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El Cielo como plenitud de intimidad con Dios |
1. Cuando haya pasado la figura
de este mundo, los que hayan acogido a Dios en
su vida y se hayan abierto sinceramente a su amor,
por lo menos en el momento de la muerte, podrán
gozar de la plenitud de comunión con Dios, que constituye
la meta de la existencia humana.
Como enseña el Catecismo de
la Iglesia católica, «esta vida perfecta con la santísima Trinidad,
esta comunión de vida y de amor con ella, con
la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se
llama "el cielo". El cielo es el fin último y
la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el
estado supremo y definitivo de dicha» (n. 1024).
Hoy queremos tratar
de comprender el sentido bíblico del «cielo», para poder entender
mejor la realidad a la que remite esa expresión. 2. En
el lenguaje bíblico el «cielo», cuando va unido a la
«tierra», indica una parte del universo. A propósito de la
creación, la Escritura dice: «En un principio creo Dios el
cielo y la tierra» (Gn 1, 1).
En sentido metafórico, el
cielo se entiende como morada de Dios, que en eso
se distingue de los hombres (cf. Sal 104, 2s; 115,
16; Is 66, 1). Dios, desde lo alto del cielo,
ve y juzga (cf. Sal 113, 4-9) y baja cuando
se le invoca (cf. Sal 18, 7.10; 144, 5). Sin
embargo, la metáfora bíblica da a entender que Dios ni
se identifica con el cielo ni puede ser encerrado en
el cielo (cf. 1 R 8, 27); y eso es
verdad, a pesar de que en algunos pasajes del primer
libro de los Macabeos «el cielo» es simplemente un nombre
de Dios (cf. 1 M 3, 18. 19. 50. 60;
4, 24. 55).
A la representación del cielo como morada trascendente
del Dios vivo, se añade la de lugar al que
también los creyentes pueden, por gracia, subir, como muestran en
el Antiguo Testamento las historias de Enoc (cf. Gn 5,
24) y Elías (cf. 2 R 2, 11). Así, el
cielo resulta figura de la vida en Dios. En este
sentido, Jesús habla de «recompensa en los cielos,» (Mt 5,
12) y exhorta a «amontonar tesoros en el cielo» (Mt
6, 20; cf. 19, 21).
3. El Nuevo Testamento profundiza la
idea del cielo también en relación con el misterio de
Cristo. Para indicar que el sacrificio del Redentor asume valor
perfecto y definitivo, la carta a los Hebreos afirma que
Jesús «penetró los cielos» (Hb 4, 14) y «no penetró
en un santuario hecho por mano de hombre, en una
reproducción del verdadero, sino en el mismo cielo» (Hb 9,
24). Luego, los creyentes, en cuanto amados de modo especial
por el Padre, son resucitados con Cristo y hechos ciudadanos
del cielo.
Vale la pena escuchar lo que a este respecto
nos dice el apóstol Pablo en un texto de gran
intensidad: «Dios, rico en misericordia, por el grande amor con
que nos amó, estando muertos a causa de nuestros pecados,
nos vivificó juntamente con Cristo -por gracia habéis sido salvados-
y con él nos resucitó y nos hizo sentar en
los cielos en Cristo Jesús, a fin de mostrar en
los siglos venideros la sobreabundante riqueza de su gracia, por
su bondad para con nosotros en Cristo Jesús» (Ef 2,
4-7). Las criaturas experimentan la paternidad de Dios, rico en
misericordia, a través del amor del Hijo de Dios, crucificado
y resucitado, el cual, como Señor, está sentado en los
cielos a la derecha del Padre.
4. Así pues, la participación
en la completa intimidad con el Padre, después del recorrido
de nuestra vida terrena, pasa por la inserción en el
misterio pascual de Cristo. San Pablo subraya con una imagen
espacial muy intensa este caminar nuestro hacia Cristo en los
cielos al final de los tiempos: «Después nosotros, los que
vivamos, los que quedemos, seremos arrebatados en nubes, junto con
ellos (los muertos resucitados), al encuentro del Señor en los
aires. Y así estaremos siempre con el Señor. Consolaos, pues,
mutuamente con estas palabras» (1 Ts 4, 17-18).
En el marco
de la Revelación sabemos que el «cielo» o la «bienaventuranza»
en la que nos encontraremos no es una abstracción, ni
tampoco un lugar físico entre las nubes, sino una relación
viva y personal con la santísima Trinidad. Es el encuentro
con el Padre, que se realiza en Cristo resucitado gracias
a la comunión del Espíritu Santo.
Es preciso mantener siempre cierta
sobriedad al describir estas realidades últimas, ya que su representación
resulta siempre inadecuada. Hoy el lenguaje personalista logra reflejar de
una forma menos impropia la situación de felicidad y paz
en que nos situará la comunión definitiva con Dios.
El Catecismo
de la Iglesia católica sintetiza la enseñanza eclesial sobre esta
verdad afirmando que, «por su muerte y su resurrección, Jesucristo
nos ha "abierto" el cielo. La vida de los bienaventurados
consiste en la plena posesión de los frutos de la
redención realizada por Cristo, que asocia a su glorificación celestial
a quienes han creído en el y han permanecido fieles
a su voluntad. El cielo es la comunidad bienaventurada de
todos los que están perfectamente incorporados a él» (n. 1026).
5.
Con todo, esta situación final se puede anticipar de alguna
manera hoy, tanto en la vida sacramental, cuyo centro es
la Eucaristía, como en el don de sí mismo mediante
la caridad fraterna. Si sabemos gozar ordenadamente de los bienes
que el Señor nos regala cada día, experimentaremos ya la
alegría y la paz de que un día gozaremos plenamente.
Sabemos que en esta fase terrena todo tiene límite; sin
embargo, el pensamiento de las realidades últimas nos ayuda a
vivir bien las realidades penúltimas. Somos conscientes de que mientras
caminamos en este mundo estamos llamados a buscar «las cosas
de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de
Dios» (Col 3, 1), para estar con él en el
cumplimiento escatológico, cuando en el Espíritu él reconcilie totalmente con
el Padre «lo que hay en la tierra y en
los cielos» (Col 1, 20).
Catequesis de SS Juan
Pablo II sobre el Purgatorio.
Catequesis de SS Juan
Pablo II sobre el Infierno
El cielo: no podemos describirlo |
La Iglesia afirma que el hombre ha sido creado por Dios en vista a un destino feliz situado más allá de este mundo. |
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Parte I
El cielo: no podemos describirlo En el libro Atravesando
el umbral de la Esperanza, el entrevistador - Vittorio Messori
- pregunta a Juan Pablo II si todavía existe la
vida eterna. La pregunta puede parecer que está de más,
sin embargo el hecho es que el Papa lamenta la
“frialdad escatológica” del hombre contemporáneo. Aun trazando un paralelismo denodado,
podemos preguntarnos si todavía existe el cielo. Se habla poco
y tendría que hablarse mucho: es nuestro futuro. El problema
es que tampoco es fácil hablar, porque no podemos imaginarlo.
Sin embargo, ¿qué podemos decir?
"Mientras que toda imaginación fracasa
frente a la muerte, la Iglesia, aleccionada por la Revelación
divina, afirma que el hombre ha sido creado por Dios
en vista a un destino feliz situado más allá (...)
de este mundo" (Gaudium te spes 18). Empezamos con esta
cita del Concilio con el fin de destacar que el
recurso a la imaginación es completamente insuficiente para afrontar las
cuestiones del más allá. Con todo, la contemplación de nuestra
propia naturaleza puede ayudarnos a entender algunas cosas del más
allá, y la reflexión sobre la Revelación nos permitirá ampliar
este conocimiento.
No es difícil hacerse cargo de que la
articulación concreta de la vida en la eternidad (sea en
comunión con Dios, sea apartada de Dios) es inimaginable: ´´Resulta
demasiado evidente que - a base de las experiencias y
conocimientos del hombre en la temporalidad - es difícil construir
una imagen plenamente adecuada del “futuro mundo”´´ (JUAN PABLO II,
Audiencia General 13.I.82, n. 7). La eternidad se encuentra más
allá de las dimensiones de espacio y de tiempo, por
lo que nuestra imaginación (que “trabaja” a nivel de imágenes)
no abarca: no podemos formarnos imágenes concretas de la vida
en régimen de eternidad. Eso es lo que justamente intenta
transmitir el san Pablo en el famoso pasaje de 1
Cor 2, 9: ´´Aquello que el ojo no ha visto
nunca, ni la oreja no ha oído, ni ha entrado
nunca en un corazón de hombre, Dios lo tiene preparado
para quienes lo amen´´. Él no encuentra palabras para describir
lo que ha “visto”: con categorías humanas sólo puede afirmar
que la vida del más allá en comunión con Dios
es indescriptible.
Pese a todo, esta aseveración no es una
mala noticia: poco cielo sería si pudiéramos describirlo con imágenes
terrenales. Eso, sin embargo, no significa que no podamos saber
nada de la vida eterna o de que no podamos
entender nada de ella. Una cosa es imaginar y otra
(y muy distinta!) es saber o entender.
A título de
simple ilustración, aun salvando las distancias, Platón - unos cuatro
siglos antes de Cristo! - manifiesta en su diálogo Fedón
el convencimiento de una vida de inmortalidad del alma humana
en un “mundo”que no se ve capaz de describir. Platón
pone sus pensamientos en las palabras de su querido maestro:
es el propio Sócrates, instantes antes de la ejecución de
su pena de muerte, quien habla de estas cuestiones a
quienes lo acompañan en aquel dramático momento. No duda que
el destino de las almas más allá de la muerte
está en función del comportamiento mantenido en esta vida (hay
una continuidad!): ´´Aquellos a quien se los reconoce una vida
santa (...) son recibidos en las alturas, en aquella Tierra
pura donde habitarán´´. Efectivamente, Sócrates augura para los hombres virtuosos
un más allá que, incluso, intenta describir con imágenes: ´´Son
acogidos en parajes todavía más admirables que no es fácil
describir», aunque - añade - aquellas imágenes no triunfan al
mostrar lo que en realidad se encontrarán; es más, ´´lo
que un hombre juicioso no tiene que hacer es sostener
que estas cosas son tal como se las he descrito´´.
Hasta aquí Platón con el sentido común. Pero el Verbo
de Dios, con su Encarnación, nos transmitió verdades que no
estaban al alcance de nuestro entendimiento natural. Entre estas verdades,
no faltan “pistas” para entender un poco más qué es
el cielo y como ama al hombre en régimen de
eternidad.
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¿Qué es el cielo? |
Es la participación en la naturaleza divina, gozar de Dios por toda la eternidad. |
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La definición del Cielo que nos da el Catecismo de
la Iglesia Católica es:
"El Cielo es la participación en la
naturaleza divina, gozar de Dios por toda la eternidad, la
última meta del inagotable deseo de felicidad que cada hombre
lleva en su corazón. Es la satisfacción de
los más profundos anhelos del corazón humano y consiste en
la más perfecta comunión de amor con la Trinidad,
con la Virgen María y con los Santos. Los bienaventurados
serán eternamente felices, viendo a Dios tal cual es." Catecismo de
la Iglesia Católica, 1023-1029, 1721-1722.
Seguramente has de estar pensando: "¿Qué
el Cielo es qué? ¡No entendí nada! Algo tan
difícil de entender no debe ser tan bueno", o tal
vez: "¡Qué aburrido suena eso de contemplar a Dios… y
por toda la eternidad! A mí me gusta la
actividad, eso de ángeles , querubines y cantos gregorianos… ¡como
que no se me antoja!"
Realmente esta imagen del Cielo resulta
muy poco atractiva para cualquiera, pero es que el Cielo
no es como lo pintan los cuadros. ¿Qué tal
si te digo que el Cielo es algo así como
la suma de todos tus momentos felices, de todos tus
deseos cumplidos, de todos tus "hobbies" realizables? Empieza a sonar
interesante, pero aún se queda corto.
Ante la imposibilidad de
explicar lo que es el Cielo, muchos autores y teólogos
han intentado describirlo como lo que no es: en el
Cielo no habrá sufrimiento, no habrá hambre, ni sed, ni
cansancio, ni injusticias, no existirá el dolor y tampoco la
muerte. Esto es un buen comienzo, sin embargo, es demasiado pobre
el describir el Cielo como la ausencia del mal, pues
el Cielo es eso y mucho más.
El Cielo es felicidad
que rebasa nuestros deseos, actividad sin cansancio, descanso sin aburrimiento,
conocimiento sin velos, grandeza sin exceso, amor sin afán de
posesión, perdón sin memoria, gratitud sin dependencia, amistad sin celos,
compañía sin estorbos. En el Cielo, Dios nos concederá mucho
más de lo que podemos pedir o imaginar y aún
aquello que no nos atrevemos a pedir.
Realmente puedes imaginarte el
Cielo como quieras: imagina el lugar más bello que hayas
visto, llénalo de todo lo que te guste y quítale
todo lo que te disguste, despúes pon en él todo
lo bueno que te puedas imaginar, acompañado de gente extraordinariamente
buena y simpática, haciendo aquello que más te guste. Cuando
hayas terminado de visualizar así el Cielo, puedes estar seguro
de que esa imagen es nada junto a lo que
realmente será.
¿Por qué se usa el cielo como símbolo del
Cielo?
La bóveda celeste, el firmamento, es el símbolo que
desde siempre se ha utilizado para representar el Cielo. Este
símbolo significa lo trascendente, lo inaccesible, lo infinito. Si observamos
el cielo en una noche estrellada, forzosamente nos llenaremos de
admiración y sobrecogimiento ante la belleza y la grandiosidad del
mismo. Sin embargo, el Cielo, la felicidad eterna, sobrepasa este
símbolo.
¿Es el Cielo un lugar? ¿En dónde se encuentra?
No
lo podemos ubicar ni arriba ni abajo, ni delante ni
detrás, pues el Cielo no es un lugar, sino un
estado en el cual los hombres encontraremos la felicidad buscada
y la conservaremos por toda la eternidad.
¿En el Cielo seremos
como ángeles o tendremos también cuerpo?
Dios nos ha creado
como hombres y nos ama como hombres, por eso, el
premio que nos ofrece es para disfrutarlo como hombres, dotados
de alma y cuerpo. En el Cielo nuestra alma disfrutará
al estar en contacto con Dios y, después de la
resurrección de los cuerpos, también disfrutaremos con un cuerpo, aunque
será un cuerpo distinto, un cuerpo glorioso que ya no
estará limitado por el espacio y el tiempo, como el
de Jesús resucitado, que podía aparecer y desaparecer en cualquier
lugar. San Pablo habla de esto en I Cor
15, 40 ss.: Sonará la trompeta y los muertos resucitarán
incorruptibles y nosotros seremos transformados. Porque es necesario que ese
ser corruptible sea revestido de incorruptibilidad y que ese ser
mortal sea revestido de inmortalidad.
¿Cómo podré ser feliz si alguna
de las personas a quienes amo están en el infierno?
Por supuesto esto es un misterio, pero la felicidad que
recibirás en el Cielo colmará todas tus necesidades y nada
podrá limitarla. Tendrás el conocimiento perfecto y una claridad absoluta acerca
de las intenciones de los demás, te darás cuenta de
que los condenados no están recibiendo un castigo injusto, sino
que ellos mismos lo han escogido libre y voluntariamente. Su
sufrimiento no afectará tu felicidad plena.
¿Existen diferentes tipos o niveles
de felicidad en el Cielo?
Sí, pero esto no se
debe a que el Cielo sea diferente, sino a que
las personas que llegan a él son diferentes. La felicidad
será plena para todo el que llegue al Cielo. No
es que unos sean más felices que otros, todos serán
totalmente felices en la intimidad con Dios , pues todos
estarán totalmente llenos de Dios. La diferencia está en que,
así como hay vasos grandes a los que les cabe
más agua que a otros más pequeños, de la misma
manera, hay almas más santas y otras menos, de acuerdo
con la capacidad que cada uno desarrolló a lo largo
de su vida.
Lo que Jesús nos dijo acerca del Cielo
Jesús
nos habla en el Evangelio muchísimas veces acerca del Cielo
y nos lo explica en un lenguaje que podemos entender: A
los hambrientos les hablaba de pan, a la samaritana de
un agua que sacia definitivamente la sed (Jn 4, 1
ss). Hablaba de perlas preciosas (Mt 13, 45.), de onzas
de oro, de una oveja perdida y recuperada. Nos habla
de un banquete, de una fiesta de bodas, de redes
colmadas de peces, de un tesoro escondido en el campo. Todos
estos símbolos que utiliza Jesucristo nos pueden dar una idea
de la felicidad que tendremos en el Cielo, ya que
las felicidades terrenas son una imagen de la felicidad celeste.
