|
¿Qué es lo bueno? |
Difícilmente puede hallarse una pregunta de mayor interés: Si
hace el mal es porque le deslumbra la partecilla de
bien con la que el mal se reviste. Es una
consecuencia natural de ser criaturas de Dios, Bien infinito, que
todo lo hace bien y para el bien; que no
sólo ha puesto el bien en todas sus obras, sino
la aptitud para hacer el bien y así incrementarlo.
Todos gozamos
de una especie de instinto para descubrir el bien. Sabemos
que "lo bueno es el bien" y que "lo malo
es el mal". Sin embargo, en la práctica no pocas
veces se nos plantea un problema: ¿es ésto bueno? ¿es
bueno que yo haga tal cosa? La respuesta no es
siempre inmediata y cierta; a veces requiere un estudio largo
y arduo. Pero siendo tan importante acertar en lo que
se juega nuestra propia bondad, nuestro bien, comprendemos que el
estudio haya de ser riguroso, científico, de modo que la
conclusión se apoye en argumentos sólidos e irrefutables.
Así nace la
ciencia que llamamos Ética (de ethos: costumbre o modo habitual
de obrar), que investiga lo que es bueno hacer, de
modo que, haciéndolo, alcancemos la perfección humana posible y por
tanto la satisfacción de nuestros más hondos deseos, es decir,
la felicidad.
Cuando se dice que algo "es ético" o que
"no es ético", se está diciendo que es o no
es bueno. Ahora bien, si casi todos coincidimos en que
nuestra conducta ha de ser "ética", no siempre estamos de
acuerdo en "lo que es ético". Lo que parece "ético"
a unos, puede resultar una monstruosidad a otros. Así por
ejemplo, algunos llaman "ético" al aborto provocado en caso de
embarazo por violación, lo cual a muchos nos parece uno
de los peores crímenes -incluso quizá peor que el terrorismo-,
y negación del más elemental derecho de la persona, el
derecho a la vida.
Este caso nos permite entender la enorme
importancia de aclararnos sobre qué es y qué no es
"ético"; sobre qué es en realidad "lo bueno". No es
una cuestión trivial que podríamos delegar a otros. Se trata
de una cuestión de vida o muerte, y es preciso
encararla con toda seriedad y rigor.
¿Es posible llegar a un
conocimiento cierto sobre "lo que es bueno", al menos en
lo fundamental, o estamos condenados a una eterna duda o
a opiniones sin fundamento racional? ¿Existe un criterio objetivo de
bondad que nos permita, sin temor a equivocarnos, discernir el
bien del mal? La respuesta del sentido común ha sido
siempre afirmativa. Pero conviene que comprendamos por qué; y por
qué algunos no lo ven así.
Es claro que el bien
-lo bueno- es tal por contener alguna perfección que hace
a la cosa deseable, apetecible. Aristóteles decía que "el bien
es lo que todos desean". Pero, ¿por qué todos deseamos
el bien? Porque vemos en él algo que nos beneficia,
que "nos hace bien", que nos perfecciona, nos mejora, satisface
nuestras necesidades, nos hace más felices. Cabe decir que el
bien es una perfección que me perfecciona, una perfección perfectiva
(no son vanas estas consideraciones de Pero Grullo).
La relatividad del
bien
Es de notar ahora que no todo lo que perfecciona
a un sujeto, perfecciona a todos. El abono animal sirve
para nutrir a las flores, pero no al hombre. La
alfalfa es buena, sabrosa y sana, para las vacas, no
para nosotros. Es claro pues que el bien es relativo:
dice relación a un sujeto o a un conjunto más
o menos numeroso de sujetos determinados.
Esa "relatividad" del bien ha
inducido a muchos a pensar que el bien no es
algo "objetivo", es decir, que no está ahí, independiente de
mi pensamiento, sino que cada uno puede tomar por bueno
"lo que le parezca"; cada uno sería libre de considerar
bueno una cosa o su contraria y decidir por su
cuenta sobre el bien y el mal. Cada uno -se
ha dicho- sería "creador de valores", porque el valor o
bondad de las cosas no estaría en ellas, sino en
mi subjetividad, en mi pensamiento, en mi deseo o en
mi opinión. Es un grave error en el que hoy
incurren no pocos, pero no es nuevo; es tan viejo
como el hombre. Adán y Eva ya quisieron no reconocer
el bien donde se hallaba -donde Dios lo había puesto-,
sino donde a ellos les apetecía que estuviera, con su
ya mala voluntad.
La objetividad del bien
En rigor, aunque el bien
sea "relativo" (algo es bueno siempre "para alguien"), no hay
nada menos subjetivo u opinable. La bondad del aire que
respiramos, el agua que bebemos, el calor y la luz
del sol que nos vivifica, etcétera, etcétera, no es algo
que inventamos o creamos: no es una bondad "opinable": está
ahí, con independencia de nuestra estimación.
De modo similar descubrimos el
valor de la justicia, de la libertad, de la paz,
de la fraternidad: valores objetivos que no tendría sentido negar.
De modo que si yo los negase porque en algún
momento no me apetecieran, seguirían siendo valiosos para todos. Mi
inapetencia sería un síntoma seguro de alguna enfermedad del cuerpo
o del alma.
Es también importante advertir -frente a lo pensado
y muy difundido por ciertos filósofos- que si yo apetezco
la manzana, no es porque yo le confiera el buen
sabor. La manzana no es sabrosa simplemente porque yo la
saboree con gusto. Aunque a otro no le guste -quizá
porque esté enfermo-, la bondad de la manzana no es
un producto de mi subjetividad: es la manzana misma que
tiene de por sí la aptitud para causar un buen
sabor y una buena nutrición. Si así no fuera, el
mismo sabor podría encontrar yo en el acíbar o en
la basura.
Es indudable que hay bienes y valores objetivos. Pero
cabe preguntarse si todos los bienes lo son. Y, en
efecto, la respuesta es afirmativa, porque, en la práctica, las
cosas y las acciones humanas, quiérase o no, siempre perfeccionan
o dañan, incluso las que, teóricamente, pueden considerarse con razón
indiferentes (como, por ejemplo, pasear).
La "relatividad" del bien no significa,
pues, que el bien sea bueno porque mi voluntad lo
desea, sino que mi voluntad lo desea porque es bueno.
La bondad, primeramente está en la cosa y después puede
estar en mi capricho, opinión o estimación. Lo que es
bueno para mí puede ser malo para otro; por ejemplo,
un fármaco o un trabajo determinado. Esto no depende de
mi parecer. ¿De qué depende entonces? Depende, justamente, de lo
que yo soy, depende de mi ser, lo cual, ahora,
no depende de mi voluntad ni es una cuestión opinable.
Aunque yo ahora tenga cualidades y defectos que sean consecuencia
de mi libre voluntad, lo que he llegado a ser,
lo que ahora soy, lo soy ya con independencia de
mi voluntad, y con la misma independencia habrá cosas buenas
o malas para mí.
El bien depende pues del ser (real,
objetivo, que está ahí) y del modo de ser. Y
hay algo que el hombre nunca podrá dejar de ser,
esto es, precisamente, hombre. Las características individuantes o personales de
cada uno, no difuminan ni anulan la naturaleza humana, al
contrario, son perfecciones (o defectos) de esa naturaleza peculiar, que
compartimos todos, y que hace posible que hablemos con sentido
del "género humano" o de la "especie humana", y también
de un bien objetivo común a toda la humanidad.
De manera
que hay bienes relativos a personas singulares. Pero hay también,
indudablemente, bienes relativos a la naturaleza humana común, y, por
tanto, a todos y a cada uno de los individuos
de nuestra especie. Por eso hay leyes o normas morales
objetivas, universales y permanentes que afectan a todos los hombres,
de cualquier tiempo y lugar. Lo que daña a la
naturaleza, forzosamente ha de dañar a la persona, porque la
persona no es ajena a la naturaleza sino una perfección
--el sujeto-- de esa naturaleza determinada.
A naturalezas diversas corresponden diversos
bienes. Lo que es bueno para el bruto o para
el ángel, puede no ser bueno para el hombre. Por
eso, para saber lo que es bueno para el hombre
-para todos y cada uno- es indispensable conocer antes la
respuesta a la gran pregunta: ¿Qué es el hombre? "¿Qué
soy yo, Dios mío? -exclamaba San Agustín-. Mi esencia, cuál
es?" (1).
La Etica (ciencia sobre los bienes del hombre) supone
la Antropología filosófica (que estudia qué es el hombre). En
la historia del pensamiento se encuentran éticas diferentes porque hay
diversos conceptos sobre el hombre; y, en consecuencia, hay diversos
conceptos sobre los bienes.
¿Qué es el hombre?
Para algunos,
el hombre no es más que un conjunto de corpúsculos,
aunque complejo y maravilloso (como para Carl Sagan, por ejemplo);
se ha contemplado como pura química o biología, o como
un mero manojo de instintos fatalmente determinados; o como un
número en una especie zoológica. Son diversas manifestaciones de la
concepción materialista del hombre.
Al negar -dogmáticamente, por cierto- la realidad
del alma espiritual e inmortal, todo materialismo se incapacita para
conocer lo que el hombre en verdad es; y, por
lo mismo, no puede saber tampoco lo que en realidad
es bueno o "ético". Al pensar al hombre como simple
animal evolucionado -sin ningún elemento que sea irreductible a elementos
materiales-, no puede evitar pensar lo bueno reducido a lo
material y sensitivo; y fácilmente concederá un valor absoluto a
lo económico. Se le escapa lo más valioso: el espíritu,
donde se halla la raíz indispensable del entendimiento y de
la libre voluntad. Por eso, los términos "libertad", "justicia", "paz",
"amor", etcétera, carecen, en el materialismo, de contenido humano y
se confunden con las sombras que de tales cosas existen
-o parecen existir- en el mundo de los irracionales. El
mismo concepto de "persona" se vacía y el hombre queda
reducido a un "número" al servicio de la "especie" (llamada
"sociedad"). Si la "especie" lo reclama, no habrá inconveniente en
sacrificar al individuo: se le podrá saquear, con toda paz,
o encerrarle en un hospital siquiátrico, o eliminarle: sólo cuenta
el bien de la "especie", como en zoología. Esta es
la tremenda conclusión del colectivismo, especialmente del marxista.
Si realmente queremos
lo bueno, el bien para nosotros y para la sociedad
-compuesta no de meros individuos sustituibles, sino de personas con
valor único irrepetible-, hemos de tener la honradez de contemplar
al hombre en su integridad. No basta ver en el
cuerpo sentidos e instintos. Esto sería no ver al hombre,
como no ve el cilindro quien mira solamente una de
sus secciones, la horizontal o la vertical:
Porque entonces podemos confundir
el cilindro con un círculo o con un cuadrado; e
incluso llegar a la conclusión de que el cilindro es
un círculo cuadrado, y, por tanto, un absurdo que no
puede existir sino como una vana ilusión de la mente.
Podríamos llegar a la negación de la posibilidad del cilindro,
de modo similar a como se ha llegado a la
negación del alma humana inmortal: seccionando al ser humano por
la mitad de su cuerpo, descuartizándolo. Y una vez descuartizado
en la mesa de disección, el "sabio" sentencia: como no
veo el alma por ninguna parte, el alma no existe.
(Aplausos). Como hizo aquél astronauta soviético, que declaró triunfante que
Dios no existía, porque él no lo había visto en
su viaje espacial.
El hombre es un "cilindro" muy peculiar: no
tiene techo, no tiene límite hacia arriba, y sólo una
"sección" totalmente "vertical" puede descubrir su dimensión trascendente a la
materia. Pero no es difícil descubrirla, si no se ha
perdido del todo el sentido común. Ya tendremos ocasión de
volver sobre el asunto. Pero es cierto lo que, en
medio de su confusión religiosa, afirmaba gráficamente Unamuno: "lo que
llaman espíritu me parece mucho más material (quería decir "perceptible"
o "claramente cognoscible") que lo que llamamos materia; a mi
alma la siento más de bulto y más sensible que
a mi cuerpo". Con razón se ha dicho que el
materialismo es el más peregrino ensayo de querer probar, asistidos
del espíritu, la no existencia del espíritu, porque "sólo un
ser pensante, esto es, espiritual, puede ponerse a "demostrar" con
argumentos el materialismo" (2). El materialismo, deslumbrado ante la semejanza
morfológica entre el hombre y el mono, los confunde. Sucede
lo que advierte Giambattista Torelló: "objetos de estudio esencialmente diversos,
proyectados por el investigador sobre un plano inferior se presentan
a su vista como iguales: así la proyección de un
cilindro, una esfera y un cono es la misma: un
círculo ambiguo y tentador para espíritus simplistas, capaces de concluir
que, en el fondo, cilindro, esfera y cono son en
realidad una misma cosa":
Ciertamente tenemos un cuerpo, unos sentidos que
reclaman las satisfacciones de sus necesidades vitales. Pero, ante todo
gozamos de algo que excede todo lo que puede proceder
de la evolución de la materia: el entendimiento, ávido, insaciable
de verdad. Ya desde niño, el hombre sano comienza a
"exasperar" con sus preguntas interminables: "mamá, ¿qué es esto?, ¿para
qué es esto?"; y, sobre todo: "¿por qué?, ¿por qué?,
¿por qué?..." Es que el niño está buscando ya una
respuesta última y definitiva, que no remita a otro porqué,
que sea el gran Porqué que lo explique todo, que
sea la Verdad primera original y originaria de toda otra
verdad. El pequeño pregunta por Dios, busca a Dios, necesita
a Dios desde que su inteligencia despierta al "uso de
razón". Es la célebre oración de San Agustín: "Nos has
creado, Señor, para ser tuyos, y nuestro corazón está inquieto
hasta que no descanse en Ti" (3).
Lo único capaz de
saciar y aquietar el entendimiento es el conocimiento de Dios.
Y no cualquier conocimiento, sino todo el conocimiento de que
es cápaz. Sólo así alcanza su perfección suprema, su plena
felicidad. De otra parte, la voluntad es una ilimitada capacidad
de amar el bien,- no es "infinita", pero sí "ilimitada",
porque por mucho que ame, siempre anhela amar más. No
se conforma con cualquier bien, desea lo óptimo. Y cuando
pone el amor en una criatura y la posee de
algún modo, al punto se halla satisfecha; pero pronto advierte
que no es lo óptimo, que queda un vacío por
llenar, que no ha alcanzado, ni de lejos, la plenitud
del bien y del amor que buscaba. Es que todos
-sepámoslo o no- queremos a Dios, buscamos a Dios, tenemos
hambre de Dios, como Verdad Primera y Bien infinito, como
Sabiduría y Amor plenos. Es decir, sólo en El se
halla la perfección, la plenitud humana, la felicidad sin sombras:
en el amoroso conocimiento de Dios. Ese es nuestro fin,
nuestro óptimo bien objetivo común.
Ahora que sabemos, no con detalle,
pero sí con profundidad lo que es el hombre, sabemos
también cuál es su bien fundamental e indispensable. Independientemente de
lo que yo quiera, piense, me apetezca u opine, mi
Bien es Dios. Y hallamos así un criterio objetivo de
bondad: en el mundo, será bueno para mí -moralmente bueno-,
será "ético" lo que me acerque a Dios (o, al
menos, no me aleje de El); y será malo -aunque
me apetezca- lo que me separa de Dios. Lo que me
aproxime a Dios, será también perfección de mi ser humano
personal; lo contrario, dañará sin duda y siempre, lo más
íntimo de mi persona.
Esta es ya una conclusión de suma
importancia. Pero se abre, claro está, una nueva pregunta: ¿qué
es, en la práctica, lo que me acerca a Dios
y qué es lo que me aleja de Dios? La
luz natural de la razón es un don que nos
permite a todos descubrir las exigencias fundamentales del ser humano,
es decir la ley moral natural, formulada sintéticamente por Dios
mismo en el Decálogo. Se entienden bien así las palabras
de Juan Pablo II: "La ley moral es ley del
hombre, porque es la ley de Dios". En efecto: "La
verdad expresada por la ley moral es la verdad del
ser, tal como es pensado y querido por Dios que
nos ha creado". Es por eso que "hay una profunda
consonancia entre la parte más verdadera de nosotros mismos y
lo que la ley de Dios nos manda, a pesar
de que, para usar las palabras del Apóstol, "en mis
miembros siento otra ley que repugna a la ley de
mi mente" (Rom 7, 22)" (4).
Si no existiera la sombra
del pecado original en nuestra mente y no hubiese sido
debilitada nuestra voluntad, nos conoceríamos bien a nosotros mismos y,
en consecuencia, conoceríamos sin duda lo que es bueno, tendríamos
una visión clara de la ley moral. Ahora nos cuesta
esfuerzo alcanzarla, también por que nos cuesta vivirla. Pero Dios,
en su infinita misericordia, ha venido en nuestra ayuda, se
ha hecho Hombre, para decirnos hasta con palabras humanas cuál
es el camino que conduce a ser de verdad hombres
perfectos y felices: "Yo soy el camino, la verdad y
la vida" (5). Y no sólo nos ofrece una felicidad
natural, sino que con su encarnación, vida, pasión, muerte y
resurrección, nos ha abierto las puertas nada menos que a
la vida íntima de Dios Uno y Trino. Ha puesto
a nuestra disposición su misma felicidad: lo óptimo, no ya
relativo al hombre, sino en absoluto.
Y para que todos los
hombres, podamos conocer fácilmente, sin disputas o dudas angustiosas, sin
esfuerzos hercúleos, cuáles son las cosas que nos acercan a
Dios y cuáles son las que nos alejan de El,
fundó la Iglesia -una, santa, católica y apostólica- con un
Magisterio autorizado, asistido siempre por el Espíritu Santo -el Espíritu
de Verdad-, capaz de trazar, en cada momento, un mapa
cierto y seguro de los caminos del bien. Ahí, especialmente
los católicos, pero también de algún modo todos los demás,
tenemos el gran criterio, la gran luz, la gran seguridad
para discernir el bien del mal, para conocer esa "norma
suprema de la vida humana", que el Concilio Vaticano II
recuerda que es "la propia ley divina, eterna, objetiva y
universal, por la que Dios ordena, dirige y gobierna el
mundo universo y los caminos de la comunidad humana" (6).
La Bondad en la Conducta |
La bondad de nuestras acciones importan mucho porque a través de ellas labramos la perfección o la ruina personal. |
|
|
La Bondad en la Conducta |
-La Importancia de la Interioridad -La Libertad: Condición de Bondad
-Importancia de Las Obras -El Fin no Justifica Los Medios -Mirar
la Realidad
En nuestro artículo anterior comprobábamos que la bondad está
en las cosas; que no es una invención de la
mente o fruto del arbitrio de la voluntad. Sobre lo
que es bueno o malo no caben opiniones, a no
ser por ignorancia de la realidad. Precisamente concluíamos que existe
un criterio objetivo: es bueno lo que acerca a Dios;
es malo lo contrario. Porque Dios es nuestro último fin,
es decir, donde, en último extremo, se encuentra de modo
infinito todo el bien que nuestro corazón desea. De modo
que en la medida en que podemos saber qué es
lo que acerca a Dios, podemos también, por lo mismo,
saber qué es lo bueno.
Ahora bien, una cosa es la
bondad de las cosas, y otra la bondad de los
actos humanos que inciden sobre las cosas o permanecen en
el interior de nosotros mismos. Esta última es la que
nos ha de ocupar en este artículo. Es del mayor
interés, porque con nuestras acciones nos labramos la perfección o
la ruina personal. La cuestión es: ¿cuándo son buenos los
actos humanos? ¿qué condiciones se requieren para poder calificar de
moralmente buenos a nuestros actos? ¿de qué depende su bondad?
¿cuándo nos acercan o separan del último fin, que es
Dios?
Lo primero que hemos de tener en cuenta al examinar
nuestra conducta con vistas a su calificación moral es lo
que hemos hecho, es decir, el "objeto" de nuestro acto:
¿Es bueno ese objeto?, pues ya vimos que el bien
es algo objetivo, como "la propia ley divina, eterna, objetiva
y universal, por la que Dios gobierna el mundo universo
y la comunidad humana" (1). Por eso se dice que
"el objeto es la primera fuente de moralidad". ¿Está conforme
lo que he hecho con la objetiva ley divina, ya
sea la natural o la evangélica?.
Esta es la primera pregunta
necesaria. Pero no sólo el objeto -lo que hacemos- es
fuente de moralidad. No basta la consideración del objeto para
saber si un acto humano es moralmente bueno o malo.
Es más -enseña Juan Pablo II-"la moral -lo que es
moral- es cosa esencialmente íntima, interior", reside en la conciencia
y en la voluntad, que es donde, con sus actitudes
y elecciones se expresa el "hombre interior" (2).
Importancia De La
Interioridad
El Papa advierte que "lo moral" de nuestras obras
tiene, como es obvio, una dimensión exterior, digamos visible, apreciable
desde fuera (pasear, comprar, comer, trabajar), que está en relación
con las normas objetivas de la conducta humana (no robar,
no atentar contra la vida propia o ajena, etc.); sin
embargo, este hecho --la existencia de esta dimensión exterior-- en
nada modifica el hecho precedente, a saber, que la moral
es un asunto de conciencia y que sus exigencias incumben
a la interioridad del hombre.
"Cristo enseñaba moral. El Evangelio y
los demás textos del Nuevo Testamento lo demuestran sin lugar
a dudas". Sabemos que el Decálogo, o sea, los Diez
Mandamientos de la ley moral natural -indicados expresamente por Dios
a Moisés-, fue confirmado por el Evangelio (3). Y recuerda
Juan Pablo II que, al enseñar la moral, Cristo tenía
en cuenta estas dos dimensiones: la exterior, o sea, visible,
social e, incluso, "pública" y la interior. Pero, conforme a
la naturaleza misma de la moral, de "lo que es
moral", el Señor concedia importancia primordial a la dimensión interior,
a la rectitud de la conciencia humana y de la
voluntad, es decir, a lo que en términos bíblicos se
llama "corazón" (4). En diversos momentos y de diferentes maneras,
Jesucristo enseñó que: "lo que sale de la boca procede
del corazón y eso hace impuro al hombre. Porque del
corazón provienen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las
fornicaciones, los robos, los falsos testimonios, las blasfemias. Esto es
lo que contamina al hombre" (5): el mal que reside
en el corazón, es decir, en la conciencia y en
la voluntad.
Jesucristo, por tanto, indica lo que está mal, las
obras que son malas --y en consecuencia contaminan al hombre,
lo dañan--, y que son externas, visibles. Pero indica también
donde se encuentra la causa, la raíz de esas obras
que, en definitiva, son una manifestación de lo que hay
en el interior. Si se extirpara la mala raíz no
habría malos frutos. Gráficamente lo expresaba el Papa en su
mensaje de paz de 1984: "es el hombre quien mata
y no su espada y sus misiles"; "la guerra nace
del corazón del hombre".
Es lógico pues que se afirme que
de las dos dimensiones de la moralidad de los actos
humanos, la que posee importancia primordial sea la interior: la
dimensión "hacia adentro" del hombre. Además, "existen normas --dice Juan
Pablo II-- que atañen de un modo directo a actos
exclusivamente interiores. Vemos ya en el Decálogo dos mandamientos que
empiezan por estas palabras: "No desearás..." y "No codiciarás..." y
que, por consiguiente no se refieren a ningún acto exterior,
sino sólo a una actitud interior, relativa, en el primer
caso, a "la mujer de tu prójimo"; y, en el
segundo, a "los bienes ajenos". Cristo lo subraya con más
fuerza todavía. Sus palabras pronunciadas en el monte de las
Bienaventuranzas, cuando llama "adúltero de corazón" al que mira a
una mujer deseándola, fueron para mí --dice el Papa-- punto
de partida de largas reflexiones sobre el carácter específico de
la moral evangélica en esta materia" (6).
Importancia pues de la
dimensión interior de "lo moral"; importancia de la interioridad, de
las intenciones, de las actitudes. "Pero --continúa Juan Pablo II--
no es eso todo. Sabemos que el Sermón de la
montaña habla también de las buenas obras, como la oración,
la limosna, el ayuno, que el Padre ve en lo
oculto" (7).
Que la dimensión interior del acto humano tenga primordial
importancia no quiere decir que la exterior —"lo que se
hace"— no afecte a la persona y no tenga relevancia
moral. La tiene, y mucha. "La ética católica no es
sólo un conjunto de normas, mandamientos y reglas de conducta"
(8). No es sólo eso, pero es también eso. Cristo
tenía en cuenta las dos dimensiones del acto humano; dos
dimensiones de un acto que es uno, aunque complejo. Por
tanto, una simple "moral de intenciones" o "de actitudes" que
no valorase el objeto, las obras en las que se
plasman las actitudes e intenciones, seria una moral mutilada y,
por tanto, falsa, así como un folio rasgado por cualquiera
de sus lados ya no es un folio. El folio
tiene dos dimensiones, largo y ancho; si lo rompo por
cualquiera de las dos deja de ser lo que era.
Un plato o manjar exquisito, con ingredientes de primera calidad,
pero aderezado con unos gramitos de arsénico, todo él resulta
mortal de necesidad, aunque se haya elaborado con la "buena
intención" de alimentar al cliente.
Cualquier cosa mala, por muy buena
que sea la intención con que se haga, no deja
de causar el mal; y el acto humano que la
realiza--compuesto de lo subjetivo y lo objetivo--resulta enteramente malo y
daña siempre a la persona.
En efecto, el Papa, a la
vez que que subyara el valor de la dimensión interior
de los actos humanos, aclara que "no es suficiente tener
la intención de obrar rectamente para que nuestra acción sea
objetivamente recta, es decir, conforme a la ley moral. Se
puede obrar con la intención de realizarse uno a sí
mismo y hacer crecer a los demás en humanidad; pero
la intención no es suficiente para que en realidad nuestra
persona o la del otro se reconozca en su obrar"
(9). Hace falta, además, que lo que se quiere sea
de verdad bueno.
La Libertad: Condicion De Bondad Moral
Juan Pablo
II sigue ahondando en la cuestión: "¿En qué consiste la
bondad de la conducta humana? Si prestamos atención a nuestra
experiencia cotidiana, vemos que, entre las diversas actividades en que
se expresa nuestra persona, algunas se verifican en nosotros, pero
no son plenamente nuestras; mientras que otras no sólo se
verifican en nosotros, sino que son plenamente nuestras. Son aquellas
actividades que nacen de nuestra libertad: actos de los que
cada uno de nosotros es autor en sentido propio y
verdadero. Son, en una palabra, los actos libres (...) La
bondad es una cualidad de nuestra actuación libre. Es decir,
de esa actuación cuyo principio y causa es la persona;
de lo cual, por tanto, es responsable" (10).
No significa esto
que el acto humano sea moralmente bueno por el hecho
de ser libre, sino que la libertad es una de
las condiciones varias de la bondad moral. Una condición también
importante, porque "mediante su actuación libre, la persona humana se
expresa a sí misma y al mismo tiempo se realiza
a sí misma" (11); es decir, va realizando en sí
misma un incremento de bondad, si la conducta es moralmente
buena; si fuera mala, el sentido de la libertad se
vería frustrado.
Importancia De Las Obras
"La fe de la Iglesia
fundada sobre la revelación divina, nos enseña que cada uno
de nosotros será juzgado según sus obras" (12). Son muchos,
por cierto, los momentos de la Sagrada Escritura en que
se afirma que Dios retribuirá a cada uno según sus
obras, por ejemplo: Mt 5, 16; Apoc 2, 23; 22,
12; cfr. Rom 2, 6; Eccli 16, 15; 2 Tim
4; Sant 1, 21-25. "Nótese: es nuestra persona la que
será juzgada de acuerdo con sus obras. Por ello se
comprende que en nuestras obras es la persona que se
expresa, se realiza y --por así decirlo-- se plasma. Cada
uno es responsable no sólo de sus acciones libres, sino
que, mediante tales acciones se hace responsable de sf mismo"
(13).
No parece que se pueda iluminar mejor la relevancia moral
de lo objetivo, de las obras, de los actos externos.
Seremos juzgados por nuestras obras, porque ellas son "criaturas" de
nuestra libertad en las que nos hemos expresado y forman
parte de nosotros mismos.
"Es necesario--insiste el Romano Pontífice-- subrayar esta
relación fundamental entre el acto realizado y la persona que
lo realiza". Nuestras obras expresan siempre lo que somos o,
al menos, algo de lo que somos; y con ellas
no sólo "hacemos cosas", "nos hacemos" también a nosotros mismos:
sabios o ignorantes, justos o injustos, prudentes o imprudentes, lujuriosos
o castos.
Pues bien, "a la luz de esta profunda relación
entre la persona y su actuación libre podemos comprender en
qué consiste la bondad de nuestros actos, es decir, cuáles
son esas obras buenas que Dios de antemano preparó para
que en ellas anduviésemos" (...). Cuando el acto realizado libremente
es conforme al ser de la persona, es bueno".
"La persona
está dotada de una verdad propia, de un orden intrínseco
propio, de una constitución propia. Cuando sus obras concuerdan con
ese orden, con la constitución propia de persona humana creada
por Dios, son obras buenas, que Dios preparó de antemano
para que en ellas anduviésemos. La bondad de nuestra actuación
dimana de una armonía profunda entre la persona y sus
actos, mientras, por el contrario, el mal moral denota una
ruptura, una profunda división entre la persona que actúa y
sus acciones. El orden inscrito en su ser, ese orden
en que consiste su propio bien, no es ya respetado
en y por sus acciones. La persona no está ya
en su verdad. El mal moral es precisamente el mal
de la persona como tal" (14). Esa ruptura, esa profunda
división en el interior del hombre se produce siempre que
se obra mal, aunque sea con "buena intención", pensando que
se obra bien, porque es un hecho que entonces la
persona no está obrando conforme a la verdad de su
ser. Quiérase o no, "la persona humana realiza la verdad
de su ser en la acción recta, mientras que, cuando
actúa no rectamente, causa su propio mal, destruyendo el orden
de su propia ser. La verdadera y más profunda alienación
del hombre consiste en la acción moralmente mala: en ella
la persona no pierde lo que tiene, sino lo que
es, se pierde a sf misma" (15).
Cuando es moralmente mala,
la acción exterioriza o manifiesta el ser personal de modo
monstruoso. Cabe decir de tal acción lo que dice Santo
Tomás del error de la mente: es "un parto monstruoso".
Se ha engendrado un monstruo, un ser deforme, que deforma
y carcome el propio ser, por la íntima conexión entre
la persona y su obra.
Pecado "Formal" Y Pecado "Material"
Y
es de advertir que esto puede suceder sin culpa, cuando
--sin culpa-- se ignora que realmente lo que se hace
es moralmente malo. En este caso no hay pecado formal
(como se dice en Teología), y Dios no castigará la
mala acción. Pero no ha dejado de producirse un pecado
material, es decir, una obra objetivamente mala, y que por
tanto daña realmente a la persona. Es preciso no olvidar
que, lejos de lo que pensaba Lutero, lo que prohibe
Dios no es malo porque Dios lo prohiba, sino que
Dios lo prohibe porque es malo: daña al hombre, si
no en el cuerpo, al menos en el alma, que
es lo que más importa.
De hecho, cuando se obra mal,
aunque sea por ignorancia, la voluntad se adhiere al mal,
y de este modo no puede hacerse buena, ni incrementar
su bondad y su habilidad para el bien. Es más,
con tal adhesión, si se continúa largo tiempo, existe el
grave riesgo de que, al descubrir el error y salir
de la ignorancia, la afición al mal se haya hecho
tan grande que ya no se quiera abandonarlo; lo cual
llevaría consigo la aparición del pecadoformal, responsable ya, y culpable.
Es
muy importante tener en cuenta esa realidad, también en el
tratamiento de enfermedades psíquicas y situaciones extremas o de crisis
que inclinan más fuertemente a ciertos pecados. En un discurso
a médicos psiquiatras, enseñaba el Papa Pio XII: "Una última
observación a propósito de la orientación trascendente del psiquismo hacia
Dios: el respeto a Dios y a su santidad debe
refliejarse siempre en los actos conscientes del hombre. Cuando estos
actos se apartan del modelo divino, aun sin culpa subjetiva
del interesado, van, sin embargo, contra su último fin. He
aquí por qué aquello que se llama pecado material es
una cosa que no debe existir y constituye por lo
mismo, en el orden moral, una realidad que no es
indiferente".
