martes, 30 de octubre de 2012

Historia de la filosofía

Historia de la filosofía
Biografías de los filósofos que han dejado huella en la historia y sus textos principales.
 
 
 
 
Historia del gnosticismo
Tres puntos polarizan la gnosis tomada en sentido religioso: conocimiento, revelación y salvación.
 
Historia del gnosticismo
Historia del gnosticismo

Tres puntos polarizan la gnosis tomada en sentido religioso: conocimiento, revelación y salvación, susceptibles de múltiples interpretaciones, tanto en sí mismos, como en su interdependencia. La cuestión es eterna, pero el abigarrado mundo sincretista de los primeros siglos en los que se inició la historia de la Iglesia resultó un especial caldo de cultivo para transposiciones y subproductos de la gnosis ortodoxa.


1.Introducción y antecedentes

Aunque se habla de gnosis cristiana ortodoxa y así lo hace ya S. Ireneo, es cierto que el gnosticismo en sentido estricto significa una corriente de espiritualidad e incluso una religión extracristiana o, cuando menos, heterodoxa. Está fuera de duda la existencia de una corriente de espiritualidad semejante, con anterioridad a la predicación del Evangelio y distinta también de las Religiones de Misterios. El Poimandres, incluido en el s. III d. C. en el Corpus Hermeticum es, según Reitzenstein (Studien zum Antiken Synkretismus, Leipzig-Berlín 1926, 29-33), el primer documento estrictamente gnóstico no cristiano anterior a la predicación apostólica. Hacia el s. I a. C. pululan una serie de sectas influidas por la religiosidad irania y fundadas por poetas de carácter profético, el más tepresentativo de los cuales es Alejandro de Abotoneikos (cfr. Filón, De spec. leg., I,315-323); los miembros de la secta se denominan kátharoi (puros) y ágnoi (devotos) (cfr. Filón, De emigr. Abrah. 89-90), y pretendían vivir como puros espíritus (pneumátikoi) entregados a una devoción puramente personal e intimista con ideas firmes y claras acerca de la inmortalidad personal, fundada en la pre-existencia del alma predestinada, y en un Pléróma trascendente, del cual se habría desprendido como una chispa (spínther) caída e impurificada en el cosmos material.

Según su origen, distingue fundamentalmente la antropología gnóstica tres razas de hombres: los espirituales por naturaleza (que acabamos de citar), los materiales (hylikoi) que son irredimibles, y los animales (psykhikoi) que a base de esfuerzo ético pueden obtener una salvación incompleta, quedando en el tópos (lugar intermedio) sin acceso al Pléroma propiamente dicho. Incluso los espirituales no se salvan totalmente, sino sólo su spínther del Pléróma puede volver a él, habiéndose despojado de su alma psíquica (Ireneo, Adv. Haer., 1,7,1). Así estas tres razas de hombres apenas tienen algo de común, e incluso las dos inferiores tienen menos realidad, ya que ésta consiste en la impronta (egmageion) de la esfera ideal sobre la sombra de la vida animal y material; la idea arquetípica que mediante el spínther se encarna en la materia es el Anthrópos, el hombre primordial cósmico, o la Sophía, según las sectas.

En consecuencia la perfección gnóstica consiste en tomar conciencia del origen trascendente y arquetípico del alma pneumática, con lo cual desaparece todo temor, ya que el spínther está predestinado por naturaleza (no por gracia) a retornar tarde o temprano al Pléroma, para celebrar allí la unión esponsalicia (syzygía) con su consorte angélico, homologando así las nupcias eternas de Anthrópos y Ekklesía. Para ser capaz de estas nupcias ha de ir madurando el spínther que hay en el hombre; mas ello no se logra mediante obras, sino mediante una toma de conciencia cada vez más profunda (gnósis) de su verdadera naturaleza pneumática. Algunos maestros gnósticos, como Satornil, declaraban impuros el matrimonio y la procreación (rasgo común a los maniqueos, los cátaros, y demás sectas espiritualistas medievales) por contribuir a encadenar almas puras en la materia.

La gnósis propiamente dicha difería de la fe o pístis; en las doctrinas de Valentín y de Basílides se da una fe ciega o adhesión firme a las enseñanzas de la secta, que es el punto de partida indispensable para la gnosis, pero además existe otra fe ruda (psilé) necesitada de pruebas y de milagros por carecer de la connaturalidad con el Pléróma, y que es imperfecta y propia de los psíquicos. La experiencia de la gnósis es un conocimiento intuitivo e iluminativo (sophía) que descubre la verdadera naturaleza trascendente del fiel y la hace madurar (mórphósis) para el Pléroma, pues mediante esta sophía (sabiduría) se va asimilando a la Sophía personal de arriba.

En las sectas de carácter popular, como eran las de Roma del s. III: Barbeliotas, Carpocratianos, Ofitas de Celso, Nicolaítas, Sethianos, Severianos, Arcónticos, etc. y en el grupo copto, los ritos que existían ya en la gnosis desde un principio (p. ej., bajo forma de banquete, etc., pero que eran considerados de poca importancia para la maduración gnóstica), van desplazando a la gnósis hasta convertirse en una magia soteriológica de carácter esotérico.

Algunas concepciones de base, la ascética y la jerarquía pueden conducir a una identificación de la gnosis con el maniqueísmo y diversas sectas medievales, sin embargo, en ningún caso sería exacta la identificación. El maniqueísmo recoge ciertamente elementos de las sectas gnósticas dispersos por el Asia anterior, así como del mitraísmo iranio; su doctrina es esencialmente ecléctica, pero como fenómeno historicorreligioso constituye una unidad histórica irreductible e idéntica a sí misma, que tampoco puede considerarse prolongada por las sectas de los cátaros, bogomilas y patarinos. Su rasgo más personal es el mimetismo que hace de él un movimiento proteico perfectamente adaptable a cuantas áreas culturales se extendía, desde la península Ibérica (se pretende que Prisciliano, y su grupo han dependido del movimiento maniqueo) hasta el Asia central y el Extremo Oriente (descubrimientos en Turfan) pasando por el norte de África, los Balcanes y Armenia. Su culto sencillo, su tendencia igualitaria, su moralidad no excesivamente exigente, su teoría de las reencarnaciones y su dualismo para explicar el problema del mal de modo convincente para la mentalidad popular, hacían del maniqueísmo la religión ideal de zonas religiosamente inestables y de pueblos vagamente cristianizados.

2. Primeros gnósticos

A causa de la escasez de datos y fuentes directas sobre los primeros jefes de sectas gnósticas, y de la desconfianza sembrada por De Faye (cfr. Gnostiques et gnosticisme, 2 ed. París 1925) y por la escuela de Tubinga hacia los informes procedentes de los Padres, resulta difícil concretar algo. Hegesipo menciona en su catálogo las herejías de Cleobio, de Dositeo relacionado con Simón en Palestina, de Gorfeo y de Masboteo (cfr. Eusebio, Hist. Eccl. IV,22,5). Orígenes en Contra Celsum (1,57) confirma la existencia de Dositeo. Pero de estos gnósticos no son conocidas sus doctrinas o sistemas.

Justino (VI,19; 256,1) testifica la existencia histórica de Menandro en Samaría relacionado también con Simón, y conoce a otros gnósticos dependientes de él. También nos informa de la existencia de Satornil, que habría fundado una secta a mediados del s. II. Cerinto figura en el Adversus Haereses de S. Ireneo, en los Philosophoneuma de Hipólito y en el Dialogus de Cayo, a quien él atribuye una concepción escatológica plagada de reminiscencias materialistas procedentes de las apocalipsis judías. Finalmente, Cerdón habría vivido en tiempos de S. Higinio, según una buena tradición romana recogida por Ireneo (o. c. 1,27,1; III,4,2) y habría sido maestro de Marción; parece ser que a él se debe por lo menos la concepción del doble dios inspirador respectivamente del Antiguo y del N. T., fundamento de la doctrina de Marción que no fue un gnóstico sino un racionalista.

Los testimonios concordes de los contemporáneos de Marción le hacen proceder de Sínope del Ponto y de una familia de armadores. Harnack data su nacimiento en el a. 85, hijo de un obispo cristiano. En tiempos de Antonino Pío llega a Roma, no se sabe si ya cristiano o si hubo de bautizarse en la Urbe, como un pasaje del Adv. Marcionem (IV,4,3) de Tertuliano parece darlo a entender. De todos modos los armadores de Sínope debían de tener un conocimiento profundo del judaísmo que florecía en los puertos del Ponto y que hubo de influir negativamente en el ánimo de Marción desde antes de su conversión. Es cuestión todavía controvertida la del influjo que sobre él haya ejercido Cerdón, gnóstico de la línea de Satornil. Según la tradición marcionita la ruptura entre Marción y la Iglesia habría ocurrido el 21 jul. 144, poco después del comienzo del año séptimo del emperador Antonio. La secta nacida de esta ruptura todavía ofrecerá resistencia activa a la ortodoxia en el imperio bizantino. Marción no fue ciertamente un gnóstico, como se pensó en algún tiempo, cuando los gnósticos no eran todavía bien conocidos; aunque pretendió integrar en la fe de la Iglesia algunos elementos gnósticos y se halló poderosamente influido por su clima ideológico, presenta un temperamento y estilo moral diversos. El fundamento de toda la doctrina de Marción está en dos principios: la malicia esencial de la materia y la existencia de un verdadero Dios desconocido y foráneo, el Dios revelado en el N. T., pura expresión de la bondad sin mezcla y opuesto al Dios del A. T.; es decir, dualismo seguido de un rigorismo ascético enfocado al mínimo uso de las cosas creadas y materiales.

En el curso del s. II las incertidumbres desaparecen, y repentinamente nos hallamos ante un multiforme despliegue de sectas y de sistemas, a la cabeza de los cuales figuran dos grandes jefes, verdaderos pensadores de cierta altura: se trata de Basílides y de Valentín.

3. Basílides

Aparece como jefe de secta en tiempos de los emperadores Adriano y Antonino Pío; su doctrina es continuada por su hijo Isidoro en las Ethiká. La mejor fuente para Basílides son los Stromata de S. Clemente de Alejandría (v.; ed. Stáhlin en G.C.S., Leipzig 1905-09; vol. IV, 1934), sobre todo el II, III, IV, V y VII. Parte Basílides de un problema de orden moral y racional, el del sufrimiento de los inocentes; ninguna perspectiva soteriológica o escatológica le ayuda a encajar el mal físico (su racionalismo inmanentista es semejante al de La Peste de Camus). A diferencia de Marción no busca la solución en un desdoblamiento de la divinidad, sino en la localización de un misterio de iniquidad en el fondo de cada hombre, aun de los inocentes. Para explicarlo no recurre Basílides al mito de una caída prenatal, sino a la concepción más abstracta de una culpa virtual e interpretativa: el hecho de que el hombre sea capaz de pecado, merece ya por sí mismo castigo. Clemente le atribuye una moral rigorista (cfr. Stromata, IV,24,153), según la cual Dios no perdona ninguna falta deliberada.

El Dios de Basílides no es; según Apuleyo trasciende todas las categorías del ser, como en los neoplatónicos, pero entre sus atributos la bondad y la justicia, que eclipsan a todos los demás, resultan demasiado semejantes a la bondad y a la justicia terrenas, pues siempre que permiten un mal han de obedecer a un motivo, y a un motivo punitivo, que consiste en la disposición próxima al pecado que cada hombre tiene: tò hamartematikón.

Pretendía superar a la vez las limitaciones de la filosofía y de la fe cristiana y obtener un conocimiento más cálido y sapiencial que el de la filosofía estoica ,y más esotérico y misterioso que el de la sobria fe cristiana (éste es un rasgo común a todas las escuelas gnósticas); concibe una pístis physiké o fe natural (cfr. Strom. 11, 3,10) que consiste en la predisposición natural a las enseñanzas de la secta en los predestinados, gracias a la cual éstas son admitidas sin necesidad de demostración racional. Su doctrina estaba contenida literariamente en las Exegetiká que eran unos comentarios a los Evangelios que también Ireneo, Hipólito y Orígenes conocían a fondo.

En su hijo Isidoro la culpabilidad se concreta, mas para ello ha de abandonar el plano abstracto y concebir una entidad, procedente tal vez de las concepciones religiosas de Siria y del Irán: el alma adventicia (Perì prosphyoús phychés se titula precisamente otro tratado de Isidoro extractado en los Stromata). El y Basílides pretendían deducir de S. Pablo, y de S. Mateo (19,10-12), que el matrimonio era un mal menor, falseando así la doctrina evangélica. Sin embargo, Basílides e Isidoro, los más sensatos entre los gnósticos, parecen haber observado que el temor excesivo a las caídas resultaba perjudicial y que la lucha angustiosa por la pureza sexual absorbía las energías y secaba la esperanza. Por ello aconseja Isidoro el matrimonio en casos extremos, y de no ser éste posible por excesiva juventud, enfermedad o pobreza, recomienda evitar el aislamiento, buscar la compañía de los hermanos y el consejo y la imposición de manos de algún hermano cualificado (un rito semejante a la absolución penitencial). Como fundamento de su moral sexual pone Isidoro esta notable observación: lo sexual no es una necesidad absoluta (Stromata, III,1,1-3).

Valentín parece haber llenado toda la primera mitad del s. II; su discípulo Heracleón aparece ya citado en el Syntagma de Hipólito a fines del siglo, y cuyo influjo debió de comenzar en el 155. La Epístola a Flora, de su otro discípulo Ptolomeo, parece datar según Harnack (que la publica con aparato crítico en sus Kleine Texte, 1894) del 160; o sea que para estas fechas ya estaba formada y madura la escuela de Valentín, del cual se conservan cartas, sermones y fragmentos diversos en los Stromata, mientras que de su escuela la carta de Ptolomeo a Flora la ha conservado Epifanio, los fragmentos de Heracleón, Orígenes, y los extractos de Teodoto, Clemente de Alejandría. Noticias de la secta nos dan el Adversus Haereses de S. Ireneo (hacia el 180), los Philosophoumena de Hipólito (hacia el 225) y el Adversus Valentinianum de Tertuliano (hacia el 210); también hay una alusión en la Enéada IX de Plotino, en el Pseudotertuliano, en Filastro y en Teodoreto.

También Valentín aparece obsesionado con el problema del mal, bajo la forma exclusivamente de pecado, pero es menos abstracto que Basílides y lo explica en forma de mito como contaminación del espíritu por la materia. Aunque de un modo estilizado, por el cual se libran Valentín y su escuela de caer en el barroquismo mitológico y ocultista de las demás sectas gnósticas, se diferencia su sistema del racionalista de Basílides por la amplia acogida que hace a las entidades intermedias y eónicas entre Dios y los humanos. La secta se divide en dos ramas, la ítala y la anatolia. Sus doctrinas son una mezcla del A. T. y N. T. con categorías y leyendas indias, iranias, alejandrinas y griegas.

4. Severianos

A lo largo del s. III se convierte Roma en el centro de confluencia y de fusión sincrética de todas las sectas que van dando cada vez mayor entrada a formas de culto aberrantes. Así, p. ej., los Severianos influidos en sus orígenes por el marcionismo y el encratismo de Taciano, maestro de su fundador Severo, profesan en sus comienzos una moral rigorista y una gran sobriedad doctrinal a base de una Biblia compuesta por la Ley, los Profetas y los Evangelios, rechazando las narraciones del A. T., los Hechos y las Epístolas; pero acaban por centrarse en torno al culto de la Serpiente, en un mundo constituido por potencias arcónticas; la Serpiente en una unión (hierogamia) con la Tierra, engendra a la Mujer y a la Vid, fuentes de todo mal. Podría tratarse sin dificultad de la doctrina de las sectas Nicolaíta, Ophita, Barbeliota o Perata.

En la segunda mitad del s. III el foco de pensamiento gnóstico más creador no se halla en Roma sino en Egipto y en lengua copta, pero notablemente barroquizado y contagiado de magia; sus fuentes principales son los Libros de Jeú y la Pístis Sophía. Después el movimiento se extingue.

5. Concomitancias gnósticas

Muy diversos movimientos son a veces comparados con el gnosticismo, aunque no son gnósticos.

Ya se ha mencionado el maniqueísmo, que tiene su origen en Manés, nacido en Mardini, aldea cerca de Bagdad, entre el 215 y el 216, de padre religiosamente ecléctico natural de Hamadán y de madre de la familia real de los Arsácidas. En Babilonia, donde se habían trasladado sus padres, se presenta en público, cumplidos ya los 20 años, como profeta el día de la coronación de Sapor I, el 20 mar. 242. Su predicación parece haber gozado en un principio del favor popular e incluso del oficial, hasta que el parsismo obtiene su destierro, que iba a lanzar a Manés a una serie de viajes durante 20 años por todo el Oriente que le van a servir para difundir su doctrina y asimilar al mismo tiempo elementos culturales y religiosos de la India, Kurasan, Turquestán y Tibet. Muerto Sapor I goza en su país de las simpatías de Hormisdas 1 (271-272) hasta que, muerto éste, Baharam I decreta su pena capital por instigación del clero zoroástrico.

Como ya se ha dicho, el maniqueísmo no se puede confundir con el gnosticismo aunque presenta ciertas semejanzas. Así, S. Efrén (m. 373), que conoció a fondo la vida intelectual siria, afirma que la doctrina de Manés es «una reproducción fantaseada de las ideas del filósofo herético Bardesanes y el clérigo apóstata Marción». El mismo Manés reconoce como sus precursores en la revelación de la verdad a Zoroastro, Buda y Jesús, cuya obra habría venido él a consumar. Su sistema está basado en un dualismo bastante estricto: luz y tinieblas, igual a bien y mal, de cuya mezcla nace el mundo presente, con una mitología complicada. Su secta, que llegó a extenderse también por Occidente (S. Agustín, fue durante un tiempo maniqueo), tenía dos clases distintas de adeptos: los electos y los oyentes. Mediante el rigor ascético, vivido institucionalmente, los electos se van purificando físicamente de la materia y llenando de partículas de luz (abstención de todo alimento animal, el vino, la propiedad, el matrimonio, con vida itinerante sin más provisiones que las del día, etc.; rigorismo, que según testimonios de la época, generalmente no vivían en su vida privada); los electos se dividían en cuatro órdenes jerárquicos según distintas funciones que son poco conocidas. Los oyentes eran irredimibles, no están decididos a abstenerse de la contaminación de la materia; han de esperar a otra existencia para encarnarse en electos y ser incorporados al reino de la luz; mientras, han de vivir algunos mandamientos. Hasta el s. XVll constituyó esta secta una religiosidad popular extendida entre la mentalidad de pastores y mercaderes del Asia Central, que unía la superficialidad con intenso lirismo religioso y que producía la ilusión de una teofanía de luz tras las manifestaciones más cotidianas de la vida.

Respecto a Prisciliano, al que también ya se ha mencionado, no se sabe de sus orígenes; fue obispo de Ávila, y ejecutado por el emperador Máximo en Tréveris en el 385. No es seguro si fue ganado ya en su juventud a la secta de los electos (muy probablemente maniquea) procedente del Oriente. Hartberger (Priscillianea, Friburgo 1916, tesis inédita, 22,28,45) demuestra su dualismo y su astrología maniquea. Düllinger, Schepss y Künstle han mantenido su dependencia del maniqueísmo; mientras que Harnack Schaeder, Alphandéry y Lortz le consideran un mero rigorista que, como Marción, interpreta libremente y con criterios personales, racionalistas, las Escrituras, admitiendo más libros inspirados que los que constan en el Canon. Sus prescripciones morales acerca de la pureza y abstinencia de los elegidos son análogas a las de Manés.

Ideas dualistas, y algunos elementos de gnosticismo, se encuentran también, posteriormente, en diversos movimientos heréticos que se extienden hasta la Edad Media. Ya se han mencionado algunos: BOGOMILAS; CÁTAROS; ALBIGENSES; VALDENSES; BEGUINAS Y BEGARDOS; POBRES LOMBARDOS).

6. ¿Gnosticismo cristiano?

