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Viviendo el misterio de la liturgia |
Si la liturgia es el misterio del río de vida
que brota del Padre y del Cordero, y si nos
alcanza y arrastra, y nos empapa y sacia cuando la
celebramos...es para que toda nuestra vida sea regada y fecundada
por ella, es decir, la liturgia debe ser vivida, nos
debe transformar.
Las celebraciones son el momento de la siembra, pero
después tiene que venir la vida que da frutos sabrosos.
Si hemos celebrado el Ágape divino, debemos vivir ese amor
a nuestro alrededor. Si hemos celebrado la santidad de Dios,
debemos reflejar esa santidad de Dios en nuestra vida y
en cada uno de nuestros gestos. Si hemos celebrado la
muerte y resurrección de Cristo, debemos morir a nosotros mismos
para vivir la experiencia del hombre nuevo, como nos dice
san Pablo.
¿Por qué a veces se da esta separación: por
una parte, la celebración, por otra, nuestra vida no responde
a esa celebración? La respuesta es sencilla: por el pecado
y nuestra miseria.
No debe haber división ni dicotomía entre liturgia
y vida.
Esto se dio antes de la venida de
Cristo, en el Antiguo Testamento, pues no se contaba con
la gracia de Cristo. Pero ahora, sí tenemos esa gracia
de la unidad, entre el ritual sagrado y la conducta
moral: “El mismo Cristo que celebramos debe ser el
mismo Cristo que vivimos”. Decir liturgia vivida es llevar una
vida nueva, actuar como Cristo, pensar como Cristo, amar como
Cristo, sentir como Cristo. Cristo resucitado es nuestra fuente y
nuestra vida nueva.
Podemos vivir el misterio de la Liturgia
en:
En la oración En el trabajo y
la cultura En la comunidad humana En la compasión por
los pobres La liturgia desemboca en misión
En la oración hacemos vida la liturgia |
Con la oración se va logrando la divinización del hombre mediante la liturgia. |
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En la oración hacemos vida la liturgia |
Sólo si llevamos esa liturgia al corazón, esa liturgia se
hace oración en nosotros y nos transforma. Es en el
corazón donde nos encontramos con esa fuente de vida divina.
Es en el corazón donde el hombre se siente en
casa; es el lugar del encuentro auténtico con nosotros mismos,
con los demás y con Dios vivo. El corazón reclama
una presencia.
El corazón es el lugar de la decisión, el
momento del “sí” o del “no”. El corazón tiende hacia
esa Presencia que sacia y sólo en el corazón se
da ese encuentro con Dios, si nosotros le abrimos. Y
lo abrimos, si oramos.
Y quien nos hace entrar en oración
es el Espíritu Santo. Él es el pedagogo de nuestra
oración. Es indispensable empezar por Él y con Él. Él
hace entrar en el corazón a Cristo resucitado. El Espíritu
Santo es quien nos despierta a la oración. No sólo
es Él quien viene a nosotros; nosotros también entramos en
Él.
Y en la oración nos hace el Espíritu Santo pronunciar
“Jesús”, y entramos en el misterio, y viviremos nuestro bautismo
en Él, le ofreceremos todo, seremos invadidos por su divinidad.
Es
en el corazón, como centro de la persona, donde está
la tumba, y allí el mismo corazón depone el cuerpo
siempre sufriente de Cristo, en la certeza de que el
Autor de la vida, Dios, lo resucitará. Allí, en el
corazón, está la tumba donde el Viviente desciende a nuestros
infiernos para arrancarnos de la muerte y nos grita, como
reza la segunda lectura de la Liturgia de las Horas
del Sábado Santo: “Despierta, tú que duermes, y levántate de
entre los muertos y te iluminará Cristo” .
Es en
la oración, donde no sólo llevamos los perfumes a un
muerto, sino que llevamos el grito de esperanza a quien
no cree: “Ha resucitado”- le decimos. Nuestro corazón y oración
se hacen eclesiales. En la oración somos iglesia. Y sobre
el altar de nuestro corazón ofrecemos toda nuestra vida. Y
sólo lo que pongamos, será transformado por el Espíritu Santo.
