisamente
el carácter intensamente personal de su filosofía, en cuanto es
una filosofía vivida, surgida de una opción personal y un
compromiso radical sediento de autenticidad. No es el espectador el
que habla, sino el actor, el protagonista existente. El filósofo
que se contenta y se limita al papel de espectador
del mundo y de la vida, todo lo interpreta mediante
la especulación de una dialéctica de conceptos abstractos. Se puede
decir, que existe como sujeto, pero no existe en sentido
propio, porque desea comprenderlo todo, pero no se compromete con
nada.
Esta exigencia de autenticidad existencial, querrá transferirla al plano ético-religioso,
pues el filósofo danés, considerará que lo que le importa,
no es conocer el cristianismo, sino ser cristiano. Y es
que, la influencia del pensamiento hegeliano ha hecho creer que
ser cristiano es conocer el cristianismo, que hay un sistema,
un proceso especulativo, mediante el cual es posible llegar a
ser cristiano. Y aunque la religión es vida, una forma
de existir, está en constante peligro de degenerar en simple
disquisición teórica. Ello es debido, según Kierkegaard, a que uno
de los tradicionales despropósitos de la filosofía, por eliminar la
existencia de su campo especulativo. Saber matemáticas o física es
conocer la realidad objetivamente, tal como es, y hablar objetivamente
es hablar de la cosa. Pero conocer la filosofía o
la religión no es conocerlas tal como son, pues al
afectar al yo, al sujeto, la subjetividad no es lo
que es la cosa
Si el fin de la religión cristiana
es dar a cada hombre la promesa de la eterna
beatitud, observará Kierkegaard con gran hondura, tal promesa es de
un interés infinito, y el único modo de acoger esta
promesa es experimentar por ella una pasión infinita, sentir una
apasionada e inquebrantable voluntad por alcanzar esta beatitud. Una respuesta
a medias, una postura mediocre, sería desproporcionada para tal fin
eterno, una actitud tibia, no sería un querer aquel fin
infinito, ni sería en absoluto un querer, pues el auténtico
querer es infinito. Pero aunque el fin sea el mismo
para muchos hombres, no hay una solución general para la
salvación eterna como fin, justo al contrario, es algo que
sólo incumbe a cada sujeto en particular y deberá ser
resuelta un infinito número de veces por cada uno, en
el transcurrir de la historia. El conocimiento ético-religioso es el único
real en cuanto se refiere directamente al sujeto cognoscente que
existe, pues la verdad es idéntica a la existencia y
la existencia idéntica a la verdad. Lo que hace que
sea subjetiva, y, por tanto verdadera, la existencia ético-religioso, es
su apropiación real por parte del individuo. Pero no será
verdadera, por el hecho de que incremente y amplíe nuestros
conocimientos de estos objetos y contenidos ético-religiosos. Si un teólogo
habla o escribe cosas acerca de Dios, podrá desarrollar sus
discursos de modo indefinido sin por ello acercarse a un
conocimiento real de Dios. El conocimiento de Dios sólo surge
en el momento en que la existencia del sujeto, entra
en relación vivencial con Dios.
En Wolff y en Hegel teníamos
una ontología sin existencia, pero en Kierkegaard tenemos una existencia
sin ontología, sin metafísica del ser. Desde su perspectiva existencialista,
resulta que cuanto más se trata de conocer con objetividad,
tanto menos subjetivamente se hace, por eso, no puede haber
una filosofía objetiva de la existencia, pues la existencia al
ser indefinidamente abierta no puede ser un sistema sólido y
cerrado para una mente existente. El sistema y la existencia
son inconciliables, porque la estructura del pensamiento sistemático exige pensar
la existencia, no como existiendo, sino como anulada e inerte,
puesto que la existencia es un intervalo que mantiene en
sus sucesivos instantes las cosas fragmentadas y separadas, en cambio
lo sistemático precisa del ensamblaje y ligazón de las cosas,
lo que implica disolver su existencialidad original.
Kierkegaard le hará a
Hegel la misma crítica que éste le hizo a Wolff.
El filósofo danés dirá que Hegel había hecho sorprendentes y
arbitrarias maravillas con los conceptos contradictorios, pues por el simple
hecho de sumergirlos en el proceso de la aufheben dialéctica,
estos conceptos podían indiferentemente ser suprimidos y conservados con sólo
superarlos. Pero la contradicción conceptual y abstracta no deja de
serlo por haber sido abstractamente superada. Si la existencia actual
se reduce a un problema de lógica, se podrá logicizar
la existencia, pero no se podrá existencializar la lógica, y
ésta se reducirá a ser la perpetua superación de las
contradicciones abstractas. En este plano, nada es más fácil de
conseguir, pues como nada existe, no hay lugar para la
disyunción y oposición real. Hegel superó con facilidad y sin
contratiempos la contradicción porque en el ámbito de la abstracción
no hay contradicción, solamente la existencia como factualidad, puede ser
requisito para la contradicción. La existencia es algo que no
permite ser pensado, pues si la pienso la anulo, pues
quien piensa existe y su existencia es puesta tan pronto
se opone al pensamiento. El principio cartesiano "si pienso, soy"
es invertido por el filósofo danés, pues para él rige
el principio de "si pienso, no soy", puesto que pensar
es olvidar la existencia. Lo que conozco es mi pensamiento
en mi existencia, no mi existencia en mi pensamiento, y
el conocimiento de mi propia existencia es de mi absoluto
y exclusivo interés. Si el hombre fuera meramente una cosa
pensante, alcanzaría la pura objetividad, y la existencia quedaría aniquilada,
pues si lográramos pensar plenamente, cesaríamos de existir.
Pero el hombre
por su finitud está inmerso en el tiempo de lo
contingente, y en ella, la eternidad coexiste con el tiempo.
Estar inmerso en el tiempo, es ser en el momento
presente y lo presente no es nada más, para Kierkegaard,
que la existencia. Pero, por su dimensión de infinitud, el
hombre también concibe y proyecta mediante el pensamiento como objetivación
abstracta, la eternidad. La co-presencia de eternidad y de existencia
es la paradoja misma en que consiste el hombre, hallándose
yuxtapuestas en la unidad de su único ser, interfiriéndose en
su conciencia religiosa sin confundirse. La oposición entre la existencia
como presente temporalidad y la eternidad como infinitud concebida, produce
una angustiosa ruptura en el ser humano. Ruptura que, para
Kierkegaard, origina que los hombres sean patéticos, pues al precio
de un esfuerzo infinito tratan de convertir la eternidad en
su propia existencia, para salvar así, el abismo ontológico de
la eternidad, con el tiempo coincidente con la existencia actual.
Si el hombre fuera eternidad ya no tendría existencia, sino
ser, pero el hombre piensa y existe, y la existencia
separa el pensamiento del ser. El dualismo platónico, entre la
existencia actual y el pensamiento como inteligibilidad de lo eterno,
vuelve ha asomar discretamente, sin que Kierkegaard sea consciente de
ello.
Esta ruptura entre la existencia como temporalidad y el ser
como eternidad, ha inspirado importantes aspectos del existencialismo contemporáneo. Algunos
filósofos de esta corriente, partiendo de que la existencia es
un fracaso del ser, dirán en tonos pesimistas, que si
ser un existente es tener existencia, la vida humana es
el desesperado intento por superar su propia ruina hacia la
nada, el incesante tambalearse de todos los existentes hacia su
propio naufragio ontológico. Kierkegaard al oponer la existencia frente a
la posibilidad de las esencias abstractas, características de Wolff, ha
convertido la existencia actual en una nueva esencia: la esencia
que no tiene esencia. Frente a las anteriores filosofías del
ser en las que nada se había previsto para la
existencia como acto, la existencia como presencia actual, no encuentra
nada mejor que separarse del ser y, por tanto de
la filosofía.
XIV.- Nietzsche: El ser Como Apariencia. Desde
su perspectiva cósmica, Nietzsche es el filósofo vital por antonomasia.
Equipado con una ontología de la voluntad como fundamento de
lo real inspirada en la filosofía de Schopenhauer, y en
una gnoseología de cadencia kantiana, considerará que en la constitución
de lo real, es mucho más lo que ponemos con
nuestras representaciones subjetivas, que lo que nos es dado por
una supuesta realidad objetiva y en sí. Las cosas o
realidades en sí, ya no son solamente inaccesibles a nuestro
conocimiento, como afirmaba Kant, sino que son simples ilusiones psicológicas,
al modo de una especie de velo místico que encubre
la vaciedad ontológica del ser y, que, mediante la falacia
de los conceptos abstractos, basados en inexistentes realidades metafísicas, pretenden
explicar arrogantemente la totalidad de lo real. En todo caso,
para Nietzsche, lo en sí procede de errores cometidos en
el juego combinatorio de la imaginación perceptiva, y que por
la inercia de la costumbre se ha interpretado durante siglos
como lo que funda la verdad, revistiéndola con el disfraz
de unas determinadas categorías metafísicas. Una vez disueltas en el
futuro estas categorías, quedará abolida la distinción entre la cosa
en sí y lo subjetivamente representado en mí, dejando inservibles
el conjunto de estas categorías que se han irrogado la
autorización para separar un mundo en sí de un mundo
como representación propia.
Para el filósofo alemán el ser no es
más que un término introducido y forjado por una simple
utilidad práctica que lleva más de dos milenios, y que
sirve para proyectar en un inexistente "más allá", esencias e
ideas inmutables y universales, que no son más que pretendidas
pseudorealidades opuestas a la facticidad cambiante de los acontecimientos vitales.
Por eso dirá Nietzsche, que la creencia en el ser
ha surgido por la falta de fe y desconfianza en
el "devenir", por el recelo y la sospecha respecto a
la fluencia evolutiva de lo real fenoménico.
Desde nuestras perspectivas psicológicas
como contenido de nuestros sentimientos y deseos afectivos, se configura
imaginativamente el mundo de lo aparente que desvela mejor el
sentido de la vida que el tradicionalmente llamado mundo real
de la metafísica clásica. Estas perspectivas psicológicas elaboradas al nivel
reflexivo de la conciencia, configuran la estructura fluyente y sucesiva
del proceso de la temporalidad, al reproducir fielmente la estructura
del ser como apariencia, del ser incesantemente cambiante sumergido en
la corriente del devenir. Nietasche sólo aceptará como real, grados
diversos de intensidad en la forma de reflejarse el mundo
de la apariencia, y no un supuesto ser en sí,
con el pretexto de constituir y fundar los conceptos abstractos
de los metafísicos, y las esencias formales de los teólogos.
Estos aspectos, son todos ellos inconciliables con la vida como
contenido vivencial en mí. Por otra parte, el ser de
los clásicos, con sus atributos de atemporalidad e inmutabilidad, intenta
"fijar" tiránicamente el proceso fluyente y azaroso de la temporalidad,
aquello que por naturaleza es permanentemente mutable y aparente. No
hay, por tanto, verdades absolutas, no hay esencias permanentes, no
hay hechos eternos, sólo hay verdades aparentes, relativas a nosotros,
para nosotros, según las conciben nuestras representaciones y sentimientos. El
mundo aparente transmutado en forma de contenidos psicológicos, (psicologización del
ser), es equivalente a la verdad. Si en nuestras representaciones
inventivas e imaginativas rechazamos la realidad del mundo aparente, ya
no queda ninguna verdad. La verdad se identifica con la
apariencia, la vida humana está totalmente sumergida en la contra-verdad
y de ahí no podemos salir.
Nietzsche niega la verdad como
realidad en nombre de la verdad como apariencia, la verdad
de lo eterno e inmutable se niega frente a la
instantaneidad de lo presente mutable; no sólo oposición entre pensamiento
y ser como ocurre en Kierkegaard, sino rechazo radical de
la verdad del ser frente a la verdad de lo
aparente. Nietzsche dice sentir verguenza del concepto de verdad, de
esa palabra imperativa y orgullosa, y quiere alcanzar la victoria
sin el auxilio de la verdad, derrotada ésta por la
vaciedad ontológica de sus falsas objetivaciones, y que será sustituida
por la contra-verdad, que ya no va a fundarse en
el principio de realidad de las sustancias aristotélicas, sino que
será engendrada por la corriente vivencial de nuestras representaciones, por
aquel sentimiento subjetivo que obtiene su eficacia creativa y constituidora
de realidad, en función de su mayor o menor instinto
de "fuerza" como expresión de su voluntad de poder.
El profundo
trueque que se produce entre lo real y lo aparente
en el ámbito de la realidad, determinará que sea la
voluntad quien configure el vacío ontológico dejado por el ser,
siendo la voluntad misma la que establezca según sus intensidades
de fuerza el criterio de la verdad y de los
valores. El querer absoluto de la voluntad reclama el querer
ser sin condiciones, sin aquellos límites impuestos por las doctrinas
de la trascendencia. Un querer surgido de las propias instancias
desiderativas y afectivas del sujeto, al convertirse el deseo como
derecho incondicional de la vida, y por la fuerza impulsora
de la voluntad de poder, para que la realidad dada,
sea así, como lo determine la voluntad, y para que
toda configuración de lo real en el ámbito de la
inmanencia fenoménica se amolde a este absoluto querer.
Lo esencial es
suprimir el mundo-verdad, en cuanto supone el más grave atentado
contra la vida, por el mundo-aparente. La expulsión de la
creencia en la verdad propiciará la fecunda irrupción del nihilismo
nacido de las ruinas del ser, de su radical negación
y, por tanto, como afirmación positiva de la nada. El
ser como apariencia o, lo que es lo mismo, la
nada para el ser, será concebido como fluencia en decurso
infinito hacia el devenir, en un "eterno retorno" de la
vida. Nietzsche deseaba creer que en su época se estaban
fraguando las condiciones para el resurgir de un nuevo futuro,
de una nueva aurora para la vida, donde el mundo
recobrará su natural sentido, su original inocencia, haciendo inviable la
admisión de un universo inspirado en el ser metafísico. Con
la aparición del nihilismo como fase transitoria, nos introduciremos posteriormente
en la esfera de un mundo radicalmente inmanente, donde la
vida, desgajada y liberada de las doctrinas de la trascendencia
griego-cristianas, desarrollará todas sus potencialidades y adquirirá su pujante fuerza.
Nietzsche afirmará que "el nihilismo es una forma divina de
pensar como negación de todo mundo verdadero, de todo ser".
(8).
Frente a la negación de la vida auspiciada por la
razón socrática, que ha debilitado los instintos del placer, por
medio del más allá platónico y la trascendencia cristiana, que
a través de su concepción dualista de la realidad han
originado la escisión del único mundo inmanente y natural. Frente
a ello, lo decisivo es la afirmación dionisíaca de la
vida y de los valores. El lugar vacío dejado por
el ser como soporte de los antiguos valores será ocupado
por la fuerza de sí de la voluntad de poder
que mediante una profunda transvaloración, constituirá el nuevo orden de
los valores, y en cuanto puestos por la autodecisión del
sujeto, estos nuevos valores dependerán totalmente de la creatividad estética
e inventiva del sujeto, de su modo de sentir y
posicionar estos valores, lo que implica que su realidad se
sustentará en última instancia en la dinámica fluctuante de los
deseos y sentimientos subjetivos. Al carecer de toda fundamentación en
el principio de la realidad que se ha esfumado con
la pérdida del ser como acto, la nada misma se
convierte en el fundamento de los nuevos valores, aspecto que
se confirma al comprobar mediante una adecuada evaluación el contenido
real de estos valores. En ella no aparece ningún valor
al que se le pueda atribuir algún contenido nuevo o
alguna cualidad desconocida en el plano axiológico, con lo que
deberemos deducir que estos supuestos nuevos valores se disuelven en
la nada. El conocimiento sumido en la corriente de sus
subjetivas vivencias representativas sólo puede acceder a la verdad-aparente como
sustitutivo de la verdad del ser en el plano ontológico,
constituyéndose como una nueva verdad anhelante de la nada, determinando
el valor de la vida y de las cosas según
el sentimiento de fuerza de un puro acto de la
voluntad como última razón y fundamento de sí misma.
