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Relación entre ciencia y teología |
Asistimos a un momento apasionante del debate entre ciencia y
teología similar al que se produce entre ciencia y filosofía.
Los conocimientos que hemos alcanzado respecto al universo, la estructura
fundamental de la materia, la naturaleza de la conciencia, el
descubrimiento del espacio-tiempo o del genio genético, propician que desde
el campo científico se hagan incursiones espontáneas en el terreno
de la filosofía y de la teología. La ciencia ya
no está aislada en ningún campo concreto de investigación, porque
ha descubierto, de un lado, que cualquier aspecto del mundo
forma parte de un todo complejo, y de otro lado,
que un conocimiento no puede desarrollarse sin el apoyo de
otras disciplinas.
La interdisciplinariedad es no sólo la moda, sino
la lógica consecuencia del descubrimiento de la complejidad. La filosofía
y la teología, que se consideraban al margen del conocimiento
científico, se han visto implicadas de esta forma en el
esfuerzo humano por una comprensión más amplia de lo que
ha dado en llamarse mundo objetivo o real. La física
es uno de los campos donde con más frecuencia se
producen incursiones filosóficas, hasta el punto de que los físicos
de nuestros días podemos clasificarlos en materialistas o idealistas, de
la misma forma que dividimos a los pensadores de las
diferentes épocas según crean que el espíritu es anterior o
posterior a la materia.
Ahora hay físicos que incluso reivindican
la física como la nueva teología, asegurando no sólo que
Dios es una exigencia de la evolución tal como la
conocemos hoy, sino también que la resurrección de los muertos
se deduce de ecuaciones matemáticas, al igual que la existencia
del cielo y del infierno. Una parte del discurso teológico
es hoy reivindicado desde el ámbito científico, si bien con
otro vocabulario y conceptos. Hay diversas teorías, como la de
la Realidad Última, que parecen explicar a su manera la
trascendencia inmanente del mundo que nos revela la teología.
Si
nos fijamos en las virtudes teologales, vemos también que el
conocimiento del mundo es impensable sin un acto de fe,
que la esperanza es una exigencia para la supervivencia de
la especie, que sin caridad no es posible reorganizar la
sociedad con garantías de futuro.
Todas estas evoluciones del conocimiento
humano nos señalan una posible convergencia entre ciencia y teología
que puede despertarnos del doble espejismo que padecemos: primero, que
la vida humana es un episodio intrascendente de la evolución
cósmica (y por lo tanto manipulable genéticamente sin mayor rigor
ético); segundo, que la realidad última del mundo es asequible
al conocimiento humano.
Por ello, más que rechazarse o aislarse
en sus respectivos campos de conocimiento, ciencia y teología están
abocadas a un diálogo común con la filosofía del que
debe salir nueva luz para la aproximación a lo que
las tres disciplinas pretenden: el conocimiento y la comprensión de
la vida, la inteligencia y el amor en todas sus
manifestaciones.
Situación actual de la fe y la Teología |
El relativismo se ha convertido así en el problema central de la fe en la hora actual. |
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Situación actual de la fe y la Teología |
La crisis de la teología de la liberación
En los años
ochenta, la teología de la liberación en sus formas radicales
aparecía como uno de los más urgentes desafíos para la
fe de la Iglesia. Un desafío que requería respuesta y
clarificación, porque proponía una respuesta nueva, plausible y, a la
vez, práctica, a la cuestión fundamental del cristianismo: el problema
de la redención. La misma palabra liberación quería explicar de
un modo distinto y más comprensible lo que en el
lenguaje tradicional de la Iglesia se había llamado redención. Efectivamente,
en el fondo se encuentra siempre la misma constatación: experimentamos
un mundo que no se corresponde con un Dios bueno.
Pobreza, opresión, toda clase de dominaciones injustas, sufrimiento de justos
e inocentes, constituyen los signos de los tiempos, de todos
los tiempos. Y todos sufrimos; ninguno puede decir fácilmente a
este mundo y a su propia vida: detente para siempre,
porque eres tan bella. De esta experiencia, la teología de
la liberación deducía que esta situación, que no debe perdurar,
sólo puede ser vencida mediante un cambio radical de las
estructuras de este mundo, que son estructuras de pecado, estructuras
de mal. Si el pecado ejerce su poder sobre las
estructuras, y el empobrecimiento está programado de antemano por ellas,
entonces su derrocamiento no puede producirse mediante conversiones individuales, sino
mediante la lucha contra las estructuras de la injusticia. Pero
esta lucha, como se ha dicho, debería ser una lucha
política, ya que las estructuras se consolidan y se conservan
mediante la política. De este modo, la redención se convertía
en un proceso político, para el que la filosofía marxista
proporcionaba las orientaciones esenciales. Se transformaba en una tarea que
los hombres mismos podían, e incluso debían, tomar entre manos,
y, al mismo tiempo, en una esperanza totalmente práctica: la
fe, de teoría, pasaba a convertirse en praxis, en concreta
acción redentora en el proceso de liberación.
El hundimiento de los
sistemas de gobierno de inspiración marxista en el Este europeo
resultó ser, para esa teología de la praxis política redentora,
una especie de ocaso de los dioses: precisamente allí donde
la ideología liberadora marxista había sido aplicada consecuentemente, se había
producido la radical falta de libertad, cuyo horror aparecía ahora
a las claras ante los ojos de la opinión pública
mundial. Y es que cuando la política quiere ser redención,
promete demasiado. Cuando pretende hacer la obra de Dios, pasa
a ser, no divina, sino demoníaca. Por eso, los acontecimientos
políticos de 1989 han cambiado también el escenario teológico. Hasta
entonces, el marxismo había sido el último intento de proporcionar
una fórmula universalmente válida para la recta configuración de la
acción histórica. El marxismo creía conocer la estructura de la
historia mundial, y, desde ahí, intentaba demostrar cómo esta historia
puede ser conducida definitivamente por el camino correcto. El hecho
de que esta pretensión se apoyara sobre un método en
apariencia estrictamente científico, sustituyendo totalmente la fe por la ciencia,
y haciendo, a la vez, de la ciencia praxis, le
confería un formidable atractivo. Todas las promesas incumplidas de las
religiones parecían alcanzables a través de una praxis política científicamente
fundamentada.
La caída de esta esperanza trajo consigo una gran
desilusión, que aún está lejos de haber sido asimilada. Por
eso, me parece probable que en el futuro se hagan
presentes nuevas formas de la concepción marxista del mundo. De
momento, quedó la perplejidad: el fracaso del único sistema de
solución de los problemas humanos científicamente fundado sólo podía justificar
el nihilismo o, en todo caso, el relativismo total.
Relativismo: la
filosofía dominante
El relativismo se ha convertido así en el problema
central de la fe en la hora actual. Sin duda,
ya no se presenta tan sólo con su vestido de
resignación ante la inmensidad de la verdad, sino también como
una posición definida positivamente por los conceptos de tolerancia, conocimiento
dialógico y libertad, conceptos que quedarían limitados si se afirmara
la existencia de una verdad válida para todos. A su
vez, el relativismo aparece como fundamentación filosófica de la democracia.
Ésta, en efecto, se edificaría sobre la base de que
nadie puede tener la pretensión de conocer la vía verdadera,
y se nutriría del hecho de que todos los caminos
se reconocen mutuamente como fragmentos del esfuerzo hacia lo mejor;
por eso, buscan en diálogo algo común y compiten también
sobre conocimientos que no pueden hacerse compatibles en una forma
común. Un sistema de libertad debería ser, en esencia, un
sistema de posiciones que se relacionan entre sí como relativas,
dependientes, además, de situaciones históricas abiertas a nuevos desarrollos. Una
sociedad liberal sería, pues, una sociedad relativista; sólo con esta
condición podría permanecer libre y abierta al futuro.
En el campo
de la política, esta concepción es exacta en cierta medida.
No existe una opinión política correcta única. Lo relativo _la
construcción de la convivencia entre los hombres, ordenada liberalmente_ no
puede ser algo absoluto. Pensar así era precisamente el error
del marxismo y de las teologías políticas. Pero, con el
relativismo total, tampoco se puede conseguir todo en el terreno
político: hay injusticias que nunca se convertirán en cosas justas
(como, por ejemplo, matar a un inocente, negar a un
individuo o a un grupo el derecho a su dignidad
o a la vida correspondiente a esa dignidad); y al
contrario, hay cosas justas que nunca pueden ser injustas. Por
eso, aunque no se ha de negar cierto derecho al
relativismo en el campo socio_político, el problema se plantea a
la hora de establecer sus límites. Este método ha querido
aplicarse, de un modo totalmente consciente, también al campo de
la religión y de la ética. Trataré de esbozar brevemente
los desarrollos que en este punto definen hoy el diálogo
teológico.
La llamada teología pluralista de las religiones se había
desarrollado progresivamente ya desde los años cincuenta; sin embargo, sólo
ahora se ha situado en el centro de la conciencia
cristiana (1). De algún modo, esta conquista ocupa hoy -por
lo que respecta a la fuerza de su problemática y
a su presencia en los diversos campos de la cultura-
el lugar que en el decenio precedente correspondía a la
teología de la liberación. Además, se une de muchas maneras
con ella, e intenta darle una forma nueva y actual.
Sus modalidades son muy variadas; por eso, no es posible
resumirla en una fórmula corta ni presentar brevemente sus características
esenciales. Es, por una parte, un típico vástago del mundo
occidental y de sus formas de pensamiento filosófico; por otra,
conecta con las intuiciones filosóficas y religiosas de Asia, especialmente
y de forma asombrosa con las del subcontinente indio. El
contacto entre esos dos mundos le otorga, en el momento
histórico presente, un particular empuje.
Relativismo en teología: la retractación de
la cristología
Esta realidad se muestra claramente en uno de sus
fundadores y eminentes representantes, el presbiteriano americano J. Hick, cuyo
punto de partida filosófico se encuentra en la distinción kantiana
entre fenómeno y noúmeno: nosotros nunca podemos captar la verdad
última en sí misma, sino sólo su apariencia en nuestro
modo de percibir a través de diferentes lentes. Lo que
nosotros captamos no es propiamente la realidad en sí misma,
sino un reflejo a nuestra medida. En un primer momento,
Hick intentó formular este concepto en un contexto cristocéntrico; después
de permanecer un año en la India, lo transformó -tras
lo que él mismo llama un giro copernicano de pensamiento-
en una nueva forma de teocentrismo. La identificación de una
forma histórica única, Jesús de Nazaret, con lo «real» mismo,
el Dios vivo, es relegada ahora como una recaída en
el mito. Jesús es conscientemente relativizado como un genio religioso
entre otros. Lo Absoluto o el Absoluto mismo no puede
darse en la historia, sino sólo modelos, formas ideales que
nos recuerdan lo que en la historia nunca se puede
captar como tal. De este modo, conceptos como Iglesia, dogma,
sacramentos, deben perder su carácter incondicionado. Hacer un absoluto de
tales mediaciones limitadas, o, más aún, considerarlos encuentros reales con
la verdad universalmente válida del Dios que se revela sería
lo mismo que elevar lo propio a la categoría de
absoluto; de este modo, se perdería la infinitud del Dios
totalmente otro.
Desde este punto de vista, que domina más el
pensamiento que la teoría de Hick, afirmar que en la
figura de Jesucristo y en la fe de la Iglesia
hay una verdad vinculante y válida en la historia misma
es calificado como fundamentalismo. Este fundamentalismo, que constituye el verdadero
ataque al espíritu de la modernidad, se presenta de diversas
maneras como la amenaza fundamental emergente contra los bienes supremos
de la modernidad, es decir, la tolerancia y la libertad.
Por otra parte, la noción de diálogo -que en la
tradición platónica y cristiana ha mantenido una posición de significativa
importancia- cambia de significado, convirtiéndose así en la quintaesencia del
credo relativista y en la antítesis de la conversión y
de la misión. En su acepción relativista, dialogar significa colocar
la actitud propia, es decir, la propia fe, al mismo
nivel que las convicciones de los otros, sin reconocerle por
principio más verdad que la que se atribuye a la
opinión de los demás. Sólo si supongo por principio que
el otro puede tener tanta o más razón que yo,
se realiza de verdad un diálogo auténtico. Según esta concepción,
el diálogo ha de ser un intercambio entre actitudes que
tienen fundamentalmente el mismo rango, y, por tanto, son mutuamente
relativas; sólo así se podrá obtener el máximo de cooperación
e integración entre las diferentes formas religiosas (2). La disolución
relativista de la cristología y, más aún, de la eclesiología,
se convierte, pues, en un mandamiento central de la religión.
Para volver al pensamiento de Hick: la fe en la
divinidad de una persona concreta -nos dice- conduce al fanatismo
y al particularismo, a la disociación de fe y amor;
y esto es precisamente lo que hay que superar (3).
El recurso a las religiones de Asia
En el pensamiento de
Hick, que consideramos aquí como un representante eminente del relativismo
religioso, se aproximan extrañamente la filosofía postmetafísica de Europa y
la teología negativa de Asia, para la cual lo divino
no puede nunca entrar por sí mismo y desveladamente en
el mundo de apariencia en que vivimos, sino que se
muestra siempre en reflejos relativos y queda más allá de
toda palabra y de toda noción, en una transcendencia absoluta
(4). Ambas filosofías se diferencian fundamentalmente tanto por su punto
de partida como por la orientación que imprimen a la
existencia humana, pero parecen confirmarse mutuamente en su relativismo metafísico
y religioso. El relativismo arreligioso y pragmático de Europa y
América puede conseguir de la India una especie de consagración
religiosa, que parece dar a su renuncia al dogma la
dignidad de un mayor respeto ante el misterio de Dios
y del hombre. A su vez, el hacer referencia del
pensamiento europeo y americano a la visión filosófica y teológica
de la India refuerza la relativización de todas las figuras
religiosas propias de la cultura hindú. De este modo, también
a la teología cristiana en la India se le presenta
como imperativo apartar la imagen de Cristo de su posición
exclusiva -juzgada típicamente occidental- para colocarla al mismo nivel que
los mitos salvíficos indios: el Jesús histórico -así se piensa
ahora- no es más Logos absoluto que cualquier otra figura
salvífica de la historia (5).
Bajo el signo del encuentro de
las culturas, el relativismo parece presentarse aquí como la verdadera
filosofía de la humanidad; este hecho le otorga visiblemente -en
Oriente y en Occidente, como se ha señalado antes- una
fuerza ante la que parece que ya no cabe resistencia
alguna. Quien se resiste, se opone no sólo a la
democracia y a la tolerancia -es decir, a los imperativos
básicos de la comunidad humana-, sino que además persiste obstinadamente
en la prioridad de la propia cultura occidental, y se
niega al encuentro de las culturas, que es notoriamente el
imperativo del momento presente. Quien desea permanecer en la fe
de la Biblia y de la Iglesia, se ve empujado,
de entrada, a una tierra de nadie en el plano
cultural; debe, como primera medida, redescubrir la «locura de Dios»
para reconocer en ella la verdadera sabiduría.
