miércoles, 31 de octubre de 2012

Acerca de la teología

Relación entre ciencia y teología
La ciencia y la teología están abocadas a un diálogo común con la filosofía
 
Relación entre ciencia y teología
Relación entre ciencia y teología
Asistimos a un momento apasionante del debate entre ciencia y teología similar al que se produce entre ciencia y filosofía. Los conocimientos que hemos alcanzado respecto al universo, la estructura fundamental de la materia, la naturaleza de la conciencia, el descubrimiento del espacio-tiempo o del genio genético, propician que desde el campo científico se hagan incursiones espontáneas en el terreno de la filosofía y de la teología. La ciencia ya no está aislada en ningún campo concreto de investigación, porque ha descubierto, de un lado, que cualquier aspecto del mundo forma parte de un todo complejo, y de otro lado, que un conocimiento no puede desarrollarse sin el apoyo de otras disciplinas.

La interdisciplinariedad es no sólo la moda, sino la lógica consecuencia del descubrimiento de la complejidad. La filosofía y la teología, que se consideraban al margen del conocimiento científico, se han visto implicadas de esta forma en el esfuerzo humano por una comprensión más amplia de lo que ha dado en llamarse mundo objetivo o real. La física es uno de los campos donde con más frecuencia se producen incursiones filosóficas, hasta el punto de que los físicos de nuestros días podemos clasificarlos en materialistas o idealistas, de la misma forma que dividimos a los pensadores de las diferentes épocas según crean que el espíritu es anterior o posterior a la materia.

Ahora hay físicos que incluso reivindican la física como la nueva teología, asegurando no sólo que Dios es una exigencia de la evolución tal como la conocemos hoy, sino también que la resurrección de los muertos se deduce de ecuaciones matemáticas, al igual que la existencia del cielo y del infierno. Una parte del discurso teológico es hoy reivindicado desde el ámbito científico, si bien con otro vocabulario y conceptos. Hay diversas teorías, como la de la Realidad Última, que parecen explicar a su manera la trascendencia inmanente del mundo que nos revela la teología.

Si nos fijamos en las virtudes teologales, vemos también que el conocimiento del mundo es impensable sin un acto de fe, que la esperanza es una exigencia para la supervivencia de la especie, que sin caridad no es posible reorganizar la sociedad con garantías de futuro.

Todas estas evoluciones del conocimiento humano nos señalan una posible convergencia entre ciencia y teología que puede despertarnos del doble espejismo que padecemos: primero, que la vida humana es un episodio intrascendente de la evolución cósmica (y por lo tanto manipulable genéticamente sin mayor rigor ético); segundo, que la realidad última del mundo es asequible al conocimiento humano.

Por ello, más que rechazarse o aislarse en sus respectivos campos de conocimiento, ciencia y teología están abocadas a un diálogo común con la filosofía del que debe salir nueva luz para la aproximación a lo que las tres disciplinas pretenden: el conocimiento y la comprensión de la vida, la inteligencia y el amor en todas sus manifestaciones. 
 
 
 
Situación actual de la fe y la Teología
El relativismo se ha convertido así en el problema central de la fe en la hora actual.
 
Situación actual de la fe y la Teología
Situación actual de la fe y la Teología



La crisis de la teología de la liberación

En los años ochenta, la teología de la liberación en sus formas radicales aparecía como uno de los más urgentes desafíos para la fe de la Iglesia. Un desafío que requería respuesta y clarificación, porque proponía una respuesta nueva, plausible y, a la vez, práctica, a la cuestión fundamental del cristianismo: el problema de la redención. La misma palabra liberación quería explicar de un modo distinto y más comprensible lo que en el lenguaje tradicional de la Iglesia se había llamado redención. Efectivamente, en el fondo se encuentra siempre la misma constatación: experimentamos un mundo que no se corresponde con un Dios bueno. Pobreza, opresión, toda clase de dominaciones injustas, sufrimiento de justos e inocentes, constituyen los signos de los tiempos, de todos los tiempos. Y todos sufrimos; ninguno puede decir fácilmente a este mundo y a su propia vida: detente para siempre, porque eres tan bella. De esta experiencia, la teología de la liberación deducía que esta situación, que no debe perdurar, sólo puede ser vencida mediante un cambio radical de las estructuras de este mundo, que son estructuras de pecado, estructuras de mal. Si el pecado ejerce su poder sobre las estructuras, y el empobrecimiento está programado de antemano por ellas, entonces su derrocamiento no puede producirse mediante conversiones individuales, sino mediante la lucha contra las estructuras de la injusticia. Pero esta lucha, como se ha dicho, debería ser una lucha política, ya que las estructuras se consolidan y se conservan mediante la política. De este modo, la redención se convertía en un proceso político, para el que la filosofía marxista proporcionaba las orientaciones esenciales. Se transformaba en una tarea que los hombres mismos podían, e incluso debían, tomar entre manos, y, al mismo tiempo, en una esperanza totalmente práctica: la fe, de teoría, pasaba a convertirse en praxis, en concreta acción redentora en el proceso de liberación.

El hundimiento de los sistemas de gobierno de inspiración marxista en el Este europeo resultó ser, para esa teología de la praxis política redentora, una especie de ocaso de los dioses: precisamente allí donde la ideología liberadora marxista había sido aplicada consecuentemente, se había producido la radical falta de libertad, cuyo horror aparecía ahora a las claras ante los ojos de la opinión pública mundial. Y es que cuando la política quiere ser redención, promete demasiado. Cuando pretende hacer la obra de Dios, pasa a ser, no divina, sino demoníaca. Por eso, los acontecimientos políticos de 1989 han cambiado también el escenario teológico. Hasta entonces, el marxismo había sido el último intento de proporcionar una fórmula universalmente válida para la recta configuración de la acción histórica. El marxismo creía conocer la estructura de la historia mundial, y, desde ahí, intentaba demostrar cómo esta historia puede ser conducida definitivamente por el camino correcto. El hecho de que esta pretensión se apoyara sobre un método en apariencia estrictamente científico, sustituyendo totalmente la fe por la ciencia, y haciendo, a la vez, de la ciencia praxis, le confería un formidable atractivo. Todas las promesas incumplidas de las religiones parecían alcanzables a través de una praxis política científicamente fundamentada.

La caída de esta esperanza trajo consigo una gran desilusión, que aún está lejos de haber sido asimilada. Por eso, me parece probable que en el futuro se hagan presentes nuevas formas de la concepción marxista del mundo. De momento, quedó la perplejidad: el fracaso del único sistema de solución de los problemas humanos científicamente fundado sólo podía justificar el nihilismo o, en todo caso, el relativismo total.


Relativismo: la filosofía dominante

El relativismo se ha convertido así en el problema central de la fe en la hora actual. Sin duda, ya no se presenta tan sólo con su vestido de resignación ante la inmensidad de la verdad, sino también como una posición definida positivamente por los conceptos de tolerancia, conocimiento dialógico y libertad, conceptos que quedarían limitados si se afirmara la existencia de una verdad válida para todos. A su vez, el relativismo aparece como fundamentación filosófica de la democracia. Ésta, en efecto, se edificaría sobre la base de que nadie puede tener la pretensión de conocer la vía verdadera, y se nutriría del hecho de que todos los caminos se reconocen mutuamente como fragmentos del esfuerzo hacia lo mejor; por eso, buscan en diálogo algo común y compiten también sobre conocimientos que no pueden hacerse compatibles en una forma común. Un sistema de libertad debería ser, en esencia, un sistema de posiciones que se relacionan entre sí como relativas, dependientes, además, de situaciones históricas abiertas a nuevos desarrollos. Una sociedad liberal sería, pues, una sociedad relativista; sólo con esta condición podría permanecer libre y abierta al futuro.

En el campo de la política, esta concepción es exacta en cierta medida. No existe una opinión política correcta única. Lo relativo _la construcción de la convivencia entre los hombres, ordenada liberalmente_ no puede ser algo absoluto. Pensar así era precisamente el error del marxismo y de las teologías políticas. Pero, con el relativismo total, tampoco se puede conseguir todo en el terreno político: hay injusticias que nunca se convertirán en cosas justas (como, por ejemplo, matar a un inocente, negar a un individuo o a un grupo el derecho a su dignidad o a la vida correspondiente a esa dignidad); y al contrario, hay cosas justas que nunca pueden ser injustas. Por eso, aunque no se ha de negar cierto derecho al relativismo en el campo socio_político, el problema se plantea a la hora de establecer sus límites. Este método ha querido aplicarse, de un modo totalmente consciente, también al campo de la religión y de la ética. Trataré de esbozar brevemente los desarrollos que en este punto definen hoy el diálogo teológico.

La llamada teología pluralista de las religiones se había desarrollado progresivamente ya desde los años cincuenta; sin embargo, sólo ahora se ha situado en el centro de la conciencia cristiana (1). De algún modo, esta conquista ocupa hoy -por lo que respecta a la fuerza de su problemática y a su presencia en los diversos campos de la cultura- el lugar que en el decenio precedente correspondía a la teología de la liberación. Además, se une de muchas maneras con ella, e intenta darle una forma nueva y actual. Sus modalidades son muy variadas; por eso, no es posible resumirla en una fórmula corta ni presentar brevemente sus características esenciales. Es, por una parte, un típico vástago del mundo occidental y de sus formas de pensamiento filosófico; por otra, conecta con las intuiciones filosóficas y religiosas de Asia, especialmente y de forma asombrosa con las del subcontinente indio. El contacto entre esos dos mundos le otorga, en el momento histórico presente, un particular empuje.


Relativismo en teología: la retractación de la cristología

Esta realidad se muestra claramente en uno de sus fundadores y eminentes representantes, el presbiteriano americano J. Hick, cuyo punto de partida filosófico se encuentra en la distinción kantiana entre fenómeno y noúmeno: nosotros nunca podemos captar la verdad última en sí misma, sino sólo su apariencia en nuestro modo de percibir a través de diferentes lentes. Lo que nosotros captamos no es propiamente la realidad en sí misma, sino un reflejo a nuestra medida. En un primer momento, Hick intentó formular este concepto en un contexto cristocéntrico; después de permanecer un año en la India, lo transformó -tras lo que él mismo llama un giro copernicano de pensamiento- en una nueva forma de teocentrismo. La identificación de una forma histórica única, Jesús de Nazaret, con lo «real» mismo, el Dios vivo, es relegada ahora como una recaída en el mito. Jesús es conscientemente relativizado como un genio religioso entre otros. Lo Absoluto o el Absoluto mismo no puede darse en la historia, sino sólo modelos, formas ideales que nos recuerdan lo que en la historia nunca se puede captar como tal. De este modo, conceptos como Iglesia, dogma, sacramentos, deben perder su carácter incondicionado. Hacer un absoluto de tales mediaciones limitadas, o, más aún, considerarlos encuentros reales con la verdad universalmente válida del Dios que se revela sería lo mismo que elevar lo propio a la categoría de absoluto; de este modo, se perdería la infinitud del Dios totalmente otro.

Desde este punto de vista, que domina más el pensamiento que la teoría de Hick, afirmar que en la figura de Jesucristo y en la fe de la Iglesia hay una verdad vinculante y válida en la historia misma es calificado como fundamentalismo. Este fundamentalismo, que constituye el verdadero ataque al espíritu de la modernidad, se presenta de diversas maneras como la amenaza fundamental emergente contra los bienes supremos de la modernidad, es decir, la tolerancia y la libertad. Por otra parte, la noción de diálogo -que en la tradición platónica y cristiana ha mantenido una posición de significativa importancia- cambia de significado, convirtiéndose así en la quintaesencia del credo relativista y en la antítesis de la conversión y de la misión. En su acepción relativista, dialogar significa colocar la actitud propia, es decir, la propia fe, al mismo nivel que las convicciones de los otros, sin reconocerle por principio más verdad que la que se atribuye a la opinión de los demás. Sólo si supongo por principio que el otro puede tener tanta o más razón que yo, se realiza de verdad un diálogo auténtico. Según esta concepción, el diálogo ha de ser un intercambio entre actitudes que tienen fundamentalmente el mismo rango, y, por tanto, son mutuamente relativas; sólo así se podrá obtener el máximo de cooperación e integración entre las diferentes formas religiosas (2). La disolución relativista de la cristología y, más aún, de la eclesiología, se convierte, pues, en un mandamiento central de la religión. Para volver al pensamiento de Hick: la fe en la divinidad de una persona concreta -nos dice- conduce al fanatismo y al particularismo, a la disociación de fe y amor; y esto es precisamente lo que hay que superar (3).


El recurso a las religiones de Asia

En el pensamiento de Hick, que consideramos aquí como un representante eminente del relativismo religioso, se aproximan extrañamente la filosofía postmetafísica de Europa y la teología negativa de Asia, para la cual lo divino no puede nunca entrar por sí mismo y desveladamente en el mundo de apariencia en que vivimos, sino que se muestra siempre en reflejos relativos y queda más allá de toda palabra y de toda noción, en una transcendencia absoluta (4). Ambas filosofías se diferencian fundamentalmente tanto por su punto de partida como por la orientación que imprimen a la existencia humana, pero parecen confirmarse mutuamente en su relativismo metafísico y religioso. El relativismo arreligioso y pragmático de Europa y América puede conseguir de la India una especie de consagración religiosa, que parece dar a su renuncia al dogma la dignidad de un mayor respeto ante el misterio de Dios y del hombre. A su vez, el hacer referencia del pensamiento europeo y americano a la visión filosófica y teológica de la India refuerza la relativización de todas las figuras religiosas propias de la cultura hindú. De este modo, también a la teología cristiana en la India se le presenta como imperativo apartar la imagen de Cristo de su posición exclusiva -juzgada típicamente occidental- para colocarla al mismo nivel que los mitos salvíficos indios: el Jesús histórico -así se piensa ahora- no es más Logos absoluto que cualquier otra figura salvífica de la historia (5).