Si ponemos poco, poco será transformado. Si ponemos mucho, mucho
será transformado. Si ponemos todo nuestro ser, todo nuestro ser
será transformado.
Cuanto más limpio y desapegado esté el corazón,
más se llena del Espíritu. Cuanto más humilde y confiado
es el silencio del corazón, más lo dilata Jesús con
su presencia y nos convertimos en santos y nuestro corazón
se abrirá a todas las gracias que Dios nos quiera
ofrecer a través de la liturgia. Esas gracias nos santificarán.
No somos nosotros los que nos santificamos; es Dios, fuente
de santidad, quien nos santificará, si le dejamos y le
abrimos nuestra alma.
Nos da miedo esta santidad, cuando nuestro
hombre viejo rehuye la oración. Abandonando el altar del corazón,
pretendemos compensar nuestro sacerdocio real trabajando sobre las estructuras de
este mundo, ¡como si éstas pudieran hacer venir el Reino!
No queremos afrontar nuestra muerte, la muerte a nuestras ambiciones,
a nuestras vanidades, a nuestros planes personales. Antes de trabajar
sobre las estructuras económicas, sociales y políticas de este mundo,
hay que trabajar primero sobre el corazón de cada uno
de nosotros y convertirlo y santificarlo. Y esto lo logramos
desde la oración. Y un corazón santo pondrá estructuras santas.
Cuando
el corazón se decide a orar, entra en el Espíritu
y en Cristo, participa en la epíclesis de la Iglesia
y está en la vanguardia del combate, del gran combate
pascual. En la oración, el Espíritu nos fortalece para el
combate; nos despoja de nuestras armas pesadas e irrisorias, como
le sucedió al pequeño David , para revestirnos de la
armadura ligera del hijo de Dios, las armas de la
cruz.
En la oración no hay celebración festiva. No. Hay
lucha, y la oración ayuda a quienes dejaron las armas
de sí mismos, para que vuelvan a la batalla, en
la esperanza de la victoria de Dios. Entonces el corazón
en oración se convierte en mesa del banquete, donde hemos
sentado a todos, especialmente a los pobres y alejados, esperando
que venga después el banquete eucarístico, donde compartiremos el mismo
pan.
Y con la oración se va logrando, en cierto
sentido, la deificación o divinización del hombre mediante la liturgia.
Si con la oración consentimos que nos invada el río
de la vida divina, nuestro ser todo entero será transformado,
nos haremos árboles de vida y podremos dar siempre el
fruto del Espíritu: amar con el amor mismo. Y el
amor mismo es Dios.
A este misterio de la transformación en
Dios, mediante la liturgia vivida, lo llamamos deificación. Transforma todo
en nosotros: cuerpo, alma, espíritu, afectos, corazón. Deificación significa participación
de la divinidad del Verbo que se ha unido a
nuestra carne en nuestra humanidad concreta. Es la vida misma
de Dios que Jesús nos comunica, a través de los
sacramentos. Nuestra humanidad se va revistiendo de divinidad.
A decir
verdad, desde que Cristo asumió nuestra naturaleza humana, y murió
y resucitó, ascendiendo al cielo, ya nuestra naturaleza, con todo
lo que tiene de bueno o de malo, ya no
nos pertenece. Por eso, lo único que debemos hacer es
no ser rebeldes y abrirnos al Espíritu para que esta
deificación se ponga en marcha día a día. El hijo
de Dios se ha hecho hombre, a fin de que
el hombre se haga hijo de Dios, nos dicen los
Padres de los primeros siglos.
¿Dónde se da esta deificación?
En la
celebración de la liturgia, preparada por la liturgia del corazón
en la oración. Esta deificación no es súbita, sino progresiva
y vital, y depende de la disponibilidad de nuestra tierra.
A veces es lenta, pero siempre es real, paciente.