"Una conclusión se deriva para la psicoterapia: ante el pecado
material, no puede permanecer neutral. Puede tolerar lo que de
momento es inevitable. Pero debe saber que Dios no puede
justificar esta acción. Todavía menos la psicoterapia puede dar al
enfermo el consejo de cometer tranquilamente un pecado material, porque
lo hará sin falta subjetiva; y ese consejo sería igualmente
equivocado, aunque tal acción pudiera parecer necesaria para el reposo
psíquico del enfermo y, por consiguiente, para la finalidad de
la curación. Nunca se puede aconsejar una acción consciente que
sería una deformación, y no una imagen, de la perfección
divina" (16) que el hombre es.
El Fin No Justifica Los
Medios
Por supuesto, es peor hacer el mal con mala
intención que con "buena intención". Pero hacerlo con "buena intención"
también es malo, aunque sea para conseguir un bien todo
lo grande que se quiera. El fin no justifica los
medios. El buen fin hace bueno un medio indiferente y
puede aumentar la calidad moral de una buena acción, como
cuando se hace un acto de simple justicia pero por
amor a Dios. Lo que no puede hacer nunca un
buen fin es convertir en bueno un medio que de
suyo sea malo. Cuando se quiere el mal, aunque sea
como medio para el bien, la voluntad, con su adhesión,
ya se ha contaminado, ya se ha hecho mala, y
también su acto en su entera realidad.
Por otra parte, es
un craso error pensar que de un mal puede seguirse
algún bien para la persona en su integridad. Podrá seguirse
tal vez un bien físico, material, económico, pero nunca un
bien moral que es lo que realmente perfecciona a la
persona.
Sólo Dios puede hacer que de las consecuencias del mal
--no del mal en sí mismo-- se sigan auténticos bienes
para los que le aman. Pero Dios no puede querer
el más mínimo mal moral; por tanto, el hombre tampoco
puede quererlo jamás.
Así por ejemplo, cuando se provoca el aborto,
aunque sea con la "buena intención" de procurar el bienestar
material, psíquico, o social de la madre, de hecho se
produce el peor mal para ella: se niega, o se
pretende negar, con inhumana violencia, lo que ella realmente es
en lo más profundo: madre, dadora de vida; al tiempo
que se asesina a una persona inocente, su hijo.
Lo mismo
cabe decir de los que ciegan artificiosamente las fuentes de
la vida; los que pretenden disolver el matrimonio; los que
justifican -"por amor", dicen--las llamadas relaciones prematrimoniales, u homosexuales; los
que no dan importancia a la masturbación; los que con
apariencia de justicia niegan los derechos humanos, etc.
Suele decirse que
"el infierno está empedrado de buenas intenciones". Y es muy
posible que sea cierto. La sabiduría popular comprende que no
basta querer hacer el bien, sino que es menester hacerlo;
y para ello es indispensable la voluntad realmente buena, sincera,
de conocer el bien, de aprender a discernir el bien
del mal. De lo contrario, sería una vil hipocresía hablar
de "buena voluntad"o de "buena intención".
Mirar La Realidad
Por importante
y fundamental que sea --como ya hemos visto-- la intención,
"quienquiera conocer y hacer el bien debe dirigir su mirada
al mundo objetivo del ser. No al propio "sentimiento", no
a la "conciencia", no a los "valores", no a los
"ideales" y "modelos" arbitrariamente propuestos. Debe prescindir de su propio
acto y mirar a la realidad"; porque "ser bueno quiere
decir estar de acuerdo con el ser objetivo; es bueno
lo que corresponde "a la cosa"; el bien es la
adecuación a la realidad objetiva" (17). *Todas las leyes y
normas morales se pueden reducir a una --decía Goethe--: la
verdad". "Todas las leyes y normas morales se pueden reducir
-dice Joseph Pieper-- a la reaiidad" (18); "el hombre que
quiere realizar el bien mira, no al propio acto, sino
a la verdad de las cosas reales" (19). Precisamente la
realidad es el fundamento de lo ético. Lo que debe-ser
está inscrito en el ser, en la verdad de las
cosas. Es bueno quien obra la verdad: "el que obra
según la verdad viene a la luz, para que sus
obras se pongan de manifiesto, porque han sido hechas según
Dios" (20).
En las obras se plasma la persona; la persona
se revela en sus obras. El mismo Jesucristo decía: "las
mismas obras que yo hago, dan testimonio acerca de mí,
de que el Padre me ha enviado" (21); "si no
hago las obras de mi Padre, no me creáis; pero
si las hago, creed en las obras, aunque no me
creáis a mí, para que conozcáis y sepáis que el
Padre está en mí y yo en el Padre" (22).
¿Y
cuál es la verdad más profunda que debe expresar nuestras
obras? Que la persona no es dueña absoluta de sí
misma. Ha sido creada por Dios. Su ser es un
don: lo que ella es y el hecho mismo de
su ser son un don de Dios. "Somos hechura suya",
nos enseña el Apóstol, "creados en Cristo Jesús" " (23).
Somos criaturas de Dios, somos de Dios, y Dios ha
querido además que seamos sus hijos. Somos hombres que, por
gracia, son hijos de Dios. No somos hijos del mono.
Por tanto, para que sea buena nuestra conducta ha de
conformarse con esta realidad: nuestra filiación divina. Todas nuestras obras
han de revelar nuestro ser-hijos-de-Dios; han de manifestar que al
menos luchamos por ser buenos hijos, según el mandato amoroso
y sapientísimo: "Sed perfectos como mi Padre celestial es perfecto".
|
|
La Cuestión De Los Fines Y Los Medios |
La vida real no es plastilina que pueda adoptar la
forma que queramos. Hay una un orden una jerarquía, lo contrario, es el
caos... |
|
|
La Cuestión De Los Fines Y Los Medios |
En una anterior ocasión imaginábamos humorísticamente a unos sujetos un
tanto perturbados por lecturas «políticamente incorrectas». Uno de ellos fue
a un psiquiatra que le aconsejaba —para tranquilizarle— que se
olvidara del supuesto orden entre los medios y los fines.
«¿Qué importa que una cosa sea fin o medio? —decía
el galeno—, en realidad, todo es fin y todo es
medio, por eso nada es medio ni es fin... A
lo que responde el paciente: -Pues mire, doctor, esto mismo
me dijo el zapatero. Tenía unos zapatos de excelente diseño.
Pero yo tenía los pies grandes y no me cabían.
La solución estuvo conforme con su teoría. Llamó al traumatólogo
y me cortó los dedos de los pies. Ahora ya,
fíjese, los zapatos me sientan perfectamente.
-Pues claro que sí,
hombre. Usted creía que el pie era el fin y
los zapatos los medios: una vulgaridad. Hay que se creativos.
Por cierto, ¿por qué lleva usted ese vendaje en la
cabeza? ¿Le duele acaso la abundancia de ideas inquietantes?
-No
señor, es que mi sombrerero tiene unos sombreros de exquisito
formato, pero mi cabeza era demasiado grande. Por eso me
limó el cráneo con mucho cuidado. Cuando me quite la
venda, el sombrero me sentará de maravilla. Ahora lo entiendo
todo doctor, creativamente hablando, si el fin es excelente, el
medio puede ser execrable; perdón, quiero decir, que será también
excelente, porque lo excelente y lo execrable en rigor son
lo mismo y no existe ni lo uno ni lo
otro, ¿no es así?
El Lecho De Procusto
Esta especie
de locura que consiste en prescindir, a la hora de
actuar, del orden natural entre el fin y los medios
adecuados, está muy difundida y explica gran cantidad de crímenes
no sólo contra «la humanidad» abstracta, sino contra millones de
personas concretas, con rostro, nombres y apellidos. Se adopta una
conducta y se adapta como sea, el pensamiento, para justificarlo.
Se construye una teoría moral y se hace como Procusto.
Procusto no era el nombre de pila del mítico posadero
de Eleusis. Se llamaba Damastes, pero le apodaban Procusto que
significa «el estirador», lo cual sólo se comprendía cuando mostraba
su sistema de hacer amable la estancia a sus huéspedes.
Deseoso de que los más altos estuvieran cómodos en sus
lechos, se aseguraba de que éstos tuvieran la medida exacta
cortándoles (a los huéspedes) la porción sobresaliente de sus miembros.
Y a los bajitos les ataba grandes pesos a los
pies hasta que alcanzaban la estatura justa del lecho. Menos
mal que Teseo, forzudo atleta, puso fin a las locuras
del posadero devolviéndole con creces el trato que dispensaba a
sus ingenuos clientes.
La vida real no es una especie
de plastilina que pueda adoptar la forma que queramos. Hay
una naturaleza de las cosas, unas relaciones naturales entre ellas,
que configuran un orden de prioridades —lo contrario al caos—,
una jerarquía de valores. Es más importante la cabeza que
la mano; hay que conservar antes aquella que ésta; y,
ésta, si caemos, instintivamente se adelanta a parar el golpe.
Es más importante el coche que su cenicero. Si el
cenicero está lleno de colillas no es sensato tirar el
coche y comprarse otro, sino tirar las colillas y conservar
el coche. Si hay que vacunar a un niño, es
mejor que llore un poco que no lo haga y
haber de enterrarlo prematuramente.
La Secuencia Del Disparate
Un modo de
«procustizar» la vida es adaptarla a nuestros deseos, a costa
de lo que sea. ¿Deseo cortarme la mano?, me la
corto. ¿Deseo cortar la del vecino? Se la corto. ¿Deseo
acabar de una vez con un país molesto? Le lanzo
una bomba de hidrógeno. ¿Me molesta el guardia civil? Lo
mato. ¿No deseo embarazo, pero sí el placer? Me quedo
con el placer y aborto. ¿Te duele la cabeza? Te
la corto. Muerto el perro se acabó la rabia. ¿Deseo
tener mucho más dinero, ya? Pues lo robo. Mejor dicho,
«lo sustraigo». ¿Quién osará llamar «robo» a esto? Esto no
es más que un desplazamiento de papeles de un lugar
a otro (mi bolsillo). Sólo puede llamarse «robo» si alguien
lo sustrae de mi bolsillo y lo traslada al de
otro.
Procusto seguramente pensaría que todo el mundo había de
juzgarle como una bellísima persona que merecía la medalla al
mérito civil. Lo que sucedía es que no estaba en
sus cabales y era un peligro público. Menos mal que
no pasaba de ser un mito. Sin embargo, su talante
y estilo ético no son un mito, son una realidad
tan extendida que si los procustos volaran no se vería
el sol. Vean ustedes a sesudos parlamentarios y elocuentes portavoces
de partidos políticos, hablar de «interrupción voluntaria del embarazo», cuando
se trata de legalizar el descuartizamiento de un niño o
su defecación con la píldora RU-486. Hacen de hecho lo
mismo que hacía en teoría Jean Paul Sartre: para afirmar
la dignidad del hombre comenzaba negando a Dios y acababa
diciendo que el hombre es un «ser vomitado al mundo»,
«una pasión inútil». Es la lógica macabra del ateísmo «lógico».
También hablan de «muerte digna» cuando se trata de matar
o rematar al abuelo por compasión; etcétera.
Cómo Es El
Empedrado Del Infierno
No hace mucho un parlamentario reiteraba el aforismo
tan viejo como falso: «el fin justifica los medios». Estamos
en una sociedad que se entusiasma hasta perder el sentido
ante «las buenas intenciones» y «los buenos deseos». Se olvida
que «el infierno está empedrado de buenas intenciones y de
buenos deseos», que ambas cosas —deseos e intenciones— figuran en
el clásico refranero castellano.
Adviértase que nunca se ha dicho,
que yo sepa, que el infierno esté lleno de gente
de «buena voluntad». La voluntad es una cosa y las
intenciones y deseos son otra. El infierno no admite voluntades
buenas, porque la voluntad es algo muy serio, inconfundible con
las intenciones. Se puede tener una buenísima intención y a
la vez una voluntad perversa. Pongamos un ejemplo que hoy
sólo irritará a una exigua minoría: Adolfo Hitler. ¿No tenía
el hombre la buenísima intención de mejorar la raza aria
y convertirla en la señora del mundo? ¿Qué insensato puede
atreverse a juzgar las intenciones de Hitler? Sin embargo no
hay duda: la voluntad de Hitler era perversa y no
damos un duro por la piel de su alma, aunque
le deseemos lo mejor en la vida eterna (nunca se
sabe qué sucede en la persona a lo largo de
ese corto viaje a «la otra orilla», que se llama
muerte).
Lo cierto es que, por seguir con la sabiduría
popular, el cielo puede estar lleno de gente equivocada, compatible
con la buena voluntad y, en cambio, el infierno puede
estar lleno de gente con certezas muy firmes y buenísimos
deseos. ¡Hombre, lo que yo deseo no es matar al
niño, sino salvar el bienestar de la madre! O sea,
que defiendes el derecho de matar a un inocente ¿o
no? ¡Es que mi deseo es sublime! Sí, claro, pero
tu voluntad es criminal y tu pensamiento un caos. ¿O
no?
¿Un Buen Fin Con Medios Injustos?
Un error semejante consiste
en pensar que pueden valorarse los medios con independencia del
fin y viceversa. Creer que nos repugnan los medios de
los terroristas a la vez que nos entusiasman sus metas.
Es el error de pensar que cabe alcanzar un buen
fin con medios injustos. «Esto -dice lúcidamente J. A. Marina-
me parece falso sin paliativos. El fin incluye inevitablemente los
medios con los que se pretende llegar a ese fin.
El fin no es una idea abstracta, platónica, exenta, pulcra,
incontaminada. Es la meta más el conjunto de todos los
pasos que llegan a ella. Separar los medios y los
fines es un logicismo que no encaja con el comportamiento
real del ser humano (...) Eso es la más detestable
de las falacias: la que deja en la ignorancia ciertas
cosas para poder aprovechar la situación sin remordimientos. Se llama
mala fe».
Un fin elegido, con resultado bueno, por el
hecho de que se realice después del mal del que
se ha seguido, no convierte en bueno a ese mal,
puesto que el mal ya está hecho, ya es pasado,
y no hay nada más inmutable que el pasado. El
futuro puede cambiar. No faltan quienes aseguran que el futuro
«ya no es lo que era». Pero el pasado no
hay quien lo mueva. Si la voluntad ha hecho libremente
el mal, ya se ha hecho mala y no hay
quien lo pueda evitar. Lo mismo que con la sola
intención y un buen deseo no puedo mover una silla
o una mesa, a no ser en un escenario tipo
David Copperffield. Con tales elementos no se puede convertir un
homicidio en un nacimiento, ni un robo en una obra
de misericordia.
Además, cuando los medios son elegidos libremente, son
queridos; y por eso equivalen a fines que, en nuestro
caso, son malos.
Los Medios Configuran Los Fines
Fines y medios
no son valores independientes, que se puedan juzgar por separado,
porque los fines de alguna manera proceden de los medios;
si no, no se conseguiría ningún fin: nadie da lo
que no tiene. Es absolutamente imposible que un medio injusto
conduzca un fin justo; sería una tremenda contradicción. El fin
alcanzado por medios injustos pierde su calidad de fin y
no puede ser bueno. «La naturaleza de los fines está
implicada en la naturaleza de los medios —dice J.M. Ibáñez-Langlois—.
En cierto modo los medios contienen ya el fin; los
procedimientos anuncian el resultado. Predicar, matar, conmover, forzar, orar, no
son medios neutros que sirvan para cualquier fin: cada uno
lleva implícito el resultado». La bala lleva consigo la muerte.
En ocasiones, algunos males traen bienes. Es cierto si hablamos
de males y bienes físicos. Un río salido de madre
arrasa un poblado, pero dispone la tierra para una fecundidad
imprevista. Pero aquí estamos hablando en el orden de los
valores éticos: de bienes justos o injustos. Cierto que un
bien conseguido injustamente -por ejemplo, un millón de dólares robado-,
puede proporcionarme muchos bienes materiales: un chalé de lujo, un
yate fantástico, unos réditos suculentos, etcétera. Todo eso es bueno
de suyo. Ahora bien, ¿es justo que yo disfrute de
un chalé que he construido con dinero robado? El prolongado
usufructo de un dinero robado, ¿no será, más que un
bien, la prolongación e intensificación de una formidable injusticia? ¿Podré
pensar que, en estas circunstancias, mi vida llena de cosas
buenas y de limosnas generosísimas, es una vida noble, honrada
y generosa? Antes no podía ni dar una limosna a
un pobre. Pero, ¿podré decir que hice bien robando los
cien millones de dólares porque ahora gozo de la magnanimidad
de Robin Hood?
Pues bien, si la injusticia es aún
mayor que el robo, como por ejemplo, el asesinato de
un inocente, sea éste ciudadano adulto o hijo nonato, ¿podré
pensar honradamente que el fin justo (el bienestar de algunos)
hace buenos los medios injustos (la muerte producida a alguno)?
¿Será justo el bienestar de la madre (y de sus
cómplices), una vez perpetrado el aborto directo? El robo, el
aborto procurado, el terrorismo nunca engendrarán bienes justos. Pueden traer
algunos bienes, por supuesto. Lo que nunca sucederá es que
los frutos lleguen a ser justos: no hay fin justo
cuando se emplean medios injustos. Donde se emplean medios injustos
no caben fines justos. Lo que se logre así, por
hermoso que resulte, no podrá ser más que un hermoso
monumento a la injusticia.
Los fines requieren medios homogéneos. La
paz no se consigue con violencia, sino con heroísmo. La
justicia no puede venir de la injusticia. Dice la Sagrada
Escritura: Concupiscentia spadonis devirginavit iuvenem, sic qui facit per vim
iudicium inique (Sir 20, 2-3), que se traduce: «Como pasión
de eunuco por desflorar a una moza, así el que
ejecuta la justicia con violencia» (Biblia de Jerusalén); o «Como
eunuco que pretende desflorar a una doncella, es el que
a la fuerza hace la justicia» (Ecclo, 20, 2-3, Nacar-Colunga).
La templanza no se adquiere saciando el apetito, sino dominándolo.
La fortaleza no se consigue sin esfuerzo. De un mal
físico puede venir un bien moral (la conversión a Dios,
por ejemplo; o la unidad de la familia). Lo que
es imposible es que un mal moral engendre un bien
moral en la persona que lo realiza. La única manera
es, con la gracia de Dios, convertirse, detestar y reparar
en toda la medida posible el mal cometido y entregarse
a la consecución del bien. Dios puede utilizar las consecuencias
del mal para alcanzar un bien mayor. La Iglesia canta
O félix culpa! por el pecado original, porque el inmenso
amor ha movido a Dios a redimirnos mediante la cruz
de su Hijo. Pero sin la misericordia de Dios estaríamos
abandonados a la injusticia.
La sobrevaloración de intenciones, deseos y
«buenos sentimientos», sin atender a la verdad, a la voluntad
y a la justicia, conduce a la solidaridad con el
crimen; convierte a una sociedad en cómplice de barbaridades que
nunca habrían de suceder. Cuando se trata de cosas serias,
conviene tener la cabeza fría y, si puede ser, los
pies calientes. De lo contrario, la justicia, la democracia y,
por supuesto, la ética, no serían más que zarandajas, palabras
altisonantes para engañar a los incautos.
|
|
El Valor de las Circunstancias |
Las circunstancias en las que realizamos nuestros actos son importantes en orden a su valor moral... |
|
|
El Valor de las Circunstancias |
En artículos precedentes (1) llegábamos a la conclusión lógica, racional,
de que a pesar de su "relatividad", el bien es
algo "objetivo", que está ahí, con independencia de mi opinión
o voluntad particular. De otra parte, los actos humanos, para
ser moralmente buenos:
1) habían de tener como objeto cosas
buenas, ordenadas u ordenables al fin último de la persona;
y 2) habían de ser realizados no con simple "buena intención",
sino con "intención buena"", esto es, con intención real y
rectamente ordenada, en último extremo, al último fin, que es
Dios.
El acto externo (u objeto), y el interno (o
intención), son como dos caras de la misma moneda, dos
aspectos de un mismo acto. Para que una moneda sea
buena, de modo que valga lo que anuncia, es preciso
que sus dos caras--no una sola--sean buenas y no falsas.
Bastaría que una cara fuese falsa, para que toda la
moneda lo fuera. Así también, para que un acto humano
sea moralmente bueno, es necesario que tanto el objeto como
la intención sean buenos. Intención y objeto son, por eso,
dos principios fundamentales de moralidad.
Ahora bien, ¿basta la consideración conjunta
del objeto y de la intención para calificar con exactitud
la moralidad de un acto humano? La moral católica ha
advertido siempre que se debe contar con otro principio o
fuente de moralidad, que si no es "fundamental" es, sin
embargo, importante, y a veces mucho.
Todo acto humano se realiza
entreverado con una serie de circunstancias que aumentan o disminuyen
su propia bondad o maldad. Lo sustancial es el complejo
"objeto + intención" del acto; pero toda sustancia -en términos
clásicos- existe sustentando unos "accidentes". Así, por ejemplo, las manzanas
pueden ser más o menos grandes, más o menos sabrosas,
coloradas o blandas: el tamaño, el color, el sabor, son
los "accidentes" de la sustancia "manzana". Y para que una
manzana sea sabrosa y digestiva no basta que sea un
simple fruto del manzano. Ha de haber madurado en determinadas
condiciones de temperatura, humedad, etc. Una manzana puede resultar una
buena manzana o una mala manzana.
Las circunstancias son, pues, como
los accidentes, importantes para la sustancia tanto de las cosas
como de los actos humanos en su aspecto moral, y
le afectan más o menos profundamente. Suelen señalarse las siguientes:
I.
Las que afectan al objeto moral:
a) tiempo: es diversa la
maldad de un pensamiento, por ejemplo, según dure pocos minutos,
o muchas horas
b) lugar: no es lo mismo blasfemar en
una iglesia, que en otro sitio; u ofender a una
persona en público o en privado;
c) cantidad: es diversa
la bondad de una limosna pequeña o magnánima; así como
la maldad de un robo de unas pocas monedas, o
de una suma considerable;
d) efectos: el robo de una
misma cantidad de dinero no tiene la misma gravedad moral
si se hace a un pobre o a un rico,
porque sus consecuencias son muy diversas. Es muy distinto dar
mala o buena doctrina en una revista de ámbito limitado,
que en una publicación muy difundida en televisión, etc. Esta
es la más importante de ias circunstancias que afectan al
objeto moral.
II. Las que afectan al sujeto:
e) la condición de
quién obra: sería más grave la exposición de un error
doctrinal por una persona de gran prestigio que por otra
a quien casi nadie hiciera caso.
f) modo de obrar: la
modalidad de la acción denota una mayor o menor bondad
o malicia. Por ejemplo, la delicadeza con que se hace
una corrección, o la brutalidad con que se comete un
asesinato;
g) medios empleados: el uso de determinados medios matiza la
moralidad de la acción. Así, el robo a mano armada
es más grave que el simple robo o el hurto;
h)
motivos circunstanciales: se trata de intenciones concomitantes al fin principal,
pues no causan el acto, que se haría sin ellas.
Por ejemplo, el que realiza un acto de servicio por
caridad, pero esperando alguna compensación humana: agradecimiento, retribución, elogios. Las
intenciones torcidas secundarias, aunque por sí sólo disminuyen la bondad
del acto, son importantes, porque poco a poco van ahogando
la intención principal, y pueden llegar a sustituirla. En cambio,
los motivos buenos refuerzan la intensidad de la acción buena
(2).
Lo Que Pueden Cambiar Las Circunstancias
"Algunas circunstancias mudan la especie
moral o teológica del acto". Así, el lugar del robo
puede mudar la especie, haciendo que un robo simple se
convierta en robo sacrílego (si se comete en una iglesia);
los pecados contra la castidad no tienen la misma especie
moral según se cometan con uno mismo o con otra
persona, y según su condición (por ejemplo, un casado o
un soltero). Ciertas circunstancias pueden cambiar también la especie teológica
(es decir, el carácter grave y leve de un pecado
de la misma especie moral); por ejemplo: la cantidad robada
hace que el robo sea pecado venial o mortal; una
injuria, por sus circunstancias, puede ser grave o leve. Todas
las circunstancias que mudan la especie moral o teológica del
acto deben declararse expresamente en la confesión.
"En realidad, este tipo
de circunstancias, aunque en sentido físico son sólo accidentales, en
sentido moral ya rebasan este carácter, y entran a formar
parte del objeto o del fin. Así, el lugar sagrado,
en el caso del robo sacrílego, entra en la sustancia
del acto, pues implica una nueva relación a la norma
moral, y esto cambia esencialmente el objeto. De ahí la
obligación de confesarla. No es esencialmente lo mismo una simple
fornicación que un adulterio. Igualmente, cuando un motivo circunstancial pasa
a ser la intención principal del acto, le da una
moralidad esencial que en otro caso no tendría" (3).
Es obvio
que hay circunstancias que, moralmente, son irrelevantes; por ejemplo, la
hora en que se asiste a Misa. Las que influyen
en la moralidad del acto son las que añaden una
nueva conformidad o disconformidad con el orden de la razón.
Lo
Que No Pueden Cambiar Las Circunstancias
Las circunstancias pueden hacer que
una cosa buena se haga mejor o que una cosa
mala se haga peor. Lo que no podrán hacer nunca
las circunstancias es que un objeto intrínsecamente malo se convierta
en moralmente bueno. Unas setas venenosas, por bien aderezadas que
estén, nunca llegarán a ser saludables. Tampoco unos gramitos de
arsénico, aunque se hallen espolvoreados en una sabrosísima tarta helada.
Y una fruta podrida, aunque esté almibarada, jamás llegará a
ser digestiva. Es decir, por mucho que cambien las circunstancias
lo que es sustancialmente malo, malo se queda. Nunca podrá
ser bueno matar a un inocente--sea o no nacido--aunque su
muerte produjera grandes beneficios o evitara grandísimas catástrofes. Cosa análoga
cabe decir, por ejemplo, de la negación del salario justo
y posible, o de la mentira.
La importancia de las circunstancias
no debe oscurecer la verdad proclamada incesantemente por la recta
razón y el Magisterio de la Iglesia: que hay normas
morales que ninguna circunstancia o conjunto de circunstancias eximen de
su estricto cumplimiento. "La norma suprema de la vida humana--recordamos
el Concilio Vaticano 11--es la misma ley divina, eterna, objetiva
y universal" (4). Ya Pío Xll hubo de denunciar la
falsedad de la llamada "ética de la situación". En un
importante discurso, dijo así:
"La ética nueva (adaptada a las circunstancias),
dicen sus autores, es eminentemente individual. En la determinación de
la conciencia, cada hombre en particular se encuentra directamente con
Dios y ante El se decide, sin intervención de ninguna
ley, de ninguna autoridad, de ninguna comunidad, de ningún culto
o confesión, en nada y de ninguna manera. Aquí sólo
existe el yo del hombre y el YO de Dios
personal; no del Dios de la ley sino del Dios
Padre, con quien el hombre debe unirse con amor filial
(...) La intención recta y la respuesta sincera, son lo
que Dios considera; la acción no le importa. Por ello,
la respuesta puede ser la de cambiar la fe católica
por otros principios, la de divorciarse, la de interrumpir la
gestación, la de rehusar la obediencia a la autoridad competente
en la familia, en la Iglesia, en el Estado; y
así, en otras cosas" (5). Todo dependería de las circunstancias,
o, en otros términos, de la "situación" en la que
se halle la persona, que siempre es única e irrepetible
.
Es cierto que toda decisión moral concierne a un individuo
"en situación", en circunstancias concretas, singulares, que a veces son
irrepetibles, y que no siempre existen normas morales absolutamente obligatorias
que pueden aplicarse con independencia de la situación. Es ésta
una verdad de antiguo conocida por la ética católica que
afirma la necesidad de la rectitud de intención--aunque no baste--para
que las acciones sean buenas. Porque sólo con intención recta,
es decir, derechamente dirigida no al interés personal sino al
bien en sí --a Dios, en definitiva--podrá formarse un buen
juicio de conciencia, y obrar prudentemente, después de un atento
examen de las normas morales correspondientes aplicadas a cada caso
concreto (6).
Sin rectitud de intención, las pasiones fácilmente enturbian el
juicio, porque embotan la mente o desvían la voluntad (7).
En cambio, la intención recta facilita las decisiones buenas, y,
si se ha errado, la rectificación. De este modo, la
ética cristiana "revela un sentido de la actividad personal y
contiene en si todo cuanto de justo y positivo puede
haber en la llamada ética según la situación, evitando sus
confusiones y desviaciones" (8). Manteniendo el hecho incuestionable de la
existencia de normas que obligan en todos los casos. Así,
por ejemplo, "el odio a Dios, la blasfemia, la idolatría,
la defección de la verdadera fe, el perjurio, el homicidio,
el falso testimonio, la calumnia, el adulterio y la fornicación,
la masturbación, el robo y la rapiña, la sustracción de
lo que es necesario a la vida, la defraudación del
salario justo, el acaparamiento de los víveres de primera necesidad
y el aumento injustificado de los precios, la barracota fraudulenta,
las injustas maniobras de especulación--todo ello--está gravemente prohibido por el
Legislador Divino" (9).
El Papa Pio Xll salía al paso de
una posible objeción: "Se preguntará de qué modo puede la
ley moral, que es universal, bastar e incluso ser obligatoria
en un caso particular, el cual, en su situación concreta,
es siempre único y de una vez". Pues bien, responde
Pio Xll: "Ella lo puede y lo hace, porque, precisamente
a causa de su universalidad, la ley moral comprende necesaria
e intencionalmente todos los casos particulares, en los que se
verifican sus conceptos. Y en estos casos, muy numerosos, ella
lo hace con una lógica tan concluyente, que aun la
conciencia del simple fiel percibe inmediatamente Y con plena certeza
la decisión que se debe tomar" (10). "Esto vale especialmente
para las obligaciones negativas de la ley moral, para las
que exigen un no hacer, un dejar de lado. Pero
no para estas solas. Las obligaciones fundamentales* de la ley
moral están basadas en la esencia, en la naturaleza del
hombre y en sus relaciones esenciales, y valen, por consiguiente,
en todas partes donde se encuentre el hombre" (11).
En efecto,
ya hemos dicho en otro momento que allí donde hay
persona humana, por el mismo hecho, allí hay Decálogo; porque
los Diez Mandamientos no son un pegote adosado a la
vida humana, sino que emanan de su misma naturaleza (12).
Por
lo demás, "Las obligaciones fundamentales de la ley cristiana, por
lo mismo que sobrepasan a las de la ley natural,
están basadas sobre la esencia del orden sobrenatural constituido por
el Divino Redentor" (13).
Errores De La "Etica De La Situación
Después
de enumerar las obligaciones fundamentales, concluye: "No hay motivo para
dudar. Cualquiera que sea la situación del individuo, no hay
más remedio que obedecer.
"Por lo demás--continúa Pio XII--, a la
ética de situación oponemos tres consideraciones o máximas.
"La primera: Concedemos
que Dios quiere ante todo y siempre la intención recta;
pero ésta no basta. El quiere además, la obra buena.
"La
segunda: No está permitido hacer el mal para que resulte
un bien (cfr. Rom 3, 8).
Pero esta ética obra--tal
vez sin darse cuenta de ello--según el principio de que
"el bien santifica los medios" .
"La tercera: Puede haber situaciones
en las cuales el hombre--y en especial el cristiano--no pueda
ignorar que debe sacrificarlo todo, aun la misma vida, por
salvar su alma. Todos los mártires nos lo recuerdan. Y
son muy numerosos, también en nuestro tiempo (...) ¿habrían, por
consiguiente, contra la situación, incurrido ifiútilmente --y hasta equivocándose--en la
muerte sangrienta? Ciertamente que no; v ellos, con su sangre,
son los testigos más elocuentes de la verdad, contra la
nueva moral" (14).
Más recientemente insistía la Santa Sede en el
error, más difundido aún: "Se equivocan, por tanto, los que
ahora sostienen en gran número que, para servir de regla
a las acciones particulares, no se pueden encontrar ni en
la naturaleza humana, ni en la ley revelada, ninguna norma
absoluta e inmutable fuera de aquella que se expresa en
la ley general de la caridad y del respeto a
la dignidad humana. Como prueba de esta aserción aducen que,
en las que llamamos normas de la ley natural o
preceptos de la Sagrada Escritura, no se deben ver sino
expresiones de una forma de cultura particular, en un momento
determinado de la historia.