Bajo el signo del encuentro de las culturas, el relativismo parece presentarse aquí como la verdadera filosofía de la humanidad; este hecho le otorga visiblemente -en Oriente y en Occidente, como se ha señalado antes- una fuerza ante la que parece que ya no cabe resistencia alguna. Quien se resiste, se opone no sólo a la democracia y a la tolerancia -es decir, a los imperativos básicos de la comunidad humana-, sino que además persiste obstinadamente en la prioridad de la propia cultura occidental, y se niega al encuentro de las culturas, que es notoriamente el imperativo del momento presente. Quien desea permanecer en la fe de la Biblia y de la Iglesia, se ve empujado, de entrada, a una tierra de nadie en el plano cultural; debe, como primera medida, redescubrir la «locura de Dios» para reconocer en ella la verdadera sabiduría.

Ortodoxia y ortopraxis

Para ayudarnos en este intento de penetrar en la sabiduría encerrada en la locura de la fe, nos conviene tratar de conocer mejor la teoría relativista de la religión de Hick, y descubrir por qué caminos conduce al hombre. A fin de cuentas, la religión significa para Hick que el hombre pasa de la «self-centredness» como existencia del viejo Adán a la «reality-centredness» como existencia del hombre nuevo, y de este modo se extiende desde el propio yo hacia el tú del prójimo (6). Suena hermoso, pero, considerado con profundidad, resulta tan hueco y vacío como la llamada a la autenticidad de Bultmann, que, a su vez, había tomado ese concepto de Heidegger. Para esto no hace falta religión.

Consciente de estos límites, el antes sacerdote católico P. Knitter ha intentado superar el vacío de una teoría de la religión reducida al imperativo categórico, mediante una nueva síntesis entre Asia y Europa, más concreta e internamente enriquecida (7). Su propuesta tiende a dar a la religión una nueva concreción mediante la unión de la teología de la religión pluralista con las teologías de la liberación. El diálogo interreligioso debe simplificarse radicalmente y hacerse efectivo prácticamente, fundándolo sobre un único principio: «el primado de la ortopraxis respecto a la ortodoxia» (8). Este poner la praxis por encima del conocer es también herencia claramente marxista. Pero mientras el marxismo concreta sólo lo que proviene lógicamente de la renuncia a la metafísica -cuando el conocer es imposible, sólo queda la acción-, Knitter afirma: no se puede conocer lo absoluto, pero sí hacerlo. La cuestión, sin embargo, es: ¿es verdadera esta afirmación? ¿Dónde encuentro la acción justa, si no puedo conocer en absoluto lo justo? El fracaso de los regímenes comunistas se debe precisamente a que han tratado de cambiar el mundo sin saber qué es bueno y qué no es bueno para el mundo, sin saber en qué dirección debe modificarse el mundo para hacerlo mejor. La mera praxis no es luz.

Éste es el punto crucial para un examen crítico de la noción de ortopraxis. La anterior historia de la religión había comprobado que las religiones de la India no conocían en general una ortodoxia, sino más bien una ortopraxis; de ahí ha entrado probablemente la noción en la teología moderna. Pero en la descripción de las religiones de la India esto tenía un significado muy preciso: se quería decir que estas religiones no tenían un catecismo general obligatorio y que la pertenencia a ellas, por tanto, no estaba definida por la aceptación de un credo particular. Más bien estas religiones tienen un sistema de acciones rituales que consideran necesario para la salvación, y que distingue al «creyente» del no creyente. En ellas, el creyente no se reconoce por determinados conocimientos, sino por la observancia escrupulosa de un ritual que abarca toda la vida. El significado de ortopraxis, es decir, el recto obrar, está determinado con gran precisión: se trata de un código de ritos. Por otra parte, la palabra ortodoxia tenía originariamente, en la Iglesia primitiva y en las Iglesias orientales, casi la misma significación. Porque en el sufijo «doxia», por supuesto, doxa no se entendía en el sentido de «opinión» (opinión verdadera): las opiniones, desde el punto de vista griego, son siempre relativas, doxa era más bien entendido en su sentido de «gloria, glorificación». Ser ortodoxo significaba, por tanto, conocer y practicar el modo justo con el que Dios quiere ser glorificado. Se refiere al culto, y, a partir del culto, a la vida. En este sentido, habría aquí un punto sólido para un diálogo fructuoso entre el Este y el Oeste.

Pero volvamos a la recepción del término ortopraxis en la teología moderna. En este caso nadie piensa ya en el seguimiento de un ritual. La palabra ha cobrado un significado nuevo, que nada tiene que ver con el auténtico concepto indio. A decir verdad, algo queda de él: si la exigencia de ortopraxis tiene un sentido, y no quiere ser la tapadera de la carencia de obligatoriedad, entonces se debe dar también una praxis común, reconocible por todos, que supere la general palabrería del «centramiento en el yo» y la «referencia al tú». Si se excluye el sentido ritual que se le daba en Asia, entonces la praxis sólo puede ser comprendida como ética o como política. La ortopraxis supondría, en el primer caso, un «ethos» claramente definido en cuanto a su contenido. Esto viene, sin duda, excluido en la discusión ética relativista: ahora ya no hay nada bueno o malo en sí mismo. Pero si se entiende la ortopraxis en un sentido socio-político, vuelve a plantearse la pregunta por la naturaleza de la correcta acción política. Las teologías de la liberación, animadas por la convicción de que el marxismo nos señala claramente cuál es la buena praxis política, podían emplear la noción de ortopraxis en su sentido propio. No se trataba en este caso de no-obligatoriedad, sino de una forma establecida para todos de la praxis correcta -o sea, ortopraxis-, que reunía a la comunidad y distinguía de ella a los que rechazaban el obrar correcto. En esta medida las teologías de la liberación marxistas eran, a su modo, lógicas y consecuentes.

Como se ve, esta ortopraxis reposa, sin embargo, sobre una cierta ortodoxia -en el sentido moderno-: un armazón de teorías obligatorias acerca del camino hacia la libertad. Knitter se encuentra en las proximidades de este principio cuando afirma que el criterio para diferenciar la ortopraxis de la pseudo-praxis es la libertad (9). Pero todavía tiene que explicarnos de una manera convincente y práctica qué es la libertad, y qué sirve a la verdadera liberación del hombre: la ortopraxis marxista seguro que no, como hemos visto. Una cosa sin embargo es clara: las teorías relativistas desembocan en el arbitrio y se vuelven por ello superfluas, o bien pretenden una normatividad absoluta, que ahora se sitúa en la praxis, erigiendo en ella un absolutismo que no tiene lugar. A decir verdad, es un hecho que también en Asia se proponen hoy concepciones de la teología de la liberación como formas de cristianismo presuntamente más adecuadas al espíritu asiático, y que sitúan el núcleo de la acción religiosa en el ámbito político. Donde el misterio ya no cuenta, la política debe convertirse en religión. Y, sin duda, esto es profundamente opuesto a la visión religiosa asiática original.


New Age

El relativismo de Hick, Knitter y teorías afines se basa, a fin de cuentas, en un racionalismo que declara a la razón -en el sentido kantiano- incapaz del conocimiento metafísico (10); la nueva fundamentación de la religión tiene lugar por un camino pragmático con tonos más éticos o más políticos. Pero hay también una respuesta conscientemente antirracionalista a la experiencia del lema «todo es relativo» que se reúne bajo la pluriforme denominación de «New Age» (11).

Para los partidarios del New Age, el remedio del problema del relativismo no hay que buscarlo en un nuevo encuentro del yo con el tú o con el nosotros, sino en la superación del sujeto, en el retorno extático a la danza cósmica. Al igual que la gnosis antigua, esta solución se considera en sintonía con todo lo que enseña la ciencia y pretende, además, valorar los conocimientos científicos de cualquier género (biología, psicología, sociología, física). Al mismo tiempo, sin embargo, partiendo de estas premisas, quiere ofrecer un modelo totalmente antirracionalista de religión, una moderna «mística» en la que lo absoluto no se puede creer, sino experimentar. Dios no es una persona que está frente al mundo, sino la energía espiritual que invade el Todo. Religión significa la inserción de mi yo en la totalidad cósmica, la superación de toda división. K.H. Menke describe muy bien el giro espiritual que de ello deriva, cuando afirma: «El sujeto, que pretendía someter a sí todo, se transfunde ahora en el ´Todo´» (12). La razón objetivante nos cierra el camino hacia el misterio de la realidad; la yoidad nos aísla de la abundancia de la realidad cósmica, destruye la armonía del todo, y es la verdadera causa de nuestra irredención. La redención está en el desenfreno del yo, en la inmersión en la exuberancia de lo vital, en el retorno al Todo. Se busca el éxtasis, la embriaguez de lo infinito, que puede acaecer en la música embriagadora, en el ritmo, en la danza, en el frenesí de luces y sombras, en la masa humana. De este modo, no sólo se vuelca el camino de la época moderna hacia el dominio absoluto del sujeto; aun más, el hombre mismo, para ser liberado, debe deshacerse en el «Todo». Los dioses retornan. Ellos aparecen más creíbles que Dios. Hay que renovar los ritos primitivos en los que el yo se inicia en el misterio del Todo y se libera de sí mismo.

La reedición de religiones y cultos precristianos, que hoy se intenta con frecuencia, tiene muchas explicaciones. Si no existe la verdad común, vigente precisamente porque es verdadera, el cristianismo es sólo algo importado de fuera, un imperialismo espiritual que se debe sacudir con no menos fuerza que el político. Si en los sacramentos no tiene lugar el contacto con el Dios vivo de todos los hombres, entonces son rituales vacíos que no nos dicen nada ni nos dan nada; que, a lo sumo, nos permiten percibir lo numinoso, que reina en todas las religiones. Aún entonces, parece más sensato buscar lo originalmente propio, en lugar de dejarse imponer algo ajeno y anticuado. Pero, ante todo, si la «sobria ebriedad» del misterio cristiano no puede embriagarnos de Dios, entonces hay que invocar la embriaguez real de éxtasis eficaces, cuya pasión arrebata y nos convierte -al menos por un instante- en dioses, y nos deja percibir por un momento el placer de lo infinito y olvidar la miseria de lo finito. Cuanto más manifiesta sea la inutilidad de los absolutismos políticos, tanto más fuerte será la atracción del irracionalismo, la renuncia a la realidad de lo cotidiano (13).


El pragmatismo en la vida cotidiana de la Iglesia

Junto a estas soluciones radicales, y junto al gran pragmatismo de las teologías de la liberación, está también el pragmatismo gris de la vida cotidiana de la Iglesia, en el que aparentemente todo continúa con normalidad, pero en realidad la fe se consume y decae en lo mezquino. Pienso en dos fenómenos, que considero con preocupación. En primer lugar, existe en diversos grados de intensidad el intento de extender a la fe y a las costumbres el principio de la mayoría, para así «democratizar», por fin, decididamente la Iglesia. Lo que no parece evidente a la mayoría no puede ser obligatorio; eso parece. Pero propiamente, ¿a qué mayoría? ¿Habrá mañana una mayoría como la de hoy? Una fe que nosotros mismos podemos determinar no es en absoluto una fe. Y ninguna minoría tiene por qué dejarse imponer la fe por una mayoría. La fe, junto con su praxis, o nos llega del Señor a través de su Iglesia y la vida sacramental, o no existe en absoluto. El abandono de la fe por parte de muchos se basa en el hecho de que les parece que la fe podría ser decidida por alguna instancia burocrática, que sería como una especie de programa de partido: quien tiene poder dispone qué debe ser de fe, y por eso importa en la Iglesia misma llegar al poder o, de lo contrario -más lógico y más aceptable-, no creer.

El otro punto, sobre el que quería llamar la atención, se refiere a la liturgia. Las diversas fases de la reforma litúrgica han dejado que se introduzca la opinión de que la liturgia puede cambiarse arbitrariamente. De haber algo invariable, en todo caso se trataría de las palabras de la consagración; todo lo demás se podría cambiar. El siguiente pensamiento es lógico: si una autoridad central puede hacer esto, ¿por qué no también una instancia local? Y si lo pueden hacer las instancias locales, ¿por qué no en realidad la comunidad misma? Ésta se debería poder expresar y encontrar en la liturgia. Tras la tendencia racionalista y puritana de los años setenta e incluso de los ochenta, hoy se siente el cansancio de la pura liturgia hablada y se desea una liturgia vivencial que no tarda en acercarse a las tendencias del New Age: se busca lo embriagador y extático, y no la «logikè latreia», la «rationabilis oblatio» de que habla Pablo y con él la liturgia romana (Rom 12,1).

Admito que exagero; lo que digo no describe la situación normal de nuestras comunidades. Pero las tendencias están ahí. Y por eso se nos ha pedido estar en vela, para que no se nos introduzca subrepticiamente un Evangelio distinto del que nos ha entregado el Señor -la piedra en lugar del pan.


Tareas de la teología

Nos encontramos, en resumidas cuentas, en una situación singular: la teología de la liberación había intentado dar al cristianismo, cansado de los dogmas, una nueva praxis mediante la cual finalmente tendría lugar la redención. Pero esa praxis ha dejado tras de sí ruina en lugar de libertad. Queda el relativismo y el intento de conformarnos con él. Pero lo que así se nos ofrece es tan vacío que las teorías relativistas buscan ayuda en la teología de la liberación, para, desde ella, poder ser llevadas a la práctica. El New Age dice finalmente: dejemos el fracasado experimento del cristianismo; volvamos mejor de nuevo a los dioses, que así se vive mejor. Se presentan muchas preguntas. Tomemos la más práctica: ¿por qué se ha mostrado tan indefensa la teología clásica ante estos acontecimientos? ¿Dónde se encuentran los puntos débiles que la han vuelto ineficaz?

Desearía mencionar dos puntos que, a partir de Hick y Knitter, nos salen al encuentro. Ambos se remiten, para justificar su labor destructiva de la cristología, a la exégesis: dicen que la exégesis ha probado que Jesús no se consideraba en absoluto hijo de Dios, Dios encarnado, sino que él habría sido hecho tal después, de un modo gradual, por obra de sus discípulos (14). Ambos -Hick más claramente que Knitter- se remiten, además, a la evidencia filosófica. Hick nos asegura que Kant ha probado irrefutablemente que lo absoluto o el Absoluto no puede ser reconocido en la historia ni aparecer en ella como tal (15). Por la estructura de nuestro conocimiento, no puede darse -según Kant- lo que la fe cristiana sostiene; así, milagros, misterios o sacramentos son supersticiones, como nos aclara Kant en su obra «La religión dentro de los límites de la mera razón» (16). Las preguntas por la exégesis y por los límites y posibilidad de nuestra razón, es decir, por las premisas filosóficas de la fe, me parece que indican de hecho el punto crucial de la crisis de la teología contemporánea, por el que la fe -y, cada vez más, también la fe de los sencillos- entra en crisis.