Podemos romper,
quebrar esta imagen de Dios por el pecado. Será el
Espíritu Santo quien restaurará esa imagen de Dios en nosotros,
desfigurada por nuestros pecados. El fuego del amor del Espíritu
Santo consumirá nuestro pecado y lo transformará en luz.
Esta
deificación crecerá por obra del Espíritu Santo. Él será quien
hará esta obra maestra en nuestro interior. Él nos pone
en comunión con la Trinidad santa. Lo único, pues, que
atrasará esta deificación es nuestra resistencia al Espíritu, nuestra soberbia,
nuestro pecado.
De ahí, nuestro trabajo de ascesis y sacrificio
para luchar contra nuestras tendencias malas, y ofrecer todos los
días nuestra naturaleza humana a la obra deificante del Espíritu.
Esta obra de arte del Espíritu Santo en nuestra alma
durará hasta el día que muramos. Muestra de esto es
la vida edificante y heroica de los santos, que son
todo un monumento a la obra secreta del Espíritu Santo
en ellos.
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En el trabajo y en la cultura |
Aquí es donde el hombre refleja lo celebrado en la
liturgia, donde el hombre y el mundo se reencuentran y reflejan la
gloria de Dios. |
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En el trabajo y en la cultura |
El “homo faber” (el hombre artesano, trabajador) es, en cierta
medida, un esclavo de sus mismas obras hasta que llega
a ser “homo liturgicus” (hombre litúrgico). Es aquí donde Dios
concede al hombre la gracia de la libertad de
los hijos de Dios y donde el hombre ofrecerá a
Dios el producto de sus manos para mayor gloria de
la Trinidad y beneficio de la humanidad entera.
Ya que la
liturgia es obra de Dios y del hombre, no podemos
dejar a un lado el trabajo y la cultura. En
el trabajo y en la cultura, el hombre refleja lo
celebrado en la liturgia. Es ahí, donde el hombre debe
dar gloria a Dios. El trabajo y la cultura son
el lugar donde el hombre y el mundo se reencuentran
y reflejan la gloria de Dios.
Pero, para que el trabajo
y la cultura sean para la gloria de Dios es
necesario que el corazón del hombre esté en paz, en
armonía con Dios, porque de lo contrario será un trabajo
en contra de Dios, será anticultura.
Y encontraremos la paz
y la armonía en la medida en que vivamos la
gracia de Dios y luchemos contra el pecado. Si el
río de la vida no invade primero nuestro corazón, ¿cómo
podrá penetrar el campo del trabajo y la cultura, frutos
del corazón humano? Si la raíz está podrida, los frutos
estarán podridos.
Si el Espíritu deifica al hombre es para que
el hombre humanice al mundo, y no lo esclavice ni
lo destruya. En todo trabajo debemos llevar la luz de
Cristo, sólo así tendrá la impronta de Dios.
Cualquier trabajo
que hagamos será incompleto, deficiente, alienante, esclavizante, tentador...si no dejamos
que lo penetre el poder del Espíritu que lo llevará
más allá de la muerte y lo hará obra de
luz. Si no vivimos esto así, ¿qué ofrecemos en el
altar de la eucaristía?
Pero el trabajo así transfigurado llega a
ser experiencia de comunión. Y ya no se darán los
injusticias del trabajo, ni las estructuras alienantes, ni los desórdenes
de la economía (corrupción, malversación de fondos, sobornos, explotación, etc.).
La liturgia no suple nuestra inventiva en el trabajo; hace
algo mejor: como es soplo del Espíritu, es profética, dado
que discierne, denuncia, suscita creatividad y se traduce en obras,
pide justicia y es sierva de la paz. Impulsa a
compartir.
La cultura es la transformación de la naturaleza por
medio de la mano del hombre y su impregnación por
el Espíritu. La cultura se alcanza cuando la naturaleza es
humanizada y cuando por ella el hombre se hace más
humano.