Algunos pensadores y jefes de secta gnósticos que hemos tratado se profesaban cristianos, por eso muchos autores le denominan gnosis cristiana, distinguiéndola de la pagana, atestiguada por el Poimandres del Corpus Hermeticum y por Filón de Alejandría (De specialibus legibus, 1,315-323) que cita como jefe de secta a Alejandro de Abotoneikos. De una gnósis judía parecen hallarse alusiones en la segunda Epístola de S. Pablo a los tesalonicenses (2,7-8), según Friedlánder que identifica el «misterio de iniquidad» con la Minuth o doctrina esotérica de carácter gnóstico. La impresión de haber existido en Palestina una fuerte corriente de este tipo con abandono de la ortodoxia sacerdotal y con antropología dualista se ha confirmado con los descubrimientos de Qumrán (cfr. Die Texte aus Qumran, en hebreo y alemán, ed. Lohse, Darmstadt 1964).

San Ireneo, en el Adversus Haereses, no condena inapelablemente el concepto mismo de gnósis, que puede ser entendida como una verdadera ciencia de Dios (11,39) que trata de profundizar en sus misterios, y el origen del mal lo explica a partir de la libertad humana y de la variedad de seres y de fuerzas cósmicas que, consideradas aisladamente, se oponen, pero que conjuntamente contribuyen a la armonía del todo. En esta concepción de gnosis ortodoxamente cristiana se halla ya el germen de la reflexión filosófica acerca de la fe que iba a desarrollar la escuela de Alejandría y, más tarde, la Edad Media y los siglos posteriores; pero es claro que esta reflexión de Ireneo no es una gnósis, en el sentido propuesto por Basílides y Valentín, de superación de la fe por la visión y la vivencia de ser portadores de emanaciones de la sustancia divina o Pléroma.

También para Clemente de Alejandría (n. en Atenas, el 150), hay una gnosis cristiana, y el verdadero objeto de la fe es precisamente la gnosis (Stromata, II,11), y ello le inspira tanto su método de exégesis alegórica en las Hyptypóseis, como su Protreptikós o exhortación a los paganos a aceptar y conocer gnósticamente los misterios del Logos que llama a todos los hombres, y su Paidagogós o introducción a la «verdadera filosofía divina». Sólo que esta gnósis se reduce a una reflexión científica, noética de los contenidos de la verdadera «filosofía» que es el cristianismo. Más que gnosis debería llamarse noésis, pues presenta un marcado carácter intelectual y moral que se despliega en caridad (agapé) y en contemplación (theoria), bajo la acción de la gracia (Camelot, Foi et gnosis, París 1945).

Orígenes (ca. 183-254) continúa la obra de Clemente y la supera. En el prefacio del Peri Arkhon expone su método y su intención científica: Se trata de constituir un cuerpo de doctrina coherente y fundado a partir de los contenidos de la Revelación pero sirviéndose de la razón cuanto sea necesario, ya para establecer bases filosóficas, ya para examinar, analizar, deducir, probar y descubrir analogías naturales. El fundamento de la doctrina mística de Orígenes es la concepción de Filón en su Comentario alegórico de las leyes santas (ed. Bréhier, 23-24) a los dos primeros cap. del Génesis, según el cual hubo una doble creación del hombre, uno celeste e inmaterial y otro terrestre y corpóreo.

Orígenes estaba tan lejos de profesar el dualismo antropológico de los gnósticos (verdadero fundamento del concepto de gnosis) que aun aceptando la concepción filónica interioriza a estos «dos hombres» y los unifica en el individuo humano: uno es el hombre interior, que se renueva cada día y que es capaz de gracia, de contemplación y de caridad y el otro es el hombre psíquico y sensorial que se debilita y se corrompe; a esta dualidad dentro del hombre corresponden dos inteligencias, psihké y noús y dos clases de amor, eros y agapé respectivamente (cfr. A. Nygren, Eros et Agapé, París 1944). En la obra Homilías in Numeros (XXVII), Orígenes establece la primera «escala» de grados de purificación mística en la historia del pensamiento cristiano. En la última etapa, el alma está en diálogo abierto con el Esposo (Dios), le ve, le oye, le huele, le toca y le habla, y esta vivencia constituye la verdadera gnosis (cfr. Homilías sobre el Cantar de los Cantares).

No cabe duda que este concepto de gnosis como experiencia mística, supera el concepto noético de Clemente, en lo que tiene de vivencia y se acerca algo al concepto de Valentín y del Poimandres; en este caso sólo Orígenes podría ser conceptuado como verdadero gnóstico cristiano, mas entonces también todos los místicos lo serían. La discriminación entre gnosis y experiencia mística no ha de fundarse tanto en el momento vivencial cuanto en el contenido de la experiencia, y éste difiere radicalmente en Orígenes, y en los místicos, del contenido de la gnosis propiamente dicha de Basílides, de Valentín y de las más sectas, que implica siempre un parentesco emanatístico y sustancial con el Pléróma divino.

Dadas esas diferencia, radicales nos parece que la expresión «gnosis cristiana» resulta equívoca, y que, sobre todo el término gnosticismo, debe reservarse a las sectas antes mencionadas.

En tiempos recientes el gnosticismo ha suscitado gran interés. Se han señalado diversas herejías o errores modernos como nuevas formas de gnosticismo (p. ej., J. Böhme, Hegel, el modernismo teológico, e incluso, en otro sentido, el marxismo). De hecho, con frecuencia la no aceptación plena de la Revelación por la fe, con los intentos de «humanizarla» y dar una demostración racional de todas las verdades o misterios que sólo se conocen por Revelación, produce, bajo la guía de modas o gustos personales, la aparición de unas «élites» intelectuales o dirigentes, más o menos cerradas, a las que únicamente resultan accesibles ciertas elucubraciones especulativas que vienen a ser como formas renovadas de un gnosticismo estéril.
 
 
Hegel
Síntesis de un filósofo de gran trascendencia en el pensamiento de Occidente, valorando las consecuencias de sus obras.
 
Hegel
Hegel


Georg Friedrich Wilhelm Hegel.


VIDA

Hegel nació en Stuttgart el 24 agosto 1770 y m. en. Berlín el 14 nov. 1831. Realizados los primeros estudios en el «gimnasio» de su ciudad natal, en 1788 ingresó en el Seminario teológico de Tubinga, donde permaneció hasta 1793: es el periodo de la primera elaboración de su pensamiento, en el estudio comparado de la civilización greco-romana y de la religión revelada (judaísmo y cristianismo), y de la amistad con Hölderlin y Schelling, cuya influencia experimentó profundamente. No se puede dudar, según resulta de investigaciones recientes (R. Schneider, E. Benz, Hegel O. Burgen), de que la estancia en Tubinga puso a Hegel en contacto con la célebre escuela suaba de la Theologia vitae, con la que el Pietismo había intentado renovar interiormente la conciencia religiosa enfriada por las controversias confesionales: de las doctrinas de J. A. Bengel, P. M. Hahn y especialmente de F. C. Oetinger y sus discípulos, recibieron Hölderlin, Schelling y Hegel aquel entusiasmo épico y lírico por la Idea como plenitud de vida y órgano supremo de la verdad que sostiene desde lo íntimo la obra de Hegel y la libera de las infinitas complicaciones y divagaciones que dividen y atormentan a los críticos. De 1793 a 1796 se encuentra en Berna como profesor particular, y con la misma ocupación marcha a Francfort (1797-1800).

Su primera actividad académica tiene lugar en Jena de 1801 a 1807, periodo de maduración de su filosofía y de un progresivo distanciamiento del naturalismo de Schelling: en este tiempo funda, juntamente con Schelling, el «Kritisches Journal der Philosophie», en el que publica sus primeros ensayos de crítica filosófica. Tras el breve paréntesis de Bamberg (1807-08) corno redactor de Bamberger Zeitung, en 1809 es nombrado director del Nürenberger Gymnasium; en 1816 logra la cátedra de filosofía de la Univ. de Heidelberg, y finalmente en 1818 consigue la anhelada cátedra de filosofía de la Univ. de Berlín, de la que es rector en 1829-30. Su rápida muerte fue causada por epidemia de cólera.


OBRAS

Se pueden dividir en cuatro grupos atendiendo a la cronología y a su importancia doctrinal.

1) Obras de juventud:

Quedaron inéditas; fueron ordenadas y descritas en su conjunto por Dilthey a la Academia Prusiana de las Ciencias de Berlín en 1905, y editadas íntegramente por H. Nohl en 1907 (cf. bibl.). Comprenden los siguientes ensayos: Religión popular y cristianismo (p. 1-72): cinco fragmentos; La vida de Jesús (73-136); Lo positivo de la religión cristiana (137-240); El espíritu del cristianismo y su destino (241-342); Fragmento sistemático, llamado de Francfort, de 1800 (345-351). Algunos fragmentos de menos importancia son recogidos por Nohl en un Apéndice (p. 355-402).



Del periodo 1801-12, que pueden subdividirse en cuatro momentos:

a) Erste Druckschriften (los principales: Differenz des Fichte´schen und Schelling´schen Systems der Philosophie, ed, aparte en 1801; Verhältnis des Skeptizismus zur Philosophie, 1802; Glaube und Wissen, 1802. Estos dos vastos ensayos fueron publicados como artículos en «Kritisches Journal der Philosophie»).

b) El importante acervo de los cursos de Jena (Jenenser Logik, Metaphysik und Naturphilosophie, de 1802-03, y Jenenser Realphilosophie, de 1804-06).

c) Schriften zur Politik und Rechtsphilosophie (Die Verfassung Deutschlands, 1802; Verhandlungen in der Versammlung der Landstände des Königreichs Württemberg im Jahre 1815 und 1816, 1817; Über die englische Reformbill, 1831; Über die wissenschaftlichen Behandlungsarten des Naturrechts, 1802; System der Sittlichkeit, 1802).

d) Die Phänomenologie des Geistes (1807), que es la primera exposición del sistema y significa la separación definitiva de Schelling. En esta nueva perspectiva se orientan los cursos de Nuremberg que llevan el título de Philosophische Propädeutik (1809 ss.).

3) Obras sistemáticas editadas por Hegel:

a) Wissenschaft der Logik La obra más característica de la filosofía hegeliana; la 2ª ed. fue publicada por Hegel con nuevo prefacio en 1831.

b) Enzyklopädie der philosophischen Wissenschaften im Grundrisse, de 1817, dividida en tres libros (I, La ciencia de la lógica; II, Filosofía de la naturaleza; III, Filosofía del espíritu) en forma de texto académico. Obra feliz por su concisión y por la fuerza de su estilo, que Hegel amplió en dos ed. posteriores (1827 y 1830).

4) Cursos de Berlín.

a) Grundlinien der Philos. d. Rechts oder Naturrecht u. Staatwissenschaft im Grundrisse, redactado por extenso en 1820 y publicado en 1821.

b) La masa impresionarte de Vorlesungen de los diversos campos del espíritu (estética, filosofía de la religión, historia de la filosofía y filosofía de la historia), recogidas y publicadas después de la muerte de Hegel por sus discípulos valiéndose de cursos, fragmentos y apuntes.


DOCTRINA.

1) El paso de Kant a Hegel.

Este tiene lugar dentro del Ich denke überhaupt entendido como libertad radical de tal forma que, eliminando la distinción entre fenómeno y noúmeno, aquél se convierte en noúmeno y única cosa en sí. Efectivamente, para Fichte «El Yo se pone a sí mismo, simplemente porque es, y el Yo es sólo en tanto en cuanto se pone. Por tanto, la expresión definitiva es: Yo soy absolutamente, yo soy porque soy, soy absolutamente lo que soy. Es decir: el Yo originariamente pone absolutamente su propio ser» (Grundlage der gesamte Wisenschaftslehre, 1794, Medicus I, 290 ss.). El cogito ergo sum de Descartes se resuelve en la única fórmula posible: cogitans sum, ergo sum. Y como el sum no es ni puede ser, en la línea Descartes-Kant, otra cosa más que el cogitare, en lugar de reduplicar el cogito, que buenamente presupone, Fichte reduplica el sum: Sum ergo sum. Fichte cita también la fórmula de Reinhold: repraesento (repraesentans sum), ergo sum, y la prefiere a la de Descartes. Pero advierte que cogito, repraesento... son fórmulas parciales, porque la conciencia pura (sum) abarca todas sus actividades y no se agota en el pensar, representar, etc.

Ya en el cogito ergo sum de Descartes, observa el último Schelling, y aún más en la doctrina del Yo de Fichte, es evidente que sólo el Yo (Yo soy) es expresado y conocido, que sólo lo que es puede ser sujeto-objeto. Pero éste no podemos ponerlo inmediatamente. Inmediatamente y primo progressu sólo puede ser puesto el Sujeto puro, y únicamente después de éste, secundo loco, puede ser puesto el Objeto puro; ambos, como el uno sólo puede ser lo que atrae al otro (das Anziehende), y el otro lo que es atraído por el uno (das Angezogene), ambos con esta mutua atracción ponen de manifiesto al Ente, pues el verdadero Ente está allí donde Sujeto y Objeto se encuentran en la autoconciencia (en el indivisible Sujeto-Objeto). Queda sentado entonces que, para el idealismo, la reflexión filosófica tiene valor solamente si existe relación al Absoluto, y no como reflexión aislada. Pero el Absoluto, puesto que es producido por la reflexión filosófica por medio de la conciencia, resulta consiguientemente una totalidad objetiva, un todo de conocimiento, una organización de conocimientos donde cada parte se pone en su relación al Todo. Fichte se orienta hacia esa identidad, pero no la alcanza; el principio de Identidad es, en cambio, el principio absoluto de todo el sistema de Schelling, que es a la vez, según la expresión de Hegel, un sistema de libertad y de necesidad (Differenz des Fichte´schen -und Schelling´schen System der Philosophie, Lasson I, 86). La ruptura de Hegel con Schelling -que aparece en la famosa Vorrede a la Phänomenologie des Geistes (1807)- se observa en la concepción distinta del Absoluto, pues para Schelling el Absoluto constituye el principio y, por el contrario, para Hegel el Absoluto es la síntesis y conclusión suprema, el «resultado» de todo el proceso dialéctico. Hegel no puede aceptar la «intuición intelectual» de Fichte y Schelling como órgano de todo pensamiento trascendental: el nuevo idealismo es el mecanismo del nacimiento del mundo objetivo desde el principio interno de la actividad espiritual, cuyo primer contenido es el Absoluto, Dios mismo.

2) Formación del pensamiento hegeliano.

Es éste un problema extraordinariamente complejo, y la historiografía, incluso por falta de una edición segura de sus obras, no ha llegado aún a resultados definitivos. Podemos, sin embargo, con la ayuda del mismo Hegel indicar un triple principio fundamental de inspiración: teológico, metafísico, crítico.

a) El principio luterano de la fe, con el que Hegel declara su plena solidaridad considerando su filosofía como el desarrollo y maduración del mismo: «Lo que Lutero inició como creencia en el sentimiento y en el testimonio del espíritu, es lo mismo que el Espíritu, madurado ulteriormente, se ha esforzado por comprender en el concepto» (Philos. d. Rechts, Vorrede, E. Gans, Berlín 1840, 19). «Lutero -escribe Hegel-, quebrantando los votos religiosos en la cristiandad y la estructura jerárquica de la Iglesia -con su ´¡todos somos pastores!´-, obtuvo la libertad y la autonomía del espíritu que se despliega en sí y para sí, y es, por tanto, la divinidad misma. Sólo con Lutero comenzó en germen la libertad del espíritu... De esta forma, en lo más íntimo del hombre se ha hecho un sitio donde él está únicamente cabe sí y cabe Dios, y cabe Dios él está únicamente en cuanto es él mismo: en la conciencia debe encontrarse cabe sí como en su propia casa» (Gesch. der Philosophie, C. L. Michelet, Berlín 1844, 227 ss., 230 ss.). Había que elevar la fe luterana de su condición de subjetividad cerrada y de sentimiento inmediato a la certeza absoluta que abraza todo su contenido, y lo expresa «como absoluta objetividad»: ésta es la tarea del idealismo objetivo.

b) El principio spinoziano de la unidad de la sustancia, que el romanticismo y, sobre todo, el idealismo de Fichte y de Schelling había redescubierto superando el dualismo kantiano. Para Hegel «ser spinoziano es el principio del filosofar»: el mérito de Spinoza está en haber afirmado, de una manera más concreta que el cogito cartesiano, la identidad metafísica de pensamiento y ser (unidad de atributos y modos en la Sustancia) asegurando con ello la presencia esencial del absoluto a sí mismo en sus manifestaciones. El progreso enorme de Spinoza, según Hegel, consiste en su principio metódico omnis determinatio est negatio, según el cual el ser se da únicamente como Totalidad de todos sus modos y formas (Philos. der Religion, I. Begriff der Religion, Lasson, Leipzig 1925, 288). Por eso el punto de vista spinoziano es reconocido como esencial y necesario, antes de pasar adelante y proceder a la formación del sistema completo (Gesch. d. Philos., I, 460 ss.). Reprocha Hegel a la Sustancia de Spinoza su concepción rígida, intelectualista y panteísta de la divinidad, a la que identifica sin más con las cosas («¡Dios es todo, es este trozo de papel!»), recayendo con ello en la vaguedad de la religión hindú y en el ón inmóvil de los eléatas (Philos. de. Religion, I, 191 ss.): a la Sustancia de Spinoza le falta «la vuelta a sí misma» desde sus modos y atributos, y por esto no es concebida como Sujeto absoluto que se diferencia a sí mismo (Wiss. d. Logik, Lasson I, 337).

c) El principio especulativo y auténticamente resolutivo que es el «Yo pienso» kantiano o, si se quiere, la unidad trascendental de la conciencia, pero concebida no como en Kant en forma gnoseológica e instrumental respecto a la determinación del Ser y de la verdad, sino productiva y constitutiva de ésta; a Kant se debe además el haber aclarado la estructura antinómica de la «razón» (Vernunft); en Kant aprendió también Hegel la crítica disolvente de la religión positiva revelada.

Hegel reprocha a Kant el haber preferido el entendimiento (Verstand) a la razón (Vernunft) partiendo la verdad en un sistema dualístico de oposiciones abstractas sin perspectiva de conciliación (sujeto-objeto, entendimiento-razón, materia-forma, cosa en sí-pensamiento, naturaleza-Dios, libertad-necesidad, etc.), incapaz de elevarse a un punto de vista superior (cf. Enz. d. philos. Wiss., especialmente §§ 56-60, L. von Henning, Berlín 1840, 117-125). Pero Hegel alaba sin reservas la Crítica del juicio, donde Kant, al exponer el «reino de los fines» propio de la vida del espíritu, presenta las finalidades como «vida», posición que es también la de Aristóteles (Philos. d. Relig. I, 216): se trata de precisar cuál es el principio motor del proceso que para Hegel es la dialéctica, no en cuanto simple instrumento de pensamiento sino en cuanto esencia del pensamiento mismo y, por tanto, de la realidad como tal.

Una importante sugerencia en este sentido, y en continuidad con el principio spinoziano omnis determinatio est negatio, la recibió Hegel de Böhme: a él atribuye Hegel expresamente la concepción de la dialéctica como proceso de síntesis de los opuestos mediante la mediación de la negatividad, y el considerar todo en función de la «sagrada triplicidad»: «En él el principio del concepto es perfectamente vivo... todo consiste, efectivamente, en concebir la negación como simple, pues ella es a la vez lo opuesto: el "tormento" (Qual) es, pues, esta escisión interna y la simplicidad a la vez». Y Hegel mismo aproxima a Böhme con Proclo, el teórico de la dialéctica triádica. Admira además Hegel en el místico de Görlitz el descubrimiento de que Dios para ser Dios ha de devenir, mediante un proceso de «vuelta a sí mismo» a través de contrarios, y en esto tiene sentido y verdad el misterio trinitario de la religión cristiana, la creación, la redención, etc.; es lo que Hegel formula con expresión feliz: «El dirimirse de Dios en sí mismo» (Gottes Diremption seiner selbst, en Gesch. d. Philos., I, 297).

El influjo más inmediato que en su pensamiento ejercieron los idealismos de Fichte y de Schelling pudo hacer madurar su alejamiento de éstos y la concepción de un idealismo metafísico objetivo.

3) La esencia de la dialéctica (el Aufheben como «suprimir-conservar»).