Ortodoxia y ortopraxis
Para
ayudarnos en este intento de penetrar en la sabiduría encerrada
en la locura de la fe, nos conviene tratar de
conocer mejor la teoría relativista de la religión de Hick,
y descubrir por qué caminos conduce al hombre. A fin
de cuentas, la religión significa para Hick que el hombre
pasa de la «self-centredness» como existencia del viejo Adán a
la «reality-centredness» como existencia del hombre nuevo, y de este
modo se extiende desde el propio yo hacia el tú
del prójimo (6). Suena hermoso, pero, considerado con profundidad, resulta
tan hueco y vacío como la llamada a la autenticidad
de Bultmann, que, a su vez, había tomado ese concepto
de Heidegger. Para esto no hace falta religión.
Consciente de estos
límites, el antes sacerdote católico P. Knitter ha intentado superar
el vacío de una teoría de la religión reducida al
imperativo categórico, mediante una nueva síntesis entre Asia y Europa,
más concreta e internamente enriquecida (7). Su propuesta tiende a
dar a la religión una nueva concreción mediante la unión
de la teología de la religión pluralista con las teologías
de la liberación. El diálogo interreligioso debe simplificarse radicalmente y
hacerse efectivo prácticamente, fundándolo sobre un único principio: «el primado
de la ortopraxis respecto a la ortodoxia» (8). Este poner
la praxis por encima del conocer es también herencia claramente
marxista. Pero mientras el marxismo concreta sólo lo que proviene
lógicamente de la renuncia a la metafísica -cuando el conocer
es imposible, sólo queda la acción-, Knitter afirma: no se
puede conocer lo absoluto, pero sí hacerlo. La cuestión, sin
embargo, es: ¿es verdadera esta afirmación? ¿Dónde encuentro la acción
justa, si no puedo conocer en absoluto lo justo? El
fracaso de los regímenes comunistas se debe precisamente a que
han tratado de cambiar el mundo sin saber qué es
bueno y qué no es bueno para el mundo, sin
saber en qué dirección debe modificarse el mundo para hacerlo
mejor. La mera praxis no es luz.
Éste es el punto
crucial para un examen crítico de la noción de ortopraxis.
La anterior historia de la religión había comprobado que las
religiones de la India no conocían en general una ortodoxia,
sino más bien una ortopraxis; de ahí ha entrado probablemente
la noción en la teología moderna. Pero en la descripción
de las religiones de la India esto tenía un significado
muy preciso: se quería decir que estas religiones no tenían
un catecismo general obligatorio y que la pertenencia a ellas,
por tanto, no estaba definida por la aceptación de un
credo particular. Más bien estas religiones tienen un sistema de
acciones rituales que consideran necesario para la salvación, y que
distingue al «creyente» del no creyente. En ellas, el creyente
no se reconoce por determinados conocimientos, sino por la observancia
escrupulosa de un ritual que abarca toda la vida. El
significado de ortopraxis, es decir, el recto obrar, está determinado
con gran precisión: se trata de un código de ritos.
Por otra parte, la palabra ortodoxia tenía originariamente, en la
Iglesia primitiva y en las Iglesias orientales, casi la misma
significación. Porque en el sufijo «doxia», por supuesto, doxa no
se entendía en el sentido de «opinión» (opinión verdadera): las
opiniones, desde el punto de vista griego, son siempre relativas,
doxa era más bien entendido en su sentido de «gloria,
glorificación». Ser ortodoxo significaba, por tanto, conocer y practicar el
modo justo con el que Dios quiere ser glorificado. Se
refiere al culto, y, a partir del culto, a la
vida. En este sentido, habría aquí un punto sólido para
un diálogo fructuoso entre el Este y el Oeste.
Pero
volvamos a la recepción del término ortopraxis en la teología
moderna. En este caso nadie piensa ya en el seguimiento
de un ritual. La palabra ha cobrado un significado nuevo,
que nada tiene que ver con el auténtico concepto indio.
A decir verdad, algo queda de él: si la exigencia
de ortopraxis tiene un sentido, y no quiere ser la
tapadera de la carencia de obligatoriedad, entonces se debe dar
también una praxis común, reconocible por todos, que supere la
general palabrería del «centramiento en el yo» y la «referencia
al tú». Si se excluye el sentido ritual que se
le daba en Asia, entonces la praxis sólo puede ser
comprendida como ética o como política. La ortopraxis supondría, en
el primer caso, un «ethos» claramente definido en cuanto a
su contenido. Esto viene, sin duda, excluido en la discusión
ética relativista: ahora ya no hay nada bueno o malo
en sí mismo. Pero si se entiende la ortopraxis en
un sentido socio-político, vuelve a plantearse la pregunta por la
naturaleza de la correcta acción política. Las teologías de la
liberación, animadas por la convicción de que el marxismo nos
señala claramente cuál es la buena praxis política, podían emplear
la noción de ortopraxis en su sentido propio. No se
trataba en este caso de no-obligatoriedad, sino de una forma
establecida para todos de la praxis correcta -o sea, ortopraxis-,
que reunía a la comunidad y distinguía de ella a
los que rechazaban el obrar correcto. En esta medida las
teologías de la liberación marxistas eran, a su modo, lógicas
y consecuentes.
Como se ve, esta ortopraxis reposa, sin embargo, sobre
una cierta ortodoxia -en el sentido moderno-: un armazón de
teorías obligatorias acerca del camino hacia la libertad. Knitter se
encuentra en las proximidades de este principio cuando afirma que
el criterio para diferenciar la ortopraxis de la pseudo-praxis es
la libertad (9). Pero todavía tiene que explicarnos de una
manera convincente y práctica qué es la libertad, y qué
sirve a la verdadera liberación del hombre: la ortopraxis marxista
seguro que no, como hemos visto. Una cosa sin embargo
es clara: las teorías relativistas desembocan en el arbitrio y
se vuelven por ello superfluas, o bien pretenden una normatividad
absoluta, que ahora se sitúa en la praxis, erigiendo en
ella un absolutismo que no tiene lugar. A decir verdad,
es un hecho que también en Asia se proponen hoy
concepciones de la teología de la liberación como formas de
cristianismo presuntamente más adecuadas al espíritu asiático, y que sitúan
el núcleo de la acción religiosa en el ámbito político.
Donde el misterio ya no cuenta, la política debe convertirse
en religión. Y, sin duda, esto es profundamente opuesto a
la visión religiosa asiática original.
New Age
El relativismo de Hick, Knitter
y teorías afines se basa, a fin de cuentas, en
un racionalismo que declara a la razón -en el sentido
kantiano- incapaz del conocimiento metafísico (10); la nueva fundamentación de
la religión tiene lugar por un camino pragmático con tonos
más éticos o más políticos. Pero hay también una respuesta
conscientemente antirracionalista a la experiencia del lema «todo es relativo»
que se reúne bajo la pluriforme denominación de «New Age»
(11).
Para los partidarios del New Age, el remedio del problema
del relativismo no hay que buscarlo en un nuevo encuentro
del yo con el tú o con el nosotros, sino
en la superación del sujeto, en el retorno extático a
la danza cósmica. Al igual que la gnosis antigua, esta
solución se considera en sintonía con todo lo que enseña
la ciencia y pretende, además, valorar los conocimientos científicos de
cualquier género (biología, psicología, sociología, física). Al mismo tiempo, sin
embargo, partiendo de estas premisas, quiere ofrecer un modelo totalmente
antirracionalista de religión, una moderna «mística» en la que lo
absoluto no se puede creer, sino experimentar. Dios no es
una persona que está frente al mundo, sino la energía
espiritual que invade el Todo. Religión significa la inserción de
mi yo en la totalidad cósmica, la superación de toda
división. K.H. Menke describe muy bien el giro espiritual que
de ello deriva, cuando afirma: «El sujeto, que pretendía someter
a sí todo, se transfunde ahora en el ´Todo´» (12).
La razón objetivante nos cierra el camino hacia el misterio
de la realidad; la yoidad nos aísla de la abundancia
de la realidad cósmica, destruye la armonía del todo, y
es la verdadera causa de nuestra irredención. La redención está
en el desenfreno del yo, en la inmersión en la
exuberancia de lo vital, en el retorno al Todo. Se
busca el éxtasis, la embriaguez de lo infinito, que puede
acaecer en la música embriagadora, en el ritmo, en la
danza, en el frenesí de luces y sombras, en la
masa humana. De este modo, no sólo se vuelca el
camino de la época moderna hacia el dominio absoluto del
sujeto; aun más, el hombre mismo, para ser liberado, debe
deshacerse en el «Todo». Los dioses retornan. Ellos aparecen más
creíbles que Dios. Hay que renovar los ritos primitivos en
los que el yo se inicia en el misterio del
Todo y se libera de sí mismo.
La reedición de religiones
y cultos precristianos, que hoy se intenta con frecuencia, tiene
muchas explicaciones. Si no existe la verdad común, vigente precisamente
porque es verdadera, el cristianismo es sólo algo importado de
fuera, un imperialismo espiritual que se debe sacudir con no
menos fuerza que el político. Si en los sacramentos no
tiene lugar el contacto con el Dios vivo de todos
los hombres, entonces son rituales vacíos que no nos dicen
nada ni nos dan nada; que, a lo sumo, nos
permiten percibir lo numinoso, que reina en todas las religiones.
Aún entonces, parece más sensato buscar lo originalmente propio, en
lugar de dejarse imponer algo ajeno y anticuado. Pero, ante
todo, si la «sobria ebriedad» del misterio cristiano no puede
embriagarnos de Dios, entonces hay que invocar la embriaguez real
de éxtasis eficaces, cuya pasión arrebata y nos convierte -al
menos por un instante- en dioses, y nos deja percibir
por un momento el placer de lo infinito y olvidar
la miseria de lo finito. Cuanto más manifiesta sea la
inutilidad de los absolutismos políticos, tanto más fuerte será la
atracción del irracionalismo, la renuncia a la realidad de lo
cotidiano (13).
El pragmatismo en la vida cotidiana de la Iglesia
Junto
a estas soluciones radicales, y junto al gran pragmatismo de
las teologías de la liberación, está también el pragmatismo gris
de la vida cotidiana de la Iglesia, en el que
aparentemente todo continúa con normalidad, pero en realidad la fe
se consume y decae en lo mezquino. Pienso en dos
fenómenos, que considero con preocupación. En primer lugar, existe en
diversos grados de intensidad el intento de extender a la
fe y a las costumbres el principio de la mayoría,
para así «democratizar», por fin, decididamente la Iglesia. Lo que
no parece evidente a la mayoría no puede ser obligatorio;
eso parece. Pero propiamente, ¿a qué mayoría? ¿Habrá mañana una
mayoría como la de hoy? Una fe que nosotros mismos
podemos determinar no es en absoluto una fe. Y ninguna
minoría tiene por qué dejarse imponer la fe por una
mayoría. La fe, junto con su praxis, o nos llega
del Señor a través de su Iglesia y la vida
sacramental, o no existe en absoluto. El abandono de la
fe por parte de muchos se basa en el hecho
de que les parece que la fe podría ser decidida
por alguna instancia burocrática, que sería como una especie de
programa de partido: quien tiene poder dispone qué debe ser
de fe, y por eso importa en la Iglesia misma
llegar al poder o, de lo contrario -más lógico y
más aceptable-, no creer.
El otro punto, sobre el que quería
llamar la atención, se refiere a la liturgia. Las diversas
fases de la reforma litúrgica han dejado que se introduzca
la opinión de que la liturgia puede cambiarse arbitrariamente. De
haber algo invariable, en todo caso se trataría de las
palabras de la consagración; todo lo demás se podría cambiar.
El siguiente pensamiento es lógico: si una autoridad central puede
hacer esto, ¿por qué no también una instancia local? Y
si lo pueden hacer las instancias locales, ¿por qué no
en realidad la comunidad misma? Ésta se debería poder expresar
y encontrar en la liturgia. Tras la tendencia racionalista y
puritana de los años setenta e incluso de los ochenta,
hoy se siente el cansancio de la pura liturgia hablada
y se desea una liturgia vivencial que no tarda en
acercarse a las tendencias del New Age: se busca lo
embriagador y extático, y no la «logikè latreia», la «rationabilis
oblatio» de que habla Pablo y con él la liturgia
romana (Rom 12,1).
Admito que exagero; lo que digo no describe
la situación normal de nuestras comunidades. Pero las tendencias están
ahí. Y por eso se nos ha pedido estar en
vela, para que no se nos introduzca subrepticiamente un Evangelio
distinto del que nos ha entregado el Señor -la piedra
en lugar del pan.
Tareas de la teología
Nos encontramos, en
resumidas cuentas, en una situación singular: la teología de la
liberación había intentado dar al cristianismo, cansado de los dogmas,
una nueva praxis mediante la cual finalmente tendría lugar la
redención. Pero esa praxis ha dejado tras de sí ruina
en lugar de libertad. Queda el relativismo y el intento
de conformarnos con él. Pero lo que así se nos
ofrece es tan vacío que las teorías relativistas buscan ayuda
en la teología de la liberación, para, desde ella, poder
ser llevadas a la práctica. El New Age dice finalmente:
dejemos el fracasado experimento del cristianismo; volvamos mejor de nuevo
a los dioses, que así se vive mejor. Se presentan
muchas preguntas. Tomemos la más práctica: ¿por qué se ha
mostrado tan indefensa la teología clásica ante estos acontecimientos? ¿Dónde
se encuentran los puntos débiles que la han vuelto ineficaz?
Desearía
mencionar dos puntos que, a partir de Hick y Knitter,
nos salen al encuentro. Ambos se remiten, para justificar su
labor destructiva de la cristología, a la exégesis: dicen que
la exégesis ha probado que Jesús no se consideraba en
absoluto hijo de Dios, Dios encarnado, sino que él habría
sido hecho tal después, de un modo gradual, por obra
de sus discípulos (14). Ambos -Hick más claramente que Knitter-
se remiten, además, a la evidencia filosófica. Hick nos asegura
que Kant ha probado irrefutablemente que lo absoluto o el
Absoluto no puede ser reconocido en la historia ni aparecer
en ella como tal (15). Por la estructura de nuestro
conocimiento, no puede darse -según Kant- lo que la fe
cristiana sostiene; así, milagros, misterios o sacramentos son supersticiones, como
nos aclara Kant en su obra «La religión dentro de
los límites de la mera razón» (16). Las preguntas por
la exégesis y por los límites y posibilidad de nuestra
razón, es decir, por las premisas filosóficas de la fe,
me parece que indican de hecho el punto crucial de
la crisis de la teología contemporánea, por el que la
fe -y, cada vez más, también la fe de los
sencillos- entra en crisis.