Algunos testimonios de los que han visto lo que
es el Cielo
Han existido muchos santos a los que Dios
les ha concedido la gracia de poder ver lo que
es el Cielo. He aquí algunos de sus testimonios, con
los cuales han tratado de explicarnos con palabras terrenas lo
que nos espera en el Cielo:
San Pablo: Dios es capaz
de hacer indeciblemente más de lo que nosotros pedimos o
imaginamos (Ef 3,20). Nada son los sufrimientos de la vida presente,
comparados con la gloria que nos espera en el Cielo
(2 Cor 4,17).
Teresa de Jesús: Pude ver a Jesús en
su Santa Humanidad completa. Se me apareció con una belleza
y una majestad incomparables. No temo decir que, aunque no
tuviéramos otro espectáculo para encantar nuestra vista en el Cielo,
ya sería una gloria inmensa. (Vida de Santa Teresa).
San Agustín:
Es más fácil decir qué cosas no hay en el
cielo, que decir qué cosas hay: En el Cielo contemplaremos y
descansaremos, descansaremos y alabaremos, alabaremos y amaremos, amaremos y contemplaremos.
(Confesiones).
San Juan de la Cruz: Tanto es el
deleite de la vista de tu ser y hermosura, que
no la puede sufrir mi alma, sino que tengo que
morir viéndola, máteme tu vista y hermosura. (Cántico espiritual).
San Francisco
de Asís: El bien que espero es tan grande, que
toda pena se me convierte en placer.
¿Qué debo hacer para
alcanzar el Cielo?
Jesús nos habla en el Evangelio del
camino a seguir:
Entrar por la puerta estrecha (Mt 7,13.).
Tomar la cruz.
Vender todo lo que tienes y dárselo
a los pobres.
Dejar a tu padre y a tu
madre.
Tomar el arado y no voltear hacia atrás.
¡Se oye
muy fuerte! ¡Parece muy difícil! Sin embargo, si vuelves a
leer los testimonios de los santos que han podido verlo,
te darás cuenta de que vale la pena y que
ningún sufrimiento es demasiado grande para evitar que luchemos por
él.
Querer ganar el Cielo significa tratar de tenerlo desde ahora
y eso, como ya vimos, se logra viviendo las Bienaventuranzas.
Tener
el Cielo es tener a Dios y tener a Dios
es vivir en gracia.
Entre la gloria y la gracia no
hay diferencia en esencia: Quien tiene la bellota, ya tiene
el encino; quien posee la gracia santificante, posee el Cielo,
es decir a Dios. Las diferencias son en el modo
de tenerlo: Aquí en la Tierra, quien tiene la bellota,
tendrá más tarde el encino. La bellota no es aún
el encino, pero llegará a serlo. En la tierra vemos
el capullo, en el cielo la flor; en la tierra
el amanecer, en el cielo el mediodía; aquí las sombras,
allá la luz; aquí lo parcial, allá la plenitud; aquí
la lucha, allá la victoria. M.M. Arami, Vive tu vida.
Los
medios para vivir siempre en gracia ya los conoces:
la
oración;
la huida de las ocasiones de pecado;
el sacrificio;
la frecuencia en la recepción de los sacramentos;
la devoción
a la Virgen María,
la vivencia de las Bienaventuranzas.
Para salir
victoriosos en el Juicio Final: Jesús nos lo dice claramente:
"Venid
benditos de mi Padre… porque tuve hambre y me disteis
de comer, porque tuve sed y me disteis de beber,
estuve desnudo y me vestisteis, forastero y me acogisteis, enfermo
y me visitasteis… Todo lo que hicisteis a uno de
estos pequeños, a mí me lo hicisteis."
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Creo en la vida del mundo futuro. |
La felicidad verdadera, el cielo |
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Hoy día se vive la vida buscando la felicidad
aquí, en el mundo. Pareciera que el lema es “aquí
y ahora”. No se valora el trabajar pensando en que
vamos a trascender y se nos olvida que la felicidad
total se realiza al estar con Dios. Los momentos de
felicidad que tenemos aquí en la Tierra son sólo un
anticipo de la felicidad que tendremos en el Cielo.
La definición
del Cielo que nos da el Catecismo de la Iglesia
Católica es: “El Cielo es la participación en la naturaleza divina,
gozar de Dios por toda la eternidad, la última meta
del inagotable deseo de felicidad que cada hombre lleva en
su corazón. Es la satisfacción de los más profundos
anhelos del corazón humano y consiste en la más perfecta
comunión de amor con la Trinidad, con la Virgen
María y con los Santos. Los bienaventurados serán eternamente felices,
viendo a Dios tal cual es” (nn. 1023-1029, 1721-1722).
Seguramente has
de estar pensando: “¿Que el Cielo es qué? ¡No entendí
nada! Algo tan difícil de entender no debe ser
tan bueno”. O, tal vez: “¡Qué aburrido suena eso de
contemplar a Dios… y por toda la eternidad! A
mí me gusta la actividad, eso de ángeles, querubines y
cantos gregorianos, ¡como que no se me antoja!”.
Realmente, esta imagen
del Cielo resulta muy poco atractiva para cualquiera, pero es
que el Cielo no es como lo pintan los cuadros.
¿Qué tal si te digo que el Cielo es algo
así como la suma de todos tus momentos felices, de
todos tus deseos cumplidos, de todos tus pasatiempos? Empieza a
sonar interesante, pero aún se queda corto.
Ante la imposibilidad
de explicar lo que es el Cielo, muchos autores y
teólogos han intentado describirlo como lo que no es: en
el Cielo no habrá sufrimiento, no habrá hambre, ni sed,
ni cansancio, ni injusticias, no existirá el dolor y tampoco
la muerte.
Esto es un buen comienzo, sin embargo, es demasiado
pobre el describir el Cielo como la ausencia del mal,
pues el Cielo es eso y mucho más.
El Cielo es
felicidad que rebasa nuestros deseos. Dios nos concederá mucho más
de lo que podemos pedir o imaginar y aún aquello
que no nos atrevemos a pedir.
Realmente, puedes imaginarte el Cielo
como quieras: imagina el lugar más bello que hayas visto,
llénalo de todo lo que te guste y quítale todo
lo que te disguste; después pon en él todo lo
bueno que te puedas imaginar, acompañado de gente extraordinariamente buena
y simpática, haciendo aquello que más te guste. Cuando hayas
terminado de visualizar así el Cielo, puedes estar seguro de
que esa imagen es nada junto a lo que realmente
te espera.
¿Por qué se usa el cielo como símbolo del
Cielo?
La bóveda celeste, el firmamento, es el símbolo que desde
siempre se ha utilizado para representar el Cielo. Este símbolo
significa lo trascendente, lo inaccesible, lo infinito. Si observamos el
cielo en una noche estrellada, forzosamente nos llenaremos de admiración
y sobrecogimiento ante la belleza y la grandiosidad del mismo.
Sin embargo, el Cielo –es decir, la felicidad eterna-
sobrepasa este símbolo.
¿Es el Cielo un lugar? ¿En dónde se
encuentra?
No lo podemos ubicar ni arriba ni abajo, ni delante
ni detrás, pues el Cielo no es un lugar, sino
un estado en el cual los hombres encontraremos la felicidad
buscada y la conservaremos por toda la eternidad.
¿Cómo podré ser
feliz si alguna de las personas a quienes amo está
en el Infierno?
Esto es un misterio, pero la felicidad que
recibirás en el Cielo colmará todas tus necesidades y nada
podrá limitarla. Tendrás el conocimiento perfecto y una claridad absoluta acerca
de las intenciones de los demás, te darás cuenta que
los condenados no están recibiendo un castigo injusto, sino que
ellos mismos lo han escogido libre y voluntariamente. Su sufrimiento
no afectará tu felicidad plena.
¿Existen diferentes tipos o niveles de
felicidad en el Cielo?
Sí, pero esto no se debe a
que el Cielo sea diferente, sino a que las personas
que llegan a él, son diferentes. La felicidad será plena
para todo el que llegue al Cielo. No es que
unos sean más felices que otros, todos serán totalmente felices
en la intimidad con Dios, pues todos estarán totalmente llenos
de Dios. La diferencia está en que, así como hay
vasos grandes a los que les cabe más agua que
a otros más pequeños, de la misma manera, hay almas
más santas y otras menos, de acuerdo con la capacidad
que cada uno desarrolló a lo largo de su vida.
¿Cómo
sabemos que el Cielo es así?
Han existido muchos santos a
los que Dios les ha concedido la gracia de poder
ver lo que es el Cielo. Estos son algunos de
sus testimonios, con los cuales han tratado de explicarnos con
palabras terrenas lo que nos espera en el Cielo:
San Pablo:
“Nada son los sufrimientos de la vida presente, comparados con
la gloria que nos espera en el Cielo”. (II Corintios
4,17) Santa Teresa de Jesús: “Pude ver a Jesús en su
Santa Humanidad completa. Se me apareció con una belleza y
una majestad incomparables. No temo decir que, aunque no tuviéramos
otro espectáculo para encantar nuestra vista en el Cielo, ya
sería una gloria inmensa” (Vida de Santa Teresa).
¿El Evangelio menciona
el Cielo en algún pasaje?
Jesús nos habla en el Evangelio
muchas veces sobre el Cielo, y nos lo explica en
un lenguaje que podemos entender: A los hambrientos les hablaba de
pan, a la samaritana de un agua que sacia definitivamente
la sed (Juan 4, 1 y ss.). Hablaba de perlas
preciosas (Mt 13, 45), de onzas de oro, de una
oveja perdida y recuperada. Nos habla de un banquete, de
una fiesta de bodas, de redes colmadas de peces, de
un tesoro escondido en el campo.
Todos estos símbolos que utiliza
Jesucristo nos pueden dar una idea de la felicidad que
tendremos en el Cielo, ya que las felicidades terrenas son
una imagen de la felicidad celeste.
¿Qué debo hacer para alcanzar
el Cielo? Jesús nos habla en el Evangelio del camino a
seguir: Entrar por la puerta estrecha. Tomar la cruz. Vender todo lo que
tienes y dárselo a los pobres. Dejar a tu padre y
a tu madre. Tomar el arado y no voltear hacia atrás.
¡Se
oye muy fuerte! ¡Parece muy difícil! Sin embargo, si vuelves
a leer los testimonios de los santos que han podido
“ver” el Cielo aquí en la Tierra, te darás cuenta
de que vale la pena y que ningún sufrimiento es
demasiado grande para evitar que luchemos por él.
Querer ganar el
Cielo significa tratar de tenerlo desde ahora y eso, como
ya vimos, se logra viviendo las Bienaventuranzas.
¡Tener el Cielo es
tener a Dios y tener a Dios es vivir en
gracia!
Medios para vivir siempre en gracia: La oración. Huir de las ocasiones
de pecado. Sacrificio. Recibir frecuentemente los sacramentos. Devoción a la Virgen María. Vivir
las Bienaventuranzas.
Y por último, no debes olvidar lo que Jesús
nos recomienda para salir victoriosos en el Juicio Final: “Venid
benditos de mi Padre… porque tuve hambre y me diste
de comer, porque tuve sed y me diste de beber,
estuve desnudo y me vestiste, forastero y me acogiste, enfermo
y me visitaste. Todo lo que hiciste a uno de
estos pequeños, a mí me lo hiciste”.
Algunas personas, e incluso
algunos sacerdotes, podrán decirte que todos vamos a llegar al
Cielo porque Dios es muy bueno y que no hay
que preocuparnos mucho por esto.
Recuerda que Dios es muy
bueno pero de nosotros depende el alcanzar el Cielo. Debemos
luchar y esforzarnos por estar con Dios al final de
los tiempos.
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¿Como será mi cielo? Camino de eternidad |
Más allá del tiempo, nos espera la eterna plenitud del gozo: «Sé fiel hasta la muerte y te daré la corona de la vida» |
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«Mis días se van río abajo, salidos de mí hacia
el mar, como las ondas iguales y distintas de la
corriente de mi vida: sangres y sueños. Pero yo, río
en conciencia, sé que siempre me estoy volviendo a mi
fuente» Cómo será el Cielo
«Ni ojo vio, ni oído oyó,
ni pasó por pensamiento de hombre cuáles cosas tiene Dios
preparadas para los que le aman». Sabemos que supera toda
posible imaginación, porque la generosidad de Dios y su poder
son infinitos. «Sabemos que si esta nuestra casa terrestre se
desmorona, tenemos habitación de Dios en los Cielos»; porque «esta
es la promesa que Él mismo nos ha hecho: la
vida eterna».
Dios mismo, que nos ha creado con un
ansia hondísima de vivir siempre, nos asegura que, en efecto,
más allá del tiempo -breve en todo caso- nos espera
la eterna plenitud del gozo: «Sé fiel hasta la muerte
y te daré la corona de la vida».
Es claro
que todo hombre tendrá vida eterna. Pero cuando en la
Escritura Santa se habla de «vida eterna», se refiere sólo
a la de los bienaventurados, porque la otra, la de
los que se autocondenen a la lejanía de Dios, más
que vida, será lo suyo una agonía interminable.
«Queridísimos -escribe
San Juan-, nosotros somos ahora hijos de Dios, mas lo
que seremos algún día no aparece aún. Sabemos que cuando
se manifieste Jesucristo, seremos semejantes a Él, porque le veremos
como Él es». No como al través de velos o
sombras, sino en Sí mismo. Seremos semejantes al Jesús del
Tabor. Endiosados, extasiados, contemplaremos y viviremos en el torrente inefable
de Amor que es Dios. Escucharemos el diálogo eterno de
las tres divinas personas. Asistiremos a la eterna generación del
Hijo y a la espiración del Espíritu Santo.
La juntura
de todos los bienes
A gentes poco ilustradas se les
puede antojar algo monótono pasar la eternidad contemplando -simplemente contemplando-
a Dios. Pero sucede que en ello se encuentra «la
juntura de todos los bienes», según el decir de San
Juan de la Cruz, porque Dios es toda la Verdad,
toda la Bondad, toda la Belleza, toda la Sabiduría, todo
el Amor. Por lo demás, amar no es pasividad sin
más: es una contemplación que suscita una actividad intensísima, la
entrega de toda la persona en un éxtasis de sumo
gozo.
«Si el amor, aun el amor humano, da tantos
consuelos aquí, ¿qué será el amor en el Cielo?», donde
el Amor se posee y se vive en toda su
maravilla. «Vamos a pensar lo que será el Cielo (...)
¿Os imagináis qué será llegar allí, y encontrarnos con Dios,
y ver aquella hermosura, aquel amor que se vuelca en
nuestros corazones, que sacia sin saciar? Yo me pregunto muchas
veces al día: ¿qué será cuando toda la belleza, toda
la bondad, toda la maravilla infinita de Dios se vuelque
en este pobre vaso de barro que soy yo, que
somos todos nosotros? Y entonces me explico bien aquello del
Apóstol: "ni ojo vio, ni oído oyó..." Vale la pena,
hijos míos, vale la pena».
Cuenta Francisca Javiera del Valle,
cómo «allá... en inmensas y dilatadas alturas, fue arrebatada mi
alma por una fuerza misteriosa y con tanta sutileza, que
así como nuestro pensamiento, en menos tiempo de abrir y
cerrar los ojos, recorre de un confín a otro confín,
allí con esa mayor ligereza me veía allá, en aquellas
inmensas y dilatadas alturas, donde siempre están todos como en
el centro de Dios metidos, vayan donde vayan, recorran lo
que quieran. Siempre se hallan en el centro de Dios
y siempre arrebatados con su divina hermosura y belleza. Porque
Dios es océano inmenso de maravillas y también como esencia
que se derrama, y siempre está derramándose. Y como lo
que se derrama son las grandezas y hermosuras, dichas y
felicidades y cuanto en Dios se encierra, siempre el alma
está como nadando en aquellas dichas, felicidades y glorias que
Dios brota de sí. Es Dios cielo dilatado y por
eso siempre se está viendo y gozando nuevos cielos, con
inconcebibles bellezas y hermosuras, y todas estas bellezas y hermosuras
siempre las ve y las goza el alma como en
el centro de Dios. Y recorriendo aquellos anchurosos cielos nuevos
siempre el alma se halla eternamente feliz».
No hay riesgo
de cansancio o hastío. «Aquí -dice Malon de Chaide- dura
siempre una alegre primavera, porque está desterrado el erizado invierno;
ni la furia de los vientos combaten los empinados árboles,
ni la blanca nieve desgaja con su peso las tiernas
ramas; aquí el enfermizo otoño jamás desnuda las verdes arboledas
de sus hojas (...)»
«Cuando demos el gran salto, Dios
nos esperará para darnos un abrazo bien fuerte, para que
contemplemos su Rostro para siempre, para siempre, para siempre. Y
como nuestro Dios es infinitamente grande, estaremos descubriendo maravillas nuevas
por toda la eternidad. Nos saciará sin saciarnos, no nos
empalagará jamás su dulzura infinita».