En su
crítica del ser, Nietzsche invierte el pensamiento de Parménides. Para
el filósofo de Elea sólo lo que tiene ser es,
para Nietzsche sólo lo que es, no tiene ser. Si
para el primero no hay ninguna conexión entre el ser
y el no-ser, para el segundo la verdad del no-ser
aniquila la verdad del ser. En Parménides lo aparente no
es y sólo el ser es, en Nietzsche el ser
no es y lo aparente es. Quizás cuando Heidegger se
refería a Nietzsche como el último metafísico de la historia
de la filosofía, bien podría ser que lo considerase como
el último filósofo que ha dado cuenta de la metafísica
del ser con su anti-metafísica del no-ser como fundamento de
su metafísica. El acta de defunción de la metafísica será
proclamada a los cuatro vientos por numerosos filósofos del S.XX,
pero estas precipitados y pesimistas anuncios, no han podido borrar
del espíritu humano su natural vocación metafísica, su profundo y
constante anhelo por la trascendencia.
XV.-Heidegger: El Ser como Temporalidad.
Considera Heidegger que en los prolegómenos del itinerario especulativo se
debe evitar el partir de una concepción del ser en
general cono hizo el idealismo hegeliano, o también de cualquiera
de las ideas que sobre el ser ha puesto en
circulación el esencialismo metafísico. Estos modos de filosofar abstractos, sólo
han conseguido recubrir de forma epidérmica, la realidad del ser
como inmediata presencia patentizadora. Es por ello que hay que
recuperar el significado arcaico y primigenio de la verdad como
no ocultamiento, y la realidad del ser como presencia (tó
eínai) de acuerdo con la concepción del viejo Parménides. De
ahí el intento de Heidegger por retornar, como ya había
pretendido Husserl en registro idealista, a las cosas mismas en
su estricta mostración fenoménica y, constituir así, una ontología del
ser como fenomenología pura. El método fenomenológico-existencial va a ser
el que utilizará Heidegger, intentando con él, describir el fenómeno
como aquello que se desvela del ser, lo que se
muestra-en-sí-mismo en el ámbito de lo cotidiano, que es el
lugar inmediato y espontáneo del existir del hombre. En el ámbito
de lo cotidiano propio de la de la contingencia temporal,
es precisamente donde el ser se hace presente como verdad
óntica y el lugar donde el hombre se reconoce como
existente real, como el único ser que es capaz de
preguntarse por el ser y, por tanto, del que la
fenomenología se puede ocupar. Será útil recordar que el término
"phainómeno" deriva de "phaino", cuyos significados vienen a ser el
de poner a la luz, desvelar lo encubierto, hacer patente,
términos que los presocráticos traducían por el concepto de alétheia.
Por el contrario, poner en la falsedad significa encubrir, ocultar
y no desvelar de forma adecuada el ente del ser.
Heidegger aspira nada menos, que a iluminar el ente mediante
el ser, este intento es lo que denominará como ontología.
Heidegger
retomará el plexo ente-ser, "eón-eínai" de Parménides, un plexo que
en el pensamiento griego quedó pronto oscurecido al disolverse progresivamente
en beneficio de la esencia. No queda, por tanto, otro
recurso que volver a los inicios, desandar lo andado, como
recuerdo o memoria del nacimiento de la metafísica. El pensador
alemán considera que nos hemos extraviado por sendas laterales al
olvidarnos de la senda que conduce a la verdad del
ser, y de forma audaz toma sobre sus espaldas la
ambiciosa tarea de retomar la pregunta fundamental del pensamiento filosófico
de Occidente, tal como ya la había formulado Platón en
el Sofista, en el fragmento en que el extranjero le
pregunta a Teeto "¿entendéis alguna cosa bajo el nombre de
ser?" (9).
Pero el hombre es un ser que debe asumir
su carácter de finitud trascendental que es como Heidegger denomina
al hombre; finitud que es la expresión más íntima de
su estructura, y que ya no significa imperfección, como opuesta
a la infinitud, con lo que en rigor ya no
tiene sentido negativo como en el caso de Spinoza o
de Hegel, puesto que la finitud no es finita ni
infinita, sino idéntica al ser, siendo su misma positividad constitutiva
como esencial presentarse finito del mismo ser finito.
La "temporalidad" en
la filosofía heideggeriana es la estructura misma en la que
se manifiesta el ser como finitud, por eso el tiempo
es el único horizonte posible de cualquier intelección del ser,
todo lo demás es previo a este horizonte. El tiempo
llena el espacioso ámbito del ser, porque la verdad del
ser es el moverse del hombre en el tiempo que
es el acontecer del acontecimiento. El ser es sólo y
siempre presencia temporal. En estas condiciones, el ser al surgir
exclusivamente del incesante fluir de la temporalidad se torna absolutamente
precario, perdiendo toda consistencia óntica al resolverse en puro y
mero acontecer, disolviéndose en la fluencia del existir temporal. El
existir como escenario del ser en el marco de la
temporalidad adquiere una primacía respecto a los demás entes, y
ningún modo de ser específico, como tal o cual realidad,
puede permanecer oculto al escenario del existir. Pero sólo en
el ser del ente que el hombre es, se manifiesta
la auténtica realidad de la existencia, pues el hombre tiene
una manera especial de ser: el ser de aquel ente
que se pregunta por el ser, lo que le faculta
y le permite abrirse indefinidamente hacia la apertura del ser,
hacia su íntimo desocultamiento. La condición de tal existente que
es el hombre es la de ser en el mundo,
o también la de estar en el mundo (In-der-Welt-Sein), estando,
como ya dijo Ortega unos años antes que Heidegger, inevitablemente
arrojado a vivir la propia y solitaria existencia.
El principal cometido
de la fenomenología-existencial, será, por tanto, el desvelar radicalmente la
existencia, desenredar del ovillo de la realidad, el ser de
este existente que es el hombre y que siempre se
nos revela como un ser ahí: Dasein. La naturaleza propia
del Dasein consiste en su existencia, por eso, más que
hablar del ser del hombre como un ente, hay que
concebirlo como un existente, como una realidad en devenir temporal,
en cuyo ser le va el ser. Tal es para
Heidegger la precaria facticidad del ser del hombre, que inmerso
en la finitud de la historia porque su ser es
tiempo, se ve sometido a la imperiosa necesidad de darse
a sí mismo una comprensión del mundo, en cuanto el
mundo es ontológicamente un carácter del existir mismo. Por eso
no hay para Heidegger un sujeto en un mundo objetivo
como afirmaba el realismo, ni tampoco un mundo en la
conciencia de un sujeto como sostenía el idealismo, sino un
estar-en-el-mundo como único modo de ser, articulando mediante la memoria
ekstática, el pasado y el futuro a través del presente,
sumergido en la constante contingencia temporal.
Al comprenderse a sí mismo
y comprender todas aquellas cosas de las que se ocupa
y encuentra a mano en su existir cotidiano, que para
Heidegger es la única forma de existencia auténtica, el ser
del hombre como Dasein se descubre como radical angustia (Angst)
al revelársele su incondicional flotar en vaciedad de la nada.
La pregunta de Heidegger ¿por qué hay ser y no
más bien nada? no va dirigida a explicarse porqué hay
algo, sino más bien a intentar descifrar el enigma de
la nada, en cuanto de la nada todo procede y
termina, todo se sostiene y en la cual todo algo
se funda. Es así que la nada ya no es
negación del ente, sino posibilitación del ente en cuanto elemento
del Dasein, como posibilidad de aparecer, y en consecuencia de
desaparecer. El ser del ente consiste en este aparecer y
desaparecer, en esta presencia-ausencia, que sólo se manifiesta en la
trascendencia de la realidad humana, que como finitud trascendental ha
logrado mantenerse fuera de la nada.
El ser es así concebido
como fisis en el sentido griego de continuo surgir-declinar de
la presencia del presente. El ser ya no es el
acto propio y constitutivo del ente, sino que es sólo
"cto de presencia en la conciencia histórica del Dasein, que
se proyecta en el vacío de su nadeidad, destinado a
desaparecer como tal con la muerte sin sentido alguno. Heidegger
ve al hombre como aquel ente, o mejor existente, que
está trágicamente abandonado al ser, porque su esencia de su
ser en el mundo, o ser para la muerte como
precareidad existencial y mero acontecer, decae en la nada. Su
pensamiento descansa en última instancia en un nihilismo óntico-fenomenológico, acentuado
con toda su fuerza y radicalidad. Al introducir el ser
en el ámbito de la inmanencia más absoluta, sumergido en
los imparables y sucesivos instantes de su finita temporalidad, se
encuentra con la nada como único y supremo fundamento. Heidegger
de algún modo ha entrevisto cuál era la pregunta fundamental
que la filosofía debe hacerse, pero su intento de respuesta,
aherrojado por sus presupuestos fenomenológicos e inmanentistas, no hace más
que volver a sepultar la pregunta por el ser de
forma ya definitiva, al quedar aniquilado en el horizonte de
la temporalidad.
XVI.- Consideraciones EL "ACTUS ESSENDI".
En el desarrollo de
estas reflexiones finales vamos a comentar algunas de las cuestiones
centrales de la filosofía inspirada en el actus essendi de
acuerdo con las investigaciones realizadas hasta el resente en este
campo, con el objeto de poner nuevamente de relieve la
inagotable fecundidad que posee la noción del acto de ser,
cuyo redescubrimiento ha aportado nuevas e iluminadoras luces de incalculable
potencialidad para la filosofía actual como la del futuro.
Recordemos que
en Aristóteles la sustancia está constituida por el par materia-forma
(hyle-morfé) La materia como elemento indeterminado está en potencia respecto
de la forma para que ésta la actualice y le
de su configuración. La forma es, entonces, el acto de
la materia indeterminada, a la que determina y perfecciona, forjando
junto con ella a la sustancia. La forma hace que
el ente sea lo que él es, dándole una estructura
inteligible y específica. En su acto de forma no necesita
ser puesta por otra forma, ya que la forma es
lo supremo y la raíz última del ente. El ser
del ente indica lo que el ente es, a saber,
su esencia o lo que hace que el ente sea
tal o cual ente específico.
La filosofía tomista asume este planteamiento
aristotélico, pero no se encierra en el, sino que lo
desborda, al discernir en el corazón de lo real la
presencia de otro principio constitutivo del ente, principio que designa
con el infinitivo del verbo ser: el esse. En la
precisión terminológica actual, ens (ente) significa esse habens: lo que
tiene ser; que se deriva como participio activo del verbo
esse (ser) El ente está siendo en virtud del mismo
ser que ejerce, distinguiéndose, por tanto, lo que la cosa
es y el acto de ser que le hace ser
un ente. El acto de ser por el cual el
ente es, debe incluir ese otro acto formal que le
hace ser un ente determinado, pues aunque las formas son
actos no todos los actos son formas.
Si merced a la
forma el ente es lo que es, merced al esse,
el ente es y existe. A partir de ese enfoque,
aunque la forma siga siendo la causa formal de la
esencia del ente al hacer que lo real sea lo
que es, no obstante ya no es la raíz última
de lo real, pues lo que constituye al ente en
su misma entidad es ahora el esse. La forma sigue
siendo el acto que actualiza a la materia, pero ya
no es el acto supremo del ente, pues más allá
de la forma y en otro orden, el acto de
ser (actus essendi) actualiza el ente y le otorga su
misma realidad de ser. Supremas en su orden, las formas
sustanciales siguen siendo acto primero de sus sustancias, pero aunque
no haya forma de la forma, si hay un acto
de la forma, puesto que la forma es un acto
de tal naturaleza que permanece en potencia para otro acto,
a saber, el acto de ser. El ser es, por
tanto, el acto último del que todas las cosas pueden
participar, aunque él no participe de nada, es la actualidad
de todos los actos y la perfección de todas las
perfecciones. Esta distinción puede considerarse como el acontecimiento más notable
desde la finalización de la filosofía griega. En el ente se
dan así, dos órdenes de actualidad. El primero es el
de la forma, que al actualizar a la materia hace
que el ente sea tal o cual ente y posea
una esencia específica. El segundo es el del esse, que
al actualizar y constituir a la esencia, hace que el
ente sea. La función de la forma es el de
determinar a una sustancia susceptible del acto de ser, el
esse es un acto de naturaleza distinta al de la
forma, ésta tiene un carácter únicamente esencial al hacer que
el ente sea lo que es; el acto de ser
tiene un carácter constitutivo, ya que gracias a él, el
ente es y existe. Para Aristóteles lo real era la
esencia compuesta de materia y forma, que constituyen todo lo
que se puede decir del ente, y en este sentido
la esencia absorbía ontológicamente lo real, al ser la forma
el fundamento último de la esencia. Superando este plano aristotélico,
la filosofía del actus essendi establece que el esse constituye
y actualiza a la materia y a la forma, o
sea, a la misma esencia, haciendo de ella un ente
real y existente. La esencia no agota lo real, pues
además de su materia y de su forma, el ente
implica su acto de ser. El ente seguirá siendo, como
lo fue en Aristóteles, el objeto propio de la metafísica,
pero ya no se definirá como lo que es, un
es que apunta exclusivamente a lo que es tal o
cual cosa, sino que ahora se definirá como lo que
tiene ser, acentuando el acto de ser que el ente
ejerce.
La filosofía griega se detuvo en el umbral del ser,
pues su ontología de las esencias le impidieron divisar el
fundamento último de lo real. La filosofía peripatética, por ejemplo,
versará solamente sobre lo que es, sobre el sujeto portador
del es, en cambio la metafísica del acto de ser,
sin desatender lo que está siendo del ente, subraya con
fuerza que el ente es o está siendo, destacando el
acto de ser que el ente ejerce (enérgeia). El ente
es gracias al ser, que es su acto, y habita
íntimamente en el seno de "lo que" es.
De estos dos
principios que componen lo real, sólo la esencia es conceptualizable,
en tanto que el esse es reacio al orden lógico,
pues el esse no es tal o cual cosa, sino
el acto constitutivo último de la cosa, no tiene esencia.
Por ello resulta inaprehensible conceptualmente (el concepto permite visualizar la
esencia de una cosa). Esto no supone que no sea
cognoscible e inteligible, sino que tiene un carácter trans-lógico, y
hace que desborde el plano del concepto por no poseer
un "quid", por no ser algo, pero esto no significa
que no haya una concepción metafísica del esse. Que pueda
ser inteligible, pero no conceptualizado, implica que no podemos definir
lo que significa para un ente, su acto de ser.
Tratamos de definir lo que el ente es, su esencia,
pero el esse que actualiza a la esencia se sustrae
a un conocimiento quiditativo, pues si la esencia es objeto
adecuado del entendimiento, no así el esse que la constituye.
Por
el esse la esencia es un ente, pero el esse
mismo no es un ente, sino aquello por lo cual
el ente es. El acto de ser respalda y funda
el estar siendo del ente, pero es mucho más que
eso, ya que ha sido concebido como el acto de
la esencia (actus essentiae) al actualizarla, haciendo de ella y
con ella un ente real y existente. Del esse del
ente no podemos tener, por tanto, una intelección intuitiva, puesto
que no nos resulta cognoscible a partir de la percepción
sensible de la sustancia que él actualiza. En el seno
del ente aparece la presencia de un dato inefable en
virtud del cual los entes son.
Hemos visto que el ente
está constituido por dos principios: la esencia (compuesta de materia
y forma) y el esse que la actualiza y la
constituye. Así todo ente creado está compuesto de essentia y
esse, y es una composición efectiva y verdadera y no
meramente mental. Al tratarse de una composición de principios distintos,
la essentia no es el esse, ni el esse la
essentia, media entre ellos una distinción real y metafísica. La
esencia y su ser no pueden darse aparte, se componen
juntamente para producir el ens. Egidio Romano se refirió a
la distinticón real como si fuera una distinción inter res,
es decir, una distinción de res y res, cuando la
verdadera distinción es entre principios constitutivos de la res, por
eso es una distinción intra rem; en el seno de
la cosa. La realidad de la cosa no está hecha
de realidades diversas, sino de dos principios complementarios que establecen
su estructura como tal Por eso hay que eliminar la
visión cosista de la estructura de la realidad. El ser
del ente se distingue realmente de la naturaleza de la
cosa y, por ello mismo, de su quididad, escapando a
su definición en cuanto ésta sólo apresa y concierne a
lo que la cosa es, no el es de la
cosa, ya que éste no pertenece al orden de la
esencia. El esse aunque puede estar en la esencia, nunca
es algo de la esencia. La forma sólo constituye el
ente en lo que es, establece su esencia, pero el
esse constituye el ente, no sólo en su talidad (tal
cosa o tal otra), sino en su entidad misma. De
la esencia depende la talidad del ente, del acto que
da el esse (actus essendi) depende la entidad y realidad
misma del ente.