La imponente mole de la obra de Hegel constituye el intento de describir el itinerario de la conciencia en sí misma desde los diversos puntos de vista teoréticos y prácticos que se pueden tomar en la reflexión filosófica. Está claro que la «razón», de la que se ha hablado, es el espíritu humano mismo entendido en la plenitud de sus actividades espirituales y en la totalidad de sus «momentos» culturales y de sus periodos históricos: el ser que constituye el contenido de la verdad es precisamente el «devenir» de ese espíritu, y la filosofía es la consideración de este devenir. En la Fenomenología del espíritu se avanza desde el «saber aparente» (certeza sensible, percepción, entendimiento) a la autoconciencia y, luego, a la razón y a su actuación en la vida del espíritu hasta el «saber absoluto». La Lógica estudia el lado formal de este proceso: en el prólogo a la segunda ed. de la Lógica (1831), al final ya de su carrera, Hegel hace notar que es preciso llevar a sus últimas consecuencias el principio de la autonomía del pensamiento, de modo que el «comienzo» del filosofar sea «sin presupuestos, simplicísimo, la simplicidad misma» (Wiss. d. Logik, Vorrede, I, 20 ss.). Por este motivo la Fenomenología, que originariamente debía constituir la «primera parte del sistema», parece ausente del edificio de la Lógica hegeliana, tal vez el más suntuoso que el espíritu humano haya levantado al pensamiento puro. En esta obra se presenta sistemáticamente la dialéctica: ella es para Hegel el único método de la filosofía.

a) El primer momento es el ser puro («das reine Sein»), absolutamente indeterminado y vacío. Es éste el único comienzo lógico válido por ser absolutamente sin presupuestos: se produce «en el elemento del pensamiento que es libremente por sí, es decir, en el saber puro» (Wiss. d. Logik, 1,53): este saber puro -precisa Hegel- es «el ser en general, el ser y nada más, sin determinación o contenido alguno» (ib., 54). ¿Se trata de un inmediato o de un mediato? Desde el punto de vista lógico el ser puro es lo inmediato mismo, pues sólo el ser puro puede ser el comienzo. Por otra parte -reconoce Hegel-, este ser puro «ha surgido por vía de mediación, y justamente por vía de una mediación que es al mismo tiempo su propia negación» (l. c.). A lo que parece, Hegel no se contradice, porque el comienzo de la Lógica es lo inmediato de reflexión y, por tanto, un hacer hacia atrás -con la reflexión- el camino o proceso que lo real lleva a cabo hacia adelante en su devenir. Por eso el ser puro del comienzo es ya el «resultado» de la mediación, en cuanto que es preciso suprimir del ser toda accidentalidad y particularidad mediante el momento de la negación. Por ello puede afirmar Hegel que «en filosofía avanzar es más bien retroceder y buscar los cimientos» (Wiss. d. Logik, 1,55). A este ser puro vacío corresponde la esfera del Dasein, del que se ocupa el libro I de la Lógica.

b) El segundo momento es la nada, pero no una nada total, sino la nada que está ligada al ser. Si el ser puro del comienzo es «lo inmediato indeterminado», de hecho es nada, concluye Hegel, en cuanto está constituido por la ausencia de toda determinación de aquel ser puro, por la imposibilidad de cualquier intuición: la nada, por tanto, es inherente al ser, y el comienzo los contiene a ambos, es la unidad de ellos (ib., 67 y 58). Como buen discípulo de Spinoza y de Böhme, Hegel afirma que esta unidad del ser con el no-ser puede muy bien tomarse «como la primera y la más pura definición del Absoluto». Pero lo que interesa poner de relieve es que la nada se convierte en el principio motor de la dialéctica: si todo ente particular, justamente en cuanto que es determinado, es síntesis de ser y no-ser, resulta que la auténtica posición de lo real se obtiene por la negación que es la determinación: «Esta nada, dice Hegel, no es la del entendimiento abstracto, sino que es la nada de aquello de que resulta ella (woraus es resultiert) y, por consiguiente, en realidad... el resultado auténtico» (Phänom. d. Geistes, I. Hoffmeister, Leipzig 1937, 68); en este sentido habla Hegel de la «enorme fuerza de lo negativo, como energía del pensamiento, del Yo puro» (ib. 29). La nada es el mal que es necesario al ser para que el bien se manifieste y se afirme.

c) El tercer momento es el devenir como unidad (dinámica) de ser y no-ser. El devenir manifiesta exactamente que la realidad no descansa jamás en lo finito, en lo particular como tal, porque todo finito en cuanto está penetrado por el no-ser (omnis determinatio est negatio) pasa a algo distinto; lo que era, ya no es, y lo que no era, ahora es. Por tanto, la oposición de ser y no-ser pone a ambos juntos e inseparables, de modo que «inmediatamente cada uno de ellos desaparece en su opuesto» (Wiss. d. Logik, I, 68). Es esta recíproca pertenencia del ser y de la nada la realidad del devenir, la realidad (Wirklichkeit) sin más, pero no como un ir de finito en finito hasta el infinito (infinidad viciosa), sino de tal manera que el ser de lo finito se presenta como lo negativo que pasa a lo positivo en cuanto tal que es el Infinito (Infinidad positiva, es decir, verdadera: die wahre Unendlichkeit). Se puede, por tanto, afirmar que la dialéctica como tal es una tensión de polaridad binaria (apariencia y realidad, esencia y existencia, partes y Todo, finito e Infinito...), porque los tres momentos pertenecen a la reflexión lógica y, por lo demás, es bien conocido que ser y nada son inseparables en el devenir. La dialéctica real consiste en la continua «nadificación» que uno de los miembros (lo finito) pone de manifiesto en el devenir con que se revela la realidad absoluta, el Infinito. ¿Es también el Infinito dialéctico? Hegel debería negarlo si no quiere reabrir un nuevo proceso hasta el infinito y quedar prisionero a su vez de la infinidad viciosa: sin embargo, la fórmula del Infinito hegeliano es que éste es unidad de finito e infinito, y de Dios dice Hegel que no puede ser Dios sin el mundo (Ohne Welt Gott ist nicht Gott: Philos. d. Relig., I, 148).

4) Las formas del Espíritu absoluto.

Al igual que la Ciencia de la Lógica es la exposición analítica del paso del Espíritu desde la indeterminación radical del ser vacío inmediato (lib. I) hasta alcanzar mediante las determinaciones negativas de la esencia (lib. II) la absoluta determinación del Concepto en sí y para sí que es la Idea absoluta (lib. III), de la misma manera la Enciclopedia de las ciencias filosóficas comprende la exposición sintética y completa del «sistema» en sus tres etapas, Lógica (lib. l), Filosofía de la naturaleza (lib. II) y, finalmente, Filosofía del espíritu (lib. III). Mientras en la Lógica se recogen más sucintamente las tres etapas de la Ciencia de la Lógica, en la Filosofía de la naturaleza Hegel expone de una manera sistemáticamente elaborada los resultados de sus estudios y esbozos del periodo de Jena sobre este asunto: es el aspecto más desatendido por la tradición y por los estudios hegelianos, aunque sin razón, puesto que en ella Hegel pone a prueba (con mejor o peor éxito) su doctrina dialéctica por referencia a la realidad de los fenómenos de la experiencia y de las ciencias físicas, matemáticas y naturales. Naturalmente, la parte más original es la exposición de las tres etapas o secciones de la Filosofía del espíritu: el Espíritu subjetivo, es decir, el alma, donde Hegel (en la sección B) inserta un compendio de la Fenomenología del espíritu; el Espíritu objetivo, que trata de los problemas jurídicos y políticos en los cuales queda absorbida para Hegel la moralidad; por fin, el Espíritu absoluto en sus tres formas: el arte, o sea, el Espíritu en la forma de la belleza o, si se quiere, en su inmediatez natural, es decir, intuitiva en cuanto que ésta es únicamente signo de la Idea (§ 556); la religión es la segunda forma del Espíritu, en la cual el Espíritu absoluto se manifiesta a sí mismo como unificado y recogido en sí, y en cuyo exposición Hegel establece la necesidad de la «muerte de Dios» (Gottes Tod) consiguiente a la venida de Dios al mundo (§ 569) y también que Dios tiene su autoconciencia en el hombre (§ 564); finalmente la filosofía tiene el mismo contenido que la religión, pero se sitúa por encima de ella, es decir, la supera eliminando la separación de finito e Infinito, de criatura y Creador, y estableciendo la unidad e identidad de ambos en la Idea como Todo (§ 573). De esta manera, la filosofía tiene la forma de un círculo o mejor, según dice expresamente Hegel, de un «círculo de círculos».

Significado y valoración del hegelianismo.

En la especulación hegeliana se funden en una unidad sistemática las preocupaciones críticas, metafísicas y teológicas del pensamiento moderno en el intento -jamás antes ni después ensayado en tales proporciones- de una síntesis de valor universal. Su concepción unitaria de la vida del espíritu, la posición central que, por su mediación entre el pensamiento griego fundamentalmente cosmológico y el pensamiento moderno esencialmente antropológico, asume en el sistema el pensamiento cristiano como descubridor del concepto de verdad y de libertad radical, sitúan a Hegel en la cima del pensamiento de Occidente, por referencia a la cual cobran relieve en sentido positivo o negativo todas las demás formas de pensamiento posteriores Una grandiosidad de temas y una riqueza de desarrollos que se ha mantenido únicamente en Hegel para resquebrajarse (selbst sich Risse bekommen) inmediatamente tras su desaparición: el imponente edificio de la dialéctica hegeliana se ha resquebrajado por sí solo. En efecto, no es difícil demostrar cómo la dialéctica hegeliana, desde cualquier punto de vista que se la considere, presenta una ambigüedad fundamental.

1) Se afirma que la verdad es «resultado», que está en el Todo (das Wahre ist das Ganze), para luego tener que afirmar que el Absoluto está presente desde el principio y trabaja «a las espaldas» (hinter den Rücken: Enzykl. § 25), que el Absoluto es unidad de positivo y negativo, de finito e infinito. Esto por no hablar de la ambigüedad metodológica de querer eliminar todo contenido de experiencia inmediata, y después echar mano de conceptos como «movimiento», «fuerza», «pasar», etc., que únicamente de la experiencia inmediata cobran significación (objeción de Trendelenburg que ha dado trabajo a todos los hegelianos desde Michelet a Spaventa, a Gentile). Hegel, por tanto, no ha resuelto el problema fundamental de la filosofía, el de la relación entre sensibilidad y razón, entre particular y universal.

2) En la concepción hegeliana de la vida del espíritu, la forma o vida más alta de la conciencia no es la religión, sino la política, tal como se realiza en la historia de los pueblos y en las diversas civilizaciones: el Espíritu absoluto es el Espíritu del mundo (Weltgeist), el único individuo de la historia, al cual está subordinado el espíritu de cada pueblo (Volkgeist) y a éste cada individuo. De este modo, Dios, Espíritu del mundo, es el absoluto-humano que domina la naturaleza: «Si la esencia divina no fuese la esencia del hombre y de la naturaleza, sería una esencia que no sería nada» (Philos. d. Gesch., I, 38). Hegel, en consecuencia, defiende la subordinación de la religión a la política y de la Iglesia al Estado; Por otra parte, el concepto de inmortalidad individual no tiene contenido teórico alguno, sino que deriva únicamente de la extrapolación de un deseo fantástico.

3) Para Hegel -que lo aprendió en la teología de Böhme- el esquema auténtico de la dialéctica es el dogma cristiano de la Trinidad: el Padre, Potencia, un universal abstracto, se desdobla en el Hijo y éste, contemplándose a sí mismo, es el Espíritu Santo -tres momentos que constituyen una única realidad- (Philos. d. Gesch., I, 35 ss.). Pero Hegel sitúa la religión a mitad de camino entre la filosofía y el arte, porque permanece aún ligada a la imagen y, por tanto, inferior a la filosofía. De modo semejante, el dogma de la Encarnación, despojado de su contenido específico, se reduce en la dialéctica hegeliana al conocimiento que la autoconciencia ha logrado de sí misma en Cristo acerca de la identidad de lo humano y lo divino: por ello se comprende el influjo enorme de Hegel en el liberalismo dogmático y bíblico y en el laicismo en general, y el que se le haya acusado incluso de ateísmo.
 
 
 
Análisis de la crítica marxista de la religión
La crítica sociológica, psicológica y dialéctica.
 
Análisis de  la crítica marxista de la religión
Análisis de la crítica marxista de la religión

Que el marxismo se disuelve es evidente, por más que los viejos intelectuales marxistas de Occidente se nieguen a cualquier autocrítica y guarden sepulcral silencio. No obstante, quizá hayan de pasar décadas antes de poder decir: «Marx ha muerto».

Porque Marx es portador no sólo de un mensaje frustrado, sino de una mentalidad compartida en buena parte por el «capitalismo salvaje» y por cualquier materialismo militante. Marx recogió y recubrió con aspecto científico –aunque muy poco resistente a la crítica- la retórica del ateísmo de siempre. Por ello me ha parecido útil sacar de nuevo a la luz unos pocos folios que escribí hace bastantes años (*) después de estudiar la crítica marxista de la religión. No quise escribir más - aunque por aquel entonces el marxismo parecía, incluso a muchos cristianos, el tren de la historia que no debía perderse -, por una razón que conocen mis amigos: el error me aburre. Hoy en los programas de Historia de Filosofía de Bachillerato, en España, uno de los siete u ocho autores de obligado estudio es Karl Marx. En algunas comunidades –no todas-, no aparece ningún autor cristiano. No está de más pues, una aproximación crítica a la crítica marxista de la religión. Expondré, breve y sencillamente:



En coherencia con los postulados rigurosamente materialistas de Karl Marx, su sistema ideológico rechaza necesariamente cualquier valor que trascienda la dimensión espacio temporal en que ha de situarse el ser humano. Pero -más allá de Feuerbach- Marx no considera la religión como un mero «error teórico», sino como tremenda «enajenación» del hombre, consecuencia de la situación de miseria en que se encuentra y que le hace buscar en un «más allá fantástico la esperanza del remedio de sus males» (por supuesto, no serían otros que los de orden material y, en el fondo, económicos).

«La religión -dice Marx en su Filosofía del Derecho- es el suspiro de la criatura oprimida, la conciencia de un mundo sin corazón, así como ella misma es el espíritu de una situación sin espíritu. Es el opio del pueblo; es decir, algo así como una droga, una evasión de la realidad, un refugio del sentimiento que, por otra parte, según Marx, impide al hombre lanzarse a la conquista del bien temporal de la sociedad, mediante la lucha con las fuerzas opresoras que no serían otras que las del capitalismo. La lucha a muerte con el capitalismo para instaurar la soñada sociedad comunista («último fin» marxista) es el motor de la praxis marxista, su fuerza de arrastre, su mensaje mesiánico.

La religión en el entorno del joven Marx

Pero antes de proceder a una crítica a la crítica marxista de la religión, quizá no sea superfluo referirnos a la vivencia de Karl Marx tuvo de la religión en su infancia y juventud.

Marx nace en una familia de rancio abolengo judío (su abuelo había sido rabino en Tréveris), convertida al luteranismo más que por convicción por la fuerza de las circunstancias. Las discriminaciones y persecuciones de las leyes antisemitas que tenían lugar en la Europa de entonces, hicieron que su padre -de buena posición social, abogado y miembro del tribunal de apelación de Tréveris- se alejara de la sinagoga y acabara por alistarse a una religión vinculada al poder civil. No es de maravillar que la religión se presente a los ojos del joven Marx como un expediente social y fuerza opresora. Cuando Marx era ya públicamente ateo y revolucionario comunista, quiso casarse y tuvo que hacerlo «por la iglesia», debido esta vez a las presiones familiares de la novia. Se le negará más tarde una cátedra en la universidad de Bonn por su profesión de ateísmo.

El escaso vigor metafísico de Marx le impedía analizar con justeza su propia situación y entorno y vio siempre la religión como indisoluble del trono, de la monarquía, del Estado; es decir, unida a sus enemigos. Si él, se encuentra al lado de acá, pone la religión al lado de allá, en la acera de enfrente. De modo que si Marx es comunista y su enemigo el capitalismo, la religión habrá de ser por fuerza capitalista; si él se considera progresista, la. religión será reaccionaria. Como veremos, sus críticas a la religión proceden de simplificaciones casi inauditas. Ya en su tesis de doctorado sobre la filosofía de la naturaleza en Demócrito y Epicuro, presenta la religión como alienación del hombre y una filosofía -la suya- que no se esconde para decirlo: asume la profesión de Prometeo; «en una palabra ¡tengo odio a todos los dioses!». Y Marx, en su filosofía, será fiel a este principio tan poco filosófico que es la visceralidad, el sentimiento; la voluntad, en definitiva, pasará por encima de la razón y le impondrá a ésta postulados que no resisten ni la crítica del sentido común ni la de una filosofía rigurosamente fundada en la realidad de las cosas y de la historia.

Se hallan en Marx tres argumentos fundamentales con los que pretende haber arruinado los cimientos racionales del fenómeno religioso, calificados respectivamente de «crítica psicológica», «crítica sociológica», y «crítica dialéctica».

LA CRÍTICA SOCIOLÓGICA

Examinemos en primer lugar la crítica más eficaz en las reuniones públicas -la más débil también a la reflexión- que consiste en determinar el papel social de la religión. Ya Feuerbach había sostenido que la idea de Dios es una proyección fantástica que el hombre hace de su propia esencia, esto es, una alienación mental del individuo humano por la cual atribuiría a un ilusorio Ser supremo lo que de «divino» e «infinito» tiene en sí mismo. Marx refrenda, pero también corrige la explicación de Feuerbach a quien reprocha el referir la religión al individuo, cuando en rigor sería un «producto social», reflejo del estado de una sociedad y no de un individuo (como acontecía en Feuerbach).

Según Marx, la religión al prometer el paraíso en la otra vida y predicar la paciencia y la resignación en este mundo, aparta al hombre del esfuerzo por mejorar su suerte en la tierra. Por eso, dice, «la verdadera felicidad del pueblo exige la supresión de la religión en cuanto felicidad ilusoria del pueblo»; «ilusoria» por cuanto no cambiaría nada la situación del hombre. De ahí que se tilde al creyente de desertor de esta tierra y a la religión de «reaccionaria», «conservadora», «opuesta al progreso de la humanidad».

Una vez puestas tales bases, Marx se lanza a desprestigiar toda religión, aunque sus afirmaciones tengan que chocar frontalmente con los datos históricos más verificables. «Los principios sociales del cristianismo -afirma en La sagrada familia, con toda gratuidad- han justificado la esclavitud antigua, glorificando la servidumbre medieval, y cuando llega la ocasión, actualmente, saben justificar el proletariado, aunque con un aire aparentemente contrito. Los principios sociales del cristianismo predican la necesidad de una clase dominante y de una clase dominada... Los principios sociales del cristianismo trasladan al cielo la compensación de todas las infamias, y de este modo justifican la perpetuación de estas infamias sobre la Tierra... como justo castigo del pecado original... (como) tribulaciones impuestas por el Señor. Los principios sociales del cristianismo predican la cobardía, el desprecio de sí mismo, la humillación, la sumisión, la humildad: es decir, las cualidades de la canalla. El proletariado que se niega a dejarse tratar como canalla -continúa Marx- necesita todo su coraje, de la propia estimación, de su orgullo, y de su gusto por la independencia más que de su pan. Los principios sociales del cristianismo son cautelosos; el proletariado es revolucionario (K. Marx, La Sainte Famille, trad. Molitor, Oeuv. phil. Costes, t. lll, pp. 84-85).

Cuando se leen párrafos como éste, uno se pregunta si vale la pena seguir ocupándose del marxismo. Sin embargo se siente obligado a ello cuando piensa que el «duende» marxiano sigue subyugando a tantos que todo lo someten a crítica excepto los dogmas materialistas y anticristianos. Aún, ahora, después de la irreversible disolución del marxismo, quedan en el aire acusaciones semejantes (Nietzsche, si cabe, las aumentó). Ninguna afirmación de las que acabamos de transcribir es sostenible si no es la de que el cristianismo predica la humildad –que, por cierto, en cristiano, se define como «andar en verdad»- y la prudencia. Al cristianismo le debemos precisamente la condena de la esclavitud y la progresiva liberación de los esclavos en Occidente. Es en el cristianismo -y no en el marxismo- donde se ha-profundizado en el concepto de libertad personal, individual, de la persona concreta de carne y hueso; y se ha reconocido el valor de la persona (singular) frente a los materialismos -también el marxista- que la presentan como un mero producto de la materia, no más que como un ilustre simio sometido a las necesidades de la especie. En ningún documento cristiano se encontrará la afirmación de que deban existir clases dominadas y dominantes ni justificación alguna de las infamias. Lo que enseña el cristianismo es que el hecho de sobrellevarlas sin odio, por amor a Dios y al prójimo, hallará recompensa en el cielo. El cristianismo enseña que el Señor tolera las infamias que se infieren a los buenos, porque en su omnipotencia sabrá sacar de ellas bienes para éstos; ni las quiere Dios ni manda permanecer con los brazos cruzados: lo que sí hace es prohibir aquellos medios intrínsecamente malos y que, por consiguiente, no pueden justificarse aunque se pusieran para conseguir un buen excelente. El cristianismo exige la valentía de dar la vida -si fuera menester- confesando la verdadera fe. El cristiano no desprecia más que el pecado; ni se desprecia a sí mismo ni puede despreciar a pecador alguno...