Querría ahora tan sólo bosquejar la tarea
que se nos presenta. En primer lugar, por lo que
se refiere a la exégesis, sea dicho de entrada que
Hick y Knitter no pueden indudablemente apoyarse en la exégesis
en general, como si se tratase de un resultado indiscutible
y compartido por todos los exegetas. Esto es imposible en
la investigación histórica, que no conoce tal tipo de certeza.
Y todavía más imposible respecto de una pregunta que no
es puramente histórica o literaria, sino que encierra opciones valorativas
que exceden la mera comprobación de lo pasado y la
mera interpretación de textos. Pero es cierto que un recorrido
global a través de la exégesis moderna puede dejar una
impresión que se acerca a la de Hick y Knitter.
¿Qué
tipo de certeza le corresponde? Supongamos -lo que se puede
dudar- que la mayoría de los exegetas piensa así; todavía
permanece la pregunta: ¿Hasta qué punto está fundada dicha opinión
mayoritaria? Mi tesis es la siguiente: el hecho de que
muchos exegetas piensen como Hick y Knitter, y reconstruyan como
ellos la historia de Jesús, se debe a que comparten
su misma filosofía. No es la exégesis la que prueba
la filosofía, sino la filosofía la que engendra la exégesis
(17). Si yo sé a priori (para hablar con Kant)
que Jesús no puede ser Dios, que los milagros, misterios
y sacramentos son tres formas de superstición, entonces no puedo
descubrir en los libros sagrados lo que no puede ser
un hecho. Sólo puedo descubrir por qué y cómo se
llegó a tales afirmaciones, y cómo se han ido formando
gradualmente.
Veámoslo con algo más de precisión. El método histórico-crítico
es un excelente instrumento para leer fuentes históricas e interpretar
textos. Pero contiene su propia filosofía que, en general -por
ejemplo, cuando intento estudiar la historia de los emperadores medievales-,
apenas tiene relevancia. Y es que, en este caso, quiero
conocer el pasado, y nada más. Tampoco esto se puede
hacer de un modo neutral, y por eso también aquí
hay límites del método. Pero si se aplica a la
Biblia, salen a la luz muy claramente dos factores que
de lo contrario no se notarían. En primer lugar, el
método quiere conocer lo pasado como pasado. Quiere captar con
la mayor precisión lo que sucedió en un momento pretérito,
encerrado en su situación de pasado, en el punto en
que se encontraba entonces. Y, además, presupone que la historia
es, en principio, uniforme: el hombre con todas sus diferencias,
el mundo con todas sus distinciones, está determinado de tal
modo por las mismas leyes y los mismos límites, que
puedo eliminar lo que es imposible. Lo que hoy no
puede ocurrir de ningún modo, no pudo tampoco suceder ayer,
ni sucederá tampoco mañana.
Si aplicamos esto a la Biblia, resulta
que un texto, un acontecimiento, una persona estará fijada estrictamente
en su pasado. Se quiere averiguar lo que el autor
pasado ha dicho entonces y puede haber dicho o pensado.
Se trata de lo «histórico», de lo «pasado». Por eso
la exégesis histórico-crítica no me trae la Biblia al hoy,
a mi vida actual. Esto es imposible. Por el contrario,
ella la separa de mí y la muestra estrictamente asentada
en el pasado. Éste es el punto en que Drewermann
ha criticado con razón la exégesis histórico-crítica en la medida
en que pretende ser autosuficiente. Esta exégesis, por definición, expresa
la realidad, no de hoy, ni mía, sino de ayer,
de otro. Por eso nunca puede mostrar al Cristo de
hoy, mañana y siempre, sino solamente -si permanece fiel a
sí misma- al Cristo de ayer.
A esto hay que añadir
la segunda suposición, la homogeneidad del mundo y de la
historia, es decir, lo que Bultmann llama la moderna imagen
del mundo. M. Waldstein ha mostrado, con un cuidadoso análisis,
que la teoría del conocimiento de Bultmann estaba totalmente influida
por el neokantismo de Marburgo (18). Gracias a él sabía
lo que puede y no puede existir. En otros exegetas,
la conciencia filosófica estará menos pronunciada, pero la fundamentación mediante
la teoría del conocimiento kantiana está siempre implícitamente presente, como
acceso hermenéutico incuestionable a la crítica. Porque esto es así,
la autoridad de la Iglesia no puede imponer sin más
que se deba encontrar en la Sagrada Escritura una cristología
de la filiación divina. Pero sí que puede y debe
invitar a examinar críticamente la filosofía del propio método. En
definitiva, se trata de que, en la revelación de Dios,
Él, el Viviente y Verdadero, irrumpe en nuestro mundo y
abre también la cárcel de nuestras teorías, con cuyas rejas
nos queremos proteger contra esa venida de Dios a nuestras
vidas. Gracias a Dios, en medio de la actual crisis
de la filosofía y de la teología, se ha puesto
hoy en marcha, en la misma exégesis, una nueva reflexión
sobre los principios fundamentales, elaborada también gracias a los conocimientos
conseguidos mediante un cuidadoso análisis histórico de los textos (19).
Éstos ayudan a romper la prisión de previas decisiones filosóficas,
que paraliza la interpretación: la amplitud de la palabra se
abre de nuevo.
El problema de la exégesis se encuentra ligado,
como vimos, al problema de la filosofía. La indigencia de
la filosofía, la indigencia a la que la paralizada razón
positivista se ha conducido a sí misma, se ha convertido
en indigencia de nuestra fe. La fe no puede liberarse,
si la razón misma no se abre de nuevo. Si
la puerta del conocimiento metafísico permanece cerrada, si los límites
del conocimiento humano fijados por Kant son infranqueables, la fe
está llamada a atrofiarse: sencillamente le falta el aire para
respirar. Cuando una razón estrictamente autónoma, que nada quiere saber
de la fe, intenta salir del pantano de la incerteza
«tirándose de los cabellos» -por expresarlo de algún modo-, difícilmente
ese intento tendrá éxito. Porque la razón humana no es
en absoluto autónoma. Se encuentra siempre en un contexto histórico.
El contexto histórico desfigura su visión (como vemos); por eso
necesita también una ayuda histórica que le ayude a traspasar
sus barreras históricas (20). Soy de la opinión de que
ha naufragado ese racionalismo neo-escolástico que, con una razón totalmente
independiente de la fe, intentaba reconstruir con una pura certeza
racional los «praeambula fidei»; no pueden acabar de otro modo
las tentativas que pretenden lo mismo. Sí: tenía razón Karl
Barth al rechazar la filosofía como fundamentación de la fe
independiente de la fe; de ser así, nuestra fe se
fundaría, al fin y al cabo, sobre las cambiantes teorías
filosóficas. Pero Barth se equivocaba cuando, por este motivo, proponía
la fe como una pura paradoja que sólo puede existir
contra la razón y como totalmente independiente de ella. No
es la menor función de la fe ofrecer la curación
a la razón como razón; no la violenta, no le
es exterior, sino que la hace volver en sí. El
instrumento histórico de la fe puede liberar de nuevo a
la razón como tal, para que ella -introducida por éste
en el camino- pueda de nuevo ver por sí misma.
Debemos esforzarnos hacia un nuevo diálogo de este tipo entre
fe y filosofía, porque ambas se necesitan recíprocamente. La razón
no se salvará sin la fe, pero la fe sin
la razón no será humana.
Perspectiva
Si consideramos la presente situación cultural,
acerca de la cual he intentado dar algunas indicaciones, nos
debe francamente parecer un milagro que, a pesar de todo,
todavía haya fe cristiana. Y no sólo en las formas
sucedáneas de Hick, Knitter y otros; sino la fe completa
y serena del Nuevo Testamento, de la Iglesia de todos
los tiempos. ¿Por qué tiene la fe, en suma, todavía
una oportunidad? Yo diría lo siguiente: porque está de acuerdo
con lo que el hombre es. Y es que el
hombre es algo más de lo que Kant y los
distintos filósofos postkantianos quieren ver y conceder. Kant mismo lo
ha debido reconocer de algún modo con sus postulados. En
el hombre anida un anhelo inextinguible hacia lo infinito. Ninguna
de las respuestas intentadas es suficiente; sólo el Dios que
se hizo Él mismo finito para abrir nuestra finitud y
conducirnos a la amplitud de su infinitud, responde a la
pregunta de nuestro ser. Por eso, también hoy la fe
cristiana encontrará al hombre. Nuestra tarea es servirla con ánimo
humilde y con todas las fuerzas de nuestro corazón y
de nuestro entendimiento.
Notas
1. Una visión panorámica sobre los
exponentes de mayor relieve de la teología pluralista se encuentra
en P. Schmidt-Leukel, "Das Pluralistische Modell in der Theologie der
Religionen. Ein Literaturbericht", en: Theologische Revue 89 (1993) 353-370. Para
una crítica: M. von Bruck-J. Werbick, Der einzige Weg zum
Heil? Die Herausforderung des christlichen Absolutheitsanspruchs durch pluralistische Religionstheologien (QD
143, Freiburg 1993); K.-H. Menke, Die Einzigkeit Jesu Christi im
Horizont der Sinnfrage (Freiburg 1995), espec 75-176. Menke ofrece una
excelente introducción a las posiciones de dos representantes principales de
esta corriente, J Hick y P.F. Knitter, de la que
me sirvo ampliamente para las siguientes reflexiones. En el desarrollo
de estos problemas Menke ofrece, en la segunda parte de
su obra, indicaciones importantes y dignas de ser tomadas en
consideración, pero suscita también algún problema. Un interesante esfuerzo por
afrontar sistemáticamente la cuestión de las religiones en una perspectiva
cristológica es el efectuado por B. Stubenrauch, Dialogisches Dogma. Der
christliche Auftrag zur interreligiösen Begegnung (QD 158, Freiburg 1995). También
se ocupa del problema de la teología pluralista de las
religiones un documento de la Comisión Teológica Internacional, que está
en preparación.
2. Cf. al respecto el instructivo editorial de
la revista Civiltà Cattolica, cuaderno 1, 1996, pp. 107-120: "Il
cristianesimo e le altre religioni". Ahí se establece una estrecha
confrontación sobre todo con Hick, Knitter y P. Panikkar.
3.
Cf. por ejemplo J. Hick, An Interpretation of Religion. Human
Responses to Transcendent (London 1989); Menke, loc. cit., 90.
4. Cf. E. Frauwallner, Geschichte der indischen Philosophie, 2 vol.
(Salzburg 1953 y 1956); H. v. Glasenapp, Die Philosophie der
Inder (Stuttgart 1985, 4a. ed.); S.N. Dasgupta, History of Indian
Philosophy, 5 vol. (Cambridge 1922-1955); K.B. Ramakrishna Rao, Ontology of
Advaita with special reference to Maya (Mulki 19ó4).
5.
Se mueve decididamente en esta dirección F. Wilfred, Beyond settled
foundations. The Journey of Indian Theology (Madras 1993); Id., "Some
tentative reflections on the language of Christian uniqueness: An Indian
Perspective", en Pont. Cons. pro Dialogo inter Religiones. Pro Dialogo.
Bulletin 85-86 (1994/1) 40-57.
6. J. Hick, Evil and
the God of Love (Norfolk 1975, 4a. ed.) 240s; An
Interpretation of Religion, 236-240; cf. Menke, loc. cit., 81s.
7. La obra principal de J. Knitter: No Other Name!
A Critical Survey of Christian Attitudes towards the World Religions
(New York 1985) ha sido traducida en muchas lenguas. Cf.
al respecto Menke, loc. cit., 94-110. A. Kolping presenta también
una cuidadosa valoración crítica en su recensión en: Theologische Revue
87 (1991) 234-240.
8. Cf. Menke, loc. cit., 95.
9. Cf. ib., 109.
10. Knitter y Hick,
al rechazar el absoluto en la historia, hacen referencia a
la filosofía de Kant; cf. Menke 78 y 108.
11. El concepto de New Age, o era del Acuario,
fue acuñado hacia la mitad de nuestro siglo por Raul
Le Cour (1937) y Alice Bailey (quien afirmó haber recibido
en 1945 mensajes relativos a un nuevo orden universal y
una nueva religión universal). Entre el 1960 y el 1970
surgió también en California el Instituto Esalen. Actualmente la exponente
más famosa del New Age es Marilyn Ferguson. Michael Fuss
("New Age: Supermarkt alternativer Spiritualität", en Communio 20, 1991, pp.
148-157) ve en el New Age una combinación de elementos
judeo-cristianos con el proceso de secularización, en donde confluyen también
corrientes gnósticas y elementos de las religiones orientales. Una útil
orientación sobre esta temática se encuentra en la carta pastoral
del Card. G. Danneels, traducida en diversas lenguas, Le Christ
ou le Verseau (1990). Cf. también Menke, loc. cit., 31-36;
J. Le Bar (dirigida por), Cults Sects and the New
Age (Huntington, Indiana, s.a.).
12. Loc. cit., 33.
13.
Es necesario destacar que se van configurando cada vez más
claramente dos diversas corrientes del New Age: una gnóstico religiosa,
que busca el ser trascendente y transpersonal y en él
el yo auténtico; otra ecológico monista, que se dirige a
la materia, a la Madre Tierra y en el eco
feminismo se enlaza con el feminismo. 14. Las pruebas están
expuestas en Menke, loc. cit., 90 y 97.
15. Cf.
nota 10.
16. B 302.
17. Esto se puede constatar muy claramente
en el encuentro entre A. Schlatter y A. von Harnack
al final del siglo pasado, como ha sido descrito cuidadosamente
en base a las fuentes en W. Neuer, Adolf Schlatter.
Ein Leben für Theologie und Kirche (Stuttgart 1996) 301ss. He
buscado exponer mi opinión acerca de este problema en la
"Questio disputata" dirigida por mí: Schriftauslegung im Widerstreit (Freiburg 1989)
15-44. Cf. también la obra colectiva: I. de la Potterie
- R. Guardini - J. Ratzinger - G. Colombo -
E. Bíanchi, L´esegesi cristiana oggi (Casale Monferrato 1991).
18. M.
Waldstein, "The foundations of Bultmann´s work", en Communio am. 1987,
pp. 115-145.
19. Cf. por ejemplo el volumen colectivo, dirigido por
C.E. Braaten y R.W. Jensson: Reclaiming the Bible for the
Church (Cambridge, USA 1995), y en particular la aportación de
B.S. Childs, "On Reclaiming the Bible for Christian Theology", ib.,
pp.1-17.