"Sin embargo, cuando la Revelación divina y,
en su orden propio, la sabiduría filosófica ponen de relieve
exigencias auténticas de la humanidad, están manifestando necesariamente, por el
mismo hecho, la existencia de leyes inmutables inscritas en los
elementos constitutivos de la naturaleza humana; leyes que se revelan
idénticas en todos los seres dotados de razón" (15).
Siempre Es
Posible Cumplir La Ley Moral
En ocasiones, las circunstancias en las
que se halla la persona, son tales que ponen muy
cuesta arriba el cumplimiento de la ley moral; las dificultades
pueden ser ser grandes. Por eso--dice el Papa Juan Pablo
II--si "es siempre muy importante poseer una recta concepción del
orden moral, de sus valores y normas; la importancia aumenta,
cuanto más numerosas y graves se hacen las dificultades para
respetarlos" (16). Es necesario entonces andar alerta, porque no dejarán
de oírse las voces de la comodidad, del egoísmo, de
la sensualidad--incluso voces externas, de parientes, amigos, conocidos--, que intenten
convencernos de que en ese momento somos una excepción que
nos dispensa de cumplir la ley moral universal y objetiva.
Es preciso no olvidar que el designio de Dios Creador
responde a las exigencias más profundas del hombre (17); que
no es un "capricho", obra de un Dios que se
complace en mortificarnos, sino de un Padre que no quiere
más que el bien auténtico de sus hijos; que su
yugo es suave y su carga ligera (18); que si
bien las fuerzas humanas son escasas y pueden parecer nulas,
la gracia de Dios nunca falta y es omnipotente.
Dios no
es injusto. Su ley es siempre justa y sabia, fruto
de su Amor inconmensurable. En Dios --parafraseando la Escritura--"el amor
y la justicia se besan", y como consecuencia de ambos
atributos divinos, Dios nos exige cumplir siempre la ley moral--también
en esas circunstancias difíciles, incluso heroicas--, y al mismo tiempo
nos presta su fortaleza, el poder cumplirla siempre: también "ahora
" .
Hablando de las dificultades que a veces se presentan
en la vida conyugal para cumplir la ley de Dios,
Juan Pablo II recuerda a los esposos que "no pueden
mirar la ley como un mero ideal que se puede
alcanzar en el futuro, sino que deben considerarla como un
mandato de Cristo Señor a superar con valentía las dificultades"
(19). No se trata de ocultarlas ni de rendirse ante
ellas, tranquilizando la conciencia con un "no puedo", o "es
demasiado para mí ahora", en esta "situación" tan enojosa.
El Papa
insiste en que la llamada "ley de gradualidad"--el hecho de
que hayamos de ascender paso a paso hacia la perfección
humana y cristiana--no debe confundirse con una supuesta "gradualidad de
la ley, como si hubiera varios grados o formas de
precepto en la ley divina para los diversos hombres y
situaciones" (20).
"Se nos puede preguntar--decía Juan Pablo Il en otra
ocasión--, en efecto, si la confusión entre la "gradualidad de
la ley" y la "ley de la gradualidad" no tiene
su explicación también en una estima escasa por la ley
de Dios. Se mantiene que ésta no es adecuada para
todo hombre, para toda situación, y, por ello, se desea
sustituirla por un orden distinto del orden divino" (21). Ante
ese grave error, el Papa recuerda que la ley que,
en el Antiguo Testamento, constituía una carga pesada, "se convirtió
por obra de Dios en carga ligera y fuente de
libertad". La ley "no está solamente impuesta desde el exterior,
sino también y sobre todo, otorgada en el interior" (22),
es algo muy nuestro, hasta el punto de que sin
ella nosotros mismos dejaríamos de ser (23).
"Mantener que existen situaciones
en las cuales no es de hecho posible a los
esposos ( y esto que dice el Papa vale para
todos, en cualquier caso) ser fieles a todas las exigencias
de la verdad de amor conyugal, equivale a olvidar este
acontecimiento de gracia que caracteriza a la Nueva Alianza: la
gracia del Espíritu Santo hace posible lo que al hombre,
dejado a sus solas fuerzas, no es posible" (24). Y
concluye Juan Pablo II su discurso, recordando que "Todos, incluidos
los cónyuges, somos llamados a la santidad, y es vocación
ésta que puede exigir también el heroísmo. No debe olvidarse"
(25).
Obviamente se requieren ciertas "condiciones humanas--psicológicas, morales y espirituales-que son
indispensables para comprender y vivir el valor y la norma
moral".
"No hay duda de que entre estas condiciones se deben
incluir la constancia y la paciencia, la humildad y la
fortaleza de ánimo, la confianza filial en Dios y en
su gracia, el recurso frecuente a la oración y a
los sacramentos de la Eucaristía y de la reconciliación" (26).
No es poco, pero lo que no es honesto es
decir que "no se puede", sin luchar seriamente por vivir
esas virtudes, por los demás, elementales. "Ayúdate y Dios te
ayudará", en toda circunstancia, en toda situación; y vencerás. Quizá
sufrirás derrotas; quizás muchas derrotas. Y Dios te levantará siempre
con su misericordia, con tal de que tengas la honradez
de no decir "no puedo". Y, al cabo, con la
gracia de Dios, podrás llamarte vencedor.
(I) DOCUMENTACION DOCTRINAL, nn. 42
y 43, (2) Cfr. R. GARCIA DE HARO, Cuestiones fundamentalesde
Teologia Moral, Ed. Eunsa, Pamplona 1980, p. 60; (3) Ibidem,
pp. 61-62; (4)DignitatisHumar*ae, 3; (5) PIO XII, Discurso, 18-lV-1952; (6)
Cfr. Ibidem; Decreto de la C.D.F., 2-11-1956, CE 1327/2; (7)
Cfr. ANTONIO OROZCO, La libertad en el pensamlento, Ed. Rialp,
Madrid 1977, pp. 113-145; (8) PIO XII, 1. c., (9)
Ibidem; (10) Ibidem; cfr. S. Th., qq. 47-57; (11) Ibidem;
(12) Cfr. ANTONIO OROZCO, La libertad y la ley moral,
Cuadernos Mundo Cristiano, nº. 35, Madrid 1983; (13) PIO XII,
I .c.; (14) Ibidem; (15) S.C.D.F., Declaración Persona humana, 29-X11-1975,
n. 4; (16) JUAN PABLO II, Exh. Apost. Famlllaris consortio,
34; (17) Cfr. Ibidem; (18); (19) JUAN PABLO 11, I.c.
(20) Ibidem, (21) JUAN PABLO II, Discurso, 7-lX-1983; (22) Ibidem;
(2i) Cfr. ANTONIO OROZCO, o.c.; (24) JUAN PABLO II, I
.c.; (25) Ibidem; (26) JUAN PABLO II, Famillaris consortio, n.
33.
|
|
La Libertad y la Ley Moral |
Hay quienes sueñan en ser «libres como los pájaros». Pero las palomas -advierte Kant- no pueden volar en el vacío. |
|
|
La Libertad y la Ley Moral |
¿Se Quiere O Se Teme La Libertad?
En estos tiempos que
corren se diría que la libertad se tiene como el
valor supremo. Sin embargo, no es así. Contra las apariencias,
la libertad -me refiero a la libertad personal, íntima, que
es dominio de sí, señorío sobre los propios actos- hoy,
interesa muy poco. Más aún, se huye de ella como
del aceite hirviente. Tanto la praxis como las teorías que
se suelen exhibir en la mayoría de centros académicos, aulas
universitarias, Facultades de Sicología, Sociología, etcétera, niegan esa libertad personal
del hombre. Me lo confirmaba, hace poco el prestigioso catedrático
de Sicopatología Dr. Aquilino Polaino, en una sesión del Aula
Europa XXI. Lo que se suele enseñar en las Universidades
-salvo excepciones- es que el hombre es un ser que
procede del simio, que emerge en medio de un piélago
de instintos, entre los cuales la libertad no puede por
menos que naufragar sin remedio.
Esta situación es muy grave, porque
supone que en los más altos niveles educativos de gran
parte de mundo no se sabe qué es el hombre.
Sucede entonces que se identifica la libertad con el instinto,
la espontaneidad, la independencia, o cualquier otra fuerza indomable, material,
predeterminada por algún agente cósmico. La persona «ilustrada» en esos
centros o ambientes fácilmente se somete a sus instintos desquiciados
o, si no renuncia a la lógica del pensamiento, desespera
de ser hombre e incurre quizá en alguna forma de
patología psíquica o mental.
Qué Es La Libertad Personal
Ahora bien, la
dignidad que se intuye en la persona, implica necesariamente la
libertad, entendida no como simple posibilidad de optar o elegir
entre unas cuantas cosas más o menos interesantes, sino como
capacidad de decidir por mí mismo lo que he de
hacer en cada momento para ser lo que quiero ser.
(Y, en resumidas cuentas, lo que quiero es ser feliz,
estar satisfecho. Cómo se alcanza es otra cuestión).
Libertad personal-me gusta
poner énfasis en el adjetivo, para distinguirla de sus remedos
simiescos y de otras reducciones infrahumanas es dominio, señorío sobre
mis actos, y por eso, sobre mí mismo y, en
buena medida, sobre mi destino temporal y eterno, que Dios,
mi Creador, ha puesto en manos de mi libertad (Cfr.
Ecclo. 15,17). La libertad es una de las caras, facetas
o dimensiones del ser personal en cuanto activo u operativo.
La otra cara, faceta o dimensión correlativa es la responsabilidad.
Precisamente porque soy "dueño", puedo dar razón de mis actos.
Mis actos son míos, no de fuerzas anónimas ni de
ningún otro sujeto que quisiera decidir en mi lugar. De
modo que si hay libertad, hay -quiérase o no- responsabilidad;
y si hay responsabilidad es porque hay capacidad libre de
querer y decidir. No hay sol sin luz, ni fuego
sin calor. Libertad y responsabilidad son dos caras de la
misma moneda, dos facetas del señorío que recibe la persona
al ser creada.
Este concepto racional de la libertad como dominio
y señorío de sí con vistas a la plenitud del
bien personal, contrasta con la fascinante idea que ha trastabillado
a mucha gente: la idea de una naturaleza humana con
la que poder hacer cuanto viene en gana, desde lo
más razonable a lo más disparatado. Autores hay que, para
sostener esa opinión, han llegado afirmar que «la naturaleza del
hombre consiste en no tener naturaleza». Sartre, por ejemplo, con
el fin de afirmar una libertad infinita para el hombre,
niega la existencia de Dios y la existencia de valores
morales objetivos; niega la existencia de naturaleza humana, porque ésta
supone estabilidad y finalidad, y ninguna de estas dos ideas
puede ilustrarle la de libertad. Estabilidad y fijeza parecen limitar
radicalmente hasta negar toda libertad. Con una muy falsa idea
de libertad, a muchos les ha parecido que optar por
la libertad requiere la negación tanto de la naturaleza humana
como de la naturaleza divina.
Hay Naturaleza Humana
Sin embargo, hay algo
obvio que nos obliga a admitir la existencia de naturaleza
humana, es decir, de un denominador esencial común al ser
de cada hombre, desde Adán, pasando por el de Neardenthal,
Cervantes, Newton, Einstein, la Tatcher, Bush, Gorvachov... Algo en común
que nos fuerza a considerarnos miembros del mismo género humano.
Hablamos,
y nos entendemos, de comportamientos "humanos" y de comportamientos "inhumanos";
de "naturales" y "antinaturales" (que no es lo mismo que
"artificiales"). Hay hombres "humanos" y "hombres inhumanos", hombres que destacan
por optimizar sus propios talentos y otros "deshumanizados", que se
han echado a perder inmersos en el mundo de la
droga, de la prostitución o de cosas de semejante linaje.
¿Qué
sentido podría tener nuestro léxico, si no hubiese naturaleza humana?
Hay una distinción patente, aunque la frontera no aparezca siempre
nítida a nuestra observación, entre lo humano y lo inhumano.
Las fronteras no siempre aparecen bien definidas, pero es indudable
que hay lindes. El límite de lo humano es lo
inhumano: por ejemplo los campos nazis de concentración son inhumanos;
los campos marxistas de Camboya o Cuba, la violencia sexual,
la esclavitud..., son cosas inhumanas. En cambio, gentes de muy
diversa cultura tenemos, por ejemplo, a Juan Pablo ll por
una persona "muy humana", más aún, por alguien "experto en
humanidad". El mismo Gorvachov, procedente de la Plaza Roja de
Moscú, reconocía en el Vaticano, ante el Romano Pontífice, que
se encontraba ante la máxima autoridad moral del mundo.
Es evidente
que un cocodrilo es inhumano y nunca podrá escribir nada
sobre "La libertad y la ley moral". Las personas, precisamente
porque somos seres superiores, debemos vivir de modo adecuado a
la dignidad que nos corresponde, debemos comportarnos con un estilo
no inferior a la categoría del ser que Dios nos
ha regalado.
"El obrar sigue al ser", es un axioma antiguo,
que significa dos cosas: a) que todo ser es dinámico,
operativo, tiende a la acción; b) que la operación específica
de cada ser es proporcionada a la categoría del propio
ser: no puede rebasarla y no debe reducirse voluntariamente a
un nivel inferior.
Para poder estar satisfechos (satis-fechos) y ser felices
necesitamos comportarnos de manera adecuada a nuestro ser, a la
altura de la dignidad que nos corresponde, empleando a fondo
nuestra libertad, sirviéndonos de las leyes que rigen el perfeccionamiento
personal.
Las leyes físico químicas o biológicas, lejos de impedir el
desarrollo de los seres vivos, lo hacen posible. Las leyes
biológicas hacen posible que el piñón se transforme en pino
y no en una rana o viceversa, y que el
embrión humano se desarrolle hasta llegar a ser hombre adulto.
¿Qué
pasaría si no hubiera leyes en el cosmos? ¿Qué sucedería
si no existiera, por ejemplo, la ley de la gravedad?
Podría pasar que el mar trepara por las montañas, los
océanos quedaran vacíos y las piedras cayeran hacia arriba. La
sopa saldría del plato untándolo todo con su pringosa sustancia...
Podríamos ser súbitamente despedidos al espacio vacío, hacia el aburrimiento
perpetuo de las nebulosas cósmicas. No habría tierra firme ni
lugar donde asirnos.
Pero gracias a que existe la ley de
la gravedad, y otras muchas, la tierra es un planeta
azul habitable. Gracias a que existen leyes, "normas", es decir,
cauces por los que discurren las cosas, hay ríos y
mar y lluvia y cosechas; es posible la vida, el
orden, el conocimiento científico, el desarrollo técnico... La "libertad de
volar" se funda -como decía Heisemberg- en el respeto riguroso
a las leyes de la aerodinámica, que, por cierto, nada
tienen de arbitrario o azaroso. La construcción de aeroplanos cada
vez más perfectos, ha requerido entre otras cosas el conocimiento
cada vez más exacto de las leyes que han de
ser respetadas escrupulosamente para que un armatoste pesadísimo remonte el
vuelo como si de una golondrina se tratara y no
se estrelle y nos traslade a donde le ordenemos. Por
lo tanto, podemos sentar un principio ya evidente: la ley
natural no es tanto un límite como una potencia activa.
Son las leyes del arte de vivir humamente la lihertarl
interior creciente.
Leyes Que Hacen Posible La Libertad
No es difícil llegar
ahora al principio siguiente: la ley moral lejos de ser
negación de libertad, la hace posible.
Hay quienes sueñan en ser
«libres como los pájaros». Pero esto no pasa de ser
una imagen poética sin valor real alguno. La libertad de
los pájaros es una libertad muy poco libre, muy rudimentaria
y superficial, porque está regida por una fuerza instintiva, inevitable,
por tanto no libre. El pájaro vuela, pero no sabe
por qué, ni se lo plantea, y por eso no
puede quererlo ni no quererlo. Y sobre todo no puede
querer-quererlo.
Las leyes que hacen posible el comportamiento libre son las
leyes que llamamos morales. Como la libertad es vida y
no caos, tiene sus leyes, que son las leyes del
ser personal. Sólo conociendo bien esas leyes el hombre podrá
servirse de ellas en beneficio de su libertad sin deteriorarla.
Son leyes que, a diferencia de las físicas o biológicas,
cabe no cumplir, pero como rigen el comportamiento de los
seres libres, "deben" ser cumplidas para mantener y perfeccionar el
vigor de la libertad: son las leyes morales. Quien las
incumple es cada vez más esclavo de sus propias pasiones
o de las ajenas: no es capaz de hacer lo
que quiere de verdad. No puede estar satisfecho.
Son libres quienes
no sólo quieren, sino que pueden querer y no querer
su propio querer. Yo soy libre no tanto porque "quiero",
sino en la medida en que puedo decidir sobre querer
o no querer mi querer lo que quiero. Parece un
juego de palabras, pero no es ningún juego; cada palabra
es necesaria y justa.
Cabría decir que "el ratón quiere el
queso". Lo que no podemos decir de ninguna manera es
que quiere su querer. El ratón no es dueño de
sus actos. Libertad es dominio sobre los propios actos: por
tanto, sobre el propio querer. Si nopuedo-no-querer-mi-querer, entonces no soy
libre de querer. Pero si puedo querer-mi-querer y también no-quererlo,
entonces soy libre con una libertad profunda y esencial, aunque
esté encadenado en el fondo de una mazmorra.
La Libertad Esencial
Es La Del Querer
La libertad esencial es del querer. Pero
¿de dónde me viene a mí ese poder de querer
o no querer mi querer? Ese poder sólo puede venir
de un ser de naturaleza irreductible a cosa material. Sólo
puede tener un origen extracósmico (en Dios) y un modo
de ser tal que se encuentre abierto, referido esencial y
constitutivamente, en tensión invencible, a la totalidad del bien; dicho
desde otro ángulo, al bien sin límite y sumo, que
en la realidad no es otro que Dios. Por eso
ningún otro bien puede satisfacer -llenar- mi voluntad, ni, en
consecuencia, atraerla invenciblemente. Somos libres de todo lo finito porque
tenemos un innato amor -no siempre consciente- a lo infinito.
Lo finito solo, deja siempre un vacío imposible de llenar
si no es por el Infinito Bien.
Como yo no "veo"
a Dios, puedo preferir mi querer al querer de Dios,
aunque éste sea infinitamente más amable. Puedo querer mi propio
querer por encima de todo lo demás, incluso por encima
de Dios mismo. Pero entonces el yo suplanta a Dios,
se concentra en sí mismo y, al empobrecer infinitamente su
horizonte, se empobrece a sí mismo infinitamente. En la otra
cara de la grandeza está la de la miseria de
la libertad humana: su capacidad de decir que no al
Sumo Bien y optar por un bien infinitamente más pequeño,
mezquino, egoísta, que se reduce al vacío, porque se encuentra
desvinculado de Dios. Y el vacío no satisface, no hace
feliz.
Si yo me pongo a mí mismo como si fuese
mi propio fin, entonces me convierto en un ser vacío
y desgraciado, porque me quedo solo; lo quiero todo para
mí, lo centro todo en mí. Pero eso, a la
postre, genera una tremenda frustración, porque yo solo ¿qué soy?
¿qué soy por mí mismo?: lo que era hace cien
años: nada de nada. De modo que cuando me elijo
a mí mismo como centro, me concentro en un abismo
de nada, me condeno a la infelicidad total.
La Primera Ley
De La Libertad
Esta es, pues, la primera ley de la
libertad: elegir a Dios como quien es, por ser Dios;
querer amarle con todo el corazón, con toda el alma,
con todas mis fuerzas. Cuanto más quiera el Bien infinito
tanto más libre seré, en la práctica, respecto a los
bienes finitos; más satisfecho me encontraré.
La primera ley de la
libertad es la primera ley moral: elegir a Dios siempre,
ante todo y sobre todo.
Y si no, ¿qué pasa? Que
se trata de vivir como si Dios no existiera, como
si se pudiera vivir en el cosmos sin las leyes
físicas. Como si alguien creyéndose Superman, desafiara la ley de
la gravedad y se lanzase por la ventana para volar
hacia las estrellas.¿Qué sucedería? ¡Que se estrellaría!, sin remedio. Quedaría
hecho papilla y todo el mundo se daría cuenta, porque
una ley natural es intraicionable
Cuando se desafía la primera ley
de la libertad, que es la primera ley moral, no
suele notarse a primera vista daño alguno, porque no es
una ley física lo que se viola. Pero las consecuencias
no son menos graves, porque la ruptura sucede en lo
más íntimo del ser personal: se ha roto el vínculo
con Dios-Verdad-Bondad-Sabiduría-Belleza-Vida. Ha muerto -si la había- la vida sobrenatural
de la Gracia santificante, vida divina de hijos de Dios,
y se ha abierto la puerta a la angustia eterna:
a una vida sin Dios y, por consiguiente, sin amor,
sin verdad, sin belleza, sin libertad esencial, sin sentido.
«Yo No
Hago Mal A Nadie»
El intento de saltarse una ley moral
siempre causa un daño a lo más íntimo y personal.
Cuando se ha consentido, por ejemplo, un mal deseo contra
alguna virtud necesaria para la perfección de la persona, como
la justicia, la caridad, la castidad, la laboriosidad, etcétera, se
ha producido un daño real. Y por eso Dios Padre
lo prohíbe. Cuando se impugnan ciertas exigencias de la ley
moral, por ejemplo, las que tienen que ver con ciertos
aspectos de la castidad, o con los pecados internos, con
la sólita frase: "¡si yo no hago mal a nadie...!",
cabe replicar: ¿Cómo que no haces mal a nadie? ¡Te
haces mal a ti mismo!, para empezar. Reduces infinitamente el
horizonte de tu libertad, eliges un bien minúsculo que te
dejará pronto insatisfecho y te cierras a los grandes bienes
a los que estás llamado desde lo más íntimo de
tu ser; te encierras en un egoísmo que se hará
cada vez más hermético e insolidario; con tus egoísmos contaminas
el ambiente, que, quiérase o no, "se masca". O sea,
que haces daño a mucha gente y a tu libertad
ya depauperada y a tu conciencia ya en tinieblas.
La negación
de una ley moral, sobre todo de la primera, tiene
un efecto negativo inmediato en el entendimiento: oscurece la luz
natural de la razón. La verdad es luz del entendimiento,
y negar una verdad es como apagar un foco de
luz, oscurecer en cierta medida la luz de la razón,
restar agudeza a la visión en general. Ya todo se
ve peor. Porque entre las verdades hay una coherencia íntima,
una conexión profunda por la cual se iluminan unas a
otras. De modo que negar una verdad, es disponerse a
negar otras muchas.
Como consecuencia, debido a las implicaciones mutuas entre
inteligencia y voluntad (cfr. A. Orozco, La libertad en el
pensamiento, Madrid 1977, parte III), la debilidad de la mente
redunda en flaqueza del querer. El defecto del entendimeinto conlleva
la disminución de la energía original de la libre voluntad.
En
cambio, tanto más libre seré cuanto más acierte en la
elección de los verdaderos bienes, los que conducen al Bien
Sumo.
Es muy de agradecer que el Papa Juan Pablo II
haya ofrecido al mundo un documento de la máxima importancia,
la encíclica Veritatis Splendor, donde se habla para nuestro tiempo
de las relaciones tan íntimas e insoslayables entre libertad, conciencia,
verdad, bien, ley moral y felicidad. Todas esas realidades que
constituyen el ámbito propio de la persona y la razón
de su dignidad.
|
|
La Etica Perfecta de la Libertad |
Los actos humanos para ser moralmente buenos necesitan de ciertas condiciones... |
|
|
La Etica Perfecta de la Libertad |
Incluso dentro del ser manipulado hay suficiente remanente
de este factor llamado libertad que existe en la conducta
humana. Los materialismos son incapaces de comprender la libertad interior,
la dimensión profunda de cada ser humano.
Por En
anteriores capítulos de estos "Apuntes de Ética"", descubríamos que, para
ser moralmente buenos, los actos humanos:
1) habían de tener como objeto
cosas buenas, ordenadas u ordenables al fin último de la
persona que es Dios;
2) habían de ser realizados no con
simple "buena intención", sino con "intención buena", esto es, realmente
ordenada, derechamente dirigida, al menos implícitamente, al último fin;
y 3)
que las circunstancias o ingredientes accidentales del acto humano no
lo viciaran (unos gramitos de arsénico convierten en mortal una
sabrosa y sanísima tarta helada).
Vimos cómo las circunstancias pueden hacer
que una cosa buena se haga mejor, o que una
cosa mala venga a ser peor; también, en ocasiones, atenúan
la bondad o maldad de un acto. Sin embargo, no
podrán hacer nunca que un objeto intrínsecamente malo (por ejemplo,
matar a un inocente) se convierta en moralmente bueno. Dios
quiere ante todo y siempre la intención recta; pero ésta
no basta. El quiere además la obra buena (1). Por
eso el Magisterio de la Iglesia ha condenado reiteradamente los
errores de las éticas llamadas "de situación", según las cuales,
las circunstancias justificarían acciones opuestas no sólo a las leyes
evangélicas, sino también a la ley natural, universal y objetiva
(que, como se sabe, ha sido también objeto de revelación
divina en sus principios fundamentales).
Sin embargo, lejos de extinguirse, esos
errores parecen difundirse más y más; quizá por doble motivo:
el decaimiento de la fe, incluso en algunos teólogos católicos,
y la expansión del ateísmo teórico o práctico. En consecuencia,
el relativismo y pragmatismo éticos encuentran vía cada vez más
ancha hasta desembocar en las formas extremas de "permisivismo" a
ultranza.
La coherencia en la verdad siempre es difícil, pero posible.
El error, en cambio, siempre crea paradojas y esquizofrenias, que
resultarían cómicas de no estar en juego la felicidad temporal
y eterna de las personas afectadas.
El Laberinto Permisivo
Se ha advertido
con acierto que, en algunos países, en nombre de la
libertad se ha despenalizado la droga; se ha invocado incluso
un supuesto «estado superior» que alcanzaría el drogado, apto para
concebir insospechadas creaciones artísticas o literarias de enorme valor para
la humanidad. Después, se comprueba que casi ningún drogadicto «crea»
nada; más bien se convierten en atracadores. Entonces se arguye
la necesidad de «buenos» Centros de Rehabilitación que permitan recuperar
para «el buen camino» a los adictos al estupefaciente (2).
La
pregunta es inevitable: ¿cuál es el «buen camino»? El relativista,
el pragmático, el materialista, el situacionista, no sabe responder: carece
de una definición fundada de ""lo que es bueno". En
el ámbito de la vida pública, «lo bueno» se suele
confundir con los intereses de un grupo, de una clase,
de un partido o de un gobierno. Así, por ejemplo,
si consigue incrementar votos, se tiene por «bueno» la despenalización
de la droga, del aborto, la eutanasia, o lo que
sea. Como, en rigor, no se conoce lo que es
en verdad el hombre --alma inmortal que anima un cuerpo--
se carece de un código moral previo a la acción.
Para la acción, no disponen de otro criterio de verdad
y bondad que la acción misma (la praxis, tema típicamente
marxista). Como es lógico, lo normal es que yerren antes
de acertar; y a menudo los errores son de tal
categoría que la rectificación resulta muy penosa o punto menos
que imposible.
No hemos de excluir a priori, de ese comportamiento,
una vaga intención bondadosa de procurar que los ciudadanos pasen
la vida «lo mejor posible». El problema es: ¿qué será
«lo mejor» para el ciudadano, si no sé qué es
«lo bueno» para él, puesto que tampoco sé qué y
quién es el ciudadano? Quieren que las cosas funcionen «bien»,
pero sin estudiar qué es el hombre en su integralidad,
cuál es su naturaleza, cuál es su origen y cuál
es su fin último.
En tal coyuntura, las piruetas para conjugar
el vicio con el orden son realmente circenses. Les parece
bien, por ejemplo, que un hombre, en abuso de su
libertad, se emborrache; pero les disgusta que, borracho, estrangule a
su mujer o la del vecino. No se lamentarían de
que haya drogadictos, con tal de que éstos se ganaran
honradamente los enormes dineros que cuesta cada «ración». Es un
modo de exaltar la libertad característico de una mal llevada
adolescencia. Se quiere el acto malo por ser libre (y
porque apetece), pero no se quieren las consecuencias naturales, inevitables
del mal uso de la libertad. El mal absoluto sería
la «represión» (palabra odiada, si las hay), pero tampoco les
parecen buenas las consecuencias de las faltas de represión.
Algo habrá
que reprimir, claro es, pero subrepticiamente, sin que se note,
de modo vergonzante, con cierto rubor. Habrá que comprender, más
aún, defender, que el hombre sea «un poco» ladrón, «un
poco» asesino, «un poco» violador, tratando de evitar que lo
sea «mucho», que vaya a alterar el orden de la
vía pública.
En tales laberintos sin salida se atrampa el situacionismo,
falto de un criterio objetivo de bondad, que permita discernir,
al menos en las cuestiones fundamentales, el bien y el
mal antes de la praxis.
La libertad que gritan es una
libertad desmochada, amputada, mutilada por lo alto y por la
base; disminuida, reducida a «posibilidad-de-hacer-sin-trabas-lo-que-me-venga-en-gana», excluyendo lo exclusivo de la
libertad propiamente humana, la libertad de ser, de poder llegar
a ser lo que se debe ser: dueño y señor
de sí mismo y de la propia situación, con aptitud
de disponer de sí mismo en orden a la consecución
de lo que confiere a la vida en el mundo,
su verdadero y gozoso sentido: lo que está más allá
de este mundo, de este tiempo, de este espacio, de
esta situación, es decir, la Suma Verdad, Bondad infinita, Amor
supremo, Dios.
Libertad Condicionada
Acierta la «ética de situación» al afirmar que
la libertad se halla condicionada por la circunstancia. Yerra en
cambio cuando piensa que la situación es más fuerte que
la libertad; que la persona debe ceder a la situación
la primacía sobre las leyes universales del orden moral, como
si el hombre, en ocasiones, «no tuviera más remedio» que
saltarse esas leyes, que no pudiera confesar su fe y
ser consecuente en la conducta, que no pudiera ser siempre
casto, o fiel al cónyuge, u obediente al Magisterio de
la Iglesia.
A mi juicio, el que así piensa ostenta una
grave ignorancia sobre su propia libertad. No ha percibido la
fuerza impresionante de ese tesoro, don de Dios --participación en
el poder y señorío divinos-- que podemos llamar libertad interior
y profunda, personal
La Fuerza Impresionante De La Libertad
Como enseña Juan
Pablo II, un «hombre puede estar condicionado, apremiado, empujado por
no pocos ni leves factores externos; así como puede estar
sujeto también a tendencias, taras y costumbres unidas a su
condición personal. En no pocos casos dichos factores externos e
internos pueden atenuar, en mayor o menor grado, su libertad
y, por lo tanto, su responsabilidad y culpabilidad. Pero es
una verdad de fe, confirmada también por nuestra experiencia y
razón, que la persona humana es libre. No se puede
ignorar esta verdad con el fin de descargar en realidades
externas --las estructuras, los sistemas, los demás-- el pecado de
los individuos. Después de todo, esto supondría eliminar la dignidad
y la libertad de la persona, que se revelan --aunque
sea de modo tan negativo y desastroso-- también en esta
responsabilidad por el pecado cometido. Y así, en cada hombre
no existe nada tan personal e intransferible como el mérito
de la virtud o la responsabilidad de la culpa» (Ex.
Ap. Reconciliación y Penitencia, 2-X11-1984, n. 16).
Un ilustre científico afirmaba
hace poco: «Estoy convencido de que incluso dentro del ser
manipulado hay suficiente remanente de este factor llamado libertad que
existe en la conducta humana. Mientras se da un estado
de conciencia es muy difícil asegurar que está anulada la
libertad. Incluso cuando está muy disminuida o casi anulada, siempre
hay suficiente remanente de libertad y de responsabilidad para amar
a Dios, que es el principio de la santidad. Por
eso estoy seguro que tanto un depresivo como un neurótico
pueden aspirar a ser santos, a pesar de su neurosis
o depresión». De otra parte, «por lo que se refiere
a la libertad interna, a lo que uno quiere dentro
de sí mismo, pienso que es casi imposible que el
dolor llegue a anular completamente la libertad de un individuo,
aunque puede afectar mucho su personalidad: cuando se trata, sobre
todo, de dolores crónicos puede llegar incluso a un cambio
de personalidad, pero sin que esto signifique pérdida de la
libertad» (3).