Platón y Aristóteles, identificaron el ser de una
cosa con su esencia. En estas magnas filosofías el ser
del ente se diluye en la esencia, y no es
algo distinto de ella. Dado que la esencia agota ontológicamente
lo real, no hay en el ente más que lo
que es. La esencia absorbe toda la atención filosófica y
se afirma como el único ser del ente, resultando necesario
decir y pensar no lo que el ente es, sino
lo que él es. En la metafísica del actus essendi,
el esse del ens desborda los límites de la esencia
y sobrepuja su contenido, ya que es realmente distinto de
ella, componiéndose realmente y metafísicamente con ella para forjar la
realidad existente. El ser del ente vuelve a despuntar en
el horizonte como el dato filosófico de mayor envergadura, dado
que gracias a él todos los entes son. Por tal
motivo, el esse es el principio constitutivo de mayor dignidad
filosófica, pues de él depende la realidad misma de lo
real. Es el fundamento primero de todo cuanto existe, pues
sin él no habría nada.
Esa exaltación del esse no supone
ninguna depreciación de la esencia, en todo caso lo será
para aquellos filósofos para quienes la esencia lo es todo
y el ser como simple determinación de la esencia no
se distingue de ella. Es indudable que en el orden
inmediato sensible, sin la esencia no habría esse, ambos son
co-principios del ens, y el uno no puede darse sin
el otro. El ser hace que la esencia sea, y
ésta hace que el esse pertenezca a tal o cual
naturaleza. La esencia, por lo tanto, limita y determina el
esse, lo circunscribe, le impone un contorno que deriva del
carácter participado de este esse. Sin este límite el esse
sería el ser sin más, en absoluto, o sea, sería
Dios, y no el esse de tal o cual ente.
Por ello, la esencia se comporta como una potencia respecto
al ser, pues aquella no podría constituirse en ente, si
el esse no la actualizara. Pero la esencia por su
parte determina al esse, así como la forma determina a
la materia en la ontología aristotélica. No obstante el esse
como acto de la forma constituye a la esencia, pero,
y aquí está su profunda diferencia, no la determina, sino
que resulta determinada por ella. Si todo es en virtud
del ser, entonces la esencia como determinación del ser pertenece
al ser, pues si no perteneciera al ser, la determinación
le vendría al ser de algo que estaría fuera de
él, o sea, de la nada.
La esencia que determina al
ser no puede sustraerse al ser, porque si no, no
sería ni podría determinar nada. Puesto que el esse incluye
todo lo que es, necesariamente debe abarcar también la esencia
como su propia determinación y limitación. El esse del ente
es tal o cual en virtud de la esencia, que
lo determina y especifica. La esencia indica la manera en
que el ente ejerce el acto de ser, el modo
específico que tiene el ente de ejercer el esse, y
lo ejerce según su esencia, de acuerdo con una modalidad
determinada en cuanto es un esse parcial o participado. El
ser sigue a la esencia (forma dat esse), porque donde
no hay esencia no hay algo que pueda ser: pero
la esencia misma proviene del ser participado.
En el "Exodo", al
preguntar Moisés a Dios su nombre, el Señor le respondió
"Yo soy El que soy. Así responderás a los hijos
de Israel". Si todo nombre sirve para significar la naturaleza
o esencia de una cosa, el ser mismo es, entonces,
la esencia o naturaleza divina. San Agustín reflexionando sobre este
texto del Exodo, dirá que Dios nos ha comunicado que
es, pero no lo que es. Sto. Tomás desde su
óptica del esse, intuye que Dios no ha dicho lo
que es, justamente porque no es algo, porque no es
tal o cual cosa, sino que simplemente es, sin estar
configurado por una determinada especie. Para nuestro entendimiento es difícil
concebir que se pueda ser sin ser algo determinado, pues
en el orden de nuestra experiencia directa no se puede
ser sin ser una cosa, pero Dios es, sin ser
nada de lo que es. Dios es el esse mismo,
el Ipsum Esse en su absoluta pureza, el esse constituye
su misma esencia. Por tanto, la esencia de Dios es
su ser, su esencia está como absorbida por el esse.
Si la esencia de Dios es su ser, ello supone
su absoluta simplicidad y la ausencia de composición. Dios es
simple porque es el ser, las cosas finitas que no
son Dios no pueden ser simples, sino que deben estar
compuestas de ser para existir, y de algo que contraiga
y delimite su ser, o sea su esencia.
Es evidente que
un ser finito no tiene por sí su ser, que
su esencia está en potencia respecto a su ser actual.
Esta doble composición de acto y potencia lo distingue radicalmente
de Aquel que es el Ser: Dios como acto puro
de ser. El acto de ser que ejercen los entes
está como impurificado por la esencia que los limita y
contrae a ser tal ser. En cambio Dios no es
más que ser, nada limita ni restringe el esse divino.
Si no hubiera limitación conferida por la esencia, no habría
entes, por eso, la esencia es la condición de posibilidad
de seres que no sean el acto puro de ser,
permitiendo que existan entes que sean distintos de Dios. El
ser divino ejerce el esse en su absoluta plenitud y
por ello resulta infinito. Los seres son finitos en tanto
que "tienen" ser, pero no lo son. Dios lo "es"
absolutamente.
Al decir que Dios es sólo el ser, no se
dice que Dios es el ser universal en el que
todas las cosas son como por su forma, sino que
Dios es el único en que el ser es acto
puro, radicalmente distinto de los demás entes finitos. Desde esta
concepción del esse, la interpretación hegeliana de que el ser
es el más vacío de los universales ya no tiene
sentido, puesto que el esse, al ser el acto supremo
de ser no puede ser un universal, y si esto
es cierto en Dios, deberá serlo también en las cosas.
En los entes finitos el ser es el acto mismo
por el cual son entes actuales, cuyas esencias pueden ser
concebidas como universales por medio de la abstracción conceptual.
Decíamos que
las cosas tienen el ser, pero no lo son, participando
del ser de Dios, pero no como una parte participa
del todo, como sucede en el pensamiento de Platón, sino
como el efecto participa de su causa, superando así la
noción platónica formal de participación por una noción existencial de
participación como derivación causal. Para Platón las cosas sensibles participan
de las esencias (ideas) inmutables, para ser lo que son
y tener una determinada configuración eidética, y una inteligibilidad adecuada.
En la filosofía del actus essendi los entes participan del
esse, no sólo para ser lo que son, sino primariamente
para poder ser. Ello significa que Dios es la causa
eficiente del ser de los entes. En este contexto, participación
y causalidad se identifican, pues participar y ser causado son
una y la misma cosa. Decir que el ser creado
es el ser participado, significa decir que él es el
efecto propio del ser no causado, que es Dios. El
ser es per essentiam, las cosas son per participacionem. Respecto
a que la primera cosa creada es el ser actual,
no significa que el ser actual sea el primer efecto
de un principio superior, que él mismo no-es como afirma
Plotino, sino que es el efecto primero del Acto puro
de ser.
Estas reflexiones adquiere mayor claridad recurriendo a la idea
de la "creación". En efecto; participación, causalidad y creación están
íntimamente entrelazados, puesto que si el ente participa del Esse
al ser causado por Dios, se debe a que el
ser de los entes ha sido creado por Dios como
fuente del ser (fons essendi). Crear significa dar el ser,
es un don gratuito del Esse, y el ser resulta
lo primero que Dios crea, es el primer y radical
efecto del acto creador. Aunque fueron los filósofos árabes los
primeros en discernir, aunque de forma confusa, las implicaciones metafísicas
de la creación, no obstante es indiscutible que es uno
de los patrimonios más notables de la filosofía cristiana, pues
la idea de la creación fue ignorada por la filosofía
griega, con lo que el problema del origen radical del
mundo fue extraño a sus especulaciones, lo que les impidió
alcanzar el nivel de la causalidad metafísica eficiente, nivel que
se distingue claramente de la causa motriz de Aristóteles. La
causa motriz es una causa física que mueve a las
cosas, pero no produce el ser. La causa eficiente es
de cuño metafísico, y su efecto no es simplemente un
movimiento, sino el ser mismo que el movimiento produce y
alcanza al ente en sus entrañas mismas. La creación es
el modelo de la causalidad eficiente, ya que produce todo
el ser del efecto. También es correcto decir que en
la relación de causalidad eficiente algo del esse de la
causa se comunica a su efecto, lo que la convierte
en una relación de carácter existencial. Hume tenía razón al
negar las relaciones causales como deducibles de las esencias, como
simples relaciones analíticas. Y es que jamás surgirá de una
esencia una eficiencia causal. La relación causal se hace ininteligible
en un mundo de esencias abstractas o posibles, en cambio
es inteligible en un mundo en que ser es actuar,
porque los entes mismos son actos.
Dios crea el ente mismo,
la sustancia concreta, compuesta de esencia y esse, aunque el
esse sea el primer efecto del acto creador y todos
los otros lo presupongan y deriven de él. Dios crea
al esse como acto, y la esencia como una potencia
constituída y actualizada por el esse. La esencia resulta, entonces,
concreada por Dios, como sujeto portador del esse. Dios crea
el esse y concrea la esencia como aquello que lo
recibe y aminora. Las esencias antes de ser creadas, como
modos finitos de su participación en su ser, no tienen
ningún status ontológico propio, no tienen un ser propio, un
esse essentiae con el cual subsistirían como entes posibles como
sostenía Wolff. Fuera del ente creado, sólo Dios es, es
el Ipsum esse subsistens. Las esencias indican la manera que
el ente participa del Esse increado, el modo finito que
tiene de ejercer esta participación. Sin el esse, la más
alta de las perfecciones formales no es nada. El acto
de ser constituye la unidad de la cosa: la materia,
la forma, la sustancia, los accidentes, las operaciones, todo participa
directa o indirectamente de uno y el mismo acto de
ser.
El acto de ser como temporalidad no es el incesante
dispersarse ni el perpetuo descomponerse del ente, sino su progresivo
acabamiento a través del devenir. Esta progresiva perfección no es
consecuencia de una deficiente esencia, sino la de un ente
que no logra ser todavía en plenitud su propia esencia.
Al introducir este dinamismo en la metafísica ,se supera el
dinamismo de la forma aristotélica por el dinamismo del esse.
Toda la panorámica filosófica de la realidad se vuelve distinta.
En adelante los individuos gozarán de su ser propio, poseerán
el ser en propiedad.
XVII.- EL "ESSE" Y LaA Inmortalidad del
Alma
La noción del actus essendi permite fundar adecuadamente la inmortalidad
del alma humana. El alma es sustancia en virtud del
esse que posee, y en tanto que sustancia el alma
está compuesta de una esencia que es una forma espiritual
y del acto de ser que la actualiza. El alma
es forma del cuerpo y a la vez es sustancia,
pero lo que hace de ella una sustancia es el
esse que ejerce. Al perderse la noción del esse en
el pensamiento moderno, se perdió también la concepción del alma
como una sustancia constituida por una forma simple y su
acto de ser.
A lo largo del pensamiento filosófico se han
desarrollado toda una serie de interpretaciones sobre la realidad del
alma considerada en sí misma y en relación con el
cuerpo sensible. Platón influido por una concepción órfico-pitagórica considerará el
cuerpo como una cárcel del alma. Con Aristóteles se rehabilita
el orden sensible, que en Platón era una sombra del
mundo de las Ideas, y el alma racional hace de
forma del cuerpo y como toda forma es acto, el
alma es el acto del cuerpo. Pero como la forma
por sí misma no está fundada potencialmente en otro acto,
no puede existir separada del cuerpo, lo que significa que
la destrucción del cuerpo implica la destrucción del alma. La
muerte del hombre determina la descomposición de ambos principios (
el alma como forma y el cuerpo) con lo que
en rigor, el alma individual no es inmortal. En todo
caso, Aristóteles admitirá una especie de intelecto agente universal que
abarca a todos los intelectos individuales, aunque es distinto y
se da separado de ellos. Los averroistas acogiéndose a este
enfoque aristotélico, sostendrán en parecidos términos, que el alma al
ser forma de un cuerpo, no podía existir separada de
éste, y considerarán, para intentar justificar la inmortalidad del alma
como tal, que ésta es un entendimiento supremo o sustancia
eterna, de la cual participan los entendimientos particulares para ejercer
sus operaciones. La inmortalidad no es en este caso individual,
sino que es colectiva, en cuanto el alma individual se
funde en la unidad universal de la sustancia eterna.
Diversos pensadores
cristianos tuvieron serios inconvenientes para ofrecer una concepción del hombre
filosóficamente coherente con la fe. Así, los que conciban el
alma como forma del cuerpo les será difícil explicar porqué
el alma es también sustancia separada del cuerpo. Los que
consideran el alma como sustancia completa en sí misma tendrán
que aclarar como siendo sustancia puede desempeñar el papel de
forma del cuerpo. Lo problemático es conciliar estas dos posturas
con la unidad sustancial del ser humano tal como lo
exige una recta antropología cristiana. Lo que sí es manifiesto,
es que abordar esta problemática cuestión de una forma inadecuada,
puede llevarnos a concepciones francamente irracionales, como la que ofrece
Descartes, que con el intento de explicar la relación y
comunicación del alma con el cuerpo, como dos sustancias independientes,
alojará el alma humana nada menos que en la glándula
pineal.
Es indudable que, al constituir el alma como una
sustancia se le atribuye al alma una entidad propia, y
afirmando que es forma del cuerpo le conferimos su índole
de sustancia espiritual. En la filosofía del actus essendi la
esencia del alma es una forma simple, espiritual e inmaterial,
compuesta de esse, constituida y actualizada por este esse. Al
ser simple, la forma no sufre descomposición y al igual
que las sustancias materiales la forma hace que sea lo
que ella es, y el esse constituye esa forma, haciendo
que sea. El esse no hace que el alma sea
alma, esto lo hace la forma, sino que hace del
alma una sustancia al actualizar su forma; esta es su
constitución ontológica. Con anterioridad comentábamos que en las sustancias materiales
el esse competía a la esencia, es decir, al compuesto
de materia y forma. En las sustancias espirituales (o intelectuales)
como el caso de los ángeles o del alma humana,
el esse compete sólo a la forma, ya que son
sustancias desprovistas de materia. En las sustancias materiales el receptáculo
del esse es la esencia, en las sustancias espirituales el
sujeto del esse es la forma. El alma humana tiene
como exclusiva un esse propio, lo que no ocurre con
las otras formas sustanciales inscritas en la materia
Dado que el
alma posee su propio acto de ser, en sí misma
no depende del cuerpo para ser, sino que el alma
le comunica al cuerpo al unirse con él su acto
de ser. Esa unión es muy íntima, ya que están
unidos por el ser y en el ser. El esse
que recibe el cuerpo es el esse que pertenece al
alma, por tanto, en el hombre no hay más que
un sólo acto de ser que es común al cuerpo
y al alma. Esta unidad sustancial se funda en el
actus essendi que posee el alma y que hace de
ella una sustancia. Si la sustancialidad del alma es el
fundamento de la sustancialidad del hombre, esto acredita su inmortalidad,
puesto que el esse concierne directamente a la forma como
entidad subsistente. Si el alma no tuviera su propio acto
de ser, no tendría ningún principio intrínseco de perpetuidad, y
con la muerte se extinguiría al descomponerse el ente material,
pero al estar dotada de su propio esse, la muerte
no implica la desaparición de su forma. No puede haber
un principio interno de corrupción en una sustancia como el
alma, compuesta de una forma simple y de acto de
ser.