Pero a Marx no le parece importar la verdad, sino su verdad. O tal vez no se ha preocupado de mirar un poco más allá de una perspectiva doméstica o «provinciana». Marx se desentiende de si la religión se justifica racionalmente o no, o de la posibilidad de que haya alguna religión revelada por el mismo Dios. Marx ha decretado que Dios no existe; por lo tanto ha de buscarlas raíces del universalísimo fenómeno religioso en las únicas condiciones que reconoce, esto es, en las condiciones materiales de existencia y, más concretamente; en las condiciones económicas.

Lo primero que cabe objetar a Marx es, por consiguiente, que su argumentación tiene un mal comienzo: el de presuponer -a priori, sin previa indagación- que Dios no existe, sin atender tampoco a los argumentos en favor de la existencia de Dios tal como han sido desarrollados por los más destacados pensadores a lo largo de más de veinte siglos (como veremos más adelante, Marx aludirá a ellos, pero desfigurándolos previamente).

En segundo lugar, cabría señalar que el criterio que guía a Marx en su crítica a la religión es el de la utilidad social. En rigor, Marx no se pregunta si hay Dios, sino si es útil o perjudicial que los hombres crean en Dios; y responde con la segunda alternativa: Marx comete pues varios errores: reduce la religión a un fenómeno social y afirma que es perjudicial para la sociedad.

Pero aun tomando como criterio de certeza el de la utilidad, no es legítimo negársela a la religión y mucho menos a la religión católica. Cualquier historiador imparcial sabe del enorme influjo del cristianismo en el orden de los más preciados valores que hoy son estimados en la civilización occidental. Sin embargo, insisto, la cuestión primera no es si la religión es útil o no, sino más bien si es verdad o no que hay Dios personal al que el hombre deba corresponder con amorosa adoración. Al estar bien probado que esto es así queda además claro que la religión no puede reducirse a una forma social, puesto que, ante todo, impone una relación personal entre el hombre y Dios. Reconocerse criatura –en dependencia esencial al Creador-, no es humillación alienante, de esclavo que renuncia a su dignidad de persona, sino reconocimiento agradecido de una dignidad incomparable, muy superior a la que tendría si se tratara solamente de un simio evolucionado. El cristiano sabe, además, que ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, de modo que su trato con el Creador no es el de un siervo, sino el de un hijo amadísimo, abierto a una «amistad» entrañable con el Amor infinito que es Él. Esta relación de filiación gozosísima, le permite comprender, con una profundidad insospechada para el incrédulo, que es en verdad y con fundamento inquebrantable hermano de todos los hombres, hijos de un mismo Padre. Así, toda persona merece un respeto que se diría infinito, aunque se trate de un enemigo, incluso si se llama Karl Marx. Éste, por lo demás, es el único fundamento capaz de crear la conciencia de una verdadera fraternidad universal (la existencia de un Padre común), manifestada en el empeño por la consecución de un orden social en el que impere no sólo la estricta justicia, sino lo que va más allá de todo lo estrictamente debido: el amor «con obras y de verdad». Un cristiano puede dejar incumplidas las exigencias de su fe, pero este hecho no autoriza a negar la «utilidad» de la verdadera religión, su espíritu potenciador del progreso hacia formas sociales cada vez más justas y dignas de la persona. Aun desde este parcial punto de vista, debiera entenderse que si se pretende un justo orden social, lejos de combatir la religión, el mejor camino comienza con la invitación a los cristianos a ser cada día más consecuentes con su fe.

Sólo puede acusarse a la religión de «reaccionaria» cuando se pretende que el progreso social no puede lograrse más que por la revolución violenta y bajo la forma del comunismo materialista. El cristianismo - frente al comunismo- defiende la propiedad privada por muy sólidas razones que se fundan precisamente en algo que desconoce el materialismo dialéctico: la dignidad de cada persona humana en singular (no ya del «hombre genérico») y su derecho a disponer en propiedad (no como un préstamo del Estado o de la comunidad política) algo más que su cepillo de dientes: aquellos bienes convenientes para llevar -con los suyos-, una vida conforme a la dignidad que le es propia.

La Iglesia no es «conservadora» ni «progresista»; trasciende estas categorías, porque su fin esencial es sobrenatural: la salvación eterna de los hombres, sin desentenderse, al contrario, de su modo de existir en el mundo. Cumpliendo fielmente su fin hará indirectamente la más eficaz labor en el orden social, despertará la responsabilidad de los fieles con vistas al servicio que han de prestar -desde muy diversas opciones temporales- a sus hermanos del mundo entero.

LA CRÍTICA PSICOLÓGICA

Los «clásicos» del marxismo (Marx, Engels, Lenin) han buscado también el modo de desprestigiar la religión basándose en argumentos de tipo psicológico. Pretenden haber hallado el origen de la idea de Dios en determinados condicionamientos sociales. Engels se explica de la siguiente manera:

«Toda religión no es más que el reflejo fantástico en el cerebro de los hombres de las potencias externas que dominan su existencia cotidiana, reflejo en el que las potencias terrestres adoptan la forma de potencia supraterrestres. Al comienzo de la historia son primeramente las potencias de la naturaleza las que están sujetas a ese reflejo y las que, al continuarse el desarrollo, adquieren en los diferentes pueblos las personificaciones más diversas y variadas..: Pero ocurre que, enseguida, junto a las potencias naturales, entran en acción asimismo las potencias sociales, potencias que se alzan frente a los hombres y que les son igualmente extrañas y, al principio, igualmente inexplicables, dominándoles con la misma apariencia de necesidad natural que las fuerzas de la naturaleza.,. En una fase más avanzada de la evolución, el conjunto de los atributos naturales y sociales de los numerosos dioses se deposita en un solo Dios todopoderoso y que no es en sí una vez más, otra cosa que el reflejo del hombre abstracto. Así es como nació el monoteísmo que, en la historia, fue el último producto de la filosofía griega vulgar y ya en su ocaso y que halló su encarnación, ya de antes preparada, en el Dios nacional exclusivo de los judíos, Yavé. Bajo esta forma cómoda -continúa Engels-, manejable y susceptible de adaptarse a todo, la religión puede subsistir como forma inmediata, es decir, sentimental, de la actitud de los hombres respecto a las potencias extrañas, naturales y sociales que les dominan, mientras los hombres están bajo la dominación de estas potencias» (Engels, en Anti Dühring, pp. 355-356) .

Engels incurre en el error extendido en su tiempo, de admitir sin crítica la hipótesis que establece el politeísmo como anterior o previo al monoteísmo. Una hipótesis que nunca ha sido probada, antes bien parece definitivamente desmentida por las investigaciones iniciadas por el etnólogo y lingüista Wilhelm Schmidt (1864-1954) que han puesto de manifiesto la existencia de un monoteísmo primordial en el conocimiento y veneración de un Ser supremo, fácil de hallar en numerosos pueblos primitivos. Pero la crítica radical que merece la hipótesis sostenida por Engels la haremos un poco más adelante. Veamos antes los matices y las intenciones que cobra el argumento en los textos marxistas.

Cuando la mente humana cae en la trampa del materialismo, se ciega para toda realidad de rango superior a la materia y todo habrá de explicarlo a partir de realidades materiales, aun lo irreductible a ellas, como la mente, que el marxismo considera como una mera secreción del cerebro. Toda realidad superior habrá de ser negada a priori, pero al mismo tiempo se pretende presentar esa negación como «científica», aunque para ello haya que forzar las experiencias más claras e inmediatas. Es claro que el conocimiento más o menos razonado -según los tiempos y los pueblos- de la existencia de un Ser supremo, de una ley natural, de una dignidad inherente a la persona humana, etcétera, son cosas todas ellas sin sentido en una concepción materialista del universo (y por lo tanto, en el marxismo). La religión entonces -sobre todo si contiene la plenitud de la Verdad- se presenta como principal enemigo. La religión, por el mero hecho de afirmar el respeto debido a la persona en sí -y, en consecuencia, por ejemplo, la defensa de la vida del inocente por encima de la utilidad social, la defensa del derecho a la propiedad privada y la condenación del odio negador de tal dignidad- habrá de ser necesariamente combatida; habrá que luchar ante todo por barrer de la conciencia de los hombres la idea de Dios, de la fraternidad universal (sustituyéndola por la idea de una camaradería vinculante tan sólo con los miembros del Partido), la idea de un más allá de la historia temporal y la vida eterna. Todas estas cosas deben ser negadas -no hay alternativa- si se quiere poner en marcha una revolución que significa lucha de clases -odio a muerte a ciertos hombres-; obediencia incondicional al Partido que, para ser eficaz en la práctica -la utilidad es el único criterio de verdad y bondad-, ha de tener en su poder la posibilidad de disponer de la vida de las personas. Puesto que éste es el camino obligado y proclamado en el marxismo, es también obligado combatir la religión. Esta obligación no es accidental sino sustancial a esa doctrina, aunque bastantes creyentes -ingenuamente- estuvieron persuadidos de que se podía aprovechar «lo positivo» del marxismo y unirse a él para conseguir una sociedad más justa. Ahora bien, la doctrina y la praxis marxista, lo que ha conseguido –también cuando se ha unido a cristianos- ha sido la progresiva desaparición del sentido religioso; ha favorecido siempre la lucha contra la religión; ha introducido donde no la había la lucha de clases, empobreciendo a todos (salvo unos pocos de la clase marxista dominante), impidiendo el desarrollo de los pueblos, anulando el sentido de responsabilidad personal (consecuencia inevitable del colectivismo), eliminando el sentido positivo del trabajo (tratado también como «alineación), en fin, arrasando los valores más preciados de la cultura occidental: el valor de la verdad y –solidario- el valor de la libertad. La caída del muro de Berlín en 1989, ha sido la gran revelación al mundo de lo que es capaz de arrasar un régimen marxista de ochenta años de duración.

Para que el materialismo dialéctico tuviera aceptación, también entre los intelectuales, ha debido presentarse con un ropaje científico. Le era necesario hallar alguna explicación de la constante histórica de la religión en la inmensa mayoría de los hombres de todos los tiempos. La razón había de hallarse en los mismos axiomas marxistas. La «luminosa idea» marxista concibió la identificación de la raíz del sentido religioso con la raíz de la miseria material, económica, que se debería sobre todo al capitalismo. Por eso dice Marx: «Luchar contra la religión es, en consecuencia, luchar indirectamente contra el mundo del cual la religión es arma espiritual» (en Crítica a la filosofía de Derecho de Hegel). Una vez más, Marx vincula intrínsecamente la religión al capitalismo, como aliados incondicionales. Marx no tiene en cuenta que la verdadera religión predica el desprendimiento –que es libertad y señorío- de las cosas de la tierra y que, por otro lado, hay bastantes capitalistas ateos y, por consiguiente, materialistas. Pero Marx nos dice que «la miseria religiosa es, al mismo tiempo, expresión de la miseria real y de la protesta contra esta miseria» (Ibid.). «Expresión» (de la miseria real), porque -según Marx- el hombre que se encuentra en una situación dependiente hipostasía instintivamente el poder material del que depende bajo la forma de divinidad trascendente, y «protesta». Así, el hombre que es desgraciado en esta tierra proyecta su sed de felicidad al otro mundo, y se esfuerza en atenuar su sufrimiento presente imaginándose una felicidad futura. Esta es la interpretación marxista que permite aseverar que una vez suprimida la miseria quedaría suprimido todo poder superior al hombre y su «reflejo fantástico» se desvanecería por sí mismo: el hombre sería para sí mismo, Dios. Engels añade con optimismo: «Este proceso está ya tan adelantado que puede considerarse como terminado» (en Anti-Dühring, p. 380). Pero los datos, como es bien sabido, son tercos.

Cosa curiosa es que el marxismo creyendo que infaliblemente la religión desaparecerá por sí sola al cumplirse las condiciones económico-sociales de la sociedad comunista, hasta el punto de esfumarse del planeta la misma idea de Dios, a pesar de ello, se presenta como activo combatiente contra la religión, tanto en la teoría como en la práctica. En la teoría, puesto que -según Marx- «la crítica de la religión es virtualmente la crítica del valle de lágrimas del que la religión es aureola... La crítica de la religión, por tanto, hace que el hombre piense, actúe, cree su realidad, como un hombre desengañado, dueño de su razón, con el fin de que se mueva a su alrededor, alrededor de sí mismo, su verdadero sol» (en Crítica a la Filosofía del Derecho).

La actitud ante la religión en el mundo marxista es inequívoca, inalterable en la teoría y de hecho inalterada: «El marxismo es el materialismo, dice Lenin. Por este mismo título, es implacablemente hostil a la religión, como lo era el materialismo de los enciclopedistas del siglo XVIII o el materialismo de Feuerbach... Pero el materialismo dialéctico va más lejos que los enciclopedistas o que Feuerbach... Debemos combatir la religión. Esto es el abecé de todo materialismo; por tanto, del marxismo. Pero el marxismo va más lejos. Dice: es necesario saber luchar contra la religión, y para esto es necesario explicar, en el sentido materialista, las fuentes de la fe y de la religión de las masas». La actitud está clara, la intención también; y los métodos, para el que conozca la moral marxista son muy previsibles.

Lenin insiste en hacer crítica de la religión apoyándose en razones de tipo psicológico: «La religión es un aspecto de la opresión espiritual que siempre y en cualquier parte pesa sobre las masas agobiadas por el trabajo perpetuo en provecho de los demás, por la miseria y la soledad. La fe en una vida mejor en el más allá nace asimismo de la impotencia de las clases explotadas en lucha contra los explotadores y tan inevitablemente como -de la impotencia del salvaje en lucha contra la naturaleza, nace la creencia en las divinidades, en los diablos, en los milagros, etc. Olvidar que la opresión religiosa de la humanidad sólo es reflejo de la opresión económica en el seno de la sociedad sería dar prueba de mediocridad burguesa» (Lenin, De la religión). Podría replicarse: ¿y qué prueba esa calificación -mediocridad burguesa- sobre la verdad o falsedad del discurso precedente?

En resumen, según el marxismo, la idea de Dios es la proyección en un ser fantástico de las fuerzas físicas y sociales que dominan al hombre, de modo que la idea desaparecerá en el momento en que se llegue a un dominio tal de la naturaleza - la ensoñada sociedad comunista - que ya sea inútil la idea de Dios.

La primera observación que cabe hacer a esta hipótesis indemostrable es que el origen psicológico de una idea no permite emitir el menor juicio sobre su objetividad, es decir, sobre su correspondencia a la realidad que pretende representar. El origen y la objetividad de una idea constituyen dos problemas diferentes y deben tratarse por separado. Cuando en la mente surge una idea, poco importa saber cómo se formó para calificarla de verdadera o falsa. Sólo hay una especie de ideas cuyo origen tiene valor de comprobación; son las ideas puramente empíricas, es decir, las que se obtienen directamente de la experiencia sensible. Al reflexionar sobre lo que se ha percibido, la experiencia es simultáneamente fuente y garantía de la autenticidad de la idea. En los demás casos no hay relación necesaria entre su génesis y su verdad. Por tanto, el origen de la idea de Dios -Ser que no se encuentra en el ámbito de nuestra experiencia sensible- no es un dato relevante en vistas a probar su objetividad. De hecho se sabe que la idea de Dios se halla en hombres de todo tiempo, de toda cultura, de toda condición social, económica, etc. A unos les llega por tradición, a otros por intuición, a otros, por vía de rigurosa demostración racional. Cierto que puede influir en la génesis de la idea de Dios el sentimiento de dependencia y también el miedo. En rigor todo «lo que es» puede ser punto de partida para concluir en la existencia del Creador de todas las cosas. También, por supuesto, la experiencia del amor y de la bondad, el espectáculo de la naturaleza; también la materia, con su evidente insuficiencia para fundar toda la realidad conocida. Pero lo decisivo, insistimos, no es escudriñar las raíces vitales de la idea de Dios, sino averiguar si esta idea puede y debe ser admitida en el orden de la razón y servir al juicio afirmativo «Dios es».

Por otra parte cabe subrayar -como hace Ocáriz- que «es universalmente experimentable que la religión no es sólo ni principalmente un "consuelo" ante las miserias terrenas; hasta el punto que, por fidelidad a la religión, millones de hombres han aceptado libremente muchas "miserias", incluida la muerte, que se habrían ahorrado con sólo renunciar a la religión» (Ocáriz, F, Marxismo, ed. Palabra, p. 58) . Y tampoco faltan abundantes ejemplos de «víctimas de la opresión capitalista» que lejos de buscar refugio en la religión como consuelo de sus desdichas, se alejan de ella tristemente. El marxismo, con Marx, violenta las experiencias más claras con tal de que cuadren en sus postulados materialistas y revolucionarios.

Finalmente, baste referirnos al hecho, históricamente comprobable, de que el cristiano tiene su origen en una Persona, Jesucristo, que probó con milagros sin cuento que verdaderamente era el Hijo de Dios. Con su Vida, Pasión, Muerte y Resurrección ha venido a ser fundamento inconmovible de la fe en el único Dios.

Digamos en descargo de Marx que no conoció de hecho más que superficialmente el fenómeno religioso, a través de las deformaciones que presentaba la sociedad luterana de la Alemania del siglo XIX.

Hegel se consideró a sí mismo el momento culminante de la Filosofía, su acabamiento. En Hegel, Dios era más un mito que otra cosa; lo que él llamaba Absoluto era algo en continuo devenir, que contenía en sí el ser y la nada, la eternidad y el tiempo. El Absoluto de Hegel no tenía nada que ver con el Dios cristiano –a pesar de algunas apariencias- y ya es lugar común que el «secreto» del sistema hegeliano es el ateísmo. Marx cometió la enorme equivocación de pensar que haciendo la crítica de la religión lutero-hegeliana criticaba la religión en sí. Desconocía toda la cultura religiosa anterior a Hegel y su ignorancia del tema explica la puerilidad de sus argumentaciones antirreligiosas. «Descubrir que el Dios de Hegel es una proyección fantástica del ser humano, no es en absoluto una crítica al verdadero Dios, al que puede llegar la razón humana bien empleada, precisamente a partir de la realidad del mundo, y conocido más perfectamente por la fe sobrenatural» (Ocáriz, F., El marxismo, p. 56).

Sus alusiones a los argumentos tradicionales demostrativos de la existencia de Dios, muestran que ni siquiera roza el fondo de la cuestión, al mismo tiempo que manifiesta la ignorancia y errores científicos difundidos en su tiempo. Marx piensa, por ejemplo, que «un duro golpe ha sido dado a la creación por la geognosia, es decir, por la ciencia que ha presentado la formación de la tierra, el devenir de la tierra como un fenómeno de generación espontánea. La generación espontánea es –dice - la única refutación práctica de la teoría de la creación». Si esto fuera así, podríamos estar bien tranquilos los creyentes. Marx no sabía seguramente que insignes pensadores cristianos habían considerado, muchos siglos atrás, la posibilidad de que la hipótesis de la generación espontánea -creencia antigua de la India, Babilonia y Egipto- fuera cierta. Y sin embargo, no vieron en ella una dificultad para admitir y demostrar la existencia de Dios, pues bien hubiera podido ser que la generación espontánea fuera un querer divino.