Se puede torturar y matar al hombre, pero no
su libertad. Puede ser anulada su capacidad de decisión, con
procedimientos psicológicos o farmacológicos, pero si conserva la consciencia de
sí, permanece la aptitud de trascender la situación y darle
un sentido, cara a lo eterno.
El Hombre, Mas Grande Que
El Universo
El mundo puede aplastar al hombre, pero --decía Pascal--,
aún entonces el hombre lo trasciende, porque el hombre sabe
que está siendo aplastado, mientras que el mundo lo ignora.Por
eso incluso en situaciones degradantes, el hombre sigue siendo dueño
de sus actos y puede optar por abandonarse a la
abyección o por afirmarse en su humanidad. Los campos de
concentración --nazis y soviéticos-- lo han puesto de relieve muchas
veces.
Los materialismos son incapaces de comprender esa libertad interior, profunda,
de cada ser humano. Los más coherentes la han negado
de modo explícito. Marx, por ejemplo, negaba la libertad al
decir: «la libertad es la conciencia de la necesidad». Cierto
que la consciencia de la necesidad es un signo de
libertad. Cuando me siento coaccionado, sé que tengo libertad. Pero
la libertad es más que conciencia, es capacidad de decidir
sobre mis asctos, al menos en cuanto a su sentido.
Con
una mayor dosis de vigor intelectual (metafísico), Marx hubiera podido
concluir, de sus propias palabras, una gran afirmación de libertad,
porque si el hombre es «consciente de la necesidad» sólo
puede ser porque no está enteramente inmerso en la necesidad:
está en ella, pero también más allá de ella. El
que está dormido no puede distinguir entre la realidad y
el sueño; en cambio, el que está despierto juzga y
distingue perfectamente entre lo real y lo soñado o ensoñado.
Si el hombre estuviese del todo envuelto en la necesidad
ni siquiera podría pensar en la libertad, como el que
está dormido no puede pensar en la diferencia entre realidad
y sueño. Si cae en la cuenta de estar apresado
por alguna necesidad, sólo se explica porque no lo está
totalmente, porque le queda un remanente muy importante de libertad
con el cual puede simultáneamente estar en una situación y
trascenderla; la puede mirar como desde arriba, desde fuera y,
hasta cierto punto --pero punto muy importante-- dominarla y darle
un sentido.Así, el hombre puede, por ejemplo, sentir una pasión
fortísima que le impele a matar, a robar, a adulterar,
etc. Pero si conserva su consciencia de sí, es capaz
de resistir el impulso, negarse a cometer el robo o
el crimen, en una palabra, el pecado. Pensar que la
situación o circunstancia --la pasión-- puede resultar más fuerte que
la libertad, es la negación práctica de la libertad, de
la trascendencia del hombre respecto al cosmos, de su dignidad
radical. Es claro, pues, que la «ética de situación» es
negadora de la libertad, al menos de la personal, interior
y profunda.
Cuando se capta la propia libertad interior, se entiende
que el hombre, estando en el mundo, situado y condicionado
por el mundo, es más grande que el mundo entero.
Comprende lo que decía Juan Pablo II en Segovia, con
palabras de San Juan de la Cruz: «un sólo pensamiento
del hombre vale más que todo el mundo» (4). Esta
sabiduría brota de la percepción de la dimensión espiritual de
la propia naturaleza -- esclarecida por un estudio metafisico de
la persona --, y funda una consciencia profunda de la
libertad profunda; una consciencia que aferra y asume, en virtud
de la libertad, la propia libertad.
En ese entonces, marxismos, materialismos
en general, éticas de situación, aparecen con toda su falsedad
al desnudo. La vanidad de sus argumentaciones resulta obsoleta e
irrisoria. Surge un verdadero sentido ético de la vida, fundado
en el natural señorío para el que ha sido creado
el ser humano. Se comprende en su pleno sentido lo
que se lee en la Sagrada Escritura: «Dijo Dios: Hagamos
el hombre a imagen nuestra, según nuestra semejanza, y dominen
en los peces del mar, en las aves del cielo,
en los ganados y en todas las alimañas, y en
toda sierpe que serpea sobre la tierra» (5). Nace la
formidable pasión por la libertad íntegra, ancha, profunda y trascendente,
con nervio teleológico, es decir, con sentido de larguísimo alcance,
con un por qué y para qué divinos. La libertad
aparece en su justo valor, valor de medio magnífico para
realizar valores aún más altos: la verdad, la bondad, la
belleza, el amor, la justicia, en toda circunstancia, en cualquier
situación, aunque para ello sea preciso empeñar la vida.
Los mártires
han sido --y siguen siendo-- no sólo los grandes testigos
de la fe, sino también los grandes testigos de la
libertad, frente a todo situacionismo.
A La Luz De La Fe
Para
comprender lo dicho hasta aquí no es menester la luz
de la fe, pero indudablemente la luz de la fe
permite ver todas las cosas con mayor claridad y certeza.
Si se consideran cada uno de los actos humanos en
particular, toda persona puede y debe vencer el mal, cualquiera
que sea su situación. Sin embargo, es teológicamente cierto que
el hombre, en estado de naturaleza caída, sin la gracia
divina actual, no puede moralmente cumplir durante largo tiempo toda
la ley natural (6). El Concilio Vaticano II constata que
«el hombre se siente incapaz de domeñar con eficacia por
sí solo los ataques del mal, hasta el punto de
sentirse aherrojado entre cadenas» (7). Sucede que el libre albedrío
«está viciado en todos» (8); «quien comete pecado es siervo
del pecado» (9), y «quien comete pecado es del demonio»
(10).
Tales afirmaciones parecen remitirnos de nuevo a alguna ética de
la impotencia, ética de situación que nos consuele ante la
imposibilidad de obrar el bien por largo tiempo, diciéndonos que
si en algunas situaciones no podemos hacer otra cosa que
pecar, Dios no nos lo tendrá en cuenta. Lutero incluso
nos diría: pecca fortiter!, pecad mucho, sin inconveniente, porque al
fin y al cabo estáis tan corrompidos que no podéis
hacer otra cosa; vuestra libertad es esclava y ancha es
Castilla...
Sin embargo una ética semejante no puede «consolar» ni a
Dios ni al hombre que ama a Dios. Quien ama
no se consuela diciendo: «no puedo dejar de ofenderte, no
me lo tengas en cuenta». Quien ama a Dios aspira
a la justicia en ssentido bíblico, es decir, a la
santida. Y Dios en su infinita misericordia ha querido que
podamos satisfacer toda justicia (11). Se ha hecho hombre para
redimirnos, rescatarnos del poder del demonio y del pecado, y
conquistarnos con su Sangre la gracia salvífica, que aniquila las
culpas y nos confiere vida y fuerza divinas, aptas para
vencer todo mal, no sólo por largo tiempo, sino durante
la vida entera.Cristo, con su Vida, Pasión, Muerte y Resurrección
nos redime, nos libera tan profunda y radicalmente que nos
libra también de toda ética de situación, y de la
hiriente humillación que supondría la salvación al estilo imaginado por
Lutero: radical negación de libertad y dignidad.
La Liberacion Radical
Cristo nos
ofrece la liberación radical. Si nos «in-corporamos» a El por
el Bautismo y los demás sacramentos, por El, con El
y en El somos capaces de cumplir siempre no sólo
la ley natural, sino también la evangélica (que incluye la
natural), con todas sus exigencias sin cuento, porque al darnos
la Ley, nos ofrece al mismo tiempo la gracia --fuerza
sobrenatural-- para cumplirla. Por eso, la Ley de Cristo, como
dice el Apóstol Santiago, es la Ley perfecta de la
libertad (12), la ética que emana de un real señorío
--real y regio-- del hombre sobre sí mismo y sobre
toda circunstancia y situación.
Debemos felicitarnos: ya no tenemos excusas para
las derrotas morales. Debemos «comprender» al hombre en su circunstancia,
y por eso, comprenderle «libre», con la libertad que Cristo
nos ha ganado (13) para toda situación.
Bien claro lo dice
San Pablo: «no habéis sufrido tentación superior a la medida
humana. Y fiel es Dios que no permitirá seáis tentados
sobre vuestras fuerzas. Antes bien, con la tentación os dará
modo de poderla resistir con éxito» (14). Es la Ley
perfecta de la libertad. No estamos condenados a pecar: «la
vida que está en Cristo Jesús te ha liberado de
la ley del pecado y de la muerte. Pues lo
que era imposible para la Ley (antigua), al estar debilitada
a causa de la carne, (lo hizo) Dios enviando a
su propio Hijo en una carne semejante a la carne
pecadora, y por causa del pecado, condenó al pecado en
la carne, para que la justicia de la Ley (nueva)
se cumpliese en nosotros, que no caminamos según la carne
sino según el Espíritu» (15).
La Misericordia y la Justicia se
funden en Cristo. El, con su misericordia, nos conquista la
justicia: la gracia para que podamos ser santos e inmaculados
en la presencia de Dios (16).
La verdadera ética cristiana, la
Ley de Cristo, se encuentra pues a muchas leguas de
cualquier ética de situación. Es la ética del señorío y
de la justicia, la ética de la libertad y del
Amor, que otorga un amor capaz de vivir libre, esforzada
y plenamente la amabilísima Ley del Amor, que es Dios.
(1) Cfr. DOCUMENTACION DOCTRINAL. n° 44, p. 3; (2) R.
GOMEZ PEREZ, en ACEPRENSA, Servicio 53/84, 11 abril 1984: (3)
JORGE CERVOS NAVARRO (Catedrático y Director del Instituto de Neuropatología
de la Universidad Libre de Berlín, presidente de la Sociedad
alemana de Neuropatología y Neuroanatomía, autor de más de 200
publicaciones cientificas), en «PALABRA», 200, IV-1982, pp. 182-184; (4) JUAN
PABLO 11, Alocución, en Segovia, 4-XI-1982; (5) Gen 1, 2;
(6) Cfr., p.e., Conc. Trid., ses.VI, can. 23; (7) Conc.
Vat. 11, GS, 10, 13; (8) Conc. Orange, Dz 181;
(9) Jn 8, 34; (10) 1 Jn 3, 8; cfr.
2 Ped 2, 19; Ef 2, 2; (11) Cfr. Mt
3, 15; (12) Sant 1, 25; (13) Cfr. Gal 5,
1: (14)1 Cor 10, 13; (15) Rom 8, 1-4;
|
|
La ley natural en la «Veritatis splendor» |
Hoy día algunos autores rechazan la ley natural;
es decir, la rechazan porque la libertad misma se convierte en «fuente
de valores»; la falsean porque se interpreta de forma reductiva como si
fuera una «ley biológica»; la deforman porque resulta incompati |
|
|
La ley natural en la «Veritatis splendor» |
La dignidad humana: ley, naturaleza, libertad
La ley moral proviene de Dios y en Él tiene
siempre su origen. En virtud de la razón natural, que
deriva de la sabiduría divina, la ley moral es, al
mismo tiempo, la ley propia del hombre, porque «no es
otra cosa que la luz de la inteligencia infundida en
nosotros por Dios. Gracias a ella conocemos lo que se
debe hacer y lo que se debe evitar. Dios ha
donado esta luz y esta ley en la Creación»(1). Se
da, pues, una actividad de la razón humana en la
búsqueda y en la aplicación de la ley moral.
Autonomía moral relativa Ahora bien, la razón encuentra su verdad
y su autoridad en la ley eterna(2), que no es
otra cosa que la misma sabiduría divina(3). En este sentido,
la doctrina de la Iglesia habla de una autonomía moral
relativa; es decir, en relación con la verdad del hombre
y, más radicalmente, con la verdad de Dios Creador del
hombre. En efecto, «la verdadera autonomía moral del hombre no
significa en absoluto el rechazo, sino la aceptación de la
ley moral, del mandato de Dios: "Dios impuso al hombre
este mandamiento..."(4). La libertad del hombre y la ley de
Dios se encuentran y están llamadas a compenetrarse entre sí,
en el sentido de la libre obediencia del hombre a
Dios y de la gratuita benevolencia de Dios al hombre.
Y por tanto, la obediencia a Dios no es, como
algunos piensan, una heteronomía, como si la vida moral estuviese
sometida a la voluntad de una omnipotencia absoluta, externa al
hombre y contraria a la afirmación de su libertad. En
realidad, si heteronomía de la moral significase negación de la
autodeterminación del hombre o imposición de normas ajenas a su
bien, tal heteronomía estaría en contradicción con la revelación de
la Alianza y de la Encarnación redentora, y no sería
más que una forma de alienación, contraria a la sabiduría
divina y a la dignidad de la persona humana»(5).
Teonomía participada Por eso, «algunos hablan justamente de teonomía, o
de teonomía participada, porque la libre obediencia del hombre a
la ley de Dios implica efectivamente que la razón y
la voluntad humana participan de la sabiduría y de la
providencia de Dios. Al prohibir al hombre que coma "del
árbol de la ciencia del bien y del mal", Dios
afirma que el hombre no tiene originariamente este "conocimiento", sino
que participa de él solamente mediante la luz de la
razón natural y de la revelación divina, que le manifiestan
las exigencias a las llamadas de la sabiduría eterna. Por
tanto, la ley debe considerarse como una expresión de la
sabiduría divina. Sometiéndose a ella, la libertad se somete a
la verdad de la Creación. Por esto conviene reconocer en
la libertad de la persona humana la imagen y cercanía
de Dios, que está "presente en todos"(6); asimismo, conviene proclamar
la majestad del Dios del universo y venerar la santidad
de la ley de Dios infinitamente transcendente: Deus semper maior(7)»(8).
Conclusión La libertad del hombre y la ley de
Dios están, además, llamadas a compenetrarse entre sí: «la libertad
del hombre, modelada sobre la de Dios, no sólo no
es negada por su obediencia a la ley divina, sino
que solamente mediante esta obediencia permanece en la verdad y
es conforme a la dignidad del hombre»(9). El hombre, ciertamente,
puede y debe hacer libremente el bien y evitar el
mal, para lo que previamente debe poder distinguir el bien
del mal. «Y esto sucede, ante todo, gracias a la
luz de la razón natural, reflejo en el hombre del
esplendor del rostro de Dios. Todo esto aparece con mayor
claridad a partir de la verdadera concepción de la ley
moral"(10). De aquí se deduce el motivo por el cual
esta "ley" se llama ley natural: no por relación a
la naturaleza de los seres irracionales, sino porque la razón
que la promulga es propia de la naturaleza humana(11).
La «ley moral natural»
Ley Eterna La Encíclica insiste en
proponer la ley moral natural a la luz de la
Ley Eterna, en el sentido de una participación suya en
la criatura racional. «El Concilio Vaticano II recuerda que: "la
norma suprema de la vida humana es la misma ley
divina, eterna, objetiva y universal mediante la cual Dios ordena,
dirige y gobierna, con el designio de su sabiduría y
de su amor, el mundo y los caminos de la
comunidad humana. Dios hace al hombre partícipe de esta ley
suya, de modo que el hombre, según ha dispuesto suavemente
la Providencia divina, pueda reconocer cada vez más la verdad
inmutable"»(12). Así, pues, nos remite a la doctrina clásica sobre
la ley eterna de Dios. San Agustín la define como
"la razón o la voluntad de Dios que manda conservar
el orden natural y prohíbe perturbarlo"(13); santo Tomás la identifica
con "la razón de la sabiduría divina, que mueve todas
las cosas hacia su debido fin"(14).
Ahora bien, «la sabiduría
de Dios es providencia, amor solícito. Es, pues, Dios mismo
quien ama y, en el sentido más literal y fundamental,
se cuida de toda la creación(15). Sin embargo, Dios provee
a los hombres de manera diversa respecto a los demás
seres que no son personas: no "desde fuera", mediante las
leyes inmutables de naturaleza física, sino "desde dentro", mediante la
razón que, conociendo con la luz natural la ley eterna
de Dios, es por esto mismo capaz de indicar al
hombre la justa dirección de su libre actuación(16). De esta
manera, Dios llama al hombre a participar de su providencia,
queriendo por medio del hombre mismo, o sea, a través
de su cuidado razonable y responsable, dirigir el mundo: no
sólo el mundo de la naturaleza, sino también el de
las personas humanas»(17). Ley natural En esta línea, «como expresión humana
de la ley eterna de Dios, se sitúa la ley
natural: "La criatura racional, entre todas las demás --afirma Santo
Tomás-- está sometida a la divina providencia de una manera
especial, ya que se hace partícipe de esa providencia, siendo
providente sobre sí y para los demás. Participa, pues, de
la razón eterna; ésta le inclina naturalmente a la acción
y al fin debidos. Y semejante participación de la ley
eterna en la criatura racional se llama ley natural"(18)»(19).
La
doctrina del "Doctor común" sobre la ley natural ha sido
asumida por la enseñanza moral de la Iglesia. Ya, por
ejemplo, León XIII «ponía de relieve la esencial subordinación de
la razón y de la ley humana a la Sabiduría
de Dios y a su ley. Después de afirmar que
"la ley natural está escrita y grabada en el ánimo
de todos los hombres y de cada hombre, ya que
no es otra cosa que la misma razón humana que
nos manda hacer el bien y nos intima a no
pecar"»(20). La ley positiva: ley mosaica y ley de Cristo
«El hombre puede reconocer el bien y el mal --afirma
el Papa-- gracias a aquel discernimiento del bien y del
mal que el mismo realiza mediante su razón iluminada por
la Revelación divina y por la fe, en virtud de
la ley que Dios ha dado al pueblo elegido, empezando
por los mandamientos del Sinaí. Israel fue llamado a recibir
y vivir la ley de Dios como don particular y
signo de la elección y de la Alianza divina, y
a la vez como garantía de la bendición de Dios»(21).
Por eso, «la Iglesia acoge con reconocimiento y custodia con
amor todo el depósito de la Revelación, tratando con religioso
respeto y cumpliendo su misión de interpretar la ley de
Dios de manera auténtica a la luz del Evangelio. Además,
la Iglesia recibe como don la Ley nueva, que es
el "cumplimiento" de la ley de Dios en Jesucristo y
en su Espíritu»(22).
La Teología moral suele distinguir entre ley
divino-positiva y ley divino-natural, o bien entre Ley Antigua y
Ley Nueva, si bien tales distinciones son más bien prácticas,
porque en el fondo no hay que olvidar que con
ellas se trata de expresar «los diversos modos con que
Dios se cuida del mundo y del hombre, no sólo
se excluyen entre sí, sino que se sostienen y se
compenetran recíprocamente. Todos tienen su origen y confluyen en el
eterno designio sabio y amoroso con el que Dios predestina
a los hombres "a reproducir la imagen de su Hijo"(23).
En este designio no hay ninguna amenaza para la verdadera
libertad del hombre; al contrario, la acogida de este designio
es la única vía para la consolidación de dicha libertad»(24).
Libertad y naturaleza humana Sobre la ley natural y, especialmente,
acerca de la relación con la naturaleza, se da hoy
un interesante debate entre los estudiosos de ética y los
teólogos moralistas(25): «la época contemporánea está marcada, si bien en
un sentido diferente, por una tensión análoga. El gusto de
la observación empírica, los procedimientos de objetivación científica, el progreso
técnico, algunas formas de liberalismo han llevado a contraponer los
dos términos, como si la dialéctica --e incluso el conflicto--
entre libertad y naturaleza fuera una característica estructural de la
historia humana. En otras épocas parecía que la "naturaleza" sometiera
totalmente al hombre a sus dinamismos e incluso a sus
determinismos»(26).
Existe una gran confusión en amplios sectores de la
sociedad actual acerca de lo que está bien y de
lo que está mal, y están a merced de quienes
tienen el poder de "crear" opinión e imponerse a los
demás(27). Y es que en gran parte del pensamiento contemporáneo
no se hace ninguna referencia a la ley natural garantizada
por el Creador. Sólo queda a cada persona la posibilidad
de elegir este o aquel objetivo como conveniente o útil
en un determinado conjunto de circunstancias. Se afirman los derechos,
pero al no tener ninguna referencia a una verdad objetiva,
carecen de cualquier base sólida.
Los hechos morales en el «fisicismo»
y en el «naturalismo» Efectivamente, las realidades humanas son para
muchos hombres de nuestro tiempo los únicos factores realmente decisivos:
las coordenadas espacio-temporales del mundo sensible, las constantes físico-químicas, los
dinamismos corpóreos, las pulsiones psíquicas y los condicionamientos sociales. «En
este contexto, incluso los hechos morales, independientemente de su especificidad,
son considerados a menudo como si fueran datos estadísticamente constatables,
como comportamientos observables o explicables sólo con las categorías de
los mecanismos psico-sociales»(28). De manera que la naturaleza humana, entendida
así, podría reducirse y ser tratada como material biológico o
social disponible, lo que significa definir la libertad por medio
de sí misma y hacer de ella una instancia creadora
de sí misma y de sus valores. En visión tan
radical el hombre ni siquiera tendría naturaleza y sería para
sí mismo su propio proyecto de existencia. ¡El hombre no
sería nada más que su libertad! (29). Y más concretamente,
las «objeciones» de las corrientes doctrinales llamadas fisicismo y naturalismo(30),
se basan en el hecho de que la concepción tradicional
de la ley natural no consideraría de manera adecuada el
caracter racional y libre del hombre, ni el condicionamiento cultural
de cada norma moral(31). ¿Hacia una antropología dualista? En
realidad, la Encíclica pretende precisar de qué modo la "acusación
se vuelve contra los acusadores", en la medida en que
profesan una antropología dualista que disocia al hombre en sus
dimensiones de alma y cuerpo, exaltando de manera absoluta el
alma (la libertad) y reduciendo al cuerpo a algo extrínseco
a la persona. Es algo que se aprecia fundamentalmente en
la distinción que hacen estos teólogos moralistas entre bienes morales
y bienes físicos premorales. «Ante esta interpretación --apunta Juan Pablo
II-- conviene mirar con atención la recta relación que hay
entre libertad y naturaleza humana, y, en concreto, el lugar
que tiene el cuerpo humano en las cuestiones de la
ley natural. Una libertad que pretende ser absoluta acaba por
tratar al cuerpo humano como un ser en bruto, desprovisto
de significados y de valores morales hasta que ella no
lo revista de su proyecto. Por lo cual, la naturaleza
humana y el cuerpo aparecen como unos presupuestos o preliminares,
materialmente necesarios para la decisión de la libertad, pero extrínsecos
a la persona, al sujeto y al acto humano. Sus
dinamismos no podrían constituir puntos de referencia para la opción
moral, desde el momento en que las finalidades de estas
inclinaciones serían sólo bienes "físicos", llamados por algunos "premorales". Hacer
referencia a los mismos, para buscar indicaciones racionales sobre el
orden de la moralidad, debería ser tachado de fisicismo o
de biologismo. En semejante contexto la tensión entre la libertad
y una naturaleza concebida en sentido reductivo se acaba produciendo
una división dentro del hombre mismo»(32). Libertad, naturaleza y
unidad del ser humano Esta teoría moral no responde
a la verdad del hombre(33). ¿Por qué? Porque la tensión
entre la libertad y una naturaleza entendida de modo reductivo
se resuelve con una división dentro del hombre mismo: «La
persona --incluido el cuerpo-- está confiada enteramente a sí misma,
y es en la unidad del alma y cuerpo donde
ella es el sujeto de sus propios actos morales»(34). Por
eso la reafirmación clara y rotunda del Magisterio, sobre la
base de las fuentes de la Revelación: «una doctrina que
separe el acto moral de las dimensiones corpóreas de su
ejercicio es contraria a las enseñanzas de la Sagrada Escritura
y de la Tradición»(35). Es preciso salvaguardar la unidad del
ser humano para la recta comprensión de la ley natural(36).
Pues bien, precisamente por todo esto, la ley natural se
remite no a una naturaleza cualquiera, sino a la naturaleza
«propia y original» del hombre, de la «persona humana». Un
ejemplo lo encontramos en el deber de respetar absolutamente la
vida humana(37). En consecuencia, «las inclinaciones naturales tienen una importancia
moral sólo cuando se refieren a la persona humana y
a su realización auténtica, la cual se verifica siempre y
solamente en la naturaleza humana. La Iglesia, al rechazar las
manipulaciones de la corporeidad que alteran su significado humano, sirve
al hombre y le indica el camino del amor verdadero,
único medio para poder encontrar al verdadero Dios. La ley
natural, así entendida, no deja espacio de división entre libertad
y naturaleza. En efecto, éstas están armónicamente relacionadas entre sí
y mutuamente aliadas»(38). Universalidad de la «ley natural»
La ley natural tiene dos rasgos fundamentales, universalidad e inmutabilidad,
que repercutirán en el presunto conflicto libertad-naturaleza que acabamos de
exponer. En efecto, la universalidad sería contradicha por la «unicidad
e irrepetibilidad» de la persona humana; y la inmutabilidad por
la «historicidad» y por la «cultura» propias de la persona(39).
La ley natural implica universalidad, en cuanto inscrita en la
naturaleza racional de la persona y se impone a todo
ser dotado de razón y que vive en la historia.
«Para perfeccionarse en su orden específico, la persona debe realizar
el bien y evitar el mal, preservar la transmisión y
la conservación de la vida, mejorar y desarrollar las riquezas
del mundo sensible, cultivar la vida social, buscar la verdad,
practicar el bien, contemplar la belleza»(40). Ahora bien, «la separación
hecha por algunos entre la libertad de los individuos y
la naturaleza común a todos, como emerge de algunas teorías
filosóficas de gran resonancia en la cultura contemporánea, ofusca la
percepción de la universalidad de la ley moral por parte
de la razón. Pero, en la medida en que expresa
la dignidad de la persona humana y pone la base
de sus derechos y deberes fundamentales, la ley natural es
universal en sus preceptos, y su autoridad se extiende a
todos los hombres»(41). En realidad, «esta universalidad no prescinde de
la singularidad de los seres humanos, ni se opone a
la unicidad y a la irrepetibilidad de cada persona; al
contrario, abarca básicamente cada uno de sus actos libres, que
deben demostrar la universalidad del verdadero bien. Nuestro actos, al
someterse a la ley común, edifican la verdadera comunión de
las personas y, con la gracia de Dios, ejercen la
caridad, "que es el vínculo de la perfección"(42). En cambio,
cuando nuestros actos desconocen o ignoran la ley, de manera
imputable o no, perjudican la comunión de las personas, causando
daño»(43).
Siendo el hombre un ser "relacional", un "yo" abierto al
"tú", sólo sobre un "terreno común" puede encontrarse, dialogar, entrar
en comunión con los demás: este terreno común es la
«naturaleza humana». Y en relación con esa naturaleza común es
como siempre y únicamente tienen sentido y pueden desarrollarse la
unicidad y la irrepetibilidad de la persona. Nuestros actos, al
someterse a la ley común, edifican la verdadera comunión de
las personas(44); y tales leyes universales y permanentes -los llamados
preceptos positivos- corresponden a conocimientos de la razón práctica y
se aplican a los actos particulares mediante el juicio de
la conciencia. El sujeto que actúa asimila personalmente la verdad
contenida en la ley; se apropia y hace suya esta
verdad de su ser mediante los actos y las correspondientes
virtudes. Ahora bien esta «comunión» encuentra su afirmación más fuerte
en los llamados preceptos negativos(45) de la ley natural: éstos
son universalmente válidos, obligan a todos y a cada uno,
siempre y en cualquier circunstancia. «En efecto, se trata de
prohibiciones que vetan una determinada acción semper et pro semper,
sin excepciones, porque la elección de un determinado comportamiento en
ningún caso es compatible con la bondad de la voluntad
de la persona que actúa, con su vocación a la
vida con Dios y a la comunión con el prójimo.
Está prohibido a cada uno y siempre infringir preceptos que
vinculan a todos y cueste lo que cueste; a no
ofender a nadie y, ante todo, en sí mismos, la
dignidad personal y común a todos»(46). Así, pues, con referencia
a la universalidad de la ley natural, la Encíclica introduce
ya el tema de los actos intrínsecamente malos, sobre el
que volverá más adelante de forma más amplia y específica.
Inmutabilidad de la «ley natural» Juan Pablo II aclara
oportunamente que el concepto de historicidad(47) o de cambio, exige
algo inmutable, así como el mismo concepto de cultura exige
algo que sea el criterio de su conformidad o no
con la dignidad de la persona. «No se puede negar
que el hombre existe siempre en una cultura concreta, pero
tampoco se puede negar que el hombre no se agota
en esa misma cultura. Por otra parte, el progreso mismo
de las culturas demuestra que en el hombre existe algo
que las trasciende. Este "algo" es precisamente la naturaleza del
hombre: esta naturaleza es la medida de la cultura y
es la condición para que el hombre no sea prisionero
de ninguna de sus culturas, sino que defienda su dignidad
personal viviendo de acuerdo con la verdad profunda de su
ser. Poner en tela de juicio los elementos estructurales permanentes
del hombre, relacionados también con la misma dimensión corpórea, no
sólo entraría en conflicto con la experiencia común, sino que
haría incomprensible la referencia que Jesús hizo al "principio"(48), precisamente
allí donde el contexto social y cultural del tiempo había
deformado el sentido originario y el papel de algunas normas
morales»(49). Además, el dato de la historicidad y de la
cultura establece una tarea legítima y obligada, aunque no siempre
fácil: la de «buscar y encontrar la formulación de las
normas morales universales y permanentes más adecuada a los diversos
contextos culturales, más capaz de expresar incesantemente la actualidad histórica
y hacer comprender e interpretar auténticamente la verdad»(50).
En definitiva, «esta
verdad de la ley moral -igual que la del depósito
de la fe- se desarrolla a través de los siglos.
Las normas que la expresan siguen siendo sustancialmente válidas, pero
deben ser precisadas y determinadas "eodem sensu eademque sententia"(51), según
las circunstancias históricas del Magisterio de la Iglesia, cuya decisión
está precedida y acompañada por el esfuerzo de lectura y
formulación propio de la razón de los creyentes y de
la reflexión teológica»(52). Notas 1. Sto. Tomás de Aquino, In
duo praecepta caritatem et in decem legis praeceptis Prologus: Opuscula
theologica, II, n. 1129, Ed. Taurinens (1954), 245. 2. «La
enseñanza del Concilio subraya, por un lado, la actividad de
la razón humana cuando determina la aplicación de la ley
moral: la vida moral exige la creatividad y la ingeniosidad
propias de la persona, origen y causa de sus actos
deliberados. Por otro lado, la razón encuentra su verdad y
su autoridad en la ley eterna, que no es otra
cosa que la misma sabiduría divina [Cfr Sto. Tomás de
Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 93, a. 3, ad 2]»
(VS, n. 40a). 3. «La justa autonomía de la razón
práctica significa que el hombre posee en sí mismo la
propia ley, recibida del Creador. Sin embargo, la autonomía de
la razón no puede significar la creación, por parte de
la misma razón, de los valores y de las normas
morales [Discurso a un grupo de Obispos de Estados Unidos
de América en visita "ad limina" (15-X-1988), n. 6: Insegnamenti,
XI 3 (1988) 1228]. Si esta autonomía implicase una negación
de la participación de la razón práctica en la sabiduría
del Creador y Legislador divino, o bien se sugiriera una
libertad creadora de las normas morales, según las contingencias históricas
o las diversas sociedades y culturas, tal pretendida autonomía contradiría
la enseñanza de la Iglesia sobre la verdad del hombre
(cfr GS, 47). Sería la muerte de la verdadera libertad:
"Mas del árbol de la ciencia del bien y del
mal no comerás, porque el día que comieres de él,
morirás sin remedio" (Gen 2,17)» (VS, n. 40b). 4. Gen
2,16. 5. VS, n. 41a. 6. Cfr Eph 4,6. 7.
Cfr S. Agustín, Ennarratio in Psalmum LXII,16: CCL 39,804. 8.