En la antropología de corte platónico-agustiniano, el alma se une
al cuerpo por el bien de este, pues el cuerpo
=especialmente en los neoplatónicos, se considera como algo negativo. En
la antropología del actus essendi es el alma la que
por su propio bien se une al cuerpo, ya que
desprovista del cuerpo resulta una sustancia incompleta. En todo caso
puede decirse que el alma es una sustancia separable del
cuerpo, en cuanto goza de personalidad propia, y es una
sustancia completa desde el punto de vista existencial (de su
esse), pero incompleta desde el punto de vista específico, ya
que no puede ejercer las actividades propias de la especie
humana, pues sin cuerpo le faltan los medios adecuados para
ejercer con plenitud todos los propios actos del hombre. Existencialmente
completa, específicamente incompleta, el alma está aguardando la resurrección final
del cuerpo al que estuvo unida en su vida terrena.
Unida a su cuerpo se asemeja más a Dios, porque
eso corresponde mejor a su naturaleza.
Inserta en el tiempo, el
alma trasciende a éste por la simplicidad de su ser.
El problema de Kierkegaard de cómo es que en el
hombre la existencia se encuentra junto con la eternidad, está
mal planteado, al confundir la existencia en el tiempo con
la existencia como tal. Perdurar en el tiempo es, en
efecto, existir, y la existencia temporal es para nosotros los
seres finitos el modo más manifiesto de existencia. Pero el
hombre no existe solamente en el tiempo, sino que lo
trasciende en la medida en que, ya ahora, está en
comunicación con su propia eternidad, y lo hace en cuanto
sustancia espiritual, que como tal trasciende la materia y la
mortalidad. Es natural, por ello, que el ser humano trate
con las cosas eternas (la verdad, la bondad y la
belleza objetivas). Se podría decir que el problema no es
la eternidad, sino el tiempo, que es el que incesantemente
interrumpe la eternidad del hombre. Cada uno de nosotros se
encuentra ya en medio de la eternidad desde el primer
instante de la vida, rodeados de seres no menos eternos.
Y es que el ser humano no lucha angustiosamente en
el tiempo (como pensaban Spinoza y Unamuno) para no perder
la eternidad, ya que es eterno por derecho propio, pero
tiene que devenir en el tiempo para "ser más" plenamente.
El
alma espiritual condensa y subsume en sí las operaciones que
la preceden, y ella es la única forma sustancial del
hombre, en virtud de la cual el ser humano es
hombre, animal, viviente, cuerpo, sustancia y ser. Un ente dotado
de entendimiento y voluntad, distinguiéndose de los otros seres por
su libertad, que le confiere el dominio de sus actos,
siendo, por tanto, responsable de ellos. En tal sentido nada
hay en el universo material superior al ser humano, un
ser, cuya última raíz de su personalidad reside en el
esse, en cuanto todas sus operaciones provienen de su alma
la cual debe su existencia a su propio actus essendi,
siendo un centro autónomo de actividad y la fuente de
sus determinaciones.
Lluís Pifarré Catedrático de Filosofía de I.E.S. Doctor en Filosofía
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Ente y propiedades del ente |
Cabe que no conozcamos bien qué es una cosa, por
no saber con exactitud en qué consiste y, sin embargo, estemos seguros
de que es, en la acepción de que existe. Y, a la inversa, cabe que
sepamos bien qué es una cosa, sin que estemos seguros de su ser en t |
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Ente y propiedades del ente |
LA voz «ente» deriva del término latino ens, que, como
el vocablo griego ón, significa simplemente lo que es, lo
que tiene ser. Ahora bien, la palabra «ser» puede, a
su vez, tomarse en dos sentidos. En efecto, unas veces
la utilizamos para atribuir a alguna cosa un cierto modo
o manera de consistir, que se da en ella; y
así, pongamos por caso, aplicamos a Roma la índole de
ciudad, empleando para esto el verbo «ser» en su tiempo
presente («Roma es una ciudad»). Pero, otras veces, en cambio,
nos valemos del verbo «ser» para expresar el hecho de
la existencia, el existir, tal como ocurre, por ejemplo, al
afirmar que «quien piensa tiene, sin duda, ser» (en el
sentido de que, evidentemente, está existiendo). Incluso cabe que no
conozcamos bien qué es una cosa, por no saber con
exactitud en qué consiste y, sin embargo, estemos seguros de
que es, en la acepción de que existe. Y, a
la inversa, cabe que sepamos bien qué es una cosa,
sin que estemos seguros de su ser en tanto que
no tenemos la certeza de que realmente exista.
Así, pues,
la palabra «ser» puede funcionar como sinónimo de la voz
«consistir» (en esto, o en aquello, o en lo de
más allá) y también puede resultar equivalente al vocablo «existir».
¿En cuál de estos dos sentidos se la toma cuando
se dice que ente quiere decir lo que es, lo
que tiene ser?
Supongamos que se la usa en la
acepción de existir. En ese caso, la palabra «ente» significa
«existente». Sin embargo, si nos fijamos bien en este término,
comprobaremos con facilidad que el existir no se presenta en
él como algo aislado. «Existente» no significa «existir», sino algo
que existe, algo que tiene existencia, y ese algo ha
de tener también un consistir, pues no cabe que exista
lo que en nada consiste o lo que consiste en
la nada. Por tanto, hay que tener alguna esencia, algún
modo de consistir, para estar dotado de existencia. En el
caso de Dios, que es cabalmente lo más opuesto a
la nada, el consistir y el existir se identifican (véase
«Atributos divinos entitativos»). Pero ello no ha de entenderse en
el sentido de que Dios sea algo así como un
puro vacío de esencia, sino, al contrario, como una esencia
infinita a la que nada le falta.
La índole propia
de Dios, la que hay que atribuirle en exclusiva, debe
considerarse como esencia en la más plena acepción de esta
palabra. Cualquier otra esencia, en cambio, sólo puede tomarse en
calidad de limitada o finita. No toda esencia tiene necesariamente
alguna falta, pero la esencia de lo limitado ha de
tenerla. Así, por ejemplo, en la índole o modo de
ser de una naranja no se contiene lo peculiar de
la esencia o índole de un hombre, ni en la
de lo finito o limitado se contiene lo peculiar de
la de Dios; pero ello se debe a que todo
lo finito o limitado ha de adolecer de algún defecto,
no a que toda esencia sea una falta o la
lleve consigo. Las faltas no son esencias, sino negaciones de
esencias, ni las esencias son faltas, pues si lo fuesen,
toda forma de ser equivaldría a una forma de no-ser,
lo cual sólo tendría una explicación: la de que el
ser y el no-ser fuesen realmente lo mismo.
Pero volvamos
al concepto del ente, manteniendo el supuesto de que la
palabra «ser» esté tomada como equivalente de «existir». Sobre esta
base, y como ya se dijo, «ente» equivale a «existente»,
pero no, en cambio, a existencia. La existencia no existe,
ni tampoco puede existir, por la bien clara razón de
que no es una esencia. Aunque en el caso de
Dios la existencia y la esencia se identifican realmente, ello
no quiere decir que la existencia divina exista de una
manera necesaria. Lo que de un modo necesario existe es
Dios mismo, no su existir. Y el tener que afirmar
que la esencia divina existe de una manera absolutamente necesaria
no impide la distinción conceptual entre esta esencia y su
absolutamente necesaria existencia. Esa distinción conceptual es compatible con la
identidad real de la existencia y la esencia de Dios,
de un modo análogo a como la distinción entre el
lucero de la mañana y el de la tarde es
perfectamente compatible con la identidad real de «ambos» luceros porque
efectivamente no son dos, sino uno y el mismo. Por
fundado que esté nuestro juicio de que un solo lucero
es tanto el de la mañana como el de la
tarde, nuestros conceptos del lucero matutino y del lucero vespertino
son irreductiblemente diferentes. Cada uno de ellos se refiere a
un aspecto distinto de algo uno y lo mismo.
Salvo
en el caso de Dios, la distinción entre la esencia
y la existencia no es conceptual únicamente, sino también real.
Ello se explica en virtud de que todo lo limitado
tiene un modo de ser –una esencia– cuya existencia no
es absolutamente necesaria. Claro que si algo limitado está en
efecto existiendo, es absolutamente necesario el afirmar su existencia, pero
no el afirmar que ella misma es absolutamente necesaria. Esto
último equivaldría a sostener que algo limitado está existiendo con
una completa independencia respecto, incluso, de Dios. En suma: la
tesis según la cual en todo lo limitado la esencia
y el existir se distinguen realmente, tiene su fundamento en
la distinción, también real, entre Dios y cualquiera de las
demás realidades. Para que la esencia y la existencia se
identifiquen realmente, es necesario, de una manera absoluta, que sean
la esencia y la existencia propias del Ser Absolutamente Necesario.
El concepto del ente es, en principio, el de la
estructura bipolar de la esencia y de la existencia. Esta
estructura es meramente lógica –no real, no ontológica– en el
único caso de la realidad simplicísima de Dios; en todos
los demás casos, es también una estructura ontológica. En ella
cabe acentuar o destacar, como hemos hecho hasta aquí, el
polo de la existencia, pero sin aislarlo enteramente. No podemos
por menos de concebir la existencia como existencia de una
cierta esencia, aunque en el caso de Dios el valor
de ese «de» no sea más que conceptual. Pero, a
la inversa, también si se destaca o acentúa el otro
polo estructural del ente, no por ello lo aislamos por
completo. Concebimos la esencia como esencia de un ente, de
un existente en acto o en potencia. No cabe ninguna
esencia, ningún modo de ser, que lo sea de un
ente absolutamente imposible. Tal esencia sería la de la nada,
es decir, no sería esencia alguna. Y aunque una esencia
puede ser concebida sin incluirla en un ente que la
esté poseyendo, lo que entonces ocurre es que la concebimos
como una entidad completa: la tratamos «como si fuera» una
esencia existente, no por juzgar que lo sea, sino por
concebirla de ese modo.
De ello resulta que, aunque el
concepto del ente nos muestra una estructura bipolar, es, sin
embargo, el más simple de todos nuestros conceptos. Sólo de
un modo aparente son más simples que él las nociones
de esencia y existencia, porque, como ya se ha señalado,
lo más que cabe es destacar o acentuar una de
ellas, sin que la otra deje de estar connotada. De
ahí la clásica distinción entre el ente tomado como nombre
y el ente usado como participio. En cuanto nombre, denota
el ente la esencia, connotando, no obstante, la existencia (efectiva
o posible). Y, en tanto que participio, denota, en cambio,
la efectiva existencia, pero sin dejar de connotar la esencia.
Se trata de algo comparable a lo que ocurre con
la palabra «estudiante» –es el ejemplo que se suele poner–.
Como nombre se aplica a alguien a quien compete estudiar,
aunque no esté estudiando, mientras que como participio se la
usa para destacar o subrayar el efectivo acto del estudio,
aunque sin dejar de connotar en él un sujeto que
lo realiza. Lo mismo puede ocurrir, por poner otro ejemplo,
con la voz «cognoscente». No siempre el cognoscente está ejerciendo
el acto de conocer, pero no cabría llamarle de ese
modo si estuviese privado de la respectiva aptitud. De un
modo similar, se llama ente, tomando esta palabra como nombre,
a lo que tiene aptitud para existir, aunque de hecho
no exista, mientras que, usado como participio, ente denota sólo
lo que existe, y justo en tanto que existe. En
ambos casos se da la estructura de la esencia y
de la existencia: algo que puede existir y el existir
de ese algo.
Por el contrario, un absoluto imposible no
tiene ninguna esencia ni ninguna existencia (ni siquiera de un
modo potencial). En virtud de ello, y hablando con propiedad,
no se le llama ente. De un modo impropio, cabe
llamarlo así, pero entonces se trata sólo de un puro
y simple «ente de razón» o mera ficción mental, no
de un ente efectivo, por más que lo podamos concebir
–no juzgar con verdad– como si lo fuera. Y de
algún modo, sin duda, hemos de pensarlo, ya que lo
distinguimos del auténtico ente. Lo concebimos «como si lo fuera»
(ad instar entis). De lo contrario, no podríamos juzgar que
no lo es (para juzgar hay que pensar lo juzgado).
En el ente real –o sea, en el que puede,
con propiedad, llamarse ente–, la esencia es a la existencia
como la potencia al acto, salvo en el caso de
Dios, que es Acto Puro, aunque también los dos polos
se distinguen en Él, como ya se advirtió, según nuestra
manera de pensarlos. La esencia es lo actualizado –o, al
menos, lo actualizable– por la existencia, y ésta es, a
su vez, el acto correspondiente. Un mero ente posible es
aquel cuya esencia no está existencialmente actualizada. Se halla sólo
en potencia de existir y en esta situación únicamente se
da como objeto de pensamiento. Y, si llega a existir,
resulta, por ello mismo, actualizado, pero sin dejar de ser,
en cierta manera, potencial, ya que no es puramente su
existir y, por tanto, ha de tener también otro componente,
a saber: la potencia de existir, sino que actualizada. Esa
potencia es, pues, la esencia, con relación a la cual
la existencia se comporta como acto. La expresión actus essendi,
acto de ser, puede significar la existencia no como aislada,
sino como actualizante de la esencia. Dicho con otros términos:
el ser, simplemente en cuanto existencia, es sólo acto, pero,
en cuanto existencia de una esencia, connota la potencialidad propia
de ésta, sin confundirse con ella en modo alguno.
La
manera en que el ser, como existencia, se comporta respecto
de la esencia es también comparable con el modo en
el que la forma se comporta respecto de la materia.
Así, Tomás de Aquino sostiene que el ser es considerado
como algo formal (ipsum esse consideratur ut formale, Sum. Theol.,
1, q. IV, a. 1, ad 3), de donde resulta
que la esencia debe considerarse como lo material en el
sentido de lo actualizado por la forma (no en la
acepción de que consista en un cuerpo, o en la
materia de él, cosa que sólo ocurre cuando se trata
de entes materiales). Ahora bien, aunque el ser, en cuanto
existir, se comporta respecto de la esencia como la forma
respecto de la materia, ello no significa que sea forma.
El propio Tomás de Aquino lo dice de una manera
bien explícita: «el mismo ser es la actualidad de todas
las cosas, y también de las mismas formas» (ipsum esse
est actualitas omnium rerum, et etiam ipsarum formarum; ibíd.).
Como
ya se observó, a pesar de tener una estructura (al
menos, lógica), el concepto del ente es el más simple
de todos nuestros conceptos. Por ello mismo, es también el
más universal. De ahí la absoluta imposibilidad de definirlo. En
tanto que es el más simple, está presente sin excepción
alguna en los demás, y es cosa bien conocida que
lo definido no ha de entrar en la definición. Y,
por ser el más universal, no cabe encuadrarlo en otro
que fuese respecto de él como el género respecto de
la especie, según el modo en el que, por ejemplo,
definimos al hombre enmarcándolo en el género «animal» y delimitándolo,
a su vez, dentro de éste, en virtud de la
diferencia específica expresada con la voz «racional». En suma: cualquier
concepto que se utilizara para definir el del ente estaría
ya suponiéndolo, tanto según su extensión (es decir, por lo
que atañe al conjunto de todo aquello a lo que
cabe aplicarlo) cuanto también según su comprehensión (o sea, por
lo que concierne a las notas que integran su contenido).
Ello no obstante, cabe una cierta descripción del ente. No
es lo mismo inscribir que describir. Inscribir el ente en
un concepto que le sirva de marco es imposible, por
las razones ya expuestas. Pero, en cambio, es viable el
describirlo, y algo de ello se ha hecho en las
consideraciones anteriores, precisamente al examinar la estructura de la noción
de entidad. Mostrarla como integrada por la esencia y por
la existencia es ya, evidentemente, un cierto análisis y, en
consecuencia, también una descripción. En el caso del ente no
es posible ese otro modo o forma de describir que
se efectúa conjuntando varias notas eventuales, o accidentes, que, por
no tener más que ese valor, no expresan nada radical
en lo descrito, pero que, por el hecho de que
sólo en él se congregan, sirven así para diferenciarlo de
cualquier otra cosa. Tal es, por ejemplo, el caso de
la descripción que del hombre se hace con la fórmula
que lo caracteriza como «animal bípedo e implume» (si bien
es cierto que la nota de animal sobrepasa el nivel
del accidente). En el caso que nos ocupa no cabe
hacer una descripción de este tipo, ya que todas las
notas que con esa finalidad se utilizaran estarían implicando el
concepto del ente, y porque, al describirlo en general, no
puede emplearse nada que convenga tan sólo a algún ejemplar
de él.
