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Plácido, Santo |
Monje
Martirologio Romano: Conmemoración de san Plácido, monje, que desde su
adolescencia fue discípulos del abad san Benito (s. VI).
Etimológicamente:
Plácido = de carácter suave. Viene de la lengua latina.
Una de las maravillas que se
siente al escribir estas breves biografías es ver cómo la
Iglesia, que nació entre gente sencilla, ha sido y es
semilla cultural, espiritual y humana en todo el mundo.
Este joven
vivió en pleno siglo VI. Durante más de cinco siglos,
los benedictinos lo honraron como un fiel servidor de Dios
no siendo ni obispo ni mártir.
San Gregorio Magno, sin embargo,
nos enseña en sus magníficos “Diálogos” que desde muy joven
fue confiado a san Benito.
Este, llevado de su santidad hecha
realidad en sus obras, se lo llevó consigo primeramente a
Subiaco y a continuación a Mote Casino, en donde
murió plácidamente en su lecho.
Otros benedictinos posteriores, concretamente en el
siglo XII, le compusieron una “pasión” (especie de obra teatral
para ser representada en las puertas de las iglesias). Estos
benedictinos pertenecían a Sicilia y fueron ellos los que comenzaron
a considerarlo como un mártir.
Dicen que vino de Monte Casino
a Mesina. Aquí – cosa de siempre – los piratas
invadieron el monasterio, lo saquearon y sometieron a torturas
los monjes.
Al final del siglo XVI, comenzaron a hacerse
excavaciones arqueológicas. Y resulta que en Mesina encontraron muchos esqueletos.
Una vez estudiados, se atribuyeron a los monjes que habían
sido asesinados por los piratas invasores y saqueadores.
Quisieron obligarles a apostatar de su en Cristo y, al
no cometer semejante injuria contra Dios, les dieron muerte.
Históricamente, es
mucho más seguro que Plácido muriera en Monte Casino, pero
basta para su gloria la certeza de haber sido uno
de los discípulos predilectos del santo de Nursia, de uno
de cuyos milagros fue protagonista: Un día san Benito pidió
a Plácido, quien era aún un niño, le trajera agua,
al cabo de un rato vio en espíritu que un
niño se estaba ahogando en el lago y entonces ordenó
a Mauro que fuera a salvarle; el monje así lo
hizo, obedeciendo tan ciegamente que su fe le permitió andar
sobre las aguas, luego el abad y Mauro porfiaron largamente
atribuyéndose el uno al otro el mérito de aquel prodigio.
¡Felicidades
a quien lleve este nombre!
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