VS, n. 41b. 9. VS, n. 42a; cfr GS, 17.
10. «A este respecto, comentando un versículo del Salmo 4,
afirma Santo Tomás: "El Salmista, después de haber dicho: "sacrificad
un sacrificio de justicia" (Ps 4,6), añade, para los que
preguntan cuáles son las obras de la justicia: "Muchos dicen:
¿Quién nos mostrará el bien? "; y, respondiendo a esta
pregunta, dice: "La luz de tu rostro, Señor, ha quedado
impresa en nuestras mentes", como si la luz de la
razón natural, por la cual discernimos lo bueno y lo
malo --tal es el fin de la ley natural--, no
fuese otra cosa que la luz divina impresa en nosotros"
[Summa Theologiae, I-II, q. 91, a.2]». (VS, n. 42 in
fine). 11. Cfr CEC, 1955. 12. DH, 3. 13. Contra
Faustum, lib. 22, cap. 27: PL 42,418. 14. Summa Theologiae,
I-II, q. 93, a.1. 15. Cfr Sap 7,22; 8-11. 16.
Cfr Summa Theologiae, I-II, q. 90, a.4 ad 1. 17.
VS, n. 43b. 18. Summa Theologiae., I-II, q.91, a.2. 19.
VS, n. 43 in fine. 20. Cfr León XIII, Libertas
praestantissimum, (20-VI-1888): Leonis XIII P.M. Acta, VIII, Romae 1889, 219,
cit. en VS, n. 44a. 21. VS, n. 44b. «Así
Moisés podía dirigirse a los hijos de Israel y preguntarles:
"¿Hay alguna nación tan grande que tenga los dioses tan
cerca como lo está el Señor nuestro Dios siempre que
le invocamos? Y ¿cuál es la gran nación cuyos preceptos
y normas sean tan justos como toda esta Ley que
yo os expongo hoy?" (Dt 4,7-8). Es en los Salmos
donde encontramos los sentimientos de alabanza, gratitud y veneración que
el pueblo elegido está llamado a tener hacia la ley
de Dios, junto con la exhortación a conocerla, meditarla y
traducirla en la vida: "¡Dichoso el hombre que no sigue
el consejo de los impíos, ni en la senda de
los pecadores se detiene, ni en el banco de los
burlones se sienta, mas se complace en la ley del
Señor, su ley susurra día y noche!" (Ps 1,1-2). "La
ley del Señor es perfecta, consolación del alma, el dictamen
del Señor, veraz, sabiduría del sencillo. Los preceptos del Señor
son rectos, gozo del corazón; claro el mandamiento del Señor,
luz de los ojos" (Ps 19,8-9)». (VS, n. 44 in
fine). 22. VS, n. 45a. «Es una ley "interior" (Cfr
Ier 31,31-33), "escrita no con tinta, sino con el Espíritu
de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en
tablas de carne, en los corazones" (2 Cor 3,3); una
ley de perfección y de libertad (Cfr 2 Cor 3,17);
es "la ley del espíritu que da la vida en
Cristo Jesús" (Rom 8,2). Sobre esta ley dice santo Tomás:
"Ésta puede llamarse ley en doble sentido. En primer lugar,
ley del espíritu es el Espíritu Santo... que, por inhabitación
en el alma, no sólo enseña lo que es necesario
realizar iluminando el entendimiento sobre las cosas que hay que
hacer, sino también inclina a actuar con rectitud... En segundo
lugar, ley del espíritu puede llamarse el efecto propio del
Espíritu Santo, es decir, la fe que actúa por la
caridad (Gal 5,6), la cual, por eso mismo, enseña interiormente
sobre las cosas que hay que hacer... e inclina el
afecto a actuar" [In Epistulam ad Romanos, c. VIII, lect.
1]» (VS, n. 45b). 23. Rom 8,29. 24. VS, n.
45 in fine. 25. «El presunto conflicto entre libertad y
la ley se replantea hoy con una fuerza singular en
relación con la ley natural y, en particular, en relación
con la naturaleza. En realidad los debates sobre naturaleza y
libertad siempre han acompañado la historia de la reflexión moral,
asumiendo tonos encendidos con el Renacimiento y la Reforma, como
se puede observar en las enseñanzas del Concilio de Trento
[Ses. VI, Decreto sobre la justificación Cum hoc tempore, cap.
1: DS 1521]» (VS, n. 46a). 26. VS, n. 46b.
27. Cfr Juan Pablo II, Discurso en la vigilia de
oración en la VIII Jornada mundial de la Juventud, 14-VIII-1993.
28. VS, n. 46c. «Y así algunos estudiosos de ética,
que por profesión examinan los hechos y los gestos del
hombre, pueden sentirse tentados de valorar su saber, e incluso
sus normas de actuación, a partir de un resultado estadístico
sobre los comportamientos humanos concretos y las opiniones morales de
la mayoría. En cambio, otros moralistas, preocupados por educar en
los valores, son sensibles al prestigio de la libertad, pero
a menudo la conciben en oposición o contraste con la
naturaleza material y biológica, sobre la que debería consolidarse progresivamente.
A este respecto --sigue diciendo Juan Pablo II--, diferentes concepciones
coinciden en olvidar la dimensión creatural de la naturaleza y
en desconocer su integridad. Para algunos, la naturaleza se reduce
a material para la actuación humana y para su poder.
Esta naturaleza debería ser transformada profundamente, es más, superada por
la libertad, dado que constituye su límite y su negación.
Para otros, es en la promoción sin límites del poder
del hombre, o de su libertad, como se constituyen los
valores económicos, sociales, culturales e incluso morales. Entonces la naturaleza
estaría representada por todo lo que en el hombre y
en el mundo se sitúa fuera de la libertad. Dicha
naturaleza comprendería en primer lugar el cuerpo humano, su constitución
y su dinamismo. A este aspecto físico se opondría lo
que se ha "construido", es decir, la "cultura", como obra
y producto de la libertad» (VS, n. 46d). 29. Cfr
VS, n. 46 in fine 30. La ley natural «presentaría
como leyes morales las que en sí mismas serían sólo
leyes biológicas. Así, muy superficialmente, se atribuiría a algunos comportamientos
humanos un carácter permanente e inmutable, y, basándose en el
mismo, se pretendería formular normas morales universalmente válidas. Según algunos
teólogos, semejante "argumento biologista o naturalista" estaría presente incluso en
algunos documentos del Magisterio de la Iglesia, especialmente en los
relativos al ámbito de la ética sexual y matrimonial. Basados
en una concepción naturalística del acto sexual, se condenarían como
moralmente inadmisibles la contracepción, la esterilización directa, el autoerotismo, las
relaciones prematrimoniales, las relaciones homosexuales, así como la fecundación artificial»
(VS, n. 47a). 31. VS, n. 47b. «Ahora bien, según
el parecer de estos teólogos, la valoración moralmente negativa de
tales actos no consideraría de manera adecuada el carácter racional
y libre del hombre, ni el condicionamiento cultural de cada
norma moral. Ellos dicen que el hombre, como ser racional,
no sólo puede, sino que incluso debe decidir libremente el
sentido de sus comportamientos. Este "decidir el sentido" debería tener
en cuenta, obviamente, los múltiples límites del ser humano, que
tiene una condición corpórea e histórica. Además, debería considerar los
modelos comportamentales y los significados que éstos tienen en una
cultura determinada. Y, sobre todo, debería respetar el mandamiento fundamental
del amor de Dios y del prójimo. Afirman también que,
sin embargo, Dios ha creado al hombre como ser racionalmente
libre; lo ha dejado "en manos de su propio albedrío"
y de él espera una propia y racional formación de
su vida. El amor del prójimo significaría sobre todo o
exclusivamente un respeto por su libre decisión sobre sí mismo.
Los mecanismos de los comportamientos propios del hombre, así como
las llamadas "inclinaciones naturales" establecerían al máximo --como suele decirse--
una orientación general del comportamiento correcto, pero no podrían determinar
la valoración moral de cada acto humano, tan complejo desde
el punto de vista de las situaciones» (VS, n. 47
in fine). 32. VS, n. 48a. 33. Cfr Conc. de
Vienne, Fidei catholicae: DS 902; Conc. V de Letrán, Bula
Apostolici regiminis: DS 1440. «El alma espiritual e inmortal es
el principio de la unidad del ser humano, es aquello
por lo cual éste existe como un todo "corpore et
anima unus" (GS, 14)en cuanto persona. Estas definiciones no indican
solamente que el cuerpo, para el cual ha sido prometida
la resurrección, participará también de la gloria; recuerdan igualmente el
vínculo de la razón y de la libre voluntad con
todas las facultades corpóreas y sensibles» (VS, n. 48b). 34.
VS, n. 48c. «Es a la luz de la dignidad
de la persona humana --que debe afirmarse por sí misma--
como la razón descubre el valor moral específico de algunos
bienes a los que la persona se siente naturalmente inclinada.
Y desde el momento en que la persona humana no
puede reducirse a una libertad que se autoproyecta, sino que
comporta una determinada estructura espiritual y corpórea, la exigencia moral
originaria de amar y respetar a la persona como un
fin y nunca como un simple medio, implica también, intrínsecamente,
el respeto de algunos bienes fundamentales, sin el cual se
caería en el relativismo y en el arbitrio» (VS, n.
48 in fine). 35. VS, n. 49a. «Tal doctrina hace
revivir, bajo nuevas formas, algunos viejos errores combatidos siempre por
la Iglesia, porque reducen la persona humana a una libertad
"espiritual", puramente formal. Esta reducción ignora el significado moral del
cuerpo y de sus comportamientos (cfr 1 Cor 6,19). El
apóstol Pablo declara excluidos del Reino de los cielos a
los "impuros, idólatras, adúlteros, afeminados, homosexuales, ladrones, avaros, borrachos, ultrajadores
y rapaces" (cfr 1 Cor 6,9-10). Esta condena enumera como
"pecados mortales", o "prácticas infames", algunos comportamientos específicos cuya voluntaria
aceptación impide a los creyentes tener parte en la herencia
prometida. En efecto, cuerpo y alma son inseparables: en la
persona, en el agente voluntario y en el acto deliberado,
están o se pierden juntos» (VS, n. 49b). 36. «Es
así como se puede comprender el verdadero significado de la
ley natural, la cual se refiere a la naturaleza propia
y originaria del hombre, a la "naturaleza de la persona
humana" (cfr GS,51), que es la persona misma en la
unidad de alma y cuerpo; en la unidad de sus
inclinaciones de orden espiritual y biológico, así como de todas
las demás características específicas, necesarias para alcanzar su fin. "La
ley moral natural evidencia y prescribe las finalidades, los derechos
y los deberes, fundamentados en la naturaleza corporal y espiritual
de la persona humana. Esa ley no puede entenderse como
una normatividad simplemente biológica, sino que ha de ser concebida
como el orden racional por el que el hombre es
llamado por el Creador a dirigir y regular su vida
y sus actos y, más concretamente, a usar y disponer
del propio cuerpo" [Congregación para la Doctrina de la Fe,
Instrucción sobre el respeto de la vida humana naciente y
la dignidad de la procreación Donum vitae (22-II-1987), Introd. 3:
AAS 80 (1988) 74; cfr HV, 10» (VS, n. 50a).
37. «Por ejemplo, el origen y el fundamento del deber
de respetar absolutamente la vida humana están en la dignidad
propia de la persona y no simplemente en el instinto
natural de conservar la propia vida física» (FC, 11): cit.
en VS, n. 50b. 38. VS, n. 50 in fine.
39. «¿Dónde, pues, están escritas estas reglas --se pregunta san
Agustín--... sino en el libro de aquella luz que se
llama verdad? De aquí, pues, deriva toda ley justa y
actúa rectamente en el corazón del hombre que obra la
justicia, no saliendo de él, sino como imprimiéndose en él,
como la imagen pasa del anillo a la cera, pero
sin abandonar el anillo» [De Trinitate, XIV, 15,21: CCL 50/A,
451]. Cit. en VS, n. 51a. 40. VS, n. 51b.
Cfr Sto. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 94,
a.2. 41. VS, n. 51c. 42. Cfr Col 3, 14.
43. VS, n. 51 in fine. 44. «Es justo y
bueno, siempre y para todos, servir a Dios, darle culto
debido y honrar como es debido a los padres. Estos
preceptos positivos, que prescriben cumplir algunas acciones y cultivar ciertas
actitudes, obligan universalmente; son inmutables [cfr GS,10; Sgda. Congragación para
la Doctrina de la Fe, Declaración acerca de ciertas cuestiones
de ética sexual Persona humana, n. 4 (29-XIII-1975): AAS 68
(1976) 80: "Cuando la Revelación divina y, en su orden
propio, la sabiduría filosófica, ponen de relieve exigencias auténticas de
la humanidad, están manifestando necesariamente, por el mismo hecho, la
existencia de leyes inmutables, inscritas en los elementos constitutivos de
la naturaleza humana; leyes que se revelen idénticas en todos
los seres dotados de razón"]; unen en el mismo bien
común a todos los hombres de cada época de la
historia, creados para "la misma vocación y destino divino" (GS,
29)» (VS, n. 52a). 45. «Por otra parte, el hecho
de que solamente los mandamientos negativos obligue siempre y en
toda circunstancia, no significa que, en la vida moral, las
prohibiciones sean más importantes que el compromiso para hacer el
bien, como viene indicado por los mandamientos positivos. La razón
es más bien la siguiente: el mandamiento del amor de
Dios y del prójimo no tiene en su dinámica positiva
ningún límite superior, sino más bien uno inferior, por debajo
del cual se viola el mandamiento. Además, lo que se
debe hacer en una determinada situación depende de las circunstancias,
las cuales no se pueden prever globalmente con antelación; por
el contrario, se dan comportamientos que nunca y en ninguna
situación pueden ser una respuesta adecuada, o sea, conforme a
la dignidad de la persona. En último término siempre es
posible que al hombre, debido a presiones u otras circunstancias,
le sea imposible realizar determinadas acciones buenas; pero nunca se
le puede impedir que no haga determinadas acciones, sobre todo
si está dispuesto a morir antes que hacer el mal.
La Iglesia ha enseñado siempre que nunca se deben escoger
comportamientos prohibidos por los mandamientos morales, expresados de manera negativa
en el AT y en el NT. Como se ha
visto, Jesús mismo afirma la inderogabilidad de estas prohibiciones: "Si
quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos... No matarás,
no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás testimonio falso" (Mt
19,17-18)» (VS, n. 52 in fine). 46. VS, n. 52b.
47. «La gran sensibilidad que el hombre contemporáneo muestra por
la historicidad y por la cultura, lleva a algunos a
dudar de la inmutabilidad de la misma ley natural, y
por tanto de la existencia de "normas objetivas de moralidad"
[Cfr GS, 16] válidas para todos los hombres de ayer,
de hoy y de mañana. ¿Es acaso posible afirmar como
universalmente válidas para todos y siempre permanentes ciertas determinaciones racionales
establecidas en el pasado, cuando se ignoraba el progreso que
la humanidad habría hecho sucesivamente?» (VS, n. 53a). 48. Cfr
Mt 19,1-9. 49. VS, n. 53b. «En este sentido "afirma
además la Iglesia que, en todos los cambios, subsisten muchas
cosas que no cambian y que tienen su fundamento último
en Cristo, que es El mismo ayer, hoy y por
los siglos" (GS, 10). Él es el "Principio" que, habiendo
asumido la naturaleza humana, la ilumina definitivamente en sus elementos
constitutivos y en su dinamismo de caridad hacia Dios y
hacia el prójimo [Cfr Sto. Tomás de Aquino, Summa Theologiae,
I-II, q. 108, a. 1. Santo Tomás fundamenta el carácter,
no meramente formal sino determinado en el contenido, de las
normas morales, incluso en el ámbito de la Ley Nueva,
en la asunción de la naturaleza humana por parte del
Verbo]. Ciertamente es necesario buscar y encontrar la formulación de
las normas morales universales y permanentes más adecuada a los
diversos contextos culturales, más capaz de expresar incesantemente la actualidad
histórica y hacer comprender e interpretar auténticamente la verdad» (VS,
n. 53c). 50. VS, n. 53d. 51. S. Vicente de
Lerins, Commonitorium primum, c. 23: PL 50,668. 52. VS, 53
in fine. El desarrollo de la doctrina moral de la
Iglesia es semejante al de la doctrina de la fe:
Cfr Conc. Vaticano I, Dei Filius, cap. 4: DS 3020,
y can. 4: DS 3024. También se aplican a la
doctrina moral las palabras pronunciadas por Juan XXIII con ocasión
de la inauguración del Concilio Vaticano II (11-X-1962): «Esta doctrina
(la doctrina cristiana en su integridad) es, sin duda, verdadera
e inmutable, y el fiel debe prestarle obediencia, pero hay
que investigarla y exponerla según las exigencias de nuestro tiempo.
Una cosa, en efecto, es el depósito de la fe
o las verdades que contiene nuestra venerable doctrina, y otra
distinta es el modo como se enuncian estas verdades, conservando,
sin embargo, el mismo sentido y significado»: AAS 54 (1962)
792; cfr L"Osservatore Romano, 12 de octubre de 1962, p.
2».
(*) En Ideas éticas para una vida feliz. Guía de
lectura de la Veritatis Splendor. Eunsa, Pamplona, pp. 81-105 1997. ISBN 84-313-1498-2
200 Págs.
|
|
La Filosofía y el Restablecimiento de las Creencias |
De las creencias propiamente dichas, las creencias
básicas – aquéllas que sostienen nuestras vidas – no tenemos ni idea.
Cuando caemos en la cuenta de ellas, por algún motivo, entonces se
identifica, es decir, se expresan en forma de ideas... |
|
|
La Filosofía y el Restablecimiento de las Creencias |
La Filosofía y el Restablecimiento de las Creencias
Puede parecer extraño
hablar de creencias y de su restablecimiento. Ustedes saben que
la distinción – memorable – entre ideas y creencias procede
de Ortega, de aquel espléndido ensayo que ha proliferado, que
ha tenido tan largas consecuencias, que ha sido estudiado con
mucho detalle – por mí, entre otros, por supuesto –
y que, evidentemente, es una distinción capital.
Se han
solido confundir normalmente por lo siguiente: las creencias, cuando son
conocidas, se formulan, se expresan y, entonces, son semejantes a
las ideas. Es evidente que la formulación de las creencias
las convierte en algo formalmente comparable con las ideas. Pero
es necesario decir que las creencias, sobre todo las creencias
importantes, las creencias básicas, aquellas que, como dice Ortega, “tienen
una función completamente diferente” – porque nosotros tenemos ideas; las
creencias nos tienen o nos sostienen. Tienen una función, en
muchos sentidos, inversa.
Es, por cierto, un hecho capital: el que
de las creencias básicas, de las creencias realmente fundamentales no
tenemos ni idea, no sabemos que las tenemos – estamos
en ellas simplemente. Para buscar ejemplos trilladísimos, que son quizá
los más eficaces: es evidente que ustedes no han pensado,
ni por un momento, en el aire que llena este
salón, no han pensado ni que está en el ambiente.
Si hubiera viento, ustedes habrían advertido la masa graciosa agitada;
pero como no hay viento en esta habitación probablemente ustedes
no han pensado – para nada – en el aire.
Pero si, de repente, se vaciara, se hiciera vacío en
esta sala o se substituyera el aire respirable en tierra
por un gas irrespirable, ustedes caerían en la cuenta de
que estaban en la creencia de que el salón estaba
lleno de aire respirable, en lo cual no habían pensado
– ni poco, ni mucho: es que estaban en la
creencia, pero no tenían ni idea de ella. Del mismo
modo ustedes han llegado inocentemente, se han sentado en sus
butacas, tampoco han pensado en ellas, pero si de repente
empezaran a hundirse o se rompieran, caerían en la cuenta
de que ustedes estaban en la creencia de que había
butacas sólidas, resistentes que pueden soportar su peso.
Es decir, de
las creencias propiamente dichas, las creencias básicas – aquéllas que
sostienen nuestras vidas – no tenemos ni idea. Cuando caemos
en la cuenta de ellas, por algún motivo, entonces se
identifica, es decir, se expresan en forma de ideas, son
parecidas a las ideas. Esto que acabo de decir: que
la habitación está llena de aire respirable o hay unas
butacas sólidas, resistentes – esto son enunciados de ideas que
expresan la creencia en que estábamos antes sin tener la
menor noción de ellas. Evidentemente hay otras creencias secundarias que están
más próximas de las ideas, que están más expuestas a
comprobación, a crítica: cuando, por ejemplo, subimos en ascensor estamos
en la creencia de que está construido por técnicos competentes,
que ha sido organizado oportunamente, es decir, hay una zona
en la cual las creencias funcionan, en alguna medida, como
muy próximas a las ideas.
Y hay otro proceso también muy
importante que es que hay ocasiones o épocas históricas, ciertas
sociedades, en que las creencias van siendo substituidas por ideas.
Es evidente, por ejemplo, que el siglo XVIII representó esto.
El siglo XVIII es la época en que se hace
un intento de vivir de ideas. Es muy característico y
si ustedes analizan los contenidos fundamentales del siglo XVIII verán
cómo hay un predominio precisamente de ideas, se trata de
relegar las creencias a un segundo plano y substituirlas por
ideas. Pero ocurre – y esto es característico – que
se hace entonces un uso credencial de las ideas, lo
cual es normalmente peligroso – se las toman como creencias
y, entonces, dejan de tomarse como lo que son: las
ideas son siempre problemáticas, discutibles, inseguras, menesterosas de justificación o
prueba... Las creencias, ¡no!, por supuesto. Entonces se produce un
proceso, repito, de uso credencial de las ideas. En general,
este proceso -que llamamos, a grandes rasgos, la Ilustración- en
el siglo XVIII, fue el intento de poner ideas de
vivir de ideas e, inmediatamente, el paso siguiente, es el
uso credencial de las ideas.
Por ejemplo: la idea de progreso.
La idea de progreso surge en la mente europea en
mediados del siglo XVIII. Es una idea: la idea de
que el hombre avanza, de que se va hacia adelante,
pro-greso. Es una idea discutible, problemática, compartida por no muchos,
pero que, con el tiempo, se convierte en creencia. Se
da por supuesto que el hombre progresa, que la historia
consiste en progreso, que se avanza, a lo largo de
la historia. Y justamente esto domina en el final del
siglo XVIII y va a dominar en gran parte el
siglo XIX. Si ustedes ahora se preguntan: ¿Cuál es nuestra
actitud respecto del progreso? La verdad es que después de
todo lo que ha ocurrido en el siglo XX, no
sé..., no estamos nada seguros. Si ustedes preguntan: ¿Hay progreso?
Creo que casi todo el mundo diría: sí, por supuesto,
existe el progreso, hay progresos. Pero ¿es constante, es seguro,
es universal? Ah, no, ¡en modo alguno! Hay detenciones, hay
estancamientos, hay regresos, hay recaídas. ¿Puede ser una idea? Una
idea en cierto modo justificada, plausible, verdadera pero no más
que una idea. No se vive ahora instalados en la
creencia en el progreso como desde fines del siglo XVIII
hasta quizá todo el XIX.
La diferencia intelectual y vital entre
ideas y creencias es muy grande y esto es engañoso
porque precisamente la formulación de las creencias las convierte en
ideas, las asimila a las ideas. Ahora bien, son mucho
más importantes las creencias. La vida humana descansa sobre un
suelo de creencias, en las cuales nos apoyamos. Sobre la
mayor parte de las cosas estamos en ciertas creencias –de
diferente orden, algunas son enormemente básicas, otras son más circunscritas
a aspectos particulares de la vida– pero, en todo caso,
son mucho más sólidas, mucho más fuertes, vivimos mucho más
de ellas. La función de las ideas es una función
supletoria: cuando yo no estoy en ninguna creencia espiritual –o
porque es una situación nueva, algo nuevo que surge–, tengo
que buscar una orientación, una forma de iluminación o de
certidumbre sobre esto. Entonces tengo que pensar y buscar ideas
que suplan precisamente la ausencia de creencias. O bien una
creencia está en crisis, una creencia se ha limitado, ya
no tiene vigencia, no es suficiente, deja de funcionar en
su papel propio de creencia sustentadora de la vida. Entonces
tengo que ejecutar una operación casi que lógica: apoyar, defender,
completar esa creencia vacilante o insuficiente con ideas.
También hay otra
cuestión: es que las creencias, a veces, entran en conflicto
– yo estoy en una creencia, pero también estoy en
otra o en varias, y no veo claramente cómo se
pueden compaginar. Entonces hay un conflicto de creencias – es
el momento en que interviene otra función: la función de
las ideas. Trato, entonces, de llegar o a una síntesis,
o a una creencia superior, o a una convicción intelectual,
a una idea superior, que dé razón de las diversas
creencias y de su posible convivencia. Como ven ustedes, por tanto,
la función de las ideas es absolutamente capital. Pero en
la economía general de la vida, si analizamos la estructura
de la vida humana, evidentemente las ideas tienen un papel
muy importante, pero siempre secundario respecto de las creencias. Estamos
en creencias sumamente importantes y básicas en las cuales se
aloja el cauce general de nuestra vida. Y sobre esto
se añade una superficie de ideas – decisivas también y
desiguales. Ustedes ven la enorme diferencia de función en la
historia según épocas, según las sociedades: les ponía el ejemplo
del siglo XVIII, el intento – en definitiva, frustrado –
de predominio de las ideas, que lleva aparejado el uso
indevido de las ideas como creencias, el uso credencial de
las ideas. Ustedes piensen cómo muchas anomalías se explican por
esto – las ideas políticas, por ejemplo, o piensen en
un hecho que es enormemente importante, de lo cual somos
testigos o víctimas, muchas veces, de la época actual, de
lo que llamamos los fanatismos. Los fanatismos, normalmente, proceden del
uso credencial de ciertas ideas. Hay, a veces, una convicción
que, en general, es intelectualmente injustificada, frecuentemente indemonstrable, que no
tiene títulos ningunos de justificativa intelectual y, sin embargo, se
usa como creencia, se la toma de una manera monolítica
que, justamente, condiciona la conducta y hace que, en muchos
casos, se vivan situaciones que nos parecen incomprensibles. No hay
nada más dificil que entender qué significa el hecho del
fanatismo – porque precisamente consiste en esto: tomar ideas, normalmente
ideas falsas – y, en todo caso, ideas injustificadas –
como creencias inconmovibles, sólidas, en las cuales se intenta fundar
una vida. Los resultados suelen ser absolutamente desastrosos. En definitiva,
en el siglo XX, paradójicamente, ha habido quizá ejemplos mayores
de este tipo de situación de manejo credencial de ideas
no justificadas, de ideas que no resisitirían a diez minutos
de análisis, con las consecuencias del fanatismo, que son lo
más devastador del siglo XX...
Esto es relativamente claro. Entonces parece
raro que yo diga: la filosofía ¿qué tiene que ver
con eso? Porque la filosofía precisamente es asunto de ideas;
la filosofía es un pensamiento racional. ¿Qué ocurre con las
creencias? ¿Qué puede tener que ver la filosofía con ellas?
Ustedes piensen que hay situaciones en las cuales se produce
una crisis de las creencias – las creencias, cuya condición
es precisamente su vigencia, su vigor. Las creencias frecuentemente por
formularlas, por expresarlas; una creencia expresada es siempre menos creencia,
diríamos, se contagia de ideas. Una vez me pregunté, hace
muchos años, en un libro: ¿Por qué se canta el
Credo? Porque evidentemente nadie canta las leyes de Newton o
los principios de la lógica; son enunciados que se viven,
se formulan. Precisamente el canto del Credo añade algo a
lo que tiene de enunciado: justamente su dimensión credencial. El
Credo es credo, creo, singular – hace algunos años, en
la liturgia dominante, se hacía el plural, hay versiones del
credo antiguo en plural; me parecía un error decir creemos
porque el credo es una profesión de fe personal, individual.
No es creemos, no es una creencia social, no es
que estamos en esta creencia ¡no! Cada uno tiene que
decir: yo creo esto y esto; es, por tanto, una
profesión de fe. Empleo la palabra fe para distinguirla de
la creencia: la fe religiosa tiene un elemento de creencia
pero no es decisivo ahí: hay todos los elementos intelectuales,
sentimentales, tradicionales etc. que no son las creencias sociales, son
completamente distintos. La fe religiosa es fe religiosa con un
elemento credencial junto con otros muchos.
Pues bien, hay épocas en
las cuales se produce un debilitamiento general de las creencias:
pierden vigor, pierden fuerza, es decir, pierden vigencia. Entonces dejan
de funcionar y se produce un fenómeno de desorientación. Esto
lo expresa de una manera maravillosa Platón en la carta
séptima – que yo comenté hace muchos años como introducción
a la filosofía platónica. Se refiere a la situación que
se ha vivido en Atenas, que es una situación de
desorientación radical: es de crisis general de las creencias –
lo describe de una manera vívida, maravillosa; emplea la palabra
que es vértigo, una situación de vértigo. Hay un fenómeno
fisiológico, biológico, elementarísimo, que no es grave además, que es
el mareo.
Todos nos sentimos mareados alguna vez, es algo sin
importancia, la gente no se muere de esto, al cabo
de un rato ha pasado el mareo, pero mientras estábamos
mareados ¡es la más radical desorientación, no se puede hacer
nada en el mareo! Por eso Platón admirablemente habla de
vértigo. No se puede hacer política: la política supone un
estado de vigencias, un estado de ciertas nociones en las
cuales uno se apoya en lo que tiene vigor, en
las cuales se puede apoyar la conducta. Y hay situaciones
en las cuales esto desaparece. Hay situaciones de radical desorientación,
de crisis profunda de las creencias. Y yo tengo la
impresión de que estamos... -si no en una situación parecida-
siento más claro de que esto ocurra.
Las creencias siguen teniendo
vigor, desigualmente, de una manera a veces muy atenuada, a
veces residual, nos solicitan, tratan de determinar nuestra conducta parcialmente,
en algunas zonas de la vida, sí, pero en otras,
no, y no vemos clara la manera de articularlas. Esto
me parece que sería una descripción bastante aceptable del estado
de las creencias en el mundo actual – me refiero
a los últimos decenios, no muchos.
Entonces hace falta recurrir a
las ideas – necesitamos de las ideas imperiosamente porque las
creencias nos faltan, son débiles o son conflictivas y, por
tanto, no son suficientes para saber a qué atenerse, para
orientarse en la vida. Pero ¿qué ideas? Nuestro mundo actual
está absolutamente lleno de ideas, también lo estaba en el
tiempo de Platón: no con la superabundancia acerca de todos
los fragmentos de la realidad como ocurre ahora, pero también
ocurría un fenómeno parecido – recuerden ustedes que es el
momento precisamente de constitución de la teoría como tal, el
espírito teórico. Hay innumerables ideas, pero estas ideas sirven no
más. Son ideas particulares, son ideas aisladas, nos pueden dar
luz, nos pueden permitir cierta claridad sobre algunos aspectos de
la vida.
Tomemos como ejemplo la técnica, una de las glorias
del siglo veinte es el inmenso desarrollo de la técnica.
Hoy evidentemente sabemos del funcionamiento de la realidad física, de
la actividad cósmica, de la biológica, mucho más que en
ninguna época, con un conocimiento mucho más profundo, mucho más
de detalle, de las honduras de esa realidad. Se puede
operar de modo extraordinario, estamos operando con acciones reales dentro
del átomo, dentro de partes muy pequeñas, muy parciales del
átomo, se está no solamente explorando el espacio exterior sino
que se está actuando en él, se están ejecutando acciones
físicas en planetas remotos, estamos recibiendo fotografías de Marte, con
un conocimiento que hubiera sido totalmente inverosímil en cualquier otra
época. Es evidente que hay un repertorio de ideas... son
ideas: ideas precisas, comprobables que afectan a una enorme cantidad
de realidades o de aspectos de la realidad. Y, sin
embargo, no bastan; es insuficiente. Todo ese conocimiento incluso más
bien está contribuyendo a la desorientación – justamente porque nos
presenta posibilidades que nos parecen que rebasan nuestro horizonte. Por
ejemplo, el manejo nuclear, el manejo del átomo – que
ha sido un fantástico avance y un enriquecimiento enorme –
está asociado al temor. Es evidente: el primer experimento atómico
ha sido la bomba de Hiroshima y Nagasaki. Si hubiera
habido primero las utilizaciones técnicas, positivas, favorables de la energía
nuclear, esta imagen sería distinta ¿no? Ustedes piensen, por ejemplo,
que la primera utilización de la electricidad, en lugar de
ser las bombillas eléctricas, o el teléfono, o el telégrafo
¡hubiera sido la silla eléctrica...! Y así todo lo que
tiene que ver con lo nuclear se ha asociado a
lo destructivo – ahí ha intervenido la política y el
partidismo político, por supuesto. En todo caso, es evidente que
esas certidumbres parciales, valiosísimas, preciosas, extraordinarias de las ideas tienen
consecuencias que no son previsibles. Del mismo modo las posibilidades
biológicas de intervención en los organismos vegetales, animales e incluso
humanos: todas manipulaciones de la genética son posibles – y
son precisas, rigurosas, comprobables, pueden ser preciosas, pero, al mismo
tempo, producen una desorientación porque tienen consecuencias que no son
previsibles.