Por tanto, la cultura tiene que ser iconografía del
Espíritu y del hombre; de lo contrario no es más
que la iconografía del enemigo de Dios. Esto lo podemos
hoy experimentar en tantas películas, canciones y literatura, que en
vez de ser reflejo de Dios, son reflejo del Maligno,
que nos trata de degradar con tanta suciedad y bajeza.
La cultura así transformada por la luz del Espíritu da
su fruto: nos lleva a la belleza que es Dios,
su fuente. Entonces podremos decir, como dijo el papa a
los artistas: “la belleza salvará al mundo”. No la belleza
en sí, sino la belleza transfigurada y traspasada por este
rayo de luz divina.
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En la comunidad humana |
Será la comunión la que nos hace existir como Iglesia. En la liturgia del corazón se aprende cómo hacerse prójimo del hombre. |
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En la comunidad humana |
En este vivir la liturgia tenemos que superar un obstáculo:
no contentarnos con cumplir una ley, unas normas, sino dejarnos
transformar y deificar por el Espíritu, pues cumpliendo unas normas
sin esta disponibilidad al Espíritu, parecería que la obra de
santidad es más bien obra nuestra y no del Espíritu.
Esto
pasa también en las relaciones a nivel social. No podemos
cifrar todas nuestras relaciones en un código de normas para
una convivencia civilizada (tentación moralista), o en un programa social
(tentación socializante), como si el Espíritu Santo pudiera reducirse a
valores de justicia y solidaridad. La novedad de este misterio
es mucho más.
Este río de agua viva tiene que penetrar
todo el tejido social y las sociedades humanas. Y es
así, porque este río ya está entre nosotros, dentro de
nosotros. La invasión del Reino del Espíritu en un grupo
humano es el evento de la verdadera comunidad entre las
personas.
Y este Espíritu es el que ha puesto en esas
comunidades donde ha entrado, los gérmenes de comunidad, la llamada
a la solidaridad, la vocación a la paz, el respeto
mutuo. Y la luz del Espíritu es también la que
quitará la máscara de la mentira inherente al poder, la
mutación del servicio en dominio, la perversión del grupo en
estructura de injusticia, la esclavitud de la persona al ídolo
del dinero. El Espíritu Santo nos revela la sociedad como
icono del Reino.
Si no penetra esta luz del Espíritu
Santo habrá Babel, es decir, injusticia, odio, muerte. En la
sociedad donde no hay esta comunión, esta común unión entre
nosotros, habrá ausencia de amor. Y grabará el peso del
pecado y de la muerte.
Este río de vida hace fructificar
los árboles de vida, cuyas simples hojas pueden ya “curar
a las naciones” (1 Jn 3, 18), y hacernos hermanos,
en común unión.
Será la comunión la que nos hace
existir como Iglesia. Y esta comunión nos exige morir a
nuestro yo, para abrirnos al misterio del otro, como buenos
samaritanos. En la liturgia del corazón se aprende cómo hacerse
prójimo del hombre herido. Entonces el Espíritu Santo cura la
relación, ofreciéndose Él mismo, que es unción de la nueva
alianza.
Tenemos que pasar de una humanidad de naciones a
la del Pueblo de Dios, tal es el servicio de
comunión confiado a la Iglesia: “Seremos su pueblo y ovejas
de su rebaño...En aquel día no habrá ya luto ni
lamento ni dolor, porque las cosas anteriores han pasado” (Ap
21, 3-4).
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En la compasión con los pobres |
La maravilla de la liturgia vivida es el misterio de la caridad divina en nuestra vida. |
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En la compasión con los pobres |
La maravilla de la liturgia vivida es el misterio de
la caridad divina en nuestra vida. En su fuente, en
su flujo, en sus frutos, esta caridad busca penetrarlo todo:
lo profundo del corazón y el ser personal, el trabajo,
la cultura, las relaciones entre las personas y el
tejido de nuestra sociedad...El Espíritu Santo es el que empuja
a la caridad hasta el extremo del amor.
La liturgia vivida
alcanza todo su realismo y toda su verdad cuando nos
hace entrar en el espesor del mundo del pecado, allí
donde el amor no es todavía vencedor de la muerte.