Marx, Engels, y en general los que no han estudiado el tema, piensan que las pruebas tradicionales de la existencia de Dios se basan en la presunta necesidad de explicar el comienzo del universo; que el punto de partida de la demostración está en el «comienzo» del universo, como si el dilema fuera: «¿ha sido creado el mundo por Dios o existe desde la eternidad?». Sin embargo, Tomás de Aquino, el que –en la línea de la mejor tradición de los clásicos- ha mostrado con mayor rigor los caminos para llegar a la demostración racional de la existencia de Dios, no tuvo inconveniente en afirmar que racionalmente no se puede demostrar que el mundo no sea eterno. Para Santo Tomás, sabemos que el universo no es eterno sólo por la fe, no por la filosofía racional. Sin embargo, el santo de Aquino, demuestra rigurosamente la existencia de Dios partiendo de la insuficiencia actual del mundo para justificar su propia existencia, prescindiendo del tema del comienzo. Es decir, la prueba remonta directamente a las causas que actualmente se requieren -no a las que en el comienzo fueron requeridas- para fundar su existencia. Porque no ya el comienzo del universo, sino el comienzo y la conservación de cada uno de los entes, por insignificante que sea, postulan la existencia de una Causa primera, trascendente al mundo, omnipotente, creadora y conservadora de todas las cosas que de algún modo son.

El marxismo, se declara antimetafísico; huye, en consecuencia, del uso de la razón para continuar con un discurso riguroso la experiencia sensible, se ciega a sí mismo para comprender tales cosas, y al tiempo se desautoriza para una crítica válida de lo que acríticamente -a priori- ha querido negar.


LA CRÍTICA DIALÉCTICA A LA RELIGIÓN

Finalmente, veamos una tercera vía que recorre el marxismo para concluir en la negación de Dios y de la religión; se ha denominado «crítica dialéctica», quizá la más necesaria para el marxista desde el punto de vista lógico, dados los presupuestos ideológicos de los que parte en la construcción de su sistema.

El marxismo cree que la religión debe ser suprimida atendiendo a la naturaleza misma de la religión, que viene calificada de «alienación». Palabra ambigua, ciertamente, en los diversos textos y contextos marxistas, pero, para lo que hace al caso, quiere significar lo opuesto a autonomía, libertad, independencia. Se presume que el hombre religioso renuncia al dominio de los propios actos y pone en manos de un ser «otro», ajeno, extraño, el dominio absoluto de la propia vida. En otras palabras, la «alienación religiosa» consiste -según Marx- en poner en Dios -un ser «fantástico y extraño» forjado por el hombre- el fundamento y la razón de la propia vida. De esta manera -entiende el marxismo- el hombre pierde su independencia, porque «un ser no se considera independiente más que cuando es su propio amo y no es su propio amo más que cuando a sí mismo debe su existencia. Un hombre que vive por la gracia de otro se considera dependiente [nada más cierto y obvio, podríamos añadir]. Pero yo vivo -continúa el marxista- completamente por la gracia de otro cuando no solamente le debo el sostenimiento de mi vida sino que, además, es él quien ha creado mi vida, quien es la fuente de mi vida y mi vida tiene necesariamente una razón fuera de ella ya que no es mi propia creación». A todo esto añade Engels: «La religión es el acto por el cual el hombre se vacía a sí mismo; por esencia, la religión vacía al hombre y a la naturaleza de todo su contenido, transfiere este contenido al fantasma de un Dios en el más allá...». Esta es la afirmación más grave del marxismo, la que presenta mayor alcance; es la crítica a la esencia misma de la religión, presentada como negadora de la esencia humana. La negación de Dios es, en el marxismo condición necesaria de la afirmación del hombre [coincidencia plena con el existencialismo de J. P. Sartre].

Una vez más vemos hasta qué punto llega la oposición marxismo-cristianismo. El marxismo se presenta como un «humanismo» (en el fondo, como una mística de salvación), con un sí incondicional al hombre. Es preciso recordar ahora que el «hombre» que cuenta en el mundo marxista no es el hombre singular, sino «el hombre genérico», es decir, en fin de cuentas, ese ente tan difícil de señalar con el dedo que es la «colectividad», a la que el hombre singular ha de someter y sacrificar su vida hasta el holocusto. El marxismo -no se olvide-- no viene a afirmarme a mí al otro, ni a éste ni a aquel «proletario» en concreto, sino, en rigor, a una abstracción, al hombre en general (que poco tiene que ver con el de carne y hueso), puesto que el hombre soñado por el marxismo es un hombre sin alma (sin alma inmortal y estrictamente espiritual y por lo tanto portadora de valores eternos, de derechos inalienables).

En su crítica dialéctica, Marx y Engels son deudores de los materialistas de su época. «La cuestión de saber si hay o no un Dios -había escrito A. Lévy, traduciendo él pensamiento de Feuerbach-, la oposición entre el deísmo y el ateísmo, pertenecen al siglo XVIII y XVII no al XIX». Se niega por tanto el mismo planteamiento de la cuestión; se rechaza la misma pregunta. Marx asegurará, por su parte, que, en efecto, en el soñado mundo comunista las condiciones (socio-económicas) serán tales que ni siquiera se planteará la cuestión de la existencia de Dios. De ahí, seguramente, el poco interés que tuvieron él y los materialistas de su tiempo, en examinar las pruebas que han ido surgiendo a lo largo de la historia sobre la existencia de Dios. No las pudieron entender porque no les prestaron atención alguna; no las tomaron en serio.

«Niego a Dios -continuaba A. Lévy- quiere decir para mí: niego la negación del hombre; a la posición fantástica, ilusoria del hombre, sustituye la posición sensible, real, cuya consecuencia obligada es la posición política y social del hombre. La cuestión de la existencia o de la no-existencia de Dios es precisamente en mí la cuestión de la no-existencia o de la existencia del hombre». También el contemporáneo de Marx -sociólogo francés- P. J. Proudhon, se expresa en términos semejantes: «yo digo: el primer deber del hombre inteligente y libre consiste en expulsar constantemente de su espíritu y de su conciencia la idea de Dios. Ya que Dios, si existe, es esencialmente hostil a nuestra naturaleza... Alcanzaremos la ciencia a pesar suyo; la sociedad, a pesar suyo: cada progreso nuestro es una victoria en la que aplastamos a la divinidad».

Marx concluirá que la fe en Dios priva al hombre de la conciencia de su grandeza y le esclaviza; que la liberación exige la muerte de Dios. Dios o el hombre, he aquí el dilema que pone también el existencialismo ateo; hay que escoger entre los dos. «El ateísmo -dice Marx- es la negación de Dios y, mediante esta negación de Dios, plantea la existencia del hombre». Y así Marx ya puede decir que el hombre es para sí mismo «el verdadero sol», y hacerse eco de la tremenda afirmación de Feuerbach: «homo homini Deus», el hombre es Dios para el hombre; el hombre es el Ser supremo.

No es difícil descubrir la debilidad de la más «profunda» de las críticas marxistas a la religión. El ateísmo marxista ha sido construido sobre la base de considerar resuelto el problema de entrada. El marxismo cree que no hay Dios. El cristiano, en cambio, puede encontrarse poseyendo la fe como un don, pero luego se preguntará: ¿es posible demostrar racionalmente la existencia de Dios? Y comprobará que sí. El marxismo, en cambio, partirá de que «Dios no existe» y, cuando pretenda convencer a los demás de la hipótesis construirá una caricatura de la religión y dirá: eso que veis ahí no puede ser verdad. Toda la fuerza psicológica del argumento dialéctico está en presentar un falso dilema: o Dios o el hombre, sobre la base de una caricatura de Dios en la que resulta de todo punto irreconocible: un Dios hostil, negador del hombre, nunca afirmado, al menos en la tradición judeo-cristiana. Es evidente que si Dios existe el hombre depende enteramente de Dios y le debe su vida entera. El marxismo supone que la condición creatural atenta a la dignidad, libertad y autonomía humanas; son origen de inevitable alienación o enajenamiento.

Mucho cabría oponer a esa crítica que se nos ofrece de la religión. En primer lugar cabría decir que ningún hombre de fe cristiana se siente enajenado cuando se dirige a Dios. Vivir en Dios y para Dios no es vivir «fuera de sí», en o para un ser extraño que trata de anularme. Dios es justamente el Ser que me permite ser, que me hace ser, que crea y conserva –por tanto ¡defiende!- mi personalidad y mi libertad; es el Ser que me es más cercano, el que me es «más íntimo a mí que yo mismo». Huir de él sería -entonces sí- huir de mí mismo, puesto que si Dios no es yo, es en efecto fundamento y «fuente» de mi ser. Y si Él me ha creado, Él es el primer interesado -el primero, antes que yo mismo- en mi realización, en que yo alcance la plenitud de mis posibilidades humanas, el primer defensor de mis derechos irrenunciables ante los demás. Todas estas certezas están incluidas en la noción de hombre como criatura de Dios. La Sagrada Escritura se goza afirmando el respeto con que Dios trata a la criatura: «cum magna reverencia disponis nos» (Sab., 12, 18), Dios nos gobierna con un respeto infinito. Cierto que Dios ha de «juzgar» a todos los hombres, premiar a los buenos, castigar a los malos. Pero no sería «justo» juzgar a Dios como si no tuviera derecho a ser Él mismo infinitamente «justo», cuando se está hablando en el contexto, de instaurar en la tierra la « justicia» social. Lo que sucede, sin embargo, es que en el «sistema» marxista la virtud no tiene cabida. En consecuencia tampoco se contempla la justicia como necesaria virtud perfectiva de la persona singular, sino como bandera.

El gran dilema marxista –Dios o yo- sólo tendría sentido en la absurda hipótesis del «homo homini Deus», que el hombre hubiera de ser Dios para el hombre. Pero si al margen del «hombre genérico» o clectivo, atendemos al hombre singular y concreto, ¿a qué hombre divinizamos? ¿A César, a Hitler, a Stalin...? ¿a todos? El problema se embrolla solo, nos encontraríamos en una pluralidad inconmensurable de dioses. Serían demasiados. Afortunadamente sólo cabe -por definición- un «Ser supremo». ¿Quién va a ser el sujeto de esa soberanía? Es fácil decir «el proletariado». Pero ¿quién es el «proletariado»?, ¿tiene nombre y apellidos?, ¿tiene conciencia?, ¿tiene sabiduría infinita?, ¿tiene el arte de la justicia perfecta? Muchos otros interrogantes --infinitos interrogantes- se abrirían en tal hipótesis.

Por lo demás, si el hombre no es criatura de Dios, ¿de quién es criatura? El marxismo responde: el hombre se crea a sí mismo mediante el trabajo. Pero ahí hay un círculo vicioso evidente. Nadie da lo que no tiene. Un «ser» que todavía «no es» no puede «darse el ser». Sólo cabe acudir a una serie indefinida de padres hasta llegar al simio o cosa parecida. Este sería el fundamento de la «dignidad» humana. Frente a la dignidad de los hijos de Dios se pretende alzar la dignidad de los hijos de la materia. Pero ¿a qué puede obligar tal dignidad? El respeto que puede merecer la persona humana no es mucho mayor que el respeto que merece un simio, en el supuesto materialista. La única función del simio es servir a la especie; carece de valor y dignidad singulares; sólo puede valer en función de la especie. Exactamente es lo que ha acontecido y acontece en el mundo comunista. La persona singular, en rigor, no cuenta; por ello puede ser torturada, eliminada o enclaustrada en un hospital psiquiátrico para disidentes, por inocente que sea, en beneficio del «hombre genérico», es decir, de la colectividad que, en la sociedad comunista, no tendría otra misión que satisfacer sus necesidades materiales (vivir, pues, como perfectos burgueses) y perpetuarse en la historia. Eso es todo, en la soñada sociedad comunista. No convence el comunista cuando habla de «dignidad» para decretar que Dios no debe existir. Como tampoco ha de concedérsele el derecho de invocar la «libertad», cuando profesa una fe ciega en el «materialismo dialéctico», que incluye la fe en el determinismo universal, es decir, la negación de la libertad tanto en el sentido llano como en el filosófico de la palabra.

En resumen, las interpretaciones que el marxismo nos ofrece de la religión -esta es la ventaja y la debilidad de las mismas- permiten soslayar el valor de las pruebas de la existencia de Dios, es decir, de los argumentos y testimonios aducidos por los creyentes, a los cuales el marxismo desacredita por adelantado y, por así decir, le anula definiéndole peyorativamente como «reaccionario». Lenin se expresa de este modo: «Religión, iglesias modernas, organizaciones religiosas de todas clases, el marxismo las considera como órganos de la reacción burguesa al servicio de la explotación y del embrutecimiento de la clase obrera... Cualquier defensa, aun la más refinada, la de mejor intención, toda justificación de la idea de Dios, se reduce a justificar la reacción. Es significativo lo que dice Roger Verneaux, después de estudiar las críticas a la religión formuladas por el marxismo: «Observemos solamente que en ningún sitio se ve en los escritores ateos el más mínimo estudio sobre el sentido del Evangelio ni la menor crítica del testimonio (del verdadero testimonio cristiano). Como consecuencia, estimamos que las bases de nuestra fe no están ni mucho menos quebrantadas, puesto que ni siquiera han sido atacadas» (R. Verneaux Lecciones sobre ateismo contemporáneo, Gredos, Madrid, 1971, p. 106).

Epílogo

El marxismo –tributario de Hegel, su «Izquierda hegeliana»- se ha presentado con las atribuciones de un mesianismo profético. Éste ha sido uno de sus grandes errores y causa de su disolución como ideología omnicomprensiva. Hegel creyó que su sistema filosófico era tan perfecto que con él había llegado el fin de la Historia. Su prestigio era inmenso; fue un genio de la época romántica. «A veces se reunían trescientas personas venidas de toda Alemania para escuchar sus improvisadas respuestas. Sus discípulos le preguntaban: «¿Maestro, y después de usted, qué?». «Después de mí –sentenció el maestro- ¡la locura!». En Hegel la modernidad llegó a su cumbre, pero a la vez comenzó su crisis. El hegelismo como tal, pronto se disolvió. Sucede que la historia no está escrita, nunca estará realmente escrita, cerrada, porque existe un factor de novedad imprevisible: la libertad, con el que no puede contar ningún determinismo, sea idealista de la Derecha, sea de la Izquierda (materialista) hegeliana, como Karl Marx. La vida sigue y la verdad como la libertad no se dejan apresar por sistema alguno, por ninguna ideología. La libertad y la verdad –estrechamente solidarias- no son una producción del hombre sino el gran don del Creador y -más tarde o más temprano-, la mente humana se da cuenta de que todo lo valioso que posee o puede poseer tiene su origen en un don que no puede haberse dado a sí mismo. Por lo mismo se ha dicho que el hombre no es que «tenga» religión, sino que «es» religión. Y siendo así, sucede como cuando se aplasta con el pie una cámara de aire o se aprieta un globo con la mano: la cubierta puede ceder en un punto más o menos grueso, pero la cámara se ensancha por otro lado. Se puede aplastar la religión en la Unión Soviética. Parece que se ha terminado, no se oye su clamor. Se cae el muro y el sentido religioso resurge de forma insospechada. Europa se descristianiza (aunque vive a expensas de los valores cristianos), y a la vez países de África, de América, de Asía, de Oceanía, manifiestan una vitalidad religiosa inesperada. Un Papa achacoso, cuya voz apenas es audible con un gran megafonía, cuyo pulso tiembla de Parkinson y con la cadera machacada, es el líder mundial con mayor capacidad de convocatoria entre la gente joven...
 
 
Nietzsche y la supuesta muerte de Dios
Nadie mejor que él sabía las consecuencias de la supuesta muerte de Dios, que consideraba verdadera e irreversible.
 
Nietzsche y la supuesta muerte de Dios
Nietzsche y la supuesta muerte de Dios

En el centenario de la muerte de Nietzsche puede ser oportuno el recuerdo de lo que cierto día apareció en la prensa: «Dios ha muerto. Firmado: Nietzsche». Al día siguiente en el mismo periódico, apareció esta otra esquela: «Nietzsche ha muerto. Firmado: Dios».


¿Sarcasmo excesivo? Quizá. Ahora bien, es preciso reconocer que la pretensión de haber matado a Dios no es humo de pajas.

Nadie mejor que Nietzsche sabía las consecuencias de la supuesta muerte de Dios, que consideraba verdadera e irreversible:

«¿Adónde se ha ido Dios? Nosotros le hemos matado. Todos nosotros somos sus asesinos... ¿Cómo hemos sido capaces de beber el mar entero? ¿Quién nos ha dado la esponja con que hemos podido borrar el horizonte entero? ¿Qué hemos hecho cuando desprendimos la Tierra del Sol? ¿Hacia dónde se mueve ahora? ¿Hacia dónde nos movemos nosotros, ¿Nos estamos alejando de todos los soles? ¿Es que nos estamos cayendo, incesantemente? ¿Hacia detrás y hacia todos los lados? ¿Hay además un arriba y un abajo? ¿No vagamos perdidos en la infinitud de la nada? ¿No sentimos en nuestro rostro el vaho del espacio vacío? ¿No sentimos que va aumentando el frío? ¿No se va acercando la noche, continuamente, una noche cada vez más densa?...» (Die Fröhliche Wissenschaft, número 125)

Pero enseguida presenta su plan de "reconversión" de la humanidad. Se trata de colocarse en lugar del Creador y convertirse en "superhombre", capaz de recrearse con la "voluntad de poder", enfrentarse con el vacío inmenso de la nada que la muerte de Dios deja y atreverse crear valores inéditos, más allá del bien y del mal.

«¡Dios ha muerto! ¡Y somos nosotros los que le hemos matado!... ¿No son demasiado grandes para nosotros las proporciones de esta acción? ¿No deberemos convertirnos en dioses para hacernos dignos de ella? Nunca hubo acción alguna más grande y todos los que nazcan después de nosotros pertenecerán a una época histórica superior a todas las que ha habido hasta ahora, gracias a esta acción... Este terrible acontecimiento está todavía en camino y marcha hacia adelante» (Die Fröhliche Wissenschaft, número 125).

Ahora bien, la historia demuestra que no ha sido Dios el muerto, sino Nietzsche. Sin Dios no hay Absoluto. Todo es relativo. Bien y mal son palabras huecas. «Haz el mal, verás como te sientes libre», dice uno de los héroes de Le Diable et le bon Dieu. J. P Sartre se propuso la aventura de "inventar valores", puesto que el principio absoluto de su discurso es la dogmática negación de Dios con el fin de afirmar una libertad humana absoluta.

Jean Paul Sartre reconoce que si Dios no existe, los valores no están fijados de antemano. Hay que inventarlos. ¿Quién será el inventor? «Puesto que yo he eliminado a Dios Padre, alguien ha haber que fije los valores. Pero al ser nosotros quienes fijamos los valores, esto quiere decir llanamente que la vida no tiene sentido a priori. Y añade Sartre: «no tiene sentido que hayamos nacido, ni tiene sentido que hayamos de morir. Que uno se embriague o que llegue a acaudillar pueblos, viene a ser lo mismo. El hombre es una pasión inútil», y «el niño es un ser vomitado al mundo», «la libertad es una condena».

La muerte de Dios es la muerte del hombre. Sólo cabrían valores inventados, sin realidad, sin eficacia. Entre los valores inventados y los valores reales habría la misma diferencia que entre una piedra pensada y una piedra real. Con una piedra real se puede construir un enorme edificio; con una piedra pensada nada puede romperse, ni edificarse en la realidad. Es el absurdo, lo impensable, lo que no puede ser en absoluto.
 
 
José Ortega y Gasset
Con un estilo literario, lleno de metáforas y frases ingeniosas, pretendió hacer filosofía al público en general.
 
José Ortega y Gasset
José Ortega y Gasset

Con un estilo literario, lleno de metáforas y frases ingeniosas, pretendió hacer filosofía en un lenguaje próximo al del Quijote, lo que le permitió llegar al público en general (a un «público culto», suele decirse).

Nació en Madrid en 1883 en el seno de una familia acomodada de la alta burguesía madrileña vinculada al periodismo y a la política (un burgués, no obstante, con afanes y tendencias aristocráticas, como puede comprobarse a lo largo de su vida y obra). Su padre, José Ortega Munilla, fue director de El Imparcial, periódico fundado por su abuelo materno, Eduardo Gasset y Artime, y en el que Ortega colaboró intensamente. Su vida está profundamente ligada al periodismo, a la política, a las actividades editoriales, y ocupó un lugar muy destacado en la vida intelectual española durante la primera mitad del siglo XX. Estudió en el Colegio Jesuita de San Estanislao en Miraflores del Palo (Málaga); inició sus estudios universitarios en Deusto, y los continuó en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Central, en Madrid, donde se licenció en 1902.