20. El haber descuidado esto y el haber querido
buscar un fundamento racional de la fe que fuera presuntamente
del todo independiente de la fe (una posición que no
convence por su pura racionalidad abstracta) es, en mi opinión,
el error esencial, en el plano filosófico, del intento efectuado
por H.J. Verweyen, Gottes letztes Wort (Düsseldorf 1991), del cual
habla Menke, loc. cit., 111-176, aun cuando lo que él
dice contenga muchos elementos importantes y válidos. Considero, en cambio,
histórica y objetivamente más fundada la posición de J. Pieper
(véase la nueva edición de sus libros: Schriften zum Philosophiebegriff,
Hamburg Meiner 1995).
Conferencia del cardenal J. Ratzinger en el
encuentro de presidentes de comisiones episcopales de América Latina para
la doctrina de la fe, celebrado en Guadalajara (México)
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La Teología, Ciencia de la Salvación (texto condensado) |
Libro. La teología es la ciencia que tiene a Dios por objeto, la que Dios mismo posee y comunica a los hombres por su gracia. |
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La Teología, Ciencia de la Salvación (texto condensado) |
La Teología es la ciencia que tiene Dios de sí
mismo y del mundo creado. Dios tiene como objeto propio
de su ciencia a sí mismo; se conoce intuitivamente y
conoce a los demás objetos como participaciones suyas, y este
conocimiento lo comunica de una forma gratuita a los hombres,
de una manera perfecta en la visión beatífica de los
santos, de manera imperfecta, pero no por eso menos maravillosa,
en la revelación y en la fe.
Teología es la ciencia
que tiene como objeto a Dios, y esta ciencia a
su vez puede considerarse como la suma de los conocimientos
humanos sobre Dios.
La Teología es ciencia sobre Dios en
ambos sentidos, pero sobre Dios existe una triple ciencia: la
que se obtiene por reflexión sobre el mundo creado, la
que procede de la palabra de Dios a los hombres,
y finalmente la que se deriva de la visión misma
de Dios.
La Teología propiamente dicha alcanza a Dios
por la palabra y el testimonio de Dios sobre sí
mismo, y por la luz de la razón iluminada por
la fe. La Teología de la patria conoce a Dios
en su esencia y por la luz de la gloria.
A cada una de estas formas de Teología le corresponde
un conocimiento de Dios cada vez más profundo: Por la
Teología natural conocemos a Dios como principio y fin del
universo; por la Teología propiamente dicha conocemos los misterios de
su vida íntima a través de su Palabra; y por
la Teología de la patria veremos finalmente el Misterio al
descubierto, en una visión cara a cara.
La Teología propiamente dicha
es la ciencia de Dios, pero de Dios tal como
se nos ha dado conocer por la revelación, y en
la medida en que esta revelación.
El teólogo se esfuerza, por
medio de la reflexión, en llegar a una inteligencia más
profunda de los misterios que ya ha aceptado por su
fe; pero lo que para un simple fiel es objeto
de asentimiento, para el teólogo se convierte en objeto de
reflexión, y lo que el simple fiel afirma como verdadero,
el teólogo lo considera como objeto de inteligibilidad.
* Texto condensado
del libro titulado “La Teología, Ciencia de la Salvación”, escrito
por René Latourelle
CONTENIDO DEL LIBRO (18 capítulos)
Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo |
La Congregación para la doctrina de la fe con la
presente instrucción, se propone iluminar la misión de la teología en la
iglesia. |
|
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Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo |
Introducción
1. La verdad que hace libres es un don
de Jesucristo (cf. Jn 8, 32). La búsqueda de la
verdad es una exigencia de la naturaleza del hombre, mientras
que la ignorancia lo mantiene en una condición de esclavitud.
En efecto, el hombre no puede ser verdaderamente libre si
no recibe una luz sobre las cuestiones centrales de su
existencia y en particular sobre aquella de saber de dónde
viene y a dónde va. El llega a ser libre
cuando Dios se le entrega como un Amigo, según la
palabra del Señor: "Ya no os llamo siervos, porque el
siervo no sabe lo que hace su señor; sino que
os llamo amigos, porque todo lo que he oído del
Padre os lo he dado a conocer" (Jn 15, 15).
La liberación de la alienación del pecado y de la
muerte se realiza en el hombre cuando Cristo, que es
la Verdad, se hace el "camino" para él (cf. Jn
14, 6).
En la fe cristiana están intrínsecamente ligados el
conocimiento y la vida, la verdad y la existencia. La
verdad ofrecida en la revelación de Dios sobrepasa ciertamente las
capacidades de conocimiento del hombre, pero no se opone a
la razón humana. Más bien la penetra, la eleva y
reclama la responsabilidad de cada uno (cf. 1 P 3,
15). Por esta razón desde el comienzo de la iglesia
la "norma de la doctrina" (Rm 6, 17) ha estado
vinculada, con el bautismo, al ingreso en el misterio de
Cristo. El servicio a la doctrina, que implica la búsqueda
creyente de la comprensión de la fe es decir, la
teología, constituye por lo tanto una exigencia a la cual
la Iglesia no puede renunciar.
En todas las épocas la
teología es importante para que la Iglesia pueda responder al
designio de Dios que quiere que: "todos los hombres se
salven y lleguen al conocimiento de la verdad" (1 Tm
2, 4). En los momentos de grandes cambios espirituales y
culturales es todavía más importante, pero está también expuesta a
riesgos, porque debe esforzarse en "permanecer" en la verdad (cf.
Jn 8, 31) y tener en cuenta, al mismo tiempo,
los nuevos problemas que se presentan al espíritu humano. En
nuestro siglo, particularmente durante la preparación y realización del Concilio
Vaticano II , la teología ha contribuido mucho a una
más profunda "comprensión de las cosas y de las palabras
transmitidas"[1], pero ha conocido también y conoce todavía momentos de
crisis y de tensión.
La Congregación para la doctrina de
la fe, por consiguiente, considera oportuno dirigir a los obispos
de la Iglesia católica, y a través de ellos a
los teólogos, la presente instrucción que se propone iluminar la
misión de la teología en la iglesia. Después de considerar
la verdad como don de Dios a su pueblo (I),
describirá la función de los teólogos (II), se detendrá en
la misión particular de los pastores (III), y, finalmente, propondrá
algunas indicaciones acerca de la justa relación entre unos y
otros (IV). De esta manera quiere servir al progreso en
el conocimiento de la verdad (cf. Col 1, 10), que
nos introduce en la libertad por la cual Cristo murió
y resucitó (cf. Ga 5, 1).
I. La verdad, don
de Dios a su pueblo
2. Movido por un amor
sin medida, Dios ha querido acercarse al hombre que busca
su propia identidad y caminar con él (cf. Lc 24,
15). Lo ha liberado de las insidias del "padre de
la mentira" (cf. Jn 8, 44) y lo ha introducido
en su intimidad para que encuentre allí, sobreabundantemente, su verdad
plena y su verdadera libertad. Este designio de amor concebido
por el "Padre de la luz" (St 1, 17; cf.
1 P 2, 9; 1 Jn 1, 5), realizado por
el Hijo vencedor de la muerte (cf. Jn 8, 36),
se actualiza incesantemente por el Espíritu que conduce "hacia la
ven dad plena" (Jn 16, 13).
3. La verdad posee
en sí misma una fuerza unificante: libera a los hombres
del aislamiento y de las oposiciones en las que se
encuentran encerrados por la ignorancia de la verdad y, mientras
abre el camino hacia Dios, une los unos con los
otros. Cristo destruyó el muro de separación que los había
hecho ajenos a la promesa de Dios y a la
comunión de la Alianza (cf. Ef 2, 12-14). Envía al
corazón de los creyentes su Espíritu, por medio del cual
todos nosotros somos en El "uno solo" (cf. Rm 5,
5; Ga 3, 28). Así llegamos a ser, gracias al
nuevo nacimiento y a la unción del Espíritu Santo (cf.
Jn 3, 5; 1 Jn 2, 20. 27), el nuevo
y único Pueblo de Dios que, con las diversas vocaciones
y carismas, tiene la misión de conservar y transmitir el
don de la verdad. En efecto, la iglesia entera como
"sal de la tierra" y "luz del mundo" (cf. Mt
5, 13 s.), debe dar testimonio de la verdad de
Cristo que hace libres.
4. El pueblo de Dios responde
a esta llamada "sobre todo por medio de una vida
de fe y de caridad y ofreciendo a Dios un
sacrificio de alabanza". En relación más específica con la "vida
de fe" el Concilio Vaticano II precisa que "la totalidad
de los fieles, que han recibido la unción del Espíritu
Santo (cf. 1 Jn 2, 20. 27), no puede equivocarse
cuando cree, y esta peculiar prerrogativa suya la manifiesta mediante
el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo,
cuando, `desde los obispos hasta los últimos laicos" presta su
consentimiento universal en las cosas de fe y costumbres"[2].
5.
Para ejercer su función profética en el mundo, el pueblo
de Dios debe constantemente despertar o "reavivar" su vida de
fe (cf. 2 Tm 1, 6), en especial por medio
de una reflexión cada vez más profunda, guiada por el
Espíritu Santo, sobre el contenido de la fe misma y
a través de un empeño en demostrar su racionalidad a
aquellos que le piden cuenta de ella (cf. 1 P
3 , 1 5) . Para esta misión el Espíritu
de la verdad concede, a fieles de todos los órdenes,
gracias especiales otorgadas "para común utilidad" (1 Co 12, 7-11).
II. La vocación del teólogo
6. Entre las vocaciones suscitadas
de ese modo por el Espíritu en la iglesia se
distingue la del teólogo, que tiene la función especial de
lograr, en comunión con el Magisterio, una comprensión cada vez
más profunda de la Palabra de Dios contenida en la
Escritura inspirada y transmitida por la tradición viva de la
iglesia.
Por su propia naturaleza la fe interpela la inteligencia,
porque descubre al hombre la verdad sobre su destino y
el camino para alcanzarlo. Aunque la verdad revelada supere nuestro
modo de hablar y nuestros conceptos sean imperfectos frente a
su insondable grandeza (cf. Ef 3, 19), sin embargo invita
a nuestra razón --don de Dios otorgado para captar la
verdad-- a entrar en su luz, capacitándola así para comprender
en cierta medida lo que ha creído. La ciencia teológica,
que busca la inteligencia de la fe respondiendo a la
invitación de la voz de la verdad ayuda al pueblo
de Dios, según el mandamiento del Apóstol (cf. 1 P
3, 15), a dar cuenta de su esperanza a aquellos
que se lo piden.
7. El trabajo del teólogo responde
de ese modo al dinamismo presente en la fe misma:
por su propia naturaleza la Verdad quiere comunicarse, porque el
hombre ha sido creado para percibir la verdad y desea
en lo más profundo de sí mismo conocerla para encontrarse
en ella y descubrir allí su salvación (cf. 1 Tm
2, 4). Por esta razón el Señor ha enviado a
sus apóstoles para que conviertan en "discípulos" todos los pueblos
y les prediquen (cf. Mt 28, 19 s.). La teología
que indaga la "razón de la fe" y la ofrece
como respuesta a quienes la buscan, constituye parte integral de
la obediencia a este mandato, porque los hombres no pueden
llegar a ser discípulos si no se les presenta la
verdad contenida en la palabra de la fe (cf. Rm
10, 14 s.).
La teología contribuye, pues, a que la
fe sea comunicable y a que la inteligencia de los
que no conocen todavía a Cristo la pueda buscar y
encontrar. La teología, que obedece así al impulso de la
verdad que tiende a comunicarse, al mismo tiempo nace también
del amor y de su dinamismo: en el acto de
fe, el hombre conoce la bondad de Dios y comienza
a amarlo, y el amor desea conocer siempre mejor a
aquel que ama[3]. De este doble origen de la teología,
enraizado en la vida interna del pueblo de Dios y
en su vocación misionera, deriva el modo con el cual
ha de ser elaborada para satisfacer las exigencias de su
misma naturaleza.
8. Puesto que el objeto de la teología
es la Verdad, el Dios vivo y su designio de
salvación revelado en Jesucristo, el teólogo está llamado a intensificar
su vida de fe y a unir siempre la investigación
científica y la oración[4]. Así estará más abierto al "sentido
sobrenatural de la fe" del cual dependa y que se
le manifestará como regla segura para guiar su reflexión y
medir la seriedad de sus conclusiones,
9. A lo largo
de los siglos la teología se ha constituido progresivamente en
un verdadero y propio saber científico. Por consiguiente es necesario
que el teólogo esté atento a las exigencias epistemológicas de
su disciplina, a los requisitos de rigor crítico y, por
lo tanto, al control racional de cada una de las
etapas de su investigación. Pero la exigencia crítica no puede
identificarse con el espíritu crítico que nace más bien de
motivaciones de carácter afectivo o de prejuicios. El teólogo debe
discernir en sí mismo el origen y las motivaciones de
su actitud crítica y dejar que su mirada se purifique
por la fe. El quehacer teológico exige un esfuerzo espiritual
de rectitud y de santificación.
l0. La verdad revelada aunque
trasciende la razón humana, está en profunda armonía con ella.
Esto supone que la razón esté por su misma naturaleza
ordenada a la verdad de modo que, iluminada por la
fe, pueda penetrar el significado de la revelación. En contra
de las afirmaciones de muchas corrientes filosóficas, pero en conformidad
con el recto modo de pensar que encuentra confirmación en
la Escritura se debe reconocer la capacidad que posee la
razón humana para alcanzar la verdad, como también su capacidad
metafísica de conocer a Dios a partir de lo creado[5].
La tarea, propia de la teología, de comprender el sentido
de la revelación exige, por consiguiente, la utilización de conocimientos
filosóficos que proporcionen "un sólido y armónico conocimiento del hombre,
del mundo y de Dios"[6], y puedan ser asumidos en
la reflexión sobre la doctrina revelada. Las ciencias históricas igualmente
son necesarias para los estudios del teólogo, debido sobre todo
al carácter histórico de la revelación, que nos ha sido
comunicada en una "historia de salvación". Finalmente se debe recurrir
también a las "ciencias humanas", para comprender mejor la verdad
revelada sobre el hombre y sobre las normas morales de
su obrar, poniendo en relación con ella los resultados válidos
de estas ciencias.
En esta perspectiva corresponde a la tarea
del teólogo asumir elementos de la cultura de su ambiente
que le permitan evidenciar uno u otro aspecto de los
misterios de la fe. Dicha tarea es ciertamente ardua y
comporta riesgos, pero en sí misma es legítima y debe
ser impulsada.
Al respecto, es importante subrayar que la utilización
por parte de la teología de elementos e instrumentos conceptuales
provenientes de la filosofía o de otras disciplinas exige un
discernimiento que tiene su principio normativo último en la doctrina
revelada. Es ésta la que debe suministrar los criterios para
el discernimiento de esos elementos e instrumentos conceptuales, y no
al contrario.
