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Padres Ancianos |
Para los jóvenes padres de familia, cuidar a sus bebés,
ayudarlos en su absoluta dependencia para subsistir, a aprender a
caminar, y a valerse cada vez más por sí mismos,
es vivido como un camino mágico, esperado y muy satisfactorio,
cuya recompensa es ver desarrollarse al hijo y convertirse en
una personita. Cuidarlos cuando enferman, es una preocupación que se
puede llevar al extremo, para que sus males sean bien
atendidos, medicinados y seguidas las instrucciones del médico. Nadie cuestiona
esta responsabilidad y satisfacción.
Es muy fácil dar amor y apapacho
a un bebé o a una niñita encantadora, o un
abrazo a un niño. La satisfacción paterna es fácil de
conseguir y lleva al orgullo de ser protector y cuidador
de los hijos que crecen. Estas satisfacciones se convierten en
orgullo que puede llegar a la soberbia, la presunción consigo
mismo del deber cumplido.
Pero hay otro extremo de la vida,
la decadencia con los años, que convierte a personas vigorosas
de la edad madura en ancianos, cada vez más necesitados
de ayuda de todo tipo: material, física y psicológica -por
no especificar espiritual. Quienes no mueren en el camino
de la vida, se hacen viejos, con una creciente dependencia
de gente más joven, que en toda cultura humana, es
vista como responsabilidad fundamental de los hijos, y en segundo
lugar de otros parientes, como los hermanos menores. La responsabilidad para
con los viejos es tan importante como para con los
infantes; éstos crecen y aquellos decrecen, los niños son cada
día menos dependientes y los viejos cada vez más, los
niños ganan fuerza, los viejos la pierden. Aquí empiezan los
problemas para quienes, como adultos en plenitud de vida, enfrentan
necesidades de sus padres que envejecen: ¡que lata con el
viejo!
Tal como la memoria histórica de los pueblos los hace
olvidar y repetir los errores pasados, de acción y de
omisión, las personas tienden a olvidar lo recibido de sus
padres, desde el cuidado y alimentación recién nacidos, hasta sacrificios
personales de tiempo y dinero para su educación. Y no
es falta de memoria histórica familiar, es un mecanismo egoísta
para olvidar la dedicación paterna y materna recibida.
Muy fácilmente, los
padres de familia jóvenes y en edad madura, egoístamente pueden
despreciar cada vez más lo recibido de sus padres, dándolo
como una obligación que cumplir sin mayor mérito, pero al
mismo tiempo llegan a sobreestimar sus propias acciones para con
sus hijos. El egoísmo y la sobre-autoestima se imponen,
desestimando a sus padres.
Atender a los padres que envejecen o
ya ancianos, es vista por adultos egoístas como carga incomodísima,
que demanda algo que quieren tener para su exclusivo provecho:
tiempo. Una vez que un adulto empieza a sentir la
necesidad paterna de dedicarles tiempo, la alternativa se hace presente:
si dejo mis cosas para ver a mis papás, me
pesa, y si no les doy tiempo, me remuerde la
conciencia. La solución más fácil: desoír la conciencia.
El envejecimiento humano
es sinónimo, desgraciadamente, de pérdida de facultades, y al mismo
tiempo puede serlo de testarudez, necedad, mal carácter y cerrazón
a ideas y costumbres que a través de su vida
llegaron a considerar como propias: yo tengo razón y las
nuevas generaciones están equivocadas. Los viejos chochean, entorpecen sus movimientos,
pierden la memoria reciente y enferman cada vez más fácil
y más perennemente. ¡Que lata son los viejos! Sí, los padres
que envejecen o ya ancianos son una carga, pero es
el proceso vital de todo ser viviente. Esta carga es,
para una recta conciencia libre de egoísmo, una responsabilidad ineludible,
a cumplir con el mismo amor con que se atiende
a los hijos al prepararlos para la vida. Pero la
dificultad de atender a los viejos es más gratificante que
atender a los hijos, y el premio divino inmenso.
No podemos
hacernos sordos ni ciegos ante la demanda de atención de
los padres viejos, cuya mayor dolencia es la soledad. En
todas las culturas humanas y todas las religiones, esta responsabilidad
es muy grave; es primero corresponder a la atención y
amor recibidos mientras se crecía, con todas las fallas y
errores que ello pudiera haber tenido. Salvo casos muy particulares
de irresponsabilidad paterna, el saldo de amor y cuidados que
recibimos, es muy favorable a los padres. Olvidarlo es tan,
tan cómodo... que pensar en ello mortifica el uso de
mi tiempo: sacrificar mi ocio tan agradable en pasar tiempo
con los viejos...
La Biblia es muy clara en cuanto a
la responsabilidad para con los padres ancianos, con todas sus
debilidades, fallas y exigencias. La palabra de Dios es más
exigente que cualquier palabra humana sobre el deber ante los
padres. Dios no deja de amenazar a quien no lo
cumple y de ofrecer recompensa a quien da amor a
sus viejos. (Ver Eclesiástico, Cap. III, Vers. 1-18). En conclusión: debemos
dar a nuestros padres envejeciendo los que necesitan de nosotros,
en cosas materiales -lo más cómodo-, pero esencialmente en tiempo,
tiempo lleno de calor humano, de cariño y de mucha,
mucha comprensión de sus debilidades de ancianidad y de su
soledad. De paso, no olvidar que, si no morimos
en plenitud de vida, también nos haremos ancianos y requeriremos
tiempo de nuestros propios hijos quienes, naturalmente, repetirán lo que
nos vieron hacer o dejar de hacer.
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