Doctor en Filosofía en 1904 por la Universidad de Madrid, con la tesis Los terrores del año mil. Crítica de una leyenda (58 págs.)

Entre 1905 y hasta 1907 estudia en Alemania: Leipzig, Nuremberg, Colonia, Berlín y, sobre todo, en Marburgo, en donde tomó contacto con las «musas alemanas» (el neokantismo de Herman Cohen y de Paul Natorp, entre otros) que tanto impresionaron a Ortega (ávido lector de Nietzsche en su juventud), hasta el punto de que llegó a estar toda su vida obsesionado por la grandeza de la filosofía, la ciencia y la técnica alemanas (su hijo Miguel Germán recibió este nombre en recuerdo de su estancia en Alemania a la que consideraba su «segunda patria»).

Defendió un europeísmo (que Unamuno llegó a considerar propio de «papanatas») de corte germanizante que le condujo a dudar de la existencia de una filosofía española e incluso a considerarse la encarnación de esa filosofía, así como a postularse como iniciador de la «verdadera filosofía» (la Biognosis), concebida como «Crítica de la Razón histórica» y entendida como «ciencia de lo humano» («ciencia de la vida» en sentido estricto), en tanto que distinta e irreductible a la razón física y de la razón abstracta. Ortega, en efecto, estaba convencido de que la «raza», la «sustancia» españolas estaban enfermas y proponía –envuelto como estaba por el «mito de la cultura»– como «medicina» la ingestión de grandes dosis de «cultura» (alemana, desde luego). En 1909 es nombrado profesor numerario de Psicología, Lógica y Ética de la Escuela Superior del Magisterio de Madrid (ver Gaceta de Madrid de 4 de agosto) y en octubre de 1910 gana por oposición la Cátedra de Metafísica de la Universidad Central, vacante tras el fallecimiento de Nicolás Salmerón. El tribunal estaba presidido por Eduardo Sanz Escartín, y formado por Francisco Fernández y González, José de Castro y Castro, Luis Simarro, Adolfo Bonilla y San Martín, José Caso y Blanco y el presbítero Alberto Gómez Izquierdo, el único voto en contra de la propuesta. Ese año también contrae matrimonio con Rosa Spottorno y Topete.

El 23 de Marzo de 1914 pronuncia un discurso en el Teatro de la Comedia de Madrid titulado «Vieja y Nueva política» que se considera el acto fundacional de la Liga de Educación Política Española. En él, tomando como principios el liberalismo y la nacionalización, se postulaba como la vanguardia de la «España vital» frente a la «España oficial». En 1917 se ve obligado a interrumpir su colaboración con El Imparcial, pero rápidamente se incorpora a la nómina de colaboradores El Sol, diario fundado por el empresario vasco Nicolás de Urgoiti pero inspirado por Ortega. En este diario se publicaron los «folletones» que anticiparon dos de sus obras más importantes: España invertebrada y La rebelión de las masas. El propio Urgoiti funda, en 1920, la Editorial Calpe (que se unirá más tarde con Espasa) una de cuyas colecciones será dirigida por Ortega: la «Biblioteca de Ideas del Siglo XX». La empresa editorial más importante de Ortega será, no obstante, la Revista de Occidente, fundada en 1923. Desde ella, asimismo, promovió la traducción de las más importantes tendencias filosóficas y científicas de la época: Spengler, Huizinga, Husserl, Simmel, Uexküll, Heimoseth, Brentano, Driesch, Müller, Pfänder, Russell, &c., son algunos de los autores más representativos. Como actividad complementaria de la revista, destaca la tertulia diaria, presidida por el propio Ortega, a la que asistían colaboradores, amigos y estudiantes. Dirigió la revista hasta 1936 y en 1962 su publicación fue reemprendida por su hijo José Ortega Spottorno, y más adelante fue dirigida por su hija Soledad Ortega Spottorno.

Entre 1931 y 1932 fue diputado de las Cortes Constituyentes de la Segunda República en calidad de representante de la Agrupación al Servicio de la República, fundada en febrero de 1931 por Gregorio Marañón, Ramón Pérez de Ayala y él mismo. Al agitado período de la vida política española comprendido entre 1923 y 1936 pertenecen algunos de sus más famosos escritos políticos, entre ellos: La redención de las provincias y la decencia nacional (recopilación de artículos publicados entre 1927 y 1930), Rectificación de la República (que reúne artículos periodísticos, discursos parlamentarios y la conferencia dada en el Cinema de la Opera de Madrid el 6 de diciembre de1931 titulada «Rectificación de la República») y los discursos sobre El Estatuto de Cataluña (publicados por la Revista de Occidente en 1932 dentro del libro titulado La reforma agraria y el Estatuto catalán). Desencantado de su actividad parlamentaria, abandona su participación activa en la República, aunque nunca renunció del todo a la posibilidad de ejercer su influencia en asuntos de Estado, ahora ya en plena guerra civil y durante los primeros años del franquismo, como ha demostrado Gregorio Morán. En 1936 se va de España iniciando un periplo (París, Holanda, Argentina, Portugal) que no terminará hasta su muerte, aunque, a partir de 1945, pasará temporadas en España. En 1948 funda, junto a su discípulo Julián Marías, el Instituto de Humanidades, pronuncia varias conferencias en EEUU, Alemania y Suiza, y el 18 de octubre de 1955 fallece en su domicilio madrileño, Monte Esquinza 28.

Ortega ha ejercido una notable influencia no sólo en España e Hispanoamérica, sino también en otros países, por ejemplo, en Alemania. Entre los hispanos más o menos influidos directamente por él destacan: Manuel García Morente (1886-1942), Joaquín Xirau (1895-1946), Xaxier Zubiri (1898-1983), José Gaos (1900-1969), Luis Recaséns Siches (1903-1977), Manuel Granell (1906-1993), Francisco Ayala (1906), María Zambrano (1907-1991), Pedro Laín Entralgo (1908-2001); José Luis López-Aranguren (1909-1996), Julián Marías (1914), Paulino Garagorri (1916).

Las líneas maestras de la filosofía orteguiana pueden trazarse a partir de la crítica de una serie de Ideas o pares de Ideas que giran todas ellas en torno a la oposición Realismo/Idealismo en sus diferentes variantes y en un intento por superar su mutua reducción –practicada, según Ortega, en la Antigüedad («que ponía como realidad radical la cosa corporal») y en la Edad Moderna («que afirma como realidad radical el pensamiento, la conciencia»– mediante su yuxtaposición (las Cosas y Yo; Circunstancia y Yo) o mediante su fusión en una única idea: la Idea de Vida. La vida (la vida por antonomasia, es decir, la realidad radical) concebida como principio ontológico fundamental, implica, por un lado, la negación de la independencia absoluta del mundo respecto del pensamiento (y viceversa) y, por otro lado, la afirmación de su conjugación: «lo que hay pura y primariamente es la coexistencia del hombre y el mundo...; lo que hay es el mutuo existir del hombre y el mundo... mutuo serse.» La realidad radical es, en consecuencia, la suma de la existencia humana individual (biográfica) y la circunstancia (que es un espacio antropológico bidimensional constituido por los ejes circular y radial), concebida como el ámbito de los problemas a los que tiene que enfrentarse el Yo (que no se identifica ni con el cuerpo ni con el alma ni con su composición). Por ejemplo: La esencia de la Tierra –dice Ortega– no nos viene dada ni a través de la Astronomía (tierra-astro), ni de la mitología (diosa-madre), sino sencillamente consiste en una serie de dificultades y facilidades para los individuos: es lo que nos sostiene porque hacemos pie en ella, es aquello que a veces tiembla y nos aterra, aquello que nos aparta de nuestros seres queridos, lo que nos permite huir, &c.

Los primeros escritos orteguianos, digamos hasta 1913, están profundamente marcados por el par de conceptos Subjetivismo/Objetismo. El objetivismo (el racionalismo) caracterizaría a esta primera fase o etapa de su pensamiento que se articula en torno a dos grandes Ideas: las Ideas de Ciencia y de Cultura. Una etapa que Ortega quiso dar por terminada en 1916 con la publicación de Personas, Obras, Cosas (volumen que recoge muchos de los artículos y escritos de juventud hasta 1912) y en cuyo prólogo puede leerse: «Para mover guerra al subjetivismo negaba al sujeto, a lo personal, a lo individual todos sus derechos. Hoy me parecería más ajustado a la verdad... dotar a lo subjetivo de un puesto y una tarea en la colmena universal.» Un puesto que ya empezó a ocupar en su primer gran libro: Meditaciones del Quijote (1914). El objetivismo inicial, por tanto, se matiza y corrige a partir de esta fecha con el par de conceptos Yo-Circunstancia y, sobre todo, con el concepto de «perspectivismo», introducido a partir de 1913 y formulado explícitamente en el ilustrativo título de una de sus publicaciones más emblemáticas: El Espectador. (Perspectivismo no muy alejado de algunas categorías tomadas de la biología, en particular las desarrolladas por el biólogo Jacob von Uexkül, como puede apreciarse en muchas de sus formulaciones: «Cada individuo –persona, pueblo, época– es un órgano insustituible para la conquista de la verdad».) El par de conceptos Yo-Circunstancia se convierten en El tema de nuestro tiempo (1923) en los de Relativismo(Vida)/Racionalismo o en los de Cultura (vida espiritual)/Vida (vida biológica, vida espontánea), cuya oposición pretende soslayarse introduciendo la consabida yuxtaposición de conceptos con la que define su propia filosofía: el racio-vitalismo. Racio-vitalismo con perspectivismo al fondo, podríamos decir: «ni el absolutismo racionalista –que salva la razón y nulifica la vida– ni el relativismo, que salva la vida evaporando la razón». «No hay cultura sin vida, no hay espiritualidad sin vitalidad». Sin embargo, esta yuxtaposición acabará siendo reabsorbida en la «vida biológica», cuando ésta adquiere el valor de vida por antonomasia («las actividades espirituales –advierte Ortega– son también primariamente vida espontánea. El concepto puro de la ciencia nace como una emanación espontánea del sujeto, lo mismo que la lágrima»). Y en eso precisamente consiste el Tema de nuestro tiempo: «en someter la razón a la vitalidad, localizarla dentro de lo biológico, supeditarla a lo espontáneo». «La razón pura tiene que ceder su imperio a la razón vital». Pero hay un momento en el que Vida y Cultura aparecen plenamente integrados (fusionados), a saber: el momento de la creación de nuevos valores culturales; el momento de la cultura germinal (que es momento de los genios que marcan el inicio las nuevas épocas) frente a la cultura ya hecha (desvitalizada, esto es, anquilosada, hieratizada). En este momento (el del cambio de valores) es cuando la vida espontánea recupera su valor preeminente: «Contra cultura, lealtad, espontaneidad, vitalidad» (fase contracultural en la concepción orteguiana de la cultura que no supone una vuelta al primitivismo).

En resolución: La doctrina de la razón vital es la propuesta orteguiana para superar la oposición racionalismo/vitalismo, en un doble sentido: en primer lugar, vitalizando a la razón, es decir, insertándola en el contexto de la existencia humana, haciendo de la racionalidad una respuesta a las necesidades vitales previas; en segundo lugar, renegando del sustancialismo de la res cogitans. Así proclamó Ortega su «cartesianismo de la vida» utilizando una fórmula («pienso porque existo») que Unamuno ya había hecho suya en Del sentimiento trágico de la vida, aunque éste prefiera, no obstante, esta otra: «Siento, luego soy». Como consecuencia inmediata, Ortega arroja por la ventana de la vida toda la Ontología tradicional: Las Ideas de sustancia, esencia, existencia, ser, cuerpo, alma, materia, forma, &c., resultan insuficientes, y proclama como fundamento de la verdadera filosofía –la filosofía llamada, por tanto, a inaugurar una nueva época– un principio dinámico: la vida entendida como acontecer, como aquello que nos pasa («la vida no tiene un ser fijo y dado de una vez para siempre, sino que está pasando y aconteciendo»). Y esto tanto vale para la vida biográfica (la vida como empresa, como quehacer, la vida, en suma, como actividad proléptica), como para la vida cultural (crisis y cambio de las épocas). Su doctrina adquiere, de este modo, una coloración historicista presidida por la teoría de las generaciones, que desarrolla en En torno a Galileo (1933) sentando las bases de la razón histórica, cuyos principios fundamentales se exponen en Historia como sistema (1935). La razón histórica –término puesto en circulación por Dilthey y que Windelband y Rickert recogen, respectivamente, en Historia y Ciencia natural (1894) y Ciencia cultural y Ciencia natural (1899)– es la razón vital puesta en movimiento, es decir, es la alternativa metodológica ofrecida por Ortega para el análisis de la vida tanto biográfica como histórica (análisis del cambio de categorías culturales, lo que Ortega llama las creencias, en las grandes épocas: Antigüedad, Edad Media, Renacimiento, Edad Moderna). Esta concepción puede considerarse el resultado de la operación de integración de su perspectivismo vital (antropológico, cultural) al ámbito de la realidad histórica, a través de la definición del ser del hombre (de su sustancia) como ser histórico; el ser del hombre es innumerable y multiforme: en cada tiempo, en cada lugar, es otro. ¿Y cuál es el ser principal de la existencia humana –entiéndase de un hombre, de un pueblo o de una época? El sistema de creencias en el que vive. La metodología propuesta por Ortega consiste en desentrañar el sistema de convicciones de una determinada época tratando de averiguar, en primer término, la creencia fundamental, de la que se derivarían todas las demás. ¿Pero cómo se averigua el sistema de creencias de una época? Utilizando el método comparativo, esto es, comparando unas épocas con otras.

En este contexto, Ortega proclamará el inicio de un nuevo tiempo, la «aurora de la razón histórica», firmemente convencido de que la cultura moderna (cartesiana) había llegado a su fin: «El hombre, no tiene naturaleza, lo que tiene es historia; porque historia es el modo de ser de un ente que es constitutivamente, radicalmente, movilidad y cambio. Y por eso no es la razón pura, eleática y naturalista, quien podrá jamás entender al hombre. Por eso, hasta ahora, el hombre ha sido un desconocido... ¡Ha empezado la hora de las ciencias históricas! La razón pura tiene que ser sustituida por la razón narrativa... Y esa razón narrativa es la razón histórica». Pero, ¿cuál es el síntoma en el que funda esta proclamación? El siguiente: la crisis de los fundamentos de las ciencias ejemplares (la crisis de la razón teórica), a saber, la física, la lógica y las matemáticas y la crisis de los fundamentos de las ciencias prácticas (la razón práctica: moral, derecho, política, costumbres...). En suma: la crisis de la fe propia de la Edad Moderna; la crisis de la razón pura y de sus temas fundamentales: Verdad, Conocimiento y Ser. Y ahora preguntamos nosotros: ¿Qué queda de este anuncio, al margen del propio anuncio? 


Postmodernidad y cristianismo
La caída de la Razón y de sus grandes mitos, en el movimiento postmodernista, se suma a la labor del cristianismo
 


Los contornos del postmodernismo se desdibujan fácilmente sobre la pantalla de la cultura actual. El torrente cultural desborda todo límite y ribera, y fluye sin diques ni espigones por la llanura de la mentalidad común, al socaire de pensadores y "opinionmakers" de la ambigüa sociedad en que vivimos. Capaz de increíbles metamorfosis, el postmodernismo se adapta al relieve por donde pasa y adopta su fisonomía y sus accidentes. Convierte en postmoderno todo lo que toca, metamorfosea la superficie de las cosas sin transustanciarlas ni hacerlas fecundas. Convive alegremente con otros ismos de talante bastante parecido: postindustrialismo, postcristianismo, postmarxismo, postracionalismo....... Es como una anguila del pensamiento que, cuando crees tenerla bien cogida, en un instante se te escurre de las manos. Cuando la vuelves a encontrar, pasado un tiempo, cuesta reconocerla por ciertas mutaciones que ha sufrido.

En este ensayo pretendo dos cosas: mostrar, primeramente, cómo el postmodernismo, al descalificar los ´éxitos´ y los dogmas de la modernidad, desbroza el camino a lo religioso y a lo sagrado; en un segundo punto, a partir de la ambigüedad de los signos, que en cierta manera, aunque malamente, lo definen, intentar descubrir las posibilidades de lectura cristiana de los mismos. Ulteriores aspectos de la relación entre postmodernismo y cristianismo, merecedores de atenta consideración, quedan a la espera de un próximo futuro.


De la crítica a la modernidad, una vía de salvación

Los estudiosos no se ponen de acuerdo sobre si el postmodernismo ha guillotinado la modernidad o es más bien su última y más bella figura. Sin entrar en discusión, asumo la coexistencia de ambas posturas, aunque la primera resulta a ojos vistas con apoyaturas más evidentes. No sin razón se habla de crisis de la modernidad occidental, pero la crisis puede ser pensada como crisis de desarrollo o de muerte por agotamiento. ¿Qué es lo que ha entrado en crisis? Por un lado, el cuadro tradicional de la vida en la sociedad, junto con los instrumentos de análisis con los que el hombre resolvía los problemas que se le presentaban, y por otro, los grandes ´dogmas´ de la modernidad, originaria y abiertamente opuestos y contrapuestos, en la historia, a los dogmas del cristianismo. Porque con la modernidad no murió ni la religión ni la fe, sólo abandonaron el Regnum Dei para acampar en el Regnum hominis.


Cambio en los puntos de referencia

Según Joblin, en el pasado tres eran los puntos de referencia del hombre en el mundo que, a la vez que limitaban su poder, daban cierta seguridad a su vida: El cuadro espaciotemporal de límites precisos, en que se desenvolvía su existencia; la sacralidad de la vida en cuanto fuera del alcance del hombre; la institución familiar como célula natural, base necesaria de toda sociedad y custodia de la vida. Los descubrimientos científicos, sobre todo los habidos desde mediados de nuestro siglo, han descompuesto el cuadro de referencia, creando en el hombre confusión y desconcierto.

En relación al espacio y al tiempo, se descubre que el espacio es ´infinito´ y puede explorarse, y que el mundo cuenta en su haber con millones de años. La antigua convicción cede ante la nueva de que "exista o no el hombre, todo funciona" y de que éste tiene el derecho de explorar sin ningún a priori cultural o religioso las fuerzas que lo circundan y que gobiernan el universo. En cuanto a la vida, se desvelan paso a paso las leyes biológicas, con la esperanza de llegar algún día a dominar totalmente sus mismas fuentes. En la familia, el fragmentarismo tiende a imponerse, desligando sexualidad, familia e infancia en la sociedad del futuro. Se habla de familia monoparental o de pareja monosexual, porque prima la libre elección de los individuos, y el fragmento sobre el todo de la existencia.

La crisis provocada por la pérdida de referente sería, en este caso, crisis de crecimiento de la modernidad en espera de lograr su plena madurez. El progreso de la ciencia, el poder y dominio sobre la naturaleza, la libertad encuentran exploraciones nuevas con posibilidades inimaginables en el futuro. La modernidad dio el paso del Regnum Dei al Regnum hominis; la tardomodernidad, como se usa decir, está haciendo los primeros intentos para saltar del Regnum hominis al Regnum mundi. La ambigüedad del paso reside en que tal exploración puede convertirse en bien del hombre o puede ser el inicio de su ruina y de una catástrofe general. Da la impresión de que el hombre, con su ciencia y su libertad al hombro, es un malabarista que cruza sobre una cuerda de un rascacielo a otro, a 140 metros de altura. Estas "peligrosas" piruetas de la tardomodernidad, a primera vista desprecian la fe y la moral religiosas como opuestas al progreso y a la libertad. En última instancia replantean la urgencia del Regnum Dei, porque sin Dios como referente el hombre mismo se desvanece y sucumbe. Si se quiere ´salvar´ al hombre, habrá primero que ´salvar´ a Dios. ¡A no ser que un nihilismo absoluto y destructor invada la faz de la tierra!