11. El teólogo, sin olvidar jamás que también
es un miembro del pueblo de Dios, debe respetarlo y
comprometerse a darle una enseñanza que no lesione en lo
más mínimo la doctrina de la fe.
La libertad propia
de la investigación teológica se ejerce dentro de la fe
de la iglesia. Por tanto, la audacia que se impone
a menudo a la conciencia del teólogo no puede dar
frutos y "edificar" si no está acompañada por la paciencia
de la maduración. Las nuevas propuestas presentadas por la inteligencia
de la fe "no son más que una oferta a
toda la iglesia. Muchas cosas deben ser corregidas y ampliadas
en un diálogo fraterno hasta que toda la Iglesia pueda
aceptarlas. La teología, en el fondo, debe ser un servicio
muy desinteresado a la comunidad de los creyentes. Por ese
motivo, de su esencia forman parte la discusión imparcial y
objetiva, el diálogo fraterno, la apertura y la disposición de
cambio de cara a las propias opiniones"[7].
12. La libertad
de investigación, a la cual tiende justamente la comunidad de
los hombres de ciencia como a uno de sus bienes
más preciosos, significa disponibilidad a acoger la verdad tal como
se presenta al final de la investigación, en la que
no debe haber intervenido ningún elemento extraño a las exigencias
de un método que corresponda al objeto estudiado.
En teología
esta libertad de investigación se inscribe dentro de un saber
racional cuyo objeto ha sido dado por la revelación, transmitida
e interpretada en la iglesia bajo la autoridad del Magisterio
y acogida por la fe. Desatender estos datos, que tienen
valor de principio, equivaldría a dejar de hacer teología. A
fin de precisar las modalidades de esta relación con el
Magisterio, conviene reflexionar ahora sobre el papel de este último
en la Iglesia.
III. El magisterio de los pastores
13.
"Dispuso Dios benignamente que todo lo que había revelado para
la salvación de los hombres permaneciera íntegro para siempre y
se fuera transmitiendo a todas las generaciones"[8]. El dio a
su Iglesia, por el don del Espíritu Santo, una participación
de su propia infalibilidad[9]. El pueblo de Dios gracias al
"sentido sobrenatural de la fe", goza de esta prerrogativa, bajo
la guía del magisterio vivo de la Iglesia, que, por
la autoridad ejercida en el nombre de Cristo, es el
solo intérprete auténtico de la Palabra de Dios. escrita o
transmitida[10].
14. Como sucesores de los Apóstoles, los pastores de
la Iglesia "reciben del Señor... la misión de enseñar a
todas las gentes y de predicar el Evangelio a toda
criatura, a fin de que todos los hombres logren la
salvación..."[11]. Por eso. se confía a ellos el oficio de
guardar, exponer y difundir la Palabra de Dios, de la
que son servidores[12].
La misión del Magisterio es la de
afirmar, en coherencia con la naturaleza "escatológica" propia del evento
de Jesucristo, el carácter definitivo de la Alianza instaurada por
Dios en Cristo con su pueblo, protegiendo a este último
de las desviaciones y extravíos y garantizándole la posibilidad objetiva
de profesar sin errores la fe auténtica, en todo momento
y en las diversas situaciones. De aquí se sigue que
el significado y el valor del Magisterio sólo son comprensibles
en referencia a la verdad de la doctrina cristiana y
a la predicación de la Palabra verdadera. La función del
Magisterio no es algo extrínseco a la verdad cristiana ni
algo sobrepuesto a la fe; más bien, es algo que
nace de la economía de la fe misma, por cuanto
el Magisterio. en su servicio a la palabra de Dios,
es una institución querida positivamente por Cristo como elemento constitutivo
de la iglesia. El servicio que el Magisterio presta a
la verdad cristiana se realiza en favor de todo el
pueblo de Dios, llamado a ser introducido en la libertad
de la verdad que Dios ha revelado en Cristo.
15.
Para poder cumplir plenamente el oficio que se les ha
confiado de enseñar el Evangelio y de interpretar auténticamente la
revelación, Jesucristo prometió a los pastores de la Iglesia la
asistencia del Espíritu Santo. El les dio en especial el
carisma de la infalibilidad para aquello que se refiere a
las materias de fe y costumbres. El ejercicio de este
carisma reviste diversas modalidades. Se ejerce, en particular, cuando los
obispos, en unión con su cabeza visible, en acto colegial,
como sucede en los concilios ecuménicos, proclaman una doctrina, o
cuando el Romano Pontífice, ejerciendo su función de Pastor y
Doctor supremo de todos los cristianos, proclama una doctrina "ex
cathedra"[13].
16. El oficio de conservar santamente y de exponer
con fidelidad el depósito de la revelación divina implica, por
su misma naturaleza, que el Magisterio pueda proponer "de modo
definitivo"[14] enunciados que, aunque no estén contenidos en las verdades
de fe, se encuentran sin embargo íntimamente ligados a ellas,
de tal manera que el carácter definitivo de esas afirmaciones
deriva, en último análisis, de la misma Revelación[15] .
Lo
concerniente a la moral puede ser objeto del magisterio auténtico,
porque el Evangelio, que es palabra de vida, inspira y
dirige todo el campo del obrar humano. El Magisterio, pues,
tiene el
oficio de discernir, por medio de juicios normativos
para la conciencia de los fieles, los actos que en
sí mismos son conformes a las exigencias de la fe
y promueven su expresión en la vida, como también aquellos
que, por el contrario, por su malicia son incompatibles con
estas exigencias. Debido al lazo que existe entre el orden
de la creación y el orden de la redención, y
debido a la necesidad de conocer y observar toda la
ley moral para la salvación, la competencia del Magisterio se
extiende también a lo que se refiere a la ley
natural[16].
Por otra parte, la Revelación contiene enseñanzas morales que
de por sí podrían ser conocidas por la razón natural,
pero cuyo acceso se hace difícil por la condición del
hombre pecador. Es doctrina de fe que estas normas morales
pueden ser enseñadas infaliblemente por el Magisterio[17].
17. Se da
también la asistencia divina a los sucesores de los Apóstoles,
que enseñan en comunión con el sucesor de Pedro, y,
en particular, al Romano Pontífice, Pastor de toda la iglesia
cuando. sin llegar a una definición infalible y sin pronunciarse
en "modo definitivo", en el ejercicio del magisterio ordinario proponen
una enseñanza que conduce a una mejor comprensión de la
Revelación en materia de fe y costumbres, y ofrecen directivas
morales derivadas de esta enseñanza.
Hay que tener en cuenta,
pues, el carácter propio de cada una de las intervenciones
del Magisterio y la medida en que se encuentra implicada
su autoridad; pero también el hecho de que todas ellas
derivan de la misma fuente, es decir, de Cristo que
quiere que su pueblo camine en la verdad plena. Por
este mismo motivo las decisiones magisteriales en materia de disciplina,
aunque no estén garantizadas por el carisma de la infalibilidad,
no están desprovistas de la asistencia divina y requieren la
adhesión de los fieles.
18. El Romano Pontífice cumple su
misión universal con la ayuda de los organismos de la
Curia Romana, y en particular de la Congregación para la
doctrina de la fe por lo que respecta a la
doctrina acerca de la fe y de la moral. De
donde se sigue que los documentos de esta Congregación, aprobados
expresamente por el Papa, participan del magisterio ordinario del sucesor
de Pedro[18].
19. En las Iglesias particulares corresponde al obispo
custodiar e interpretar la Palabra de Dios y juzgar con
autoridad lo que le es conforme o no. La enseñanza
de cada obispo, tomada individualmente, se ejercita en comunión con
la del Pontífice Romano Pastor de la iglesia universal y
con los otros obispos dispersos por el mundo o reunidos
en Concilio ecuménico. Esta comunión es condición de su autenticidad.
El obispo, miembro del colegio episcopal por su ordenación sacramental
y por la comunión jerárquica, representa a su Iglesia, así
como todos los obispos en unión con el Papa representan
a la Iglesia universal en el vínculo de la paz,
del amor, de la unidad y de la verdad. Al
confluir en la unidad, las Iglesia locales, con su propio
patrimonio, manifiestan la catolicidad de la iglesia. Por su parte,
las Conferencias Episcopales contribuyen a la realización concreta del espíritu
("affectus") colegial[19].
20. La tarea pastoral del Magisterio. que tiene
la finalidad de vigilar para que el pueblo de Dios
permanezca en la verdad que hace libres, es una realidad
compleja y diversificada. El teólogo, que está también comprometido en
el servicio de la verdad, para mantenerse fiel a su
oficio, deberá tener en cuenta la misión propia del Magisterio
y colaborar con él. ¿Cómo se puede entender esta colaboración?
¿Cómo se realiza concretamente y qué obstáculos puede encontrar? Es
lo que ahora hay que examinar más de cerca.
IV.
Magisterio y teología
A. Las relaciones de colaboración B. El
problema del disenso
A. Las relaciones de colaboración
21. El
Magisterio vivo de la Iglesia y la teología, aun con
funciones diversas, tienen en definitiva el mismo fin: conservar al
pueblo de Dios en la verdad que hace libres y
hacer de él la "luz de las naciones". Este servicio
a la comunidad eclesial pone en relación recíproca al teólogo
con el Magisterio. Este último enseña auténticamente la doctrina de
los Apóstoles y sacando provecho del trabajo teológico rechaza las
objeciones y las deformaciones de la fe, proponiendo además con
la autoridad recibida de Jesucristo nuevas profundizaciones, explicaciones y aplicaciones
de la doctrina revelada. La teología, en cambio, adquiere, de
modo reflejo, una comprensión siempre mas profunda de la Palabra
de Dios, contenida en la Escritura y transmitida fielmente por
la tradición viva de la Iglesia bajo la guía del
Magisterio, se esfuerza por aclarar esta enseñanza de 1a Revelación
frente a las instancias de la razón y, en fin,
le da una forma orgánica y sistemática[20].
22. La colaboración
entre el teólogo y el Magisterio se realiza especialmente cuando
aquel recibe la misión canónica o el mandato de enseñar.
Esa se convierte entonces, en cierto sentido, en una participación
de la labor del Magisterio al cual está ligada por
un vinculo jurídico. Las reglas deontológicas que de por si
y con evidencia derivan del servicio a la palabra de
Dios son corroboradas por el compromiso adquirido por el teólogo
al aceptar su oficio y al hacer la profesión de
fe y el juramento de fidelidad[21].
A partir de ese
momento tiene oficialmente la responsabilidad de presentar y explicar con
toda exactitud e integralmente, la doctrina de la fe.
23.
Cuando el Magisterio de la Iglesia se pronuncia de modo
infalible declarando solemnemente que una doctrina está contenida en la
Revelación, la adhesión que se pide es la de la
fe teologal. Esta adhesión se extiende a la enseñanza del
magisterio ordinario y universal cuando propone para creer una doctrina
de fe como de revelación divina.
Cuando propone "de modo
definitivo" unas verdades referentes a la fe y a las
costumbres, que, aun no siendo de revelación divina, sin embargo
están estrecha e íntimamente ligadas con la Revelación, deben ser
firmemente aceptadas y mantenidas[22].
Cuando el Magisterio aunque sin la
intención de establecer un acto "definitivo", enseña una doctrina para
ayudar a una comprensión más profunda de la Revelación y
de lo que explícita su contenido, o bien para llamar
la atención sobre la conformidad de una doctrina con las
verdades de fe, o en fin para prevenir contra concepciones
incompatibles con esas verdades, se exige un religioso asentimiento de
la voluntad y de la inteligencia[23]. Este último no puede
ser puramente exterior y disciplinar, sino que debe colocarse en
la lógica y bajo el impulso de la obediencia de
la fe.
24. En fin, con el objeto de servir
del mejor modo posible al pueblo de Dios. particularmente al
prevenirlo en relación con opiniones peligrosas que pueden llevar al
error, el Magisterio puede intervenir sobre asuntos discutibles en los
que se encuentran implicados, junto con principios seguros, elementos conjeturales
y contingentes. A menudo sólo después de un cierto tiempo
es posible hacer una distinción entre lo necesario y lo
contingente.
La voluntad de asentimiento leal a esta enseñanza del
Magisterio en materia de por si no irreformable debe constituir
la norma. Sin embargo puede suceder que el teólogo se
haga preguntas referentes, según los casos, a la oportunidad, a
la forma o incluso al contenido de una intervención. Esto
lo impulsará sobre todo a verificar cuidadosamente cuál es la
autoridad de estas intervenciones, tal como resulta de la naturaleza
de los documentos, de la insistencia al proponer una doctrina
y del modo mismo de expresarse[24].
En este ámbito de
las intervenciones de orden prudencial, ha podido suceder que algunos
documentos magisteriales no estuvieran exentos de carencias. Los pastores no
siempre han percibido de inmediato todos los aspectos o toda
la complejidad de un problema. Pero sería algo contrario a
la verdad si, a partir de algunos determinados casos, se
concluyera que el Magisterio de la Iglesia se puede engañar
habitualmente en sus juicios prudenciales, o no goza de la
asistencia divina en el ejercicio integral de su misión. En
realidad el teólogo, que no puede ejercer bien su tarea
sin una cierta competencia histórica, es consciente de la decantación
que se realiza con el tiempo. Esto no debe entenderse
en el sentido de una relativización de los enunciados de
la fe. El sabe que algunos juicios del Magisterio podían
ser justificados en el momento en el que fueron pronunciados,
porque las afirmaciones hechas contenían aserciones verdaderas profundamente enlazadas con
otras que no eran seguras. Solamente el tiempo ha permitido
hacer un discernimiento y, después de serios estudios, lograr un
verdadero progreso doctrinal.
25. Aun cuando la colaboración se desarrolle
en las mejores condiciones, no se excluye que entre el
teólogo y el Magisterio surjan algunas tensiones. El significado que
se confiere a estas últimas y el espíritu con el
que se las afronta no son realidades sin importancia: si
las tensiones no brotan de un sentimiento de hostilidad y
de oposición, pueden representar un factor de dinamismo y un
estímulo que incita al Magisterio y a los teólogos a
cumplir sus respectivas funciones practicando el diálogo.
26. En el
diálogo debe prevalecer una doble regla: cuando se pone en
tela de juicio la comunión de la fe vale el
principio de la "unitas veritatis"; cuando persisten divergencias que no
la ponen en tela de juicio, debe salvaguardarse la "unitas
caritatis".
27. Aunque la doctrina de la fe no esté
en tela de juicio, el teólogo no debe presentar sus
opiniones o sus hipótesis divergentes como si se tratara de
conclusiones indiscutibles. Esta discreción está exigida por el respeto a
la verdad, como también por el respeto al pueblo de
Dios (cf. Rm 14, 1-15; 1 Co 8, 10. 23-33).
Por esos mismos motivos ha de renunciar a una intempestiva
expresión pública de ellas.