La filantropía puede ser moral, pero hasta ahí. La caridad
es mucho más, es mística, porque alcanza en el hombre
este abismo de la muerte donde el amor está ausente;
es mística, porque la caridad esconde toda la profundidad del
amor de Dios que se derrama en los demás.
Servir
a los pobres es hacerse pobre con ellos, como el
Señor. Pobres según el Espíritu. Cuando la Iglesia se acerca
al pobre, vive su liturgia hecha compasión. Lo hecho al
pobre, es hecho a Jesús, pues Jesús se identifica con
el pobre, según el capítulo 25 del evangelio de san
Mateo. Lo que sufre todo ser humano es el sufrimiento
mismo de Jesús, que lo asume. ¡Qué bien entendió esto
la beata Madre Teresa de Calcuta! Por eso se dedicó
a los pobres más pobres, sirviendo a Jesús en ellos,
saciando la sed de Jesús en ellos.
San Juan Crisóstomo,
queriendo hacer comprender a los fieles de Antioquía la unidad
misteriosa entre la liturgia que están celebrando y la que
deberán vivir a la salida de la iglesia, dice que
dejan el altar de la eucaristía sólo para ir al
altar de los pobres. El símbolo de la continuidad es
revelador. El mismo cuerpo de Cristo que servimos en el
memorial de su pasión y resurrección debemos servirlo ahora en
la persona de los pobres.
La compasión se difunde desde
el corazón, no desde las emociones. Hablamos del corazón en
el sentido bíblico, es decir, el centro de la persona.
Su primer motor es el perdón y la misericordia. No
olvidemos que la manifestación más brillante de la gloria de
la Trinidad santa es su misericordia. Cuando aceptamos ser tomados
por ella, entramos en la profundidad del corazón de nuestro
Dios. Y el hombre cuando difunde compasión y misericordia con
su prójimo pobre y necesitado está transparentando un rayo de
la misericordia divina; es más, estamos introduciendo al necesitado en
el mismo corazón de Dios.
Quiero traer aquí una
cita de santa Teresa de Jesús a este respecto: “Cuando
yo veo almas muy diligentes en entender la oración que
tienen y muy encapotadas cuando están en ella (que parecen
no osan bullir, ni menear el pensamiento, porque no se
les vaya un poquito de gusto y devoción que han
tenido), hácese ver cuán poco entienden del camino por donde
se alcanza la unión. Y piensan que allí está todo
el negocio. Que no, hermanas, no; obras quiere el Señor,
y que, si ves una enferma a quien puedes dar
un alivio, no se te dé nada en perder esa
devoción y te compadezcas de ella, y si tiene algún
dolor, te duela a ti, y si fuera menester, lo
ayunes, porque ella lo coma, no tanto por ella como
porque sabes que tu Señor quiere aquello” (Las Moradas, V,
3, 11).
Los pobres llegan a ser, por tanto, altar
de la salvación de sus hermanos. Quien tiene caridad con
ellos recibe esa salvación.
Y cuando esta compasión se difunde en
el mundo comienza la misión.
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La liturgia desemboca en misión |
Liturgia, caridad y misión van unidos. Liturgia celebrada y misión son dos momentos del mismo amor. |
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La liturgia desemboca en misión |
“También puede ocurrir que no tenga pan que dar de
limosna al indigente; pero quien tiene lengua, tiene algo más
que poder dar, pues alimentar con el sustento de la
palabra el alma, que ha de vivir siempre, es más
que saciar con pan terreno el estómago del cuerpo, que
ha de morir” (San Gregorio Magno, Hom. 6 sobre
los Evangelios).
La liturgia desemboca en misión, debe desembocar en
misión. La misión es el fruto de esa compasión y
caridad.
Siguiendo con la imagen del agua viva, que nos
ofrece la liturgia, la misma agua viva que quita la
sed a los bautizados, despierta la sed de los hijos
de Dios dispersos. Esa agua que brota del Padre y
del Cordero se hace corriente caudalosa en la misión, y
va empapando cuanto encuentra en el camino.