Hoy el hombre está convencido de que puede hacer muchas
cosas, lo puede justificar y sabe cómo se hace pues
tiene una conciencia clara, intelectual, racional. Pero vendrán consecuencias: ¿Adónde
llevan, hasta dónde se pude llegar? Es evidente que el
hombre vive hoy en un estado de admiración embotada por
la frecuencia y, de otra parte, de indudable temor, de
zozobra... Las ideas son absolutamente necesarias, indispensables – pero no
cualesquiera. Acabo de emplear la palabra “ideas aisladas”. El mundo
intelectual está constituido actualmente por la fragmentación: casi nadie sabe
nada fuera de una parte (y ustedes piensen que ha
habido hombres, quizá hasta el siglo XVIII, Leibniz, p. ej.
poseía en definitiva el saber de su tiempo); hoy no
es que los físicos saben solo física y los biólogos
saben biología...: ¡no! Saben una pequeña parcela de esas disciplinas.
De ellas saben algo extraordinario, algo que no se sabía,
ni siquiera se ha imaginado: sí, pero no saben más
que eso. La visión de la realidad se escapa, no
basta con ideas. Yo suelo distinguir con bastante energía entre inteligencia
y razón. La inteligencia consiste en la capacidad de comprender,
de entender las cosas – es algo que el hombre
comparte con el animal. Los animales son inteligentes, tienen inteligencia
y, a veces, mucha. Piensen, por ejemplo, en el sistema
prodigioso, instintivo de los insectos, que ejecutan una cantidad de
operaciones vitales, con enorme precisión, con rigor y, a veces,
incluso colectivamente en inmensas masas. Por otra parte, los animales
superiores: tienen una conducta tan certera, compleja como, por ejemplo,
los animales predatorios o las aves migratorias que ejecutan operaciones
que son de gran perfección, las hacen con un maravilloso
ajuste. Eso es inteligencia. La razón es algo más: es
la aprehensión de la realidad en su conexión; ver la
realidad como la realidad, no como estímulos, no como un
objeto, como en el caso de la inteligencia. Si ustedes
ven, por ejemplo, un tigre, una pantera sobre su presa
es algo de un ajuste, de una precisión asombrosa. Sí,
pero el hombre tiene algo más. El hombre tiene la
aprehensión de la realidad, es decir, ve lo real como
real; está en un mundo y no meramente en un
medio con el cual está articulado, pero en su conexión
sobre todo. Descubre las conexiones de la realidad: va uniendo
unos elementos a otros, por eso construye un mundo. El
hombre con su circunstancia, con todo lo que lo rodea,
va haciendo un mundo – un mundo que ha de
ser inteligible, que tiene que ser inteligible, que puede ser
inteligible como tal mundo. Esa es la condición fundamental; eso
es lo que el hombre necesita.
Recuerden ustedes mi vieja fórmula
para entender lo que se llama tener o no tener
uso de razón. Si el niño tiene o no tiene
uso de razón. La tiene ¿Si la tiene por qué
no la usa? ¿Y si no la usa, por qué?
No tener uso de razón quiere decir no tenerla pero
necesitarla. El animal no la necesita; el animal no tiene
razón y no le hace falta. El niño no la
tiene pero la necesita y por eso puede vivir más
que en sociedad, con sus padres, sus mayores, que le
prestan justamente la razón que él no tiene, hasta que
adquiere su uso, hasta que tome posesión de ella. Esta
es la fórmula.
Pues bien, el hombre construye el mundo, hace
mundos, vive en un mundo, puede llegar a saber a
qué atenerse porque tiene razón. La razón establece un sistema
de conexiones de la realidad que le permite entender la
totalidad, entender la vida. En seguida, muchas veces, si ustedes
ven las respuestas de los primeros filósofos, de los presocráticos,
son de una simplicidad inquietante... Qué cosas tan sencillas han
dicho: la es el agua, el aire... Pero, lo importante
no era la simplicidad de la respuesta; era la universalidad
de la pregunta. Lo que caracteriza estos filósofos es preguntarse:
¿Qué es todo esto? ¿Qué es la realidad? Justamente esa
pregunta englobante no la puede hacer el animal.
Vemos cómo hace
falta que las ideas sean ideas, en sentido estricto, ideas
racionales; ideas que puedan englobar la realidad, permitirnos saber a
qué atenernos respecto a ella y por tanto respecto a
nuestra vida, que nos permitan primariamente proyectar. Y Platón nos
cuenta que no se puede hacer política porque hace falta
algo anterior, algo previo: saber a qué atenerse, tener un
sistema de ideas coherentes, justificadas, abarcadoras. Es lo único que
puede substituir las creencias en crisis, lo que permite restablecer
las creencias. Esto es lo que no puede hacer más
que la filosofía. Y aquí llegamos al punto al que
quería llegar.
La filosofía precisamente es aquella forma de pensamiento que
tiene un carácter universal y radical. Consiste en hacerse preguntas
radicales, no secundarias, no parciales, sobre la realidad. Y de
ahí viene la exigencia de sistema: no hay más pensamiento
sistemático que el filosófico. En el siglo XIX se creía
que la filosofía tenía y debía tener una estructura sistemática
– es lo que buscaron y realizaron, a su manera,
los grandes filósofos del idealismo alemán...
No diríamos esto ahora. No
se trata de la estructura intelectual, de la estructura teórica
de la filosofía. No se trata de que sea conveniente,
o valioso o hermoso el sistema. ¡No! Se trata de
algo mucho más elemental: la vida humana es sistemática. La
vida humana es sistema, es coherencia, es un conjunto, es
necesidad de saber a qué atenerse respecto a toda la
realidad; respecto a las cuestiones de la vida, no a
las cuestiones primarias, inmediatas, de cada momento, sino sobre su
sentido general, sobre la totalidad del horizonte. Yo me proyecto
para hacer lo que voy a hacer ahora mismo o
dentro de una hora o mañana... ¡sí! Pero, al mismo
tiempo, tengo un proyecto que comprende mi vida entera y
más allá de mi vida, porque tengo que plantearme qué
va a ser después... después de mi muerte que aparece
a mí en el horizonte, que no está ahí pero
está allá. La estructura sistemática de la vida humana y,
por tanto, de la realidad, es lo que nos obliga
precisamente a hacer un pensamiento sistemático. Y ese pensamiento sistemático
es la filosofía – la filosofía cuando es propiamente filosofía...
pero si ustedes consideran la situación de la filosofía en
muchas épocas, entre ellas la nuestra, verán ustedes cómo, en
gran medida, está consistiendo en una renuncia al sistematismo. Por
ejemplo: la enseñanza de la filosofía, la transmisión de la
filosofía. Lo que los estudiantes reciben, qué es lo que
los puede llevar a la filosofía, despertar su vocación filosófica,
es, en general, una serie de puntos aislados, de puntos
fragmentarios, cuestiones particulares, aisladas que no tienen que ver nada
unas con otras. Se estudia el pensamiento de tal o
cual filósofo, aparte de su situación, de su puesto en
la historia, sin saber de dónde viene, ni adónde va,
sin saber por qué piensa lo que piensa y por
qué no se puede seguir pensando eso mismo, y por
qué se ha seguido adelante con eso que llamo yo
sistema de alteridad de las filosofías, con lo cual, evidentemente,
no se entiende nada. No se entiende nada, pero sobre
todo se pierde el carácter filosófico. Una cuestión nominalmente filosófica,
o una filosofía, o una doctrina filosófica, tomada en su
aislamiento deja de ser filosofía, ni más, ni menos. No
es filosofía, es el precipitado, inerte, de lo que fue,
de lo que pudo ser, filosofía. El que lee un
libro filosófico, si no lo lee repensándolo, reinventándolo, poniéndose en
actitud del que lo ha escrito y que por tanto
lo ha pensado, no lo lee filosóficamente y no lo
entiende, y permanece ajeno a él. Todo lector auténtico de
un libro de filosofía funciona como filósofo, aunque no sea
un filósofo original y creador.
Vean ustedes cómo hay infinitas exigencias.
La única manera de superar un estado de crisis profunda
de creencias, de falta de vigencia de las creencias y,
por consiguiente, de desorientación, es llegar a un pensamiento racional,
sistemático, rigurosamente filosófico.
Y aquí se encuentran ustedes con el enunciado
de esa conferencia: la filosofía como restablecimiento de las creencias.
Partiendo de una filosofía, responsable, justificable, que exhibe sus títulos,
que muestra su evidencia, que tiene el mecanismo de la
prueba –esencial a la filosofía– y que se plantea las
cuestiones radicales, las cuestiones que afectan al conjunto de la
realidad de la vida humana como tal, sólo así se
puede restablecer la inteligibilidad del mundo, de la vida; puede
hacer posible una nueva orientación.
No es que los hombres vengan
a ser filósofos – Dios nos libre... Lo que hace
falta es que haya algunos filósofos... –pocos, bastan pocos, siempre
he dicho que han sido cuatro gatos metidos en un
rincón sin ninguna importancia social, por eso cuando veo congresos
en que hay doscientos, trescientos filósofos... Algunos filósofos, pero que
sean filósofos, que hagan verdaderamente filosofía y no otra cosa,
que se hagan rigurosamente las preguntas radicales... ¡Las preguntas! Las
respuestas son secundarias. Que lleven los demás hombres que no
son filósofos ni tienen por qué serlo a hacerse unas
preguntas, a recobrar la confianza en la razón, a restablecer
ese sistema de conexiones en que consiste la realidad. Es
decir, si hay filosofía -sin importancia, sin ninguna fuerza social,
diríamos- , podrá haber nuevamente creencias. Creencias que alcanzarán solidez,
vigencia, que irán recomponiendo el mundo.
Yo creo que las crisis
de creencias son las verdaderas crisis: los acontecimientos pueden ser
tremendos, pueden ser devastadores -las revoluciones, las guerras dejan al
mundo tal vez en la situación lamentable de empobrecimiento... no
son tan graves: es mucho más grave la desorientación, cuando
el hombre no sabe lo que hacer, no sabe qué
pensar, no sabe a qué atenerse, cuando se interrumpe o
se quebranta su sistema de estimación. Estas son las crisis
profundas, las que engendran las decadencias, de las cuales es
tan difícil salir porque significan un descenso de lo humano,
un descenso de la calidad humana y, por tanto, no
hay quien salga de ellas... Yo siempre he creído que la
realidad psicofísica del hombre es más o menos invariable –
ustedes tomen una época de decadencia y los niños que
nacen en ese tiempo son iguales a los que nacían
antes o después, y si se hubieran hecho análisis psicofísicos
como se hacen ahora hubieran visto que eran iguales. Era
la sociedad que era distinta, era tal vez el fraccionamiento
o el aislamiento de las partes; era el predominio de
ideas que pueden ser falsas, injustificadas, que pueden engendrar fanatismos
que significan un estrechamiento de la mente, un cesar de
plantearse esas cuestiones, de estar abierto a la realidad, a
la verdad.
Es la pérdida de la verdad, por tanto, la
pérdida de en qué consiste la realidad. No se puede
superar esa situación, más que volviendo precisamente al pensamiento riguroso
y su forma radical es filosófica, es la filosofía. De
las épocas en que se está, sí, se puede salir
con filosofía, con la única condición de que la haya,
de que haya unos cuantos hombres –o mujeres claro– dedicados
a preguntar, con rigor, con veracidad y, la segunda parte,
a mostrar el resultado de eso que han hecho a
los demás para que puedan reconstruir su mundo personal, su
manera de atenerse, su modo de proyectar y, por tanto,
construir un mundo que sea humano, un mundo vividero.
|
|
El Hombre Como Sujeto de la Experiencia Moral |
“¿Qué es el objeto de una acción moral?”, o “¿cuál
es el criterio de la moralidad: la naturaleza o la razón?“ Reflexiones
sobre contenidos centrales de la Veritatis splendor. |
|
|
El Hombre Como Sujeto de la Experiencia Moral |
Sumario 1. La subjetividad moral
y la pregunta acerca de su verdad .- 2. La
doctrina aristotélica de la virtud y el gobierno de la
razón.- 3. La pregunta relativa a los principios de la
razón práctica.- 4. La “luz de la razón natural” y
su función normativa.- 5. La ‘lex naturalis’ como obra de
la razón práctica y la subjetividad originaria de lo moral.-
6. La prioridad de la autoexperiencia de la razón práctica
y las relaciones entre ética y metafísica.- 7. La potenciación
de la razón, por la teología de la creación, como
autonomía cognitiva y “teonomía participada”.- Conclusiones: la autoridad última de
la razón y su “salvación” por la fe.
El primado antropológico y cognitivo de la razón y la
verdad de la subjetividad.
1. La subjetividad moral y la
pregunta acerca de su verdad Da buena muestra de
la amplitud de miras y del arrojo de los organizadores
de un congreso de teología moral que hayan elegido a
un filósofo para abrir la serie de ponencias. Pues los
filósofos hablan de cosas que no suelen interesar mucho a
los teólogos, y menos a los obispos. Se preguntan, por
ejemplo, “¿qué es el objeto de una acción moral?”, o
“¿cuál es el criterio de la moralidad: la naturaleza o
la razón?“; hablan de la fundamentación de las normas, de
teoría de la acción y de la cuestión de si
la prudencia depende de las virtudes morales o más bien
éstas de aquélla; discuten acerca de si el “iudicium conscientiae“
es lo mismo que el “iudicium electionis“, de qué es
exactamente la “intención” y de si la razón práctica y
la razón teórica tienen o no cada una un punto
de partida independiente de la otra. En esas discusiones los
teólogos echan de menos una dimensión más profunda, que no
es otra que precisamente la teológica, así como la relevancia
pastoral. Lo que según ellos debería ocupar el centro de
la atención es algo totalmente distinto: la fundamentación cristológica de
la moral, por ejemplo, la doctrina de la gracia, la
fundamentación bíblica de las normas morales o las relaciones entre
pecado, conversión y seguimiento de Cristo, o entre la libertad
y aquella verdad que es Cristo mismo, el Verbo de
Dios encarnado.
Por esta razón a muchos teólogos las partes de
la Veritatis splendor que más les gustan son su bello
capítulo cristológico, el primero de la Encíclica, y el tercero,
netamente pastoral, y por lo general dejan a un lado
el segundo capítulo, que es de naturaleza más bien ético-filosófica.
Les parece un molesto cuerpo extraño.
Una rápida mirada al programa
del Congreso muestra que sus organizadores no han sucumbido ni
en lo más mínimo a ese peligro. Gran parte de
los oradores son filósofos. También resulta evidente que los teólogos
que tomarán la palabra en este Congreso no le tienen
ningún miedo al segundo capítulo de la Veritatis splendor. Me
congratulo que así sea, ya que muestra en qué gran
medida la teología moral actual ha cobrado conciencia de la
necesidad de ahondar en la fundamentación filosófica y de recurrir
a modos de argumentación racional. Fomentar precisamente esto era sin
duda uno de los más importantes propósitos de la encíclica
cuyo décimo aniversario vamos a conmemorar en este Congreso.
En mis
reflexiones me voy a limitar a un tema que no
se trata explícitamente como tal en la Encíclica, pero que
sin embargo la atraviesa a modo de hilo conductor: “el
hombre como sujeto de la experiencia moral”. Lo hago, en
primer lugar, porque este tema me ha sido propuesto por
los organizadores. En segundo lugar, también porque estoy convencido de
que uno de los contenidos centrales de la Veritatis splendor
es el descubrimiento –o el redescubrimiento– de la persona como
sujeto moral, y por tanto de la “subjetividad de lo
moral”.
Puede que en vista del propósito de la Encíclica de
defender precisamente la objetividad de las normas morales esto que
acabo de decir resulte sorprendente. Pero todo depende de qué
se entienda por “subjetividad”. Para aclarar este punto me he
decidido a añadir a mis reflexiones este subtítulo: “El primado
antropológico y cognitivo de la razón y la verdad de
la subjetividad”.
A lo que me refiero es a la subjetividad
de un hombre al que definimos clásicamente como animal rationale.
No se trata de la subjetividad de una voluntad autónoma
en sentido kantiano, que trata de afirmar su libertad frente
a las inclinaciones y pulsiones y que por ello no
se somete a las representaciones del bien surgidas de sus
inclinaciones, sino exclusivamente al deber de imperativos racionales categóricos y
elevados por encima de toda inclinación. Me refiero, más bien,
a la subjetividad de un ser vivo que se distingue
por poseer entendimiento y razón, cuyo objeto, en cuanto razón
práctica, no es otro que la verdad de la realización
del propio ser: de un ser tal y como se
muestra por naturaleza en inclinaciones y pulsiones, pero también en
una razón inserta en esas inclinaciones y pulsiones, que las
regula y ordena y para la cual, así pues, es
fundamento del obrar y principio moral no el “deber” elevado
por encima de todo bien vinculado a la inclinación, sino
precisamente el bien condicionado por la inclinación, pero tal y
como comparece ante la razón. “Subjetividad de lo moral” significa
entonces lo mismo que “racionalidad de lo moral”, y hace
referencia concretamente a una especie de racionalidad que a su
vez consiste en la objetividad de “lo bueno para el
hombre”, en aquella objetividad que no es sino “la verdad
de la subjetividad”. 2. La doctrina aristotélica de la virtud
y el gobierno de la razón La categoría de
“verdad de la subjetividad” se remonta a Aristóteles, quien no
sólo introdujo en la ética la subjetividad de lo moral
de una forma que aún no ha sido superada, sino
que incluso, en la Ética a Nicómaco, parte de ella
desde la primera línea. Para Aristóteles el hombre que actúa
es básicamente un ser que tiende al bien en todas
sus formas posibles, de modo que cabe designar el bien
precisamente como aquello a lo que todas las cosas tienden.
El concepto mismo de bien en cuanto bien práctico es
el concepto de lo que es objeto de una tendencia.
Por ello, la tendencia humana y el obrar causado por
ésta –praxis– están expuestos al engaño. Los juicios prácticos se
hallan necesariamente condicionados por nuestros afectos y emociones, y esto
significa que el bien que podemos querer y hacer será
siempre y sólo aquél que nos parezca un bien. Así,
el bien práctico es esencialmente un phainómenon agathón (EN III,
4). La “aparición” del bien nos puede engañar, pues no
siempre lo que nos parece ser un bien es bueno
en realidad. El hombre puede ser engañado por los sentidos,
por el placer y también por algo que San Agustín
fue el primero en subrayar en toda su profundidad: el
torcimiento, la curvatio de la voluntad misma.
De la experiencia de
la posible discrepancia entre lo que parece bueno y lo
que no sólo lo parece, sino que además lo es
en realidad, se deriva el programa no sólo de la
autoilustración ética sobre “lo bueno para el hombre” en el
campo de la praxis, sino también para la realización de
ese bien en la praxis del sujeto: es necesario aclarar
la cuestión de bajo qué condiciones lo que nos parece
bueno es en realidad verdaderamente bueno, o, a la inversa,
bajo qué condiciones lo verdaderamente bueno nos parece bueno también
subjetivamente, de manera que tendamos realmente a lo que es
recto y lo hagamos.
La respuesta aristotélica a esa pregunta reza
así: eso sucede bajo la condición de que la razón
(logos) o el intelecto (nous) gobiernen en nosotros, de que
así pues actuemos conforme a la razón, pues –según se
dice en el De Anima– “el intelecto siempre es recto,
sólo la tendencia y la imaginación (sensible) pueden no serlo”
(DA III, 10, 433a 27-28). La tesis originalmente platónica del
primado antropológico del intelecto y del logos, que también incluye
la tesis de su primado cognitivo, descansa en la convicción
de que el intelecto, el entendimiento, la razón –una especie
de “Dios en nosotros”– tienen lo verdadero como objeto por
naturaleza, y por ello infaliblemente; designan aquella “parte” del ser
del hombre que nos caracteriza específicamente como hombres. Esto, al
menos en Aristóteles, no está entendido de un modo dualista,
sino en el sentido de que sólo a la “parte
racional del alma”, en su calidad de “parte superior del
alma”, corresponde dirigir nuestra mirada interior a la realidad en
su verdad auténtica, y ello concretamente porque y en la
medida en que se trata de una mirada del intelecto
y de la razón. Pues la estructura esencial y la
verdad más íntimas de toda “realidad” son inteligibles, y por
tanto objeto natural del intelecto.
Así pues, el intelecto aparece aquí
–para emplear la metáfora que tan decisiva llegará a ser
precisamente en el neoplatonismo y en el aristotelismo tomista– como
una luz que, por así decir, hace visibles los colores
y contornos de la realidad, y por tanto a ésta
misma en su más íntima esencia: al igual que por
su naturaleza propia la luz ilumina y hace visible y
no puede ofuscarse, desviarse u oscurecerse por sí misma, sino
a lo sumo por obra de una cosa distinta de
ella, así también el intelecto es como tal aquella luz
que nos hace posible mirar a la verdad, y en
sentido práctico mirar a “lo bueno para el hombre”. Por
sí misma la luz del entendimiento no puede sino iluminar,
hacer visible lo inteligible, pero puede ser ofuscada, desviada u
oscurecida por el desorden de los sentidos, por las emociones
y por las pasiones, por el engaño del falso placer,
por el descarrío y torcimiento de la voluntad.
Con ello queda
fijado el programa ético: una vez está claro que “lo
en verdad bueno para el hombre” nos parece bueno cuando
y sólo cuando nuestra percepción del bien está guiada por
la razón y por tanto se halla bajo el gobierno
del intelecto, se deriva de ello la siguiente pregunta: ¿bajo
qué condiciones queremos, tendemos y actuamos racionalmente? La respuesta platónica,
dualista, a esta pregunta reza así: cuando hemos conocido el
bien con nuestro entendimiento. Quien actúa mal, lo hace por
ignorancia. El virtuoso es alguien que sabe, y la falta
de virtud es falta de saber, de un saber de
naturaleza epistémica: falta de intuición de la esencia del bien,
un déficit de theôria. Esta carencia llega a darse porque
el entendimiento ve impedido su libre despliegue por la índole
corporal del hombre. En consecuencia, como se dice en el
Fedón (63e-69e), lo mejor para el que ama la verdad
es la muerte, esto es, despedirse del cuerpo: sólo entonces
es posible la contemplación imperturbada de la verdad.
Aristóteles no rechaza
de plano esa respuesta, pero la transforma en un punto
decisivo. También él es de la opinión de que quien
no sabe del bien no puede actuar bien. Pero añade
que es perfectamente posible saber del bien y sin embargo
hacer el mal, puesto que existe otro tipo de ignorancia:
la ignorancia que nos afecta en el instante de la
elección de una acción porque nuestras tendencias e inclinaciones ofuscan
el juicio de la razón y la arrastran tras de
sí. Es posible tener buenos principios –por ejemplo saber que
uno no se debe acostar con la mujer del vecino–
y sin embargo, vencido por la emoción y la pasión,
juzgar aquí y ahora que eso es bueno, y hacerlo.
Quien actúa así, dice Aristóteles, está actuando realmente por ignorancia,
pero no por ignorancia en el plano de los principios
generales, sino en el plano del juicio de acción concreto
relativo a lo que “aquí y ahora” tenemos por bueno,
toda vez que ese juicio, que es el que decide
qué haremos u omitiremos en cada caso, está sujeto a
ataduras emocionales. La virtud es “recto saber” en este plano,
pero en este plano el recto saber presupone precisamente el
recto orden de las emociones.
Por ello, la excelencia o perfección
moral –la ethikê aretê–, la virtud, no es mero saber
de naturaleza epistémica, sino una cierta armonía entre las emociones
y la razón. De esta manera se asegura la eficacia
del saber moral general para el actuar concreto y queda
evitado el error en la elección. Dado que el moralmente
excelente siente placer y displacer del modo recto y por
lo tanto no se ve engañado por ellos –dice Aristóteles–
“juzga bien todas las cosas y en todas ellas se
le muestra la verdad”. Precisamente por ello, porque “ve la
verdad en todas las cosas”, llega a ser para él
mismo “el canon y la medida” de lo verdaderamente bueno
(EN III, 6, 1113a 29-34).
Así pues, el problema ético queda
solucionado cuando las pasiones, pulsiones, inclinaciones y emociones, en lugar
de ser un obstáculo para la razón, le prestan apoyo
e incluso gracias a su buena índole –templanza, fortaleza– le
señalan el camino. El programa aristotélico no es el desprendimiento
platónico de la corporalidad, los sentidos y las pulsiones, sino
“tender conforme a la razón” y “juzgar en concordancia con
el recto tender”.
Por ello la ética aristotélica es esencialmente una
ética de la virtud. Entiende la moralidad no como seguimiento
de reglas con la finalidad de producir un mundo mejor,
sino como un programa de mejora no sólo de la
propia praxis, sino del propio ser. La moralidad se plantea
siempre y esencialmente la pregunta de en qué tipo de
hombre se convierte uno cuando hace esto o esto otro,
y si esto o aquello conduce a la consumación a
la que damos el nombre de felicidad. Pero es esencialmente
una ética racional de la virtud, que sabe vincular a
condiciones cognitivas del ser bueno el ser bueno del hombre
y de su actuar y mide las posibilidades del ser
feliz conforme a criterios de racionalidad. Sin embargo, precisamente aquí
piensa la “subjetividad de lo moral” con toda radicalidad: la
razón práctica está inserta en la tendencia originaria del sujeto
al bien, es siempre y en cada caso “mi razón”,
y no sencillamente interiorización de reglas procedentes de una naturaleza
experimentada como un objeto situado frente al sujeto. A lo
sumo, sólo puede ser fundamento de la moralidad una naturaleza
que comparezca en la autoexperiencia del sujeto como práctica, a
saber, como razón práctica que capte lo “racional por naturaleza”,
esto es, los fines de las distintas virtudes. 3.
La pregunta relativa a los principios de la razón práctica
Es sabido que la ética aristotélica incurre aquí en una
argumentación circular, ya que para el Estagirita la virtud moral
depende de la racionalidad práctica, mientras que al mismo tiempo
la racionalidad práctica presupone la posesión de la virtud. Es
el fin el que hace correcta la razón de los
medios, y ese fin viene dado por la virtud, pero
a su vez la virtud, para ser virtud moral, necesita
precisamente de aquella razón a la que ella sin embargo
tiene que proporcionar los fines. Ahora bien, este círculo no
es una inconsistencia lógica de la ética aristotélica, sino que,
muy al contrario, se trata de una de sus tesis
esenciales y es parte integrante de su verdad.
Y es que
el círculo aristotélico describe con toda precisión la dimensión práctica
de la condición humana y es expresión adecuada de la
subjetividad de lo moral. En sentido propio solamente se puede
hacer el bien y ser bueno en la medida en
que se tenga conocimiento del bien. Sin este tipo de
subjetividad no hay moral alguna. Por mucho que se hable
de “las exigencias objetivas de la moral” y de “normas
morales objetivas”, sin conocimiento del ser bueno de lo que
hay que hacer no existe ninguna posibilidad de llegar a
ser una buena persona haciendo el bien ni, por tanto,
de acertar con el sentido de la moralidad (cfr. también
VS 35, 4).
Pero, por otra parte, el fin, y por
tanto también el bien, se le manifiesta a cada uno
conforme a su propia índole subjetivo-afectiva: al virtuoso le parece
buena y deseable la virtud, y al malo el vicio.
La subjetividad última de lo moral se convierte así, al
mismo tiempo, en el más radical peligro que corre.
Precisamente por
ello este círculo nos conduce a una pregunta decisiva, a
la pregunta relativa a los principios de la razón práctica
y del conocimiento moral: ¿es posible, sin poseer la virtud,
tener un concepto de “lo bueno para el hombre” y
así pues captar el bien humano en el sentido de
principios o “normas” morales? Aristóteles no elaboró más que los
rudimentos de esa teoría ética de los principios. Consiste esa
teoría, por un lado, en la referencia a las opiniones
acerca del bien albergadas por los mejores y los más
sabios y en el ejemplo personal que nos dan, por
ejemplo en el contexto de la polis ática en la
figura de Pericles, y por otra parte encontramos esa respuesta
en los libros sobre política a los que remiten expresamente
los últimos apartados de la Ética a Nicómaco: la polis
bien ordenada y sus leyes sustituyen la falta de virtud
y conocimiento de quien prefiere dar seguimiento a las pasiones
antes que a la razón, y en último término le
instan a hacer el bien mediante la coacción de las
leyes y de las penas que éstas comportan.
En Aristóteles no
encontramos mucho más a este respecto. La “subjetividad de lo
moral” aristotélica llega en este punto a sus límites. La
causa es muy sencilla: Aristóteles piensa que en el vicioso
ha quedado destruido el principio mismo de toda moralidad, y
que por ello es incapaz de conversión. Una persona cuyas
pasiones hayan corrompido “lo mejor que hay en ella”, la
razón, sólo puede ser instada a hacer el bien mediante
la coacción externa. El virtuoso llega a ser, así, un
caso excepcional, perteneciente a una élite, mientras que para los
muchos, para la masa, la polis como un todo y
sus leyes ocupan el lugar de la razón, la cual,
como universal, solamente existe en esa forma. La ética se
convierte en una ética de la polis. El poder de
la verdad de la razón, que al principio parecía universal,
se disuelve así en la particularidad de un ethos concreto.
La
verdad de la ética aristotélica y la herencia platónica en
ella asimilada no llegan a su pleno despliegue hasta su
inserción en el contexto de la metafísica de la creación
de impronta cristiana. Es la Revelación judeo-cristiana la que provoca
la eclosión de los presupuestos categoriales en virtud de los
cuales puede alcanzar toda su vigencia la doctrina platónico-aristotélica del
poder de la verdad del intelecto, que ve en éste
“lo mejor que hay en nosotros”.
Con ello se salva, al
mismo tiempo que la subjetividad de lo moral, la universalidad
de lo moral y la razón que subyace a esa
universalidad. De esa manera es posible superar el mencionado círculo
y cae por tierra la premisa esencial de la ética
aristotélica de la polis que ponía en peligro la universal
subjetividad de lo moral, a saber, la premisa de que
sólo el virtuoso posee conocimiento moral, mientras que el vicioso
no se puede convertir y únicamente cabe obligarle a hacer
el bien mediante la coacción de leyes externas. Tiene lugar,
así pues, una cierta “democratización de la virtud”.
A través del
neoplatonismo judío el pensamiento de inspiración bíblica y cristiana descubre
otra ley diferente: la ley que llevamos en nuestro corazón
y que por eso recibe el nombre de “ley de
la naturaleza”. No sólo la doctrina de que Cristo es
el “logos” divino eterno e increado, sino también la de
que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza
de Dios conducen a una modificación de la doctrina estoica
de la lex aeterna como ley del cosmos a través
de la cual el hombre realiza su libertad cuando se
somete a ella tras conocer su necesidad.