¿Cómo ve todo este asunto la corriente postmoderna? No parece interesarse mucho por ´cómo va el cielo´, sino más bien sobre cómo está la tierra. Tampoco parece mostrar interés por el ´Proyecto Genoma Humano´, mientras que su intención es lograr que el hombre concreto se divierta y sea feliz en el instante fugaz. Prefiere un ´pedacito´ de felicidad ahora, a una felicidad más plena, pero futura. Se ha dicho que el postmoderno es individualista e insolidario, pero quizá habría que decir que ha cambiado el objeto de su solidaridad del macro al microgrupo y del hombre a la naturaleza y al cosmos. La crisis de crecimiento de la tardomodernidad, si de esto se trata, le importa un bledo al hombre postmoderno, que busca satisfactores inmediatos y siente un rechazo visceral por los grandes proyectos en vistas al futuro. Desde esta perspectiva, quizá se pueda hablar del postmodernismo como un aliado del creyente para quien el futuro ya está presente en el hoy de la historia, para quien el fragmento no es despreciable en la recomposición del mosaico cristiano, y para quien el progreso indefinido está pidiendo a gritos diques éticos a la ´omnipotencia´ del hombre contra sí mismo.


Los grandes ´dogmas´ de la modernidad

Simplificando realidades en sí bastante complejas, presentaré unos cuantos ´dogmas´ de la modernidad, socavados y demolidos por la piqueta del postmodernismo. Advierto que tales ´dogmas´ sobreviven en otras corrientes de pensamiento que se codean con el postmodernismo. Sin embargo, la ´infalibilidad´ de estos ´dogmas´ modernos se está volviendo falible, incluso para sus mismos secuaces.

1. El primado del hombre:

La modernidad efectuó un giro copernicano al pasar de la visión teocéntrica, propia de la cultura medieval, a la antropocéntrica. Al centro de todo, el hombre, autosuficiente, creador de sí mismo y del futuro, cuyo destino no trasciende el horizonte de la historia ni de la sociedad política y económica. La tierra es la residencia única del hombre y la vida no es una peregrinación hacia Dios, sino un aterrizaje sin retorno y una circunscripción a la aquendidad. Desaparece el homo viator y emerge el homo oeconomicus, aherrojado a la tierra y destinado a alimentar el polvo de los siglos. Se apaga la moral ´política´ y se alumbra la política sin moral, por obra y gracia de Maquiavelo. El hombre, visto por L. Feuerbach, arrebata a Dios el título de Ser Supremo, llegando así el ´antropoteísmo´. El humanismo trascendente cede el paso al humanismo inmanentista de las grandes preguntas kantianas: "¿Qué puedo saber? ¿Qué debo hacer? ¿Qué puedo esperar?" . Ruiz de la Peña habla de un "humanismo vibrante y ardientemente militante: La esperanza en la historia descansa sobre la fe en la humanidad. Una fe acreditada por las conquistas logradas hasta ahora, que funcionan como credencial de las que se alcanzarán en adelante".

El postmoderno halla muy deficiente el modelo ´económico´ moderno, aunque el homo viator tampoco le queda. Advierte que en siglos pasados se han realizado imponentes estructuras económicas, técnicas y sociales, pero que el hombre sigue siendo muy infeliz, en una tierra cada vez más devastada; no niega que el hombre de hoy es más rico e instruido, pero también más marginado y solitario; hay más libertad y democracia, pero también más guerras destructoras, más estructuras de muerte, más mentira, más injusticia. Aterrorizado por el primado del hombre circula por la vida como un ciego sin lazarillo, que espera en cualquier momento ser víctima de un atropello y pasar de la vida sin sentido al sentido de la nada. O, a lo más, a ser una partícula perdida y anónima en el cosmos impersonal, infinito y divino. ¿No está señalando todo esto que el hombre prometeico moderno no puede ser el centro de la historia? ¿Que hay que reafirmar de nuevo el primado de Dios, porque la "muerte de Dios" trae consigo inexorablemente la muerte del hombre? ¿Estamos los cristianos a la altura de las circunstancias para que la nueva oportunidad del primado de Dios no caiga en el vacío?


2. El primado de la Razón o la revolución cultural

El hombre ocupa el centro del universo y la Razón el centro del hombre. Con el Iluminismo la Razón humana constituye la norma única y suprema de la verdad y de la rectitud. No hay alternativa: o se está con la Razón o se está contra ella. Nada existe por encima de la Razón, y el misterio es signo de ignorancia y oscurantismo. El tiempo, con el progreso que comporta, se encargará de que la humanidad madura se libre definitivamente del sarampión del misterio. Por tanto, todo, hasta la misma religión, debe quedar dentro de los límites de la pura Razón. El fundamento de la existencia y de la moral no hay que buscarlo ni ´fuera´ ni ´arriba´, sino ´dentro´ de la misma Razón . Esta Razón suprema ha alimentado las ideologías más diversas, desde el absolutismo ilustrado hasta los totalitarismos de nuestra historia reciente.

Con el postmodernismo llega a su cima el proceso secular de desconfianza en la Razón, en el que han desempeñado el importante papel de iniciadores hombres como Kierkegaard, Schleiermacher y Nietsche. Este último, por ejemplo, afirma que "las verdades del hombre son los irrefutables errores del hombre" y que "los valores supremos se degradan. No existe el fin, ni la respuesta a la pregunta sobre para qué...". La Razón yace destronada y rota en el ángulo de los recuerdos, como un resto arqueológico con el que ilustrar las ´imbecilidades´ del pasado. Las certezas absolutas de la razón humana se han deshecho, como un monumento de nieve, ante el calor de la evidencia de las ´verdades relativas´ en el ámbito intrahistórico. Las grandes ideologías totalitarias se han derrumbado como un castillo de naipes, casi con un simple balanceo de la historia. Ha venido a menos la bondad de la Razón que ha creado los ´monstruos´ de las armas y de las guerras. Se ha desmoronado la confianza iluminística en la capacidad de la razón de eliminar el mal de la historia con la ampliación de la cultura, en la suposición de que los hombres eran malos por ser ignorantes; pues, en realidad, el aumento de conocimientos ha traído consigo, aunque no sólo, el aumento de los males del hombre.

La caída de la Razón y de sus grandes ´mitos´, en el movimiento postmodernista, se suma a la labor del cristianismo que luchó contra tal endiosamiento, aunque no siempre quizá de la forma más adecuada y pertinente. Al ceder, ante el peso de la historia y de la nueva cultura postmoderna, las estructuras levantadas por la Razón, aparece un vacío por llenar. Esta oquedad no la llena el postmodernismo, porque carece de peso y sustancia. En todo caso, la llenará de frivolidad e intrascendencia, con lo que el vacío en lugar de disminuir aumentará. La alianza parcial del postmodernismo con el cristianismo en la demolición de la Razón, oferta a éste último la posibilidad inestimable de que Alguien llame al corazón de los hombres para llenar un vacío que jamás debería estar o haber estado vacío.

3. Ciencia-Técnica-Progreso:

Esta ´tríada sagrada´ ha revelado al hombre su poder indefinido y le ha producido las mayores satisfacciones en su inmenso esfuerzo por hacer de sí mismo un ser feliz intramundano. La Ciencia es poder. Poder de conocimiento del universo, desde la partícula más ínfima a la mayor de las galaxias, mediante complejas teorías matemáticas inteligibles sólo para los ´sumos sacerdotes´ de la Gran Diosa. Poder de manipulación sobre la materia y sobre las fuentes de la vida, gracias a la tecnología superavanzada, que cada día nos sorprende con nuevas conquistas, hasta que se llegue a una era de bienestar y felicidad, en que desaparezcan los males que todavía afligen al mundo: Pobreza, enfermedad, ignorancia, opresión. Poder ilimitado del Progreso, que la gente común formula en estos términos: "No existe lo desconocido ni el misterio; es cuestión de tiempo". De todo esto se deduce la absoluta confianza en la "racionaldiad científica", verdadera ´cornucopia´ de la humanidad en la era moderna. La modernidad es por esencia optimista, fundándose en las inmensas posibilidades del progreso ofrecidas por la racionalidad científica. Se sostiene como axiomas incontrovertibles primeramente que "sólo lo científico es racional, pues sólo la ciencia produce verdad" y , en segundo lugar, que "la sola realidad genuina es la realidad física y, por tanto, todo lo cognoscible puede y debe ser explanado en términos de leyes físicas".

El hombre postmoderno mira la ciencia y la técnica desde otro ángulo, sin la euforia ´idealista´ del pasado, con la experiencia terrificante de los últimos decenios. ¿No se está comenzando a convertir el planeta tierra, en nombre de la ciencia, en un gran ´basurero´, con consecuencias todavía imprevisibles? ¿No se corre el riesgo, a impulsos de la técnica más sofisticada, de hacer del hombre un robot computarizado y del robot computarizado un ser humano? ¿Pueden recibir el nombre de progreso los campos de concentración, las cámaras de gas, los ´gulags´ inhumanos, aunque se hayan construido en beneficio de una raza o de una ideología? El postmodernismo no pone en entredicho el progreso, la técnica o la ciencia, que tantos bienes han aportado al hombre, sino su endiosamiento y su carencia de sentido. La verdadera cuestión es ésta: ¿qué es el progreso? ¿cuál es el para qué y por qué de la ciencia y de la técnica? A estos planteamientos el postmoderno responde en una tesitura diferente a la cristiana, y el cristiano no lo puede ignorar ni puede actuar como si tal diferencia no existiera. Pero el hecho mismo de zapar el carácter absoluto de la "tríada sagrada" es una rendija abierta en la mentalidad al soplo del Espíritu. Por otra parte, el postmodernismo está contribuyendo a trasvasar tales conceptos del nivel "puramente científico", para resituarlos en el nivel ético y espiritual.

4. Libertad-Democracia:

¡Dos grandes conquistas de la modernidad! No que en tantos siglos pasados jamás hubiese habido democracia o libertad, mas no habían sido utilizadas programáticamente en banderías políticas o socioeconómicas. Al grito de "¡Libertad, fraternidad, igualdad!", a finales del siglo XVIII, se armó la revolución francesa, y todas las revoluciones posteriores hasta el presente han gritado el mismo eslogan, con el deseo de aterrizar definitivamente en el anhelado país de la utopía. Después de dos siglos de revolución moderna, ese país soñado todavía no se divisa en el horizonte; más bien parece que se aleja. ¿No ha desenmascarado el postmodernismo el nominalismo puro y duro de tales términos, símbolo enhiesto de un mundo mejor? En lugar de utópicas, ¿no se han reducido a simples palabras tópicas?

Mi propósito no es denigrar la modernidad, como tampoco ensalzarla. Como observador, veo desde la barrera los toros de la libertad y la democracia y los toreros ´modernos´ con sus cuadrillas al quite con ellos. Hay toreros del pasado que han hecho faenas brillantes y han sido galardonados por sus contemporáneos con ´orejas y rabo´; hoy, sin embargo, han quedado ´desfasados´, se les ha tirado del pedestal de la historia y sirven a lo más de cascajo para las nuevas construcciones. ¿No es éste el destino de todas las ideologías y de todos los mitos, incluidos el de la libertad y la democracia?

El mundo es más libre, más tolerante. Admitámoslo. El mundo está en posibilidades reales de librarse de la esclavitud del hambre y de la ignorancia. Se han generalizado libertades fundamentales como la libertad política, cultural, económica, religiosa. En cierta manera, el hombre se está liberando de los límites del espacio y del tiempo. La mentalidad común es más tolerante para quienes piensan de distinta manera o pertenecen a otro país o a otra raza. Todo esto hay que ponerlo en el haber de la modernidad.

El postmodernismo no niega estos resultados, pero tampoco se deja encantar por las sirenas. La libertad y la democracia, ¿no están preñadas de ambigüedad? ¿Es más libre una sociedad en que el imperialismo de los ´mass-media´ no ha ahorrado ningún rincón del planeta? ¿Es más democrática una sociedad en que la corrupción, en beneficio de unos cuantos y en perjuicio de la mayoría, campa por sus fueros? ¿Es más libre una sociedad en la que el Estado se siente casi impotente ante el crimen, dejando desprotegida a una buena parte de los ciudadanos? ¿Es más libre una sociedad en que unos se hacen más ricos y la grande mayoría más pobre? ¿Es más democrático un mundo en que las superpotencias se imponen o condicionan, en fuerza de intereses geopolíticos o económicos, a las demás naciones? ¿Es más democrático un país en el que los votos de los ciudadanos son ´comprados´? ¿Es más libre y democrática una sociedad en que la privacy y la intimidad de las personas es fácilmente violada y ´vendida´? ¿Es más libre y democrática una sociedad en que la libertad se convierte en libertinaje y la tolerancia en indiferencia? ¿No habrá que pensar con los postmodernos que hoy por hoy términos sacros como libertad y democracia están vacíos y son insignificantes? La pérdida del sentido y el nihilismo postmodernos, ¿no son una reacción, aunque equivocada, ane una libertad prostituida y una democracia cada vez más apariencial y de fachada? . Entre más se divinizan los logros humanos, más fuerte es el descalabro que sufren en la marcha de la historia y más evidentes sus terribles manipulaciones. Los postmodernos no cuentan con una oferta a la demanda de la sociedad, pero poseen un fascinante poder de demolición de las grandes divinidades modernas.

Se ha de conceder que el postmodernismo no ha nacido cristiano, como tampoco ateo. Es innegable, sin embargo, que, al destruir ciertos ídolos de la modernidad, ha removido o hasta eliminado, sin pretenderlo, algunos obstáculos a la fe y a la existencia cristianas, y ha posibilitado una nueva vía de acceso y de diálogo, no fácil ni exenta de peligros, entre cristianismo y sociedad. El postmodernista, en cuanto tal, no es cristiano, pero puede llegar a serlo. ¿No es ésta una de las tareas más urgentes de los cristianos?


Lectura cristiana de los rasgos postmodernos

No es mi intención caracterizar lo hasta ahora incaracterizable. Se requiere tiempo para que los rasgos postmodernos adquieran perfil y figura. En este ensayo me limito a establecer cinco relaciones de la razón, observando los aspectos positivos y negativos con que el postmoderno considera tales relaciones. Luego, intentaré una lectura cristiana elemental de los aspectos positivos . Es necesario también leer cristianamente los aspectos negativos mediante una justa y acertada corrección de los mismos. Queda como tarea pendiente.

Algunos rasgos postmodernos

La primera relación es entre razón y voluntad. En esta bipolaridad el postmoderno valora el amor y la dimensión afectiva-sensible del ser humano; presta mucha atención a la dimensión ´pequeña´, intrahistórica de la existencia personal e irrepetible; le importa más el fragmento con su peculiaridad que el todo, con su volumen y grandiosidad. Negativamente se advierte una fuerte tendencia al irracionalismo e instintivismo, un acentuado subjetivismo con sacrificio de la objetividad, una marcada decadencia del heroísmo y de los nobles ideales.

En la relación razón-filosofía se perciben como positivos el abandono de la certeza absoluta, que se funda en la ideología o en la verdad científica, el valor dado al diálogo y al consenso, la urgencia sentida de una filosofía más ´popular´ y cercana a la gente común, una filosofía más para andar por casa. Desde un punto de vista negativo, el postmoderno sufre filosóficamente de relativismo intelectual, de ´democratismo´ epistemológico y de abandono de los grandes y eternos temas del pensamiento. Dionisos amaestra en la academia postmoderna.

Pasando a la relación razón-religión, se advierte esperanzadamente una apertura y revival del valor religioso, un amplio sentido del respeto y de la tolerancia, un pluralismo enriquecedor y generalizado. Entre las notas negativas cabe indicar el eclecticismo religioso, en una suerte de "melting pot", en busca del placer religioso o estético; y un nihilismo escatológico, ya que el futuro ha perdido consistencia y sustancia generadora y vital.

Considero positivos, al relacionar la razón con la sociedad, la afirmación de la centralidad del individuo, el sentido intenso de la diferencia, el valor dado al microgrupo en general, la fuerza de la imagen (homo mediaticus) y consiguientemente la valoración de los símbolos en la comunicación social. En el lado negativo encontramos aspectos como un exacerbado individualismo insolidario, el racismo creciente y poliédrico, el pasivismo intelectual ante los retos sociales del mundo presente.

Finalmente, si pensamos en la relación razón-tiempo, advertimos el valor que se concede al hoy, al presente; advertimos también el ansia de felicidad con que se vive, y el deseo de exprimir al máximo el tiempo que con tanta rapidez se escapa de las manos. Entre los puntos negativos, cabe mencionar la enorme voluntad de placer, el consumismo tan ampliamente extendido, y el no pequeño peligro de perder el sentido ético de la existencia.

Lectura cristiana de los rasgos postmodernos

1. Una lectura que no sea parcial

La lectura cristiana de los rasgos postmodernos no puede ser parcial. Ha de tener en cuenta los aspectos negativos para corregirlos y los positivos para aprovecharlos en la realización de la vocación y misión cristianas en el mundo. A mi parecer, no está libre de lectura parcial, unidimensional, un editorial de la Civiltà Cattolica , cuando subraya algunos caracteres de la fe cristiana en contraste con el espíritu postmoderno. Escribe el editorial de la revista:

1. "La fe cristiana, fundada en la revelación de Dios en la persona y obra de Jesucristo, tiene el carácter de certeza absoluta. El espíritu postmoderno es radicalmente escéptico y poco dispuesto a aceptar que la fe cristiana pretenda tener una certeza absoluta".

Esta afirmación es verdadera, pero no deja de ser igualmente verdad que la comprensión y la formulación de las certezas absolutas están en estrecha relación con la historia y con la cultura, y, por tanto, sometidas a cierta relatividad. Como cristianos hemos de valorar las certezas absolutas, y a la vez la relatividad de su expresión, abierta siempre a mejoras y perfeccionamientos. Esta relatividad ´histórica´ dará al cristianismo más credibilidad en el núcleo absoluto de sus certezas y le librará del peligro, no raramente en acecho, de absolutizar lo relativo.

2. "La fe cristiana es objetiva, en cuanto fundada sobre la revelación de Dios, y en cuanto que la salvación que trae consigo no es obra humana sino obra de Dios realizada por medio de Jesucristo. Esto está en contraste con el subjetivismo propio del espíritu postmoderno y con la libertad absoluta propugnada por él".

No podemos poner en duda la objetividad de la fe cristiana, la fides quae de los antiguos manuales. Pero, ¿no es la fe igualmente subjetiva y personal? ¿No es la fides qua del mismo rango y categoría que la fides quae, aunque de diversa índole, en la visión global de la fe cristiana? ¿No deben ambos aspectos entrecruzarse y mutuamente influirse y completarse en el pensamiento y en la existencia cristianas? La subjetividad de la fe tiene iguales derechos que la objetividad en una auténtica concepción de la fe de la Iglesia. Es legítima la acentuación de una o de otra, pero no la separación y mucho menos la absorción de una por otra.

3. "La fe cristiana es global, en cuanto presenta un conjunto orgánico de verdades doctrinales, de comportamientos morales y de prácticas religiosas, que forman un único indivisible. El espíritu postmoderno desconfía de los sistemas globales y tiende al sincretismo religioso".

De ningún modo es posible negar el carácter global y orgánico de la fe y de la moral católicas. Ahora bien, dentro de esta concepción orgánica y global, ¿no se acentúan acaso unas verdades sobre otras, de modo legítimo, en razón de las circunstancias históricas y, en sí mismas parciales? ¿No está el patrimonio cristiano en un permanente proceso de adaptación e integración de aspectos parciales nuevos o revalorizados? La visión orgánica y global, ¿elimina por sí misma el ímpetu vital de ciertos aspectos parciales de la fe y de la vida cristianas? El equilibrio entre el carácter orgánico de la fe y la moral por un lado y la profunda experiencia religiosa, por otro, de ciertos aspectos parciales en el pueblo de Dios debe caracterizar el modo de vivir cristianamente en nuestro tiempo.

4. "La fe cristiana es razonable, en cuanto tiene motivos racionales para ser libremente acogida, busca el auxilio de la razón para ser aceptada por el hombre, no se pone en contra de la razón sino sobre la razón. En el espíritu postmoderno hay escasa confianza en la razón y en su capacidad de llegar a la verdad".

Siendo como es razonable, la fe cristiana no deja de ser también cordial y afectiva; se expresa en toda la persona y con toda la persona. Es todo el hombre quien vive y expresa la fe, no sólo el ens rationale. ¿No será el corazón un camino del hombre actual para llegar a la verdad y dejarse conquistar por ella, al presentarle un rostro más amable y bello? Los caminos de Dios en la manifestación al hombre son numerosos y no hay que excluir ninguno.

