De la muerte del deseo
Pequeña ermita
“No es libre quién luchando contra el deseo lo vence una y otra vez,
sino quién ya no desea”.
Esta
verdad profunda dicha por nuestro Padre en una de sus tantas charlas de
dirección espiritual, es la respuesta a muchos planteos que el
buscador de Dios se ha hecho a lo largo de la historia de la redención.
Examinando
el tema del deseo en nuestra experiencia personal, nos damos cuenta
que, luego de saciados, el ansia desaparece. La saciedad ha ido
creciendo y la carencia se ha ido retirando; mientras la una crecía, la
otra disminuía en correspondiente proporción. Ese que está satisfecho,
ya no desea.
Sin
embargo, a medida que pasa el tiempo va aumentando nuevamente la
carencia, quedando en la nada lo que fuera saciedad. Se reinicia
nuevamente el devenir vicioso, en el cual corremos apresurados tras un
objeto deseado, hasta que habiéndolo encontrado, fugazmente saciados,
descansamos.
Pero
el descanso es breve porque la saciedad no es profunda ni integral. Es
una completitud aparente. Incluso a veces, apenas hartos en una
determinada área, nos lanzamos ansiosos detrás de otros objetos, en
otros ámbitos, para compensar otras ausencias.
Esta
breve descripción del ir y venir incesante basta para reseñar los
fundamentos básicos de la vida de la mayor parte de las personas. Nos encontraremos
incluidos, si con verdad y con la humildad que la verdad trae, nos
examinamos. Fijémonos sino en la lucha por la castidad, en la guerra
contra los impulsos del vientre, en la necesidad de sentirnos
importantes, en el ansia de riqueza; miremos simplemente nuestra propia
historia.
Cuantas
veces nos ha pasado, de festejar una victoria, de creernos ya
poseedores de cierta virtud, solo para comprobar con pena y vergüenza
que la caída se encontraba lista, apenas bajamos del podio en el cual
festejábamos engreídos.
Queremos
libertad para encontrar a Cristo en nuestros corazones y, a la vez,
sabemos que no lo hallaremos sino somos en cierto modo libres. Si
esclavos de los apetitos, no Lo reconocemos aunque toque a nuestra
puerta. Si no toca a nuestra puerta no nos liberamos de la esclavitud de
los sentidos. Y esta aparente paradoja que se manifiesta a través de la
historia de la salvación, en el Cuerpo místico de Cristo, puede ser
resuelta si apelamos con atención a la enseñanza de los Padres del
desierto, aquellos que en diversos grados de santidad nos marcan el
camino.
¿Cómo
hacemos para ya no desear? ¿Cómo podemos encontrar y quedarnos a vivir
en la aldea de los impasibles? Porque el impasible es el que no puede
ser conmovido por las pasiones. Pero ¿Cómo puede ser posible que alguien
no sea movido de su sitial interior, de su centro de contemplación, de
su núcleo de silencio? ¿Cómo puede hacerse posible que alguien no sea
afectado por los estímulos seductores del cuerpo o de la mente o de la
corrupta sociedad?
Dice nuevamente nuestro padre: “No será alterado por las pasiones varias, quién permanezca poseído hasta el hueso por una pasión superior”.
Porque
solo un gran amor, un total aniquilamiento en la pasión suprema,
permite ignorar sin lucha constante cualquier otro brillo pasajero que
intente encandilar.
Sólo
un amor total, una pasión devoradora que sacie plenamente, permite
permanecer fiel sin esfuerzos, sin guerra cruenta y lo que es mas
importante, minimizando las posibilidades de caída.
Repito
insistiendo…queremos no luchar contra el deseo sino ya no desear. ¿Pero
cómo se hace para encontrar en nosotros semejante pasión por Dios?
¿Cómo nos enamoraremos de tal forma que arrebatados de continuo seamos
fieles por gozo y gusto enaltecido?
Examinemos
brevemente pero con paciencia este acontecer interior. ¿Cuándo ocurre
que una persona se enamora de otra? Cuando habiendo conocido a alguien,
siente una potente dulzura y atracción ante su vista, ante su
cercanía…cuando habiendo sentido su aroma se ha visto transportado a un
prado de delicias; ha sido la mirada o la sonrisa o el gesto de aquello
que fue dicho… el enamoramiento es algo que se siente en uno debido a la
presencia de aquella persona.
Es
ese contacto inicial lo que me ha subyugado; es decir, lo que me ha
sometido y lo que anhelo volver a sentir. Por eso andan los amantes
persiguiéndose, queriendo recrear en cada encuentro lo sentido
inicialmente. Porque aquello tan fuerte que lo conmovió se ha ido con
ella, no ha quedado en él sino como recuerdo. Aquello ha dejado de estar
presente sin la cercanía de quién lo producía. Y puede gozar el amante
con el recuerdo, pero nunca como con la presencia viva.