Lo único necesario
«Allá no
se sabe qué cosa es dolor, no hay enfermedad, no
llega a ti muerte porque todo es vida, no hay
dolor porque todo es contento, no hay enfermedad porque Dios
es la verdadera salud. Ciudad bienaventurada, donde tus leyes son
de amor, tus vecinos son enamorados; en ti todos aman,
su oficio es amar y no saben más que amar;
tienen un querer, una voluntad, un parecer; aman una cosa,
desean una cosa, contemplan una cosa y únense con una
cosa: Unum est necessarium». Una sola cosa es necesaria.
Si
somos fieles, seremos como los ángeles, que «vueltos a mirar
aquella fuente de amor dulcísima, arden con un sabroso fuego,
adonde ¿quién podrá decir lo menos de lo que gozan?
Están rendidos a aquella divina, pura, antiquísima hermosura de Dios;
llévalos el amor enlazados y presos de un dulce y
libre lazo de amor, para que tornen a la fuente
y principio de donde salieron; y como ven aquel Sol
de infinita belleza, amante eterno de sí mismo, vanse aquellas
mentes angélicas, atónitas, enajenadas de sí, libres, sin libertad, presas,
sin prisión, como las mariposas a la llama. Allí se
encienden y no se queman; arden y no se consumen;
apúranse y no se gastan. Oh sol resplandeciente, hermosura infinita,
espejo purísimo de la gloria ¿Quién podrá decir lo que
sienten los que te gozan?».
Nadie puede decir lo indecible.
He aquí el testimonio de Teresa de Jesús: «Ibame el
Señor mostrando grandes secretos... Quisiera yo dar a entender algo
de lo menos que entendía, y pensando cómo puede ser,
hallo que es imposible; porque en sola la diferencia que
hay de esta luz que vemos a la que allí
se representa, siendo todo luz, no hay comparación, porque la
claridad del sol parece muy desgastada. En fin, no alcanza
la imaginación, por muy sutil que sea, a pintar ni
trazar cómo será esta luz, ni ninguna cosa de luz
que el Señor me daba entender como un deleite tan
soberano que no se puede decir; porque todos los sentidos
gozan en tan alto grado y suavidad, que ello no
se puede encarecer, y así es mejor no decir más».
Y así, según San Agustín, «este Bien que satisface siempre,
producirá en nosotros un gozo siempre nuevo. Cuanto más insaciablemente
seáis saciados de la Verdad, tanto más diréis a esta
insaciable: amén, es verdad. Tranquilizaos y mirad: será una continua
fiesta».
Asistiremos pasmados a la eterna generación del Verbo y
a la espiración del Espíritu Santo. Veremos y paladearemos el
cariño infinito que nos tienen el Padre, el Hijo y
el Espíritu Santo, Dios Uno y Trino, y con la
Trinidad del Cielo la Trinidad de la tierra, Jesús -Verbo
que enlaza una y otra Trinidad-, María y José. Los
grandes amores, las Personas infinitamente buenas serán nuestra compañía, nuestra
conversación, nuestro gozo eternos. Todas las maravillas del amor divino
y del amor humano las gozaremos en plenitud. Ciertamente «será
una continua fiesta».
Un futuro que ya es
No son
éstos sueños vanos, no sólo consuelo para los afligidos de
este valle de lágrimas. Son objeto de una esperanza certísima,
fundada en la palabra de Dios. Al extremo de que
San Pablo, por su esperanza teologal, se consideraba en la
tierra ya en el Cielo: «Nosotros somos ciudadanos del Cielo,
de donde aguardamos un Salvador: el Señor Jesucristo». Por eso,
el cristiano de fe ardiente, se adelanta a todos, vive
desde el futuro, un futuro que ya es: Cristo Jesús.
Viene de lo Eterno, camino hacia la Eternidad, sin perder
un instante.
¿Cómo será mi Cielo?
Depende, claro es. Depende
de mi caridad en el instante de cruzar la frontera
del tiempo. Mi belén eterno depende de la medida del
amor a Dios que haya conquistado en este tiempo fugaz.
Qué bien se entiende la urgencia del Fundador del Opus
Dei: «Tened prisa en amar»; «todo el espacio de una
existencia es poco, para ensanchar las fronteras de tu caridad».
La eternidad, lejos de lo que algunos piensan, nos revela
e ilumina todo el valor del tiempo. Nos enseña que
aun eso, que aparece sin importancia, tiene un valor de
eternidad. Porque cada momento, cada ocupación, puede -y requiere- llenarse
con todo el amor divino que se lleve en el
corazón. «Un pequeño acto, hecho por Amor, ¡cuánto vale!».
Este
es el camino para arribar al Cielo: La santidad "grande"
está en cumplir los "deberes pequeños" de cada instante. No
es poco, porque no es fácil. Pero la gracia de
Dios nos lo hace asequible, nos eleva hasta esa medida
divina.
Fe, esperanza, amor -vida teologal- en los mil detalles
de la vida ordinaria. Incrementando así, cada día un poco,
las virtudes humanas y las sobrenaturales. Pequeños detalles de prudencia,
de justicia, de fortaleza, de templanza. El cuidado en las
pequeñas cosas -no sólo de las grandes- que pertenecen al
culto divino, a la santa pureza, a la vocación recibida.
Así, día a día, paso a paso llegará el momento
de oír la voz de Jesús: «Muy bien, siervo bueno
y fiel; puesto que has sido fiel en lo poco,
yo te confiaré lo mucho: entra en el gozo de
tu Señor». «Yo mismo -dice Dios- seré tu recompensa inmensamente
grande».
El cielo y la tierra, el tiempo y la
eternidad, coexisten en lo más íntimo de mi ser. El
tiempo pasa, pero no todo pasa con el tiempo. Yo
no paso, mi yo no envejece, al contrario, se aproxima
a la juventud eterna de Dios. A cada paso, se
enriquece con las obras que hace a impulsos del Amor.
Madre Nuestra, que has visto crecer a Jesús, que le
has visto aprovechar su paso entre los hombres: enséñame a
utilizar mis días en servicio de la Iglesia y de
las almas; enséñame a oír en lo más íntimo de
mi razón, como un reproche cariñoso, Madre buena, siempre que
sea menester, que mi tiempo no me pertenece, porque es
del Padre Nuestro que está en los cielos.
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¿Qué ha quedado del limbo? |
Un resumen del documento de la Comisión teológica internacional sobre el limbo |
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¿Qué ha quedado del limbo? |
El tema del limbo de los niños tiene una importancia
enorme, sobre todo para los millones de padres de familia
que han visto morir a un hijo muy pequeño (antes
o después de nacer) sin haberle podido ofrecer el don
del bautismo.
La doctrina del limbo había sido elaborada, durante siglos,
a partir de una serie de verdades fundamentales de la
fe católica, pero con conclusiones que no parecían suficientemente claras.
Para
profundizar en este tema fue publicado en la primavera de
2007 un Documento de la Comisión teológica internacional titulado “La esperanza de salvación para los niños que mueren sin
bautismo”. El Documento había sido discutido por la Comisión teológica
internacional después de dos reuniones generales, en 2005 y 2006.
Posteriormente, el Cardenal William Levada, presidente de la Comisión, con
el “consentimiento” del Papa Benedicto XVI, aprobó la publicación del
texto.
A partir de ahora lo citaremos como “La esperanza de
salvación...” indicando el número del parágrafo usado. Hay que aclarar
que este Documento no puede ser considerado en todas sus
partes como un acto del magisterio, si bien ofrece continuas
referencias a textos de la Escritura, de la Tradición y
del Magisterio de la Iglesia.
El fin del Documento es claro:
ofrecer una reflexión sobre el tema del limbo especialmente para
aquellos padres de familia que han perdido un hijo (antes
o después de nacer, cf. “La esperanza de salvación...” n.
68) sin haberlo podido bautizar, y que desean saber si
su hijo llegará o no al cielo, si gozará de
la visión de Dios.
El Documento tiene tres partes y 103
parágrafos. En la primera parte ofrece una historia de la
doctrina teológica (que nunca había llegado a ser dogma de
fe) sobre el limbo y la situación en la que
se encontraba antes y después del Concilio Vaticano II. En
la segunda parte profundiza en los principios teológicos y dogmáticos
que han de ser tenidos presentes para continuar la reflexión
sobre el tema y para explorar si tiene sentido seguir
hablando del limbo. En la tercera parte se elabora una
respuesta conclusiva y se muestran los motivos de esperanza que
existen para pensar que la salvación de Cristo también llega,
por caminos que no conocemos, a estos niños: podemos esperar
que alcanzan, también ellos, la visión beatífica.
Es importante darnos cuenta
de que no estamos ante un tema puramente especulativo, pues
toca a millones de familias en todo el planeta: ¿qué
será de este niño concreto, de este hijo que falleció
cuando era muy pequeño, tal vez cuando era sólo un
embrión o un feto, o al poco tiempo de nacer,
y sin haber recibido el bautismo?
Encontrar una respuesta es posible
sólo si tenemos presentes tres verdades profundas que conocemos desde
nuestra fe cristiana, y que afectan la vida de todos
los seres humanos. Tales verdades, presentadas de modo sintético (cf.
“La esperanza de salvación...” n. 32), son las siguientes:
1. Dios
quiere que todos los hombres se salven, según el texto
conocido de 1Tm 2,4 (cf. “La esperanza de salvación...” nn.
43-52).
2. La salvación es dada sólo a través de
la participación en el misterio pascual de Cristo, es decir,
por medio del bautismo (sacramental o recibido de alguna otra
forma). Nadie puede salvarse (ni siquiera los niños que aún
no tienen ninguna culpa personal) sin la gracia de Dios,
en la que, en cierto modo, se incluye una relación
explícita o implícita con la Iglesia (cf. “La esperanza de
salvación...” nn. 57-67, 82, 99).
3. Los niños no pueden entrar
en el Reino de Dios si no han sido liberados
del pecado original a través de la gracia redentora de
Cristo (cf. “La esperanza de salvación...” n. 36).
Durante siglos, la
Iglesia católica de rito latino ha reflexionado sobre estas verdades
con la ayuda de las ideas de san Agustín. Agustín,
en su polémica con Pelagio, pensaba que los niños muertos
sin bautismo no podían alcanzar el cielo por no haber
sido purificados del pecado original (cf. “La esperanza de salvación...”
nn. 15-18).
Las propuestas agustinianas han cuajado, con el pasar del
tiempo, en la idea del limbo de los niños, un
lugar en el que se encontrarían las almas de los
niños muertos sin bautizar. En el limbo no habría castigos
o serían mínimos (pues esos niños no han cometido ninguna
culpa personal), pero quienes allí estuvieran destinados no podrían gozar
de la visión de Dios que es propia de quienes
ya están en el cielo (cf. “La esperanza de salvación...”
nn. 19-24).
La idea del limbo para los niños llegó a
convertirse en una doctrina católica común, enseñada como tal a
los fieles, hasta mediado el siglo XX. Sin embargo, hay
que recordarlo, nunca fue declarada como dogma de fe ni
como algo definitivo: era una tesis teológica ampliamente difundida (cf.
“La esperanza de salvación...” nn. 26, 40, 70).
En el siglo
XX los teólogos buscaron nuevos caminos para estudiar el tema,
especialmente para conciliar la voluntad salvífica de Dios, que también
miraría a los niños que mueren, antes o después de
nacer, sin haber recibido el bautismo, con la doctrina según
la cual sólo a través de la eliminación del pecado
original es posible lograr la visión beatífica.
El bautismo sacramental, lo
sabemos, es el camino querido por Dios para introducirnos en
el mundo de la salvación. ¿Puede Dios actuar su designio
salvador a través de otros caminos? ¿Es posible que un
niño no bautizado sea librado del pecado original a través
de una participación especial en el misterio de la Muerte
y Resurrección de Cristo? (cf. “La esperanza de salvación...” nn.
27-41).
Un texto del Concilio Vaticano II ofrece caminos para replantear
este tema. En Gaudium et spes n. 22 se nos
explica cómo Cristo ha asociado a su misterio pascual a
todos los hombres. De modo especial, están asociados los creyentes
(los que han recibido el bautismo y viven coherentemente con
su condición de hijos en el Hijo). Pero también, por
vías que no conocemos, se unen a Cristo quienes no
han sido bautizados. Dice el texto:
“(...) Esto vale no solamente
para los cristianos, sino también para todos los hombres de
buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo
invisible. Cristo murió por todos, y la vocación suprema del
hombre en realidad es una sola, es decir, la divina.
En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a
todos la posibilidad de que, en la forma de sólo
Dios conocida, se asocien a este misterio pascual” (Gaudium et
spes n. 22).
Este texto del concilio es citado numerosas veces
en nuestro Documento (especialmente en los nn. 6, 31, 77,
81, 85, 88, 93, 96).
La forma normal para asociarse al
misterio pascual es, como repite una y otra vez el
Documento que estamos presentando, el bautismo. Por eso, según toda
la tradición católica, sigue en pie la doctrina según la
cual el bautismo es necesario para alcanzar la salvación (“La
esperanza de salvación...” nn. 29, 61-67).
Entonces, ¿qué ocurre con los
niños que mueren sin el bautismo? Desde la Revelación podemos
esperar que Dios les ofrecerá el asociarse al misterio salvífico
de Cristo, por caminos que no conocemos pero que Dios
sí conoce. La oración que la misma Iglesia ofrece por
esos niños es parte de esta esperanza, para quienes existe,
desde hace varias décadas, una misa especial (cf. “La esperanza
de salvación...” nn. 5, 69, 100).
Esta es la clave del
Documento: esperar y confiar en la “filantropía misericordiosa de Dios”
(cf. “La esperanza de salvación...” nn. 80-87), que puede actuar
la salvación en esos niños por “otras vías”, distintas del
bautismo pero con los mismos efectos propios de todo encuentro
salvador con Cristo: quedan libres del pecado original y pueden,
así, acceder a la visión de Dios, pueden entrar en
el cielo (cf. “La esperanza de salvación...” n. 41).
En otras
palabras, y aquí el Documento (n. 101) se limita a
reproducir el Catecismo de la Iglesia Católica n. 1261, respecto
de los niños muertos sin bautismo “la Iglesia sólo puede
confiarlos a la misericordia divina, como hace en el rito
de las exequias por ellos. En efecto, la gran misericordia
de Dios, que quiere que todos los hombres se salven
(cf. 1Tm 2,4) y la ternura de Jesús con los
niños, que le hizo decir: «Dejad que los niños se
acerquen a mí, no se lo impidáis» (Mc 10,14), nos
permiten confiar en que haya un camino de salvación para
los niños que mueren sin Bautismo. Por esto es más
apremiante aún la llamada de la Iglesia a no impedir
que los niños pequeños vengan a Cristo por el don
del santo Bautismo”.
Podríamos indicar otras muchas ideas de un Documento
lleno de esperanza, que nos ayuda a profundizar en los
designios amorosos de Dios a través de un tema muy
concreto. Hay un punto que es sumamente hermoso que quisiéramos
evidenciar ahora.
Quizá en el pasado, por influjo de san Agustín,
se había puesto el énfasis (justamente) en la misteriosa relación
de todo el género humano respecto de Adán, de los
primeros padres, desde los cuales hemos heredado el pecado original.
Esta
perspectiva, sin embargo, necesitaba ser completada con el énfasis debido
que hay que dar a la relación de todos los
hombres a Cristo. Hay que citar, en este sentido, una
parte de Gaudium et spes n. 22: “En realidad, el
misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del
Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del
que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor, Cristo,
el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del
Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al
propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación.
Nada extraño, pues, que todas las verdades hasta aquí expuestas
encuentren en Cristo su fuente y su corona.
El que es
imagen de Dios invisible (Col 1,15) es también el hombre
perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la
semejanza divina, deformada por el primer pecado. En él, la
naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en
nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios con
su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo
hombre”.
En otras palabras: los hombres y las mujeres de todos
los tiempos estamos unidos no sólo por los lazos de
sangre y por una misma humanidad (Adán), sino también por
haber sido alcanzados por el Amor de Dios manifestado en
Jesucristo, el Hombre perfecto que recapitula y explica plenamente nuestra
condición humana. Más aún, la solidaridad humana con Cristo debe
ser vista como prioritaria respecto de la solidaridad humana con
Adán, y a esta luz hay que considerar el tema
del destino de los niños que mueren sin haber recibido
el bautismo (cf. “La esperanza de salvación...” nn. 91, 95).
La
unión con Cristo, Redentor del hombre, se hace real a
través del bautismo, en el cual el creyente queda insertado
en Cristo. Cuando el bautismo no ha podido ser administrado
a los niños, podemos esperar que el misterio salvador de
Cristo llega a ellos de maneras que sólo Dios conoce.
Desde
las reflexiones ofrecidas por este Documento, es posible entonces pensar
que la doctrina del limbo de los niños quedaría “superada”
(cf. “La esperanza de salvación...” n. 95). Queda claro que
la Comisión teológica internacional no ofrece (no podría hacerlo) ninguna
indicación concreta para “prohibir” la defensa de la existencia del
limbo, aunque los elementos que ofrece serían suficientes para considerarla
una teoría teológica del pasado.