Por otra parte, hay también descripciones imaginarias o
imaginativas del concepto del ente. Podemos representarlo, en cierto modo,
como una especie de isla en el mar de la
nada, de forma que cada ente resultaría, así, pensado como
una excepción hecha al no-ser. Sin duda, la fantasía puede
«colaborar», a su manera, en nuestro modo de concebir los
entes en cuanto entes, y ello tiene, además, en su
favor la mayor intensidad con que los objetos se nos
muestran al contraponerlos entre sí (por ejemplo, lo blanco sobre
fondo negro, lo negro sobre fondo blanco). Pero una vez
más hay que advertir el peligro que encierra el dejarse
llevar de la imaginación. Cierto que todo ente contradice a
la nada, mas ningún ente tiene necesidad de ella en
modo alguno. Una cosa es que concibamos cada ente como
contradictorio de la nada, y otra que la nada sea
indispensable para el ser de los entes, tal y como
es preciso para el ser de las islas el del
mar. La tensión «conceptual» que se establece al concebir el
ser como opuesto al no-ser no es ninguna tensión «real»
en ningún ente, y el llamarla tensión no sobrepasa los
límites de una simple metáfora, si con ese término se
entiende un conflicto o choque de energías. Pues si la
nada fuese una energía, o de alguna forma la tuviera,
ya no «sería» la nada, sino ese mismo poder, o
aquello que lo tuviese.
El filosema de Heidegger, «todo ente
proviene, en tanto que ente, de la nada» (omne ens,
qua ens, ex nihilo fit, no es admisible en su
sentido literal, porque la nada, en su más radical significado,
no tiene capacidad para existir ni, por tanto, para funcionar
como un origen del que algo realmente venga y del
cual esté hecho. Ni tampoco se puede interpretar esa frase
de Heidegger como si con ella en definitiva se dijese
lo que afirma Aristóteles al hablar de la privación como
principio del cambio (Phys., 1, 7, 190 b 11). La
privación o carencia de algún modo de ser es necesaria
para toda transformación, porque el sujeto de ésta no cambiaría
en modo alguno si no adquiriese ninguna novedad, es decir,
algo que antes del cambio no tuviera; pero la falta
o la privación de algún modo de ser presupone algún
ser, ya que tan sólo se da en algo existente,
no en el no-ser absoluto o pura nada. Así, por
ejemplo, la ignorancia se da en el ignorante y, aunque
éste adolece de ese defecto o falta, no se reduce
a un absoluto no-ser. Y la enfermedad no se da
suelta o aislada, sino precisamente en el enfermo, de tal
modo y manera que sin éste no puede haber ninguna
enfermedad; mas tampoco es posible enfermo alguno que no posea
ningún ser, ni a su vez la curación sería posible
si el sujeto de ella no existiese con ciertas determinaciones
positivas. Y, por último, el cambio no es el único
modo en que puede surgir un ente, ni lo creado
proviene de la nada en el sentido de que la
nada se comporte como una cierta materia de la que
Dios se sirva para implantar un ente en la realidad
(véase «Creación»).
Queda todavía, sin embargo, otra posible descripción del
ente: la que consiste en analizar sus propiedades. En la
terminología filosófica se da el nombre de «propiedades del ente»
a las características o notas que convienen al ente en
general, o sea, a todos los entes, pero que no
aparecen de una manera explícita en el concepto de lo
común a todos ellos. En realidad, esos atributos o notas
son idénticos al sujeto que los posee y, en consecuencia,
también idénticos entre sí. Su manera de distinguirse unos de
otros, y todos ellos del ente, es sólo conceptual, no
real, como corresponde a los diversos aspectos de algo uno
y lo mismo. Por no estar explícitos en el concepto
de lo común a todo ente, derivándose de él, se
les denomina «propiedades», de una manera análoga a como se
llama propiedad de la circunferencia a la igualdad de ésta
con el producto simbolizado en 2pr y que no se
da, de un modo explícito, en el concepto de las
figuras de esta clase, aunque se infiere de esa misma
noción.
¿Cuáles son esas propiedades que no dejan de darse
en ningún ente, a pesar de no estar explícitas en
la noción de lo común a todos ellos? Todo ente
puede ser considerado sin ponerlo en relación con ningún otro
–de una manera aislada o absoluta–-, o bien de un
modo relativo o comparativo. Considerado de una manera absoluta, todo
ente se nos presenta positivamente como cosa y negativamente como
uno. El concepto de cosa o realidad es por completo
idéntico al de ente. Lo concebido de una manera explícita
en aquél es exactamente lo mismo que lo que en
éste de un modo explícito se concibe. No hay que
hacer ninguna deducción para que un ente aparezca como realidad
o como cosa. Así, pues, el concepto de cosa o
de realidad no es ninguna de esas propiedades por las
que nos habíamos preguntado. Por supuesto, el sentido en que
aquí se toma la voz «cosa» es el más amplio
de los que ésta tiene en el lenguaje común, donde
no siempre se hace la distinción entre cosa y persona.
Ese concepto de cosa o de realidad (en latín, res),
que puede aplicarse a todo, es positivo, tanto como el
de ente, por no implicar ninguna negación. «Cosa» es lo
que tiene (en potencia, o en acto) ser (= realidad),
no lo carente de ello, y de ahí que sólo
se aplique este concepto a los entes reales. Los puros
y simples entes de razón no son cosas, sino más
bien «cuasi-cosas» o, como quien dice, «quisicosas».
¿De qué manera
puede todo ente, en sí mismo considerado, mostrar una faceta
negativa? Ningún ente es negativo de sí mismo, pero lo
sería, sin duda alguna, si se encontrase dividido en sí,
en su propio ser, o, dicho de otra manera, si
careciese de toda intrínseca unidad. La unidad es, en cada
ente, la negación de la división de su ser. Todo
ente, en sí mismo, es uno. Su intrínseca división le
convertiría en un imposible. Por ejemplo, un hierro que sea
madera no es un ente ni puede serlo, como tampoco
lo es, ni lo puede ser, un león que consistiese
en una encina, etc. En consecuencia, la unidad, en tanto
que negación de la división intrínseca del ser, es una
propiedad de todo ente, un atributo del que ningún ente
puede estar desprovisto, aunque esto no lo captemos de una
manera explícita en el concepto del ente.
Pasemos ahora a
la consideración relativa o comparativa que de toda cosa cabe
hacer. Aun en el caso de que no hubiera más
que una, esa cosa sería distinta de la nada, es
decir, sería algo. La voz «algo» designa lo que no
es la nada (non nihil). Lo que así queda expresado
es también una propiedad de todo ente, ya que ninguno,
por muy escasa que pueda ser su entidad, se encuentra
en la situación de no ser algo, y porque el
ser distinto de la nada se deduce de la positividad
de todo ente. Hay también otros dos sentidos de la
palabra «algo»: el de esencia o «quiddidad» (aliqua quidditas) y
el de «distinto de cualquier otro ente». En el primero
de estos dos sentidos, el atributo «algo» está ya explícito
en el concepto del ente, por ser la esencia que
en este concepto se enlaza con la existencia. Y el
«ser distinto de los demás entes» se deduce de la
«unidad», por lo cual es más bien una propiedad de
una de las propiedades mencionadas.
Aunque cada uno de los
entes se distingue de los demás, puede existir alguno que
convenga con todos, no sólo por ser un ente, sino
por su aptitud para entenderlos y para quererlos. Todo ente
dotado de entendimiento y voluntad se halla abierto, en principio,
a los demás entes. Lo que es cualquiera de ellos
puede también, como objeto de intelección y volición, darse a
su modo en él. Para esto es indispensable que ellos
mismos se presten a ser entendidos y queridos, es decir,
hace falta que ningún ente sea de tal índole que
resulte contradictorio todo entenderlo y quererlo. Mas ningún ente puede
estar en ese caso. Lo que puede ocurrir es que
alguno supere la capacidad intelectiva de un determinado entendimiento y
que, por tanto, no pueda tampoco ser querido por el
sujeto de éste. Pero lo que rebasa la capacidad intelectiva
de un determinado entendimiento no es superior a éste por
una falta de ser, sino por tener más ser que
él. Ahora bien, puede existir otro tipo de entendimiento que
lo conozca de una manera cabal. Más aún: ese tipo
de entendimiento ha de existir, porque, de lo contrario, habría
algún ente que de un modo infinito desbordaría toda capacidad
de intelección, lo cual es contradictorio, ya que ese ente
habría de ser infinito y, por tanto, no podría carecer
de la capacidad de conocerse de una manera absoluta.
En
consecuencia, todo ente es inteligible (al menos, por el Supremo
Entendimiento). Lo único que no admite intelección «es» la nada
(si bien cabe entender que no es posible entenderla). Y
todo ente es también apetecible por lo que tiene de
ente, no por lo que le falta. Sólo la nada
carece, en sentido absoluto, de razón suficiente para poder ser
querida, porque en ella no hay realmente nada que querer.
(Querer la nada no es ningún querer. Siempre se quiere
algo, aunque tal vez ese algo no sea «nada» de
lo que anteriormente se quería.) Pues bien, a todo ente,
en calidad de inteligible, se le denomina verdadero y, en
tanto que apetecible, bueno. También la verdad y la bondad,
tomadas en esta forma irrestrictamente universal, son propiedades que se
dan en todo ente, atributos no explícitos en la noción
común a todas las realidades, pero que se deducen de
esa misma noción.
Examinemos algunos puntos esenciales en el análisis
de las ideas de lo uno, lo verdadero y lo
bueno. (El concepto de algo, como propiedad de todo ente,
no plantea otros problemas que los que surgen de hacer
de su contrapelo –la noción de la nada– un concepto
ficticiamente positivo. Para los efectos que aquí importan, es suficiente
esta sumaria indicación.)
a) Salvo en el caso de Dios,
la unidad no se opone a una cierta composición o
estructura real. En el Máximo Ente, la unidad ha de
ser máxima también, excluyendo, de esta manera, todo tipo de
partes. Tal unidad es, en suma, absoluta simplicidad. De ahí
que se haya de distinguir entre la «unidad de simplicidad»
y la «unidad de composición». También ésta es realmente una
verdadera unidad si los elementos que implica componen un individuo.
La palabra «individuo» quiere decir, antes que nada, indiviso, no
dividido en sí; mas como quiera que no es imposible
que haya varios, y la experiencia certifica que los hay,
cada ser individual ha de estar, en alguna forma, dividido
de los otros seres individuales (indivisum in sé, et divisum
a quolibet alio).
La diferencia entre ser uno y ser
único resulta enteramente imprescindible para entender la unidad de composición
que se da en cada ser individual que no es
Dios, sin confundirla con la cuasi-unidad que varios de ellos
pueden constituir. El todo constituido por varios seres individuales no
es, propiamente, uno, vale decir, no es, en rigor, un
ser, sino varios seres. Cierto que ninguno de estos seres
es el único ser, pero el conjunto que entre varios
forman no está, a su vez, en el caso de
carecer de intrínseca división, sino que está dividido en los
seres individuales que lo integran. Y aunque cada uno de
estos seres –si tiene una naturaleza material– puede llegar a
descomponerse, a dividirse, ello no significa sino que su descomposición
o división les hace dejar de ser como individuos. Mientras
son individuales, su ruptura se da tan sólo en potencia,
no en acto, y cuando su ruptura se da en
acto, ya no son individuales. En cambio, el todo o
conjunto integrado por ellos tiene ya en acto la división
que necesariamente se da en él por constar de individuos.
Como ya se observó, puede ocurrir que varios seres individuales
necesiten los unos de los otros. Tal es, evidentemente, el
caso en el que se encuentran los individuos humanos. Todo
hombre es, por naturaleza, un ser social –tiende, naturalmente, a
convivir–, sin ser una mera parte de la sociedad en
la que existe (véase «Sociedad»). La convivencia implica, por lo
menos, dos individuos reales. De lo contrario, no es, en
realidad, un con-vivir, sino el vivir de un individuo solo,
el cual consistiría en la sociedad. Pero, en tal caso,
habría que considerar ilusoria la conciencia que cada hombre tiene
de su propio ser como individuo. ¿Por qué no hacer
otro tanto con la conciencia, que también cada hombre tiene,
de formar parte de la sociedad? Y a esto debe
añadirse que cada una de las partes integrantes de un
individuo humano se encontraría, en relación a éste, en la
misma situación en que él se halla respecto a la
sociedad. ¿Por qué esas partes no tienen conciencia de sí
mismas como individuos y, en cambio, cada hombre se da
cuenta de que él mismo es un ser individual?
b)
Todo ente es inteligible y, por ello mismo, verdadero –capaz
de fundamentar una verdadera intelección de la índole que él
posee–. El término «verdadero» se toma aquí en una acepción
distinta de aquella en la que se dicen verdaderos los
actos intelectivos que captan la realidad. Lo que se quiere
expresar al llamar verdadero a todo ente consiste en que
cada uno de los entes tiene toda la aptitud que
le hace falta para ser el objeto de una intelección
verdadera. No cabe duda de que algunos entes se prestan,
en cierta forma, a que un entendimiento limitado y materialmente
condicionado, como lo es el del hombre (véase «Entendimiento»), los
tome por otros entes, o sea, por lo que no
son. Una moneda falsa, por su parecido con la auténtica,
da ocasión a que se la juzgue erróneamente, pasando, de
esta manera, inadvertida en su auténtico ser. También ella es
verdadera en su índole propia, no en la que nos
«parece» que es la suya. Incluso su mismo parecerse a
la moneda auténtica es, en efecto, una semejanza real, una
verdadera semejanza. Ello no obstante, la semejanza no es la
identidad, y el error que cabe cometer consiste precisamente en
confundir lo uno con lo otro en algún caso concreto,
aunque de un modo abstracto o general nadie hace ese
quid pro quo.
Para que pueda darse la intelección verdadera,
hace falta que el ente al que se refiere tenga
en sí un modo de ser que también pueda estar
presente, como objeto, en el sujeto de la intelección. En
consecuencia, todo ente es inteligible porque su modo de ser
está dotado de la aptitud precisa para que algún ente
inteligente lo posea también, no como parte suya, sino como
algo que le está siendo presente. La presencia de lo
entendido es doble: por una parte, se da en alguna
cosa que puede no entender nada, y, por otra, se
da, aunque de otro modo, en el sujeto de la
intelección. Y también puede darse el caso de que en
realidad sean uno solo el sujeto que entiende y lo
entendido por él. Ese caso se da, hasta cierto punto,
en el hombre, y de un modo absoluto en Dios.
c) Todo ente posee una cierta aptitud para ser el
objeto (no el sujeto) de un acto de voluntad. Para
poder ser querido no es necesario tener una bondad o
perfección absoluta, de la misma manera en que para ser
no hace falta tener una absoluta entidad, es decir, no
hace falta ser Dios. De ello resulta que en cada
uno de los entes hay una cierta bondad, no en
el sentido ético de esta palabra, sino en su acepción
ontológica. La bondad ontológica es la aptitud que todo ente
posee, ni más ni menos que por lo que él
mismo es, para poder ser querido. Esa aptitud, por tanto,
se identifica realmente con el ser en el que se
da, de modo que si ese ser es limitado, también
su bondad es limitada; pero no cabe quererlo por lo
que en él haya de no-ser, sino por lo que
de ser haya en él mismo. Se le puede querer
con sus limitaciones, pero no en virtud de ellas o
por ellas.
La bondad ontológica y el ser coinciden radicalmente.
De ahí que el mal consista siempre en un defecto,
en una cierta privación de ser.