Querría ahora tan sólo bosquejar la tarea que se nos presenta. En primer lugar, por lo que se refiere a la exégesis, sea dicho de entrada que Hick y Knitter no pueden indudablemente apoyarse en la exégesis en general, como si se tratase de un resultado indiscutible y compartido por todos los exegetas. Esto es imposible en la investigación histórica, que no conoce tal tipo de certeza. Y todavía más imposible respecto de una pregunta que no es puramente histórica o literaria, sino que encierra opciones valorativas que exceden la mera comprobación de lo pasado y la mera interpretación de textos. Pero es cierto que un recorrido global a través de la exégesis moderna puede dejar una impresión que se acerca a la de Hick y Knitter.

¿Qué tipo de certeza le corresponde? Supongamos -lo que se puede dudar- que la mayoría de los exegetas piensa así; todavía permanece la pregunta: ¿Hasta qué punto está fundada dicha opinión mayoritaria? Mi tesis es la siguiente: el hecho de que muchos exegetas piensen como Hick y Knitter, y reconstruyan como ellos la historia de Jesús, se debe a que comparten su misma filosofía. No es la exégesis la que prueba la filosofía, sino la filosofía la que engendra la exégesis (17). Si yo sé a priori (para hablar con Kant) que Jesús no puede ser Dios, que los milagros, misterios y sacramentos son tres formas de superstición, entonces no puedo descubrir en los libros sagrados lo que no puede ser un hecho. Sólo puedo descubrir por qué y cómo se llegó a tales afirmaciones, y cómo se han ido formando gradualmente.

Veámoslo con algo más de precisión. El método histórico-crítico es un excelente instrumento para leer fuentes históricas e interpretar textos. Pero contiene su propia filosofía que, en general -por ejemplo, cuando intento estudiar la historia de los emperadores medievales-, apenas tiene relevancia. Y es que, en este caso, quiero conocer el pasado, y nada más. Tampoco esto se puede hacer de un modo neutral, y por eso también aquí hay límites del método. Pero si se aplica a la Biblia, salen a la luz muy claramente dos factores que de lo contrario no se notarían. En primer lugar, el método quiere conocer lo pasado como pasado. Quiere captar con la mayor precisión lo que sucedió en un momento pretérito, encerrado en su situación de pasado, en el punto en que se encontraba entonces. Y, además, presupone que la historia es, en principio, uniforme: el hombre con todas sus diferencias, el mundo con todas sus distinciones, está determinado de tal modo por las mismas leyes y los mismos límites, que puedo eliminar lo que es imposible. Lo que hoy no puede ocurrir de ningún modo, no pudo tampoco suceder ayer, ni sucederá tampoco mañana.

Si aplicamos esto a la Biblia, resulta que un texto, un acontecimiento, una persona estará fijada estrictamente en su pasado. Se quiere averiguar lo que el autor pasado ha dicho entonces y puede haber dicho o pensado. Se trata de lo «histórico», de lo «pasado». Por eso la exégesis histórico-crítica no me trae la Biblia al hoy, a mi vida actual. Esto es imposible. Por el contrario, ella la separa de mí y la muestra estrictamente asentada en el pasado. Éste es el punto en que Drewermann ha criticado con razón la exégesis histórico-crítica en la medida en que pretende ser autosuficiente. Esta exégesis, por definición, expresa la realidad, no de hoy, ni mía, sino de ayer, de otro. Por eso nunca puede mostrar al Cristo de hoy, mañana y siempre, sino solamente -si permanece fiel a sí misma- al Cristo de ayer.

A esto hay que añadir la segunda suposición, la homogeneidad del mundo y de la historia, es decir, lo que Bultmann llama la moderna imagen del mundo. M. Waldstein ha mostrado, con un cuidadoso análisis, que la teoría del conocimiento de Bultmann estaba totalmente influida por el neokantismo de Marburgo (18). Gracias a él sabía lo que puede y no puede existir. En otros exegetas, la conciencia filosófica estará menos pronunciada, pero la fundamentación mediante la teoría del conocimiento kantiana está siempre implícitamente presente, como acceso hermenéutico incuestionable a la crítica. Porque esto es así, la autoridad de la Iglesia no puede imponer sin más que se deba encontrar en la Sagrada Escritura una cristología de la filiación divina. Pero sí que puede y debe invitar a examinar críticamente la filosofía del propio método. En definitiva, se trata de que, en la revelación de Dios, Él, el Viviente y Verdadero, irrumpe en nuestro mundo y abre también la cárcel de nuestras teorías, con cuyas rejas nos queremos proteger contra esa venida de Dios a nuestras vidas. Gracias a Dios, en medio de la actual crisis de la filosofía y de la teología, se ha puesto hoy en marcha, en la misma exégesis, una nueva reflexión sobre los principios fundamentales, elaborada también gracias a los conocimientos conseguidos mediante un cuidadoso análisis histórico de los textos (19). Éstos ayudan a romper la prisión de previas decisiones filosóficas, que paraliza la interpretación: la amplitud de la palabra se abre de nuevo.

El problema de la exégesis se encuentra ligado, como vimos, al problema de la filosofía. La indigencia de la filosofía, la indigencia a la que la paralizada razón positivista se ha conducido a sí misma, se ha convertido en indigencia de nuestra fe. La fe no puede liberarse, si la razón misma no se abre de nuevo. Si la puerta del conocimiento metafísico permanece cerrada, si los límites del conocimiento humano fijados por Kant son infranqueables, la fe está llamada a atrofiarse: sencillamente le falta el aire para respirar. Cuando una razón estrictamente autónoma, que nada quiere saber de la fe, intenta salir del pantano de la incerteza «tirándose de los cabellos» -por expresarlo de algún modo-, difícilmente ese intento tendrá éxito. Porque la razón humana no es en absoluto autónoma. Se encuentra siempre en un contexto histórico. El contexto histórico desfigura su visión (como vemos); por eso necesita también una ayuda histórica que le ayude a traspasar sus barreras históricas (20). Soy de la opinión de que ha naufragado ese racionalismo neo-escolástico que, con una razón totalmente independiente de la fe, intentaba reconstruir con una pura certeza racional los «praeambula fidei»; no pueden acabar de otro modo las tentativas que pretenden lo mismo. Sí: tenía razón Karl Barth al rechazar la filosofía como fundamentación de la fe independiente de la fe; de ser así, nuestra fe se fundaría, al fin y al cabo, sobre las cambiantes teorías filosóficas. Pero Barth se equivocaba cuando, por este motivo, proponía la fe como una pura paradoja que sólo puede existir contra la razón y como totalmente independiente de ella. No es la menor función de la fe ofrecer la curación a la razón como razón; no la violenta, no le es exterior, sino que la hace volver en sí. El instrumento histórico de la fe puede liberar de nuevo a la razón como tal, para que ella -introducida por éste en el camino- pueda de nuevo ver por sí misma. Debemos esforzarnos hacia un nuevo diálogo de este tipo entre fe y filosofía, porque ambas se necesitan recíprocamente. La razón no se salvará sin la fe, pero la fe sin la razón no será humana.


Perspectiva

Si consideramos la presente situación cultural, acerca de la cual he intentado dar algunas indicaciones, nos debe francamente parecer un milagro que, a pesar de todo, todavía haya fe cristiana. Y no sólo en las formas sucedáneas de Hick, Knitter y otros; sino la fe completa y serena del Nuevo Testamento, de la Iglesia de todos los tiempos. ¿Por qué tiene la fe, en suma, todavía una oportunidad? Yo diría lo siguiente: porque está de acuerdo con lo que el hombre es. Y es que el hombre es algo más de lo que Kant y los distintos filósofos postkantianos quieren ver y conceder. Kant mismo lo ha debido reconocer de algún modo con sus postulados. En el hombre anida un anhelo inextinguible hacia lo infinito. Ninguna de las respuestas intentadas es suficiente; sólo el Dios que se hizo Él mismo finito para abrir nuestra finitud y conducirnos a la amplitud de su infinitud, responde a la pregunta de nuestro ser. Por eso, también hoy la fe cristiana encontrará al hombre. Nuestra tarea es servirla con ánimo humilde y con todas las fuerzas de nuestro corazón y de nuestro entendimiento.




Notas

1. Una visión panorámica sobre los exponentes de mayor relieve de la teología pluralista se encuentra en P. Schmidt-Leukel, "Das Pluralistische Modell in der Theologie der Religionen. Ein Literaturbericht", en: Theologische Revue 89 (1993) 353-370. Para una crítica: M. von Bruck-J. Werbick, Der einzige Weg zum Heil? Die Herausforderung des christlichen Absolutheitsanspruchs durch pluralistische Religionstheologien (QD 143, Freiburg 1993); K.-H. Menke, Die Einzigkeit Jesu Christi im Horizont der Sinnfrage (Freiburg 1995), espec 75-176. Menke ofrece una excelente introducción a las posiciones de dos representantes principales de esta corriente, J Hick y P.F. Knitter, de la que me sirvo ampliamente para las siguientes reflexiones. En el desarrollo de estos problemas Menke ofrece, en la segunda parte de su obra, indicaciones importantes y dignas de ser tomadas en consideración, pero suscita también algún problema. Un interesante esfuerzo por afrontar sistemáticamente la cuestión de las religiones en una perspectiva cristológica es el efectuado por B. Stubenrauch, Dialogisches Dogma. Der christliche Auftrag zur interreligiösen Begegnung (QD 158, Freiburg 1995). También se ocupa del problema de la teología pluralista de las religiones un documento de la Comisión Teológica Internacional, que está en preparación.

2. Cf. al respecto el instructivo editorial de la revista Civiltà Cattolica, cuaderno 1, 1996, pp. 107-120: "Il cristianesimo e le altre religioni". Ahí se establece una estrecha confrontación sobre todo con Hick, Knitter y P. Panikkar.

3. Cf. por ejemplo J. Hick, An Interpretation of Religion. Human Responses to Transcendent (London 1989); Menke, loc. cit., 90.

4. Cf. E. Frauwallner, Geschichte der indischen Philosophie, 2 vol. (Salzburg 1953 y 1956); H. v. Glasenapp, Die Philosophie der Inder (Stuttgart 1985, 4a. ed.); S.N. Dasgupta, History of Indian Philosophy, 5 vol. (Cambridge 1922-1955); K.B. Ramakrishna Rao, Ontology of Advaita with special reference to Maya (Mulki 19ó4).

5. Se mueve decididamente en esta dirección F. Wilfred, Beyond settled foundations. The Journey of Indian Theology (Madras 1993); Id., "Some tentative reflections on the language of Christian uniqueness: An Indian Perspective", en Pont. Cons. pro Dialogo inter Religiones. Pro Dialogo. Bulletin 85-86 (1994/1) 40-57.

6. J. Hick, Evil and the God of Love (Norfolk 1975, 4a. ed.) 240s; An Interpretation of Religion, 236-240; cf. Menke, loc. cit., 81s.

7. La obra principal de J. Knitter: No Other Name! A Critical Survey of Christian Attitudes towards the World Religions (New York 1985) ha sido traducida en muchas lenguas. Cf. al respecto Menke, loc. cit., 94-110. A. Kolping presenta también una cuidadosa valoración crítica en su recensión en: Theologische Revue 87 (1991) 234-240.

8. Cf. Menke, loc. cit., 95.

9. Cf. ib., 109.

10. Knitter y Hick, al rechazar el absoluto en la historia, hacen referencia a la filosofía de Kant; cf. Menke 78 y 108.

11. El concepto de New Age, o era del Acuario, fue acuñado hacia la mitad de nuestro siglo por Raul Le Cour (1937) y Alice Bailey (quien afirmó haber recibido en 1945 mensajes relativos a un nuevo orden universal y una nueva religión universal). Entre el 1960 y el 1970 surgió también en California el Instituto Esalen. Actualmente la exponente más famosa del New Age es Marilyn Ferguson. Michael Fuss ("New Age: Supermarkt alternativer Spiritualität", en Communio 20, 1991, pp. 148-157) ve en el New Age una combinación de elementos judeo-cristianos con el proceso de secularización, en donde confluyen también corrientes gnósticas y elementos de las religiones orientales. Una útil orientación sobre esta temática se encuentra en la carta pastoral del Card. G. Danneels, traducida en diversas lenguas, Le Christ ou le Verseau (1990). Cf. también Menke, loc. cit., 31-36; J. Le Bar (dirigida por), Cults Sects and the New Age (Huntington, Indiana, s.a.).

12. Loc. cit., 33.

13. Es necesario destacar que se van configurando cada vez más claramente dos diversas corrientes del New Age: una gnóstico religiosa, que busca el ser trascendente y transpersonal y en él el yo auténtico; otra ecológico monista, que se dirige a la materia, a la Madre Tierra y en el eco feminismo se enlaza con el feminismo. 14. Las pruebas están expuestas en Menke, loc. cit., 90 y 97.

15. Cf. nota 10.

16. B 302.

17. Esto se puede constatar muy claramente en el encuentro entre A. Schlatter y A. von Harnack al final del siglo pasado, como ha sido descrito cuidadosamente en base a las fuentes en W. Neuer, Adolf Schlatter. Ein Leben für Theologie und Kirche (Stuttgart 1996) 301ss. He buscado exponer mi opinión acerca de este problema en la "Questio disputata" dirigida por mí: Schriftauslegung im Widerstreit (Freiburg 1989) 15-44. Cf. también la obra colectiva: I. de la Potterie - R. Guardini - J. Ratzinger - G. Colombo - E. Bíanchi, L´esegesi cristiana oggi (Casale Monferrato 1991).

18. M. Waldstein, "The foundations of Bultmann´s work", en Communio am. 1987, pp. 115-145.

19. Cf. por ejemplo el volumen colectivo, dirigido por C.E. Braaten y R.W. Jensson: Reclaiming the Bible for the Church (Cambridge, USA 1995), y en particular la aportación de B.S. Childs, "On Reclaiming the Bible for Christian Theology", ib., pp.1-17.