Aunque “La esperanza de salvación para
los niños que mueren sin el bautismo” no sea un
Documento vinculante (un acto del magisterio ordinario de la Iglesia),
ofrece elementos suficientes para, por un lado, valorar aún más
la importancia que tiene el bautismo como camino ordinario para
la salvación: hay que administrarlo lo más pronto posible a
los niños nacidos en los hogares cristianos. Por otro lado,
nos presenta el Amor misericordioso de Dios revelado en Cristo
de tal manera que nos permite esperar que aquellos niños
(antes o después de su nacimiento) que mueren sin haber
podido recibir este sacramento, serán salvados y alcanzarán, así, la
visión beatífica por caminos que sólo Dios conoce y según
el misterio de la Redención de Cristo (cf. “La esperanza
de salvación...” n. 103).
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El purgatorio: purificación necesaria |
Catequesis de SS Juan Pablo II sobre el Cielo, el Infierno y el Purgatorio. |
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El purgatorio: purificación necesaria |
El purgatorio: purificación necesaria para el encuentro con Dios
1.
Como hemos visto en las dos catequesis anteriores, (El Cielo y el El Infierno) a partir
de la opción definitiva por Dios o contra Dios, el
hombre se encuentra ante una alternativa: o vive con el
Señor en la bienaventuranza eterna, o permanece alejado de su
presencia.
Para cuantos se encuentran en la condición de apertura
a Dios, pero de un modo imperfecto, el camino hacia
la bienaventuranza plena requiere una purificación, que la fe de
la Iglesia ilustra mediante la doctrina del «purgatorio» (cf. Catecismo
de la Iglesia católica, nn. 1030-1032).
2. En la sagrada
Escritura se pueden captar algunos elementos que ayudan a comprender
el sentido de esta doctrina, aunque no esté enunciada de
modo explícito. Expresan la convicción de que no se puede
acceder a Dios sin pasar a través de algún tipo
de purificación.
Según la legislación religiosa del Antiguo Testamento, lo
que está destinado a Dios debe ser perfecto. En consecuencia,
también la integridad física es particularmente exigida para las realidades
que entran en contacto con Dios en el plano sacrificial,
como, por ejemplo, los animales para inmolar (cf. Lv 22,
22), o en el institucional, como en el caso de
los sacerdotes, ministros del culto (cf. Lv 21, 17-23). A
esta integridad física debe corresponder una entrega total, tanto de
las personas como de la colectividad (cf. 1 R 8,
61), al Dios de la alianza de acuerdo con las
grandes enseñanzas del Deuteronomio (cf. Dt 6, 5). Se trata
de amar a Dios con todo el ser, con pureza
de corazón y con el testimonio de las obras (cf.
Dt 10, 12 s).
La exigencia de integridad se impone
evidentemente después de la muerte, para entrar en la comunión
perfecta y definitiva con Dios. Quien no tiene esta integridad
debe pasar por la purificación. Un texto de san Pablo
lo sugiere. El Apóstol habla del valor de la obra
de cada uno, que se revelará el día del juicio,
y dice: «Aquel, cuya obra, construida sobre el cimiento (Cristo),
resista, recibirá la recompensa. Mas aquel, cuya obra quede abrasada,
sufrirá el daño. Él, no obstante, quedará a salvo, pero
como quien pasa a través del fuego» (1 Co 3,
14-15).
3. Para alcanzar un estado de integridad perfecta es
necesaria, a veces, la intercesión o la mediación de una
persona. Por ejemplo, Moisés obtiene el perdón del pueblo con
una súplica, en la que evoca la obra salvífica realizada
por Dios en el pasado e invoca su fidelidad al
juramento hecho a los padres (cf. Ex 32, 30 y
vv. 11-13). La figura del Siervo del Señor, delineada por
el libro de Isaías, se caracteriza también por su función
de interceder y expiar en favor de muchos; al término
de sus sufrimientos, él «verá la luz» y «justificará a
muchos», cargando con sus culpas (cf. Is 52, 13-53, 12,
especialmente 53, 11). El Salmo 51 puede considerarse, desde la
visión del Antiguo Testamento, una síntesis del proceso de reintegración:
el pecador confiesa y reconoce la propia culpa (v. 6),
y pide insistentemente ser purificado o «lavado» (vv. 4. 9.
12 y 16), para poder proclamar la alabanza divina (v.
17).
4. El Nuevo Testamento presenta a Cristo como el
intercesor, que desempeña las funciones del sumo sacerdote el día
de la expiación (cf. Hb 5, 7; 7, 25). Pero
en él el sacerdocio presenta una configuración nueva y definitiva.
Él entra una sola vez en el santuario celestial para
interceder ante Dios en favor nuestro (cf. Hb 9, 23-26,
especialmente el v.€ 4). Es Sacerdote y, al mismo tiempo,
«víctima de propiciación» por los pecados de todo el mundo
(cf. 1 Jn 2, 2). Jesús, como el gran intercesor
que expía por nosotros, se revelará plenamente al final de
nuestra vida, cuando se manifieste con el ofrecimiento de misericordia,
pero también con el juicio inevitable para quien rechaza el
amor y el perdón del Padre.
El ofrecimiento de misericordia
no excluye el deber de presentarnos puros e íntegros ante
Dios, ricos de esa caridad que Pablo llama «vínculo de
la perfección» (Col 3, 14).
5. Durante nuestra vida terrena,
siguiendo la exhortación evangélica a ser perfectos como el Padre
celestial (cf. Mt 5, 48), estamos llamados a crecer en
el amor, para hallarnos firmes e irreprensibles en presencia de
Dios Padre, en el momento de «la venida de nuestro
Señor Jesucristo, con todos sus santos» (1 Ts 3, 12
s). Por otra parte, estamos invitados a «purificarnos de toda
mancha de la carne y del espíritu» (2 Co 7,
1; cf. 1 Jn 3, 3), porque el encuentro con
Dios requiere una pureza absoluta.
Hay que eliminar todo vestigio
de apego al mal y corregir toda imperfección del alma.
La purificación debe ser completa, y precisamente esto es lo
que enseña la doctrina de la Iglesia sobre el purgatorio.
Este término no indica un lugar, sino una condición de
vida. Quienes después de la muerte viven en un estado
de purificación ya están en el amor de Cristo, que
los libera de los residuos de la imperfección (cf. concilio
ecuménico de Florencia, Decretum pro Graecis: Denzinger-Schönmetzer, 1304; concilio ecuménico
de Trento, Decretum de iustificatione y Decretum de purgatorio: ib.,
1580 y 1820).
Hay que precisar que el estado de
purificación no es una prolongación de la situación terrena, como
si después de la muerte se diera una ulterior posibilidad
de cambiar el propio destino. La enseñanza de la Iglesia
a este propósito es inequívoca, y ha sido reafirmada por
el concilio Vaticano II, que enseña: «Como no sabemos ni
el día ni la hora, es necesario, según el consejo
del Señor, estar continuamente en vela. Así, terminada la única
carrera que es nuestra vida en la tierra (cf. Hb
9, 27), mereceremos entrar con él en la boda y
ser contados entre los santos y no nos mandarán ir,
como siervos malos y perezosos al fuego eterno, a las
tinieblas exteriores, donde ixhabrá llanto y rechinar de dientesle (Mt
22, 13 y 25, 30)» (Lumen gentium, 48).
6. Hay
que proponer hoy de nuevo un último aspecto importante, que
la tradición de la Iglesia siempre ha puesto de relieve:
la dimensión comunitaria. En efecto, quienes se encuentran en la
condición de purificación están unidos tanto a los bienaventurados, que
ya gozan plenamente de la vida eterna, como a nosotros,
que caminamos en este mundo hacia la casa del Padre
(cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1032).
Así como
en la vida terrena los creyentes están unidos entre sí
en el único Cuerpo místico, así también después de la
muerte los que viven en estado de purificación experimentan la
misma solidaridad eclesial que actúa en la oración, en los
sufragios y en la caridad de los demás hermanos en
la fe. La purificación se realiza en el vínculo esencial
que se crea entre quienes viven la vida del tiempo
presente y quienes ya gozan de la bienaventuranza eterna.
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¿Qué es el Purgatorio? |
En el Purgatorio reinan el amor y la esperanza, la firme convicción de la salvación eterna. |
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Muchos católicos no saben bien qué es eso tan misterioso
que llamamos Purgatorio, porque lo hemos escuchado de pequeños en
la catequesis, en casa, en algunas oraciones, etc.
Respondiendo en
pocas palabras, el Purgatorio es el estado en el que
van todas las almas, que, aún muriendo en gracia de
Dios, no han llegado en su vida a purificar el
daño que han ocasionado con sus pecados. Pero... ¿De qué hay
que “purgarse”? ¿No se supone que se nos perdonan todos
los pecados en la confesión?
Con la confesión quedan perdonados
nuestros pecados y quedamos libres del castigo eterno que nos
merecíamos. Pero la confesión no repara el daño que hemos
ocasionado. Ése, debemos repararlo nosotros con nuestras buenas obras o
con nuestro sacrificio.
Entenderlo es tan fácil como pensar que rompimos
un vidrio de la casa del vecino. Corremos a su
casa y le pedimos perdón. Nuestro vecino nos perdona de
todo corazón y seguimos siendo tan amigos como antes. Pero...
¡el vidrio sigue igual de roto!
Los que aún estamos vivos,
podemos reparar el daño que hemos ocasionado con los grandes
medios que nos ofrece la Santa Madre Iglesia como los
sacramentos, la oración diaria a Dios, las obras de misericordia,
la predicación de la Palabra de Dios, las indulgencias plenarias,
la vida de caridad y de santidad. El otro modo, que
es la forma menos recomendable para reparar la pena temporal,
es pasar por el Purgatorio.
Cuentan de santos que han
tenido la visión del Purgatorio que hubiesen preferido sufrir lo
más terrible de esta vida por mil años, que estar
un solo día en el Purgatorio. Allí se va para
una purificación en profundidad, una limpieza que cuesta grandes pesares
y malestares, pero necesaria para nuestra buena salud. El purgatorio
existe, debe existir porque nadie entra a las Bodas del
Reino de los Cielos con la piel y la ropa
llena de mugre. Es necesario entrar con el mejor vestido.
Y en donde se nos lava hasta el punto de
quedar dignos para el paraíso y con el traje adecuado,
es en el Purgatorio. Nadie nos obligó a ensuciarnos, lo
hicimos por libre disposición. Pero si queremos ser buenos invitados,
no se nos ocurrirá entrar indignamente presentados, desearemos estar limpios,
muy limpios, como se merece el Esposo de las Bodas. El
Purgatorio, por tanto, existe y es más que un lugar,
es un estado de purificación, con un fuego que nos
arrancará nuestros errores de raíz y los disolverá en su
fuego, con el dolor de los que se sanan de
una herida.
No es para nada igual que el Infierno, pues
en el Infierno reinan el odio y la desesperación eterna
y en el Purgatorio reinan el amor y la esperanza,
la firme convicción de la salvación eterna. Todo allí será
sufrir pero sólo para lograr amar verdaderamente al Señor que
nos esperará con los brazos abiertos en su eterno Convite
Celestial.
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El purgatorio y el Infierno |
Se habla sobre el purgatorio y el infierno y la realidad visible que estos representan. |
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El Purgatorio y el Infierno son dos realidades sobrenaturales de
las cuales se habla poco y se conocen mucho menos.
Sin embargo, como católicos sabemos que después de morir, nuestra
alma puede irse al Cielo, al Purgatorio o al Infierno:
depende de cómo fue nuestra vida en la Tierra.
En tiempos
pasados, cuando se enseñaba la fe, se nos decía mucho:
“Dios te va a castigar” o “Te vas a ir
al infierno”. Frases por el estilo nos impedían entender la
bondad de Dios.
Ahora, en cambio, las afirmaciones que escuchamos con
mayor frecuencia son: “El infierno no existe” o “No pasa
nada si hiciste algo malo”.
Pareciera que se está en
el otro extremo y no se llega a la verdadera
comprensión de lo que es el Infierno o el Purgatorio.
De
hecho, hay quienes sostienen que el Demonio ganó una batalla
importante: el hacer creer al hombre que el Infierno no
existe...
El Infierno es un estado que corresponde, en el más
allá, a los que mueren en pecado mortal y enemistad
con Dios, habiendo perdido la gracia santificante por un acto
personal, es decir, inteligente, libre y voluntario.
¿Crees que si no
existiera el Infierno, Jesús hubiera empleado su tiempo, que Él
sabía muy valioso, hablando de una mentira, algo ficticio, sólo
para asustar a los hombres? Jesucristo sabía lo que es
el Infierno y por eso vino al mundo: a librarnos
de ese castigo eterno y a enseñarnos el camino para
llegar al Cielo.
Por otra parte, si el Infierno no existiera,
¿qué sentido tendría la salvación? ¿A qué hubiera venido Jesús
al mundo? ¿A salvarnos de qué?
No podemos escapar de creer
que el Infierno es algo real. Debemos tomar en serio
la posibilidad de ser desgraciados para siempre.
¿Existe el Purgatorio?
Las almas
que llegaron a la muerte en estado de gracia, pero
no totalmente purificadas para entrar al Cielo, pasan a un
estado de purificación que conocemos con el nombre de Purgatorio.
Existe
el riesgo de presentar al Purgatorio como un “infierno temporal”.
Pero debe quedar claro que no es así. No sólo
son distintos, sino contrarios, ya que el Infierno se centra
en el odio, mientras que el Purgatorio se centra en
el amor.
El retraso en la posesión de la persona
amada provoca sufrimiento y ese sufrimiento purifica el amor, lleva
a un amor más pleno. De esto se trata
el Purgatorio: amor fundado en la esperanza de estar con
el amado, al cual no se puede alcanzar en ese
momento.
¿Cómo es posible que exista el Infierno, si Dios es
infinitamente misericordioso?
Dios ofrece su amistad sobrenatural al hombre, quien puede
rechazarla libremente. Dios ofrece esta amistad gratuita y libremente, pero
nunca la impone. Además, nos da la vida terrena para
elegirla. Después de la muerte, el hombre ya no tendrá
posibilidad de elección. El hombre que ha rechazado en su
vida la amistad con Dios, ya no es admitido a
ella.
Esta conciencia de no admisión y el saber que ya
no tiene remedio, que ya no hay posibilidad de conversión,
hace que surja en el condenado el odio y el
endurecimiento.
En el momento de la muerte, el alma separada del
cuerpo, por ser espíritu puro, queda fija para siempre en
la posición a favor o en contra de Dios que
tenía en el último momento de vida. Dios rechaza eternamente
al condenado, pero no porque lo odie, pues su amor
es siempre fiel, sino porque el condenado está eternamente cerrado
a recibir el perdón. ¿Cómo poder perdonar a alguien que
no quiere ser perdonado?
¿Hay alguien que realmente esté en
el Infierno?
Eso no lo podemos afirmar. Sabemos que existe el
Infierno con la misma certeza con la afirmamos que existe
el Cielo. La Iglesia nos asegura que hay gente en
el Cielo y que son los que han sido canonizados
(declarados santos o santas). Pero, nunca se ha hecho una
“canonización al revés”, que nos asegure que cierta persona está
en el Infierno.
Sin embargo, hay quienes Dios les ha concedido
una visión del Infierno, como Santa Teresa de Ávila, que
escribió: “Vi almas que caían al Infierno como hojas que
caen en el otoño”.
¿Puedo salvarme si me arrepiento en
el último momento?
Es demasiado arriesgado pensar que puedes vivir como
quieras y arrepentirte en el momento de la muerte, pues
ese momento será muy difícil para ti.
Como dijo la
Madre Teresa: “En el momento de la agonía, el hombre
sufre tanto, que es muy fácil que se sienta invadido
por la desesperación y la angustia, y estos sentimientos lo
vuelvan incapaz de arrepentirse y recibir el perdón de Dios”.
Será
muy difícil que en el último momento tengas la fuerza
y la valentía para arrepentirte, si viviste toda tu vida
lejos de Dios. Sin embargo, si te empeñas en arriesgarte,
es verdad que Dios te da la posibilidad de arrepentirte
hasta el último instante de vida y puedes salvarte con
ese único acto de arrepentimiento
¿En qué consistirán las penas del
Infierno?
Así como en el Cielo disfrutaremos plenamente, como hombres formados
de cuerpo y alma, en el Infierno también se darán
dos elementos de sufrimiento:
El sufrimiento del alma por no poder
ver a Dios, llamado pena de daño. Este sufrimiento se
deriva de que los que fueron condenados ya vieron a
Dios, con toda su belleza y grandiosidad, en el día
del juicio y… ya no lo podrán ver jamás. Es
el sufrimiento ocasionado por sentirse irresistiblemente atraídos hacia Dios, sabiéndose
eternamente rechazados por Él.