Los primeros teólogos cristianos
–los Padres de la Iglesia– se separaron radicalmente de ese
modo de ver las cosas, a pesar de toda la
influencia estoica que recibieron. Pues para ellos, cristianos como son,
la imagen y semejanza de Dios no se encuentra en
el cosmos, y la ley eterna no es un logos
que está presente por doquier en el cosmos y lo
gobierna; la imagen y semejanza de Dios en este mundo
es exclusivamente el alma humana, que de esa manera queda
sustraída al orden del cosmos. Por ello, la ley eterna
de Dios por la que todo está ordenado no es
un logos de la naturaleza y la participación en ella
no es la oikoiesis estoica, la asimilación racional del orden
de la naturaleza, una especie de “aclimatación” a ésta y
sometimiento a sus necesidades. La ley eterna que subyace a
toda naturaleza es más bien, en primer lugar, la sabiduría
del creador divino, que precisamente trasciende toda naturaleza. El hombre
no participa en esa sabiduría sencillamente porque sea “naturaleza”, sino
a través de su propia razón, la cual no es
otra cosa que participación en la luz divina de la
sabiduría del Creador. Por ello el cristiano Ambrosio de Milán
escribe en el siglo IV –en último término de modo
nada estoico– que la ley natural es la “voz de
Dios” inscrita en nuestro corazón a través de la cual
“id quod malum est naturaliter intellegimus esse vitandum et id
quod bonum est naturaliter nobis intellegimus esse praceptum”: la voz
“mediante la cual de modo natural conocemos el mal que
debemos evitar y de modo natural conocemos el bien que
nos está mandado hacer” (De Paradiso, 8, 39).
Así pues, mientras
que por ejemplo Cicerón, de modo plenamente estoico, designa la
lex naturalis como “ratio summa, insita in natura” (De Legibus
I, 6, 18), o como “recta ratio naturae congruens” (De
Republica, III, 22, 33) que nosotros “extraemos de la naturaleza”
(Pro Milone IV, 10), para San Ambrosio es un tipo
de conocimiento natural: no, como sucede en Cicerón, “voz de
la naturaleza”, sino más bien “voz de Dios” en nosotros
que se nos manifiesta precisamente mediante el conocimiento natural de
la razón.
Así pues, el tema platónico-aristotélico del nous y del
logos como el “Dios en nosotros” y “la parte rectora
del alma” regresa aquí habiendo adoptado una figura cristiana y
con la correspondiente potenciación. El intelecto regresa como la fundamental
capacidad del hombre de regirse por “lo bueno para el
hombre”, concretamente a través de una racionalidad que está garantizada,
ya antes de que se posean las virtudes morales, por
una “luz de la razón” que es propia de la
naturaleza humana en cuanto naturaleza, que por tanto no se
puede perder y está siempre presente, y mediante la cual
la “subjetividad de lo moral” queda confirmada de modo nuevo
y hasta ahora aún no superado. Por ello, para Tomás
de Aquino la “ley de la naturaleza” no es una
ley del cosmos, sino que, como se dice en el
prólogo de su comentario al Decálogo, la ley de la
naturaleza “no es otra cosa que la luz del entendimiento
infundida en nosotros por Dios. Gracias a ella sabemos qué
se debe hacer y qué se debe evitar. Esta luz
y esta ley nos han sido dadas por Dios al
crearnos” (In duo praecepta caritatis et in decem legis praecepta,
Prologus).
Casi mil años después de San Ambrosio seguimos encontrando en
Santo Tomás esta perspectiva específicamente cristiana de la época de
los Padres. Sólo siglos más tarde, bajo la impresión de
la ciencia natural moderna y de las “leyes naturales” por
ella descubiertas –las leyes de Kepler sobre el movimiento de
los planetas, las leyes del movimiento de Newton, las leyes
de la caída de los graves de Galileo, etc.– se
empezará a hablar en el campo de la ética de
una “ley natural” en el sentido de una “legalidad” inherente
a la naturaleza y, por tanto, recayendo en la perspectiva
estoica, se irá reduciendo paulatinamente lo racional a lo natural
y se volverá a concebir la ley natural en el
campo de la moral más bien en sentido estoico, es
decir, como una especie de “normatividad de lo natural”.
La versión
tomasiana de la doctrina de la lex naturalis, enmarcada como
está en la tradición aristotélica y en la metafísica de
la creación, no es otra cosa que la teoría ética
de los principios de la razón práctica que falta en
Aristóteles. La lex naturalis misma es, así pues, la capacidad
propia de todo hombre de hacer real la “verdad de
la subjetividad” y, por tanto, de hacer real la subjetividad
de lo moral. Da buena prueba de lo que antes
he denominado “democratización de la virtud”. 4. La “luz
de la razón natural” y su función normativa La caracterización
que Santo Tomás hace de la ley natural como “la
luz del entendimiento infundida en nosotros por Dios”, mediante la
cual “sabemos qué se debe hacer y qué se debe
evitar” y es una luz y una ley que “Dios
nos dio al crearnos”, se aduce en dos ocasiones en
la encíclica Veritatis splendor (números 12 y 40). Por ello,
cabe considerar esa cita como uno de los leitmotive de
la Encíclica. También encontramos en la VS la formulación de
León XIII, ausente durante largo tiempo en los textos magisteriales
–probablemente por influencia de ciertas corrientes del neotomismo–, de que
la ley natural, a través de la cual habla la
autoridad del legislador divino, está “inscrita y cincelada en el
corazón de cada hombre (…), dado que no es otra
cosa que la razón humana misma en la medida en
que nos manda hacer el bien y nos prohíbe pecar”
(encíclica Libertas praestantissimum, 1888).
Para no entender mal esta doctrina enteramente
tomasiana de la ley natural como praescriptio rationis y no
perder de vista su función esencialmente cognitiva hemos de leerla
sobre su trasfondo platónico-aristotélico. La estaríamos entendiendo erróneamente tan pronto
considerásemos la razón sólo como órgano de conocimiento de una
“naturaleza” situada frente a la razón en calidad de objeto
y de una norma, cognoscible por la razón teórica, que
por así decir se pudiese leer en la naturaleza. Ese
sería un error, ya que el intelecto, la razón, no
son órgano de conocimiento de la norma moral, sino que
ellos mismos son la norma moral, y, por cierto, lo
son porque y sólo porque ellos son asimismo naturaleza: “naturaleza”
del hombre, parte de su ser, y precisamente, dicho al
modo de Aristóteles, la “parte rectora del alma”, el “Dios
en nosotros”. El intelecto nos abre la mirada a la
verdad inteligible del bien, al cual, en cuanto seres humanos,
tendemos desde el primer momento por naturaleza con unas pulsiones,
inclinaciones y deseos a los que, sin embargo, dado que
son mera naturaleza no guiada por la razón, su auténtico
fin les queda oculto.
La razón –en cuanto despliegue discursivo
del intelecto– es, así pues, regla y criterio de moralidad,
y ello porque la naturaleza del hombre está informada por
un alma esencialmente dotada de razón y que es sencillamente
el principio esencial y vital del hombre. La constitución misma
metafísico-antropológica del hombre fundamenta, así pues, la función naturalmente normativa
de la razón. Precisamente porque en el hombre la “racionalidad”
es “naturaleza”, el criterio de “lo bueno para el hombre”
no es sencillamente la “naturaleza”, sino la “razón”. Ese bien
es esencialmente un “bien de la razón”, un bonum rationis.
Así
queda de manifiesto precisamente cuando Santo Tomás define la lex
naturalis como “participación en la ley eterna” (I-II, 91, 2).
Y es que esta definición se torna poco clara, ambigua
e incluso ininteligible cuando no se la refiere a la
doctrina platónico-aristotélica del primado antropológico y cognitivo del intelecto y
la razón y a su “función de luz”. Esta definición
no implica limitación alguna de la razón, sino, muy al
contrario, la fundamentación y potenciación de su posición central, ya
que –prescindiendo ahora de la Revelación– solamente conocemos la ley
eterna de Dios gracias a nuestra razón, que “se deriva
del espíritu divino como imagen y semejanza suya” (I-II, 19,
4 ad 3).
Justo por ello Santo Tomás ve en la
pregunta contenida en el salmo 4, por él citado una
y otra vez, “Muchos dicen: ¿quién nos mostrará el bien?”,
y en la respuesta que da el salmista, “¡Señor, haz
que tu rostro brille sobre nosotros!”, una confirmación bíblica de
que “la luz de la razón natural, por la cual
discernimos lo bueno y lo malo –tal es el fin
de la ley natural– no es otra cosa que la
luz divina impresa en nosotros” (I-II, 91, 2; citado en
VS 42). Difícilmente se podría expresar con más claridad la
integración de la doctrina platónico-aristotélica del primado antropológico y cognitivo
del intelecto, de la “razón natural”, en la perspectiva de
la teología cristiana de la creación.
La tesis tomasiana, que no
admite compromiso alguno, de la razón como norma, regla, criterio
de moralidad, que precisamente muchos tomistas atenúan y eluden una
y otra vez cuando reconocen la razón solamente como órgano
de conocimiento de la norma, pero no como norma ella
misma, reaparece así pues en la VS en un lugar
central. Con esa tesis no se está sosteniendo que la
razón natural dé origen por sí misma al bien a
partir de la nada, de modo por así decir “creador”.
Antes bien, lo hace como razón de un ser vivo
constituido en unidad corporal-espiritual. La razón“normativiza”, y por lo tanto
necesita “algo” que normativizar. Normativiza la realidad que nosotros somos
en cuanto seres que por naturaleza tendemos al bien, normativiza
lo que Santo Tomás llama las “inclinaciones naturales” sobre las
cuales nosotros no podemos disponer con libertad, toda vez que
se trata de naturaleza que nosotros mismos somos, pero ellas
mismas no son normas morales: antes bien, como subraya Santo
Tomás, forman parte de la ley natural en la medida
y sólo en la medida en que estén reguladas por
la razón (I-II, 94, 2 ad 2).
Esas inclinaciones naturales no
son sencillamente “material sin elaborar” y carente de forma o
figura definida, sino una estructura ya poseedora de forma en
virtud de su propia naturaleza, dotada de función inherente y
referencia a determinados fines y sobre la cual la razón
no puede disponer arbitrariamente sin malograrse a sí misma en
cuanto razón de un ser natural constituido en unidad esencial
corporal-espiritual. Ahora bien, por otra parte la ley natural no
es sencillamente la inclinación natural, sino la inclinación natural ordenada
conforme a las exigencias de la razón. Al igual que
toda ley, también la ley natural es ordinatio rationis (I–II,
90, 4), es aliquid per rationem constitutum y un opus
rationis (I-II, 94, 1), de modo que el orden moral
establecido por ella en los actos de la voluntad es
ordo rationis. Las dos cosas, inclinación dada por naturaleza y
razón, se relacionan entre sí como la materia y la
forma que se unen para constituir una unidad esencial. Con
ello queda excluido todo dualismo antropológico.
Así, para aclarar con un
ejemplo lo que estamos diciendo, la pulsión sexual dirigida al
cuerpo de otra persona, y las vivencias afectivas a ello
unidas, sólo en el horizonte de la razón se convierten
en el bien humano del amor conyugal: un amor que
sirve a la transmisión de la vida en entrega recíproca,
en una benevolencia referida al conjunto de la persona –amistad–
y en fidelidad indisoluble. Esto, el amor conyugal, es la
verdad de la “sexualidad” humana, pero se trata de una
verdad que sólo toma forma en el orden de la
razón. Sólo en el orden de la razón recibe la
“sexualidad” en cuanto naturaleza la configuración que la distingue como
bien humano fundamental, y sólo en ese orden se entiende
correctamente, en su figura personal y por tanto humana, la
relación existente entre la sexualidad humana y el amor. Como
mera naturaleza la sexualidad tiene que ver a lo sumo
con la reproducción y la satisfacción placentera, y no con
la amistad, el amor, la entrega o la fidelidad. Así
pues, ningún mandato de la ley natural puede referirse a
una sexualidad entendida meramente en ese sentido natural; semejante mandato
no ofrecería orientación e indicación moral alguna al actuar humano.
5. La ‘lex naturalis’ como obra de la razón práctica
y la subjetividad originaria de lo moral Llegamos así a
una primera consecuencia decisiva: porque la ley natural es una
ordinatio rationis, y sólo por ello, la razón normativiza en
cuanto razón práctica. ¿Qué es la razón práctica? En lo
que respecta a la facultad, no es una razón distinta
de la especulativa o teórica, sino solamente la ampliación de
la única potencia intelectiva al campo del actuar (I, 79,
11). Es la razón única del hombre, capaz de captar la
verdad y la realidad, cuando se despliega en el contexto
de la inclinación natural, antes que nada y fundamentalmente en
el contexto de la tendencia al bien como tal que
subyace a cualquier otra tendencia. Cuando Santo Tomás habla sobre
el punto de partida del proceso de la razón práctica
y del primer principio de la misma (I-II, 94, 2),
cita –y no por casualidad– precisamente la frase con la
que se abre la Ética a Nicómaco de Aristóteles: “El
bien es aquello a que todas las cosas tienden” (EN
1, 1, 1094a 3).
El bien aparece originariamente en el contexto
de la tendencia: de la inclinación, del desear y querer.
Únicamente en este contexto la razón se hace práctica y
empuja a actuar. El hombre no sólo es un ser
que capta la realidad teóricamente, epistémicamente, especulativamente y así se
ve remitido a la ley fundamental del ser conforme a
la cual lo que es no puede no ser a
la vez en el mismo sentido, sino que el hombre
es también, de suyo, un ser que tiende, que va
en pos del bien. Y en ese punto empieza la
actividad de la razón con un principio asimismo primero, no
derivado de otro superior a él: “Hay que hacer el
bien y evitar el mal” (I-II, 94, 2): se trata
del primer principio de la lex naturalis, en el que
se basan todos los ulteriores principios (o mandatos) prácticos conocidos
de forma natural por la razón.
Los principios de la razón
práctica tienen como objeto “lo bueno para el hombre” en
su forma fundamental y universal, todavía no como acción ejecutable
concretamente, sino como principio normativo del ser buena de toda
acción concreta. Ese bien es por su esencia propia el
bien tal y como es conocido y ordenado por la
razón, es un bonum rationis. Se abre a la mirada
del hombre de forma originaria en la autoexperiencia de la
razón práctica.
La originalidad de la doctrina tomasiana de la lex
naturalis reside en que está pensada consecuentemente desde el sujeto.
Repitámoslo de nuevo: no es la ley cósmica estoica, tal
que el hombre encuentra su libertad en el sometimiento a
ella subsiguiente al conocimiento de su necesidad –como dirá todavía
Hegel–, sino participación activa en la razón de la Providencia
divina mediante la cual el hombre mismo llega a ser
“providentia particeps, sibi ipsi et aliis providens“ (I-II, 91, 2).
Sólo mediante la razón se hace visible qué es bueno
para el hombre, y sólo mediante la razón la pulsión,
la inclinación, la tendencia de todo tipo conducen a lo
que llamamos “acción humana”: un obrar resultante de un querer,
de un querer guiado por la razón. Por ello es
la razón, como dice Santo Tomás, radix libertatis, “raíz de
la libertad” (I-II, 17, 1 ad 2; De veritate 24,
2).
Que la lex naturalis tomasiana está pensada desde el sujeto
se echa de ver también en que en Santo Tomás
es al mismo tiempo el principio de la praxis como
tal y el principio de la moralidad de esa praxis:
a través de la ley natural el sujeto se constituye
simultáneamente como sujeto práctico y como sujeto moral, pues esa
ley es al mismo tiempo principio de acción y principio
moral: mueve al sujeto a “hacer el bien y evitar
el mal” y simultáneamente es norma de la moralidad de
ese obrar. Los preceptos de la lex naturalis son, en
cuanto principios de la razón práctica, precisamente los impulsos inteligibles
que nos mueven a actuar, pero al mismo tiempo colocan
a ese actuar desde el primer momento bajo la diferencia
moral de “bueno” y “malo”, y por tanto le conceden
su dimensión moral y personal.
Por ello, lo que la Veritatis
splendor afirma en su nº 43 suena como un resumen
de lo dicho hasta ahora: “…Dios provee a los hombres
de manera diversa respecto a los demás seres que no
son personas: no "desde fuera", mediante las leyes inmutables de
la naturaleza física, sino "desde dentro", mediante la razón que,
conociendo con la luz natural la ley eterna de Dios,
es por esto mismo capaz de indicar al hombre la
justa dirección de su libre actuación”. 6. La prioridad
de la autoexperiencia de la razón práctica y las relaciones
entre ética y metafísica Una interpretación neoescolástica que sigue estando
muy difundida ve en la lex naturalis sobre todo una
“ley de la naturaleza” en el sentido de una “legalidad
natural”, de una legalidad, inherente a la “naturaleza” en cuanto
“realidad objetiva” o situada frente al entendimiento humano en calidad
de objeto, que se conoce primero y se sigue después
como una especie de “código moral”. En ese caso, la
razón práctica no sería sino la “aplicación” del bien conocido
en la naturaleza mediante el uso teórico de la razón.
Por eso –siempre según esta interpretación– la ética sería subordinada
a la metafísica y a la antropología; serían estas últimas
las que dan al conocimiento ético sus principios.
No es este
el lugar para exponer las dificultades y contradicciones inherentes a
esa concepción y para mostrar que difícilmente puede apoyarse en
Santo Tomás. Me limito a decir lo siguiente:
(.....)
Por detrás del
contenido moral de esta autoexperiencia podemos descubrir precisamente las exigencias
de una “naturaleza” que busca la realización de las potencialidades
en ella contenidas, y esa sería ya una argumentación genuinamente
metafísica. Podemos seguir conjeturando que detrás de la “voz de
la razón” que se hace manifiesta en nosotros se encuentra
en lugar de un “super yo” la “voz de Dios”,
o bien, como escribió León XIII, citado en la VS,
“la voz e intérprete de una razón más alta a
la que nuestro espíritu y nuestra libertad deben estar sometidos”
(VS 44). Con ello habríamos vuelto de lleno a la
línea de Santo Tomás de Aquino, quien con las ya
citadas palabras de la Encíclica (VS 43), defiende la interpretación
de que “…Dios provee a los hombres de manera diversa
respecto a los demás seres que no son personas: no
"desde fuera", mediante las leyes inmutables de la naturaleza física,
sino "desde dentro", mediante la razón que, conociendo con la
luz natural la ley eterna de Dios, es por esto
mismo capaz de indicar al hombre la justa dirección de
su libre actuación”.
Con ello se hace manifiesto que cuando hemos
captado al hombre como sujeto práctico y moral y lo
hemos objetualizado precisamente como tal sujeto no podemos evitar en
modo alguno haber recorrido ya una parte del camino de
la metafísica y de la antropología. La tesis platónico-aristotélica del
primado antropológico y cognitivo de la razón, la correspondiente comprensión
de la razón práctica como origen de nuestro conocimiento de
“lo bueno para el hombre” y el conocimiento, a ello
vinculado, de la “subjetividad de lo moral”, son ya en
sí mismos, así pues, un trozo de antropología.
Por ello sería
difícil determinar con exactitud dónde termina la “ética” y dónde
empieza la “metafísica”. Cada una de ellas posee una autonomía
que le es propia, y al mismo tiempo depende de
la otra. Lo que en todo caso resulta decisivo es
que para conocer “lo bueno para el hombre”, y por
tanto para ser sujetos morales, no necesitamos estudiar primero metafísica
y antropología. Si así fuese, la lex naturalis no tendría
función alguna. Su función, en cuanto ley u ordinatio de
la razón práctica, es justo la de mostrarnos originariamente “lo
bueno para el hombre” y orientar a ese bien nuestras
tendencias y nuestro obrar, es decir, constituirnos como sujetos prácticos
y morales.
Si para ello necesitásemos primero la metafísica, eso último
no sería posible en modo alguno. No es necesario enseñar
a los niños pequeños qué es la “justicia”: si a
partir de cierta edad –precisamente a partir del momento en
que tienen “uso de razón”– no lo supiesen ellos mismos,
toda enseñanza acerca de que en un caso particular “esto”
o “aquello” es justo o injusto no serviría de nada,
puesto que les faltaría la noción de lo justo e
injusto tal y como se desarrolla de modo natural en
cuanto principio de la razón práctica, por ejemplo en la
regla de oro. Los principios son precisamente principios, es decir,
puntos de partida –archai– que además atraviesan y dominan cuanto
les sigue. Si no se dispone ya de ellos, no
es posible captarlos recibiendo enseñanzas o mediante el estudio, ya
que ello presupondría el recurso a algo superior, así pues
a algo que precedería al principio, lo cual, como es
natural, no puede existir. Quien nunca haya experimentado la atracción
sexual de otra persona o la amistad, tampoco podrá entender
los bienes que ahí se encierran, al igual que un
ciego de nacimiento nunca aprenderá qué es un color, o
un sordomudo qué es la música.
Así pues, la educación, la
enseñanza, presuponen ya la subjetividad de lo moral: se dirigen
siempre a personas que se entienden como sujetos morales ya
antes de toda enseñanza. Y esto mismo se puede aplicar
también al hombre en cuanto destinatario de una enseñanza moral
revelada. Solamente podrá entender la Revelación como enseñanza moral en
la medida en que él sea ya sujeto moral. 7.
La potenciación de la razón, por la teología de la
creación, como autonomía cognitiva y “teonomía participada” Consecuencia esencial de
la recepción tomasiana de la doctrina platónico-aristotélica del primado antropológico
y cognitivo del intelecto y de la razón es el
concepto de una autoridad normativa de la razón y de
la racionalidad potenciada por la teología de la creación, así
como un concepto específico de autonomía como autonomía cognitiva. Precisamente
esta es una de las perspectivas esenciales que la Veritatis
splendor nos abre. Atraviesa como un hilo conductor el segundo
capítulo de la Encíclica. Autonomía como autonomía cognitiva significa, desde
el punto de vista de la teología de la creación,
que el hombre conoce el bien que Dios ha dispuesto
para él en la medida y sólo en la medida
en que distinga el bien y el mal mediante su
razón natural. Esta autonomía, así pues, es en verdad “teonomía
participada”: es propia posesión cognitiva de aquello que en lo
relativo al hombre está en correspondencia con la sabiduría de
la Providencia divina. En la “ley natural”, así, se conoce
la ley eterna y, por tanto, la voluntad divina. La
ley eterna se manifiesta cognitivamente y despliega su vigencia precisamente
en la razón humana cuando ésta distingue el bien y
el mal.
Si prescindimos por un momento de la posibilidad de
enseñanza moral revelada, no cabe negar que lo que acabamos
de decir equivale a sostener que en cierto modo el
hombre no pueda contar más que con sus propias fuerzas.
Precisamente
por eso se pone de manifiesto de nuevo cómo Santo
Tomás piensa con toda radicalidad la “subjetividad de lo moral”.
Se trata, una vez más, de una subjetividad orientada por
la racionalidad y cuya legitimidad, por tanto, está ligada a
criterios de racionalidad. Pero se trata de una subjetividad que
sabe que está ligada a una subjetividad superior, creadora, que
no es otra que la de Dios.
Por ello, la racionalidad
práctica se encuentra siempre bajo la exigencia de no fallar
como racionalidad, sino de permanecer en la verdad. Aun cuando,
como nos dice Aristóteles, el intelecto “siempre es recto”, el
intelecto humano es el de un ser vivo constituido corporal-espiritualmente,
afectado por pulsiones y pasiones y cuya voluntad puede rebelarse
en uso de su libertad contra lo que se ajusta
a la razón y “torcerse” hacia sí misma. Por ello,
la subjetividad tiene que esforzarse por alcanzar aquella “objetividad” que
al principio he llamado “verdad de la subjetividad”. Esa verdad,
lo sabemos por Aristóteles, está garantizada cuando y sólo cuando
las tendencias del hombre poseen la índole que llamamos “virtud
moral”.
Por ello la ética del primado antropológico de la razón
y de la autonomía de la razón se convierte en
ética de la virtud. Santo Tomás así lo repite precisamente
en el tratado de la ley: dado que el hombre
es por naturaleza un ser racional, posee también la inclinación
natural a actuar conforme a la razón, pero eso significa
actuar conforme a la virtud, y justo a eso es
a lo que nos insta la ley natural (I-II 94,
3). Ahora bien, en la Veritatis splendor no se habla
mucho de las virtudes morales. La Encíclica no nos enseña
que la “verdad de la subjetividad” se establece mediante la
virtud moral; la perspectiva predominante en la Veritatis splendor es
la de la “ley” y las “normas morales”: la orientación
de la libertad humana se efectúa, según la Encíclica subraya
una y otra vez, a través de la libre aceptación
de la ley dada por Dios al hombre, en la
que la autonomía del hombre encuentra su criterio.
Así formulado, eso
sería solamente la mitad de lo que enseña la VS.
La teología cristiana, dado su enraizamiento en la Revelación bíblica,
está comprometida de forma obvia con la categoría de ley.
Pero también la ley divina enmarcada en la tradición bíblica,
y Dios como legislador, están entendidos solamente por analogía con
la experiencia de la ley humana y de la legislación
humana. Entender a Dios como “legislador” y el orden de
su Providencia como “ley” es obviamente un antropomorfismo al que
subyace la experiencia de ordenamientos humanos regulados mediante leyes, una
experiencia que para el Dios de Israel se convierte en
medio de enseñanza moral y testimonio de la Alianza comprensible
para los hombres. También la expresión “ley natural” se debe
entender en este sentido; en Santo Tomás se explica por
el deseo de proporcionar a una doctrina de los principios
de la razón práctica que en último término es de
inspiración aristotélica un lugar en el marco de la teología
cristiana, y, en conformidad con ello, formularla como “ley”, no
como ley divina, sino precisamente como “ley de la naturaleza”.
Es
importante ver esto, no sólo para no malinterpretar la expresión
“ley natural”, sino también para comprender correctamente el concepto de
autonomía. Ciertas corrientes de la teología moral postconciliar han entendido
esa autonomía –a la que ellas llaman “autonomía teónoma”– de
modo erróneamente antropomórfico, a saber, viendo en ella una especie
de independencia,“delegación de competencias” o “concesión de poderes” por parte
de Dios para establecer de normas de un modo creativo,
modificable históricamente y que se debe ir revisando constantemente con
arreglo a los conocimientos obtenidos por las ciencias humanas. La
Veritatis splendor rechaza esa concepción, aunque no con el objeto
de negarse a aceptar la autonomía humana, sino con el
de interpretarla rectamente: la autonomía humana no es una especie
de “competencia delegada”, sino, más bien, participación en la competencia
propia de Dios, precisamente “participación en la ley eterna” misma,
“teonomía participada”, y esto significa que la autonomía humana no
es un “margen de libre discrecionalidad” para la creación de
normas que el hombre posea frente a Dios. Antes bien,
en la autonomía humana –en la autonomía cognitiva de la
función de criterio o “rectora” de la razón– es precisamente
donde se manifiesta la teonomía: la ley eterna, la ratio
de la sabiduría divina con la que todo es dirigido
hacia su fin.
Si vemos las cosas de este modo, la
radical “subjetividad de lo moral” y el primado antropológico y
cognitivo de la razón son restablecidos en la dimensión proporcionada
por la teología de la creación. Se trata, con todo,
del primado de una razón que no se sabe como
origen de lo verdadero que conoce, y que por eso
tiene que plantearse una y otra vez la pregunta relativa
a su propia racionalidad. O, mejor dicho, el sujeto al
que esta razón corresponde tiene que formularse una y otra
vez esta pregunta, la vieja pregunta fundamental de la ética,
de la que hemos partido, con Aristóteles, en nuestras reflexiones:
si lo que nos parece bueno es en verdad bueno,
si la comparecencia del bien hace que se manifieste también
su verdad.
Como hemos visto, esto llevó a Aristóteles al concepto
de virtud moral, a la que en su Ética Eudemia
llama “órgano del intelecto” (tou nous organon) (EE VIII, 2
128a 29): la virtud es la índole del sujeto en
el que la razón gobierna y es capaz de imponer
sus exigencias, y ello no sólo a pesar de las
inclinaciones de suyo no racionales, sino precisamente con su ayuda,
puesto que están ordenadas conforme a la razón. La concepción
tomasiana de la lex naturalis proporciona la teoría ética de
los principios de la razón práctica que falta en Aristóteles,
sin por ello destruir el modo aristotélico de entender la
praxis, pues la praxis, a diferencia de la ciencia, no
está dirigida a lo que es eternamente igual, sino a
“lo que también puede ser de otra manera” (EN VI,
4 1140a 1), a lo contingente, condicionado por la situación
y particular.
Se advierte inmediatamente que una ética de la ley
de fundamentación bíblica, cuyos principios vienen dados por la ley
divinamente revelada –la lex divina– y no por la razón
del sujeto moral, no tiene por qué estar en contradicción
con ello. Al contrario, una concepción de autonomía cognitiva participativa,
tal y como la expone la VS siguiendo la doctrina
transmitida por Tomás de Aquino del primado antropológico y cognitivo
de la razón, más bien le presta apoyo. No en
vano precisamente así la razón humana, en su calidad de
imagen y semejanza de la divina, se convierte asimismo en
ley, en “ley de la naturaleza”, y el hombre es
entendido como un sujeto moral congruente con la ley divina.
Y justamente esto protege a su vez, al mismo tiempo,
a la ley divina de malas interpretaciones legalistas, moral-positivistas y
nominalistas.
Así pues se hace manifiesto de nuevo que, al igual
que toda instrucción y educación, también la Revelación divina de
normas morales siempre se dirige a sujetos que ya están
constituidos como sujetos morales. “No matarás” solamente se puede entender
si las nociones de “bien”, “deber”, “justo” e “injusto” existen
ya en el destinatario de ese mandamiento. La ley divina,
también cuando enseña mandamientos contenidos en la ley natural, no
podría ser entendida en modo alguno como indicación moral sin
la previa presencia de la lex naturalis en el sujeto
que es destinatario de esa Revelación.
Por ello, la Revelación moral
no es un sustitutivo de la subjetividad de lo moral,
sino que sólo cabe entenderla como ayuda y apoyo de
esa subjetividad, como refuerzo de la “verdad de la subjetividad”.
La Revelación moral se dirige a seres que son sujetos
morales en virtud de la razón, pues de lo contrario
no podría alcanzar su finalidad de proporcionar instrucción moral, sino
que sería un mero instrumento del poder de lo superior
sobre lo que por naturaleza le está subordinado. 8. Conclusiones:
la autoridad última de la razón y su “salvación” por
la fe De ello se derivan dos importantes consecuencias,
con las que me gustaría cerrar mis reflexiones. La primera
es que la autonomía moral, entendida como autonomía cognitiva, no
queda restringida por la Revelación, sino apoyada y potenciada. En
cierto sentido, la Revelación y la fe son precisamente la
“salvación de la razón” (Ratzinger). A la luz de la
Revelación bíblica sabemos que el estado de la razón asediada
por pulsiones y tendencias desordenadas es un estado de caída:
por ello, Santo Tomás nos describe precisamente el estado original
del primer hombre como un estado de plena posesión de
las virtudes morales, en el que la razón poseía sin
merma alguna la capacidad propia de su naturaleza para ordenar
al hombre hacia el bien.
Precisamente porque a la razón
le corresponde ese cometido, así pues precisamente a causa del
primado antropológico y cognitivo de la razón, una Revelación dirigida
a seres racionales no es una reducción de su autonomía,
sino una potenciación de la misma.
La segunda consecuencia consiste
en el hecho de que la subjetividad de lo moral
sigue existiendo también bajo la ley divina. Sobre todo las
relaciones entre libertad y verdad, uno de los principales temas
de la Veritatis splendor, solamente pueden ser entendidas como mediadas
por la racionalidad. Que sólo la verdad puede hacernos libres
es muy cierto, pero sólo puede hacerlo como verdad conocida,
es decir, en la subjetividad de su posesión cognitiva. Querer
establecer unas relaciones entre libertad y verdad que pasen por
alto o desprecien la subjetividad de lo moral y el
primado antropológico y cognitivo de la razón significaría precisamente no
establecer esas relaciones y en vez de libertad producir servidumbre,
en vez de moralidad mera conformidad a reglas.
Santo Tomás expresa
esto con una frase verdaderamente singular: “Quien evita el mal
no porque es malo, sino porque está prohibido por Dios,
no es libre, pero quien evita el mal porque es
malo sí es libre” (Super Secundam Epistolam ad Corinthios. Lectura,
III, lect. 3). Esto es la imagen especular de la
concepción de Aristóteles según la cual sólo es virtuoso quien
hace lo conforme a la virtud porque eso es virtuoso,
y no porque otros así lo ordenan, al modo en
que, por ejemplo, se sigue el consejo de un médico
para recuperar la salud, lo cual se puede hacer con
todo éxito también sin poseer el conocimiento ni las capacidades
del médico (EN VI, 13 1143b 28.33). Es también plenamente
congruente con la tesis asimismo defendida por Santo Tomás de
que quien actúa en contra de su conciencia peca, aun
cuando su conciencia esté equivocada: “una voluntad que no esté
en armonía con la razón, sea ésta correcta o errónea,
es siempre mala” (I-II, 19, 5, 5).