5. "La fe cristiana es eclesial y comunitaria, en cuanto fe de la Iglesia y vivida en la Iglesia. El espíritu postmoderno privilegia el individualismo y la elección libre y la espontaneidad en las agregaciones religiosas".

La fe cristiana no deja tampoco de ser individual. Es el individuo el que cree en la Iglesia y con la Iglesia; es el individuo el que se salva en la Iglesia y con la Iglesia. Por otra parte, respetando las normas litúrgicas y disciplinares, ¿no se considera muy positiva, en la Iglesia de hoy, la espontaneidad de la fe confesada, celebrada, vivida y orada? Los pequeños grupos existentes en la Iglesia, con los lazos intensos y espontáneos que crean, ¿no están siendo un medio del Espíritu para la vitalidad de la Iglesia y para la nueva evangelización?


2. Una lectura desde los valores

En orden a una visión cristiana del postmodernismo, no basta señalar los elementos no cristianos o incluso acristianos de este movimiento cultural. Tampoco es suficiente quedarse en la ambigüedad de muchos de sus rasgos, incluso cuando se destaca su positividad. Habrá que contemplar además, desde el cristianismo, los valores que dicho movimiento comporta.

Recordemos cosas sencillas, de todos conocidas. El Dios cristiano no se define por la Razón, sino por el Amor: "Dios es Amor". La afectividad, incluida su dimensión sensible, es una componente imprescindible de la visión cristiana del hombre. Jesús vivió 30 años la intrahistoria de un pequeño pueblo de la Galilea, sin contar para nada en las grandes gestas de la historia universal. No olvidemos que Jesús se dedicó a socavar ciertas verdades ´absolutas´ de los escribas y fariseos para que brillara el carácter absoluto único de Dios y de su Mesías. Jesús en su predicación y actuación se mostró respetuoso y tolerante con sus interlocutores, apelando a su libertad y responsabilidad, sin que esto fuera óbice, en alguna ocasión, para expresiones audaces y vehementes. La Iglesia desde el primer siglo aceptó la presentación ´pluralista´ de la persona de Jesús en cuatro evangelios, o quizá mejor en un Evangelio ´cuadriforme´. Junto al universalismo de la salvación: "Dios quiere que todos se salven", nunca ha cesado la Iglesia de afirmar el individualismo de la misma: "Me amó y se entregó por mí". Si bien la Iglesia es católica y debe llegar a todos los rincones de la tierra, no sólo en los inicios sino también a lo largo de estos veinte siglos ha valorizado el microgrupo: iglesias domésticas, cenobios, conventos, parroquias, movimientos, comunidades de base...y consiguientemente las relaciones interpersonales intensas. La valoración del "hoy" aparece con frecuencia en la Biblia, con matices de presencia y de actualización. El ansia de felicidad no sólo pertenece a la naturaleza humana, sino que es profundamente cristiana y sobrepasa las fronteras del tiempo. San Pablo nos exhorta a redimir el tiempo porque es breve y, por tanto, a aprovecharlo con ahínco y avaricia. La Sagrada Escritura es una galería de imágenes y símbolos que forman parte de nuestra cultura y de nuestra fe, y que poseen una riqueza doctrinal extraordinaria. El sentido de la diferencia, para definir la propia identidad, es fuertemente señalado por el cristianismo: "estáis en el mundo, pero no sois del mundo"; "el que no está conmigo, está contra mí"; "no seáis como los gentiles..."; "¡cuidado con los falsos profetas!"...

Los valores son valores, aunque se puedan ´desvalorizar´ por el modo como se usan o por conjugarlos con extremismos que los convierten en moneda sin valor. El postmodernismo tiene sus valores, que son por igual valores entrañablemente cristianos. Algunos o muchos de estos valores son mal utilizados por los postmodernos. La cuestión no está en negar los valores, que sería reprobable y perjudicial para el cristianismo (la modernidad con sus valores y la postura cristiana ante ellos durante mucho tiempo deben alertarnos y hacernos aprender la lección), sino en ingeniárselas para que sean utilizados de un modo que beneficie al hombre y que configure la vivencia concreta de la fe y de la moral cristianas en un postmodernismo invasor.


Pensamiento filosófico
Filosofía moderna de Fernando Gónzalez.
 
Pensamiento filosófico
Pensamiento filosófico
Una maravillosa manera de pensar. Conoce la filosofía de Fernando Gónzalez y será tu filósofo preferido.



La Otraparte de Fernando González


El mundo de Sofía
Comentario sobre El mundo de Sofía, novela sobre la historia de la filosofía.
 
El mundo de Sofía
El mundo de Sofía

Jostein Gaarder (nacido en Oslo en 1952), además de docente de historia de la filosofía durante once años, se ha distinguido como escritor fecundo de literatura juvenil. El mundo de Sofía reune las dos vertientes de su autor. El éxito de esta novela sobre la historia de la filosofía (una materia en sí difícil, aunque siempre apasionante) muestra que es posible llevar al campo de la divulgación lo que es propio de una ciencia más rigurosa.

El sentido de la obra, que se descubre desde las primeras páginas, se hace manifiesto al final. Albert Moller, mayor del contingente noruego de la ONU en el Líbano, quiso comprar un libro de filosofía para su hija Hilde, pero, al no encontrar nada adaptado a los jóvenes, “escribió” El mundo de Sofía, para cubrir el vacío que había encontrado en el mercado (p. 633). ¿Cómo está construida esta novela, que está teniendo un enorme éxito en los distintos países de Europa, y que ya ha sido traducida a más de 15 lenguas?

Sofía Amundsen llega a su casa, y encuentra un sobre blanco, sin sellos, con una única pregunta “¿Quién eres?” (p. 2). Luego, un segundo sobre la sobresalta, y la coloca ante un nuevo interrogante: “¿De dónde viene el mundo?” (p. 6). El corazón de la joven, que pronto cumplirá los 15 años, inicia así una serie de pensamientos y reflexiones que la abren al pensar filosófico, precisamente desde el fenómeno de la pregunta y la maravilla. Luego, una postal, dirigida a Hilde Moller Knag, llega al buzón de Sofía, y la llena de interrogantes. Sólo en el momento central de esta obra descubriremos que El mundo de Sofía es un “libro” escrito por Albert Moller para su hija Hilde (pp. 346-351), y que los protagonistas de esta novela, Sofía y su maestro Albert Knox, luchan por salir de la misma para poder entrar en contacto con quien la escribe y quien la va a leer el día de su cumpleaños...

Desde el marco de esta trama, Gaarder (que se oculta bajo la figura de Alberto Moller) da el salto que desea. Lo mejor para iniciarse a la filosofía es conocer lo que han dicho los filósofos, es decir, hacer una historia. El “curso” va llegando a Sofía en amplios sobres amarillos, como pequeñas dosis que despiertan el creciente interés de la joven, así como su curiosidad por conocer quién es el que se los hace llegar. Las dos primeras “lecciones” (pp. 13-16, 17-22) invitan a superar el nivel de lo cotidiano para aventurarse en aquellas preguntas más decisivas, que dan el inicio de la aventura intelectual de los hombres que han llegado a ser filósofos. Los latidos del corazón de Sofía, cada vez más acelerados, reflejan su “sintonía” con el misterioso curso que está recibiendo, y que no es comprendido por su madre, con la que inicia una sórdida batalla de reproches recíprocos.

A partir de la p. 25 se suceden las distintas “escuelas” que han dado vida a toda la tradición filosófica occidental. Su presentación no es la propia de un “manual” frío. Gaarder intenta penetrar en cada pensador (con una cierta competencia en la materia, aunque con algunos errores propios de quien quiere hacer divulgativo lo que es objeto de estudio por parte de cada especialista) y hacerlo cercano y asequible a Sofía, a sus problemas, al mundo de su experiencia cotidiana. El mito, el inicio de la filosofía con las distintas escuelas presocráticas (aunque no todas, pues la escuela pitagórica no es tratada en absoluto, lo cual constituye una deficiencia importante del libro), Sócrates, Platón y Aristóteles, las escuelas del helenismo y del imperio romano, reciben una amplia y atractiva presentación. Quizá el logro pedagógico mayor de esta primera parte del libro (pp. 25-170) sea el ir introduciendo a cada autor o corriente con una serie de preguntas que llegan a Sofía en un pequeño sobre. Por ejemplo, antes de que le llegue la explicación de Aristóteles, Sofía debe afrontar su “tarea”, que consiste en contestar a las siguientes cuestiones:
¿Qué fue primero? ¿La gallina o la idea de gallina? ¿Nace el ser humano ya con alguna idea? ¿Cuál es la diferencia entre una planta, un animal y un ser humano? ¿Por qué llueve? ¿Qué hace falta para que un ser humano viva feliz? (p. 119).

Como pórtico a la Edad Media, Gaarder introduce una presentación del cristianismo, desde el contraste entre el mundo grecorromano y la religión judía (pp. 181-200). A pesar de la corrección general con la que se trata la fe cristiana y el personaje Jesús, alguna afirmación muestra escasa competencia en temas fundamentales, como el de la inmortalidad del alma (según Gaarder, en el cristianismo ni siquiera el alma humana es inmortal, p. 195, lo cual contradice toda la tradición de casi dos mil años de reflexión teológica y filosófica en el ámbito cristiano), y una difusa idea de que conviene separar al Jesús histórico del Jesús en el que creen los cristianos (p. 77). Tal exposición, en general, parece omitir completamente temas como el de la fe y la gracia, que resultan fundamentales para comprender el cristianismo. De todos modos, Gaarder es consciente de que el tema no puede quedar suficientemente aclarado en el ámbito filosófico, por lo que el maestro de filosofía recuerda a su alumna que debe ser su profesor de religión quien profundice en estos temas (p. 194).

La Edad Media (10 siglos) ocupa sólo las pp. 205-228. En esto Gaarder no escapa al error de tantos históricos que no prestan la atención debida a las contribuciones filosóficas de este periodo, a pesar de los esfuerzos de pensadores como Gilson por dar a entender la importancia del pensamiento medieval. Pero, a pesar de la brevedad, la novela respira cierto respeto a esta época, que es expuesta no ya por medio de cartas, sino en el diálogo directo entre Sofía y su misterioso maestro, Alberto Knox. La explicación de la doctrina agustiniana sobre la predestinación (pp. 216-218) deja que desear, por carecer de la necesaria contextualización polémica en la que se origina. Santo Tomás es visto con respeto, aunque su antropología queda caricaturizada por la idea que tenía de la mujer, lo que muestra escasa competencia en el estudio de la filosofía tomista sobre el hombre. Se podría justificar la total ausencia de una presentación de Buenaventura, Duns Scoto o Ramón Llull por razones de brevedad. Pero el que no se dedique ninguna línea a Guillermo de Ockham, que influyó decisivamente en la mentalidad de los siglos XIV y XV (y, de modo más o menos directo, en Lutero y en la Reforma) sólo puede quedar explicado por una muy pobre visión científica de la evolución del pensamiento en este periodo de la historia occidental.

Tras una atractiva presentación del Renacimiento y de la nueva ciencia (pp. 239-261), se inicia la exposición de la Edad Moderna (pp. 274-409), en la que se intenta llegar al fondo del pensamiento de cada autor, dentro de un gran respeto general por sus distintas concepciones. Quizá extraña el papel central que se da a Berkeley en la novela, y que sirve para desvelar el misterio de El mundo de Sofía: sólo después de la tensión dramática que rodea la presentación de este autor, Gaarder “encierra su novela” en el regalo que hace Albert Moller a su hija Hilde...

Con el Romanticismo se inicia la exposición de los grandes pensadores alemanes (Fitche, Schelling, Hegel), así como del principal antagonista de Hegel, el danés Kierkegaard, y luego el pensamiento de Marx, Darwin y Freud. Todos ellos cubren las pp. 418-549. Extraña el amplio espacio que se da al padre de la teoría evolucionística, aunque la difusión de la misma, en su forma neodarwinista, quizá da pie para ello. Sin embargo, en estos momentos de la exposición aparecen afirmaciones siniestras (es Sofía quien lo nota y levanta su voz de protesta) que abren un espacio a las ideas eugenésicas, camufladas bajo la expresión “higiene de la herencia” (p. 517). Gaarder debería recordar que sus páginas influirán en los lectores, como dejaron una huella en su personaje Sofía y su extraña interpretación (muy poco bíblica) de la Torre de Babel en un examen de su colegio (p. 151), y que de ello tiene una responsabilidad no pequeña.

Del todo insatisfactoria resulta la ilustración del siglo XX (pp. 559-580). Gaarder se limita a una presentación (que privilegia sólo los puntos positivos) de Sartre; a dos ideas sobre Simone de Beauvoir; y a algunas fenómenos “culturales” de nuestra época. Las demás corrientes filosóficas son sólo nombradas (neotomismo, filosofía analítica, neormarxismo). Heidegger sólo aparece en dos líneas (cuando resulta ser el autor más estudiado del siglo XX, muy por encima de Sartre), y Jaspers y Marcel (que tanto han contribuido en sus reflexiones sobre el hombre y sus problemas más vitales y concretos) parecen no haber existido. Las escuelas psicológicas que han nacido después de Freud (autor al que El mundo de Sofía valora enormemente) parecen no ser conocidas. Gaarder ofrece un severo juicio sobre el New Age y sobre el resurgir de grupos pseudoespirituales o místicos (pp. 574-580), dentro del marco de la consigna general de la obra: hay que tener los ojos bien abiertos y examinar con la razón todo lo que vemos, lejos de cualquier dogmatismo (p. 580).

La novela termina con la fiesta en el jardín de la casa de Sofía. En ella los “protagonistas” de la historia de la filosofía escrita por Albert Moller (es decir, Sofía Amundsen y Alberto Knox) consiguen “escapar” de las manos del “Mayor” y entrar en el reino de la fantasía, desde el cual pueden llegar a tramar contacto con la hija de Albert Moller, Hilde. Por desgracia, la escena de la fiesta del jardín incluye una escena en la que dos amigos de Sofía se entregan, como si se tratasen de animales, a la relación sexual. Gaarder podría haberse ahorrado este elemento “comercial” en su novela, que, sin necesidad de recurrir a este “cliché” de ventas, conserva su atractivo y misterio. Si la filosofía es la independencia que tanto defiende el libro, ¿por qué tuvo que ceder a la idea dominante en algunos ambientes del salvajismo sexual?

Aunque ya hemos ido señalando algunos puntos de reserva en distintos momentos de este análisis, conviene ofrecer una valoración global. Creo que el objetivo fundamental de la obra, iniciar al pensamiento filosófico a quien vive ajeno al mismo (se trate de adolescentes o de personas en edad adulta) es conseguido sólo en parte. Si bien es cierto que se suscita la “maravilla” desde la cual nace el filosofar, así como las preguntas que lo inician, la obra, al limitarse a caminar sólo con la historia, no llega a ofrecer un cuadro de referencias desde las cuales poder enjuiciar la mayor o menor verdad de cada pensador. El hecho de que Sofía (y Hilde, y el mismo lector) vaya oscilando según la “música” que interpreta Gaarder con la ayuda de las partituras de cada pensador, es la simple consecuencia de este defecto de fondo. De una obra como esta puede salir un maniático del orden (desde la lógica de Aristóteles), un cristiano más o menos convencido (quizá, en el fondo, sin la verdadera fe teologal, que está a la base de nuestra religión), un moralista cerrado “a la Kant”, un nuevo “Hitler” defensor de la eugenesia, o un hombre que se sumerge, feliz y anonadado, en el todo de un Yo superior (como le ocurre a Sofía en las pp. 169-170 o en las pp. 457-458). Cada uno podrá escoger, al final de la lectura, qué idea de fondo le satisface más, y entonces no se habrá conseguido el objetivo global de la obra: iniciar al pensamiento filosófico, que es la búsqueda de la verdad.

Tampoco se aprecia un “razonable” amor a la “razón”, en el sentido de revelar los límites de la misma. El racionalista quiere justificarlo todo, y queda desconcertado ante el misterio (que no queda excluido en la obra, dicho sea en honor de la verdad). La apertura a la revelación (algo que quiso probar Blondel, otro gran ausente en el libro de Gaarder) no es irracional, sino fruto del movimiento de la mente y del corazón del hombre que parte de la filosofía y llega, desde ella y más allá de ella, a la religión.

Igualmente deja que desear la imagen fría y distanciada de la madre de Sofía (una pobre mujer que no ha llegado al estado filosófico y es así colocada como “enemiga” del uso “adulto” de la razón), y el sabor “feminista” (si es que la defensa de la mujer implica seguir las ideas que propugnan ciertos grupos, no siempre con intenciones leales) que se respira en toda la obra. Al hablar de Aristóteles y su “desprecio” hacia la mujer, Alberto afirma que ello “nos muestra dos cosas: en primer lugar que Aristóteles seguramente no tuvo mucha experiencia práctica con mujeres ni con niños. En segundo lugar muestra lo negativo que puede resultar que los hombres hayan imperado siempre en la filosofía y en las ciencias” (p. 142). Gaarder haría bien en leer la Investigación sobre los animales para ver que Aristóteles sí conocía “experimentalmente” mucho en lo que se refiere a los sexos. Y es un error afirmar que resulte perjudicial para la mujer el “dominio” masculino en el campo científico, pues, como dice el mismo Gaarder en la p. 226, los datos biológicos necesarios para superar ciertas ideas sobre la reproducción que dominaban en la Antigüedad y en la Edad media sólo se corrigieron a partir del siglo XIX (y, precisamente, por científicos en su mayoría “varones”). Poner como ejemplo de “filósofa” a Simone de Beauvoir no creo que honre mucho a las mujeres, cuando podría haberse recordado a una pensadora mucho más profunda y rica, como lo fue Edith Stein...

Otro aspecto que conviene señalar es la visión de la historia que va dibujando aquí y allá Gaarder. La frase de Goethe que abre el libro (“El que no sabe llevar su contabilidad por espacio de tres mil años se queda como un ignorante en la oscuridad y sólo vive al día”) indica el deseo de conectar con la experiencia humana global, para, desde ella, zambullirse en el filosofar. Pero el hacerlo implica seleccionar, y toda selección es, en el fondo, subjetiva. Si se habla del año 529 como el momento en el que la Iglesia clausura la Academia y pone una tapadera al pensamiento griego (p. 208: Gaarder hubiera sido más “histórico” si hubiese señalado que tal cierre fue obra de Justiniano y no “de la Iglesia”, y que la Academia de Platón no existía, en su forma original, desde el siglo I a.C.), o de la muerte de Giordano Bruno como si se tratase del acto tonto de un grupo de malos y antihumanistas (p. 245), no se dice nada de las persecuciones contra los cristianos incluso por parte de un emperador filósofo (Marco Aurelio), ni del asesinato de Miguel Servet por parte de los calvinistas, por poner otros datos de la historia. La ausencia explícita del tema de las crueldades y locuras de nuestro siglo (las dos guerras mundiales, las cientos de “pequeñas guerras”, las persecuciones sistemáticas de grupos raciales o religiosos en nombre de las ideologías) parece una extraña omisión que debería dar que pensar a toda persona que no sea “un ignorante”, según el propósito del libro. Y Gaarder seguro que lo tiene presente.

El mundo de Sofía supone, para quienes se dedican a enseñar filosofía a los jóvenes, un reto no pequeño. Desde ahora serán muchos los lectores que habrán recibido una iniciación no despreciable al pensamiento racional. Quizá no pocos habrán quedado con más dudas que con respuestas. Y los más pedirán que la filosofía sea explicada, de una vez por todas (como nos lo ha recordado el recientemente desaparecido Popper, otro “desconocido” en nuestra novela) desde la claridad y la cercanía de la lengua corriente, y no desde una jerga que impide el acceso a la misma. Gaarder, a pesar de sus defectos, lo ha conseguido. Nos queda a los demás seguir, en lo bueno, sus pasos.


Novela sobre la historia de la filosofía, trad. de Kirski Baggethun y Asunción Lorenzo, Siruela, Madrid 1995, 9ª ed. (título original: Sofies verden, Oslo 1991), pp. 638 (en 2004 se llegó a la impresión n. 47).

 
 
 

No hay comentarios: