miércoles, 31 de octubre de 2012

La familia, motor de cambio social


Una familia fuerte, sana, bien organizada, humanamente muy abierta, disponible en el sentido humano de encuentro interpersonal, es algo que fortalece a toda la sociedad
 
La familia, motor de cambio social
La familia, motor de cambio social
San Josemaría y la familia: un revulsivo para el mundo
Para Josemaría Escrivá de Balaguer, también con gratitud filial


1. La familia, motor de cambio social

a) Una revolución pacífica 

Pierpaolo Donati, conocido sociólogo italiano, afirmaba en cierta ocasión: «San Josemaría Escrivá es un fenómeno bastante singular en la vida de la Iglesia. Ha desarrollado una espiritualidad adecuada a la vida familiar, promoviendo un verdadero y específico estilo de vida familiar, que parece corriente desde el punto de vista material, porque se desarrolla en la vida cotidiana, pero que es único por su espiritualidad, por el espíritu que lo anima, en cuanto se basa en el ejercicio de las virtudes humanas, que se injertan en un plano sobrenatural.

»Esta idea ha vivificado de forma natural el tejido social. Es una idea muy sencilla. Es decir que una familia fuerte, sana, bien organizada, humanamente muy abierta, disponible en el sentido humano de encuentro interpersonal, es algo que fortalece a toda la sociedad, que se convierte, como él decía, en una inyección en el torrente circulatorio de la sociedad. 

»Esta idea de familias interiormente fuertes, que suponen un ejemplo para las que las rodean en la vida cotidiana, anticipa el magisterio de Juan Pablo II cuando habla del humanismo familiar y dice que el porvenir de la sociedad pasa a través de la familia. 

»Es la idea de unas familias encontrándose y asociándose, dando vida a iniciativas que regeneran la sociedad, con una dimensión fontal, de fuente, diría Juan Pablo II. Es la idea de que la familia es lo primero en la sociedad, que la familia es el origen de la sociedad, que es la familia la que tiene la tarea primaria en la transmisión de la vida, de la educación y tantas cosas. 

»Y esta es una idea revolucionaria, no sólo porque ha dado lugar a tantas iniciativas, sino porque es una idea de futuro. La sociedad deberá basarse en el futuro en las familias que generan, por decirlo así, un estilo de vida familiar, como camino para la humanización de la persona».

Cabría glosar estas palabras, que resumen lo esencial de la actitud y el comportamiento al respecto de San Josemaría, afirmando que en la familia veía la clave de la revitalización de la entera humanidad.

b) Auténticas familias, ligadas por el cariño 

Este aprecio y esta confianza en la institución familiar encuentra sin duda su fundamento, por un lado, en la relación de Josemaría con sus padres y hermanos de la tierra; muy por encima de ello, en la «índole familiar» del propio Dios trinitario; y, derivado de esto segundo, en la naturaleza que ese mismo Dios quiso lógica y expresamente para el Opus Dei: compuesto por ciudadanos corrientes, iguales a los demás, y con la estructura propia de una familia, que eleva y adapta al orden sobrenatural y a sus peculiares circunstancias de universalidad, pongo por caso, todos los rasgos y component es de cualquier hogar recto y honrado.

Monseñor Escrivá insistió por activa y por pasiva, como elemento muy nuclear del designio divino que le había sido transmitido, en el tono o ambiente de familia, intrínsecamente caracterizador de la Obra y conectado, como antes sugería, a su propia familia de sangre. Y sus biógrafos han recogido profusamente la idea.

Por ejemplo, Salvador Bernal afirma enérgicamente: «Dios quería que el Opus Dei fuese —en el sentido literal del término— una familia». Y añade, en relación a San Josemaría y apuntando el fundamento de la índole familiar de la Prelatura: «Porque sabía querer, supo corregir. 

Sus advertencias no herían, no aplanaban. Ponía tal afecto —por enérgica y clara que fuera la corrección—, que todos se sentían queridos, y animados a hacer las cosas bien. Este afecto determina que el Opus Dei sea familia, fuera de todo eufemismo».

Y, en verdad, como en cualquier otra, lo que hace del Opus Dei una familia es el hecho de que sus fieles —el Padre y todos sus hijos e hijas— se encuentran ligados por el vínculo de un amor sobrenatural y humano y, por ende, enriquecido con el cariño. Las exhortaciones de San Josemaría en este sentido son numerosísimas.

Pero fue sobre todo su propio obrar el que inculcó a quienes le rodeaban la necesidad de ese amor repleto de ternura, como condición no solo de felicidad en esta tierra, sino de la eficacia sobrenatural ligada al mandato imperativo por el que Dios quiso la Obra. Y esto, desde muy pronto. 

Desde los mismos inicios del Opus Dei, el cordial amor paterno de Mons. Escrivá de Balaguer se ponía de manifiesto a diario, en los mil y un detalles con que obsequiaba a los hijos de su espíritu y a cuantos se acercaban a él. 

Mas, al igual que en las familias surgidas del matrimonio, esa ternura tal vez adquiría tonos más íntimos y acuciantes cuando sus hijos sufrían o corrían algún peligro. En tales circunstancias, las manifestaciones de su paternidad eran, si cabe, más visibles, al margen de cualquier respeto humano. 

Cuantos se han ocupado de su vida, la salpican, de principio a fin, con multitud de anécdotas en este sentido. Lo hacen asimismo, con abundancia, dos testimonios de excepción: Álvaro del Portillo y Javier Echevarría, que, tras pasar muchos años junto a él, han encarnado sucesivamente el papel de Padre y Prelado en la dirección de la Obra. 

Valgan, como simple botón de muestra, estas palabras de San Josemaría a una hija suya desahuciada por los médicos. Cuando esta chica dio las gracias a San Josemaría por su ayuda y por la de todos los de la Obra, de inmediato, le contestó: «¡No puede ser de otra manera! Estamos muy unidos, y yo me siento responsable de cada uno de vosotros.

Sufro, cuando no estáis bien de salud: me cuesta mucho, pero amo la Voluntad de Dios. Como somos una familia de verdad, yo me encuentro feliz con vuestro cariño, y pienso que también a vosotros os tiene que dar alegría que el Padre os quiera tanto».

No extraña, por eso, que el Fundador de la Obra hiciera residir el fundamento de las familias genuinas en el amor muto de sus componentes. Por ejemplo, al escribir: «Cada hogar cristiano debería ser un remanso de serenidad, en el que, por encima de las pequeñas contradicciones diarias, se percibiera un cariño hondo y sincero, una tranquilidad profunda, fruto de una fe real y vivida».

Y también: «La caridad lo llenará así todo, y llevará a compartir las alegrías y los posibles sinsabores; a saber sonreír, olvidándose de las propias preocupaciones para atender a los demás; a escuchar al otro cónyuge o a los hijos, mostrándoles que de verdad se les quiere y comprende; a pasar por alto menudos roces sin importancia que el egoísmo podría convertir en montañas; a poner un gran amor en los pequeños servicios de que está compuesta la convivencia diaria. 
»Santificar el hogar día a día, crear, con el cariño, un auténtico ambiente de familia: de eso se trata».

O, por fin: «Seamos sinceros: la familia unida es lo normal. Hay roces, diferencias… Pero esto son cosas corrientes, que hasta cierto punto contribuyen incluso a dar su sal a nuestros días. Son insignificancias, que el tiempo supera siempre: luego queda sólo lo estable, que es el amor, un amor verdadero —hecho de sacrificio— y nunca fingido, que lleva a preocuparse unos de otros, a adivinar un pequeño problema y su solución más delicada. Y porque todo esto es lo normal, la inmensa mayoría de la gente me ha entendido muy bien cuando me ha oído llamar —ya desde los años veinte lo vengo repitiendo— dulcísimo precepto al cuarto mandamiento del Decálogo».

c) Personalmente, familiarmente 

A estas familias, constituidas y vivificadas por un amor sincero y cumplido son a las que San Josemaría advertía proyectadas hacia fuera, con la misión de sanar, dar alimento y robustecer a todas y cada una de las instituciones humanas… y a quienes forman parte de ellas. De ahí que a cuantos aspiraban a la plenitud de vida en Cristo —y quizá sobre todo a sus familias, o a ellos en cuanto miembros de una familia—, les animaba a ser, por todo el mundo, «sembradores de paz y de alegría».

También en este extremo fijaba la mirada y presentaba como punto de referencia a los primeros cristianos, convencido de que la revolución que instauraron en sus tiempos fue debida antes que nada a su influjo personal-familiar. Pedro Rodríguez, en su comentario a Camino, explica que quienes siguieron a Jesús en los momentos inaugurales del cristianismo realizaban el apostolado «de hombre a hombre, de familia a familia: aquellos zapateros y mercaderes, que escandalizaban a Celso». Y añade de inmediato un testimonio de San Josemaría, decisivo en su brevedad, y que manifiesta lo pronto que semejante convicción había tomado cuerpo en él: «Los primeros cristianos, instrumentos. No Constantino: ¡ellos!»: cada uno, personalmente, familiarmente.

Esta incisiva afirmación del todavía joven Josemaría remite a algunos puntos centrales de su doctrina, que creo conveniente anotar.

Entre otros: el valor absoluto de las virtudes humanas y sobrenaturales, capaces de conformar una personalidad fuerte y bien cincelada, y sobreponerse por ello al influjo ambiental, por más adverso que fuere; o, si se quiere, la persuasión de que son las personas singulares, recias y bien formadas, los auténticos constructores de lo que hoy, inspirados en Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI, calificaríamos como «civilización del amor».

Además, e íntimamente ligado a ello, la función primordial de la familia —sobrenatural y humana—, cuya misión consiste, primero, en fomentar el carácter personal y único de cada uno de sus miembros, para ayudarles a ser lo que están llamados a ser: personas cabales, cumplidas; y, después y simultáneamente, durante toda la vida, en reforzar y «restaurar» esas cualidades, sirviéndoles de apoyo y de lugar donde reponer las fuerzas para transformar la sociedad, bien de forma aislada, bien como familias que se unen a otras familias.
Veamos con más detalle este último extremo.

2. La persona nace, se forja y «revive» en la familia

a) Familia, amor, persona 

Cualquier proceso de conversión personal presenta una dirección muy clara, común a todo lo vivo: de dentro a fuera. En concreto: desde el interior de cada uno, que lucha por mejorar personalmente, hacia el propio hogar y el entorno que lo envuelve; y así, en círculos concéntricos, hasta revolucionar la entera humanidad. 

Pero en todo ello tiene una importancia fundamental e irremplazable la familia, a tenor de lo que acabo de sugerir: en cuanto forjadora de personalidades sólidas —¡de personas!— y en cuanto cálido ámbito en el que contrarrestar el desgaste que supone el esfuerzo por llevar a Cristo a todas las actividades de los hombres, para divinizar el mundo. Tareas ambas hechas posibles en virtud, justamente, del amor que impregna un buen hogar.

Se trata de una idea reiterada por Juan Pablo II, como he expuesto de forma expresa en la primera parte de este mismo escrito: «La familia, fundada y vivificada por el amor, es una comunidad de personas; del hombre y de la mujer esposos, de los padres y de los hijos, de los parientes. Su primer cometido es el de vivir fielmente la realidad de la comunión con el empeño constante de desarrollar una auténtica comunidad de personas. 

»El principio interior, la fuerza permanente y la meta última de tal cometido es el amor: así como sin el amor la familia no es una comunidad de personas, así también sin el amor la familia no puede vivir, crecer y perfeccionarse como comunidad de personas».

En el Fundador del Opus Dei este «triángulo» —familia, amor, persona— encuentra una traducción que cabría calificar como más operativa, y que hace leva sobre el papel insustituible de la libertad: el activo ejercicio de ésta, así como el exquisito respeto y la promoción por parte de los demás, resulta imprescindible para que el ser humano desarrolle, conserve e incremente todos los resortes de su propia personalidad, requisito ineludible a su vez para cumplir su fin en esta vida y alzarse hasta la eterna.

En tal sentido, comenta don Javier Echevarría: «Meditó durante toda su vida que cada uno ha de vivir in libertatem gloriae filiorum Dei [“en la libertad de la gloria de los hijos de Dios”: Romanos 8,21], y nos estimulaba a gozar de esta libertad, fruto de la filiación divina, cultivando la personalidad que el Señor nos ha concedido. […]

»Mons. Escrivá de Balaguer no pretendió en ningún momento imponer sus gustos, preferencias o modos de actuar. Quería que cada uno conservase y madurase su personalidad, sin transigir con posibles errores. […]

»Clara prueba de ese respeto a los demás, era su cabal conocimiento de quienes estábamos a su alrededor: con garbo y sin hacerlo notar, sabía secundar el carácter de cada uno. Siempre demostró un interés sincero por nuestras aficiones profesionales, culturales, etc. Nos preguntaba y escuchaba con gran atención. A distancia de años, recordaba esos detalles peculiares, aunque el trato hubiera sido esporádico».

Y, sobre esta base, aconsejaba a los padres de familia que no interfirieran en el despliegue de la personalidad de sus hijos; sino que, al contrario, supieran ellos ponerse entre paréntesis y colocar toda su inteligencia y capacidades al servicio del desarrollo previsto por Dios para cada uno de quienes tienen a su cargo: que cooperaran a su configuración como personas. De ahí que resumiera el conjunto de consejos relativos a la formación de los hijos con los siguientes términos: «en una palabra, respetar su libertad, ya que no hay verdadera educación sin responsabilidad personal, ni responsabilidad sin libertad». Y que añadiera: «Los padres han de guardarse de la tentación de querer proyectarse indebidamente en sus hijos —de construirlos según sus propias preferencias—, han de respetar las inclinaciones y las aptitudes que Dios da a cada uno. Si hay verdadero amor, esto resulta de ordinario sencillo».

Tal vez no existan manifestaciones más cabales de que es un auténtico y buen amor lo que preside las relaciones respecto a ellos. En un texto citado anteriormente, San Josemaría hace residir la eficacia de la acción del matrimonio sobre su prole con dos expresiones concatenadas: que os queráis y que los queráis de veras. Y agrega de inmediato,: «Es así como mejor contribuiréis a hacer de ellos cristianos verdaderos, hombres y mujeres íntegros, capaces de afrontar con espíritu abierto las situaciones que la vida les depare, de servir a sus conciudadanos y de contribuir a la solución de los grandes problemas de la humanidad, de llevar el testimonio de Cristo donde se encuentren más tarde, en la sociedad».

b) Cuando la familia es fuerte 

Conviene ahora recordar la compenetración entre lo humano y lo divino que está sirviendo de hilo conductor de estas reflexiones. Porque cuando San Josemaría escribió: «En tu empresa de apostolado no temas a los enemigos de fuera, por grande que sea su poder. —Este es el enemigo imponente: tu falta de “filiación” y tu falta de “fraternidad”»; o cuando asevera: «”Frater qui adjuvatur a fratre quasi civitas firma”. —El hermano ayudado por su hermano es tan fuerte como una ciudad amurallada», semejantes afirmaciones tienen como referencia primaria la familia de vínculos sobrenaturales. 

Pero estimo que encuentran una primera y muy clara inspiración en el hogar donde él creció y que, ante las no pequeñas contrariedades que le sobrevinieron, supo hacerse fuerte gracias a la compacta unidad provocada de forma consciente y deliberada por don José y doña Dolores: de ellos aprendió Josemaría, como recuerda Álvaro del Portillo, «la importancia de afrontar las dificultades bien unidos». Y que por esa y por otras razones su mensaje puede también aplicarse a las familias basadas en el amor humano y en los lazos de sangre: el calor del hogar reconforta, alienta y tonifica a cada uno de sus miembros en su calidad de personas, y asegura de este modo su eficacia en la tarea de revitalizar la entera sociedad, a través del ejercicio profesional y de las demás actividades en medio del mundo. Possumus!, por tanto, pero con el apoyo insustituible de la familia: personalmente, familiarmente.

Cada hogar se convierte así no sólo en fermento, sino en fortaleza inexpugnable para esa revolución pacífica que devolverá a la humanidad su paz y su gozo. Pero ello supone, también para las familias vinculadas por la sangre, antes que nada, el apoyo terminal en Cristo; pues, según comenta San Josemaría, «hay una especial Comunión de los santos entre los miembros de una familia. Si sois muy santos, vuestros hijos tendrán más facilidad para serlo». E implica asimismo el esfuerzo de cada miembro por hacer crecer sus propias virtudes para contribuir eficazmente a la solidez del conjunto. 

Ante una esposa brasileña preocupada por mantener joven el amor a su marido, San Josemaría la anima a luchar con detalles concretos, como hacía siempre en situaciones similares: a tomar parte en los combates y penas del marido, en su salud o enfermedad, en su escasez o abundancia; a arreglarse, de modo que en su casa encuentre él un remanso de paz y de belleza, a tener picardía… Otras veces impulsaba a los dos cónyuges a centrar toda su atención en el otro y en los hijos, dedicando tiempo y empeño, para acertar, para hacerlo bien. 

Y, de manera más general, les indica: «Los matrimonios tienen gracia de estado —la gracia del sacramento— para vivir todas las virtudes humanas y cristianas de la convivencia: la comprensión, el buen humor, la paciencia, el perdón, la delicadeza en el trato mutuo. Lo importante es que no se abandonen, que no dejen que les domine el nerviosismo, el orgullo o las manías personales. Para eso, el marido y la mujer deben crecer en vida interior y aprender de la Sagrada Familia a vivir con finura —por un motivo humano y sobrenatural a la vez— las virtudes del hogar cristiano». 

Y es que sólo con ese batallar continuo gozará la familia del empuje necesario para sostener a quienes la componen frente a las aparentemente invencibles amenazas del entorno… que se disuelven ante la compacta firmeza del hogar. Por el contrario, si faltara esa pelea, el resultado final se vería muy comprometido. 

c) Llenar el propio hogar de vida

Y es que, en verdad, el influjo nocivo de determinados agentes externos en una familia resulta inversamente proporcional a la calidad y riqueza de realidades con que los miembros de ésta, y en especial los padres, saben llenar la existencia en común. Solo cuando, por incuria, desgana o desconocimiento, un hogar permanece vacío, propicia la entrada de lo que se encuentra a su alrededor y puede dañarlo. Pero esa intromisión es imposible —o, al menos, muy difícil— cuando la vida en familia es rica y densa. Y esto, no sólo por lo que se refiere a las actividades más variadas —quizás muy particularmente a las lúdicas—, sino también en cuestiones más hondas, que pueden sintetizarse con una sola palabra: cariño real, efectivo, fundamento de la rectitud y vigor en el obrar. 

i) El primer aspecto está resumido con claridad por Carlos Llano: «No cabe duda de que el entorno social tiene incisividad en la formación del carácter de los ciudadanos.

Pero lo que quiere aquí subrayarse es que tal incisividad no es fruto tanto del poder de los medios condicionantes, sino del vacío de poder creado con la disolución de la familia y los valores familiares […]. Son las familias las responsables de que los otros medios de influencia tengan o no peso en la formación del carácter de los ciudadanos».

ii) El segundo lo reflejan, atendiendo en especial al matrimonio, pero con aplicabilidad a cuantos componen la familia, estas líneas de Marta Brancatisano: «En la vida en común el infierno no es la traición, la droga o el crimen, cosas que por lo general no aparecen de repente y que no son muy frecuentes. El infierno lo representa la pequeña desidia cotidiana: la pasta demasiado cocida, los calcetines sucios tirados sobre la mesita de noche, el coche aparcado de manera que obstruye la entrada al garaje, imponer mi orden en sus cosas, las frasecitas sobre la suegra, la mancha que aparece en el mantel cada vez que se sirve el vino y así sucesivamente, de menudencia en menudencia, hasta construir una red de costumbres que, siendo naturales para uno, acaban resultando asfixiantes para el otro. 

»Con el paso del tiempo el hecho de ser espontánea, actuar como me parece, estar callada y poner mala cara cuando estoy preocupada o hablar por los codos cuando estoy en forma, se convierte en un actitud de falta de atención al otro. Uno acaba por no darse cuenta de cuáles son las necesidades del otro, por no estar atento a su modo de ser; no sólo con los oídos sino con el corazón. De este modo uno se va alejando del otro porque se pierde la confianza, porque se tiene la sensación de que como el otro no entiende, no existe. Se alejan sin ni siquiera darse cuenta, puesto que estos pequeños distanciamientos o rupturas de la relación son a menudo involuntarios y, por supuesto, se ignora a qué resultados conducen. 

»Y de tal género de situaciones surge el hecho sorprendente y dramático de la traición o bien de la declaración de muerte de la relación: “me voy, ¡no te aguanto más!”. Y cuando esto sucede, parece algo completamente imprevisto: “¡Quién lo hubiera dicho, dos personas tan buenas, que se querían tanto!”. La traición, o el nuevo amor, raramente es fruto de una pasión arrolladora e irresistible, al menos entre quienes conservan la posesión de todas sus facultades y no sólo el instinto sexual. Se insinúa en una corriente de simpatía entendida como la concebían los griegos: capacidad de sentir juntos las mismas cosas.

Una palabra acertada que te hace sentir comprendido. Una mirada que alcanza a ver hasta el fondo, algo que te saca de la fría soledad a la que te ha relegado una relación vacía de sentimiento y no sostenida por la fortaleza. Estamos tan sedientos de cariño y comprensión que, si nos faltan y no somos fuertes, nos dejamos atraer por cualquiera que encienda de nuevo la esperanza de tenerlos: como ocurre con los gatitos hambrientos, que siguen la mano que se les tiende y la voz que murmura “¡minino, minino!”».

d) Sístole y diástole 

Reuniendo estos cabos: para que los cristianos logren el efecto expansivo y vigorizador del conjunto de la sociedad, San Josemaría consideraba indispensable un doble movimiento familiar, que cabría calificar como de sístole y diástole: de fecunda apertura hacia el exterior y de recogimiento reparador y revitalizador en sí misma. 

La salida desde la familia hasta ámbitos cada vez más amplios y en ocasiones difíciles —¡la humanidad entera!—, necesita sustentarse en una suerte de inmersión de cada uno de sus componentes en el límpido seno del hogar, con el fin de purificarse y obtener en él las fuerzas imprescindibles para difundir por todo el universo el mensaje de amor que, como afirmaba una y otra vez Juan Pablo II, se inicia y, en cierto modo, se condensa en el matrimonio: humano y divino a la vez, por cuanto entre los cristianos se robustece con las gracias habituales del sacramento y para los no bautizados ostenta también ese carácter de sacro que muy probablemente los hace acreedores de específicos auxilios de Dios.

Por eso, no solo en el sinfín de iniciativas de todo tipo que Escrivá suscitó como fecunda prolongación y resultado de la unión de las familias, sino en la actividad particular que las personas llevan a cabo a título propio en las distintas esferas de la sociedad, cada paso enriquecedor «centrífugo» en pos del bien de los otros debería acompañarse de uno simétrico de interiorización comprometida en el calor vigoroso y amabilísimo del propio hogar… en cuyo centro, como acabo de anotar, alienta el propio Cristo. 

Y así, para poder ayudar con eficacia a las que la rodean, cualquier familia cristiana ha de volverse «centrípetamente» hacia sí misma y esforzarse por encarnar los ideales evangélicos tan bien vividos por los primeros cristianos. Los esposos, por su parte, si quieren impulsar la mejora de los hijos, tendrán que empeñarse en acrisolar sus relaciones mutuas. Y si pretende promocionar humana y sobrenaturalmente al otro cónyuge, el marido o la mujer se verá obligado —como acabamos de leer— a comprometerse en una lucha de perfeccionamiento propio… incrementando la calidad de su respuesta a Dios. La diástole sería inútil sin la correspondiente sístole.

En alguna medida coincide todo ello con lo que Jesús realizaba con sus discípulos más íntimos y que con tanto mimo y complacencia narraba San Josemaría: los apóstoles se reponían del deterioro provocado por las largas horas dedicadas a la predicación y al trato con las gentes, apartándose de la multitud para reposar un tiempo junto al Corazón de esa familia tan entrañable que reunía en torno a Sí el propio Cristo: y allí, junto a Él, elevar la temperatura y mejorar la calidad de sus almas. 

Es también lo que el Fundador de la Obra hacía con los miembros de su familia sobrenatural, y lo que propone a cuantos, en las distintas encrucijadas del mundo, se encuentran unidos por un mismo amor y por los lazos de la sangre. A saber: caminar desde el entorno externo hacia el interior del propio hogar y, ya dentro de éste, desde la periferia constituida por los hijos y demás parientes hacia ese motor primigenio que compone el matrimonio y, en su interior —en la médula de la médula—, cada uno de los cónyuges. Sólo tras renovar las propias fuerzas en los más recóndito y cálido de la propia morada —junto a Cristo, presente en virtud del sacramento— pueden los que la componen, en círculos concéntricos ahora hacia fuera, transmitir la energía natural y sobrenatural que los anima al conjunto de la civilización.

e) Familia y milicia 

Desde este punto de vista cabe también interpretar, aunque su alcance sea más amplio, la reiterada afirmación de San Josemaría, que definía al Opus Dei como «familia y milicia». Como entrañable reducto de amor donde quienes lo componen se cargan de vitalidad para batallar después por el mundo entero, con el fin de introducir en él la paz y el amor del propio Cristo. 

Lo apunta Cesare Cavalleri en una entrevista sobre el Fundador del Opus Dei realizada a Álvaro del Portillo: Monseñor Escrivá «afirmó siempre que la Obra es familia, pero también milicia, en el sentido de que los miembros de la Obra reciben una formación adecuada a su tarea sobrenatural de cristianos apostólicamente movilizados para despertar en todos los bautizados la llamada universal a la santidad».

Pues algo muy similar puede sostenerse de cualquier familia, sobre todo si es cristiana. Gracias al amor que reina en ella, se transforma en hontanar reparador de las energías con que quienes la componen realizan sus actividades profesionales y sociales, siempre con actitud de servicio y en pos de la armonía y la concordia que deben reinar entre todos los hombres.

También a tales familias cabría aplicar, por tanto, las siguientes afirmaciones de San Josemaría: «¡Poder de la caridad! —Vuestra mutua flaqueza es también apoyo que os sostiene derechos en el cumplimiento del deber si vivís vuestra fraternidad bendita: como mutuamente se sostienen, apoyándose, los naipes». O estas otras, que apelan muy claramente a la función «restauradora» de la familia a que vengo aludiendo: «Esos choques con el egoísmo del mundo te harán estimar en más la caridad fraterna de los tuyos». O este texto, donde el cariño humano se eleva al hundir sus raíces en la caridad de Cristo: «”Donde hay caridad y amor, allí está Dios”, canta el himno litúrgico. Y así pudo anotar aquella alma: “es un tesoro grande y maravilloso este amor fraternal, que no se queda solo en un consuelo —necesario muchas veces—, sino que transmite la seguridad de tener a Dios cerca, y se manifiesta por la caridad de los que nos rodean y con los que nos rodean”». 

O, finalmente, en la misma línea que el anterior: «Si sabes querer a los demás y difundes ese cariño —caridad de Cristo, fina, delicada— entre todos, os apoyaréis unos a otros: y el que vaya a caer se sentirá sostenido —y urgido— con esa fortaleza fraterna, para ser fiel a Dios».

De manera muy cercana y cordial lo expresaba esta vez en relación con la Sagrada Familia de Nazaret, a la que, como más de una vez ha explicado, pertenecemos los cristianos y, en cierta medida, todos los hombres.

«Era José —comenta en una de sus homilías— un artesano de Galilea, un hombre como tantos otros. Y ¿qué puede esperar de la vida un habitante de una aldea perdida, como era Nazaret? Sólo trabajo, todos los días, siempre con el mismo esfuerzo. Y, al acabar la jornada, una casa pobre y pequeña, para reponer las fuerzas y recomenzar al día siguiente la tarea».

¿No habrán de recorte sobre semejante horizonte los consejos, menos formales, que el Fundador del Opus Dei enderezaba a los miembros de las familias ligadas por vínculos de sangre? 

Por ejemplo, en Brasil, a una esposa, en relación con su marido: «Muchas veces, en los momentos de contradicción que habrá tenido en la labor, ha pensado en Dios y ha pensado en ti, y ha dicho: voy a ir a casa y… ¡qué bien!; allí encontraré un remanso de paz, de alegría, de cariño y de belleza; porque, para él, no hay nadie en el mundo más bello que tú».

O al matrimonio en su conjunto: «Que no olviden que el secreto de la felicidad conyugal está en lo cotidiano, no en ensueños. Está en encontrar la alegría escondida que da la llegada al hogar; en el trato cariñoso con los hijos; en el trabajo de todos los días, en el que colabora la familia entera; en el buen humor ante las dificultades, que hay que afrontar con deportividad; en el aprovechamiento también de todos los adelantos que nos proporciona la civilización, para hacer la casa agradable, la vida más sencilla, la formación más eficaz». 

Y, con matices distintos, en otro país latinoamericano, dirigiéndose a los hijos: «Vosotras y vosotros, los que sois pequeños todavía, la mejor amiga que tenéis es mamá, aunque a veces se enfade. Y si se enfada es porque le dais motivo. Y el mejor amigo que tenéis es papá. Por lo tanto, si se os ocurre alguna cosa y queréis saber alguna cosa de la vida, no se lo preguntéis a un amigo ni a una amiga. No, no: vais a mamá o a papá. Los chicos van a papá: “oye, papá, me pasa esto”. Y le decís crudamente, claramente, con las mismas palabras, lo que le ibais a decir al amigo. Y papá os explicará todas las cosas. Y las niñas vais a mamá. Nadie os quiere tanto como ellos. 

Por lo tanto, procurad vosotras y vosotros haceos amigos de vuestros papás. Y todo andará bien». Y mil consideraciones por el estilo, con las que subrayaba la calidez y el amor familiares como foco energético de irradiación hacia el mundo entero.

f) En la familia y desde la familia 

Todo lo anterior queda contemplado, en momentos sucesivos, por esta cita repleta de sugerencias. Primero, por así decir, el preámbulo: «El Opus Dei ha hecho del matrimonio un camino divino, una vocación, y esto tiene muchas consecuencias para la santificación personal y para el apostolado. Llevo casi cuarenta años predicando el sentido vocacional del matrimonio. ¡Qué ojos llenos de luz he visto más de una vez, cuando —creyendo, ellos y ellas, incompatibles en su vida la entrega a Dios y un amor humano noble y limpio— me oían decir que el matrimonio es un camino divino en la tierra!».

A renglón seguido, el fundamento del entero asunto, Jesucristo, fuente de todo bien: «El matrimonio está hecho para que los que lo contraen se santifiquen en él, y santifiquen a través de él: para eso los cónyuges tienen una gracia especial, que confiere el sacramento instituido por Jesucristo. 

Quien es llamado al estado matrimonial, encuentra en ese estado —con la gracia de Dios— todo lo necesario para ser santo, para identificarse cada día más con Jesucristo, y para llevar hacia el Señor a las personas con las que convive».

Por fin, el resumen y la doctrina expresa, con los tres escalones a que implícitamente vengo aludiendo: el matrimonio, su expansión en los hijos y su influjo en el mundo entero: «Los esposos cristianos han de ser conscientes de que están llamados a santificarse santificando, de que están llamados a ser apóstoles, y de que su primer apostolado está en el hogar.

Deben comprender la obra sobrenatural que implica la fundación de una familia, la educación de los hijos, la irradiación cristiana en la sociedad. De esta conciencia de la propia misión dependen en gran parte la eficacia y el éxito de su vida: su felicidad».

3. La mujer, clave de las claves

a) "Feminizar" el mundo 

En esa función revitalizadora de la familia, y al igual que Juan Pablo II, Monseñor Escrivá atribuía un papel de primer orden a la mujer. 

¿Motivos? Sin ninguna duda, en los dominios del espíritu, el sincero y encendido amor hacia la Virgen Santísima, la más excelsa de las criaturas, asociada por voluntad divina al misterio de la redención y cuyos mimos y patrocinio maternos —¡indispensablemente femeninos!— él había experimentado en todos los momentos importantes de su existencia personal y del desarrollo de la Obra.

Y, unido al de la Virgen, el cariño agradecido a su madre y a su hermana Carmen, a quienes relacionaba estrechamente con Santa María en su empeño por sacar adelante el hogar de Nazaret, igual que más tarde animaría a sus hijos e hijas a que descubrieran a la Virgen en todas las mujeres que atendían los hogares de los fieles del Opus Dei.

Con semejantes premisas, tal vez cabría decir que San Josemaría contemplaba la incidencia de la mujer en el mundo encauzada a través de dos vías complementarias: mediante su acción directa en las instituciones sociales y en las personas que las integran; y en virtud del influjo, tremendamente efectivo, que ejercen en su familia.

En medio de los vaivenes y las turbulencias de los últimos años en relación con estos temas, el Fundador de la Obra mantuvo siempre un sereno y lúcido equilibrio. Fue muy consciente, entre otras cosas, de que la mujer era del todo imprescindible para humanizar el mundo en que nos movemos y, al mismo tiempo, de que esa elevación y saneamiento irrenunciables solo podría ejercerla si no hacía dejación de su feminidad. 

En este sentido, afirmaba seguro: «Desarrollo, madurez, emancipación de la mujer, no deben significar una pretensión de igualdad —de uniformidad— con el hombre, una imitación del modo varonil de actuar: eso no sería un logro, sería una pérdida para la mujer: no porque sea más, o menos que el hombre, sino porque es distinta».

Y, en otro contexto, con lenguaje todavía más de hoy: «la igualdad esencial entre el hombre y la mujer exige precisamente que se sepa captar a la vez el papel complementario de uno y otro en la edificación de la Iglesia y en el progreso de la sociedad civil: porque no en vano los creó Dios hombre y mujer. Esta diversidad ha de comprenderse no en un sentido patriarcal, sino en toda la hondura que tiene, tan rica de matices y consecuencias, que libera al hombre de la tentación de masculinizar la Iglesia y la sociedad; y a la mujer de entender su misión, en el Pueblo de Dios y en el mundo, como una simple reivindicación de tareas que hasta ahora hizo el hombre solamente, pero que ella puede desempeñar igualmente bien. Me parece, pues, que tanto el hombre como la mujer han de sentirse justamente protagonistas de la historia de la salvación, pero uno y otro de forma complementaria».

Asentado lo cual, se introducía en la médula de la cuestión: «La mujer está llamada a llevar a la familia, a la sociedad civil, a la Iglesia, algo característico, que le es propio y que sólo ella puede dar: su delicada ternura, su generosidad incansable, su amor por lo concreto, su agudeza de ingenio, su capacidad de intuición, su piedad profunda y sencilla, su tenacidad… La feminidad no es auténtica si no advierte la hermosura de esa aportación insustituible, y no la incorpora a la propia vida».

b) Por inspiración divina 

No sin una directa intervención de Dios, que le llevó en cierto modo a «anticiparse a sí mismo», desde 1930 Josemaría Escrivá hizo cristalizar institucionalmente esa función femenina insoslayable acogiendo en el seno de la Obra a mujeres destinadas a vivificar desde dentro todas las profesiones dignas en absoluta paridad con los varones: con las mismas perspectivas, posibilidades y oportunidades —cosa nada común por aquellos años—, y con idéntica formación humana, profesional, ascética, doctrinal y apostólica. 

Le hizo «anticiparse a sí mismo», cabría decir, porque lo que cuajó en el Opus Dei en relación con las mujeres era algo que ni el mismo Fundador podía humanamente advertir en los momentos históricos en que todo ello tuvo lugar. Muchísimos años más tarde, en 1972, le preguntaron sobre el punto de Camino en el que, reafirmando la primacía de la vida interior para la plenitud de la entrega a Dios, sostiene en un inciso que las mujeres «no hace falta que sean sabias: basta que sean discretas». San Josemaría contesta: «Cuando yo escribía eso tenía muy presente el ambiente de la universidad en el mundo. No lo cambio, quedará así, pero en este momento os debo una explicación: yo no tuve más que una condiscípula, que era parienta mía, por cierto; era la única que había en la universidad, en la Facultad de Derecho. Y había otra en Medicina […]. No se comprendía en aquella época».

A lo que añade de inmediato: «Yo no he despreciado nunca a la mujer, hubiese sido despreciar a mi madre y a las vuestras y a la Madre de Dios. Yo tengo el concepto más alto de la mujer. Sé que podéis dar la vuelta a todas las criaturas que tenéis alrededor, si sois buenas cristianas y sois alegres, porque talento os lo ha dado muy grande Nuestro Señor. De modo que entiéndelo ahora de otra manera».

Y al día siguiente, con una amplia sonrisa, volvía sobre el asunto, basculando ahora sobre la necesidad de la discreción. «Realmente —decía—, una mujer discreta es una mujer que tiene discreción. Y poseer discreción es un modo teórico y práctico de tener sabiduría. De modo que yo pienso que las mujeres nacéis siendo sabias. Por eso nos manejáis a los hombres de esa manera tan encantadora».

Sabias —y en esto había sin duda buen humor, pero ni el más mínimo atisbo de ironía— y por eso capaces de redimir el mundo mediante su presencia vivificadora en todas las encrucijadas del quehacer humano. De eso, San Josemaría estaba plenamente convencido. Pero en ningún instante tal persuasión lo condujo a «sacar» a las mujeres del hogar, como tampoco lo pretendió de los varones; más aún, si en algo pienso que se distinguió —y es lo que primordialmente interesa en este escrito— fue en subrayar la absoluta necesidad que también ellos tienen de la vida en familia. 

Pues para unos y otras, en conformidad con lo que veíamos hace unos momentos y también con lo que sostiene Juan Pablo II, la familia constituía el ámbito imprescindible de su pleno desarrollo humano y la condición de posibilidad para personalizar los restantes dominios en que se desenvuelve la existencia de los hombres: «El hogar —cualquiera que sea, porque también la mujer soltera ha de tener un hogar— es un ámbito particularmente propicio para el crecimiento de la personalidad. La atención prestada a su familia será siempre para la mujer su mayor dignidad: en el cuidado de su marido y de sus hijos o, para hablar en términos más generales, en su trabajo por crear en torno suyo un ambiente acogedor y formativo, la mujer cumple lo más insustituible de su misión y, en consecuencia, puede alcanzar ahí su perfección personal».

c) En y desde el hogar 

Actividad profesional fuera de casa y empeño también profesional dentro de ella fueron dos esferas que San Josemaría nunca consideró como enfrentadas. 
Al contrario, según sostenía en 1968, «lo mismo que en la vida del hombre, pero con matices muy peculiares, el hogar y la familia ocuparán siempre un puesto central en la vida de la mujer: es evidente que la dedicación a las tareas familiares supone una gran función humana y cristiana. Sin embargo —continuaba—, esto no excluye la posibilidad de ocuparse en otras labores profesionales —la del hogar también lo es—, en cualquiera de los oficios y empleos nobles que hay en la sociedad, en que se vive». Y añadía que contraponer esos ámbitos «—cambiando sólo el acento— llevaría fácilmente, desde el punto de vista social, a una equivocación mayor que la que se trata de corregir, porque sería más grave que la mujer abandonase la labor con los suyos».

La «gravedad» de esa ausencia la sufrió en su propia carne durante los primeros tiempos de desarrollo de la Obra. A lo largo de esos años iniciales pudo comprobar, con claridad meridiana, que sin la presencia de una tan discreta como eficaz mano femenina resultaba absolutamente imposible lograr el ambiente de familia que Dios quería para los integrantes del Opus Dei. 

De ahí la petición a su madre y a su hermana de que ellas se ocuparan de crear en los centros de la Obra el imprescindible calor de hogar, primero directamente y más tarde transmitiendo sus experiencias a las mujeres del Opus Dei ocupadas en tales menesteres.

Y de ahí, más adelante, el cariño extremado e incluso una cierta predilección hacia quienes, renunciando a veces a éxitos fácilmente alcanzables en otros ámbitos, dedican sus energías y su competencia a gestionar, con auténtico sentido profesional repleto de calidez e inteligencia, y sabiendo pasar ocultas, los hogares de otros fieles de la Obra, varones o mujeres, o los de su familia de sangre.

A ellas, de modo muy particular, parecen dirigidas las siguientes palabras: «Ciertamente habrá siempre muchas mujeres que no tengan otra ocupación que llevar adelante su hogar. Yo os digo que ésta es una gran ocupación, que vale la pena. A través de esa profesión —porque lo es, verdadera y noble— influyen positivamente no solo en la familia, sino en multitud de amigos y de conocidos, en personas con las que de un modo u otro se relacionan, cumpliendo una tarea mucho más extensa a veces que las de otros profesionales».

Se trata, pues, de un sendero que asegura la presencia femenina en el mundo… y al que no cabe renunciar. 

Hoy son muchos los que apuntan que el estado de masculinización de la mujer provocado por cierto feminismo extremo y mal entendido ha hecho de nuestro entorno vital un paraje todavía más inhóspito que en tiempos pretéritos.

Sin duda, comentan, la mujer ha sufrido durante siglos una clara discriminación, modulada de maneras y con intensidades distintas en los diversos ámbitos, que pide a gritos ser subsanada. 
Pero cuando el «remedio» ha consistido en adoptar en sus actividades —públicas o privadas— los modos de obrar propios del varón, y cuando a eso se ha unido la deserción del hogar por parte de algunas, el saldo, como apuntaba y contra todos los propósitos y previsiones, ha sido el de un recrudecimiento de lo que podrían calificarse como «vicios» típicamente masculinos… ni contrapesados ni dulcificados por la presencia «femeninamente femenina» de la mujer.

Cuestión todavía más peliaguda, por cuanto, en determinados momentos y lugares, ésta ha dejado de ejercer también el influjo específico que durante siglos irradiaba desde el seno de su morada.

Como ya apunté, San Josemaría era partidario convencido y firmísimo de la necesidad de que la mujer aporte aquella riqueza de virtudes, enfoques y claridades que le pertenecen en exclusiva, actuando directamente en todas las esferas nobles de la actividad humana: en todas. Por ejemplo, comentaba, gracias a «las dotes naturales que le son propias, la mujer puede enriquecer mucho la vida civil. 

Esto salta a la vista, si nos fijamos en el vasto campo de la legislación familiar o social. 

Las cualidades femeninas asegurarán la mejor garantía de que habrán de ser respetados los auténticos valores humanos y cristianos, a la hora de tomar medidas que afecten de alguna manera a la vida de la familia, al ambiente educativo, al porvenir de los jóvenes».

d) San Josemaría, promotor de la mujer 

Con estas sugerencias se adelantaba a las propuestas del neofeminismo actual mejor y más avanzado. En efecto, la idea de que la actuación de la mujer en la política, en la medida en que no renuncie a su feminidad, es un medio indispensable para humanizar el mundo, no solo por su peculiar e intransferible modo de hacer, sino por su innata capacidad para atender a los problemas más propiamente humanos, que los varones suelen con cierta frecuencia dejar desatendidos, constituye el leitmotiv de las más innovadoras corrientes del feminismo de vanguardia. 

Janne Haaland Matláry, defensora de la mujer de gran categoría y formación, hace suyas las siguientes palabras de Sigrid Undset, publicadas ya en 1918: «La tarea específica de las mujeres en épocas de cambio es procurar que no sean olvidados los componentes naturales de la sociedad: los seres humanos»; y la expone y desarrolla, con argumentos prácticamente incontrovertibles, en el capítulo VII de El tiempo de las mujeres. Notas para un nuevo feminismo, significativamente titulado: «¿Las mujeres cambiarán la política?».

Por su parte, en otros lugares del libro, insiste en la misma idea: «Los precedentes han demostrado que todas las políticas referentes a la familia y a la maternidad han sido propuestas y debatidas por mujeres dedicadas a la actividad política. Los hombres, sencillamente, no se han interesado por este tema». 

Y con tono más cercano: «Haugland Valgerd Svarstad, otra amiga mía, es dirigente de un partido político, y ha sido ministro de la familia en el gobierno de Kjell Magne Bondevik (1997-2000). 

Ella tiene también dos hijos. Conoce bien este tipo de presiones, pero ha seguido adelante: “La tarea más importante de todas es poner en marcha mejores políticas para la familia. Y los hombres que se dedican a la política no se ocupan de estas cuestiones”».

A lo que comenta: «Mi amiga está en lo cierto. Son precisamente las mujeres las que han promovido iniciativas en temas de índole específicamente femenina (cuidado de los hijos, condiciones flexibles en el trabajo, permisos por maternidad), pero que al mismo tiempo afectan a los hombres. 

No es algo sorprendente, pero hay que tenerlo en cuenta. Los estudios realizados en Noruega han demostrado que si las mujeres consiguen ejercer influencia en los programas de los partidos políticos, éstos adquirirán una mayor orientación hacia los problemas cotidianos sociales y familiares. Lo cual es bastante significativo».

Y, con matices diversos: «La colaboración femenina es diferente, su atención a los demás es también distinta. Ellas tienen una inclinación hacia las relaciones interpersonales y hacia los otros seres humanos que muy pocos hombres tienen; y siempre serán las que se ocupen de esas “políticas menores” que son las de la familia y los asuntos sociales por haber tenido experiencia previa de la maternidad; o serán también las que se ocupen del cuidado de otras personas o de sacar adelante una casa, tal y como hacen la mayoría de las mujeres».

Todo lo cual, como es obvio, se encuentra in nuce en las palabras de Conversaciones antes citadas y en las que ahora reporto: «Una mujer con la preparación adecuada ha de tener la posibilidad de encontrar abierto todo el campo de la vida pública, en todos los niveles. En este sentido no se pueden señalar unas tareas específicas que correspondan sólo a la mujer. 

Como dije antes, en este terreno lo específico no viene dado tanto por la tarea o por el puesto cuanto por el modo de realizar esa función, por los matices que su condición de mujer encontrará para la solución de los problemas con los que se enfrente, e incluso por el descubrimiento y por el planteamiento mismo de esos problemas». 

Pero San Josemaría no solo se adelantó a su tiempo en este extremo, sino en bastantes otros, a los que ya hemos aludido o que mencionaremos de inmediato. El asunto daría pie a toda una investigación, tan interesante como jugosa y atractiva.

Pero nos alejaría en exceso del fin y del tono de estas páginas. Apunto solo, un tanto al azar, algunas afirmaciones de la propia Matláry, insistiendo en que es una de las autoras que más ha comprendido la necesidad de la contribución de la mujer-mujer, «recreada» de continuo en la familia, para el progreso de la humanidad.

Por ejemplo, y yendo muy al fondo del asunto: «No hay que idealizar la maternidad, pero si nos paramos a pensar qué tiene mayor trascendencia en la vida, la respuesta es sin duda la maternidad. En mi opinión no hay nada como la maternidad para que una mujer pueda “realizarse”. Dada la importancia existencial de la maternidad, el hecho de ser madre supone fortaleza, y no debilidad.

»Ser padres es un trabajo de categoría diferente a lo que habitualmente entendemos por trabajo. De ahí la especial importancia de la familia, por ser ésta la estructura natural para la relación paterno-filial. El ámbito de la familia precede a los del trabajo y la vida política […]. 

Así pues, ha llegado el momento en que la clase política debería reconocer que las mujeres deben actuar primero como madres, y después como profesionales y personas comprometidas en la política. La capacidad y la disponibilidad de las mujeres para la participación en los ámbitos del trabajo profesional y de la política están en relación directa con la satisfacción de sus necesidades en el ámbito familiar».

O también: «tan sólo una familia que sea verdaderamente un apoyo, y en la que los maridos cumplan con sus obligaciones, permitirá a la mujer compaginar una carrera profesional fuera del hogar con su papel de madre».

O, por no alargarme en exceso: «la tesis de que hombres y mujeres están en perpetuo conflicto excluye toda consideración sobre la importancia de la familia y la maternidad para la realización de la mujer. 

En el orden práctico, debería ser evidente para todos la necesidad de políticas de apoyo a la familia para que las madres puedan compaginar sus tareas dentro y fuera de la casa. Y si partimos de consideraciones más profundas, la armonía en la vida familiar sirve de preparación y apoyo a las personas en su vida profesional, tal y como subrayan hoy algunos directivos empresariales que buscan empleados con estabilidad en su vida familiar».

e) El corazón de la familia… y del mundo 

Ahora bien, en conformidad con que le que veíamos afirmar hace unos momentos y lo que sugieren las citas recién transcritas, la necesidad de que las mujeres actuaran fuera del hogar para nada oscurecía en la mente del Fundador del Opus Dei la convicción de que la labor femenina en la vida pública, como la de los varones, sólo sería eficaz en la medida en que forjara y reforzara su personalidad en el corazón de una familia, donde también repusiera día a día las energías gastadas. 

Con el añadido de que en el hogar la mujer ejerce muy particularmente ese papel de motor y estímulo que hasta ahora hemos atribuido indistintamente a los dos cónyuges: de ahí que repitiera, en los más distintos contextos, que la buena marcha de una familia dependía, al término y decisivamente, de la calidad y entrega de las mujeres que de ella forman parte. 

Soltera o casada, según las circunstancias, pero siempre miembro eminente de un hogar, es la mujer, en fin de cuentas, la clave y el arranque de la alentadora humanidad que cada ser humano está destinado a transmitir a los otros.

Así hay que interpretar, pongo por caso, la rotunda y a la vez delicada afirmación de Forja: «Hija mía, que has constituido un hogar, me gusta recordarte que las mujeres —¡bien lo sabes!— tenéis mucha fortaleza, que sabéis envolver en una dulzura especial, para que no se note. Y, con esa fortaleza, podéis hacer del marido y de los hijos instrumentos de Dios o diablos. 

»—Tú los harás siempre instrumentos de Dios: el Señor cuenta con tu ayuda».

Por eso, sin disminuir para nada la urgencia de personalizar el universo, feminizándolo mediante la presencia inmediata de la mujer en el conjunto íntegro de las tareas que en él de desarrollan, Monseñor Escrivá hubiera probablemente asentido a la idea que en su momento expresara Wilhelm Riehl: 

«Es la mujer quien vivifica las costumbres de la casa, infundiendo un hálito vital a la soledad del hogar. La norma especial doméstica y el carácter individual de la casa está casi siempre determinado por la mujer». 

Y sin duda prestaría una adhesión aún más cordial a esta afirmación de Jókal: 

«El hogar no es humillante: puede ser un trono, desde el que una mujer gobierna el mundo». 

Y a esta otra, complementaria, de von Leixener:

«Una mujer que vive fiel y feliz dedicada a su propio hogar teje hilos de oro en el destino de sus hijos».

Y es que San Josemaría advertía lúcidamente el tremendo y efectivo influjo que, como esposa y madre, la mujer estaba llamada a ejercer desde el interior de su familia.

En semejante contexto, y apuntando de nuevo a la esencia de todo el asunto —al amor—, se preguntaba: «Pero, vamos a ver: ¿qué es la proyección social sino darse a los demás, con sentido de entrega y de servicio, y contribuir eficazmente al bien de todos?». Y respondía: «La función de la mujer en su casa no sólo es en sí misma una función social, sino que puede ser fácilmente la función social de mayor proyección». 

A continuación ejemplificaba: «Imaginad que esa familia sea numerosa: entonces la labor de la madre es comparable —y en muchos casos sale ganando en la comparación— a la de los educadores y formadores profesionales. 

Un profesor consigue, a lo largo quizá de toda una vida, formar más o menos bien a unos cuantos chicos o chicas. Una madre puede formar a sus hijos en profundidad, en los aspectos más básicos, y puede hacer de ellos, a su vez, otros formadores, de modo que se cree una cadena ininterrumpida de responsabilidad y de virtudes».

Para concluir: «También en estos temas es fácil dejarse seducir por criterios meramente cuantitativos, y pensar: es preferible el trabajo de un profesor, que ve pasar por sus clases a miles de personas, o de un escritor, que se dirige a miles de lectores. 

Bien, pero ¿a cuántos forman realmente ese profesor y ese escritor? Una madre tiene a su cuidado tres, cinco, diez o más hijos; y puede hacer de ellos una verdadera obra de arte, una maravilla de educación, de equilibrio, de comprensión, de sentido cristiano de la vida, de modo que sean felices y lleguen a ser realmente útiles a los demás»… que es en definitiva lo único que cuenta.

He tratado con más detenimiento este tema y otros afines en : Familia, ¡sé lo que eres!:

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