El sufrimiento del cuerpo o pena de
sentido.
Aquí se trata de un elemento material que causa
un daño físico, un dolor intensísimo en el cuerpo. Para
significar este gran sufrimiento, Cristo habla en el Evangelio de
“fuego”, y aunque no necesariamente es un fuego como el
que conocemos en la Tierra, ésta es la imagen que
comúnmente tenemos de las penas del Infierno.
¿Puede un condenado arrepentirse?
¡Ojalá
pudiera, pero ya no tiene esta posibilidad! El corazón de
los condenados se endurece. Sufren por no estar con Dios,
pero ese sufrimiento se transforma en envidia y en odio.
Se convierten en enemigos de Dios.
Santa María Magdalena de Pazzi
oyó una vez la voz de Dios que le dijo:
“Entre los condenados reina el odio, pues cada uno ve
ahí a aquél que fue la causa de su condenación
y lo odia por haberlo llevado ahí. De esta manera,
los recién llegados aumentan la rabia que ya existía antes
de su llegada”.
¿Podemos imaginar el Infierno?
Si hacemos la operación inversa
a pensar en el Cielo, es posible hacernos una idea
aproximada acerca de cómo podría ser el Infierno. Aunque será
una analogía, pues como ya dijimos, el cuerpo resucitado no
será un cuerpo como el que ahora tenemos, sino diferente,
que ya no estará sujeto al espacio y al tiempo.
Para
hacerte una idea de lo que es el Infierno, imagina
el lugar más horrible que puedas, quítale lo poco bello
que le quede y llénalo de las cosas más repugnantes
y aterradoras. Imagínate haciendo lo que más aborreces, sufriendo dolores
en todo el cuerpo; contemplando imágenes espantosas; escuchando sonidos estridentes
y desafinados; experimentando los sabores más amargos; sufriendo con los
olores más desagradables, y sintiendo en tu corazón los peores
sentimientos: envidia, celos, remordimiento, rencor, odio.
Después, rodéate de las
personas más abominables que te puedas imaginar: orgullosas, envidiosas, egoístas,
criticonas, sarcásticas, sádicas y degeneradas. Y lo peor de todo…
te sientes irresistiblemente atraído hacia Dios y sabes que nunca
podrás llegar a estar con Él.
Piensa que en ese
lugar estarás aprisionado para siempre, sin posibilidad alguna de escapar.
Esta puede ser una imagen semejante al Infierno, pero debes
tener la seguridad de que cualquier cosa que te imagines
será mínima frente a la realidad, pues nuestra condición humana
nos hace incapaz de imaginar un sufrimiento sin límites.
El camino
seguro para ir al infierno:
Si sigues los pasos que a
continuación se presentan, puedes estar seguro de estar en el
camino ancho y espacioso que lleva a la perdición. No
tienes que hacer todo, sólo con que cumplas bien alguno
de ellos, habrás asegurado tu infelicidad eterna.
Búrlate de lo que
hacen los demás, con la seguridad de que nadie puede
hacer las cosas tan bien como las haces tú. Piensa
sólo en ti, en tus intereses y deseos y no
vayas a cometer nunca el error de preocuparte por lo
que piensan o sienten los demás. Siempre muéstrate indiferente ante
los problemas de los demás. Convéncete de que cada cual
debe de preocuparse de lo propio.
Procura desconfiar de todo el
mundo. Piensa mal de todos y de todo. No olvides
hablar mal de ellos y hacer públicos sus errores.
Cuando
alguien te haga enojar, descarga tu furia sobre él con
actos y palabras. Nunca vayas a cometer el error de
perdonarlo.
Prueba todas las experiencias autodestructivas que se te presenten en
el camino. Sigue los consejos de todas las campañas publicitarias,
ve todas las películas y revistas que lleguen a tus
manos, sin importar su contenido, de esta manera llenarás tu
corazón de ideas materialistas y ya no existirá lugar alguno
por donde Dios pueda entrar. Ten cuidado de no dejar
ni un hueco, pues Dios puede infiltrarse por ahí para
intentar salvarte.
Apégate lo que más puedas a las cosas
materiales. Funda tu felicidad en ellas y siéntete desgraciado cuando
no tengas algo o pierdas aquello que ya tenías. Desea
siempre tener más y más, y nunca vayas a compartirlo
con nadie.
Come y bebe lo más que puedas. Si se
trata de bebidas alcohólicas o drogas, aún mejor. De esta
manera, perderás la conciencia de tus actos y podrás cometer
atrocidades sin los molestos remordimientos de conciencia que tal vez
podrían hacerte cambiar.
Entristécete por todo lo bueno que les suceda
a los demás y deséales el mal a todos. Piensa
que nadie tiene derecho a ser más feliz que tú.
Si esto llegara a suceder, saca todas las armas para
destruir con tus actos y tus palabras a la persona
que haya osado tener una cualidad o una cosa que
tú mereces y ella no.
No te esfuerces por nada. Cualquier
cosa que te cueste un poco podría hacer de
ti una mejor persona y librarte del infierno. ¡Cuidado!
Jamás
hagas oración.
¿Dónde se habla del Infierno en el Evangelio?
Jesucristo habla
del Infierno en el Evangelio y expresa claramente su carácter
de castigo doloroso y eterno.
Algunas de estas citas se encuentran
en: San Mateo: “Quien dijere a su hermano “insensato”, será reo de
la gehena del fuego” (5,22). “No temáis a los que matan
el cuerpo; temed más bien a los que pueden arruinar
el cuerpo y el alma en el fuego eterno” (10,28). “Y
los echarán al horno de fuego; allí llorarán y les
rechinarán los dientes” (13,50). “Atadlo y echadlo fuera a las tinieblas,
donde habrá llanto y crujir de dientes” (22,13). “Y el siervo
inútil será arrojado a las tinieblas”. (25,30) “ irán éstos al
tormento eterno” (25,46). San Marcos: “Más te vale entrar manco al Cielo,
que entrar con las dos manos a la gehena, al
fuego inextinguible” (9,43-48). San Lucas: “… para que no vengan también ellos
a este lugar de tormento…” (16, 28).
Algunas personas, incluso algunos
sacerdotes, podrán decirte que el Infierno es una especie de
Purgatorio transitorio. Recuerda que el Infierno es la separación eterna
de Dios, infelicidad plena (Catecismo de la Iglesia Católica, nn.
1033-1037). También, podrás encontrar a quienes te digan que el Purgatorio
es un invento de la Edad Media. El Purgatorio es
la purificación final de los elegidos, completamente distinta del castigo
de los condenados (Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1031).
El
verdadero camino es el de la puerta estrecha, si queremos
llegar a Dios.
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Ángeles y demonios |
Catequesis de Juan Pablo II sobre ángeles y demonios |
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Ángeles y demonios |
Catequesis sobre el Credo
VII Los ángeles
La existencia de los
Ángeles revelada por Dios
1. Nuestras catequesis sobre Dios, Creador
del mundo, no podían concluirse sin dedicar una atención adecuada
a un contenido concreto de la revelación divina: la creación
de los seres puramente espirituales, que la Sagrada Escritura llama
´ángeles´. Tal creación aparece claramente en los Símbolos de la
Fe, especialmente en el Símbolo niceno-constantinopolitano: Creo en un solo
Dios, Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra,
de todas las cosas (esto es, entes o seres) ´visibles
e invisibles´. Sabemos que el hombre goza, dentro de la
creación, de una posición singular: gracias a su cuerpo pertenece
al mundo visible, mientras que, por el alma espiritual, que
vivifica el cuerpo, se halla casi en el confín entre
la creación visible y la invisible. A esta última, según
el Credo que la Iglesia profesa a la luz de
la Revelación, pertenecen otros seres, puramente espirituales, por consiguiente no
propios del mundo visible, aunque están presentes y actuantes en
él. Ellos constituyen un mundo específico.
2. Hoy, igual que en
tiempos pasados, se discute con mayor o menor sabiduría acerca
de estos seres espirituales. Es preciso reconocer que, a veces,
la confusión es grande, con el consiguiente riesgo de hacer
pasar como fe de la Iglesia respecto a los ángeles
cosas que no pertenecen a la fe o, viceversa, de
dejar de lado algún aspecto importante de la verdad revelada.La
existencia de los seres espirituales que la Sagrada Escritura, habitualmente,
llama ´ángeles´, era negada ya en tiempos de Cristo por
los saduceos (Cfr. Hech 23, 8). La niegan también los
materialistas y racionalistas de todos los tiempos. Y sin embargo,
como agudamente observa un teólogo moderno, ´si quisiéramos desembarazarnos de
los ángeles, se debería revisar radicalmente la misma Sagrada Escritura
y con ella toda la historia de la salvación´ (.).
Toda la Tradición es unánime sobre esta cuestión. El Credo
de la Iglesia, en el fondo, es un eco de
cuanto Pablo escribe a los Colosenses: ´Porque en El (Cristo)
fueron creadas todas las cosas del cielo y de la
tierra, las visibles y las invisibles, los tronos, las dominaciones,
los principados, las potestades; todo fue creado por El y
para El´ (Col 1, 16). O sea, Cristo que, como
Hijo-Verbo eterno y consubstancial al Padre, es ´primogénito de toda
criatura´ (Col 1, 15), está en el centro del universo
como razón y quicio de toda la creación, como ya
hemos visto en las catequesis precedentes y como todavía veremos
cuando hablemos más directamente de El.
3. La referencia al primado
de Cristo nos ayuda a comprender que la verdad acerca
de la existencia y acción de los ángeles (buenos y
malos) no constituyen el contenido central de la Palabra de
Dios.En la Revelación, Dios habla en primer lugar ´a los
hombres. y pasa con ellos el tiempo para invitarlos y
admitirlos a la comunión con El´, según leemos en la
Cons. ´Dei Verbum´ del Conc. Vaticano II (n.2). De este
modo ´las profunda verdad, tanto de Dios como de la
salvación de los hombres´, es el contenido central de la
Revelación que ´resplandece ´ más plenamente en la persona de
Cristo (Cfr. Dei Verbum 2).La verdad sobre los ángeles es,
en cierto sentido, ´colateral´, y, no obstante, inseparable de la
Revelación central que es la existencia, la majestad y la
gloria del Creador que brillan en toda la creación (´visible´
e ´invisible´) y en la acción salvífica de Dios en
la historia del hombre. Los ángeles no son, criaturas de
primer plano en la realidad de la Revelación, y, sin
embargo, pertenecen a ella plenamente, tanto que en algunos momentos
les vemos cumplir misiones fundamentales en nombre del mismo Dios.
4.
Todo esto que pertenece a la creación entra, según la
Revelación, en el misterio de la Providencia Divina. Lo afirma
de modo ejemplarmente conciso el Vaticano I, que hemos citado
ya muchas veces: ´Todo lo creado Dios lo conserva y
lo dirige con su Providencia extendiéndose de un confín al
otro con fuerza y gobernando con bondad todas las cosas.
"Todas las cosas están desnudas y manifiestas a sus ojos",
hasta aquello que tendrá lugar por libre iniciativa de las
criaturas´. La Providencia abraza, por tanto, también el mundo de
los espíritus puros, que aun más plenamente que los hombres
son seres racionales y libres. En la Sagrada Escritura encontramos
preciosas indicaciones que les conciernen.Hay la revelación de un drama
misterioso, pero real, que afectó a estas criaturas angélicas, sin
que nada escapase a la eterna Sabiduría, la cual con
fuerza (fortiter) y al mismo tiempo con bondad (suaviter) todo
lo lleva al cumplimiento en el reino del Padre, del
Hijo y del Espíritu Santo.
5. Reconozcamos ante todo que la
Providencia, como amorosa Sabiduría de Dios, se ha manifestado precisamente
al crear seres puramente espirituales, por los cuales se expresa
mejor la semejanza de Dios en ellos, que supera en
mucho todo lo que ha sido creado en el mundo
visible junto con el hombre, también él, imborrable imagen de
Dios. Dios, que es Espíritu absolutamente perfecto, se refleja sobre
todo en los seres espirituales que, por naturaleza, esto es,
a causa de su espiritualidad, están mucho más cerca de
El que las criaturas materiales y que constituyen casi el
´ambiente´ más cercano al Creador.La Sagrada Escritura ofrece un testimonio
bastante explícito de esta máxima cercanía a Dios de los
ángeles, de los cuales habla, con lenguaje figurado, como del
´trono´ de Dios, de sus ´ejércitos´, de su ´cielo´. Ella
ha inspirado la poesía y el arte de los siglos
cristianos que nos presentan a los ángeles como la ´corte
de Dios´.
La caída de los Ángeles malos
La misión de los Ángeles
La naturaleza de los
Ángeles
El pecado y la acción de Satanás
La acción de Satanás y la victoria de Cristo
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Los ángeles, mediadores entre Dios y los Hombres |
La Tradición de la Iglesia Católica ha visto en
los ángeles creaturas puramente espirituales. Cualidades, jerarquía,
poderes y prerrogativas de los ángeles. |
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El universo entero, en la inmensidad inaferrable de sus dimensiones
y en la incontable cantidad de las especies e individuos
que lo pueblan; en el férreo orden que lo une
y en la suave y dinámica armonía que lo impregna,
proclama, con arcano lenguaje, las maravillas de su Creador. Sí,
así es, porque Dios, en un misterioso y sabio designio
de su admirable providencia, ha querido comunicar al mundo las
infinitas e insospechadas riquezas de su ser y para ello
no sólo se ha contentado con llamar a la existencia
la variada multitud de creaturas y con ordenarlas jerárquicamente entre
sí, sino que además se ha complacido en hacerlas partícipes
de su gobierno del universo, dotándolas de actividades propias que
las hagan capaces de influir provechosamente sobre las demás. La
obra divina de la creación, pues, tal como Dios la
ha planeado, no constituye un mero conjunto desmembrado de partes
de incalculable variedad. Por el contrario, ella conforma un todo
uno, armónico y jerarquizado donde cada uno de los seres
que la habitan refleja la bondad y perfección divinas no
tan sólo con su grado de ser sino también con
su obrar. Las criaturas, pues, así asociadas al gobierno providencial
divino, obran unas sobre otras y lo hacen imitando la
pedagogía con la que Dios mismo guía y conduce el
universo y según la cual los seres superiores comunican los
bienes a los inferiores a través de los intermedios [1].
Un claro ejemplo de esta ley divina lo tenemos en
la revelación sobrenatural de la Ley del Antiguo Testamento. Dios,
ciertamente, hubiera podido revelarla por sí mismo y, sin embargo,
fiel a sus sapientes disposiciones, ha querido dispensarla al pueblo
elegido por la mediación de los ángeles [2]. No resulta
difícil, a la luz de esta ley general de la
Providencia, comprender el lugar privilegiado que los ángeles ocupan en
la creación. A través de ellos, en efecto, y en
su condición de superioridad y de mayor perfección, Dios hace
llegar sus bienes a las criaturas que ocupan un escalafón
inferior en la jerarquía universal, sean éstos, ángeles, hombres o
seres inanimados, y lo hace tanto en el orden natural
como en el sobrenatural.
La sociedad angélica y sus diversos
órdenes.
La Tradición de la Iglesia Católica ha visto en los
ángeles creaturas puramente espirituales y pertenecientes a un mundo invisible,
distribuidas armónicamente según distintas jerarquías y órdenes o coros. Es
clásica la división de Dionisio Areopagita y de san Gregorio
Magno, retomada y excelentemente explicada por santo Tomás de Aquino
[3], en tres jerarquías celestes, subdivididas, a su vez, en
tres coros cada una. Se distinguen, así, los nueve coros
angélicos siguientes, ordenados de mayor a menor perfección: Serafines, Querubines,
Tronos, Dominaciones, Virtudes, Potestades, Principados, Arcángeles y Ángeles. Con estos
nueve nombres se designan a los espíritus puros según la
diversidad de sus funciones y de las propiedades de sus
respectivas naturalezas. En la primera jerarquía angélica se ubican los
espíritus que contemplan directamente en Dios, de manera perfecta, el
orden de la divina providencia. Las más elevadas entre estas
creaturas privilegiadas son llamadas Serafines, nombre que señala el incendio
de amor que en ellos suscita la contemplación de la
Bondad divina en la que ven, con luminosa claridad, la
razón última del obrar providencial de Dios. Los siguientes en
un orden descendiente de perfección son conocidos como Querubines. Este
nombre significa plenitud de ciencia y es dado a estos
ángeles porque beben las razones del plan providencial de Dios
directamente de la fuente del divino saber. Cierran esta jerarquía
los Tronos que contemplan los juicios divinos en sí mismos,
hecho del cual deriva su nombre que hace referencia a
la potestad de juzgar. Los espíritus de la segunda jerarquía
angélica, aún contemplando a Dios directamente, a causa, precisamente, de
su menor perfección no ven tan acabadamente en Él las
razones de su Providencia sino que las conocen en sus
principios y causas universales. En este grado, los más perfectos
son las Dominaciones. A ellos corresponde regular la acción de
los diversos mediadores que ejecutan el plan divino. Es en
razón de su función reguladora y dominadora, pues, que reciben
su nombre propio. Los segundos dentro de este mismo nivel
jerárquico son las Virtudes. A ellos corresponde hacer ejecutar en
concreto, bajo el control y cuidado de las Dominaciones, los
designios divinos. Una vez que este plan es puesto en
ejecución, corresponderá a los ángeles del tercer coro dentro de
esta segunda jerarquía, es decir, a las Potestades, preservar sus
efectos contra toda posible perturbación.