20. El haber descuidado esto y el haber querido buscar un fundamento racional de la fe que fuera presuntamente del todo independiente de la fe (una posición que no convence por su pura racionalidad abstracta) es, en mi opinión, el error esencial, en el plano filosófico, del intento efectuado por H.J. Verweyen, Gottes letztes Wort (Düsseldorf 1991), del cual habla Menke, loc. cit., 111-176, aun cuando lo que él dice contenga muchos elementos importantes y válidos. Considero, en cambio, histórica y objetivamente más fundada la posición de J. Pieper (véase la nueva edición de sus libros: Schriften zum Philosophiebegriff, Hamburg Meiner 1995).


Conferencia del cardenal J. Ratzinger en el encuentro de presidentes de comisiones episcopales de América Latina para la doctrina de la fe, celebrado en Guadalajara (México)
 
 
La Teología, Ciencia de la Salvación (texto condensado)
Libro. La teología es la ciencia que tiene a Dios por objeto, la que Dios mismo posee y comunica a los hombres por su gracia.
 
La Teología, Ciencia de la Salvación  (texto condensado)
La Teología, Ciencia de la Salvación (texto condensado)
La Teología es la ciencia que tiene Dios de sí mismo y del mundo creado. Dios tiene como objeto propio de su ciencia a sí mismo; se conoce intuitivamente y conoce a los demás objetos como participaciones suyas, y este conocimiento lo comunica de una forma gratuita a los hombres, de una manera perfecta en la visión beatífica de los santos, de manera imperfecta, pero no por eso menos maravillosa, en la revelación y en la fe.

Teología es la ciencia que tiene como objeto a Dios, y esta ciencia a su vez puede considerarse como la suma de los conocimientos humanos sobre Dios.

La Teología es ciencia sobre Dios en ambos sentidos, pero sobre Dios existe una triple ciencia: la que se obtiene por reflexión sobre el mundo creado, la que procede de la palabra de Dios a los hombres, y finalmente la que se deriva de la visión misma de Dios.

La Teología propiamente dicha alcanza a Dios por la palabra y el testimonio de Dios sobre sí mismo, y por la luz de la razón iluminada por la fe. La Teología de la patria conoce a Dios en su esencia y por la luz de la gloria.

A cada una de estas formas de Teología le corresponde un conocimiento de Dios cada vez más profundo: Por la Teología natural conocemos a Dios como principio y fin del universo; por la Teología propiamente dicha conocemos los misterios de su vida íntima a través de su Palabra; y por la Teología de la patria veremos finalmente el Misterio al descubierto, en una visión cara a cara.

La Teología propiamente dicha es la ciencia de Dios, pero de Dios tal como se nos ha dado conocer por la revelación, y en la medida en que esta revelación.

El teólogo se esfuerza, por medio de la reflexión, en llegar a una inteligencia más profunda de los misterios que ya ha aceptado por su fe; pero lo que para un simple fiel es objeto de asentimiento, para el teólogo se convierte en objeto de reflexión, y lo que el simple fiel afirma como verdadero, el teólogo lo considera como objeto de inteligibilidad.

* Texto condensado del libro titulado “La Teología, Ciencia de la Salvación”, escrito por René Latourelle



CONTENIDO DEL LIBRO (18 capítulos) 
 
 
 
Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo
La Congregación para la doctrina de la fe con la presente instrucción, se propone iluminar la misión de la teología en la iglesia.
 
Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo
Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo


Introducción

1. La verdad que hace libres es un don de Jesucristo (cf. Jn 8, 32). La búsqueda de la verdad es una exigencia de la naturaleza del hombre, mientras que la ignorancia lo mantiene en una condición de esclavitud. En efecto, el hombre no puede ser verdaderamente libre si no recibe una luz sobre las cuestiones centrales de su existencia y en particular sobre aquella de saber de dónde viene y a dónde va. El llega a ser libre cuando Dios se le entrega como un Amigo, según la palabra del Señor: "Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; sino que os llamo amigos, porque todo lo que he oído del Padre os lo he dado a conocer" (Jn 15, 15). La liberación de la alienación del pecado y de la muerte se realiza en el hombre cuando Cristo, que es la Verdad, se hace el "camino" para él (cf. Jn 14, 6).

En la fe cristiana están intrínsecamente ligados el conocimiento y la vida, la verdad y la existencia. La verdad ofrecida en la revelación de Dios sobrepasa ciertamente las capacidades de conocimiento del hombre, pero no se opone a la razón humana. Más bien la penetra, la eleva y reclama la responsabilidad de cada uno (cf. 1 P 3, 15). Por esta razón desde el comienzo de la iglesia la "norma de la doctrina" (Rm 6, 17) ha estado vinculada, con el bautismo, al ingreso en el misterio de Cristo. El servicio a la doctrina, que implica la búsqueda creyente de la comprensión de la fe es decir, la teología, constituye por lo tanto una exigencia a la cual la Iglesia no puede renunciar.

En todas las épocas la teología es importante para que la Iglesia pueda responder al designio de Dios que quiere que: "todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad" (1 Tm 2, 4). En los momentos de grandes cambios espirituales y culturales es todavía más importante, pero está también expuesta a riesgos, porque debe esforzarse en "permanecer" en la verdad (cf. Jn 8, 31) y tener en cuenta, al mismo tiempo, los nuevos problemas que se presentan al espíritu humano. En nuestro siglo, particularmente durante la preparación y realización del Concilio Vaticano II , la teología ha contribuido mucho a una más profunda "comprensión de las cosas y de las palabras transmitidas"[1], pero ha conocido también y conoce todavía momentos de crisis y de tensión.

La Congregación para la doctrina de la fe, por consiguiente, considera oportuno dirigir a los obispos de la Iglesia católica, y a través de ellos a los teólogos, la presente instrucción que se propone iluminar la misión de la teología en la iglesia. Después de considerar la verdad como don de Dios a su pueblo (I), describirá la función de los teólogos (II), se detendrá en la misión particular de los pastores (III), y, finalmente, propondrá algunas indicaciones acerca de la justa relación entre unos y otros (IV). De esta manera quiere servir al progreso en el conocimiento de la verdad (cf. Col 1, 10), que nos introduce en la libertad por la cual Cristo murió y resucitó (cf. Ga 5, 1).


I. La verdad, don de Dios a su pueblo

2. Movido por un amor sin medida, Dios ha querido acercarse al hombre que busca su propia identidad y caminar con él (cf. Lc 24, 15). Lo ha liberado de las insidias del "padre de la mentira" (cf. Jn 8, 44) y lo ha introducido en su intimidad para que encuentre allí, sobreabundantemente, su verdad plena y su verdadera libertad. Este designio de amor concebido por el "Padre de la luz" (St 1, 17; cf. 1 P 2, 9; 1 Jn 1, 5), realizado por el Hijo vencedor de la muerte (cf. Jn 8, 36), se actualiza incesantemente por el Espíritu que conduce "hacia la ven dad plena" (Jn 16, 13).

3. La verdad posee en sí misma una fuerza unificante: libera a los hombres del aislamiento y de las oposiciones en las que se encuentran encerrados por la ignorancia de la verdad y, mientras abre el camino hacia Dios, une los unos con los otros. Cristo destruyó el muro de separación que los había hecho ajenos a la promesa de Dios y a la comunión de la Alianza (cf. Ef 2, 12-14). Envía al corazón de los creyentes su Espíritu, por medio del cual todos nosotros somos en El "uno solo" (cf. Rm 5, 5; Ga 3, 28). Así llegamos a ser, gracias al nuevo nacimiento y a la unción del Espíritu Santo (cf. Jn 3, 5; 1 Jn 2, 20. 27), el nuevo y único Pueblo de Dios que, con las diversas vocaciones y carismas, tiene la misión de conservar y transmitir el don de la verdad. En efecto, la iglesia entera como "sal de la tierra" y "luz del mundo" (cf. Mt 5, 13 s.), debe dar testimonio de la verdad de Cristo que hace libres.

4. El pueblo de Dios responde a esta llamada "sobre todo por medio de una vida de fe y de caridad y ofreciendo a Dios un sacrificio de alabanza". En relación más específica con la "vida de fe" el Concilio Vaticano II precisa que "la totalidad de los fieles, que han recibido la unción del Espíritu Santo (cf. 1 Jn 2, 20. 27), no puede equivocarse cuando cree, y esta peculiar prerrogativa suya la manifiesta mediante el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo, cuando, `desde los obispos hasta los últimos laicos" presta su consentimiento universal en las cosas de fe y costumbres"[2].

5. Para ejercer su función profética en el mundo, el pueblo de Dios debe constantemente despertar o "reavivar" su vida de fe (cf. 2 Tm 1, 6), en especial por medio de una reflexión cada vez más profunda, guiada por el Espíritu Santo, sobre el contenido de la fe misma y a través de un empeño en demostrar su racionalidad a aquellos que le piden cuenta de ella (cf. 1 P 3 , 1 5) . Para esta misión el Espíritu de la verdad concede, a fieles de todos los órdenes, gracias especiales otorgadas "para común utilidad" (1 Co 12, 7-11).


II. La vocación del teólogo

6. Entre las vocaciones suscitadas de ese modo por el Espíritu en la iglesia se distingue la del teólogo, que tiene la función especial de lograr, en comunión con el Magisterio, una comprensión cada vez más profunda de la Palabra de Dios contenida en la Escritura inspirada y transmitida por la tradición viva de la iglesia.

Por su propia naturaleza la fe interpela la inteligencia, porque descubre al hombre la verdad sobre su destino y el camino para alcanzarlo. Aunque la verdad revelada supere nuestro modo de hablar y nuestros conceptos sean imperfectos frente a su insondable grandeza (cf. Ef 3, 19), sin embargo invita a nuestra razón --don de Dios otorgado para captar la verdad-- a entrar en su luz, capacitándola así para comprender en cierta medida lo que ha creído. La ciencia teológica, que busca la inteligencia de la fe respondiendo a la invitación de la voz de la verdad ayuda al pueblo de Dios, según el mandamiento del Apóstol (cf. 1 P 3, 15), a dar cuenta de su esperanza a aquellos que se lo piden.

7. El trabajo del teólogo responde de ese modo al dinamismo presente en la fe misma: por su propia naturaleza la Verdad quiere comunicarse, porque el hombre ha sido creado para percibir la verdad y desea en lo más profundo de sí mismo conocerla para encontrarse en ella y descubrir allí su salvación (cf. 1 Tm 2, 4). Por esta razón el Señor ha enviado a sus apóstoles para que conviertan en "discípulos" todos los pueblos y les prediquen (cf. Mt 28, 19 s.). La teología que indaga la "razón de la fe" y la ofrece como respuesta a quienes la buscan, constituye parte integral de la obediencia a este mandato, porque los hombres no pueden llegar a ser discípulos si no se les presenta la verdad contenida en la palabra de la fe (cf. Rm 10, 14 s.).

La teología contribuye, pues, a que la fe sea comunicable y a que la inteligencia de los que no conocen todavía a Cristo la pueda buscar y encontrar. La teología, que obedece así al impulso de la verdad que tiende a comunicarse, al mismo tiempo nace también del amor y de su dinamismo: en el acto de fe, el hombre conoce la bondad de Dios y comienza a amarlo, y el amor desea conocer siempre mejor a aquel que ama[3]. De este doble origen de la teología, enraizado en la vida interna del pueblo de Dios y en su vocación misionera, deriva el modo con el cual ha de ser elaborada para satisfacer las exigencias de su misma naturaleza.

8. Puesto que el objeto de la teología es la Verdad, el Dios vivo y su designio de salvación revelado en Jesucristo, el teólogo está llamado a intensificar su vida de fe y a unir siempre la investigación científica y la oración[4]. Así estará más abierto al "sentido sobrenatural de la fe" del cual dependa y que se le manifestará como regla segura para guiar su reflexión y medir la seriedad de sus conclusiones,

9. A lo largo de los siglos la teología se ha constituido progresivamente en un verdadero y propio saber científico. Por consiguiente es necesario que el teólogo esté atento a las exigencias epistemológicas de su disciplina, a los requisitos de rigor crítico y, por lo tanto, al control racional de cada una de las etapas de su investigación. Pero la exigencia crítica no puede identificarse con el espíritu crítico que nace más bien de motivaciones de carácter afectivo o de prejuicios. El teólogo debe discernir en sí mismo el origen y las motivaciones de su actitud crítica y dejar que su mirada se purifique por la fe. El quehacer teológico exige un esfuerzo espiritual de rectitud y de santificación.

l0. La verdad revelada aunque trasciende la razón humana, está en profunda armonía con ella. Esto supone que la razón esté por su misma naturaleza ordenada a la verdad de modo que, iluminada por la fe, pueda penetrar el significado de la revelación. En contra de las afirmaciones de muchas corrientes filosóficas, pero en conformidad con el recto modo de pensar que encuentra confirmación en la Escritura se debe reconocer la capacidad que posee la razón humana para alcanzar la verdad, como también su capacidad metafísica de conocer a Dios a partir de lo creado[5].

La tarea, propia de la teología, de comprender el sentido de la revelación exige, por consiguiente, la utilización de conocimientos filosóficos que proporcionen "un sólido y armónico conocimiento del hombre, del mundo y de Dios"[6], y puedan ser asumidos en la reflexión sobre la doctrina revelada. Las ciencias históricas igualmente son necesarias para los estudios del teólogo, debido sobre todo al carácter histórico de la revelación, que nos ha sido comunicada en una "historia de salvación". Finalmente se debe recurrir también a las "ciencias humanas", para comprender mejor la verdad revelada sobre el hombre y sobre las normas morales de su obrar, poniendo en relación con ella los resultados válidos de estas ciencias.

En esta perspectiva corresponde a la tarea del teólogo asumir elementos de la cultura de su ambiente que le permitan evidenciar uno u otro aspecto de los misterios de la fe. Dicha tarea es ciertamente ardua y comporta riesgos, pero en sí misma es legítima y debe ser impulsada.

Al respecto, es importante subrayar que la utilización por parte de la teología de elementos e instrumentos conceptuales provenientes de la filosofía o de otras disciplinas exige un discernimiento que tiene su principio normativo último en la doctrina revelada. Es ésta la que debe suministrar los criterios para el discernimiento de esos elementos e instrumentos conceptuales, y no al contrario.