La autoridad de la
razón es una realidad última, detrás de la cual no
cabe ya ir. Esto significa para el hombre un derecho
y una responsabilidad. Está condenado no sólo a la libertad,
sino también a lo que constituye la raíz de ésta:
la racionalidad, por más que no siempre seamos de la
misma opinión acerca de lo racional. Pero esto no afecta
tanto a los principios de la ley natural cuanto a
su aplicación.
¿Es una ingenuidad, o sencillamente una exageración, afirmar que
la razón nos muestra sin engaño alguno lo verdaderamente bueno?
No, pues no queremos decir que al usar nuestra razón
no podamos equivocarnos, sino que la razón –o, mejor, el
entendimiento– no puede equivocarse, o que no puede hacerlo en
la medida en quees razón.
El error es siempre, de algún
modo, carencia de razón, ya sea a causa de un
control afectivo erróneo, a consecuencia de la ignorancia o debido
a un condicionamiento cultural o a prejuicios. Por ello Santo
Tomás puede decir lapidariamente: “ratiocorrupta non est ratio”, al igual
que una conclusión erróneano es una conclusión (In Sent.II, d.
24, 3, 3, ad 3). El objetivo de la autoilustración
ética es siempre ayudar a que la razón llegue a
manifestarse. La razón que de forma infalible nos hace acertar
con lo verdaderamente bueno– orthos logos, recta ratio – es
la razón del prudente (EN VI, 4 1140b 5), es
decir, la razón a la que el desorden de las
emociones no lleva al error.
En cambio, en el plano de
los principios fundamentales, de los mandatos de la ley natural,
existe entre los hombres un asombroso consenso: matar a un
inocente, el adulterio, la mentira, el robo, la calumnia, la
envidia y el odio a quienes nos rodean están considerados
universalmente como malos. Lo verdaderamente interesante es que no podríamos
entender esos conceptos morales sin la eficacia de la ley
natural, por más que no siempre estemos de acuerdo acerca
de su aplicación concreta. Es en el plano de la
aplicación, y no en el de los principios, donde las
disposiciones emocionales, los condicionamientos culturales y el nivel cognitivo del
sujeto desempeñan un cometido decisivo y pueden llevar a la
razón práctica a equivocarse.
Precisamente por ello es necesario el discurso
ético, que siempre es un discurso de la razón en
interés de la razón.
Tampoco la fe puede eximirnos de esta
“coerción a la racionalidad”, pues no sustituye al entendimiento, sino
que únicamente es su potenciación, y ella misma es un
acto del intelecto humano. Con todo, es un acto que
a su vez se halla sometido al poder de la
voluntad movida por la gracia, que es el factor que
le permite dar su asentimiento a la Revelación divina, por
más que lo dé en cuanto intelecto humano (cfr. II-II,
2, 9). Su subjetividad no se ve destruida por ello,
sino permitida y potenciada. A su vez esto se halla
en la potenciación última de la subjetividad de lo moral,
la lex nova, la cual consiste sobre todo en la
gracia del Espíritu Santo que actúa interiormente y en virtud
de la cual el hombre, ahora en el plano de
lo sobrenatural, recibe la connaturalidad interior última con el bien
no sólo en su forma abstracta y reflejada, sino en
su forma concreta y originaria de la triple personalidad de
Dios mismo. Así, la pregunta acerca del bien conduce de
vuelta a la pregunta acerca del “bueno” que es el
único creador de todo el bien: “interrogarse sobre el bien
significa en último término dirigirse a Dios, que es plenitud
de la bondad” (VS 9).
Pero aquí cedo la palabra a
los teólogos.
Congreso Internacional de Teología Moral Universidad Católica San Antonio de
Murcia (UCAM) 27, 28 y 29 de noviembre 2003 (Versión breve, leída
en el congreso) Traducido del alemán por José Carlos Mardomingo.
|
|
¿Hay que Seguir Siempre la Conciencia? |
¿Qué es exactamente eso que llamamos conciencia?
¿Qué hace la conciencia? ¿Tiene siempre razón? ¿Debemos seguirla
siempre? ¿Hay que respetar siempre la conciencia de los demás? |
|
|
¿Hay que Seguir Siempre la Conciencia? |
Con frecuencia hablamos de los distintos puntos de vista que
entran en juego a la hora de llamar a una
acción buena o mala, verdadera o falsa, lograda o fallada.
Nos preguntamos por lo que en realidad deseamos, intentando comprender
el bien como la realización de ese deseo. Hablamos de
valores, de consecuencia de los actos y de justicia. No
obstante, parece como si existiese una sencilla respuesta que haría
inútiles todas las demás consideraciones; esa respuesta sería: la conciencia
dice a cada uno lo que debe hacer.
La respuesta es
correcta y, a la vez, conduce a error en su
misma simplicidad. ¿Qué es exactamente eso que llamamos conciencia? ¿Qué
hace la conciencia? ¿Tiene siempre razón? ¿Debemos seguirla siempre? ¿Hay
que respetar siempre la conciencia de los demás?
Es claro que
el significado de la palabra “conciencia” no resulta evidente de
antemano. Se utiliza en contextos muy variados; hablamos así de
personas concienzudas que se caracterizan por el exacto cumplimiento de
sus deberes diarios; pero hablamos también de conciencia cuando uno
se evade de esos deberes y se resiste a ellos.
Denominamos conciencia a algo sagrado existente en todo hombre y
que debe respetarse incondicionalmente; algo que es defendido también por
la constitución, aunque condenemos a fuertes penas a los que
actúan en conciencia. Unos tienen la conciencia por la voz
de Dios en el hombre, otros como producto de la
educación, como interiorización de las normas dominantes, originariamente exteriores. ¿Qué
ocurre con la conciencia?
Hablar de conciencia es hablar de la
dignidad del hombre, hablar de que no es un caso
particular de algo general, ni el ejemplar de un género,
sino que cada individuo como tal es ya una totalidad,
es ya “lo universal”.
La ley natural según la cual una
piedra cae de arriba abajo es, por así decirlo, exterior
a la piedra misma, que no sabe nada de esa
ley. Quienes la observamos consideramos su caída como ejemplo de
una ley general. Tampoco el pájaro que hace un nido
tiene la intención de realizar algo para la conservación de
la especie, ni de tomar medidas para el bien de
sus futuras crías. Un impulso interior, un instinto, le lleva
a hacer algo cuyo sentido se le oculta. Esto se
manifiesta en el hecho de que también cuando están encerrados,
cuando los pájaros no esperan tener crías, comienzan a hacer
su nido.
Los hombres, por el contrario, pueden saber la razón
de lo que hacen. Actúan expresamente y en libertad con
respecto al sentido de su acción. Si tengo ganas de
hacer algo cuyas consecuencias dañan a un tercero, entonces puedo
plantearme esas consecuencias y preguntarme si es justo obrar así
y si puedo responder de ese acto. Podemos ser independientes
de nuestros momentáneos y objetivos intereses y tener presente la
jerarquía objetiva de valores relevantes para nuestros actos. Y no
sólo teóricamente y de manera que esa idea siga siendo
totalmente exterior a nosotros, sin cambiar en absoluto nuestras motivaciones,
de modo que digamos: “Ciertamente es injusto actuar así, pero
para mí es preferible”. En realidad, no es verdad en
absoluto que lo que en el fondo y de verdad
deseamos esté en una fundamental contradicción con lo que objetivamente
es bueno y correcto. Lo que ocurre más bien es
que, en la conciencia, lo universal, la jerarquía objetiva de
los bienes y la exigencia de tenerlos en cuenta vale
como nuestra propia voluntad. La conciencia es una exigencia de
nosotros a nosotros mismos. Al causar un daño, al herir
u ofender a otro, me daño inmediatamente a mí mismo.
Tengo, como se dice, una mala conciencia.
La conciencia es la
presencia de un criterio absoluto en un ser finito; el
anclaje de ese criterio en su estructura emocional. Por estar
presente en el hombre, gracias a ella y no por
otra cosa, lo absoluto, lo general, lo objetivo, hablamos de
dignidad humana. Ahora bien, si resulta que, por la conciencia,
el hombre se convierte en algo universal, en un todo
de sentido, entonces resulta que también es válido decir que
no hay bien ni sentido ni justificación para el hombre,
si lo objetivamente bueno y recto no se le muestra
como tal en la conciencia.
La conciencia debe ser descrita como
un movimiento espiritual doble. El primero lleva al hombre por
encima de sí, permitiéndole relativizar sus intereses y deseos, y
permitiéndole preguntarse por lo bueno y recto en sí mismo.
Y para estar seguro de que no se engaña, debe
producirse un intercambio, un diálogo con los demás sobre lo
bueno y lo justo, en una comunión de costumbres. Y
deben conocerse razones y contra-razones. No puede pasar por objetivo
y universal quien afirma: no me interesan las costumbres y
razones, yo mismo sé lo que es bueno y recto.
Lo que aquél llama conciencia no se diferencia mucho del
capricho particular y de la propia idiosincrasia.
No hay conciencia sin
disposición a formarla e informarla. Un médico que no está
al tanto de los avances de la medicina, actuará sin
conciencia. Y lo mismo quien cierra ojos y oídos a
las observaciones de otros que le hacen fijarse en aspectos
de su proceder, que quizá él no ha notado. Sin
tal disposición, sólo en casos límite se podrá hablar de
conciencia. Pero también el segundo movimiento pertenece a la conciencia;
por él, vuelve de nuevo el individuo a sí mismo.
Si, como decía, el individuo es potencialmente lo universal, incluso
un todo de sentido, entonces no puede abdicar en otros
su responsabilidad, ni en las costumbres del tiempo, ni en
el anonimato de un discurso de un intercambio de razones
y de contra-razones. Naturalmente que puede sumarse a la opinión
dominante, cosa que incluso es razonable en la mayoría de
las ocasiones. Pero es totalmente falso reconocerle conciencia sólo a
quien se aparta de la mayoría. No obstante, es cierto
que, al fin y al cabo, es el individuo quien
goza de responsabilidad; puede obedecer a una autoridad, y aún
ser esto lo correcto y lo razonable; pero es él
a la postre quien debe responder de su obediencia. Puede
tomar parte en un diálogo y sopesar los pros y
los contras, pero razones y contra-razones no tienen fin, mientras
que la vida humana, por el contrario, es finita. Es
necesario actuar antes de que se produzca un acuerdo mundial
sobre lo recto y lo falso. Es, pues, el individuo
el que debe decidir cuándo acaba el interminable sopesar y
finalizar el discurso, y cuando procede, con convicción, actuar.
La convicción
con la que termina nuestro discurso la denominamos conciencia, conciencia
que no siempre posee la certeza de hacer objetivamente lo
mejor. El político, el médico, el padre o la madre,
no siempre saben con seguridad si lo que aconsejan o
hacen es lo mejor, atendiendo al conjunto de sus consecuencias.
Lo que sí pueden saber es que ésa es la
mejor solución posible en ese momento y de acuerdo con
sus conocimientos; esto basta para una conciencia cierta, pues ya
vimos que lo que justifica una acción no está de
ninguna manera, ni puede estar, en el conjunto de sus
consecuencias.
En la conciencia parece que nos sustraemos por completo a
una dirección externa; pero, ¿lo hacemos realmente? Se plantea aquí
una importante objeción. ¿Cómo ha entrado en nosotros el compás
que nos guía?, ¿quién lo ha programado?, ¿no es en
realidad esa dirección interna tan sólo un control remoto que
procede de atrás, del pasado? Ese timón fue programado por
nuestros padres. Poseemos, interiorizadas, las normas que se nos inculcaron
en la niñez y que tuvimos que obedecer. Y las
órdenes que nos dieron se han trocado en órdenes que
nos damos a nosotros mismos.
En relación con lo que estamos
diciendo, Sigmund Freud ha acuñado el concepto de “super ego”,
que, junto al así llamado “ello” y al “yo”, forman
la estructura de nuestra personalidad. El “super ego” es, por
así decir, la imagen del padre interiorizada; el padre en
nosotros... En Freud este pensamiento no tenía todavía el carácter
de denuncia que en la crítica social neomarxista tiene el
discurso sobra la interiorización de las normas de dominio. Freud,
como psicoanalista, observó que el yo se forma sólo bajo
la dirección del “super yo”, y se libera en el
“ello” de su prisión en la esfera de los instintos.
Cierto que para llegar a un “yo” verdadero ha de
liberarse también del poder del “super yo”.
Por lo que respecta,
no obstante, a las descripciones de Freud es falso equiparar
sin más lo que llamamos conciencia con el “super yo”
y tenerla por un puro producto de la educación. Esto
no puede ser exacto, porque los hombres siempre se vuelven
contra las normas dominantes en una sociedad, contra las normas
en medio de las cuales han crecido, incluso aun cuando
el padre sea un representante de esas normas. A menudo
puede ocurrir que detrás no esté más que el impulso
de emancipación del “yo”, el sencillo reflejo de querer ser
de otra forma. Pero este reflejo no es la conciencia,
como tampoco lo es el reflejo de acomodación.
Sin embargo, en
la historia de quienes obraron o se negaron a hacerlo
en conciencia, se puede ver que eran hombres que de
ningún modo estaban inclinados de antemano a la oposición, a
la disidencia; sino hombres que hubieran preferido con mucho cumplir
sus deberes diarios sin levantar la cabeza. “Un fiel servidor
de mi rey, pero primero de Dios”, era la máxima
de Tomás Moro, Lord canciller de Inglaterra, que hizo todo
lo posible para no oponerse al rey y evitar así
un conflicto; hasta que descubrió algo que no se podía
conciliar en absoluto con su conciencia. No le guiaba ni
la necesidad de acomodación ni la de rechazo, si no
el pacífico convencimiento de que hay cosas que no se
pueden hacer. Y esta convicción estaba tan identificada con su
yo que el “no me es lícito” se convirtió en
un “no puedo”.
Si la conciencia no es sin más un
producto de la educación ni se identifica con el “super
yo”, ¿es quizá entonces algo innato?, ¿una especie de instinto
social innato? Tampoco es éste el caso, puesto que un
instinto se sigue instintivamente; pero el yo-no-puedo-actuar-de-otro-modo de quienes obran
por instinto se diferencia como el día de la noche
del yo-no-puedo-actuar-de-otro-modo del que obra en conciencia. Aquél se siente
arrastrado, privado de libertad. Bien que querría actuar de otro
modo, pero no puede. Está en discordia consigo mismo. El
“aquí estoy yo, no puedo obrar de otro modo” del
que actúa en conciencia es, por el contrario, expresión de
libertad. Dice tanto como: “no quiero otra cosa”. No puedo
querer otra cosa y tampoco quiero poder otra cosa. Ese
hombre es libre. Como afirmaban los griegos, ese hombre es
amigo de sí mismo.
Entonces, ¿de dónde viene la conciencia?; pero
lo mismo podríamos preguntar, ¿de dónde viene el lenguaje?, ¿por
qué hablamos? Decimos naturalmente que porque lo hemos aprendido de
nuestros padres. Quien no ha oído nunca hablar sigue mudo,
y si uno no se comunica de ninguna manera, entonces
no llega ni siquiera a pensar. No obstante, nadie afirmará
que el lenguaje es una heterodeterminación interiorizada.
Y ¿qué sería una
heterodeterminación? Seguramente no se puede decir que el hombre sea,
por sí mismo, una esencia que habla o que piensa.
La verdad es la siguiente: el hombre es un ser
que necesita de la ayuda de otros para llegar a
ser lo que propiamente es. Esto vale también para la
conciencia. En todo hombre hay como un germen de conciencia,
un órgano del bien y del mal. Quien conoce a
los niños sabe que esto se aprecia fácilmente en ellos.
Tienen un agudo sentido para la justicia, y se rebelan
cuando la ven lesionada. Tienen sentido para el tono auténtico
y para el falso, para la bondad y la sinceridad;
pero ese órgano se atrofia si no ven los valores
encarnados en una persona con autoridad. Entregados demasiado pronto al
derecho del más fuerte, pierden el sentido de la pureza,
de la delicadeza y de la sinceridad. Para ello, la
palabra es ante todo un medio de transparencia y de
verdad. Pero cuando, por miedo a las amenazas, aprenden que
hay que mentir para librarse de ellas, o experimentan que
sus padres no les dicen la verdad y emplean la
mentira en la vida diaria como normal instrumento de progreso,
desaparece el brillo de sus conciencias y se deforman: la
conciencia pierde finura. La conciencia delicada y sensible es característica
de un hombre interiormente libre y sincero, cosa que nada
tiene que ver con el escrupuloso que, en lugar de
contemplar lo bueno y lo recto, se observa siempre a
sí mismo y observa con angustia cada uno de sus
propios pasos. He aquí una especie de enfermedad.
Ahora bien, hay
personas que tienen por enfermedad la mala conciencia. Consideran tarea
del psicólogo quitar a una persona esa mala conciencia, el
así llamado “sentido de culpabilidad”. Pero en realidad, lo que
es una enfermedad es no poder tener una mala conciencia
o sentimiento de culpabilidad, cuando se tiene realmente una culpa.
Lo mismo que es una enfermedad y un peligro para
la vida el no poder sentir dolor. Para el que
está sano, la mala conciencia es señal de una culpa,
de un comportamiento que se opone al propio ser y
a la realidad.
La revisión de esa actitud la denominamos arrepentimiento.
Como ha demostrado el filósofo Max Scheler, no consiste en
un hurgar sin sentido en el pasado, cuando lo más
adecuado sería simplemente tratar de hacerlo mejor en el futuro.
Y no se puede hacer algo mejor si persiste el
mismo planteamiento que llevó a actuar mal en anteriores ocasiones.
El pasado no se puede reprimir: hay que mirarlo conscientemente,
es decir, hay que variar conscientemente una mala actitud. Y
como no se trata de algo puramente racional, sino que
interviene también la constitución emocional, el cambio de actitud significa
una especie de dolor por haber actuado injustamente. El psicólogo
Mitscherlich habla del papel de la tristeza. En el fondo
esperamos ese arrepentimiento. No confiaríamos en un hombre que, tras
atormentar a un niño lisiándolo psíquicamente, explicara luego riéndose que
basta con una víctima, y que a los demás los
tratará bien. Si el dolor por el pasado no le
conmueve y cambia su mala conciencia, eso significa que seguirá
siendo el que era.
¿Lleva siempre razón la conciencia? Es lo
que preguntábamos al comienzo. ¿Hay que seguir siempre la conciencia?
La conciencia no siempre tiene razón. Lo mismo que nuestros
cinco sentidos no siempre nos guían correctamente, o lo mismo
que nuestra razón no nos preserva de todos los errores.
La conciencia es en el hombre el órgano del bien
y del mal; pero no es un oráculo. Nos marca
la dirección, nos permite superar las perspectivas de nuestro egoísmo
y mirar lo universal, lo que es recto en sí
mismo. Pero para poder verlo necesita de la reflexión de
un conocimiento real, un conocimiento, si se puede decir, que
sea también moral. Lo cual significa: necesita una idea recta
de la jerarquía de valores que no esté deformada por
la ideología.
Se da la conciencia errónea. Hay gente que, actuando
en conciencia, causa claramente a otros una grave injusticia. ¿También
éstos deben seguir su conciencia? Naturalmente que deben. La dignidad
del hombre descansa, como vimos, en que es una totalidad
de sentido; lo bueno y correcto objetivamente, para que sea
bueno, debe ser considerado también por él como bueno, ya
que para el hombre no existe nada que sea tan
sólo “objetivamente bueno”. Si no lo reconoce como bueno, entonces
justamente no es bueno para él. Debe seguir su conciencia;
lo cual tan sólo quiere decir que debe hacer lo
que tiene por objetivamente bueno, cosa que en el fondo
es algo trivial: realmente bueno es sólo lo que tanto
objetiva como subjetivamente es bueno. ¿No hay entonces ningún criterio
que nos permita distinguir una conciencia verdadera de una errónea?;
pero, ¿cómo podría haberlo? Si lo hubiera, nadie se equivocaría.
Una prueba segura de que uno sigue su conciencia y
no su capricho es la disposición a controlar, a confrontar
el propio juicio sopesándolo con el de los demás. Pero
tampoco es éste un criterio seguro; se da también el
caso de que, al contrario de los hombres que le
rodean y que están convencidos intelectualmente o teóricamente, puede uno
tener no obstante la segura sensación de que esa gente
no tiene razón. No como si creyese que los demás
tienen mejores razones. Piensa solamente que no es quién para
hacer valer las mejores razones. Piensa que el hecho de
que los más inteligentes estén en el lado falso se
basa en lo contingente de esa situación. Este cerrarse a
las razones puede ser, en tal situación, un acto de
conciencia.
¿También hay que respetar siempre la conciencia de los demás?
Eso depende de lo que entendamos por respetar. En ningún
caso se puede decir que uno debe poder hacer lo
que le permita su conciencia, ya que entonces también el
hombre sin conciencia podría hacerlo todo. Y tampoco quiere decir
que uno deba poder hacer lo que le manda su
conciencia. Cierto que ante sí mismo tiene el deber de
seguir su conciencia; pero si con ella lesiona los derechos
de otros, es decir, los deberes para con los demás,
entonces éstos, lo mismo que el Estado, tienen el derecho
de impedírselo. Pertenece a los derechos del hombre el que
no dependan del juicio de conciencia de otro hombre. Así,
por ejemplo, se puede discutir sobre si los no nacidos
son dignos de defensa, aun cuando la Constitución de nuestro
país responda afirmativamente. Pero es demencial el slogan de que
ésta es una cuestión que cada uno debe resolver en
su conciencia. Pues, o los no nacidos no tienen derecho
a la vida -y entonces la conciencia no necesita tomarse
ninguna molestia-, o existe ese derecho, y entonces no puede
ponerse a disposición de la conciencia de otro hombre. La
obediencia a las leyes de un estado de derecho, que
la mayoría de los ciudadanos tiene por justo, no puede
limitarse en todo caso a la de aquellas personas cuya
conciencia no les prohíbe, por ejemplo, pagar los impuestos. Quien
no los paga, y a costa de otros se aprovecha
de los caminos y canales, será encarcelado o multado justamente.
Y si se trata de alguien que actúa en conciencia,
aceptará la pena.
Sólo en el caso del servicio de guerra,
tiene el legislador que encontrar la regulación que asegure que
nadie pueda ser obligado al servicio de armas en contra
del dictado de su conciencia. En el fondo, lo que
hace el legislador es algo trivial, ya que si la
conciencia le prohíbe a uno luchar, no luchará. Por lo
demás, tampoco aquí se da un criterio para decidir, en
última instancia y desde fuera, si se trata de un
juicio de conciencia o no. Ni siquiera los interrogatorios de
un tribunal son adecuados para facilitar una decisión. Tales interrogatorios,
a fin de cuentas, favorecen sólo al orador que está
dispuesto a mentir con habilidad.
No hay más que un indicio
para comprobar la autenticidad de la decisión de conciencia, y
es la disposición del emplazado a atenerse a una desagradable
alternativa. La conciencia no es herida si se le impide
a uno hacer lo que ella manda, ya que ese
obstáculo no cae bajo su responsabilidad. Por eso se puede
encerrar a un hombre que quiere mejorar el mundo por
medio del crimen. Otra cosa es cuando a uno se
le obliga a actuar en contra de su conciencia. Se
trata de una lesión de la dignidad del hombre. Pero,
¿es eso de verdad posible? Ni siquiera la amenaza de
muerte obliga a uno a actuar contra su conciencia, como
documenta la historia de los mártires de cualquier tiempo.
Existe no
obstante un modo de forzar la actuación contra conciencia: la
tortura, que convierte a un hombre en instrumento sin voluntad
de otro. De ahí que la tortura pertenezca a los
pocos modos de obrar que, siempre y en toda circunstancia,
son malos; toca directamente el santuario de la conciencia, del
que ya el precristiano Séneca escribió: "Habita en nosotros un
espíritu santo como espectador y guardián de nuestras buenas y
malas acciones".
-------------------------------------------------------------------------------- Robert Spaemann es profesor emérito de la Universidad de
Munich. Además, ha sido profesor visitante en las Universidades de
Río de Janeiro, Salzburgo, París (La Sorbona), Berlín, Hamburgo, Zurich
o Moscú. También se le ha galardonado con diversas distinciones:
doctor honoris causa por las Universidades de Friburgo (Suiza), Santiago
de Chile, Universidad Católica de América y Universidad de Navarra.
Ha recibido también la Medalla Tomás Moro (1982) y la
Cruz del Mérito de Alemania (1ª clase, 1987). Asimismo, es
"Officier de I"Ordre des Palmes Academiques" (1988), miembro fundador de
la Academia Europea de las Ciencias y de las Artes
y miembro de la Academia Pontificia Pro Vita en Roma.
Su
obra está principalmente dedicada al ámbito de la filosofía práctica.
Destacan sus escritos Crítica de las utopías políticas (1977, 1980),
Ética: Cuestiones fundamentales (1987), Lo natural y lo racional: Ensayos
de antropología (1987, 1989), Felicidad y benevolencia (1991) y Personas:
Acerca de la distinción entre algo y alguien (1996, 2000).
|
|
La Libertad viene de Dios a través de la verdad y la justicia |
El libre albedrío, la verdadera libertad, frente a la esclavitud del determinismo |
|
|
La Libertad viene de Dios a través de la verdad y la justicia |
El libre albedrío, la verdadera libertad, frente a la esclavitud
del determinismo
En estos días, en estos años, avanza entre nosotros,
la posición más fácil del mundo: El Determinismo.
Sucede lo que
está escrito. Somos los siervos del destino. En conclusión, que
no somos libres.
Marxistas y liberales en lo político, sectas reformadas,
"los protestantes", los musulmanes, los judíos y la práctica totalidad
de las religiones asiáticas.
Lástima es que la gente afectada no
perciba que nadie que cree en el destino consiga preverlo.
Sólo eso da que pensar.
El Católico no cree, normalmente, que
la historia siga una pauta o que el comportamiento del
hombre venga ya decidido desde lo alto.
Entre los deterministas y
el ateismo hay un pelo y no hay, en cambio,
la iniciativa: hagan lo que hagan, se salvarán o se
condenarán, según su destino.
Para los católicos, salvarse o condenarse por
la propia iniciativa, por sus obras, es el gran motor
del bien, de la caridad, del amor.
La historia de las
guerras no es fruto del Destino sino el hombre libre
juzgando y equivocándose en algo que cambiaría el mundo y
esta es la guerra primordial: el hombre libre que labra
su futuro, y el hombre dominado por la falsedad del
destino.
Bien curioso es que los deterministas se consideren libres y
los católicos, por ejemplo en España, no se sepan libres
con la única libertad posible, la que viene de Dios.
No
puede ser libre quien se sabe títere de las estrellas
o de un dios que prevé el comportamiento de todos.
No
se puede, en cambio, ser siervo cuando se sabe que
el peso del mundo y de la salvación recae en
cada hombre y en sus actos.
Catolicismo es libertad y, como
decía Chesterton, democracia: cualquiera puede ser santo con el sólo
cumplimiento de nuestro catecismo, cuidando la bondad de su corazón.
La
Libertad, o viene de Dios a través de la verdad
y de la justicia o es una palabra vacía, útil
para mover masas en beneficio de la explotación laboral e
intelectual del hombre.
La Iglesia Católica está siendo atacada precisamente porque
es el alcázar de la verdad, la fortificación que resiste
a la mentira. La obra de Jesucristo. El verde pasto
de los pacíficos.
|
|
La inquisición posmoderna |
La norma justa no es negación de libertad |
|
|
La inquisición posmoderna |
Hace algún tiempo abrigaba el deseo de escribir dos
palabras sobre una rara -pero frecuente- especie de inquisidores. Me
animan ahora a realizarlo unas declaraciones de Christian Chabanis, prolífico
escritor francés, Gran Premio católico de Literatura 1985.
Se le plantea
al escritor galo la vieja cuestión sobre la posibilidad de
una moral sin Dios, así como el reto de un
mundo donde el sentido moral parece haberse esfumado. Chabanis reconoce
que sin referencia a Dios es imposible mantener el verdadero
sentido moral. Pero advierte que -pese a las apariencias- no
es exacto decir que "hoy no hay moral".
Al contrario, hay
-dice- una moral terrible, violenta, implacable. Una moral que condena,
por ejemplo, la virginidad y la castidad en general; proscribe
a una mujer que en situación difícil conserva a su
hijo negándose a abortar; ridiculiza a una madre de familia
de más de dos o tres hijos, etcétera.
Ciertamente, siempre han
existido inquisidores (en el sentido inculto del término). Pero hoy
prolifera una especie que cabría denominar posmoderna, cuya peculiaridad consiste
en que es inquisidora y permisiva a la vez.
El inquisidor
posmoderno presume de liberal y tolerante. Todo lo permite, en
teoría. De paso justifica siempre -si es preciso- su conducta,
que él imagina independiente de toda norma y autoridad. El
inquisidor posmoderno tiene algo que sería positivo: valora la independencia.
Pero en su modo plano de ver y vivir, se
le esfuma la libertad que idolatra.
Obviamente, no es lo mismo
libertad que independencia. Baste considerar que -en el orden del
ser- la libertad existe, y la independencia no. El hombre
es criatura, y no podría dejar de serlo, a no
ser retornando a la nada (cosa también imposible sin Dios).
La dependencia respecto al Creador es una relación, afortunadamente, indestructible.
Y por eso, la vida humana tiene una dimensión esencial,
sin la cual no podría existir: la dimensión moral, que
resulta de la relación de mi conducta presente con el
fin final y eterno que me aguarda.
En mi opinión, el
principio supremo del permisivismo, "haz lo que te plazca", tiene
un porvenir cada día más oscuro y precario: el permisivista
ya no puede escapar de la férrea ley consumista que
él mismo teje. El permisivismo es negación de libertad, porque
libertad significa ante todo dominio, señorío de sí, y permisivismo
supone abandono, sometimiento de la razón a lo irracional y
de la voluntad libre a la pasión sin norma y
sin cauce.
"Yo hago lo que me gusta, tú haz lo
que te guste". Quizás fuera hermoso, pero es inviable, porque:
¿qué podría hacer yo con tus gustos si a mí
no me gustasen?. La cuestión se agudiza si me gusta
que no me gusten tus gustos (cosa muy probable).
Si admito
tus gustos que no me gustan, me niego a mí
mismo: no hago lo que me gusta. Y si no
los admito, también: niego mis principios permisivos. ¿Podríamos llegar a un
término medio? ¿Tú respetarás mis gustos si no resultan de
tu agrado? ¿Incluso si se muestran incompatibles?. ¿Qué haremos, judíos
y cristianos, si aparece otro Hitler con sus peculiares gustos:
lo que le gusta o lo que nos gusta?
Lo que
de hecho suele ocurrir es que el pertinaz relativista subjetivo
intenta arrollar de un modo u otro a quienes pacíficamente,
pero con una conducta más racional y coherente, ponen de
manifiesto la incongruencia, la tiranía, la proclividad totalitaria de un
permisivismo militante, tanto más aguda cuanto más alta es la
esfera de poder en que se instala.
Suele acontecer entonces, que
se inculca por todos los medios útiles - lícitos e
ilícitos- el caos en las relaciones sexuales y el ateísmo
en el campo de la religión. Una y otra vez
se demuestra que con frecuencia es verdadero lo que asevera
el refrán: "dime de lo que presumes y te diré
de lo que careces".
Convendría al posmoderno inquisidor caer en la
cuenta de que la norma justa no es negación de
libertad, sino cauce que la hace posible, como las orillas
no niegan el río: lo afirman e impiden que se
transforme en charca inmunda o pantano pestilente.
¿Alguien llega blasonando "tolerancia"?.
Por de pronto, ¡huyamos!: es muy posible que se trate
de un inquisidor posmoderno!
|
|
|
|
No hay comentarios:
Publicar un comentario