Los ángeles de la tercera
jerarquía, bienaventurados como los anteriores, pues contemplan directamente como ellos
el rostro de Dios, toman su conocimiento del orden del
gobierno divino de sus principios y causas particulares y se
ubican inmediatamente por encima de todo aquello que entra dentro
del horizonte humano. Los espíritus que regulan y cuidan el
bien común de estas realidades humanas, por ejemplo, los reinos
y ciudades, son los denominados Principados. La disposiciones de los
reinos y el paso de poder de uno a otro
está sometido al cuidado providencial de estos seres espirituales. Los
bienes humanos, por su parte, que no siendo comunes se
ordenan al beneficio de muchos, están bajo la especial tutela
de los Arcángeles, que ocupan el segundo puesto dentro de
este tercer plano jerárquico. Así, por ejemplo, correspondió al Arcángel
san Gabriel la tarea de anunciar la Encarnación a la
Virgen para que todos la creyeran. El bien privado y
personal de los hombres, en fin, es custodiado por los
ángeles guardianes, llamados también simplemente ángeles, con los cuales se
cierra esta última jerarquía angélica.
El influjo de los ángeles sobre
los cuerpos.
Aunque el poder confiado por Dios a los ángeles
les permite actuar sobre las demás creaturas, solamente sobre los
cuerpos pueden ejercer un influjo directo. En efecto, ellos pueden
impartir a los seres corpóreos, ante todo, un movimiento de
tipo local y tan sólo a través de esta acción
es que pueden lograr, posteriormente, otros efectos, sean de índole
corporal, sean, inclusive, de carácter inmaterial. Se trata, sin embargo,
de un impulso local que no brota directamente de la
naturaleza misma de los cuerpos sometidos al influjo de la
acción angélica sino, precisamente, de la acción de la creatura
espiritual superior. De manera semejante sucede con el flujo y
reflujo del mar, por ejemplo, que no se debe tanto
a la naturaleza misma del agua cuanto a la atracción
e influjo de la luna. Es gracias a esta capacidad
activa que los espíritus puros pueden asumir, como lo testimonia
la Escritura, ciertos cuerpos e, incluso, ejercer por medio de
ellos muchas otras y variadas actividades. En el plan de
la divina providencia, sin embargo, estas asunciones de cuerpos y
las diversas acciones ejercidas sobre ellos no se deben a
que los ángeles estén necesitados de ello, sino que se
ordenan al bien del hombre, esto es, para manifestarnos más
familiar y acomodadamente la verdad que ellos conocen y que
Dios les ha mandado enseñarnos. Por esto no se dice
que el ángel se una a un cuerpo al modo
como lo está unida nuestra alma. Si el espíritu puro
asume un cuerpo o se une a él es solamente
como a un instrumento para dar a conocer, por su
intermedio, y con un lenguaje más adaptado al hombre, el
mensaje que quiere transmitir [4].
La iluminación y la persuasión
angélica.
Una de las principales actividades que los ángeles ejercen sobre
las creaturas intelectuales es la manifestación de la verdad por
ellos conocida. Este particular influjo recibe el nombre de iluminación
a causa de su semejanza analógica con la acción de
la luz física sobre el acto de visión. En efecto,
por medio de la luz el hombre puede ver los
colores de las cosas que lo rodean, no sólo porque
los hace visibles en sí mismos, sino además porque conforta
y refuerza la capacidad visiva humana. En base a esta
comparación podemos comprender en qué consiste la iluminación angélica. Ella
es llevada a cabo de dos modos distintos y complementarios,
es decir, confortando y potenciando el intelecto de la criatura
inferior, por un lado, y haciéndoles inteligibles las verdades que
escapan a su capacidad intelectual, por el otro [5]. Los
espíritus puros, entonces, iluminan a otro ángel o a un
ser humano cuando, convirtiéndose o acercándose espiritualmente a la creatura
intelectual inferior, fortifican sus capacidades intelectuales. Gracias a esta conversión
o, a falta de un vocablo más adecuado, cercanía espiritual,
el ángel inferior o el hombre se ven como inundados
por la luz intelectual de la creatura superior resultando confortados
y reforzados en su inteligencia, de manera semejante a como,
bajo la acción de una luz intensa, la vista es
confortada y potenciada en modo tal de requerir menos esfuerzo
para distinguir los colores. Se da aquí algo similar a
lo que sucede cuando un cuerpo más cálido se acerca
a otro menos cálido provocando un aumento del calor en
este último, sólo que en lugar de proximidad física, en
el caso de la iluminación angélica más bien debemos hablar
de cercanía o aproximación espiritual.
Pero un ángel puede también
iluminar a otro al modo como un maestro enseña a
su alumno una verdad que, sin su ayuda y enseñanza,
no podría llegar a conocer. Así como el maestro, que
conoce una verdad más perfectamente, la adapta con su pedagogía
a la capacidad de comprensión de su alumno, y así
se dice que lo ilumina con su ciencia, así también
el ángel superior ilumina la inteligencia del ángel inferior. Esta
iluminación angélica, sin embargo, no se da por medio de
una acción directa del espíritu más perfecto sobre la inteligencia
del inferior, como si penetrara en la intimidad de su
mente para poner allí sus propias ideas. Esta posibilidad es
prerrogativa exclusiva de Dios y nadie más que Él puede
entrar en el sagrario de la inteligencia y voluntad sin
violentarlas. El ángel, por el contrario, no siendo Dios, puede,
según su propia virtualidad, influir sobre las capacidades intelectuales de
otras criaturas pero tan sólo proponiendo como un maestro la
verdad por él conocida. Por su parte, la iluminación angélica
recibida por un hombre procede por caminos propios, esto es,
por vías especialmente adaptadas a la índole de su capacidad
cognoscitiva y según la cual lo que el hombre conoce
con su inteligencia ha debido pasar primero por sus sentidos.
Esta particular característica abre una doble posibilidad para la iluminación
angélica de la mente humana. En efecto, el ángel puede,
por una parte, obrar visiblemente sobre la creatura racional y,
así, se dice que ilumina la inteligencia humana hablando un
lenguaje sensible. Éste ha sido el caso, por ejemplo, de
los ángeles que rescataron a Lot y su familia de
la destrucción de Sodoma y Gomorra[6].
Como quiera que sea,
más allá de este tipo de iluminación, el ángel puede
también obrar invisiblemente sobre la inteligencia del hombre, pero siempre
respetando su ley de conocimiento, es decir, la regla de
la mediación de los sentidos, a la cual está obligado
no sólo porque la naturaleza humana así lo exige, sino
también a causa de la condición creatural del mismo espíritu
angélico dado que, como ya dijimos, ningún ser creado, sino
sólo Dios, puede influir directamente en la mente de las
criaturas intelectuales. Así sucedió con san José cuando el Ángel
del Señor le anunció en sueños que no debía abandonar
a la Santísima Virgen [7]. En conformidad con la norma
del conocimiento del hombre, entonces, se dice que el ángel
ilumina indirectamente la inteligencia humana actuando sobre la imaginación, es
decir, suscitando imágenes sensibles a partir de las cuales el
intelecto del hombre pueda abstraer el conocimiento que el ángel
quiere transmitirle y que, sin su iluminación, no podría alcanzar.
La posibilidad para el ángel de despertar estas imaginaciones está
vinculada a la estrecha unidad, en el hombre, entre su
alma y su cuerpo. Las creaturas puramente espirituales no pueden
obrar directamente sobre la inteligencia pero, a decir verdad, tampoco
pueden ejercer un influjo directo sobre la imaginación, como si
fueran capaces de invadir esta zona del alma humana y
depositar allí, a voluntad, las imágenes sensibles de las cosas
que quieran dar a conocer. Como ha sido ya establecido,
su acción directa se ejerce sólo sobre el cuerpo humano,
más precisamente, sobre aquel punto donde su unión con el
alma parece ser más estrecha, provocando el movimiento y la
acción, como enseña santo Tomás de Aquino, de diversas sustancias,
líquidos y humores, es decir, actuando sobre el sistema nervioso,
causando diversas reacciones químicas en el cerebro, etc [8]. Inmutando
el sentido por medio de estas acciones, el ángel, con
inusitada habilidad, suscita distintas representaciones imaginativas. Algo parecido sucede cuando
un orador experto, obrando sobre el oído de sus oyentes
por sus palabras y sobre su visión por sus gestos,
despierta en ellos emociones y pasiones que hasta pueden llegar
a alcanzar grados de intensidad verdaderamente sorprendentes.
Ahora bien, la
actividad iluminativa que hasta aquí hemos considerado es como la
antesala de otra gran acción angélica ejercida, esta vez, sobre
la voluntad. Denominamos a esta operación, persuasión, esperando que los
motivos de la elección de este nombre se verán claramente
en lo que sigue. Dejando a salvo el exclusivo privilegio
divino de obrar directamente sobre la voluntad de las creaturas
intelectuales, al ángel puede también obrar sobre ella, aunque indirectamente,
pues puede solicitar su inclinación presentándose a sí mismo ante
ella como un bien digno de ser amado, o mostrándole
algún bien creado ordenado a la bondad de Dios o,
en fin, despertando pasiones que muevan y empujen su voluntad
[9]. Este modo de obrar de los espíritus puros sobre
la voluntad es diverso al que ejercen sobre la inteligencia.
Cuando iluminan el intelecto, la verdad manifestada se presenta con
tal fuerza que la criatura inteligente no puede negar su
asentimiento. Pero no siendo en sí mismos el bien universal,
ni pudiendo presentar a la voluntad sino bienes particulares y
parciales, no la pueden mover necesariamente. La voluntad siempre conserva
su libertad, aun en el caso de ser excitada por
medio de pasiones diestramente provocadas. Es verdad que cuando los
espíritus puros buenos actúan sobre el hombre la correcta elección
humana se ve fuertemente facilitada, cuanto más que, por el
gran dominio angélico de los cuerpos, el impulso del buen
movimiento es acompañado por acciones concomitantes dirigidas a neutralizar las
influencias y costumbres perniciosas, a calmar la violencia de las
pasiones contrarias o, incluso, a rechazar el obrar de poderes
diabólicos. Con todo, el hombre siempre permanecerá libre de secundar
aquel buen movimiento y por ello hemos dicho que la
moción angélica de la voluntad se da siempre al modo
de la persuasión y nunca jamás como coacción.
El ángel
de la guarda.
Habiendo creado y ordenado a los espíritus puros
según sus diversas funciones y grados de perfección, Dios también
los ha querido asociar a su gobierno providencial del universo
confiándoles la misión de obrar sobre las creaturas inferiores. Todos,
pues, podemos decir, por especial mandato divino, cumplen alguna misión
en la creación, sea ésta exterior, es decir, que tiene
por objeto la creatura corporal, sea interior, esto es, ordenada
a producir algún efecto de tipo más bien intelectual. En
este último sentido, entonces, no es incorrecto afirmar que todos
los miembros de los distintos coros angélicos reciben de Dios
la misión de iluminar a otros. Con todo, no puede
decirse lo mismo respecto de las misiones externas ya que
no todos los espíritus puros son enviados a realizarlas, en
razón, otra vez, de la misma ley de la Providencia
[10]. En efecto, como hemos visto, según esta regla, los
ángeles superiores no dispensan sus bienes a los seres inferiores
si no es a través de las creaturas intermedias. Es
verdad que, en el orden natural, algunas veces el ser
superior ejerce su acción sobre el inferior al margen de
los intermedios. Esto sucede, por ejemplo, cuando Dios, o un
ángel por mandato divino, realizan un milagro. Con todo, en
el orden sobrenatural no se ve por qué razón esta
ley providencial no vaya a ser siempre respetada. Ante todo,
porque si el orden natural no es obedecido, es en
vistas de obtener un bien mayor en el plano superior
de la gracia. Pero el orden sobrenatural es último y
no se ordena a otro plano por encima suyo como
para poder suspender, en su beneficio, sus propias leyes. Además,
si esto sucediera en el mundo de las creaturas puramente
espirituales, los hombres no podrían saberlo y, así, resultaría inútil
para su propio provecho, ya que si el Creador hace
algún milagro es para confirmar a los hombres en la
fe [11]. En consecuencia, debe decirse que no todos los
espíritus puros reciben de Dios la misión de llevar a
cabo algún particular ministerio sobrenatural externo, sino solamente los de
rango jerárquico inferior [12].
En efecto, si así no fuera,
los ángeles supremos actuarían sobre los seres menos perfectos sin
la mediación de las creaturas intermedias, obviando así la ley
general de la Providencia, que, en el plano sobrenatural, como
acabamos de ver, no conoce excepciones. Entre los ángeles enviados
en misión se encuentran los ángeles custodios, cuya tarea consiste
en auxiliar a cada uno de los hombres en el
camino de la salvación. Esta verdad, aunque aún no haya
sido definida solemnemente por la Iglesia, no deja de pertenecer
a la fe católica. Es más, la misma Sagrada Escritura
y la Tradición admiten la existencia de otros ángeles custodios
o tutelares no ya enviados a cuidar de cada hombre
en particular sino a diversos ordenes más generales. Así, por
ejemplo, los Principados y los Arcángeles, especialmente san Miguel, se
encargan de tutelar la humanidad en general y sus distintos
reinos e, incluso, iglesias [13]; las Virtudes rigen y cuidan
el mundo de los cuerpos; los Principados auxilian a los
ángeles buenos y las Potestades ejercen su acción sobre los
mismos demonios.
Conclusión.
La existencia y distinción de seres angélicos no
puede ser considerada como un cuento de niños, al contrario,
ella se revela como una necesidad tanto del orden general
del gobierno por el cual Dios conduce todas las cosas
hacia sí, cuanto de la particular situación humana en su
camino hacia el cielo. La divina Providencia, como en varias
oportunidades hemos dicho, ha dispuesto que las creaturas superiores dispensen
sus bienes a las inferiores. En conformidad con esta norma,
Dios ha mandado y manda a sus ángeles a custodiar
y gobernar especialmente a los hombres, y esto lo hace
no tan sólo por el prurito de mantener intacta una
simple ley de orden sino para usar de misericordia para
con nosotros, tan necesitados de la compasión divina. El ser
humano, en efecto, especialmente después de la caída original, está
necesitado de este precioso auxilio pues no es capaz de
evitar suficientemente por sí mismo los males que lo apartan
de su fin último, ni de poner como se deben
los actos virtuosos que positivamente lo conducen hasta él. En
su situación presente, en efecto, las pasiones agitan su alma,
obnubilan su inteligencia y dificultan la tarea de su voluntad,
enferma y debilitada para observar en su totalidad los preceptos
de la ley natural y, con mayor razón, los mandamientos
de la ley de la gracia. Ante esta difícil situación
humana Dios ha querido proveer directamente a la rectificación del
afecto desordenado infundiendo en las almas los dones de la
gracia y virtudes e, indirectamente, enviando a los hombres sus
ángeles custodios de manera que, iluminando su inteligencia, faciliten la
tarea rectora de la prudencia [14]. Así, pues, del mismo
modo que la Providencia divina tiene cuidado de todas y
cada una de sus creaturas y provee para ello el
auxilio y asistencia de distintos espíritus puros, así también ejerce
su paternal cuidado de los hombres proveyendo a todos y
cada uno de ellos, desde su mismo nacimiento, de un
ángel guardián para que los acompañe a lo largo de
toda la vida terrena. Y aun después de la muerte,
Dios ha dispuesto que quien se haya salvado tenga junto
a sí, y para siempre, un ángel que compartirá su
corona de gloria, mientras que quien se haya condenado tendrá
a su lado un ángel caído que lo castigará eternamente
[15]. Por medio de estos ángeles guardianes los hombres somos
librados diariamente de gravísimos peligros espirituales y corporales de los
cuales no siempre somos conscientes. Ellos, en efecto, no solamente
iluminan la verdad en la inteligencia o inspiran buenos deseos
y propósitos en la voluntad sino que también nos protegen
de los males que nos amenazan. Es más, su función
mediadora no es solamente descendente. Por el contrario, también interceden
ante Dios por nosotros presentando ante el trono de la
divina majestad nuestras oraciones, nuestros sacrificios e, incluso, el acto
del culto público por excelencia de la Iglesia, el Sacrificio
Eucarístico de Jesucristo, tal como lo testimonian los textos bíblicos
y la misma liturgia de la Iglesia Católica [16]. El
culto de los ángeles, entonces, queda, según lo dicho, sólidamente
justificado y ampliamente recomendado, no sólo por nuestro propio bien
y provecho sino, además, porque, por medio de nuestros actos
de devoción, honramos inmensamente también a Dios, pues ha sido
Él mismo quien ha dispuesto a nuestro favor su valioso
auxilio y protección. Que tan excelentes creaturas no dejen, entonces,
de presentar ante el altar de la Divina Majestad la
prenda más preciosa de nuestro culto, el Sacrificio Eucarístico de
nuestra Redención; que no nos falte, tampoco, su poderosa ayuda,
que nos defiendan en la batalla, que nos amparen contra
las perversidades e instigaciones del diabólico enemigo, que protejan a
la Santa Iglesia Católica y, ya que la soberana y
divina Bondad, como reza una piadosa y tradicional oración, nos
ha encomendado a sus solícitos cuidados, que no dejen jamás
de iluminarnos, guardarnos, regirnos y gobernarnos. Amén.