11. El teólogo, sin olvidar jamás que también es un miembro del pueblo de Dios, debe respetarlo y comprometerse a darle una enseñanza que no lesione en lo más mínimo la doctrina de la fe.

La libertad propia de la investigación teológica se ejerce dentro de la fe de la iglesia. Por tanto, la audacia que se impone a menudo a la conciencia del teólogo no puede dar frutos y "edificar" si no está acompañada por la paciencia de la maduración. Las nuevas propuestas presentadas por la inteligencia de la fe "no son más que una oferta a toda la iglesia. Muchas cosas deben ser corregidas y ampliadas en un diálogo fraterno hasta que toda la Iglesia pueda aceptarlas. La teología, en el fondo, debe ser un servicio muy desinteresado a la comunidad de los creyentes. Por ese motivo, de su esencia forman parte la discusión imparcial y objetiva, el diálogo fraterno, la apertura y la disposición de cambio de cara a las propias opiniones"[7].

12. La libertad de investigación, a la cual tiende justamente la comunidad de los hombres de ciencia como a uno de sus bienes más preciosos, significa disponibilidad a acoger la verdad tal como se presenta al final de la investigación, en la que no debe haber intervenido ningún elemento extraño a las exigencias de un método que corresponda al objeto estudiado.

En teología esta libertad de investigación se inscribe dentro de un saber racional cuyo objeto ha sido dado por la revelación, transmitida e interpretada en la iglesia bajo la autoridad del Magisterio y acogida por la fe. Desatender estos datos, que tienen valor de principio, equivaldría a dejar de hacer teología. A fin de precisar las modalidades de esta relación con el Magisterio, conviene reflexionar ahora sobre el papel de este último en la Iglesia.


III. El magisterio de los pastores

13. "Dispuso Dios benignamente que todo lo que había revelado para la salvación de los hombres permaneciera íntegro para siempre y se fuera transmitiendo a todas las generaciones"[8]. El dio a su Iglesia, por el don del Espíritu Santo, una participación de su propia infalibilidad[9]. El pueblo de Dios gracias al "sentido sobrenatural de la fe", goza de esta prerrogativa, bajo la guía del magisterio vivo de la Iglesia, que, por la autoridad ejercida en el nombre de Cristo, es el solo intérprete auténtico de la Palabra de Dios. escrita o transmitida[10].

14. Como sucesores de los Apóstoles, los pastores de la Iglesia "reciben del Señor... la misión de enseñar a todas las gentes y de predicar el Evangelio a toda criatura, a fin de que todos los hombres logren la salvación..."[11]. Por eso. se confía a ellos el oficio de guardar, exponer y difundir la Palabra de Dios, de la que son servidores[12].

La misión del Magisterio es la de afirmar, en coherencia con la naturaleza "escatológica" propia del evento de Jesucristo, el carácter definitivo de la Alianza instaurada por Dios en Cristo con su pueblo, protegiendo a este último de las desviaciones y extravíos y garantizándole la posibilidad objetiva de profesar sin errores la fe auténtica, en todo momento y en las diversas situaciones. De aquí se sigue que el significado y el valor del Magisterio sólo son comprensibles en referencia a la verdad de la doctrina cristiana y a la predicación de la Palabra verdadera. La función del Magisterio no es algo extrínseco a la verdad cristiana ni algo sobrepuesto a la fe; más bien, es algo que nace de la economía de la fe misma, por cuanto el Magisterio. en su servicio a la palabra de Dios, es una institución querida positivamente por Cristo como elemento constitutivo de la iglesia. El servicio que el Magisterio presta a la verdad cristiana se realiza en favor de todo el pueblo de Dios, llamado a ser introducido en la libertad de la verdad que Dios ha revelado en Cristo.

15. Para poder cumplir plenamente el oficio que se les ha confiado de enseñar el Evangelio y de interpretar auténticamente la revelación, Jesucristo prometió a los pastores de la Iglesia la asistencia del Espíritu Santo. El les dio en especial el carisma de la infalibilidad para aquello que se refiere a las materias de fe y costumbres. El ejercicio de este carisma reviste diversas modalidades. Se ejerce, en particular, cuando los obispos, en unión con su cabeza visible, en acto colegial, como sucede en los concilios ecuménicos, proclaman una doctrina, o cuando el Romano Pontífice, ejerciendo su función de Pastor y Doctor supremo de todos los cristianos, proclama una doctrina "ex cathedra"[13].

16. El oficio de conservar santamente y de exponer con fidelidad el depósito de la revelación divina implica, por su misma naturaleza, que el Magisterio pueda proponer "de modo definitivo"[14] enunciados que, aunque no estén contenidos en las verdades de fe, se encuentran sin embargo íntimamente ligados a ellas, de tal manera que el carácter definitivo de esas afirmaciones deriva, en último análisis, de la misma Revelación[15] .

Lo concerniente a la moral puede ser objeto del magisterio auténtico, porque el Evangelio, que es palabra de vida, inspira y dirige todo el campo del obrar humano. El Magisterio, pues, tiene el

oficio de discernir, por medio de juicios normativos para la conciencia de los fieles, los actos que en sí mismos son conformes a las exigencias de la fe y promueven su expresión en la vida, como también aquellos que, por el contrario, por su malicia son incompatibles con estas exigencias. Debido al lazo que existe entre el orden de la creación y el orden de la redención, y debido a la necesidad de conocer y observar toda la ley moral para la salvación, la competencia del Magisterio se extiende también a lo que se refiere a la ley natural[16].

Por otra parte, la Revelación contiene enseñanzas morales que de por sí podrían ser conocidas por la razón natural, pero cuyo acceso se hace difícil por la condición del hombre pecador. Es doctrina de fe que estas normas morales pueden ser enseñadas infaliblemente por el Magisterio[17].

17. Se da también la asistencia divina a los sucesores de los Apóstoles, que enseñan en comunión con el sucesor de Pedro, y, en particular, al Romano Pontífice, Pastor de toda la iglesia cuando. sin llegar a una definición infalible y sin pronunciarse en "modo definitivo", en el ejercicio del magisterio ordinario proponen una enseñanza que conduce a una mejor comprensión de la Revelación en materia de fe y costumbres, y ofrecen directivas morales derivadas de esta enseñanza.

Hay que tener en cuenta, pues, el carácter propio de cada una de las intervenciones del Magisterio y la medida en que se encuentra implicada su autoridad; pero también el hecho de que todas ellas derivan de la misma fuente, es decir, de Cristo que quiere que su pueblo camine en la verdad plena. Por este mismo motivo las decisiones magisteriales en materia de disciplina, aunque no estén garantizadas por el carisma de la infalibilidad, no están desprovistas de la asistencia divina y requieren la adhesión de los fieles.

18. El Romano Pontífice cumple su misión universal con la ayuda de los organismos de la Curia Romana, y en particular de la Congregación para la doctrina de la fe por lo que respecta a la doctrina acerca de la fe y de la moral. De donde se sigue que los documentos de esta Congregación, aprobados expresamente por el Papa, participan del magisterio ordinario del sucesor de Pedro[18].

19. En las Iglesias particulares corresponde al obispo custodiar e interpretar la Palabra de Dios y juzgar con autoridad lo que le es conforme o no. La enseñanza de cada obispo, tomada individualmente, se ejercita en comunión con la del Pontífice Romano Pastor de la iglesia universal y con los otros obispos dispersos por el mundo o reunidos en Concilio ecuménico. Esta comunión es condición de su autenticidad.

El obispo, miembro del colegio episcopal por su ordenación sacramental y por la comunión jerárquica, representa a su Iglesia, así como todos los obispos en unión con el Papa representan a la Iglesia universal en el vínculo de la paz, del amor, de la unidad y de la verdad. Al confluir en la unidad, las Iglesia locales, con su propio patrimonio, manifiestan la catolicidad de la iglesia. Por su parte, las Conferencias Episcopales contribuyen a la realización concreta del espíritu ("affectus") colegial[19].

20. La tarea pastoral del Magisterio. que tiene la finalidad de vigilar para que el pueblo de Dios permanezca en la verdad que hace libres, es una realidad compleja y diversificada. El teólogo, que está también comprometido en el servicio de la verdad, para mantenerse fiel a su oficio, deberá tener en cuenta la misión propia del Magisterio y colaborar con él. ¿Cómo se puede entender esta colaboración? ¿Cómo se realiza concretamente y qué obstáculos puede encontrar? Es lo que ahora hay que examinar más de cerca.


IV. Magisterio y teología

A. Las relaciones de colaboración
B. El problema del disenso


A. Las relaciones de colaboración

21. El Magisterio vivo de la Iglesia y la teología, aun con funciones diversas, tienen en definitiva el mismo fin: conservar al pueblo de Dios en la verdad que hace libres y hacer de él la "luz de las naciones". Este servicio a la comunidad eclesial pone en relación recíproca al teólogo con el Magisterio. Este último enseña auténticamente la doctrina de los Apóstoles y sacando provecho del trabajo teológico rechaza las objeciones y las deformaciones de la fe, proponiendo además con la autoridad recibida de Jesucristo nuevas profundizaciones, explicaciones y aplicaciones de la doctrina revelada. La teología, en cambio, adquiere, de modo reflejo, una comprensión siempre mas profunda de la Palabra de Dios, contenida en la Escritura y transmitida fielmente por la tradición viva de la Iglesia bajo la guía del Magisterio, se esfuerza por aclarar esta enseñanza de 1a Revelación frente a las instancias de la razón y, en fin, le da una forma orgánica y sistemática[20].

22. La colaboración entre el teólogo y el Magisterio se realiza especialmente cuando aquel recibe la misión canónica o el mandato de enseñar. Esa se convierte entonces, en cierto sentido, en una participación de la labor del Magisterio al cual está ligada por un vinculo jurídico. Las reglas deontológicas que de por si y con evidencia derivan del servicio a la palabra de Dios son corroboradas por el compromiso adquirido por el teólogo al aceptar su oficio y al hacer la profesión de fe y el juramento de fidelidad[21].

A partir de ese momento tiene oficialmente la responsabilidad de presentar y explicar con toda exactitud e integralmente, la doctrina de la fe.

23. Cuando el Magisterio de la Iglesia se pronuncia de modo infalible declarando solemnemente que una doctrina está contenida en la Revelación, la adhesión que se pide es la de la fe teologal. Esta adhesión se extiende a la enseñanza del magisterio ordinario y universal cuando propone para creer una doctrina de fe como de revelación divina.

Cuando propone "de modo definitivo" unas verdades referentes a la fe y a las costumbres, que, aun no siendo de revelación divina, sin embargo están estrecha e íntimamente ligadas con la Revelación, deben ser firmemente aceptadas y mantenidas[22].

Cuando el Magisterio aunque sin la intención de establecer un acto "definitivo", enseña una doctrina para ayudar a una comprensión más profunda de la Revelación y de lo que explícita su contenido, o bien para llamar la atención sobre la conformidad de una doctrina con las verdades de fe, o en fin para prevenir contra concepciones incompatibles con esas verdades, se exige un religioso asentimiento de la voluntad y de la inteligencia[23]. Este último no puede ser puramente exterior y disciplinar, sino que debe colocarse en la lógica y bajo el impulso de la obediencia de la fe.

24. En fin, con el objeto de servir del mejor modo posible al pueblo de Dios. particularmente al prevenirlo en relación con opiniones peligrosas que pueden llevar al error, el Magisterio puede intervenir sobre asuntos discutibles en los que se encuentran implicados, junto con principios seguros, elementos conjeturales y contingentes. A menudo sólo después de un cierto tiempo es posible hacer una distinción entre lo necesario y lo contingente.

La voluntad de asentimiento leal a esta enseñanza del Magisterio en materia de por si no irreformable debe constituir la norma. Sin embargo puede suceder que el teólogo se haga preguntas referentes, según los casos, a la oportunidad, a la forma o incluso al contenido de una intervención. Esto lo impulsará sobre todo a verificar cuidadosamente cuál es la autoridad de estas intervenciones, tal como resulta de la naturaleza de los documentos, de la insistencia al proponer una doctrina y del modo mismo de expresarse[24].

En este ámbito de las intervenciones de orden prudencial, ha podido suceder que algunos documentos magisteriales no estuvieran exentos de carencias. Los pastores no siempre han percibido de inmediato todos los aspectos o toda la complejidad de un problema. Pero sería algo contrario a la verdad si, a partir de algunos determinados casos, se concluyera que el Magisterio de la Iglesia se puede engañar habitualmente en sus juicios prudenciales, o no goza de la asistencia divina en el ejercicio integral de su misión. En realidad el teólogo, que no puede ejercer bien su tarea sin una cierta competencia histórica, es consciente de la decantación que se realiza con el tiempo. Esto no debe entenderse en el sentido de una relativización de los enunciados de la fe. El sabe que algunos juicios del Magisterio podían ser justificados en el momento en el que fueron pronunciados, porque las afirmaciones hechas contenían aserciones verdaderas profundamente enlazadas con otras que no eran seguras. Solamente el tiempo ha permitido hacer un discernimiento y, después de serios estudios, lograr un verdadero progreso doctrinal.

25. Aun cuando la colaboración se desarrolle en las mejores condiciones, no se excluye que entre el teólogo y el Magisterio surjan algunas tensiones. El significado que se confiere a estas últimas y el espíritu con el que se las afronta no son realidades sin importancia: si las tensiones no brotan de un sentimiento de hostilidad y de oposición, pueden representar un factor de dinamismo y un estímulo que incita al Magisterio y a los teólogos a cumplir sus respectivas funciones practicando el diálogo.

26. En el diálogo debe prevalecer una doble regla: cuando se pone en tela de juicio la comunión de la fe vale el principio de la "unitas veritatis"; cuando persisten divergencias que no la ponen en tela de juicio, debe salvaguardarse la "unitas caritatis".

27. Aunque la doctrina de la fe no esté en tela de juicio, el teólogo no debe presentar sus opiniones o sus hipótesis divergentes como si se tratara de conclusiones indiscutibles. Esta discreción está exigida por el respeto a la verdad, como también por el respeto al pueblo de Dios (cf. Rm 14, 1-15; 1 Co 8, 10. 23-33). Por esos mismos motivos ha de renunciar a una intempestiva expresión pública de ellas.