Por
todo esto es que San Juan de La Cruz, solo por citar un ejemplo
luminoso, gime por la renovación de la presencia del amado, porque se le
ha ido y lo ha dejado herido. Herido de gusto y ya nada lo puede saciar
habiendo conocido tal manjar.
Es
necesario contar con una fuerte experiencia personal de Dios y de su
sagrado toque, para desearlo con intensidad. Habiendo probado la dulzura
del Divino alimento, desearé el retorno de Aquél que me lo dio a
probar.
Esta
experiencia orientará los deseos, pero no bastará para librarse de
caídas, porque si el Amado se demora, empezará mi anhelo a vagar y a
detenerse en variadas concupiscencias que puedan hacerme olvidar la
ausencia y el dolor que esta produce.
Dice en otra de sus cartas Hno. Valentín:
“es necesario vivir con el objeto de nuestro amor, es necesaria la
convivencia, la comunión permanente de Amado con amada para que no
aparezca la nostalgia, para que no incurramos en olvido, para ser fieles
por gozo y poseedores de una alegría sin lucha”.
¿Tengo
una experiencia tal de Dios en mí, que orienta todos mis deseos? ¿Es
esta experiencia la de mas fuerte impacto en mi vida? ¿O en realidad
cuando mas fuertemente he sentido ha sido con aquella otra experiencia?
Según la respuesta será la orientación espontánea del conjunto de los
deseos.
Porque
los deseos tienen una mecánica y una tendencia. Es la de buscar primero
lo que mas placentero se recuerda o lo que, no siendo lo mas
placentero, es lo de más fácil obtención. Y aún cuando mi experiencia
personal de Dios no sea plena, por alguna razón estoy aquí dedicado a
buscar a Dios; nunca es por lo que he escuchado sobre Él, sino que debo
haber vivido algo de Dios para andar indagando en estos ámbitos, en
estas lecturas.
Debemos
entonces acrecentar nuestra experiencia personal de Dios, para que
todos nuestros deseos se unifiquen. Debemos tener la experiencia de que
Su goce es mas excelso y que vale la pena persistir.
¿Cómo
haremos para acercarnos a Cristo? Aumentando nuestra coherencia de
vida. ¿Cómo haremos semejante esfuerzo si no tenemos una experiencia tal
que nos sostenga? Vuelve a mostrarse lo paradojal. Hay que pedir la
gracia y hay que seguir la orientación del Padre espiritual.
Porque
si queremos ir a un pueblo del que ignoramos la ubicación, no tenemos
mas que preguntar y entonces por esas indicaciones nos dirigiremos hacia
el objetivo. Es preciso que el que nos orienta sepa donde se halla el
destino y, en estas materias, no conviene seguir a quién no ha visitado
el lugar por experiencia personal. Hay que seguir las indicaciones de
quién vive en aquel paraje.
Hay
que empezar por un acto de confianza, de fe, buscando incrementar la
experiencia personal de Dios, que nos ha traído hasta este punto.
Debemos aumentar en gran forma la coherencia en la propia vida,
precisamos enderezar los caminos para que pueda manifestarse en nosotros
la metanoia, la transformación profunda.
Si
queremos conocer al Señor íntimamente, debemos darnos cuenta de lo que
pretendemos, de su importancia y ponernos a vivir acorde a ello. Y, como
carecemos de la experiencia suficiente, debemos seguir instrucciones de
un Padre espiritual.
Sea
que estemos ya enamorados de Dios o que solo nos envuelva una fuerte
atracción, debemos dar un salto, hacer un fuerte cambio de vida y de
actitud, debemos poner toda la fuerza personal que encontremos en
nosotros mismos para colaborar con la gracia que rogamos…porque si
llegara a producirse, si llegáramos a sentir el soplo de Su brisa,
si fuéramos atentos y sintiéramos su toque delicado, habría ya sobrados
motivos para no desear sino el incremento de ese sagrado contacto.
Cuando
eso se ha vivido, uno deja de desear otra cosa, se ansía solo lo que
vale la pena, lo que mas dicha brinda. Y si fuera el caso de que nuestra
cooperación con la gracia se hiciera decidida en extremo, si
estuviéramos hablando de una santa obsesión, de una férrea determinación
a vivir por Cristo, con Él y en Él, si pusiéramos todo en ello…habremos
llegado al punto del Encuentro en el que huelga toda palabra posterior.
El deseo solo muere con la saciedad completa y para siempre.
Esto es, Dios, nuestro Señor.
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