1. Cf. SANTO
TOMÁS DE AQUINO, Comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo,
II, d. 10, q. 1, a. 2, q. 1ª, c.
2. Cf. Hech 7, 38-53; Gál 3, 19; Heb 2,
2.
3. Cf. Santo Tomás de Aquino, Suma de Teología,
I q. 108, a. 1-8.
4. Cf. Tob 12, 1-21.
5. Cuando un ángel ilumina a otro ángel, esta verdad
no es la esencia divina, pues todos los ángeles buenos
la contemplan directamente, sino las razones del obrar providencial divino.
6. Cf. Gén 19, 1-3.
7. Cf. Mt 1, 18-25.
8. Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, I
q. 111, a. 3.
9. Permanece en pie, en este
último caso, como ha sido dicho respecto de la acción
angélica sobre la imaginación, el hecho de que el ángel
no afecta el alma sino a través de su actuar
directo sobre el cuerpo.
10. Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO,
Suma de Teología, I q. 112, a. 2, ad 2m.
11. Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, I
q. 112, a. 2, c.
12. Cf. SANTO TOMÁS DE
AQUINO, Suma de Teología, I q. 113, a. 3, c.
13. Cf. Dan 10, 13; Apoc 2, 1 - 3,
22.
14. Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología,
I q. 113, a. 1-2.
15. Cf. SANTO TOMÁS DE
AQUINO, Suma de Teología, I q. 113, a. 4, c.
16. Cf. CANON ROMANO: Te pedimos humildemente, Dios todopoderoso, que
esta ofrenda sea llevada a tu presencia, hasta el altar
del cielo, por manos de tu Ángel, para que cuantos
recibimos el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo, al
participar aquí de este altar, bendecidos con tu gracia, tengamos
también parte en la plenitud de tu reino.
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Los Ángeles Custodios |
La Iglesia siempre ha venerado con particular afecto a los Santos Angeles, implorando piadosamente la ayuda de su intercesión. |
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Si fuésemos humildes siervos en la edad de oro
de los poderes regios y topásemos con un príncipe sabio,
magnífico y magnánimo, de poder invencible, dispuesto a ser nuestro
protector y amigo, aliado en las batallas y servidor en
nuestros varios menesteres, nos hallaríamos ante una sombra de nuestro
Angel Custodio. Asombro, admiración y gratitud no conocerían límites en
nuestro ánimo y atenderíamos a sus más leves gestos.
La Iglesia
entera proclama gozosa la existencia de esos Príncipes del Cielo
que están junto a nosotros en la tierra; y lo
celebra especialmente cada 2 de octubre. Un 2 de octubre
- el de 1928 - fue cuando Josemaría Escrivá de
Balaguer – san Josemaría, desde el 6 de octubre de
2002-, por inspiración divina - en términos de la Constitución
Apostólica Ut sit -, fundó el Opus Dei (1). A
la vuelta de más de cuarenta años, decía en Argentina,
ante una muchedumbre de hombres y mujeres de toda edad
y condición: El Ángel Custodio es un Príncipe del Cielo
que el Señor ha puesto a nuestro lado para que
nos vigile y ayude, para que nos anime en nuestras
angustias, para que nos sonría en nuestras penas, para que
nos empuje si vamos a caer, y nos sostenga (2).Era
un modo de expresar en síntesis lo que la Doctrina
Católica ha enseñado de continuo: La Providencia de Dios ha
dado a los Ángeles la misión de guardar al linaje
humano y de socorrer a cada hombre; y no han
sido enviados solamente en algún caso particular, sino designados desde
nuestro nacimiento para nuestro cuidado, y constituidos para defensa de
la salvación de cada uno de los hombres(3).
Mirad -decía el
Señor a sus discípulos- que no despreciéis a algunos de
estos pequeñuelos, porque os hago saber que sus Ángeles en
los Cielos están siempre viendo el rostro de mi Padre
celestial (4). Y los santos se asombran: Grande es la
dignidad de las almas, cuando cada una de ellas, desde
el momento de nacer, tiene un Ángel destinado para su
custodia (5). ¡Amorosa providencia de nuestro Padre Dios!, gran bondad
la suya, que otorga a sus criaturas parte de su
poder, para que unos y otros seamos también difusores de
bondad.
No imploramos bastante a los Ángeles, dice Bernanos. Inspiran cierto
temor a los teólogos (a algunos, claro es), que los
relacionan con aquellas antiguas herejías de las iglesias de Oriente;
un temor nervioso, ¡vamos! El mundo está lleno de Ángeles
(6).
Lo cierto es que nos acompañan a sol y sombra,
por cumplir puntual y amorosamente, la misión que la Trinidad
les ha confiado: que te custodien en todas tus andanzas
(7). No parece sensato rehusar un auxilio tan precioso.
En Getsemaní
–aquella altísima cumbre del dolor- se hallaba el Dios humanado
en agonía, en lucha singular frente al pavor y hastío,
con tristeza de muerte. Los apóstoles -incluso Pedro, Santiago y
Juan- heridos por el sopor, dormitaban después de tensa jornada.
Jesús, solo, se adentra en el insondable drama de la
Redención de la humanidad caída. Gruesas gotas de sangre emanan
de su piel y empapan la tierra (8), muestra elocuente
de la magnitud de la angustia.
En esto se le apareció
un Ángel del Cielo que le confortaba (9). ¿Qué Ángel
sería aquél que recibió estremecido la misión de prestar vigor
a la Fortaleza y consolar al Creador? ¡Qué humildad! ¡que
temblor! ¡qué fortaleza!
A veces, también nosotros, pequeños, débiles, medrosos, hemos
de dar consuelo y energía a los más fuertes. Es
tremendo, pero hay que hacerlo. Y si Cristo Jesús acude
a un Ángel en busca de auxilio, ¿será tanta mi
soberbia o mi ignorancia, que yo prescinda de semejante ayuda?
Los Ángeles y demás Santos son como una escala de
preciosas piedras que, como por ensalmo, nos elevan al trono
de la gloria.
HACER AMISTAD CON EL ÁNGEL CUSTODIO
Sin duda he
de tratar mucho más a mi Ángel. Es imponente su
personalidad. Sin embargo, aunque muy superiores a nosotros por naturaleza,
las criaturas angélicas son, por gracia, como nosotros, hijos del
mismo Padre celestial: nos unen entrañables lazos de fraternidad. Cariño
recíproco y personal, confidencia y común quehacer son hacederos con
el ángel. Su amistad es en verdad factible. En espíritu
están los ángeles pegados al hombre. Y van marchando con
el tiempo histórico al compás de nuestra persona. El ángel
se halla pronto a escuchar porque su guardia no la
rinde el sueño ni el cansancio. Es vigilia sin relevo.
Con él se puede departir en lenguaje franco de labios,
aquél que se oye sin el servicio de la lengua,
el verbo que ahorra fatigas y tiempo (10).
Es maravilloso que
en este andar por la tierra, nos acompañen los Ángeles
del Cielo. Antes del nacimiento de nuestro Redentor, escribe san
Gregorio Magno, nosotros habíamos perdido la amistad de los ángeles.
La culpa original y nuestros pecados cotidianos nos habían alejado
de su luminosa pureza... Pero desde el momento en que
nosotros hemos reconocido a nuestro Rey, los ángeles nos han
reconocido como conciudadanos.
Y como el Rey de los cielos ha
querido tomar nuestra carne terrena, los ángeles ya no se
alejan de nuestra miseria. No se atreven a considerar inferior
a la suya esta naturaleza que adoran, viéndola ensalzada, por
encima de ellos, en la persona del Rey del cielo;
y no tienen ya inconveniente en considerar al hombre como
un compañero (11).
Consecuencia lógica: Ten confianza con tu Ángel Custodio.
-Trátalo como un entrañable amigo -lo es- y él sabrá
hacerte mil servicios en los asuntos ordinarios de cada día
(12). Y te pasmarás con sus servicios patentes. Y no
debieras pasmarte: para eso le colocó el Señor junto a
ti (13).
Su presencia se hace sentir en lo íntimo del
alma. Tratando con él de los propios asuntos, se iluminan
de súbito con luz divina. Y no es de maravillar,
pues es verdadero lo que dicen aquellas letras grandes, inmensas,
grabadas en un muro blanco de La Mancha, que transcribe
Azorín: los ángeles poseen luces muy superiores a las nuestras;
pueden contribuir mucho, por tanto, a que las ideas de
los hombres sean más elevadas y más justas de lo
que de otro modo lo serían, dada la condición del
espíritu humano (14).
Precisamente, la misión de custodiar se ordena a
la ilustración doctrinal como a su último y principal efecto
(15). Los Ángeles Custodios nutren nuestra alma con sus suaves
inspiraciones y con la comunicación divina; con sus secretas inspiraciones,
proporcionan al alma un conocimiento más alto de Dios. Encienden
así en ella una llama de amor más viva (16).
No sólo llevan a Dios nuestros recaudos, sino también traen
los de Dios a nuestras almas, apacentándolas, como buenos pastores,
de dulces comunicaciones e inspiraciones de Dios, por cuyo medio
Dios también las hace (17).
ALIADO EN LAS BATALLAS
Cada día
tiene su afán, y Satanás -el Adversario- anda siempre en
torno nuestro, como león rugiente, buscando presa que devorar (18).
El también ha sido Ángel, magnífico, poderosísimo. Solos estaríamos perdidos.
Pero los Ángeles fieles, con el poder de Dios, como
buenos pastores que son, nos amparan y defienden de los
lobos, que son los demonios (19). También Nuestro Señor Jesucristo,
cuando permitió -para nuestro consuelo y ejemplo- que el demonio
le tentase en la soledad del desierto, en momentos de
humana flaqueza, quiso la cercanía de los ángeles. La historia
se repite en sus miembros: después de la lucha entre
el amor de Dios en la libertad del hombre con
el odio satánico, viene la victoria. Y los ángeles celebran
el triunfo -nuestro y suyo- vertiendo a manos llenas en
el corazón del buen soldado de Cristo la gracia divina,
merecida y ganada no con las solas fuerzas humanas, sino
más bien con las divinas, puestas por Dios en los
brazos misteriosos de los Santos Ángeles, nuestros Príncipes del Cielo.
Estando con ellos, estamos con Dios, y si Deus nobiscum,
quis contra nos? (20), si Dios está con nosotros, ¿quién
contra nosotros?.
Contando asiduamente con los Custodios, seremos más señores de
nosotros mismos y del mundo. Porque es de saber que
los Ángeles gobiernan realmente el mundo material: dominan los vientos,
la tierra, el mar, los árboles... (21). Con sabiduría divina
la Escritura reduce las fuerzas naturales, sus manifestaciones y efectos,
a su más alta causalidad, como más tarde lo haría
San Agustín en la frase: «toda cosa visible está sujeta
al poder de un angel» (22).
LOS ÁNGELES, JUNTO AL SAGRARIO
El
mundo está lleno de Ángeles. El Cielo está muy cerca;
el Reino de Dios se halla en medio de nosotros.
Basta abrir los ojos de la fe para verlo. Y
el pequeño mundo, los millares de pequeños mundos que entornan
los Sagrarios, están llenos de Ángeles: Oh Espíritus Angélicos que
custodiáis nuestros Tabernáculos, donde reposa la prenda adorable de la
Sagrada Eucaristía, defendedla de las profanaciones y conservadla a nuestro
amor»(23).
Los Sagrarios nunca están solos. Demasiadas veces están solos de
corazones humanos, pero nunca de espíritus angélicos, que adoran y
desagravian por la indiferencia e incluso el odio de los
hombres. Al entrar en el templo donde se halla reservada
la Eucaristía, no debemos dejar de ver y saludar a
los Príncipes del Cielo que hacen la corte a nuestro
Rey, Dios y Hombre verdadero. Para agradecerles su custodia y
rogarles que suplan nuestras deficiencias en el amor.
Y al celebrarse
la Santa Misa, la tierra y el cielo se unen
para entonar con los Angeles del Señor: Sanctus, Sanctus, Sanctus...
Yo aplauso y ensalzo con los Angeles: no me es
difícil, porque me sé rodeado de ellos, cuando celebro la
Santa misa. Están adorando a la Trinidad (24). Con ellos,
qué fácil resulta meterse en el misterio. Estamos ya en
el Cielo, participando de la liturgia celestial, en el centro
del tiempo, en su plenitud, metidos ya en la eternidad,
gozando indeciblemente.
LOS CUSTODIOS DE LOS DEMÁS
Pero ¿y los Custodios de
los demás, no existen? ¡Claro que sí! También debemos contar
con su presencia cierta: saludarles con veneración y cariño; pedirles
cosas buenas para cuantos nos rodean o se cruzan en
nuestro camino: en el lugar de trabajo, en la calle,
en el autobús, en el tren, en el supermercado, por
la escalera... Así, las relaciones humanas, se hacen más humanas,
además de más divinas: Si tuvieras presentes a tu Ángel
y a los Custodios de tus prójimos evitarías muchas tonterías
que se deslizan en la conversación (25). Las nuestras serían
entonces conversaciones de príncipes, con la digna llaneza de los
hijos de Dios, gente noble, bien nacida, sin hiel en
el alma ni veneno en la lengua, con calor en
el corazón. Nuestra palabra sería siempre -ha de ser- sosegada
y pacífica, afable, sedante, consoladora, estimulante, unitiva, educada (que todo
lo humano genuino precisa de educación cuidadosa). Habría siempre -ha
de haber- en la conversación, más o menos perceptible, un
tono cristiano, sobrenatural, es decir, iluminado por la fe, movido
por la esperanza e informado por la caridad teologal.
De este
modo, también las gentes que nos tratan, descubrirán que el
Cielo está muy cerca; que es hora de despertar del
sueño, que ha pasado el tiempo de sestear como Pedro,
Santiago y Juan en Getsemaní; que somos algo más que
ilustres simios; que no somos ángeles, pero gozamos de alma
espiritual e inmortal, y somos -como los Ángeles- hijos de
Dios. Es hora de aliarse con todas las fuerzas del
Bien, del Cielo y de la tierra, para ahogar el
mal en su abundancia.
La Virgen Santa, Reina de los
Ángeles, nos enseñará a conocer y a tratar a nuestro
Angel Custodio; sonreirá cuando nos vea conversar con él entrañablemente,
porque nos verá en un camino bueno, en la escala
que sube al trono de Dios. Pido al Señor que,
durante nuestra permanencia en este suelo de aquí, no nos
apartemos nunca del caminante divino. Para esto, aumentemos también nuestra
amistad con los Santos Ángeles Custodios. Todos necesitamos mucha compañía:
compañía del Cielo y de la tierra. Sed devotos de
los Santos Ángeles! Es muy humana la amistad, pero también
es muy divina; como la vida nuestra, que es divina
y humana (26).
La Iglesia siempre ha venerado con particular afecto
a los Santos Angeles, implorando piadosamente la ayuda de su
intercesión (CONCILIO VATICANO II, Lumen gentium, n. 50)
_____________________________________
1.JUAN PABLO II,
Const. Apost. Ut sit, 28-XI-1982, proemio. 2.BEATO JOSEMARIA ESCRIVA, en Buenos
Aires (Argentina), 16-VI-1974. 3 Cat. Con. Trento, parte IV, cap. IX,
nn. 4 y 6. 4 Mt 18, 10 5 SAN JERONIMO 6 BERNANOS,
Diario de un cura rural. 7 Sal 90, 11 8 Lc 22,
39-44 9 Lc 22, 43. 10 ANDRES VAZQUEZ DE PRADA, La amistad,
Madrid 1956, pp. 241-242 11 JOSEMARIA ESCRIVA, Es Cristo que pasa,
n. 187 12 JOSEMARIA ESCRIVA, Camino, n. 562 13 Ibid., n. 565 14
AZORIN, La Mancha 15 Cfr. STO.TOMAS DE AQUINO, S. Th.,I, q.