28. Lo anterior tiene una aplicación
particular en el caso del teólogo que encontrara serias dificultades,
por razones que le parecen fundadas, a acoger una enseñanza
magisterial no irreformable.
Un desacuerdo de este género no podría
ser justificado si se fundara exclusivamente sobre el hecho de
que no es evidente la validez de la enseñanza que
se ha dado, o sobre la opinión de que la
posición contraria es más probable. De igual manera no sería
suficiente el juicio de la conciencia subjetiva del teólogo, porque
ésta no constituye una instancia autónoma y exclusiva para juzgar
la verdad de una doctrina.
29. En todo caso no
podrá faltar una actitud fundamental de disponibilidad a acoger lealmente
la enseñanza del Magisterio, que se impone a todo creyente
en nombre de la obediencia de fe. El teólogo deberá
esforzarse por consiguiente a comprender esta enseñanza en su contenido,
en sus razones y en sus motivos. A esta tarea
deberá consagrar una reflexión profunda y paciente, dispuesto a revisar
sus propias opiniones y a examinar las objeciones que le
hicieran sus colegas.
30. Si las dificultades persisten no obstante
un esfuerzo leal, constituye un deber del teólogo hacer conocer
a las autoridades magisteriales los problemas que suscitan la enseñanza
en sí misma las justificaciones que se proponen sobre ella
o también el modo como ha sido presentada. Lo hará
con espíritu evangélico, con el profundo deseo de resolver las
dificultades. Sus objeciones podrán entonces contribuir a un verdadero progreso,
estimulando al Magisterio a proponer la enseñanza de la Iglesia
de modo más profundo y mejor argumentada.
En estos casos
el teólogo evitará recurrir a los medios de comunicación en
lugar de dirigirse a la autoridad responsable, porque no es
ejerciendo una presión sobre la opinión pública como se. contribuye
a la clarificación de los problemas doctrinales y se sirve
a la verdad.
31. Puede suceder que, al final de
un examen serio y realizado con el deseo de escuchar
sin reticencias la enseñanza del Magisterio, permanezca la dificultad. porque
los argumentos en sentido opuesto le parecen prevalentes al teólogo.
Frente a una afirmación sobre la cual siente que no
puede dar su adhesión intelectual, su deber consiste en permanecer
dispuesto a examinar más profundamente el problema.
Para un espíritu
leal y animado por el amor a la Iglesia, dicha
situación ciertamente representa una prueba difícil. Puede ser una invitación
a sufrir en el silencio y la oración, con la
certeza de que si la verdad está verdaderamente en peligro,
terminará necesariamente imponiéndose.
B. El problema del disenso
32. En
diversas ocasiones el Magisterio ha llamado la atención sobre los
graves inconvenientes que acarrean a la comunión de la Iglesia
aquellas actitudes de oposición sistemática, que llegan incluso a constituirse
en grupos organizados[25]. En la exhortación apostólica Paterna cum benevolentia,
Pablo VI ha presentado un diagnóstico que conserva toda su
actualidad. Ahora se quiere hablar en particular de aquella actitud
pública de oposición al Magisterio de la Iglesia, llamada también
"disenso", que es necesario distinguir de la situación de dificultad
personal, de la que se ha tratado más arriba. El
fenómeno del disenso puede tener diversas formas y sus causas
remotas o próximas son múltiples.
Entre los factores que directa
o indirectamente pueden ejercer su influjo hay que tener en
cuenta la ideología del liberalismo filosófico que impregna la mentalidad
de nuestra época. De allí proviene la tendencia a considerar
que un juicio es mucho más auténtico si procede del
individuo que se apoya en sus propias fuerzas. De esta
manera se opone la libertad de pensamiento a la autoridad
de la tradición, considerada fuente de esclavitud. Una doctrina transmitida
y generalmente acogida viene desde el primer momento marcada por
la sospecha y su valor de verdad puesto en discusión.
En definitiva, la libertad de juicio así entendida importa más
que la verdad misma. Se trata entonces de algo muy
diferente a la exigencia legitima de libertad en el sentido
de ausencia d. coacción, como condición requerida para la búsqueda
leal de la verdad. En virtud de esta exigencia la
iglesia ha sostenido siempre que "nadie puede ser forzado a
abrazar la fe en contra de su voluntad"[26].
También ejercen
su influjo el peso de una opinión pública artificialmente orientada
y sus conformismos. A menudo los modelos sociales difundidos por
los medios de comunicación tienden a asumir un valor normativo.
se difunde en particular la convicción de que la iglesia
no debería pronunciarse sino sobre los problemas que la opinión
pública considera importantes y en el sentido que conviene a
ésta. El Magisterio, por ejemplo, podría intervenir en los asuntos
económicos y sociales, pero debería dejar al juicio individual aquellos
que se refieren a la moral conyugal y familiar.
En
fin, también la pluralidad de las culturas y de las
lenguas, que en sí misma constituye una riqueza, puede indirectamente
llevar a malentendidos, motivo de sucesivos desacuerdos.
En este contexto
se requiere un discernimiento crítico bien ponderado y un verdadero
dominio de los problemas por parte del teólogo, si quiere
cumplir su misión eclesial y no perder, al conformarse con
el mundo presente (cf. Rm 12, 2. Ef 4, 23),
la independencia de juicio propia de los discípulos de Cristo.
33. El disenso puede tener diversos aspectos. En su forma
más radical pretende el cambio de la iglesia según un
modelo de protesta inspirado en lo que se hace en
la sociedad política. Cada vez con más frecuencia se cree
que el teólogo sólo estaría obligado a adherirse a la
enseñanza infalible del Magisterio, mientras que, en cambio, las doctrinas
pro puestas sin la intervención del carisma de la infalibilidad
no tendrían carácter obligatorio alguno, dejando al individuo en plena
libertad de adherirse o no, adoptando así la perspectiva de
una especie de positivismo teológico. El teólogo, por lo tanto,
tendría libertad para poner en duda o para rechazar la
enseñanza no infalible del Magisterio, especialmente en lo que se
refiere a las normas particulares. Más aún, con esta oposición
critica contribuiría al progreso de la doctrina.
34. La justificación
del disenso se apoya generalmente en diversos argumentos, dos de
los cuales tienen un carácter más fundamental. El primero es
de orden hermenéutico: los documentos del Magisterio no serian sino
el reflejo de una teología opinable. El segundo recurre al
pluralismo teológico, llevado a veces hasta un relativismo que pone
en peligro la integridad de la fe: las intervenciones magisteriales
tendrían su origen en una teología entre muchas otras, mientras
que ninguna teología particular puede pretender imponerse universalmente. Surge así
una especie de "magisterio paralelo" de los teólogos, en oposición
y rivalidad con el magisterio auténtico[27].
Una de las tareas
del teólogo es cierta. mente la de interpretar correctamente los
textos del Magisterio, y para ello dispone de reglas hermenéuticas,
entre las que figura el principio según el cual la
enseñanza del Magisterio --gracias a la asistencia divina-- vale más
que la argumentación de la que se sirve, en ocasiones
deducida de una teología particular. En cuanto al pluralismo teológico,
éste es legitimo únicamente en la medida en que se
salvaguarde la unidad de la fe en su significado. objetivo[28].
Los diversos niveles constituidos por la unidad de la fe,
la unidad-pluralidad de las expresiones de fe y la pluralidad
de las teologías están en realidad esencialmente ligados entre si.
La razón última de la pluralidad radica en el insondable
misterio de Cristo que trasciende toda sistematización objetiva. Esto no
quiere decir que se puedan aceptar conclusiones que le sean
contrarias; ni tampoco que se pueda poner en tela de
juicio la verdad de las afirmaciones por medio de las
cuales el Magisterio se ha pronuncia. do[29]. En cuanto al
"magisterio paralelo", al oponerse al de los pastores, puede causar
grandes males espirituales. En efecto, cuando el disenso logra extender
su influjo hasta inspirar una opinión común, tiende a constituirse
en regla de acción, lo cual no deja de perturbar
gravemente al pueblo de Dios y conducir a un menosprecio
de la verdadera autoridad[30].
35. El disenso apela a veces
a una argumentación sociológica, según la cual la opinión de
un gran número de cristianos constituiría una expresión directa y
adecuada del "sentido sobrenatural de la fe".
En realidad las
opiniones de los fieles no pueden pura y simplemente identificarse
con el "sensus fidei"[31]. Este último es una propiedad de
la fe teologal que, consistiendo en un don de Dios
que hace adherirse personalmente a la Verdad, no puede engañarse.
Esta fe personal es también fe de la iglesia, puesto
que Dios ha confiado a la Iglesia la vigilancia de
la Palabra y, por consiguiente, lo que el fiel cree
es lo que cree la iglesia. Por su misma naturaleza,
el "sensus fidei" implica, por lo tanto, el acuerdo profundo
del espíritu y del corazón con la iglesia, el "sentire
cum Ecclesia".
Si la fe teologal en cuanto tal no
puede engañarse, el creyente en cambio puede tener opiniones erróneas,
porque no todos sus pensamientos proceden de la fe[32]. No
todas las ideas que circulan en el pueblo de Dios
son coherentes con la fe, puesto que pueden sufrir fácilmente
el influjo de una opinión pública manipulada por modernos medios
de comunicación. No sin razón el Concilio Vaticano II subrayó
la relación indisoluble entre el "sensus fidei" y la conducción
del pueblo de Dios por parte del magisterio de los
pastores: ninguna de las dos realidades puede separarse de la
otra[33]. Las intervenciones del Mugiste río sirven para garantizar la
unidad de la iglesia en la verdad del Señor. Ayudan
a "permanecer en la verdad" frente al carácter arbitrario de
las opiniones cambiantes y constituyen la expresión de la obediencia
a la palabra de Dios[34]. Aunque pueda parecer que limitan
la libertad de los teólogos, ellas instaura>>. por medio de
la fidelidad a la fe que ha sido transmitida una
libertad más profunda que sólo puede llegar por la unidad
en la verdad.
36. La libertad del acto de fe
no justifica el derecho al disenso. Ella, en realidad, de
ningún modo significa libertad en relación con la verdad, sino
la libre autodeterminación de la persona en conformidad con su
obligación moral de acoger la verdad. El acto de fe
es un acto voluntario, ya que el hombre. redimido por
Cristo salvador y llamado Por El mismo a la adopción
filial (cf. Rm 8, 15; Ga 4, 5; Ef l,
5; Jn 1, 12), no puede adherirse a Dios, a
menos que, atraído por el Padre (Jn 6, 44), rinda
a Dios el homenaje racional de su fe (Rm 12,
1). Como lo ha recordado la declaración Dignitatis humanae[35]. ninguna
autoridad humana tiene el derecho de intervenir, por coacción o
por presiones, en esta opción que sobrepasa los límites de
su competencia. El respeto al derecho de libertad religiosa constituyen
el fundamento del respeto al conjunto de los derechos humanos.
Por consiguiente, no se puede apelar a los derechos humanos
para oponerse a las intervenciones del Magisterio. Un comportamiento semejante
desconoce la naturaleza y la misión de la Iglesia, que
ha recibido de su Señor la tarea de anunciar a
todos los hombres la verdad de la salvación y la
realiza caminando sobre las huellas de Cristo, consciente de que
"la verdad no se impone de otra manera sino por
la fuerza de la verdad misma, que penetra suave y
fuertemente en las almas"[36].
37. En virtud del mandato divino
que le ha sido dado en la Iglesia, el Magisterio
tiene como misión proponer la enseñanza del Evangelio, vigilar su
integridad y proteger así la fe del pueblo de Dios.
Para llevar a cabo dicho mandato a veces se ve
obligado a tomar medidas onerosas; por ejemplo cuando retira a
un teólogo, que se separa de la doctrina de la
fe, la misión canónica o el mandato de enseñar que
le habla confiado, o bien cuando declara que algunos escritos
no están de acuerdo con esa doctrina. Obrando de esa
manera quiere ser fiel a su misión porque defiende el
derecho del pueblo de Dios a recibir el mensaje de
la Iglesia en su pureza e integridad y, por consiguiente,
a no ser desconcertado por una opinión particular peligrosa.
En
esas ocasiones, al final de un serio examen realizado de
acuerdo con los procedimientos establecidos y después de que el
interesado haya podido disipar los posibles malentendidos acerca de su
pensamiento, el juicio que expresa el Magisterio no recae sobre
la persona misma del teólogo, sino sobre sus posiciones intelectuales
expresadas públicamente. Aunque esos procedimientos puedan ser perfeccionados, no significa
que estén en contra de la justicia o del derecho.
Hablar en este caso de violación de los derechos humanos
es algo fuera de lugar, porque se desconocería la exacta
jerarquía de estos derechos, como también la naturaleza misma de
la comunidad eclesial y de su bien común. Por lo
demás, el teólogo, que no se encuentra en sintonía con
el "sentire cum Ecclesia", se coloca en contradicción con el
compromiso que libre y conscientemente ha asumido de enseñar en
nombre de la iglesia[37].
38. Por último, el recurso al
argumento del deber de seguir la propia conciencia no puede
legitimar el disenso. Ante todo porque ese deber se ejerce
cuando la conciencia ilumina el juicio práctico en vista de
la toma de una decisión, mientras que aquí se trata
de la verdad de un enunciado doctrinal. Además, porque si
el teólogo, como todo fiel debe seguir su propia conciencia,
está obligado también a formarla. La conciencia no constituye una
facultad independiente e infalible. es un acto de juicio moral
que se refiere a una opción responsable. La conciencia recta
es una conciencia debidamente iluminada por la fe y por
la ley moral objetiva, y supone igualmente la rectitud de
la voluntad en el seguimiento del verdadero bien.
La recta
conciencia del teólogo católico supone consecuentemente la fe en la
Palabra de Dios cuyas riquezas debe penetrar, pero también el
amor a la Iglesia de la que ha recibido su
misión y el respeto al Magisterio asistido por Dios. Oponer
un magisterio supremo de la conciencia al magisterio de la
iglesia constituye la admisión del principio del libre examen, incompatible
con la economía de la Revelación y de su transmisión
en la iglesia, como también con una concepción correcta de
la teología y de la misión del teólogo. Los enunciados
de fe constituyen una herencia eclesial, y no el resultado
de una investigación puramente individual y de una libre crítica
de la Palabra de Dios. Separarse de los pastores que
velan por mantener viva la tradición apostólica, es comprometer irreparablemente
el nexo mismo con Cristo[38].
39. La iglesia, que tiene
su origen en la unidad del Padre y del Hijo
y del Espíritu Santo[39], es un misterio de comunión, organizada
de acuerdo con la voluntad de su fundador en torno
a una jerarquía que ha sido establecida para el servicio
del Evangelio y del pueblo de Dios que lo vive.