Por tanto, el mal
ontológico absoluto es absolutamente imposible, como la nada absoluta. Sólo
cabe el mal ontológico de índole relativa, por la misma
razón por la que el no-ser es posible tan sólo
en tanto que relativo. De todo lo cual se infiere
que los «valores» (tanto los deseables o de índole positiva,
cuanto los no deseables o dis-valores) no se dan en
un plano diferente del que es propio del ser. Ese
plano sería el de la nada, es decir, ningún plano.
Todo valor positivo es tenido por algún ente (o por
un ente en potencia, o por un ente en acto),
y todo valor negativo o disvalor se da también en
algún ente actual o en algún ente en potencia. La
distinción de los planos del «valer» y del «ser», tal
como ha sido propuesta por la «axiología» o teoría de
los valores, no puede en modo alguno mantenerse a la
luz de un examen ontológico rigurosamente efectuado. Cierto que cabe
ser, sin tener, sin embargo, un determinado valor, pero no
cabe que un ser no tenga ningún valor, ni que
un valor sea una nada. Incluso los disvalores son no-seres
en un sentido únicamente relativo.
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Idea general de la metafísica |
Idea general de la Metafísica, su nombre y origen del mismo. |
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Idea general de la metafísica |
Metafísica, hablando en general, es aquella parte de la
filosofía que trata de las cosas supra-sensibles e inmateriales, o
sea de las cosas que se elevan sobre el orden
sensible y material.
De aquí procede que la Metafísica no
solo es una ciencia distinta de las demás ciencias humanas,
sino que ex natura sua, es superior y más noble
que todas las demás ciencias naturales, entendiendo aquí por ciencias
naturales las que el hombre puede adquirir con las fuerzas
de su naturaleza, sin intervención de auxilio superior o sobrenatural.
La razón de esto es que una ciencia es tanto
más noble y perfecta ex genere suo, cuanto más universal
y elevado es su objeto; y esto por dos razones
principales: 1ª porque en la universalidad de su objeto incluye
los objetos de las ciencias inferiores, las cuales tienden a
buscar su unidad en la ciencia superior o más universal:
2ª porque los primeros [6] principios y las investigaciones científicas
que se refieren a ese objeto más universal, contienen en
su seno los principios de las ciencias inferiores, y constituyen
en cierto modo la razón a priori y el fundamento
racional de las deducciones más o menos científicas de la
ciencia inferior.
Para comprender mejor la exactitud y verdad de
lo dicho, conviene tener presente que las ciencias humanas están
sujetas a cierto orden lógico, y son susceptibles de una
clasificación por géneros y especies, a la manera que se
verifica en los seres u objetos de la naturaleza. Así
como decimos que el lobo y el león se diferencian
en especie, aunque pertenezcan al mismo género lógico de animal,
o si se quiere, al natural de canis; así también
la geometría y la óptica, aunque diferentes en especie, pertenecen
al género de ciencias matemáticas. Por el contrario, nadie negará
que la teodicea y la aritmética son ciencias diferentes, no
solo en especie, sino también en género, como lo son
también el lobo y el pez, o el lobo y
una planta. Preciso es, por lo tanto, buscar el origen
de esta diversidad, y señalar la ley que contiene la
razón suficiente de la clasificación general de las ciencias humanas,
y de su distribución en géneros y especies. Los filósofos
modernos suelen contentarse con dividir y clasificar las ciencias de
una manera más o menos arbitraria con relación a sus
objetos, pero sin separar los géneros de las especies, o
al menos, sin señalar la razón filosófica de esta diversidad.
Santo Tomás nos presenta una teoría sobre este punto, que
merece fijar la atención. Hela aquí en pocas palabras.
a)
Toda vez que el objeto de la ciencia, como ciencia,
es el universal y no los singulares, toda ciencia presupone
la abstraction, como una condición necesaria y sine qua non
de su organismo.
b) Empero el grado y forma de
la abstracción no es igual en todas las ciencias. Hay
algunas, como la física, la medicina, &c., que sólo abstraen
o prescinden en su objeto e investigaciones, de la singularidad
o diferencias individuales, pero no prescinden, ni de la materia,
ni de las cualidades [7] sensibles, es decir, de aquellas
cualidades que modifican o alteran sensiblemente la materia, como el
calor, el frío, la humedad, &c. Hay otras ciencias que
no excluyen de su objeto la materia, ni la extensión,
que es su modificación principal, más fundamental y general, pero
sí prescinden de las otras cualidades que se llaman sensibles,
en el sentido antes indicado: tales son las ciencias matemáticas,
que consideran la materia, o en cuanto sujeta a la
extensión, o como principio y elemento de cantidad, prescindiendo de
su calor, dureza y demás cualidades sensibles. Finalmente, hay algunas
ciencias cuyo objeto es tan abstracto y universal, que puede
hallarse separado de toda materia, tanto sensible como inteligible o
extensa, bien sea con separación intencional o ideal, como la
esencia, la existencia, la verdad, la sustancia; bien sea con
separación real y positiva, como Dios, los ángeles y el
alma racional.
c) Luego la abstracción y universalidad objetiva de
la ciencia humana se reduce a tres géneros, que son:
1º abstracción de la singularidad o condiciones individuales del objeto,
abstractio a materia singulari: 2º abstracción de las cualidades o
modificaciones sensibles, además de la abstracción de la singularidad, abstractio
a materia sensibili: 3º abstracción de toda materia, es decir,
de la materia en cuanto singular, en cuanto sensible o
sujeta a cualidades sensibles, y en cuanto inteligible o relacionada
con la extensión: abstractio ab omni materia, abstractio a materia
intelligibibili, fórmulas con que los Escolásticos expresaban estos tres grados
de abstracción y de universalidad objetiva.
d) Luego existen tres
géneros de ciencias, en relación con estos tres grados de
abstracción, y por consiguiente una ciencia se distinguirá no solamente
en especie, sino también en género de otra, cuando el
grado de abstracción que le corresponda sea diferente del que
corresponde a la segunda. Así, por ejemplo, la ontología y
la teodicea, cuyos objetos propios llevan consigo y exigen la
abstracción ab omni materia, se distinguen en género de la
física, que sólo exige la abstracción de materia singular. [8]
e) No siendo la ciencia otra cosa que una aplicación
de determinados principios evidentes per se, en relación con un
objeto dado, a conclusiones o tesis relativas a este objeto
y contenidas implícitamente en aquéllas primeras verdades, podemos deducir y
afirmar que la diversidad específica de las ciencias trae su
origen de la diversidad de primeros principios que le sirven
de base, o si se quiere, de la diversidad del
objeto formal y específico, según que sirve de base a
ciertos primeros principios o verdades per se evidentes, que a
él se refieren. Así, por ejemplo, la aritmética y la
geometría, aunque pertenecen a un mismo género, porque su objeto
exige el mismo grado de abstracción, son diferentes en especie;
porque los primeros principios de cada una son diferentes, y
lo son por consiguiente las verdades o conclusiones deducidas de
los mismos, verdades y deducciones que constituyen propiamente la ciencia.
Tal es, en resumen, la teoría de santo Tomás sobre
este punto, teoría ingeniosa, a la vez que fundada en
la observación y la naturaleza misma de las cosas. De
ella se colige además la excelencia y dignidad relativa de
la Metafísica respecto de las demás ciencias naturales o humanas,
excelencia y dignidad que tienen su razón suficiente en la
misma elevación y universalidad de su objeto.
Puede decirse que
en esta misma teoría se encuentra el fundamento etimológico de
la palabra Metafísica con que es conocida esta ciencia, toda
vez que ésta equivale a ultrafísica, como si dijéramos, ciencia
que trata de cosas suprasensibles o sobremateriales (1).
{(1) Llámase
esta ciencia, «Metaphysica, escribe el mismo santo Tomás, in quantum
considerat ens, et ea quae consequntur ipsum; haec enim transphysica
inveniuntur in via resolutionis.»} Por lo que hace al origen
histórico de este nombre, nada cierto puede afirmarse; pues mientras
algunos críticos dicen que trae su origen de Aristóteles, otros
afirman, acaso con [9] mayores fundamentos, que este nombre fue
puesto a determinados libros de Aristóteles, o por Teofrasto su
discípulo y sucesor en la escuela, o por alguno de
los que en tiempos posteriores coleccionaron y comentaron las obras
del fundador de la escuela peripatética.
La metafísica y los creyentes. |
Un pensamiento filosófico que rechazase cualquier
apertura metafísica sería radicalmente inadecuado para desempeñar un
papel de mediación en la comprensión de la Revelación. |
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La metafísica y los creyentes. |
La metafísica general clásica familiariza con conceptos, tesis y
argumentos que conforman el esqueleto del saber más elevado que
el hombre puede alcanzar con la observación de la realidad.
Parece que para la mayoría de las personas, en su
actividad diaria, no se necesita un conocimiento muy profundo de
la metafísica, y sí quizá otros saberes que se alejan
más o menos de ella. Parece, en apariencia al menos,
que no hay nada que hacer con la diferencia entre
los conceptos y las propiedades trascendentales o con las relaciones
entre ser y ente...
Circulan muchos tópicos relativos a la inanidad
del saber.
Sin embargo, no es tan fácil deshacerse de
la reina del saber. Por perdidos que un hombre se
haye en un rincón olvidado e inculto del Globo, la
metafísica seguirá siendo una necesidad. No quizá con una necesidad
tal que requiera una dedicación exclusiva y permanente, pero sí
con una verdadera y cabal necesidad, También para los hombres
con Fe .
Se señalan cuatro razones de ello.
- En
primer lugar, y como ha subrayado el mismo Kant, la
metafísica constituye una inclinación natural del espíritu humano. Que sea
inclinación natural implica que es algo positivo e ineludible. El
hombre tiende a la metafísica como la piedra tiende al
centro de la Tierra. Todo hombre, por su propia naturaleza
y constitución, desea saber, y saber no cualquier cosa y
ya está, sino saber sin límites y, por tanto, saber
lo último que se puede saber, lo último de la
realidad.
La satisfacción posible de esa tendencia es la metafísica. La
fe no apaga esa sed ni la sacia, porque la
fe es otra cosa. La fe no ofrece un conocimiento
de las ultimidades del ser, sino de la intimidad de
Dios y de su acción salvadora.
Más bien, por el contrario,
la fe excita ese deseo. En cualquier hombre medianamente concienciado
y con sentido de transcendencia, difícilmente puede evitar el brotar
de las inquietudes metafísicas. Las inquietudes metafísicas florecen fácilmente al
abrigo del sincero fervor religioso. Diría que se lleva reduplicativamente
clavado el aguijón metafísico: porque se es hombre y porque
se es creyente.
- En segundo lugar, la necesidad para los
hombres de Fe de la metafísica deriva también de la
posibilidad de que en su tareas van a tratrar con
intelectuales, católicos o no. Las posibilidades de diálogo con ellos,
y de influencia en ellos, pasa por que se comprenda
lo que son.
El intelectual (el verdadero intelectual, no los "intelectuales
oficiales" de los media), y de manera más plena si
es metafísico, es quien ha tenido la oportunidad de desarrollar
aquella inclinación natural al saber y que, como he dicho,
se da en todo hombre. Comprender al intelectual exige comprender
la raíz que en la naturaleza humana tiene el ansia
por alcanzar la verdad acerca de los fundamentos. Comprender esa
raíz, y aprobar esa tendencia como don que es del
Creador. Respetar la peculiaridad del intelectual requiere valorar como querida
por Dios el hambre de sabiduría. Por eso, evangelizar y
llevar a Dios al intelectual requiere, por parte de los
pastores de la Iglesia, un sincero amor a la Verdad
que se manifieste inmediata y rendidamente en un amor por
las verdades que el hombre puede alcanzar por la ciencia.
-
En tercer lugar, la metafísica será necesaria, si se puede
hablar así, del mismo modo que es necesario el perfeccionamiento
del mundo, la excelencia histórica del conjunto de la humanidad.
No todos deben dedicarse a la metafísica, pero sí todos
deberíamos desear que haya metafísica en el mundo.
La salud de
la sociedad redunda en beneficio de todos sus miembros. La
existencia de la metafísica en una sociedad es signo claro
de su salud. La metafísica es como la cima, como
la guinda del pastel. Es la última obra, la más
elevada, que la humanidad puede realizar. Por ello, señal definitiva
de la auténtica riqueza humana de una sociedad, medida cabal
de la verdadera altura de los tiempos.
Lo dice Hegel, en
una página admirable de su obra, cuando compara la existencia
de un pueblo culto sin metafísica con "un templo con
múltiples ornamentaciones pero sin sanctasanctórum"(1). No puede haber cultura (es
decir, desarrollo pleno de lo humano) sin metafísica.
Es lógico. Si
admitimos la inclinación natural del hombre al saber, y si
admitimos que esa inclinación es la más propiamente humana, por
ser la que, entre todas las inclinaciones naturales del hombre,
más directamente dependen de su índole específica; si se admiten
ambas cosas, la efectiva existencia de la metafísica, por ser
cumplimiento de esa inclinación esencial, significa que el hombre se
ha realizado en sus más profundos anhelos, significa que el
hombre ha alcanzado su plenitud mundana. Un mundo con metafísica
es un mundo en el que el hombre ha alcanzado
su máximo desarrollo histórico.
- En cuarto lugar, la metafísica es
necesaria como instrumento de la Iglesia para elaborar la teología.
Lo dice con rotunda claridad Francisco Suárez: "La teología sobrenatural
y divina se apoya, es cierto, en las luces de
Dios y en los principios revelados; pero, como se completa
con el discurso y el raciocinio humano, también se ayuda
de las verdades que conocemos con la luz de la
razón, y se sirve de ellas como de auxiliares e
instrumentos para perfeccionar sus discursos y aclarar las verdades divinas.
"Y
entre todas las ciencias de orden natural hay una, la
principal de todas -se llama filosofía primera-, que presta los
más importantes servicios a la sagrada teología, no sólo por
ser la que más se acerca al conocimiento de lo
divino, sino porque explica y confirma aquellos principios naturales, que
a todas cosas se aplican, y en cierto modo aseguran
y sostienen toda ciencia" (2).
Lo dice la Iglesia de todos
los tiempos, como el propio Juan Pablo II en la
reciente encíclica Fides et ratio: "un pensamiento filosófico que rechazase
cualquier apertura metafísica sería radicalmente inadecuado para desempeñar un papel
de mediación en la comprensión de la Revelación".
"La palabra de
Dios se refiere continuamente a lo que supera la experiencia
e incluso el pensamiento del hombre; pero este «misterio» no
podría ser revelado, ni la teología podría hacerlo inteligible de
modo alguno, si el conocimiento humano estuviera rigurosamente limitado al
mundo de la experiencia sensible. Por lo cual, la metafísica
es una mediación privilegiada en la búsqueda teológica. Una teología
sin un horizonte metafísico no conseguiría ir más allá del
análisis de la experiencia religiosa y no permitiría al intellectus
fidei expresar con coherencia el valor universal y trascendente de
la verdad revelada"(3).
Tan es así que lo contrario, es decir,
una teología sin metafísica, es una teología en el aire
y un puro imposible, como un círculo cuadrado o un
hierro de madera. Porque el desarrollo de la fe, en
forma de teología, no es posible sino en continuidad con
las exigencias naturales de nuestra razón. La fe sólo puede
crecer si se reconoce como prolongación o ampliación de la
razón natural. La fe no crece contra la razón, del
mismo modo que la gracia no prospera en oposición a
la naturaleza del hombre, por herida que ésta se encuentre
por el pecado. La gracia sana y eleva nuestra naturaleza;
no la sustituye ni la destruye. Igualmente, la fe complementa
a la razón, la hace capaz de mayores profundidades, y
se apoya en ella.
Por consiguiente, ha de afirmarse con toda
rotundidad que la Iglesia no crecerá al margen del saber,
no puede crecer de espaldas a la verdad. Todo lo
humano es nuestro, porque todo lo creado es propiedad de
Cristo, nuestro hermano mayor. Así que el grito de homenaje
al saber, a la ciencia, a la luz, es patrimonio
cristiano. Las tinieblas y el oscurantismo son la propiedad de
los racionalistas, de quienes niegan la posibilidad de la fe.