113, a. 5. 16 SAN JUAN DE LA CRUZ, Avisos y
máximas, n. 220. 17 ID., Canciones entre el alma y el
Esposo, 2, 3. 18 1 Ped 5, 8. 19 SAN JUAN DE
LA CRUZ, l.c. 20 Rom 8, 31 21 Cfr. Apc 7, 1 22
PINSK, Hacia el centro, Ed. Rialp, Madrid 1957, p. 161. 23
Camino, n. 569. 24 Es Cristo..., n. 89. 25 Camino, 564 26 JOSEMARIA
ESCRIVA, Amigos de Dios, n. 315
|
|
La presencia de los ángeles en nuestra vida |
Los ángeles existen. No los vemos con los ojos del cuerpo pero sí con los de la fe. |
|
Los ángeles existen. No los vemos con los ojos del
cuerpo pero sí con los de la fe. Las páginas
de la Sagrada Escritura están llenas de referencias a estos
seres espirituales que a menudo, sin tener cuerpo, se manifiestan
de forma corpórea y especialmente humana. Sobre este aspecto Santo
Tomás afirma que, según el testimonio de las Escrituras, los
ángeles pueden tomar un cuerpo para manifestarse a los hombres.
En este caso, no están unidos a este cuerpo como
formas, sino como motores.
La relación de los ángeles respecto a
los cuerpos está regulada por la intención pedagógica de Dios
para con los hombres. Así lo explica el Angélico Doctor:
“… en las Escrituras, los seres inteligibles son descritos con
figuras sensibles, … tal presentación no tiene por fin probar
que los seres inteligibles son sensibles; pero por medio de
las figuras de los seres sensibles, las propiedades de los
seres inteligibles pueden ser comprendidas por una cierta semejanza…”.
Los
ángeles, suelen ser mensajeros de Dios y esta parece ser
una de sus principales funciones como indica su propio nombre
de “ángel”. (vid. Lit. Horarum). El Concilio IV Lateranense definió
como dogma la creación de estos espíritus puros y a
ellos nos referimos cuando, al proclamar el Símbolo de la
Fe, mencionamos las realidades “invisibles”.
La existencia de los ángeles como
personas incorpóreas incide de modo sumamente importante en toda nuestra
historia de la Salvación, por esos resulta imprescindible que la
tengamos en cuenta. Ciertamente hemos de pensar que, si nada
tuvieran que ver con nosotros, no se nos habría revelado
su existencia.
Sabemos de los ángeles por la Divina Revelación que
son criaturas de Dios, superiores a nosotros en el ser
gracias a su condición de espíritus puros. La epístola a
los Hebreos y otros pasos de la Biblia dan por
supuesta esta superioridad en muchos aspectos. Aunque esto habría de
ser matizado por la realidad de la Encarnación del Hijo
de Dios que se hizo hombre y no ángel.
Los ángeles
son hermanos nuestros destinados a gozar de Dios en su
vida eterna, habiendo sido puesta a prueba su libertad igual
como la nuestra.
Algunos ángeles pecaron y se convirtieron en Demonios.
Afortunadamente para nosotros el pecado primero de los hombres fue
atenuado por la debilidad de una naturaleza inferior a los
ángeles y no tuvo aquel carácter de irreparabilidad del pecado
angélico.
El hombre, por sus propias fuerzas, no puede conocer la
existencia de los ángeles, ni igualarse o parangonarse con ellos.
Los ángeles pueden penetrar en las conciencias humanas y podrían
arrastrarlas a un dominio sobrehumano. No es esto lo que
Dios espera de ellos ni lo que ellos hacen por
nosotros.
Si Dios respeta nuestro libre albedrío, mucho más los ángeles.
Habiendo dispuesto Dios que se realice la Encarnación de su
Hijo Eterno, ha subordinado el influjo de los ángeles sobre
nuestra conciencia a un servicio respetuoso que sólo indirectamente se
convierte en dominio: ellos nos dominan con Jesucristo a quien
sirven, y así se alegran con Él en el cielo
de la conversión de los pecadores de este mundo.
Así, toda
posible forma de dominio angélico sobre los hombres ha de
entenderse desde la perspectiva cristológica y en particular de la
realeza que Cristo ejerce sobre los hombres y el universo
entero. En la consumación de los tiempos, el Rey eterno
dará orden a sus ángeles para que congreguen a sus
elegidos y los separen de los réprobos.
Como afirman algunos teólogos,
con todo, hay que decir que en la misteriosa relación
que los ángeles establecen con nosotros por designio divino, hay
una cierta subordinación debida al hecho de que el Hijo
de Dios se haya hecho hombre, con lo cual ha
puesto a los ángeles bajo su dominio en servicio propio
y de sus hermanos los hombres.
Bellamente lo expresa una tradicional
oración de la Iglesia que el Beato Juan XXIII gustaba
recitar al final del rezo del Angelus: “Angele Dei, qui
custos es mei, me tibi comissum pietate Superna, illumina, custodi,
rege et goberna”.
Ángel de Dios, que eres mi protector, a
mí que te he sido confiado por la Piedad de
Dios, ilumíname, protégeme, guíame y condúceme.
De nuestro ángel imploramos
luz, protección, guía y fortaleza. Hermosa oración llena de sentido
de fe sobrenatural que personalmente me gusta rezar a menudo
durante el día para encomendarme a mi ángel custodio.
Para un
católico formado en la piedad tradicional de la Iglesia la
devoción al ángel custodio o ángel de la guarda forma
parte de la vida cotidiano. Somos muchos los que aprendimos
de pequeños aquellas sencillas y tiernas oraciones con las que
nos confiábamos a nuestro ángel:
Ángel de mi guarda, dulce
compañía, no me dejes solo ni de noche ni de
día, no me dejes sólo que me perdería.
Estas plegarias,
de manera suave, iban conformando nuestra fe en la Divina
Providencia que en su gran misericordia nos ha asignado un
ángel a cada uno de nosotros para que nos acompañe
en la travesía no siempre plácida del viaje de nuestra
vida.
Durante unos años, y como consecuencia de la crisis de
fe acaecida en el seno de la Iglesia católica, la
conciencia de la presencia de los ángeles y la devoción
a los mismos, sufrió un eclipse. No por esto dejaron
los ángeles de actuar. Siempre trabajan y especialmente cuanto más
los necesitamos. Hoy, decayendo la tormenta, parece que se recupera
la devoción a estos fieles servidores de Dios y amigos
nuestros.
La existencia de los ángeles forma parte del patrimonio de
la fe de la Iglesia. Para un católico creer en
los ángeles no es optativo como tampoco es lícito conformar
los contenidos de la fe según el parecer y conveniencias
de cada uno.
La fe se cree toda con asentimiento de
la virtud de la fe o no se cree nada.
Si seleccionáramos los contenidos de la fe según nuestra capacidad
o disposición de entendimiento ya no creeríamos con fe sobrenatural
sino con opinión humana.
Creemos la fe de la Iglesia
y los contenidos de la misma vienen determinados por lo
que nos ha sido dado en la Divina Revelación.
Hablando de
los ángeles, el Catecismo de la Iglesia Católica, expone de
manera clara y concisa la enseñanza multisecular de la Iglesia
sobre los ángeles.
Conviene que nos detengamos en considerar esta doctrina
que debe ser conocida por todo católico que se precie
de asimilar las enseñanzas de la fe.
La síntesis doctrinal que
nos presenta el CEC nos recuerda en primer lugar la
existencia de los ángeles y su condición creatural, es decir
su radical dependencia de Dios. El enunciado sobre la existencia
de los ángeles por parte del Lateranense es fundamentalmente enunciativo.
Algunos se preguntan se puede ser entendido como un dogma
de fe en sentido estricto. Este planteamiento es de por
si muy capcioso y desconoce la verdadera naturaleza de la
profesión de fe de la Iglesia. Desconoce que, a menudo,
la ausencia de un dogma explícitamente definido, es signo de
la pacífica posesión de la verdad por parte de la
Iglesia sin que haya intervenido el cáncer de la herejía.
Con todo, de las enseñanzas del Lateranense hay que decir
que se enseña como dogma de fe la existencia de
los ángeles. El Concilio condena como herejes a aquellos que
afirman que los demonios no han sido creados por Dios
como ángeles y que se hicieron demonios por el mal
uso de su libertad. Esto implica necesariamente la existencia de
los demonios y por ende, de los ángeles. Por tanto
es una insensatez decir que uno es católico y no
cree ni en ángeles ni demonios. Un católico no cree
en lo que le da la gana. Cree, sencillamente, por
gracia de Dios, la fe de la Iglesia Católica.
Afirma
el CEC en su introducción al tema de los ángeles:
“La profesión de de fe del IV Concilio de Letrán
afirma que Dios, al comienzo del tiempo, creó a la
vez de la nada una y otra criatura, la espiritual
y la corporal, es decir, la angélica y la mundana;
luego la criatura humana, que participa de las dos realidades,
pues está compuesta de espíritu y de cuerpo (DS 800;
cf. DS 3002 y SPF 8)”. (327)
Y nos recuerda que
la existencia de seres espirituales, no corporales, que la Sagrada
Escritura llama habitualmente ángeles, es una verdad de fe. El
testimonio de la Escritura es tan claro como la unanimidad
de la Tradición. (cf. CEC, 328)
San Agustín dice respecto a
los ángeles: "Con todo su ser, los ángeles son servidores
y mensajeros de Dios. Porque contemplan constantemente el rostro de
mi Padre que está en los cielos" , son "agentes
de sus órdenes, atentos a la voz de su palabra"
(Sal 103,20).
Los ángeles son personas. Cuando hablamos del ser personal
hemos de considerar sus varias posibilidades: Las Personas Divinas, las
personas angélicas y las personas humanas.
Los ángeles en tanto que
criaturas puramente espirituales, tienen inteligencia y voluntad: son criaturas personales
(cf. Pío XII: DS 3891) e inmortales (cf. Lc 20,36). Superan
en perfección a todas las criaturas visibles. El resplandor de
su gloria da testimonio de ello.
Los ángeles son del todo
inmateriales. La esencia de los mismos es su forma. Los
ángeles son su forma, la cual, no siendo recibida en
una materia, es subsistente.
Mientras que en los seres compuestos la
forma sólo puede existir en una materia y es el
ser compuesto el que actúa, en los ángeles se trata
de una forma que existe separada de toda materia y
que actúa por sí misma. Se trata de sustancias primeras
puesto que las substancias separadas, aunque no estén compuestas de
materia y de forma, son sin embargo sujetos, puesto que
son subsistentes y completas en su naturaleza.
Que los ángeles sean
inmateriales no significa en absoluto igualarlos a Dios y abrir
las puertas a un torpe politeísmo.
Santo Tomás, distinguiendo entre esencia
y acto de ser, muestra que sólo en Dios una
y otra cosa se identifican. De esta manera Dios se
distingue absolutamente de todo otro ser, compuesto metafísicamente.
Esta distinción fundamental
de Santo Tomás es la clave de la metafísica y
de la teología, siendo Dios el Ipsum Esse Subsistens.
El CEC
presenta la doctrina de los ángeles en una perspectiva claramente
cristológica desde la protología hasta la escatología.
Cristo es el centro
del mundo de los ángeles. Los ángeles le pertenecen: "Cuando
el Hijo del hombre venga en su gloria acompañado de
todos sus ángeles..." (Mt 25,31). Le pertenecen porque fueron creados
por y para él: "Porque en él fueron creadas todas
las cosas, en los cielos y en la tierra, las
visibles y las invisibles, los Tronos, las Dominaciones, los Principados,
las Potestades: todo fue creado por él y para él"
(Col 1,16). Le pertenecen más aún porque los ha hecho
mensajeros de su designio de salvación: "¿Es que no son
todos ellos espíritus servidores con la misión de asistir a
los que han de heredar la salvación?" (Hb 1,14). (CEC,
331)
¿Qué oficios o misiones desempeñan los ángeles?
Recogiendo el testimonio bíblico
la exposición del CEC nos recuerda que desde la creación
(cf. Jb 38,7, donde los ángeles son llamados "hijos de
Dios") y a lo largo de toda la historia de
la salvación, los encontramos, anunciando de lejos o de cerca,
esa salvación y sirviendo al designio divino de su realización:
cierran el paraíso terrenal (cf. Gn 3,24), protegen a Lot
(cf. Gn 19), salvan a Agar y a su hijo
(cf. Gn 21,17), detienen la mano de Abraham (Gn 22,11),
la ley es comunicada por su ministerio (cf. Hch 7,53),
conducen el pueblo de Dios (cf. Ex 23,20-23), anuncian nacimientos
(cf. Jc 13) y vocaciones (cf. Jc 6,11-24; Is 6,6),
asisten a los profetas (cf. 1 R 19,5), por no
citar más que algunos ejemplos. Finalmente, el ángel Gabriel anuncia
el nacimiento del Precursor y el de Jesús (cf. Lc
1,11.26).
De la Encarnación a la Ascensión, la vida del Verbo
encarnado está rodeada de la adoración y del servicio de
los ángeles.
Cuando Dios introduce "a su Primogénito en el
mundo, dice: ´adórenle todos los ángeles de Dios´" (Hb 1,6).
Su cántico de alabanza en el nacimiento de Cristo no
ha cesado de resonar en la alabanza de la Iglesia:
"Gloria a Dios..." (Lc 2,14).
Protegen la infancia de Jesús (cf.
Mt 1,20; 2,13.19), sirven a Jesús en el desierto (cf.
Mc 1,12; Mt 4,11), lo reconfortan en la agonía (cf.
Lc 22,43), cuando él habría podido ser salvado por ellos
de la mano de sus enemigos (cf. Mt 26,53) como
en otro tiempo Israel (cf. 2 M 10,29-30; 11,8). Son
también los ángeles quienes "evangelizan" (Lc 2,10) anunciando la Buena
Nueva de la Encarnación (cf. Lc 2,8-14), y de la
Resurrección (cf. Mc 16,5-7) de Cristo. Con ocasión de la
segunda venida de Cristo, anunciada por los ángeles (cf. Hb
1,10-11), estos estarán presentes al servicio del juicio del Señor (cf.
Mt 13,41; 25,31; Lc 12,8-9). (Cf. CEC, 332-333)
Los ángeles en la
vida de la Iglesia
334 De aquí que toda la vida
de la Iglesia se beneficie de la ayuda misteriosa y
poderosa de los ángeles (cf. Hch 5,18-20; 8,26-29; 10,3-8; 12,6-11;
27,23-25).
335 En su liturgia, la Iglesia se une a los
ángeles para adorar al Dios tres veces santo (cf. MR,
"Sanctus"); invoca su asistencia (así en el "supplices te rogamus..."Te
pedimos humildemente..." del Canon romano o el "In Paradisum deducant
te angeli..." ("Al Paraíso te lleven los ángeles...") de la
liturgia de difuntos, o también en el "Himno querubínico" de
la liturgia bizantina) y celebra más particularmente la memoria de
ciertos ángeles (S. Miguel, S. Gabriel, S. Rafael, y los
ángeles custodios).
No olvidemos a San Miguel Arcángel, protector de la
Iglesia Universal. Recitemos a menudo la invocación al Santo Arcángel
compuesta por el Papa León XIII y que se rezaba
después de la celebración de la Santa Misa:
San Miguel
arcángel, defiendenos en el combate, se nuestro amparo y defensa, contra las hacechanzas
de demonio. Reprímale Dios, pedimos suplicantes, Y tu, Principe de la Milicia
Celestial, por el poder que Dios te ha conferido arroja al infierno
a Satanás y a los demás espíritus malignos que vagan
por el mundo para la perdición de las almas. Asi sea.
Los ángeles custodios
El Catecismo nos recuerda la doctrina del ángel
custodio. Desde la infancia (cf. Mt 18,10) a la muerte
(cf. Lc 16,22), la vida humana está rodeada de su
custodia (cf. Sal 34,8; 91, 10-13) y de su intercesión
(cf. Jb 33,23-24; Za 1,12; Tb 12,12). "Cada fiel tiene
a su lado un ángel como protector y pastor para
conducirlo a la vida" (S. Basilio, Eun. 3, 1). Desde
esta tierra, la vida cristiana participa, por la fe, en
la sociedad bienaventurada de los ángeles y de los hombres,
unidos en Dios.
Conectemos con este gran amigo invisible, invoquémosle a
menudo. Nos hará sentir su presencia y amistad espiritual. (Cf.
CEC, 336).
La vida de los Santos es a menudo testimonio
de extraordinarias intervenciones angélicas (también diabólicas…!). ¡Cómo no recordar las
múltiples anécdotas que nos relata San Juan Bosco o San
Pío de Pietrelcina, santos cuyas vidas están perfectamente documentadas y
que son bien cercanas a nosotros!
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