A imagen de los miembros de la primera comunidad, todos
;os bautizados, con los carismas que les son propios, deben
tender con sincero corazón hacia una armoniosa unidad de doctrina,
de vida y de culto (cf. Hch 2, 42). Esta
es una regla que procede del ser mismo de la
iglesia. Por tanto, no se puede aplicar pura y simplemente
a esta última los criterios de conducta que tienen su
razón de ser en la sociedad civil o en las
reglas de funcionamiento de una democracia. Menos aún tratándose de
las relaciones dentro de la iglesia, se puede inspirar en
la mentalidad del medio ambiente (cf. Rm 12, 2). Preguntar
a la opinión pública mayoritaria lo que conviene pensar o
hacer. recurrir a ejercer presiones de la opinión pública contra
el Magisterio, aducen como pretexto un "consenso" de los teólogos,
sostener que el teólogo es el portavoz profético de una
"base" o comunidad autónoma que sería por lo tanto la
única fuente de la verdad, todo ello denota una grave
pérdida del sentido de la verdad y del sentido de
iglesia.
40. La Iglesia es "como un sacramento 0 señal
e instrumento de la íntima unión con Dios y de
la unidad de todo el género humano"[40]. Por consiguiente, buscar
la concordia y la comunión significa aumentar la fuerza de
su testimonio y credibilidad; ceder, en cambio, a la tentación
del disenso es dejar que se desarrollen "fermentos de infidelidad
al Espíritu Santo"[41].
Aunque la teología y el Magisterio son
de naturaleza diversa y tienen diferentes misiones que no pueden
confundirse, se trata sin embargo de dos funciones vitales en
la iglesia, que deben compenetrarse y enriquecerse recíprocamente para el
servicio del pueblo de Dios.
En virtud de la autoridad
que han recibido de Cristo mismo, corresponde a los pastores
custodiar esta unidad e impedir que las tensiones que surgen
de la vida degeneren en divisiones. Su autoridad, trascendiendo las
posiciones particulares y las oposiciones, debe unificarlas en la integridad
del Evangelio, que es "la palabra de la reconciliación" (cf.
2 Co 5 , 1 8-20).
En cuanto a los
teólogos, en virtud del propio carisma, también les corresponde participar
en la edificación del Cuerpo de Cristo en la unidad
y en la verdad y su colaboración es más necesaria
que nunca para una evangelización a escala mundial, que requiere
los esfuerzos de todo el pueblo de Dios[42]. Si ocurriera
que encuentran dificultades por el carácter de su investigación, deben
buscar la solución a través de un diálogo franco con
los pastores, en el espíritu de verdad y de caridad
propio de la comunión de la iglesia.
41. Unos y
otros siempre deben tener presente que Cristo es la Palabra
definitiva del Padre (cf. Hb 1, 2) en quien, como
observa san Juan de la Cruz, "Dios nos ha dicho
todo junto y de una sola vez"[43] y que, como
tal, es la Verdad que hace libres (cf. Jn 8,
36; 14, 6). Los actos de adhesión y de asentimiento
a la Palabra confiada a la iglesia bajo la guía
del Magisterio se refieren en definitiva a El e introducen
en el campo de la verdadera libertad.
Conclusión
42. La
Virgen María, Madre e imagen perfecta de la Iglesia, desde
los comienzos del Nuevo Testamento ha sido proclamada bienaventurada, debido
a su adhesión de fe inmediata y sin vacilaciones a
la palabra de Dios (cf. Lc l, 38. 45), que
conservaba y meditaba permanentemente en su corazón (cf. Lc 2,
19. 51). Ella se ha convertido así en modelo y
apoyo para todo el pueblo de Dios confiado a su
cuidado maternal. Le muestra el camino de la acogida y
del servicio a la Palabra y, al mismo tiempo, el
fin último que jamás debe perderse de vista: el anuncio
a todos los hombres y la realización de la salvación
traída al mundo por su Hijo Jesucristo.
Al concluir esta
instrucción, la Congregación para la doctrina de la fe invita
encarecidamente a los obispos a mantener y desarrollar relaciones de
confianza con los teólogos, compartiendo un espíritu de acogida y
de servicio a la Palabra y en comunión de caridad,
en cuyo contexto se podrán superar más fácilmente algunos obstáculos
inherentes a la condición humana en la tierra. De este
modo todos podrán estar cada vez más al servicio de
la Palabra y al servicio del pueblo de Dios, para
que este último, perseverando en la doctrina de la verdad
y de la libertad escuchada desde el principio, permanezca también
en el Hijo y en el Padre y obtenga la
vida eterna, realización de la Promesa (cf. 1 Jn 2,
24-25).
El Sumo Pontífice Juan Pablo II durante la audiencia
concedida al infrascripto prefecto, ha aprobado esta instrucción, acordada en
reunión ordinaria de esta Congregación, y ha ordenado su publicación.
Roma, en la sede de la Congregación para la doctrina
de la fe, 24 de marzo de 1990, solemnidad de la Ascensión
del Señor.
Cardenal Joseph RATZlNGER, Prefecto
Alberto BOVONE, Arzobispo titular de Cesarea
di Numidia, Secretario
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1. Dei Verbum, n. 8.
2. Lumen gentium, n.
12.
3. Cf. san Buenaventura, Prooem. in I Sent., q.
2 ad 6: "guando fides non assentit propter rationem, sed
propter amorem eius cui assentit, desiderat habere rationes".
4. Cf.
Juan Pablo II, Discurso con ocasión de la entrega del
"premio internacional Pablo Vi" al profesor Hans Urs von Balthasar,
23 de junio de 1984: L´Osservatore Romano, edición en lengua
española, 22 de julio de 1984, pág. 1.
5. Concilio
Vaticano I, constitución dogmática De fide catholica, De revelatione, can.
1: DS 3026.
6. Optatam totius, n. 15.
7. Juan
Pablo II, Discurso a los teólogos en Altötling, 18 de
noviembre de 1980: AAS 73 (1981) 104: L´Osservatore Romano, edición
en lengua española, 30 de noviembre de 1980, pág. 10;
cf. también Pablo VI, Discurso a los miembros de la
Comisión teológica internacional, 11 de octubre de 1972: AAS 64
(1972) 682-683. L´Osservatore Romano edición en lengua española, 29 de
octubre de 1972, pág. 9; Juan Pablo II, Discurso a
los miembros de la Comisión teológica internacional, 26 de octubre
de 1979: AAS 71 (1979) 1428-1433: L´Osservatore Romano, edición en
lengua española, 23 de diciembre de 1979, pág. 7.
8.
Dei Verbum, n. 7.
9. Cf. Congregación para la doctrina
de la fe, declaración Mysterium Ecclesiae, n. 2: AAS 65
(1973) 398 s.: L´Osservatore Romano, edición en lengua española, 15
de julio de 1973, pág. 9.
10. Cf. Dei Verbum,
n. 10.
11. Lumen gentium, n. 24.
12. Cf. Dei
Verbum, n. 10.
13. Cf. Lumen gentium, Congregación para la
doctrina de la fe, declaración Mysterium Ecclesiae, n. 3: AAS
65 (1973) 400 s.: L´Osservatore Romano, edición en lengua española,
15 de julio de 1973, pág. 9 s.
14. Cf.
Professio Fidei et Iusiurandam fidelitatis: AAS 81 (1989) 104 s.:
L´Osservatore Romano, edi- ción en lengua española, 5 de mayo
de 1989, pág. 5: "omnia et singula quae circa doctrinam
de fide vel moribus ab eadem definitive proponuntur".
15. Cf.
Lumen gentium, n. 25; Congregación para la doctrina de la
fe, declaración Mysterium Ecclesiae, núms. 3-5: AAS 65 (1973) 396-408:
L´Osservatore Romano, edición en lengua española, 15 de julio de
1973, pág. 9 s.; Professio fidei et lusiurandum fidelitatis: AAS
81 (1989) 104 s.: L´Osservatore Romano, edición en lengua española,
5 de mayo de 1989, pág. 5.
16. Cf. Pablo
VI, Humanae vitae, n. 4: AAS 60 (1968) 483.
17.
Cf. Concilio Vaticano I, constitución dogmática Dei Filius, cap. 2:
DS 3005.
18. Cf. C.I.C. cc. 360-361; Pablo VI, Regimini
Ecclesiae universae, 15 de agosto de 1967, núms.. 2940: AAS
59 (1967) 897-899; Juan Pablo II. Pastor bonus, 28 de
junio de 1988. arts. 48-55: AAS 80 (1988) 874-884: L´Osservatore
Romano, edición en lengua española. 29 de enero de 1989,
págs. 9 ss.
19. Cf. Lumen gentium, nums. 22-23. Como
es sabido, a continuación de la segunda asamblea general extraordinaria
del Sínodo de los obispos, el Santo Padre encargó a
la Congregación para los obispos profundizar el "Estatuto teo1ogico-jurídico de
las Conferencias Episcopales".
20. Cf. Pablo VI, Discurso a los
participantes al Congreso internacional sobre la teología del Concilio Vaticano
ll, 1 de octubre de 1966: A´IS 58 (1966) 892
s.
21. Cf. C.I.C., c. 833; Professio fidei et Iusiurandum
fidelitatis: AAS 81 (1989) 104 s.: L´Osservatore Romano, edición en
lengua española, 5 de mayo de 1989, pág. 5.
22.
EL texto de la nueva profesión de fe (cf. nota
15) precisa la adhesión a estas enseñanzas en los siguientes
términos: "Firmiter etiam amplector et retineo...".
23. Cf. Lumen gentium,
n. 25; C.I.C,. c. 752.
24. Cf. Lumen gentium, n.
25 par. 1.
25. Pablo VI, Paterna cum benevolentia, 8
de diciembre de 1974: AAS 67 (1975) 5-23: L´Osservatore Romano,
edición en lengua española, 22 de diciembre de 1974, págs.
1-4. Véase también Congregación para la doctrina de la fe,
declaración Mysterium Ecclesiae: AAS 65 (1973) 396-408: L´Osservatore Romano, edición
en lengua española, 15 de julio de 1973, págs. 9-11.
26. Cf. Dignitatis humanae, n. 10.
27. La idea de
un "magisterio paralelo" de los teólogos en oposición y rivalidad
con el magisterio de los pastores a veces se apoya
en algunos textos en los que santo Tomás de Aquino
distingue entre "magisterium cathedrae pastoralis" y "magisterium cathedrae magisterialis" (Contra
impunuantes, c. 2; Quodlib. III, q. 4, a. 1 (9);
In IV Sent., 19, 2, 2, q. 3 sol. 2
ad. 4). En realidad estos textos no ofrecen algún fundamento
para 1a mencionada posición, porque santo Tomás está absolutamente seguro
de que el derecho de juzgar en materia doctrinal corresponde
únicamente al "officium praelationis".
28. Cf. Pablo VI, Paterna cum
benevolentia, n. 4: AAS 67 (1975) 14-15: L´Osservatore Romano, edición
en lengua española, 22 de diciembre de 1974, pág. 3
29. Cf. Pablo VI, Discurso a los miembros de la
Comisión teológica internacional, 11 de octubre de 1973: AAS 65
( 1973) 555-559: L´Osservatore Romano, edición en lengua española, 21
de octubre de 1973, pág. 9.
30. Cf. Juan Pablo
II, Redemptor hominis, n. 19: AAS 71 (1979) 308: L´Osservatore
Romano, edición en lengua española, 18 de marzo de 1979,
pág. 12; Discurso a los fieles de Managua, 4 de
marzo de 1983, n. 7: AAS 75 (1983) 723: L´Osservatore
Romano, edición en lengua española, 13 de marzo de 1983,
pág. 14; Discurso a los religiosos en Guatemala, 8 de
marzo de 1983, n. 3: AAS 75 (1983) 746: L´Osservatore
Romano, edición en lengua española, 20 de marzo de 1983,
pág. 9; Discurso a los obispos en Lima, 2 de
febrero de 1985, n. 5: AAS 77 ( 1985) 874:
L´Osservatore Romano, edición en lengua española, 17 de febrero de
1985, pág. 8; Discurso a los obispos de la Conferencia
Episcopal belga en Malinas, 18 de mayo de 1985, n.
5: L´Osservatore Romano, edición en lengua española, 9 de junio
de 1985, pág. 9; Discurso a algunos obispos estadounidenses en
visita ad limina, 15 de octubre de 1988, n. 6:
L´Osservatore Romano, edición en lengua española, 22 de enero de
1989. pág. 18.
31. Cf. Juan Pablo II, Familiaris consortio,
n. 5: AAS 74 (1982) 85-86: L´Osservatore Romano, edición en
lengua española, 20 de diciembre de 1981, págs. 5 s.
32. Cf. la fórmula del Concilio de Trento, sess. VI,
cap. 9: fides "cui non potest subesse falsum": DS 1534.
cf. santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 1,
a. 3, ad 3: "Possibile est enim hominem fidelem ex
coniectura humana falsum aliquid aestimare. Sed quad ex fide falsum
aestimet, hoc est impossibile".
33. Cf. Lumen gentium, n. 12.
34. Cf. Dei Verbum, n. 10.
35. Dignitatis humanare, núms.
9-10.
36. Ib., n. 1.
37. Cf. Juan Pablo II,
Sapientia christiana, 15 de abril de 1979, n. 27, 1
: AAS 71 (1979) 483. L´Osser- vatore Romano, edición en
lengua española, 3 de junio de 1979, pág. 9; C.I.C.,
c. 812.
38. Cf. Pablo VI, Paterna cum benevolentia, n.
4: AAS 67 (1975) 15: L´Osservatore Romano, edición en lengua
española, 22 de diciembre de 1974, pág. 3.
39. Cf.
Lumen gentium, n. 4.
40. Ib., n. 1.
41. Pablo
VI, Paterna cum benevolentia, núms. 2-3: AAS 67 (1975) 10-11:
L´Osservatore Romano, edición en lengua española, 22 de diciembre de
1974, pág. 3.
42. Cf. Juan Pablo II, Christifideles laici,
núms. 32-35: AAS 81 (1989) 451-459: L´Osservatore Romano, edición en
lengua española, 5 de febrero de 1989, págs. 12 s.
43. San Juan de la Cruz, Subida al Monte Carmelo,
II 22, 3.