Por
eso mismo, la profanación de la Catedral de París por
los revolucionarios en noviembre de 1793 ha de considerarse como
un paso atrás, como un homenaje a lo inhumano y
a lo irracional. Si nuestro Dios Vivo es padre de
toda verdad, si nuestro Dios nos da, con la fe,
el ansia de saber más, cuando los revolucionarios lo expulsaron
de Notre-Dame expulsaron con Él a la Razón misma. Entronizaron
a las tinieblas. Hoy, cuando la Catedral de París ha
vuelto a ser la casa de Dios, ha llegado a
ser realmente el trono de la Razón. Los cultos que
en ella se ofrecen a Dios son alabanza a la
Razón. Somos los cristianos quienes hoy y siempre podemos decir,
por encima de cualquier otro creyente, que amamos a la
razón y al saber por encima de todo. Podemos gritar
que amamos apasionadamente a la razón.
Juan Pablo II, en la
encíclica Fides et ratio, reconoce que algunas elaboraciones teológicas modernas
adolecen de falta de fundamento metafísico. Por mi parte, entiendo
que no pocas de esas defectuosas teologías lo son porque
han pretendido tomar como instrumentos filosóficos doctrinas cuyo principal mérito,
si no único, es el de ser modernas. Es el
caso de las teologías fundadas en el historicismo o en
la pura hermenéutica, por no hablar de las teologías que
pretendieron armarse filosóficamente con Marx o con Nietzsche.
El prurito de
ser modernos por encima de todo, de "estar a la
altura de los timpos", ha desembocado en un amplio desconcierto
de la filosofía cristiana y, consecuentemente, de la propia teología.
Un ejemplo de ello puede verse en lo que en
su tiempo pretendió el Card. Mercier en Lovaina, que consistió
en la elaboración de una filosofía en la que se
conciliaran las tesis de Santo Tomás de Aquino y de
Kant. Algunos dijeron que esa hibridación era un imposible (como
la del oso y la hormiga en un oso hormiguero);
otros, por no querer ser tomistas y por querer ser
modernos, aplaudieron el plan. La consecuencia ha sido ruinosa; en
efecto, si se consideran en sus fundamentos, las filosofías de
Kant y de Santo Tomás son inconciliables.
Como son inconciliables, por
otra parte, las filosofías de Tomás de Aquino y de
Heidegger, a pesar de lo que ha pretendido K. Rahner
(con el más que justificado disgusto de tomistas como C.
Fabro, mucho mejor documentado y algo más coherente).
En estos tiempos
revueltos nos encontramos en medio de una lucha cultural. Lo
que la fe pide es amor a la verdad y,
por lo tanto, el bando del cristiano es el del
saber y la ciencia. La ignorancia es enemiga de la
fe.
Por eso, tengamos la audacia de alzarnos a lo alto
de la especulación, a lo más elevado del saber, a
las cumbres en las que habita la metafísica.
José J.
Escandell (1) G. W. F. Hegel, Ciencia de la lógica, Prefacio
a la 1ª edición, trad. A. y R. Mondolfo, Solar-Hachette,
Buenos Aires, 1968, pág. 27.
(2) F. Suárez, Disputaciones metafísicas, 1ª
disp., en la versión de J. Adúriz titulada Introducción a
la metafísica, 2ª ed., Espasa-Calpe, Madrid, 1946, pág. 19.
(3) Juan
Pablo II, Carta Encíclica Fides et ratio (14 septiembre 1998),
n. 83. Arbil
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Insuficiencia del Cosmos y Dios |
Probar la existencia de Dios a partir de la experiencia de la «insuficiencia» del cosmos. |
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Insuficiencia del Cosmos y Dios |
Insuficiencia del cosmos. Dios, el ser y la nada
Es
el propósito de este artículo probar la existencia de Dios
a partir de la experiencia de la «insuficiencia» del cosmos.
Con otras palabras: puesto que el cosmos conocido es evidente
y esencialmente precario –en cada una de sus partes y
en conjunto-, no tiene suficiencia ontológica en sí mismo y,
en consecuencia, puesto que existe, ha de existir el Ser
Autosuficiente, que llamamos Dios.
Algunos comienzan su discurso sobre la existencia
y sobre todo terminan en la nada. Piensan en la
nada como en una perdiz –si se nos permite la
ironía- a la que se puede marear indefinidamente.
Nietzsche dice que
“el otro” es “la nada” o que la “nada” es
“el otro”. Cada uno es libre de llamar a las
cosas y a las personas como quiera, pero corre el
riesgo de que nadie le entienda y, lo que es
peor, que no se entienda a sí mismo.
La nada no
se puede ver, ni oler, ni tocar; no se puede
analizar, no se puede experimentar, no se puede producir, no
se puede creer en ella. Ni siquiera se puede pensar.
Bergson ha analizado la idea de nada en L’Évolution créatice
(París 1946, pp 275 ss.), mostrando que la palabra «nada»
no expresa ningún pensamiento real; se trata de una «pseudoidea».
Para obtener la idea de nada absoluta, total, radical, sería
necesario suprimir con el pensamiento no sólo el universo y
todo lo que éste contiene –en particular el hombre, que
es quien piensa el universo e intenta mentalmente aniquilarlo y
aniquilarse a sí mismo-, sino que, además, sería preciso aniquilar
con el pensamiento el ser que no es el universo,
el ser de Dios” (C. Tresmontant, Cómo se plantea hoy
el problema de la existencia de Dios, Ed. Peninsula 1969,
p. 78). Sería menester abolir con el pensamiento todo ser,
lo cual es obviamente imposible. El vocablo «nada» no corresponde
a ningún pensamiento o concepto. De la misma opinión es
Blondel (L’Action, 1893); y, antes, de Maimónides y Tomás de
Aquino (S. Th., I, q. 2. a. 3). Todos estos
pensadores entienden que si por un momento –por un solo
momento- hubiera existido la nada absoluta, no habría existido nunca
el ser. Y nadie puede pensar que en un momento
dado nada, absolutamente nada, haya, por decirlo de algún modo,
existido.
La cuestión planteada por Heidegger, y antes por Leibniz, «¿por
qué el ser y no más bien la nada?», presupone
que podría «haber nada» y quizá incluso que «el ser
está de más». Ahora bien, si la cuestión se basa
en una pseudoidea, es una pseudocuestión; a no ser que
nos preguntemos por el ser del cosmos. El cosmos o
universo en el que vivimos no es en absoluto necesario
y permite que nos preguntemos ¿por qué el cosmos y
no nada de cosmos? Esta cuestión tiene sentido, porque equivale
a: ¿Por qué Dios ha creado el cosmos, siendo así
que en absoluto es necesario?
Ahora bien, puesto que hay algo
(innumerables «algos») la nada no sólo es impensable, también es
imposible. Porque si en algún momento hubiera habido nada, nunca
podría haber habido algo. La nada absoluta es absolutamente estéril;
nada puede salir de ella. Por lo tanto, -si la
nada absoluta no es en absoluto-, o bien en el
cosmos hay algo eterno y autosuficiente o existe un ser
eterno y autosuficiente extracósmico, que lo ha puesto en la
existencia.
Es evidente que el antecedente del cosmos no puede ser
la nada, puesto que la nada –vale la pena insistir-
no puede anteceder a nada (a algo). La nada no
puede ser antecedente ni consecuente, ni principio u origen, ni
fin.
Tengase en cuenta que la negación no es la nada,
es una operación lógica, de la mente; un juicio que
supone siempre una afirmación previa; sólo es algo lógico o
mental , no ontológico o con existencia propia; es en
tanto que relativo a la afirmación.
De ahí que quepan, de
entrada, sólo dos alternativas:
a) en el cosmos hay algún
elemento eterno y autosuficiente del que procede todo lo que
en el cosmos acontece,
b) existe un ser extracósmico, autosuficiente,
eterno, capaz de poner en la existencia al cosmos. Adviértase
que no bastaría «la eternidad», en el sentido de distensión
en un tiempo ilimitado, sería menester la autosuficiencia, porque la
hipótesis incluye que no hay más que el cosmos; y
la eternidad no es garantía de autosuficiencia. Un cosmos eterno
(distendido en un tiempo ilimitado) sería -según Tomás de Aquino-
filosóficamente posible, pero de ningún modo podría ser autosuficiente.
Para mantener
que no hay más que el cosmos, es preciso conceder
que, al menos en alguno de sus elementos, es eterno
y además capaz de producir por sus propios recursos todo
lo que en el universo aparece. En resumidas cuentas, el
universo sería el Ser subsistente y por sí, cualidades éstas,
por cierto, del Ser al que los teístas llamamos Dios.
El materialismo, en realidad, diviniza al mundo, le atribuye la
autosuficiencia. El problema es con qué fundamento.
¿Qué puede haber eterno
y autosuficiente en el cosmos? No tenemos experiencia alguna de
que haya algo con estas dos cualidades. Tiene que ser
algo hoy por hoy desconocido ¿Qué podría ser? No parece
que de una partícula elemental pueda surgir el universo entero.
No parece tampoco que una partícula elemental pueda ser eterna
y autosuficiente. El dinamismo que la física contemporánea conoce en
las más pequeñas partículas de materia, impiden pensar a alguna
de ellas como eterna y menos aún como autosuficiente. Son
dinámicas, cambiantes y dependientes de otras partículas, de otros elementos.
Tampoco
parece que pueda considerarse autosuficiente un conjunto de partículas elementales
por grande que sea. Infinitos tontos jamás sumarán un sabio.
Infinitas mentiras jamás sumarán una verdad. Infinitos seres temporales jamás
sumarán una eternidad. Infinitos seres de suyo precarios nunca sumarán
un ser autosuficiente, ni necesario, ni absoluto.
¿Podría ser el universo
originariamente una masa o materia de virtualidad riquísima, de potencialidad
activa enorme –la que suele atribuirse a la masa que
según la física más actual, hizo el big-bang. ¿podría estar
aquella masa dotada de eternidad y autosuficiencia?
Ahora bien, la masa
que estalla en el big-bang ¿es el origen absoluto? Para
serlo habría que haber existido siempre. Pero ¿qué hacía esa
masa antes del big-bang? ¿Se hallaba en reposo absoluto?
a)
Si tuviera comienzo, no sería eterna y es evidente que
habría de estar precedida por algo que no podría ser
la nada, sino algo eterno y autosuficiente.
b) Si no tuviera
comienzo, siendo la «masa» en cuestión, evolutiva, ¿podría haber estado
siempre en situación de cambio; pasando de un estado a
otro? No parece, porque entonces tendríamos una sucesión de cambios
sin origen. A un cambio precedería otro cambio y así
sucesivamente. Y aunque fueran infinitos cambios, siempre tendría que haber
un primero, puesto que una cadena de eslabones colgantes unos
de otros, por larga que sea, aunque fuera infinita, implicaría
un primer eslabón, sin el cual todos los demás se
vendrían abajo. Sin un primer cambio (por lejano que sea
en el tiempo) no hay cambios.
Pero hay cambios, luego
hay un primero.
c) La alternativa es que el origen sea
absolutamente inerte y que el cambio haya comenzado en un
momento determinado. ¿En virtud de qué podría haber comenzado? ¿Qué
puede haber puesto en movimiento o situación de cambio a
una materia después de una eternidad inerte?
La masa o energía
primigenia habría de estar compuesta de un principio activo (en
acto) y de un principio pasivo (potencia pasiva) capaz de
ser actualizado por el acto. Ahora bien, todo lo compuesto
es de suyo insuficiente. Basta pensar en cualquier cosa compuesta,
el agua, por ejemplo, compuesta de dos átomos de hidrógeno
y uno de oxígeno. Al agua puede anteceder el hidrógeno
por una parte y por otra el oxígeno. Ahora bien,
para que resulte la composición ha de haber al menos
un medio en el que tenga lugar. ¿Qué puede ser
este medio? ¿un ente simplicísimo o a su vez compuesto?
Hay que reconocer un primer ser en Acto simplicísimo. La
metafísica reconoce en éste al Creador.
De lo absolutamente inerte no
puede proceder dinamismo alguno: sería una pura contradicción. Nadie da
lo que no tiene. Sólo cabe pensar en una fuerza
absolutamente extracósmica promotora del primer cambio. Y hay que subrayar
tanto el término «extracósmica», como el término «absolutamente».
Es evidente que
en cualquier hipótesis pensable, la existencia del cosmos supone la
existencia de un ser cuya naturaleza sea absolutamente distinta de
la naturaleza –y de cualquiera de los elementos- del cosmos.
En otros términos, un ser que no sea en absoluto
material, en el que no haya ni quepa ni inercia
ni movimiento o cambio físico alguno. Un ser que para
mover no requiera moverse ni ser movido.
Estamos ante el Motor
inmóvil, que mueve sin moverse ni ser movido; que es
origen del cambio, sin cambiar él mismo en absoluto. Este
ser no puede ser otro que el Acto puro intensivo
de ser. Por ser eterno y autosuficiente ha de tener
el ser no recibido, sino poseído en propiedad; mejor, no
ha de «tener» el ser, sino «serlo»: Ser por esencia,
de suyo subsistente, el Ipsum Esse subsistens de Tomás de
Aquino, que es al que llamamos Dios.
En resumen, y sería
suficiente para concluir:
Para que exista lo de suyo insuficiente es
necesario que existe algo de suyo suficiente, lo que es
por sí sin más. Esto equivale a decir: lo que
es el Ser por sí, o por Esencia. Su esencia
es Ser, y ser sin límite de espacio o tiempo;
Ser que es eternamente todo lo que se puede ser,
es decir, Acto puro de Ser.
La precariedad de los entes
implica la continua acción del Creador de los entes
A la
cuestión de cómo llegan a existir los entes limitados, se
añade otra cuestión no menos importante
El de "creación" es un
concepto difícil, porque no tenemos experiencia sensible de un acto
creador. Sabemos que es la única explicación de la existencia
de los seres que no son el Ser. Sabemos que
al margen del Ser por sí mismo no se puede
tener ser (no se puede existir) sin haberlo recibido. Si
de la nada, nada puede venir, lo que deviene -lo
que no era y llega a ser- ha de ser
obra del Ser.
No basta con decir: el huevo viene
de la gallina y la gallina del huevo y así
indefinidamente. Hay que preguntarse cómo permanece en la existencia lo
que la ha recibido y, por lo tanto, no la
tiene por sí mismo. Si no la tiene por sí
mismo tampoco la puede mantener por sí mismo. Es preciso
reconocer que hay algo donador de ser fuera –extra- de
la serie «huevos-gallinas». Al final hemos de reconocer al Ser
Extracósmico.
Pero cómo llegar a ser sin ser el Ser
no es la única cuestión que plantea la existencia. Es
preciso preguntarse cómo permanecer en el ser (existir, seguir siendo,
persistir) sin ser el Ser por sí.
Si yo tuviera
el ser por mí mismo, ahora mismo, lo poseería por
mí mismo, sería mío para siempre, podría ser siempre y
no dejaría nunca de ser. Esto vale tanto para mí
como para cualquier ser particular, como para el conjunto de
los entes.
Es claro, pues, que para continuar en la
existencia es preciso que el Ser por sí continúe dándome
el ser. No sólo es preciso que me haya dado
la existencia en un tiempo pasado, es preciso que me
la esté conservando ahora mismo.
Crear no es infundir el ser
o la existencia a una porción de nada, o cualquier
especie de sujeto. La criatura es toda ella donación, sin
sujeto receptor. Si algo recibe su ser, no ha podido
ser algo antes de ser creado. Una criatura puede recibir
más ser cuando ya tiene ser; pero la nada, nada
puede recibir. Ser criatura no es ser, ante todo, «receptor»
sino «puro recibir».