28. Lo anterior tiene una aplicación particular en el caso del teólogo que encontrara serias dificultades, por razones que le parecen fundadas, a acoger una enseñanza magisterial no irreformable.

Un desacuerdo de este género no podría ser justificado si se fundara exclusivamente sobre el hecho de que no es evidente la validez de la enseñanza que se ha dado, o sobre la opinión de que la posición contraria es más probable. De igual manera no sería suficiente el juicio de la conciencia subjetiva del teólogo, porque ésta no constituye una instancia autónoma y exclusiva para juzgar la verdad de una doctrina.

29. En todo caso no podrá faltar una actitud fundamental de disponibilidad a acoger lealmente la enseñanza del Magisterio, que se impone a todo creyente en nombre de la obediencia de fe. El teólogo deberá esforzarse por consiguiente a comprender esta enseñanza en su contenido, en sus razones y en sus motivos. A esta tarea deberá consagrar una reflexión profunda y paciente, dispuesto a revisar sus propias opiniones y a examinar las objeciones que le hicieran sus colegas.

30. Si las dificultades persisten no obstante un esfuerzo leal, constituye un deber del teólogo hacer conocer a las autoridades magisteriales los problemas que suscitan la enseñanza en sí misma las justificaciones que se proponen sobre ella o también el modo como ha sido presentada. Lo hará con espíritu evangélico, con el profundo deseo de resolver las dificultades. Sus objeciones podrán entonces contribuir a un verdadero progreso, estimulando al Magisterio a proponer la enseñanza de la Iglesia de modo más profundo y mejor argumentada.

En estos casos el teólogo evitará recurrir a los medios de comunicación en lugar de dirigirse a la autoridad responsable, porque no es ejerciendo una presión sobre la opinión pública como se. contribuye a la clarificación de los problemas doctrinales y se sirve a la verdad.

31. Puede suceder que, al final de un examen serio y realizado con el deseo de escuchar sin reticencias la enseñanza del Magisterio, permanezca la dificultad. porque los argumentos en sentido opuesto le parecen prevalentes al teólogo. Frente a una afirmación sobre la cual siente que no puede dar su adhesión intelectual, su deber consiste en permanecer dispuesto a examinar más profundamente el problema.

Para un espíritu leal y animado por el amor a la Iglesia, dicha situación ciertamente representa una prueba difícil. Puede ser una invitación a sufrir en el silencio y la oración, con la certeza de que si la verdad está verdaderamente en peligro, terminará necesariamente imponiéndose.


B. El problema del disenso

32. En diversas ocasiones el Magisterio ha llamado la atención sobre los graves inconvenientes que acarrean a la comunión de la Iglesia aquellas actitudes de oposición sistemática, que llegan incluso a constituirse en grupos organizados[25]. En la exhortación apostólica Paterna cum benevolentia, Pablo VI ha presentado un diagnóstico que conserva toda su actualidad. Ahora se quiere hablar en particular de aquella actitud pública de oposición al Magisterio de la Iglesia, llamada también "disenso", que es necesario distinguir de la situación de dificultad personal, de la que se ha tratado más arriba. El fenómeno del disenso puede tener diversas formas y sus causas remotas o próximas son múltiples.

Entre los factores que directa o indirectamente pueden ejercer su influjo hay que tener en cuenta la ideología del liberalismo filosófico que impregna la mentalidad de nuestra época. De allí proviene la tendencia a considerar que un juicio es mucho más auténtico si procede del individuo que se apoya en sus propias fuerzas. De esta manera se opone la libertad de pensamiento a la autoridad de la tradición, considerada fuente de esclavitud. Una doctrina transmitida y generalmente acogida viene desde el primer momento marcada por la sospecha y su valor de verdad puesto en discusión. En definitiva, la libertad de juicio así entendida importa más que la verdad misma. Se trata entonces de algo muy diferente a la exigencia legitima de libertad en el sentido de ausencia d. coacción, como condición requerida para la búsqueda leal de la verdad. En virtud de esta exigencia la iglesia ha sostenido siempre que "nadie puede ser forzado a abrazar la fe en contra de su voluntad"[26].

También ejercen su influjo el peso de una opinión pública artificialmente orientada y sus conformismos. A menudo los modelos sociales difundidos por los medios de comunicación tienden a asumir un valor normativo. se difunde en particular la convicción de que la iglesia no debería pronunciarse sino sobre los problemas que la opinión pública considera importantes y en el sentido que conviene a ésta. El Magisterio, por ejemplo, podría intervenir en los asuntos económicos y sociales, pero debería dejar al juicio individual aquellos que se refieren a la moral conyugal y familiar.

En fin, también la pluralidad de las culturas y de las lenguas, que en sí misma constituye una riqueza, puede indirectamente llevar a malentendidos, motivo de sucesivos desacuerdos.

En este contexto se requiere un discernimiento crítico bien ponderado y un verdadero dominio de los problemas por parte del teólogo, si quiere cumplir su misión eclesial y no perder, al conformarse con el mundo presente (cf. Rm 12, 2. Ef 4, 23), la independencia de juicio propia de los discípulos de Cristo.

33. El disenso puede tener diversos aspectos. En su forma más radical pretende el cambio de la iglesia según un modelo de protesta inspirado en lo que se hace en la sociedad política. Cada vez con más frecuencia se cree que el teólogo sólo estaría obligado a adherirse a la enseñanza infalible del Magisterio, mientras que, en cambio, las doctrinas pro puestas sin la intervención del carisma de la infalibilidad no tendrían carácter obligatorio alguno, dejando al individuo en plena libertad de adherirse o no, adoptando así la perspectiva de una especie de positivismo teológico. El teólogo, por lo tanto, tendría libertad para poner en duda o para rechazar la enseñanza no infalible del Magisterio, especialmente en lo que se refiere a las normas particulares. Más aún, con esta oposición critica contribuiría al progreso de la doctrina.

34. La justificación del disenso se apoya generalmente en diversos argumentos, dos de los cuales tienen un carácter más fundamental. El primero es de orden hermenéutico: los documentos del Magisterio no serian sino el reflejo de una teología opinable. El segundo recurre al pluralismo teológico, llevado a veces hasta un relativismo que pone en peligro la integridad de la fe: las intervenciones magisteriales tendrían su origen en una teología entre muchas otras, mientras que ninguna teología particular puede pretender imponerse universalmente. Surge así una especie de "magisterio paralelo" de los teólogos, en oposición y rivalidad con el magisterio auténtico[27].

Una de las tareas del teólogo es cierta. mente la de interpretar correctamente los textos del Magisterio, y para ello dispone de reglas hermenéuticas, entre las que figura el principio según el cual la enseñanza del Magisterio --gracias a la asistencia divina-- vale más que la argumentación de la que se sirve, en ocasiones deducida de una teología particular. En cuanto al pluralismo teológico, éste es legitimo únicamente en la medida en que se salvaguarde la unidad de la fe en su significado. objetivo[28]. Los diversos niveles constituidos por la unidad de la fe, la unidad-pluralidad de las expresiones de fe y la pluralidad de las teologías están en realidad esencialmente ligados entre si. La razón última de la pluralidad radica en el insondable misterio de Cristo que trasciende toda sistematización objetiva. Esto no quiere decir que se puedan aceptar conclusiones que le sean contrarias; ni tampoco que se pueda poner en tela de juicio la verdad de las afirmaciones por medio de las cuales el Magisterio se ha pronuncia. do[29]. En cuanto al "magisterio paralelo", al oponerse al de los pastores, puede causar grandes males espirituales. En efecto, cuando el disenso logra extender su influjo hasta inspirar una opinión común, tiende a constituirse en regla de acción, lo cual no deja de perturbar gravemente al pueblo de Dios y conducir a un menosprecio de la verdadera autoridad[30].

35. El disenso apela a veces a una argumentación sociológica, según la cual la opinión de un gran número de cristianos constituiría una expresión directa y adecuada del "sentido sobrenatural de la fe".

En realidad las opiniones de los fieles no pueden pura y simplemente identificarse con el "sensus fidei"[31]. Este último es una propiedad de la fe teologal que, consistiendo en un don de Dios que hace adherirse personalmente a la Verdad, no puede engañarse. Esta fe personal es también fe de la iglesia, puesto que Dios ha confiado a la Iglesia la vigilancia de la Palabra y, por consiguiente, lo que el fiel cree es lo que cree la iglesia. Por su misma naturaleza, el "sensus fidei" implica, por lo tanto, el acuerdo profundo del espíritu y del corazón con la iglesia, el "sentire cum Ecclesia".

Si la fe teologal en cuanto tal no puede engañarse, el creyente en cambio puede tener opiniones erróneas, porque no todos sus pensamientos proceden de la fe[32]. No todas las ideas que circulan en el pueblo de Dios son coherentes con la fe, puesto que pueden sufrir fácilmente el influjo de una opinión pública manipulada por modernos medios de comunicación. No sin razón el Concilio Vaticano II subrayó la relación indisoluble entre el "sensus fidei" y la conducción del pueblo de Dios por parte del magisterio de los pastores: ninguna de las dos realidades puede separarse de la otra[33]. Las intervenciones del Mugiste río sirven para garantizar la unidad de la iglesia en la verdad del Señor. Ayudan a "permanecer en la verdad" frente al carácter arbitrario de las opiniones cambiantes y constituyen la expresión de la obediencia a la palabra de Dios[34]. Aunque pueda parecer que limitan la libertad de los teólogos, ellas instaura>>. por medio de la fidelidad a la fe que ha sido transmitida una libertad más profunda que sólo puede llegar por la unidad en la verdad.

36. La libertad del acto de fe no justifica el derecho al disenso. Ella, en realidad, de ningún modo significa libertad en relación con la verdad, sino la libre autodeterminación de la persona en conformidad con su obligación moral de acoger la verdad. El acto de fe es un acto voluntario, ya que el hombre. redimido por Cristo salvador y llamado Por El mismo a la adopción filial (cf. Rm 8, 15; Ga 4, 5; Ef l, 5; Jn 1, 12), no puede adherirse a Dios, a menos que, atraído por el Padre (Jn 6, 44), rinda a Dios el homenaje racional de su fe (Rm 12, 1). Como lo ha recordado la declaración Dignitatis humanae[35]. ninguna autoridad humana tiene el derecho de intervenir, por coacción o por presiones, en esta opción que sobrepasa los límites de su competencia. El respeto al derecho de libertad religiosa constituyen el fundamento del respeto al conjunto de los derechos humanos.

Por consiguiente, no se puede apelar a los derechos humanos para oponerse a las intervenciones del Magisterio. Un comportamiento semejante desconoce la naturaleza y la misión de la Iglesia, que ha recibido de su Señor la tarea de anunciar a todos los hombres la verdad de la salvación y la realiza caminando sobre las huellas de Cristo, consciente de que "la verdad no se impone de otra manera sino por la fuerza de la verdad misma, que penetra suave y fuertemente en las almas"[36].

37. En virtud del mandato divino que le ha sido dado en la Iglesia, el Magisterio tiene como misión proponer la enseñanza del Evangelio, vigilar su integridad y proteger así la fe del pueblo de Dios. Para llevar a cabo dicho mandato a veces se ve obligado a tomar medidas onerosas; por ejemplo cuando retira a un teólogo, que se separa de la doctrina de la fe, la misión canónica o el mandato de enseñar que le habla confiado, o bien cuando declara que algunos escritos no están de acuerdo con esa doctrina. Obrando de esa manera quiere ser fiel a su misión porque defiende el derecho del pueblo de Dios a recibir el mensaje de la Iglesia en su pureza e integridad y, por consiguiente, a no ser desconcertado por una opinión particular peligrosa.

En esas ocasiones, al final de un serio examen realizado de acuerdo con los procedimientos establecidos y después de que el interesado haya podido disipar los posibles malentendidos acerca de su pensamiento, el juicio que expresa el Magisterio no recae sobre la persona misma del teólogo, sino sobre sus posiciones intelectuales expresadas públicamente. Aunque esos procedimientos puedan ser perfeccionados, no significa que estén en contra de la justicia o del derecho. Hablar en este caso de violación de los derechos humanos es algo fuera de lugar, porque se desconocería la exacta jerarquía de estos derechos, como también la naturaleza misma de la comunidad eclesial y de su bien común. Por lo demás, el teólogo, que no se encuentra en sintonía con el "sentire cum Ecclesia", se coloca en contradicción con el compromiso que libre y conscientemente ha asumido de enseñar en nombre de la iglesia[37].

38. Por último, el recurso al argumento del deber de seguir la propia conciencia no puede legitimar el disenso. Ante todo porque ese deber se ejerce cuando la conciencia ilumina el juicio práctico en vista de la toma de una decisión, mientras que aquí se trata de la verdad de un enunciado doctrinal. Además, porque si el teólogo, como todo fiel debe seguir su propia conciencia, está obligado también a formarla. La conciencia no constituye una facultad independiente e infalible. es un acto de juicio moral que se refiere a una opción responsable. La conciencia recta es una conciencia debidamente iluminada por la fe y por la ley moral objetiva, y supone igualmente la rectitud de la voluntad en el seguimiento del verdadero bien.

La recta conciencia del teólogo católico supone consecuentemente la fe en la Palabra de Dios cuyas riquezas debe penetrar, pero también el amor a la Iglesia de la que ha recibido su misión y el respeto al Magisterio asistido por Dios. Oponer un magisterio supremo de la conciencia al magisterio de la iglesia constituye la admisión del principio del libre examen, incompatible con la economía de la Revelación y de su transmisión en la iglesia, como también con una concepción correcta de la teología y de la misión del teólogo. Los enunciados de fe constituyen una herencia eclesial, y no el resultado de una investigación puramente individual y de una libre crítica de la Palabra de Dios. Separarse de los pastores que velan por mantener viva la tradición apostólica, es comprometer irreparablemente el nexo mismo con Cristo[38].