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Teología fundamental |
No hay enemistad entre razón y fe, al contrario:
la fe confirma y presta a la razón la respuesta a sus preguntas más
fundamentales. |
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Teología fundamental |
FIDES ET RATIO» VERSUS LA FE DEL CARBONERO
En el
siglo XV hubo en Ávila un obispo llamado Alonso Tostado
de Madrigal (el Tostado), alto exponente del pensamiento de su
tiempo. Escribió muchísimo sobre lo divino y lo humano. De
ahí que, de los que escriben mucho, se diga aún
que «escriben más que el Tostado». Algunas de sus opiniones,
que no preocupaban al Papa, resultaban demasiado audaces y sospechosas
para algunos. Se cuenta que quienes se ocupaban de ayudarle
a bien morir cuando se le aproximaba el lance, querían
asegurarse de que amaneciera en el otro mundo con la
fe ortodoxa y sin mancha; éstos, por lo visto, marearon
la perdiz de tal manera que, sacando fuerzas de flaqueza,
el Tostado exclamó: —Yo, ¡como el carbonero!, hijos, ¡como el
carbonero!. El carbonero aludido por el buen obispo era muy
conocido en Ávila. Se cuenta que en cierta ocasión le
preguntaron: —¿Tú en qué crees?. —En lo que cree la
Santa Iglesia. —¿Y qué cree la Iglesia?. —Lo que yo
creo. —Pero ¿qué crees tú?. —Lo que cree la Iglesia...
Y no había modo de apearle de semejante discurso.
Desde entonces,
hablar de la «fe del carbonero», es referirse a una
fe que ignora razones. Ciertamente la autoridad de la Iglesia,
instituida por Jesucristo, es fundamento sólido e indispensable para la
verdadera fe de cualquier cristiano. Pero la fe de la
Iglesia, a su vez, se funda en razones poderosas, que
un buen cristiano no puede desconocer. Sin duda carboneros hay
—«que hacen o venden carbón»— que saben más teología que
algunos doctores con título académico. Pero si nos quedamos con
el sentido original de la expresión, hemos de reconocer que
«la fe del carbonero», por así decir, acaba de recibir
un varapalo del que muy probablemente no logre recuperarse. Juan
Pablo II en su reciente Carta Encíclica Fides et ratio,
sobre las relaciones entre fe y razón, con fecha 14-IX-1998,
viene a decir, entre otras cosas, que esa no es
la fe que demandan Dios, la Iglesia y el siglo
XXI.
EL PODER DE LA RAZÓN
La Encíclica contiene mensajes muy claros
sobre las íntimas relaciones entre estos dos niveles del conocer
—el de la razón y el de la fe— que
todavía a muchos parecen separados e irreconciliables, sobre todo desde
que en el siglo XVI se proclamara en supuesto favor
de la fe, que la razón era «la gran prostituta
del diablo». No es cosa ahora de entrar en antecedentes
culturales o biográficos que explican —aunque no justifiquen— la expresión
del célebre reformador; pero sí un poco en sus consecuentes.
La supuesta ruptura entre fe y razón se difundió por
buena parte de Europa y América, sin excluir a los
que usaban la razón para pensar, indagar, descubrir verdades de
este mundo, con instrumentos cada vez más fiables.
Kant (siglo XVIII)
creyó que la Física y la Matemática eran las ciencias
por excelencia, puesto que se suponían «exactas», y todo lo
que no pudiera conocerse a su modo, resultaba indemostrable. Así
propició una filosofía reducida a los fenómenos o apariencias de
las cosas, que no podía alcanzar el «ser» de las
mismas; y menos aún su fundamento último, el «Ser» absoluto.
Como Kant creía en Dios, en la lilbertad y la
inmortalidad del alma, estableció que la fe y la razón
eran dos modos válidos pero inconexos, racional uno, irracional el
otro, de acceder a la «realidad». De este modo, quedaba
servida al que confiaba del todo en la razón, la
desconfianza en la fe, y viceversa. Así se concluía en
el fideísmo (creo porque sí), en el ateísmo (no se
puede creer en nada) o en la esquizofrenia. La fe
del carbonero, fue el asidero de muchos científicos y de
otras gentes que no sospechaban que la fe también tiene
sus razones que la razón puede entender.
Después ha resultado que
ni la Física ni la Matemática son tan exactas y
seguras como parecían. Y así —para no alargarnos— hemos llegado
a nuestros días, perdida la fe en «la fe» y,
además, perdida la fe (la confianza) en la razón, en
la ciencia, es decir, en la capacidad del entendimiento humano
para conocer lo verdadero, lo seguro, lo bueno, lo justo,
lo fundamental para orientarse no sólo en el cosmos, sino
en lo que importa más al al sujeto humano: en
lo que no se ve, pero se entiende, y muestra
el sentido del vivir.
CRISIS EN EL PENSAMIENTO CONTEMPORÁNEO
El pensamiento contemporáneo,
en general y con honrosas excepciones, no se atreve a
decir nada «en serio», nada que pueda y deba sostenerse
con toda certeza y sin miedo alguno a errar. Se
refugia en el consenso, en lo que se lleva, en
lo que se tiene por «políticamente correcto». Y así, hasta
dos y dos parece que pueden ser a la vez
tres y medio o cinco, según; pero jamás cuatro, puesto
que eso es lo que se ha dicho de antiguo
y hoy debemos ser «creativos», es decir, creer lo que
nos plazca. Lo cual no deja de ser también un
fenomenal acto de fe en que «lo que place es
bueno»; lo cual, a su vez, anda muy lejos de
estar demostrado. Al menos a mí me placen manjares que
me perforarían el estómago sin remedio. Estoy simplificando un poco,
pero no mucho.
En esto, Juan Pablo II, cuando algunos pensaban
que no tenía ya nada que decir al hombre postmoderno,
va y escribe un documento que es un monumento de
sabiduría humana y divina: llena de fe y de razón,
en el que razona rigurosamente, es decir, con pensamiento fuerte,
sobre la razón y la fe. Cree en la razón
y lo razona. Cree en lo que enseña la fe
y lo razona también. No dice que los misterios sobrenaturales
sean enteramente abarcables por el humano entendimiento, pero razona que
la razón no debe tener miedo ni a sí misma
ni al misterio. La razón no es una prostituta del
diablo (aunque estos no sean los términos empleados por el
Pontífice), sino un chispazo del entendimiento divino. La razón es
un don de Dios que nos asemeja a Él, es
una ventana abierta a verdades objetivas, al bien objetivo, a
la realidad misma y, por eso, a la libertad verdadera.
Lo que no es racional ni razonable es navegar en
un mar de dudas sin certeza alguna en que agarrarse,
o mejor dicho, rechazando todas las que hay —y son
muchas— a nuestro alcance.
MARAVILLAS DE LA RAZÓN HUMANA
Una de las
maravillas del ser humano es, precisamente, su capacidad para desvelar
verdades que no se ven a simple vista. ¿Cómo no
pasmarse ante el descubrimiento de la suma de los ángulos
del triángulo siempre igual a dos rectos, ¡cualquiera que sea
su forma y tamaño!. Nadie lo diría, pero, trazando una
paralela por un vértice al lado opuesto, la claridad es
meridiana. Somos capaces de obtener a partir de verdades manifiestas,
verdades ocultas. Llamamos «Lógica» a la ciencia que estudia las
reglas que rigen el pensamiento correcto. Si las observamos, obtenemos
conclusiones verdaderas; y si no, no.
La lógica —el dinamismo propio
de la razón— ha hecho posible la ciencia y permite
también hacer ciencia de verdades que parecen escurridizas o inaferrables,
como las tocantes a la ética y a la religión.
No todo conocimiento ha de obtenerse mediante un razonamiento lógico,
pero es cierto que sin lógica no es posible salir
de robinsones o carboneros. En cambio, con la lógica racional
se puede llegar a demostrar la existencia de Dios, la
diferencia entre el bien y el mal y elaborar una
ética también racional, apta para ser compartida —y comprendida en
sustancia— , por todas las gentes
dispuestas a pensar conforme a las reglas del argumento lógico.
DE
LO VISIBLE A LO INVISIBLE
Del análisis técnico de uno de
los cuadros del Museo del Padro, incluso de uno sólo
de sus fragmentos, podemos deducir no sólo la existencia del
lienzo, los pigmentos, los pinceles, etc., sino también la existencia
de un tal Velázquez que vivió en el siglo XVII
en la corte de Felipe IV. Un montón de verdades
incuestionables podemos alcanzar a partir de cualquier cosa o evento.
Podemos conocer causas invisibles a partir de efectos visibles; podemos
conocer efectos invisibles a partir de causas visibles. Se reían
de Pasteur porque afirmaba la existencia de microbios, entonces casi
invisibles, tan pequeñitos que parecían, a eminentes científicos, inofensivos. Luego,
los sesudos sabios tuvieron que dar la razón a Pasteur,
porque la tenía.
Parafraseando a Shakespeare, hay mucho más en el
mundo sensible de lo que sueña el empirista; y mucho
más en la subjetividad de lo que sueña el subjetivista;
y mucha más relatividad en la creación de lo que
lo que sueña el relativista: ¡todo es relativo! ¡Claro, que
sí! Pero relativo ¿a qué? Evidentemente al Absoluto, porque si
no hubiera Absoluto no cabría nada relativo en ninguna parte.
Para que haya movimiento se requiere lo inmóvil; para que
haya tiempo, se requiere lo eterno. Y así. Y todo
esto es razonable y se ha razonado durante siglos y
siglos. ¡Es que no somos capaces de imaginar el Absoluto,
lo eterno y lo inmóvil! Pero bueno, ¿esto justifica negarlo,
cuando nos topamos de bruces con ello?
HAY MUCHO ESCRITO
¿Quién cree
hoy que «sobre gustos no hay nada escrito»?. Todo el
mundo replica a semejante estulticia: «Hay mucho escrito, lo que
pasa es que tú no lo has leído». Pues lo
mismo sucede con la divina revelación. Se dice: ¡es ininteligible,
es irracional, es incomprensible...! Pero, bueno, ¿cuánto tiempo has dedicado
tú a estudiar lo escrito sobre el asunto? ¿Has leído
siquiera por encima el Evangelio? ¿Has investigado la historicidad de
la resurrección de Jesucristo? ¿Y la fundación de la Iglesia?
¿Y los fundamentos de la autoridad de su Magisterio?. —¡Ah,
no; a mí me cansa estudiar esas cosas! —Por eso,
a la menor dificultad, te has quedado sin fe: si
la tenías, la tenías como el carbonero avulense; y te
has quedado sin brújula, sin Magisterio y sin sentido común.
La
razón, cuando discurre por sus propios cauces, necesariamente se topa
con el misterio; llega al umbral, se da cuenta de
que hay mucho más de lo que ha soñado su
filosofía. Y es humano y lógico esperar una respuesta. Si
no logra descubrir el por qué del bien y del
mal, del dolor, de la vida y de la muerte;
si se para ahí, queda bloqueada y la confusión invade
incluso las certezas que había adquirido desde su despertar. Pero
lo que viene a decir el Papa es que esa
confusión, esa desesperación de hallar el sentido del vivir, puede
resolverse; la razón puede ser salvada. Es más: positivamente, «Dios
quiere que todos los hombres se salven y lleguen al
conocimiento de la verdad». El hombre, al recibir y acoger
la revelación divina, encuentra la respuesta que buscab: una respuesta
razonable que viene de lo trascendente, del Absoluto que, aun
en un halo de misterio, se atisbaba inequívocamente.
HAY FRONTERA Y
ESPACIO COMÚN
No hay enemistad entre razón y fe, al contrario:
la fe confirma y presta a la razón la respuesta
a sus preguntas más fundamentales y perentorias. No se confunden,
hay una frontera entre razón y fe, pero también hay
«un espacio donde se encuentran». Si la razón no se
resiste, si no se arredra, si no cede a la
tentación del egocentrismo, la fe (en la divina revelación), fecunda
a la razón con verdades nuevas, la sana, la eleva,
la introduce en el ámbito de lo divino, la salva
de la desesperación o, en su caso, de la frivolidad
intelectual. Y la persona, lejos de disolverse en un «todo»
a lo panteístico oriental, se reafirma en su personalidad libre
e irreductible, y liberada en cierta medida de las angosturas
espaciotemporales, puede ver —entre otras muchas cosas— la misma realidad
ya conocida con una nueva y maravillosa relatividad: la ordenación
o referencia esencial de toda criatura al Creador, al eterno
plan divino de salvación, el cual, a pesar del pecado
del hombre, sigue su marcha imparable y no se detendrá
hasta que el mal sea enteramente vencido y Dios –Verdad,
Bondad, Belleza, Sabiduría, Amor supremos— sea del todo manifiesto en
todo.
LA FE A FAVOR DE LA RAZÓN
Todo esto no es
contrario a la lógica racional; la supera, pero va a
su favor. Este es, según creo, uno de los aspectos
relevantes del mensaje contenido en la Fides et ratio. Es,
por decirlo de algún modo, el funeral de la fe
del carbonero; que pudo salvar a muchos en otros tiempos,
pero no parece apta para hacerlo en el tercer milenio,
al menos para los que gozan de una mediana capacidad
intelectual. La fe ha de ser ilustrada, razonada, entendida o
estará siempre bailando en una cuerda floja. La cantidad de
información que llega al hombre, digamos, postmoderno, forma un caos
tan enorme e imponente que no se puede esclarecer sin
una formación sólidamente anclada en el conocimiento de las verdades
fundamentales, las de sentido, que nos permitan discernir entre el
bien y el mal; entre la verdad y la mentira;
entre lo bello y lo zafio; entre la criatura y
el Creador; entre lo lógico y lo sofísitico; entre el
uso de la razón y los movimientos viscerales. Y para
esto es menester estudiar tanto la razón como la fe,
formarse.
Los cristianos de este siglo y del próximo milenio no
tenemos más remedio que estudiar: «estudiar a Cristo». No vale
saber mucho de ciencias humanas, desarrollar la inteligencia para el
cálculo matemático o el master en marketing, sin desarrollar igualmente
la capacidad que la razón tiene para conocer verdades de
fondo, de peso, verdades que dilucidan el sentido del cálculo,
del master y de la vida entera, su lugar en
el cosmos, su destino trascendente. De ahí que sea locura
de la peor especie, amputar la mente del niño en
escuelas públicas o privadas ajenas a la enseñanza religiosa; o
de los jóvenes en universidades donde se especializan en el
conocimiento exhaustivo de una de las patas de la mosca,
sin saber relacionarla con la mosca ni con el universo.
Es la manera más eficaz de crear universitarios que saben
mucho de un fragmento de un segmento de un sector
de alguna cosa que, lógicamente, les ha de convertir en
sectarios de la misma. Así, fácilmente resultarán hombres y mujeres
sin fundamento racional para su existencia, sin religión, sin identidad,
sujetos a la más engañosa de las modas: la moda
intelectual.
Convendría leer despacio —no como para una información de urgencia—
el mensaje de Juan Pablo II en la Fides et
ratio. Convendría que todo cristiano con uso de razón la
usara para conocer bastante bien el Catecismo de la Iglesia
Católica. Hacen bien los pastores de la Iglesia que no
escatiman medios para formar cristianos adultos no sólo en edad,
sino en sabiduría y gracia ante Dios y ante los
hombres.
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