Tiene que haber algo que dé, en sentido
estricto y pleno. De lo contrario, todo sería recibir (
recibido) y, en realidad, no habría nada. Si todo ha
de recibir y no hay Donador, todo es nada. Y
si alguien da, en puro donar sin nada recibir, ha
de ser el puro Ser, que no ha recibido nada
de nada ni de nadie: el Ser absoluto y por
sí mismo indefectible, eterno. Puesto que hay seres reales, que
realmente reciben, ha de haber un Donador, que tenga el
ser no recibido sino en pura propiedad, que sea Señor
del ser.
Heidegger dice que el hombre es Dasein, pastor del
ser. Pero el hombre es también y ante todo receptor.
Ha de haber un pastor de pastores.
Los melones proceden de
los melones. ¿Y el primer melón? El Donador del ser
no puede ser un átomo, ni la más elemental de
las partículas, menos aún una ameba, ni -por tanto- millones
de partículas, puesto que todos son receptores. Ni una «sopa»
de energía cósmica sin orden ni concierto.
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El tiempo en el mundo físico |
La confusión entre teorías científicas "sólidamente establecidas" en el tema del tiempo y su direccionalidad "real" |
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El tiempo en el mundo físico |
En relación al tema de la existencia y direccionalidad del
tiempo, hay leyes físicas para todos los gustos:
Las
leyes de la mecánica clásica (Newton) [1] y de la
física relativista (Einstein) [2] son reversibles, es decir, son "indiferentes"
respecto a si el tiempo fluye del pasado al futuro;
o del futuro al pasado. O sea que "valen" para
ambas direcciones temporales.
Las leyes de la termodinámica, es
cambio, postulan claramente que el tiempo fluye del pasado al
futuro, sobre todo la famosa "2da. ley", que predice el
aumento inevitable del desorden (entropía), por el cual al final
de los tiempos todo volverá al caos inicial, entendido como
desorden absoluto (Boltzmann). El tiempo, según esta perspectiva, es un
tiempo destructivo.
Sin embargo, dentro de la misma termodinámica
y para situaciones muy localizadas: sistemas físicos inestables alejados del
equilibrio (Prigogine), las inestabilidades mismas pueden generar "islas" de ordenamientos
cada vez más complejos. Esta visión se asocia con las
leyes de las teorías de la evolución biológica (Darwin, Dawking,
etc) [3] que postulan un aumento e la complejidad, es
decir, de ordenamientos en series y redes cada vez mas
tupidas ("enredadas"), cada vez más difíciles de seguir en su
lógica y con incremento de funciones y dimensiones, en la
cual colaboran también tanto la reiteración (los fractales de Mandelbrot)
como el azar (probabilismo cuántico) y el caos "determinista" (Edward
Lorenz). El tiempo, desde la perspectiva evolucionista es, entonces, un
tiempo constructivo.
Las leyes de la física cuántica (Planck,
Böhr, etc.), en general retoman la visión del tiempo de
la mecánica clásica newtoniana, aun cuando también postulan que, por
debajo del "tiempo de planck" (10-43 segundo) el tiempo virtualmente
podría fluir - y "crear" partículas - de futuro a
pasado (teoría de la "espuma" espacio-temporal [Wheeler] donde ambos componentes
no se distinguen entre sí).
¿A qué podría deberse semejante
confusión entre teorías científicas hoy consideradas "sólidamente establecidas", cuando tratan
el tema del tiempo y su direccionalidad "real"?
Fijémonos que de
las leyes físicas tanto se deduce (y/o postulan) la existencia
del tiempo absoluto (Newton), hasta su inexistencia (Einstein) o su
existencia fluida en una direccionalidad única: la Flecha de tiempo
de la termodinámica (Prigogine) o en cualquier dirección (física cuántica).
Nosotros
proponemos que la posible solución a este intríngulis quizá no
esté muy lejos del sentido común. Expresándolo más o menos
formalmente diría algo así: La concepción del tiempo depende del
punto de atención y por ende, del contexto, punto -
o "sistema" - de referencia desde el cual pretendamos "observarlo".
En
efecto, si prestamos atención contemplativa (relativamente "fijos" por nuestra identidad
de observadores) a los objetos y/o procesos físicos - materiales
y energéticos - deducimos que el tiempo fluye de pasado
a futuro (la llamada "flecha del tiempo"), tanto "constructiva" (la
semilla se convierte en capullo y éste en flor) como
"desconstructivamente" (la flor se descompone, se pudre).
En cambio, si nuestra
atención se fijara en el tiempo mismo advertiría que, en
referencia a nuestro presente de observadores, el tiempo proviene desde
el futuro y se va "hundiendo" en el pasado, alejándose
otra vez de nosotros.
Desde la perspectiva de nuestra atención, entonces,
las cosas y procesos del mundo físico se constituyen o
se desconstruyen a "contratiempo" (de pasado a futuro), es decir,
contra el flujo del tiempo mismo.
Nuestra Hipótesis
Las leyes de las
físicas no termodinámicas (o sea, las de la mecánica clásica,
la física relativista y la física cuántica) serían validamente reversibles,
entonces, simplemente porque describen la evolución temporal "saltando" de las
cosas al tiempo y viceversa, o sea, de los procesos
físicos (fluxión pasado a futuro) al tiempo como tal (fluxión
futuro a pasado) o al revés.
Para la termodinámica y sus
derivados (teorías evolucionistas), el tiempo es irreversiblemente fluido de pasado
a futuro porque no separa su atención de los procesos
energéticos y mantiene al tiempo como marco acompañante referencial "fijo"
de dichos procesos. La termodinámica observa primero sólo la energía,
después a sus resultados (disipación de aquella; degradación del orden
material, etc; o, en sus fórmulas evolucionistas, por el contrario,
incremento de la ligazón de la energía en los sistemas
materiales y el consiguiente aumento del orden interno de éstos).
Y solo así después, presta atención al tiempo mismo, al
cual atribuye su direccionalidad (única). [4]
Creemos, entonces, que las discusiones
sobre si el tiempo existe y fluye (o no), y
si lo hace o no en una "dirección" son vanas,
debido a la pícara broma del Creador que, enviándonos al
tiempo desde el futuro, hizo que las leyes de la
generación de las cosas y leyes del Universo que habitamos
fueran realizándose como esfuerzos de anulación del tiempo mismo.
-------
¿Es también
posible encerrar la imaginación de Dios en un cuadrante?
Como
se sabe, el tiempo de la Física es el tiempo
de un testimonio, de una representación [5]: el estado de
un sistema físico pero imaginario a la vez, llamado reloj.
En rigor, este instrumento, mas que "representarlo" para la Física
es el tiempo, ya que lo que a él o
en él ocurra será considerado que le ocurre a aquello
que supuestamente mide, o sea, al tiempo mismo. Ahora bien: ¿qué
forma del tiempo presupone el reloj? Pues la misma que
sostenía Newton, a saber, un tiempo que, fluyendo sucesivamente de
manera continua y uniformemente repetitiva, se puede subdividir hasta un
límite infinitesimal (el "tiempo de Planck"), en partes iguales de
duración arbitraria.
Pero así (y a través de este instrumento): ¿no
se está predeterminando lo que se pretenda hacer del tiempo
mismo, además de medirlo? [6]. Pues si un instrumento -
como todo instrumento – además de ser una relación materializada,
un "puente" concreto entre un sujeto y su objeto, sirve
también para modificar ambos términos, acomodándolos el uno al otro:
¿no determinará, entonces, al "ser del sujeto" como observador, tanto
como al "ser del objeto observado"? [7] Y si el instrumento
en cuestión fuera inadecuado o insuficiente para representar a alguno
de los dos entes por él relacionado: ¿no podría ser
que el resultado de su aplicación también lo fuera? [8]
En
otras palabras: ¿es el tiempo del reloj el tiempo como
tal? [9]
Supongamos imaginariamente que el tiempo, en vez de comportarse
únicamente como un fluido homogéneo, continuo, repetitivo, sucesivamente equivalente y
subdivisible en partes indistinguibles – exceptuando su posición expresada en
horas, minutos, segundos, micro o nanosegundos, etc.); fuera tan elástico
que – además de "contraerse" como lo predice la relatividad
al identificarlo con el espacio; o discontinuarse en lo infinitesimal,
como lo postula la física cuántica – tuviera propiedades como
la de ser acumulable y condensable; plegable y desplegable; con
desarrollo lineal, pero también retroactivo; acelerable hasta casi lo infinito
[10] o desacelerable hasta la detención total de su flujo
[11] y quizá otras propiedades mas extrañas aún al sentido
común... ¿no permitiría ello suponer, acaso, que Alguien pudo haber
dispuesto que el tiempo como tal sea algo mas que
un receptáculo pasivo y sufriente (como por doquier se lo
considera), sino el depositario de una portentosa imaginación Creadora y
en ese carácter, el agente productor de la aparición de
la novedad, del cambio, de lo nuevo en la Naturaleza,
de la "información natural" propiamente dicha; así como también, el
de la permanencia misma de las cosas?
Notas:
[1] Las leyes de
la mecánica clásica newtoniana tienen como objeto teórico principal la
descripción de los movimientos de los cuerpos físicos en el
espacio a velocidades muy inferiores a la de la luz
(aprox. 300.000 km/s). Newton sostuvo la idea de la existencia
de un tiempo absoluto, eterno, que fluye uniformemente de pasado
a futuro, válido para cualquier observador ubicado en cualquier "sistema
de referencia", es decir, independiente de su posición, velocidad y
estado (acelerado o no). Sin embargo, sus leyes son reversibles,
esto es, son indiferentes tanto si se considera que el
tiempo fluye de pasado a futuro como de futuro a
pasado.
[2] Desde la perspectiva relativista el tiempo no existe dado
que: (a) está excluído de las ecuaciones de la relatividad
general (que trata de gravedad no como "fuerza" sino como
espacio-tiempo curvo por la presencia de masa según su volumen
y densidad); (b) fue "reducido" a ser una cuarta dimensión
del espacio. El espacio-tiempo relativista es en realidad una teoría
cuadriespacial porque fue totalmente geometrizada, lo que implica su absoluta
espacialización. Entendemos que, aun aceptando su indiscutible validez, es incompleto
y por ello solo explica la mitad por así decir,
de los fenómenos físicos. Faltaría una "lectura" - y el
desarrollo - de un enfoque o teoría cuadritemporal complementario [5].
Quizá se deba a ésta insuficiencia el problema hasta ahora
irresoluble de su compatibilización con la física cuántica.
[3] Sobre los
problemas de las leyes de la evolución biológica recomendamos la
lectura de ¿es plausible la teoría de la evolución? que
se encuentra en este mismo sitio). Por otra parte, la
visión evolucionista se ha extendido hoy al universo mismo, al
cual se "lee" como una especie de "historia genealógica" que
incluye al "principio antrópico", es decir, a que si esa
evolución existió debe explicar las condiciones para nuestra existencia como
observadores conscientes del mismo. La "sospechosa" exactitud de los microprocesos
físicos que debieron darse para que dicho principio antrópico fuera
posible refuerza (mas que anula) el superprincipio de la Creación.
[4]
Si, en cambio, nuestra tención queda fijada al formalismo simbólico,
lógico, matemático y/o geométrico, es posible que infiramos, - como
lo hizo Einstein con su hipergeometrización de la física -
que el tiempo no existe, cosa "lógica" ya que el
simbolismo formal, per se, es atemporal (tanto si lo consideramos
abstracciones puras o como "objetos ideales") Así, trivialmente, "A es
A" y "2+2=4" al margen del tiempo.
[5] Que sepamos esta
posibilidad fue planteada por vez primera por el físico André
Mercier. Ver "Escritos de Filosofía" Nro. 5, de la Academia
Nacional de Ciencias de la Argentina, páginas 87 a 104,
Enero-Junio de 1980.
[6] Los criterios operatorios clásicos de atribución de
objetividad empírica son los de comparación y medición. O sea,
se puede afirmar que algo objetivamente existe si, como efecto
de un acto de comparación por parte del sujeto observador,
es susceptible a la vez de medición a través de
un tercero que oficie de testimonio de la realización efectiva
de dichas operaciones. El tiempo existiría, entonces, porque es el
resultado de un acto de comparación y medición con una
regla especial denominada "reloj".
[7] Antes de analizar sus implicancias, el
reloj predefine al tiempo como un hecho o proceso lógicamente
"determinado" y lineal, descartando "a priori" que ontológica o empíricamente
fuera, por ejemplo, indeterminado y/o autodeterminado y/o determinista y/o estructuralmente
no proporcional.
¿En qué se fundamenta esta aceptación tan acríticamente asumida?
A nivel de sentido común, es posible que el hecho
de que el tiempo parezca homogéneo, repetitivo, etc., es por
efecto conceptual de una comparación implícita (y por ende, de
una metáfora [3]): la existencia entre el tiempo cósmico o
del sistema solar (relativamente estable por sus cambios lentos), tomado
como base referencial de los acontecimientos que, por lo general,
irrumpen sin preaviso ante su observador en su entorno inmediato
y a cuya diferencia se considera "información". Dicha pauta fue
la que rompió el enfoque relativista cuando se trata de
fenómenos a gran escala.
[8] Cfr. Tudor Vianu, que define a
la metáfora en tanto figura poética como "el resultado manifiesto
de una comparación sobreentendida" ("los problemas de la metáfora", pag.
9 y siguientes, Eudeba, 1967).
[9] En efecto, es notable que
aún los enfoques "operacionalista" y/o "instrumentalista" de las ciencias no
consideren en su plenitud este rol de los instrumentos como
relación real entre el sujeto y el objeto, como "puentes"
que los une a la vez que los modifica, acomodándolos
mutuamente. Esto significa que, en rigor, carecen de una verdadera
teoría del Instrumento, tarea aún sin realizar.
Para visualizar esta temática,
piénsese por ejemplo en una llave mecánica para tuercas: uno
de sus extremos, modifica al brazo y la mano del
sujeto que la emplea convirtiéndolos en palanca; mientras que el
otro extremo está adaptado para modificar el estudio de un
objeto "exterior" a aquel (la tuerca, que puede ser apretada
o aflojada). Ambas partes con-juntas son la relación misma.
[10] Este
cuestionamiento está claramente planteado por la teoría relativista. Si así
no fuera, resultaría ciertamente paradojal negar el concepto de tiempo
de Newton y, a la vez, hacer uso del reloj
que, precisamente, lo expresa. Pero esto: ¿significa que Einstein negó
el tiempo – como él lo creyó – o negó
al reloj?
[11] Además del tiempo absoluto de Newton y el
de su inexistencia y reducción al espacio por Einstein, existen
otras concepciones del tiempo (como algunas de las subjetivas, por
ejemplo, que lo reducen a una creación de la mente)
que aquí no podremos desarrollar. Solo nos interesa puntualizar la
del enfoque "localista" que, negando también la existencia del tiempo
como un "flujo único y uniforme", plantea como premisa la
existencia de tiempos – en plural – existiendo solo el
tiempo de cada sistema u objeto particular. Algo así como
afirmar: "cada cosa (sistema) tiene su tiempo propio". De esta
concepción se infiere que lo que llamaríamos "tiempo como tal"
no sería más que la abstracción de los tiempos específicamente
propios de las cosas y procesos. Entre otras cosas, esta
postura significaría que el reloj o sólo mide una abstracción
(o sea, nada) o resalta a nivel de paradigma el
tiempo propio del sistema solar, pero al que se convierte
en un ente abstracto. Esta sería, por ejemplo, la posición
de Norbert Elías y muchos otros.
La teoría del "Universo inflacionario"
de Alan Guth – referida a la forma de la
supuesta ocurrencia del Big Bang – postula velocidades superiores a
la luz. Esta postulación parece contradecir la premisa relativista basada
en esa velocidad como constante universal referida a la velocidad
máxima posible del universo. Sin embargo, la contradicción se desvanece
tan pronto se considera que la relatividad solo afirma que
esa velocidad es máxima para las señales observables en el
mismo (y no necesariamente para todos los procesos que en
él ocurren u ocurrieron).
Algunas, pero solo algunas de estas
posibilidades se infieren de la relatividad (Cfr. La famosa "paradoja
de los gemelos" y la detención del tiempo en los
llamados "agujeros negros" debido a su intensísima atracción gravitatoria).
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