¡Qué hermoso es
esto! Si hay zonas áridas y secas es porque todavía
no ha llegado la corriente de la gracia mediante la
misión. No hay quien lleve esa agua que tiene toda
la potencialidad de fecundar todo tipo de tierra. ¿Por qué?
“Antes de permitir a la lengua que hable, el apóstol
debe elevar a Dios su alma sedienta, con el fin
de dar lo que hubiere bebido y esparcir aquello de
que la haya llenado” (San Agustín, Sobre la doctrina cristiana,
1, 4).
La Iglesia tiene como misión llevar esa agua
viva por todos los terrenos del mundo. Pero necesita brazos
que lleven esa agua, y corazones ardientes devorados por el
fuego del Espíritu, como el de los primeros apóstoles. Basta
leer los Hechos de los apóstoles para darnos cuenta de
esto: celebraban la fracción del pan, y después, atendían a
los pobres y luego se lanzaban por los caminos con
la predicación para llevar ese río caudaloso de la gracia
divina.
Liturgia, caridad y misión van unidos. Deben ir unidos.
Liturgia celebrada y misión son dos momentos del mismo amor:
¿cómo amar a nuestros hermanos si no acogemos antes a
Quien nos amó primero? Y si he acogido a Dios,
¿cómo no darlo a los demás?
La celebración litúrgica es, ciertamente,
un momento intenso donde toda la comunidad eclesial reaviva la
conciencia de su misión. Pero la celebración nos lanza a
la misión. En la misión, el Verbo se confía a
su Iglesia como el tesoro en vaso de barro (cf
2 Cor 4, 7), poniendo la Palabra en su corazón,
penetrándola con su Espíritu, ofreciéndole su Cuerpo. Será entonces cuando
la Iglesia podrá ofrecer a todos los hombres Aquel que
ella conserva grabado en sí mismo, podrá darles el Espíritu
dando su propia vida, ser el Reino en medio de
ellos.
En la misión, la gran obra de la Pascua de
Cristo se convierte en la obra de su Iglesia. Ahora
bien, nosotros aprendemos a vivir esta Pascua de la Misión
actuándola en la celebración de la liturgia. En la liturgia,
Dios alcanza al hombre y el hombre alcanza a Dios.
Dios le da su agua viva que le sana, le
reconforta, le anima y le salva. Y el hombre se
abre a Dios y la sed del hombre entabla un
diálogo salvífico y queda saciado.
Y este hombre saciado va
corriendo a las calles, caminos, montañas llevando el sorbo de
esa agua viva que mana del Trono de Dios y
del Cordero, que mana de la Pascua. Esta es la
misión. Y todo movido por el amor, por la compasión.
Por eso, la misión es epifanía, es decir, manifestación de
la caridad de Cristo.
En esa misión llevamos la Palabra de
Cristo que conforta, anima, orienta, reprende, consuela. Pero sobre todo,
salva y hace milagros: el milagro de la conversión, de
la vuelta a Dios de quienes nos han escuchado. Que
quede claro: no somos nosotros los que salvamos y convertimos,
sino la Palabra de Dios que nosotros llevamos. Nosotros somos
sólo instrumentos. Pero instrumentos necesarios, a través de los cuales
Dios lleva ese río de la gracia y de la
conversión.
Tal vez, el llevar esa Palabra nos provoque, quién
sabe, el martirio. No temamos. El martirio es la suprema
forma de caridad. En el martirio hemos dado testimonio con
nuestra sangre del misterio de Dios vivo. En el martirio,
la celebración de la liturgia se ha hecho sacrificio cruento,
como el de Cristo en el Calvario. Y lo hermoso
es que esa muerte del mártir es vida para otros,
como la de Cristo, pues la sangre de mártires es
semilla de nuevos cristianos, como dijo Tertuliano.
¡Qué unido está,
pues, misterio, celebración del misterio y vida! ¡La liturgia es
la celebración del misterio de Dios, vivido en la misión!
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