39. La iglesia, que tiene su origen en la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo[39], es un misterio de comunión, organizada de acuerdo con la voluntad de su fundador en torno a una jerarquía que ha sido establecida para el servicio del Evangelio y del pueblo de Dios que lo vive. A imagen de los miembros de la primera comunidad, todos ;os bautizados, con los carismas que les son propios, deben tender con sincero corazón hacia una armoniosa unidad de doctrina, de vida y de culto (cf. Hch 2, 42). Esta es una regla que procede del ser mismo de la iglesia. Por tanto, no se puede aplicar pura y simplemente a esta última los criterios de conducta que tienen su razón de ser en la sociedad civil o en las reglas de funcionamiento de una democracia. Menos aún tratándose de las relaciones dentro de la iglesia, se puede inspirar en la mentalidad del medio ambiente (cf. Rm 12, 2). Preguntar a la opinión pública mayoritaria lo que conviene pensar o hacer. recurrir a ejercer presiones de la opinión pública contra el Magisterio, aducen como pretexto un "consenso" de los teólogos, sostener que el teólogo es el portavoz profético de una "base" o comunidad autónoma que sería por lo tanto la única fuente de la verdad, todo ello denota una grave pérdida del sentido de la verdad y del sentido de iglesia.

40. La Iglesia es "como un sacramento 0 señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano"[40]. Por consiguiente, buscar la concordia y la comunión significa aumentar la fuerza de su testimonio y credibilidad; ceder, en cambio, a la tentación del disenso es dejar que se desarrollen "fermentos de infidelidad al Espíritu Santo"[41].

Aunque la teología y el Magisterio son de naturaleza diversa y tienen diferentes misiones que no pueden confundirse, se trata sin embargo de dos funciones vitales en la iglesia, que deben compenetrarse y enriquecerse recíprocamente para el servicio del pueblo de Dios.

En virtud de la autoridad que han recibido de Cristo mismo, corresponde a los pastores custodiar esta unidad e impedir que las tensiones que surgen de la vida degeneren en divisiones. Su autoridad, trascendiendo las posiciones particulares y las oposiciones, debe unificarlas en la integridad del Evangelio, que es "la palabra de la reconciliación" (cf. 2 Co 5 , 1 8-20).

En cuanto a los teólogos, en virtud del propio carisma, también les corresponde participar en la edificación del Cuerpo de Cristo en la unidad y en la verdad y su colaboración es más necesaria que nunca para una evangelización a escala mundial, que requiere los esfuerzos de todo el pueblo de Dios[42]. Si ocurriera que encuentran dificultades por el carácter de su investigación, deben buscar la solución a través de un diálogo franco con los pastores, en el espíritu de verdad y de caridad propio de la comunión de la iglesia.

41. Unos y otros siempre deben tener presente que Cristo es la Palabra definitiva del Padre (cf. Hb 1, 2) en quien, como observa san Juan de la Cruz, "Dios nos ha dicho todo junto y de una sola vez"[43] y que, como tal, es la Verdad que hace libres (cf. Jn 8, 36; 14, 6). Los actos de adhesión y de asentimiento a la Palabra confiada a la iglesia bajo la guía del Magisterio se refieren en definitiva a El e introducen en el campo de la verdadera libertad.


Conclusión

42. La Virgen María, Madre e imagen perfecta de la Iglesia, desde los comienzos del Nuevo Testamento ha sido proclamada bienaventurada, debido a su adhesión de fe inmediata y sin vacilaciones a la palabra de Dios (cf. Lc l, 38. 45), que conservaba y meditaba permanentemente en su corazón (cf. Lc 2, 19. 51). Ella se ha convertido así en modelo y apoyo para todo el pueblo de Dios confiado a su cuidado maternal. Le muestra el camino de la acogida y del servicio a la Palabra y, al mismo tiempo, el fin último que jamás debe perderse de vista: el anuncio a todos los hombres y la realización de la salvación traída al mundo por su Hijo Jesucristo.

Al concluir esta instrucción, la Congregación para la doctrina de la fe invita encarecidamente a los obispos a mantener y desarrollar relaciones de confianza con los teólogos, compartiendo un espíritu de acogida y de servicio a la Palabra y en comunión de caridad, en cuyo contexto se podrán superar más fácilmente algunos obstáculos inherentes a la condición humana en la tierra. De este modo todos podrán estar cada vez más al servicio de la Palabra y al servicio del pueblo de Dios, para que este último, perseverando en la doctrina de la verdad y de la libertad escuchada desde el principio, permanezca también en el Hijo y en el Padre y obtenga la vida eterna, realización de la Promesa (cf. 1 Jn 2, 24-25).

El Sumo Pontífice Juan Pablo II durante la audiencia concedida al infrascripto prefecto, ha aprobado esta instrucción, acordada en reunión ordinaria de esta Congregación, y ha ordenado su publicación.

Roma, en la sede de la Congregación para la doctrina de la fe,
24 de marzo de 1990,
solemnidad de la Ascensión del Señor.


Cardenal Joseph RATZlNGER,
Prefecto

Alberto BOVONE,
Arzobispo titular de Cesarea di Numidia,
Secretario



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1. Dei Verbum, n. 8.

2. Lumen gentium, n. 12.

3. Cf. san Buenaventura, Prooem. in I Sent., q. 2 ad 6: "guando fides non assentit propter rationem, sed propter amorem eius cui assentit, desiderat habere rationes".

4. Cf. Juan Pablo II, Discurso con ocasión de la entrega del "premio internacional Pablo Vi" al profesor Hans Urs von Balthasar, 23 de junio de 1984: L´Osservatore Romano, edición en lengua española, 22 de julio de 1984, pág. 1.

5. Concilio Vaticano I, constitución dogmática De fide catholica, De revelatione, can. 1: DS 3026.

6. Optatam totius, n. 15.

7. Juan Pablo II, Discurso a los teólogos en Altötling, 18 de noviembre de 1980: AAS 73 (1981) 104: L´Osservatore Romano, edición en lengua española, 30 de noviembre de 1980, pág. 10; cf. también Pablo VI, Discurso a los miembros de la Comisión teológica internacional, 11 de octubre de 1972: AAS 64 (1972) 682-683. L´Osservatore Romano edición en lengua española, 29 de octubre de 1972, pág. 9; Juan Pablo II, Discurso a los miembros de la Comisión teológica internacional, 26 de octubre de 1979: AAS 71 (1979) 1428-1433: L´Osservatore Romano, edición en lengua española, 23 de diciembre de 1979, pág. 7.

8. Dei Verbum, n. 7.

9. Cf. Congregación para la doctrina de la fe, declaración Mysterium Ecclesiae, n. 2: AAS 65 (1973) 398 s.: L´Osservatore Romano, edición en lengua española, 15 de julio de 1973, pág. 9.

10. Cf. Dei Verbum, n. 10.

11. Lumen gentium, n. 24.

12. Cf. Dei Verbum, n. 10.

13. Cf. Lumen gentium, Congregación para la doctrina de la fe, declaración Mysterium Ecclesiae, n. 3: AAS 65 (1973) 400 s.: L´Osservatore Romano, edición en lengua española, 15 de julio de 1973, pág. 9 s.

14. Cf. Professio Fidei et Iusiurandam fidelitatis: AAS 81 (1989) 104 s.: L´Osservatore Romano, edi- ción en lengua española, 5 de mayo de 1989, pág. 5: "omnia et singula quae circa doctrinam de fide vel moribus ab eadem definitive proponuntur".

15. Cf. Lumen gentium, n. 25; Congregación para la doctrina de la fe, declaración Mysterium Ecclesiae, núms. 3-5: AAS 65 (1973) 396-408: L´Osservatore Romano, edición en lengua española, 15 de julio de 1973, pág. 9 s.; Professio fidei et lusiurandum fidelitatis: AAS 81 (1989) 104 s.: L´Osservatore Romano, edición en lengua española, 5 de mayo de 1989, pág. 5.

16. Cf. Pablo VI, Humanae vitae, n. 4: AAS 60 (1968) 483.

17. Cf. Concilio Vaticano I, constitución dogmática Dei Filius, cap. 2: DS 3005.

18. Cf. C.I.C. cc. 360-361; Pablo VI, Regimini Ecclesiae universae, 15 de agosto de 1967, núms.. 2940: AAS 59 (1967) 897-899; Juan Pablo II. Pastor bonus, 28 de junio de 1988. arts. 48-55: AAS 80 (1988) 874-884: L´Osservatore Romano, edición en lengua española. 29 de enero de 1989, págs. 9 ss.

19. Cf. Lumen gentium, nums. 22-23. Como es sabido, a continuación de la segunda asamblea general extraordinaria del Sínodo de los obispos, el Santo Padre encargó a la Congregación para los obispos profundizar el "Estatuto teo1ogico-jurídico de las Conferencias Episcopales".

20. Cf. Pablo VI, Discurso a los participantes al Congreso internacional sobre la teología del Concilio Vaticano ll, 1 de octubre de 1966: A´IS 58 (1966) 892 s.

21. Cf. C.I.C., c. 833; Professio fidei et Iusiurandum fidelitatis: AAS 81 (1989) 104 s.: L´Osservatore Romano, edición en lengua española, 5 de mayo de 1989, pág. 5.

22. EL texto de la nueva profesión de fe (cf. nota 15) precisa la adhesión a estas enseñanzas en los siguientes términos: "Firmiter etiam amplector et retineo...".

23. Cf. Lumen gentium, n. 25; C.I.C,. c. 752.

24. Cf. Lumen gentium, n. 25 par. 1.

25. Pablo VI, Paterna cum benevolentia, 8 de diciembre de 1974: AAS 67 (1975) 5-23: L´Osservatore Romano, edición en lengua española, 22 de diciembre de 1974, págs. 1-4. Véase también Congregación para la doctrina de la fe, declaración Mysterium Ecclesiae: AAS 65 (1973) 396-408: L´Osservatore Romano, edición en lengua española, 15 de julio de 1973, págs. 9-11.

26. Cf. Dignitatis humanae, n. 10.

27. La idea de un "magisterio paralelo" de los teólogos en oposición y rivalidad con el magisterio de los pastores a veces se apoya en algunos textos en los que santo Tomás de Aquino distingue entre "magisterium cathedrae pastoralis" y "magisterium cathedrae magisterialis" (Contra impunuantes, c. 2; Quodlib. III, q. 4, a. 1 (9); In IV Sent., 19, 2, 2, q. 3 sol. 2 ad. 4). En realidad estos textos no ofrecen algún fundamento para 1a mencionada posición, porque santo Tomás está absolutamente seguro de que el derecho de juzgar en materia doctrinal corresponde únicamente al "officium praelationis".

28. Cf. Pablo VI, Paterna cum benevolentia, n. 4: AAS 67 (1975) 14-15: L´Osservatore Romano, edición en lengua española, 22 de diciembre de 1974, pág. 3

29. Cf. Pablo VI, Discurso a los miembros de la Comisión teológica internacional, 11 de octubre de 1973: AAS 65 ( 1973) 555-559: L´Osservatore Romano, edición en lengua española, 21 de octubre de 1973, pág. 9.

30. Cf. Juan Pablo II, Redemptor hominis, n. 19: AAS 71 (1979) 308: L´Osservatore Romano, edición en lengua española, 18 de marzo de 1979, pág. 12; Discurso a los fieles de Managua, 4 de marzo de 1983, n. 7: AAS 75 (1983) 723: L´Osservatore Romano, edición en lengua española, 13 de marzo de 1983, pág. 14; Discurso a los religiosos en Guatemala, 8 de marzo de 1983, n. 3: AAS 75 (1983) 746: L´Osservatore Romano, edición en lengua española, 20 de marzo de 1983, pág. 9; Discurso a los obispos en Lima, 2 de febrero de 1985, n. 5: AAS 77 ( 1985) 874: L´Osservatore Romano, edición en lengua española, 17 de febrero de 1985, pág. 8; Discurso a los obispos de la Conferencia Episcopal belga en Malinas, 18 de mayo de 1985, n. 5: L´Osservatore Romano, edición en lengua española, 9 de junio de 1985, pág. 9; Discurso a algunos obispos estadounidenses en visita ad limina, 15 de octubre de 1988, n. 6: L´Osservatore Romano, edición en lengua española, 22 de enero de 1989. pág. 18.

31. Cf. Juan Pablo II, Familiaris consortio, n. 5: AAS 74 (1982) 85-86: L´Osservatore Romano, edición en lengua española, 20 de diciembre de 1981, págs. 5 s.

32. Cf. la fórmula del Concilio de Trento, sess. VI, cap. 9: fides "cui non potest subesse falsum": DS 1534. cf. santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 1, a. 3, ad 3: "Possibile est enim hominem fidelem ex coniectura humana falsum aliquid aestimare. Sed quad ex fide falsum aestimet, hoc est impossibile".

33. Cf. Lumen gentium, n. 12.

34. Cf. Dei Verbum, n. 10.

35. Dignitatis humanare, núms. 9-10.

36. Ib., n. 1.

37. Cf. Juan Pablo II, Sapientia christiana, 15 de abril de 1979, n. 27, 1 : AAS 71 (1979) 483. L´Osser- vatore Romano, edición en lengua española, 3 de junio de 1979, pág. 9; C.I.C., c. 812.

38. Cf. Pablo VI, Paterna cum benevolentia, n. 4: AAS 67 (1975) 15: L´Osservatore Romano, edición en lengua española, 22 de diciembre de 1974, pág. 3.

39. Cf. Lumen gentium, n. 4.

40. Ib., n. 1.

41. Pablo VI, Paterna cum benevolentia, núms. 2-3: AAS 67 (1975) 10-11: L´Osservatore Romano, edición en lengua española, 22 de diciembre de 1974, pág. 3.

42. Cf. Juan Pablo II, Christifideles laici, núms. 32-35: AAS 81 (1989) 451-459: L´Osservatore Romano, edición en lengua española, 5 de febrero de 1989, págs. 12 s.

43. San Juan de la Cruz, Subida al Monte Carmelo, II 22, 3.
 
 
Teología fundamental
No hay enemistad entre razón y fe, al contrario: la fe confirma y presta a la razón la respuesta a sus preguntas más fundamentales.
 
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FIDES ET RATIO» VERSUS LA FE DEL CARBONERO

En el siglo XV hubo en Ávila un obispo llamado Alonso Tostado de Madrigal (el Tostado), alto exponente del pensamiento de su tiempo. Escribió muchísimo sobre lo divino y lo humano. De ahí que, de los que escriben mucho, se diga aún que «escriben más que el Tostado». Algunas de sus opiniones, que no preocupaban al Papa, resultaban demasiado audaces y sospechosas para algunos. Se cuenta que quienes se ocupaban de ayudarle a bien morir cuando se le aproximaba el lance, querían asegurarse de que amaneciera en el otro mundo con la fe ortodoxa y sin mancha; éstos, por lo visto, marearon la perdiz de tal manera que, sacando fuerzas de flaqueza, el Tostado exclamó: —Yo, ¡como el carbonero!, hijos, ¡como el carbonero!. El carbonero aludido por el buen obispo era muy conocido en Ávila. Se cuenta que en cierta ocasión le preguntaron: —¿Tú en qué crees?. —En lo que cree la Santa Iglesia. —¿Y qué cree la Iglesia?. —Lo que yo creo. —Pero ¿qué crees tú?. —Lo que cree la Iglesia... Y no había modo de apearle de semejante discurso.

Desde entonces, hablar de la «fe del carbonero», es referirse a una fe que ignora razones. Ciertamente la autoridad de la Iglesia, instituida por Jesucristo, es fundamento sólido e indispensable para la verdadera fe de cualquier cristiano. Pero la fe de la Iglesia, a su vez, se funda en razones poderosas, que un buen cristiano no puede desconocer. Sin duda carboneros hay —«que hacen o venden carbón»— que saben más teología que algunos doctores con título académico. Pero si nos quedamos con el sentido original de la expresión, hemos de reconocer que «la fe del carbonero», por así decir, acaba de recibir un varapalo del que muy probablemente no logre recuperarse. Juan Pablo II en su reciente Carta Encíclica Fides et ratio, sobre las relaciones entre fe y razón, con fecha 14-IX-1998, viene a decir, entre otras cosas, que esa no es la fe que demandan Dios, la Iglesia y el siglo XXI.

EL PODER DE LA RAZÓN

La Encíclica contiene mensajes muy claros sobre las íntimas relaciones entre estos dos niveles del conocer —el de la razón y el de la fe— que todavía a muchos parecen separados e irreconciliables, sobre todo desde que en el siglo XVI se proclamara en supuesto favor de la fe, que la razón era «la gran prostituta del diablo». No es cosa ahora de entrar en antecedentes culturales o biográficos que explican —aunque no justifiquen— la expresión del célebre reformador; pero sí un poco en sus consecuentes. La supuesta ruptura entre fe y razón se difundió por buena parte de Europa y América, sin excluir a los que usaban la razón para pensar, indagar, descubrir verdades de este mundo, con instrumentos cada vez más fiables.

Kant (siglo XVIII) creyó que la Física y la Matemática eran las ciencias por excelencia, puesto que se suponían «exactas», y todo lo que no pudiera conocerse a su modo, resultaba indemostrable. Así propició una filosofía reducida a los fenómenos o apariencias de las cosas, que no podía alcanzar el «ser» de las mismas; y menos aún su fundamento último, el «Ser» absoluto. Como Kant creía en Dios, en la lilbertad y la inmortalidad del alma, estableció que la fe y la razón eran dos modos válidos pero inconexos, racional uno, irracional el otro, de acceder a la «realidad». De este modo, quedaba servida al que confiaba del todo en la razón, la desconfianza en la fe, y viceversa. Así se concluía en el fideísmo (creo porque sí), en el ateísmo (no se puede creer en nada) o en la esquizofrenia. La fe del carbonero, fue el asidero de muchos científicos y de otras gentes que no sospechaban que la fe también tiene sus razones que la razón puede entender.

Después ha resultado que ni la Física ni la Matemática son tan exactas y seguras como parecían. Y así —para no alargarnos— hemos llegado a nuestros días, perdida la fe en «la fe» y, además, perdida la fe (la confianza) en la razón, en la ciencia, es decir, en la capacidad del entendimiento humano para conocer lo verdadero, lo seguro, lo bueno, lo justo, lo fundamental para orientarse no sólo en el cosmos, sino en lo que importa más al al sujeto humano: en lo que no se ve, pero se entiende, y muestra el sentido del vivir.

CRISIS EN EL PENSAMIENTO CONTEMPORÁNEO

El pensamiento contemporáneo, en general y con honrosas excepciones, no se atreve a decir nada «en serio», nada que pueda y deba sostenerse con toda certeza y sin miedo alguno a errar. Se refugia en el consenso, en lo que se lleva, en lo que se tiene por «políticamente correcto». Y así, hasta dos y dos parece que pueden ser a la vez tres y medio o cinco, según; pero jamás cuatro, puesto que eso es lo que se ha dicho de antiguo y hoy debemos ser «creativos», es decir, creer lo que nos plazca. Lo cual no deja de ser también un fenomenal acto de fe en que «lo que place es bueno»; lo cual, a su vez, anda muy lejos de estar demostrado. Al menos a mí me placen manjares que me perforarían el estómago sin remedio. Estoy simplificando un poco, pero no mucho.

En esto, Juan Pablo II, cuando algunos pensaban que no tenía ya nada que decir al hombre postmoderno, va y escribe un documento que es un monumento de sabiduría humana y divina: llena de fe y de razón, en el que razona rigurosamente, es decir, con pensamiento fuerte, sobre la razón y la fe. Cree en la razón y lo razona. Cree en lo que enseña la fe y lo razona también. No dice que los misterios sobrenaturales sean enteramente abarcables por el humano entendimiento, pero razona que la razón no debe tener miedo ni a sí misma ni al misterio. La razón no es una prostituta del diablo (aunque estos no sean los términos empleados por el Pontífice), sino un chispazo del entendimiento divino. La razón es un don de Dios que nos asemeja a Él, es una ventana abierta a verdades objetivas, al bien objetivo, a la realidad misma y, por eso, a la libertad verdadera. Lo que no es racional ni razonable es navegar en un mar de dudas sin certeza alguna en que agarrarse, o mejor dicho, rechazando todas las que hay —y son muchas— a nuestro alcance.

MARAVILLAS DE LA RAZÓN HUMANA

Una de las maravillas del ser humano es, precisamente, su capacidad para desvelar verdades que no se ven a simple vista. ¿Cómo no pasmarse ante el descubrimiento de la suma de los ángulos del triángulo siempre igual a dos rectos, ¡cualquiera que sea su forma y tamaño!. Nadie lo diría, pero, trazando una paralela por un vértice al lado opuesto, la claridad es meridiana. Somos capaces de obtener a partir de verdades manifiestas, verdades ocultas. Llamamos «Lógica» a la ciencia que estudia las reglas que rigen el pensamiento correcto. Si las observamos, obtenemos conclusiones verdaderas; y si no, no.

La lógica —el dinamismo propio de la razón— ha hecho posible la ciencia y permite también hacer ciencia de verdades que parecen escurridizas o inaferrables, como las tocantes a la ética y a la religión. No todo conocimiento ha de obtenerse mediante un razonamiento lógico, pero es cierto que sin lógica no es posible salir de robinsones o carboneros. En cambio, con la lógica racional se puede llegar a demostrar la existencia de Dios, la diferencia entre el bien y el mal y elaborar una ética también racional, apta para ser compartida —y comprendida en sustancia— , por todas las gentes dispuestas a pensar conforme a las reglas del argumento lógico.

DE LO VISIBLE A LO INVISIBLE

Del análisis técnico de uno de los cuadros del Museo del Padro, incluso de uno sólo de sus fragmentos, podemos deducir no sólo la existencia del lienzo, los pigmentos, los pinceles, etc., sino también la existencia de un tal Velázquez que vivió en el siglo XVII en la corte de Felipe IV. Un montón de verdades incuestionables podemos alcanzar a partir de cualquier cosa o evento. Podemos conocer causas invisibles a partir de efectos visibles; podemos conocer efectos invisibles a partir de causas visibles. Se reían de Pasteur porque afirmaba la existencia de microbios, entonces casi invisibles, tan pequeñitos que parecían, a eminentes científicos, inofensivos. Luego, los sesudos sabios tuvieron que dar la razón a Pasteur, porque la tenía.

Parafraseando a Shakespeare, hay mucho más en el mundo sensible de lo que sueña el empirista; y mucho más en la subjetividad de lo que sueña el subjetivista; y mucha más relatividad en la creación de lo que lo que sueña el relativista: ¡todo es relativo! ¡Claro, que sí! Pero relativo ¿a qué? Evidentemente al Absoluto, porque si no hubiera Absoluto no cabría nada relativo en ninguna parte. Para que haya movimiento se requiere lo inmóvil; para que haya tiempo, se requiere lo eterno. Y así. Y todo esto es razonable y se ha razonado durante siglos y siglos. ¡Es que no somos capaces de imaginar el Absoluto, lo eterno y lo inmóvil! Pero bueno, ¿esto justifica negarlo, cuando nos topamos de bruces con ello?

HAY MUCHO ESCRITO

¿Quién cree hoy que «sobre gustos no hay nada escrito»?. Todo el mundo replica a semejante estulticia: «Hay mucho escrito, lo que pasa es que tú no lo has leído». Pues lo mismo sucede con la divina revelación. Se dice: ¡es ininteligible, es irracional, es incomprensible...! Pero, bueno, ¿cuánto tiempo has dedicado tú a estudiar lo escrito sobre el asunto? ¿Has leído siquiera por encima el Evangelio? ¿Has investigado la historicidad de la resurrección de Jesucristo? ¿Y la fundación de la Iglesia? ¿Y los fundamentos de la autoridad de su Magisterio?. —¡Ah, no; a mí me cansa estudiar esas cosas! —Por eso, a la menor dificultad, te has quedado sin fe: si la tenías, la tenías como el carbonero avulense; y te has quedado sin brújula, sin Magisterio y sin sentido común.

La razón, cuando discurre por sus propios cauces, necesariamente se topa con el misterio; llega al umbral, se da cuenta de que hay mucho más de lo que ha soñado su filosofía. Y es humano y lógico esperar una respuesta. Si no logra descubrir el por qué del bien y del mal, del dolor, de la vida y de la muerte; si se para ahí, queda bloqueada y la confusión invade incluso las certezas que había adquirido desde su despertar. Pero lo que viene a decir el Papa es que esa confusión, esa desesperación de hallar el sentido del vivir, puede resolverse; la razón puede ser salvada. Es más: positivamente, «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad». El hombre, al recibir y acoger la revelación divina, encuentra la respuesta que buscab: una respuesta razonable que viene de lo trascendente, del Absoluto que, aun en un halo de misterio, se atisbaba inequívocamente.

HAY FRONTERA Y ESPACIO COMÚN

No hay enemistad entre razón y fe, al contrario: la fe confirma y presta a la razón la respuesta a sus preguntas más fundamentales y perentorias. No se confunden, hay una frontera entre razón y fe, pero también hay «un espacio donde se encuentran». Si la razón no se resiste, si no se arredra, si no cede a la tentación del egocentrismo, la fe (en la divina revelación), fecunda a la razón con verdades nuevas, la sana, la eleva, la introduce en el ámbito de lo divino, la salva de la desesperación o, en su caso, de la frivolidad intelectual. Y la persona, lejos de disolverse en un «todo» a lo panteístico oriental, se reafirma en su personalidad libre e irreductible, y liberada en cierta medida de las angosturas espaciotemporales, puede ver —entre otras muchas cosas— la misma realidad ya conocida con una nueva y maravillosa relatividad: la ordenación o referencia esencial de toda criatura al Creador, al eterno plan divino de salvación, el cual, a pesar del pecado del hombre, sigue su marcha imparable y no se detendrá hasta que el mal sea enteramente vencido y Dios –Verdad, Bondad, Belleza, Sabiduría, Amor supremos— sea del todo manifiesto en todo.

LA FE A FAVOR DE LA RAZÓN

Todo esto no es contrario a la lógica racional; la supera, pero va a su favor. Este es, según creo, uno de los aspectos relevantes del mensaje contenido en la Fides et ratio. Es, por decirlo de algún modo, el funeral de la fe del carbonero; que pudo salvar a muchos en otros tiempos, pero no parece apta para hacerlo en el tercer milenio, al menos para los que gozan de una mediana capacidad intelectual. La fe ha de ser ilustrada, razonada, entendida o estará siempre bailando en una cuerda floja. La cantidad de información que llega al hombre, digamos, postmoderno, forma un caos tan enorme e imponente que no se puede esclarecer sin una formación sólidamente anclada en el conocimiento de las verdades fundamentales, las de sentido, que nos permitan discernir entre el bien y el mal; entre la verdad y la mentira; entre lo bello y lo zafio; entre la criatura y el Creador; entre lo lógico y lo sofísitico; entre el uso de la razón y los movimientos viscerales. Y para esto es menester estudiar tanto la razón como la fe, formarse.

Los cristianos de este siglo y del próximo milenio no tenemos más remedio que estudiar: «estudiar a Cristo». No vale saber mucho de ciencias humanas, desarrollar la inteligencia para el cálculo matemático o el master en marketing, sin desarrollar igualmente la capacidad que la razón tiene para conocer verdades de fondo, de peso, verdades que dilucidan el sentido del cálculo, del master y de la vida entera, su lugar en el cosmos, su destino trascendente. De ahí que sea locura de la peor especie, amputar la mente del niño en escuelas públicas o privadas ajenas a la enseñanza religiosa; o de los jóvenes en universidades donde se especializan en el conocimiento exhaustivo de una de las patas de la mosca, sin saber relacionarla con la mosca ni con el universo. Es la manera más eficaz de crear universitarios que saben mucho de un fragmento de un segmento de un sector de alguna cosa que, lógicamente, les ha de convertir en sectarios de la misma. Así, fácilmente resultarán hombres y mujeres sin fundamento racional para su existencia, sin religión, sin identidad, sujetos a la más engañosa de las modas: la moda intelectual.

Convendría leer despacio —no como para una información de urgencia— el mensaje de Juan Pablo II en la Fides et ratio. Convendría que todo cristiano con uso de razón la usara para conocer bastante bien el Catecismo de la Iglesia Católica. Hacen bien los pastores de la Iglesia que no escatiman medios para formar cristianos adultos no sólo en edad, sino en sabiduría y gracia ante Dios y ante los hombres.


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