martes, 16 de octubre de 2012

El Sacramento del Orden Sacerdotal.

Sentido e institución del Orden
Es el que hace posible que la misión, que Cristo le dio a sus Apóstoles, siga siendo ejercida en la Iglesia hasta el fin de los tiempos.
 
Sentido e institución del Orden
Sentido e institución del Orden


Naturaleza

El Sacramento del Orden es el que hace posible que la misión, que Cristo le dio a sus Apóstoles, siga siendo ejercida en la Iglesia hasta el fin de los tiempos. Es el Sacramento del ministerio apostólico.

De hecho este es el sacramento por el cual unos hombres quedan constituidos ministros sagrados, al ser marcados con un carácter indeleble, y así son consagrados y destinados a apacentar el pueblo de Dios según el grado de cada uno, desempeñando en la persona de Cristo Cabeza, las funciones de enseñar, gobernar y santificar”. (CIC. c. 1008)

Todos los bautizados participan del sacerdocio de Cristo, lo cual los capacita para colaborar en la misión de la Iglesia. Pero, los que reciben el Orden quedan configurados de forma especial, quedan marcados con carácter indeleble, que los distinguen de los demás fieles y los capacita para ejercer funciones especiales. Por ello, se dice que el sacerdote tiene el sacerdocio ministerial, que es distinto al sacerdocio real o común de todos los fieles, este sacerdocio lo confiere el Bautismo y la Confirmación. Por el Bautismo nos hacemos partícipes del sacerdocio común de los fieles.

El sacerdote actúa en nombre y con el poder de Jesucristo. Su consagración y misión son una identificación especial con Jesucristo, a quien representan. El sacerdocio ministerial está al servicio del sacerdocio común de los fieles.

Los sacerdotes ejercen los tres poderes de Cristo. Son los encargados de transmitir el mensaje del Evangelio, y de esa manera ejercen el poder de enseñar. Su poder de gobernar lo ejercen dirigiendo, orientando a los fieles a alcanzar la santidad. Así mismo son los encargados de administrar los medios de salvación – los sacramentos – cumpliendo así la misión de santificar. Si no hubiesen sacerdotes, no sería posible que los fieles reciban ciertos sacramentos, de ahí la necesidad de fomentar las vocaciones. De los sacerdotes depende, en gran parte, la vida sobrenatural de los fieles, pues solamente ellos pueden consagrar, al hacer presente a Cristo, y otorgar el perdón de los pecados. Aunque estas son las dos funciones más importantes de su ministerio, su participación en la administración de los sacramentos no termina ahí.

El Sacramento del Orden consta de diversos grados y por ello se llama orden. En la antigüedad romana, la palabra Orden se utilizaba para designar los cuerpos constituidos en sentido civil, en especial aquellos que gobernaban. La Iglesia, tomando como fundamento la Sagrada Escritura, llama desde los tiempos antiguos con el nombre de taxeis (en griego), de ordines (en latín) a diferentes cuerpos constituidos en ella. En la actualidad se designa con la palabra ordinatio al acto sacramental que incorpora al orden de los obispos, de los presbíteros y de los diáconos, que confiere en don del Espíritu Santo que les permite ejercer un poder sagrado que sólo viene de Cristo, por medio de su Iglesia. La “ordenación” también es llamada consecratio.

En el Antiguo Testamento vemos como dentro del pueblo de Israel, Dios escogió una de las doce tribus, la de Leví, para el servicio litúrgico. Los sacerdotes de la Antigua Alianza fueron consagrados con rito propio. (Cfr. Ex. 29, 1-30). Pero, este sacerdocio de la Antigua Alianza era incapaz de realizar la salvación, motivo por el cual tenía la necesidad de repetir una y otra vez sacrificios en señal de adoración, de gratitud, de súplica y de contrición.

La Liturgia de la Iglesia ve en el sacerdocio de Aarón y en el servicio de los levitas, así como en la institución de los setenta “ancianos” (Nm. 11, 24-25), prefiguraciones del ministerio ordenado de la Nueva Alianza. También el sacerdocio Melquisedec es considerado como una prefiguración del sacerdocio de Cristo, único “Sumo Sacerdote según el orden de Melquisedec” (Hb. 5, 10; 6, 20).

Todas esta prefiguraciones encuentran su plenitud en Cristo, “único mediador entre Dios y los hombres” (1Tim. 2, 5). Cristo es la fuente del ministerio de la Iglesia. Él lo ha instituido, le ha dado la autoridad, la misión, la orientación y la finalidad.


Institución

El Concilio de Trento definió como dogma de fe que el Sacramento del Orden es uno de los siete sacramentos instituidos por Cristo. Los protestantes niegan este sacramento, para ellos no hay diferencia entre sacerdotes y laicos.

Por la Sagrada Escritura, podemos conocer como Jesús escogió de manera muy especial a los Doce Apóstoles (Cfr. Mc. 3, 13-15; Jn. 15, 16). Y es a ellos a quienes les otorga Sus poderes de perdonar los pecados, de administrar los demás sacramentos, de enseñar y de renovar, de manera incruenta, el sacrificio de la Cruz hasta el final de los tiempos. Les concedió estos poderes con la finalidad de continuar Su misión redentora y para ello, Cristo les dio el mandato de transmitirlos a otros. Desde un principio así lo hicieron, imponiendo las manos a algunos elegidos, nombrando presbíteros y obispos en las diferentes localidades para gobernar las iglesias locales.

El Jueves Santo, en lo que se conoce como la Cena del Señor, se conmemora la institución de este Sacramento.


El signo y el rito del Orden
La consagración de la persona en su totalidad a Cristo y a la Iglesia.
 


Signo: Materia y Forma

El Papa Pío XII, después de una larga controversia, declaró que la materia de este sacramento era la imposición de manos. (Cfr. Dz. 2301; CIC. c. 1009 &2). Como hemos visto, desde un principio la práctica apostólica era la imposición de manos, el problema se suscitó al añadirse al rito en los siglos X, XI, XII, la entrega de los instrumentos - cáliz, patena, Evangelios etc. – a la usanza de las costumbres civiles romanas. Pero, en este sacramento, a diferencia de los otros, el efecto no depende de lo que tenga el ministro, sino que se comunica una fuerza espiritual que viene de Dios. De ahí que la fuerza de la materia está en el ministro y no en una cosa material. Pío XII aclaró - de manera rotunda - que estos instrumentos no eran necesarios para la validez del sacramento.

La forma es la oración consecratoria que los libros litúrgicos prescriben para cada grado. (CIC. c. 1009 & 2). Esta es diferente para cada grado del sacramento. Es decir, son diferentes para el episcapado, para el presbiterado y para el diaconado.

Rito y Celebración

La celebración del Sacramento del Orden, ya sea, para un obispo, para el presbiterado o para el diaconado, tendrá lugar, de preferencia en domingo y en la catedral del lugar. El lugar propio para ello es dentro de la Eucaristía.

El rito esencial del sacramento está constituido, para los tres grados, por la “imposición de las manos” del Obispo sobre la cabeza del ordenado, así como una “oración consagratoria específica” en la que se le pide a Dios “la efusión del Espíritu Santo y de sus dones apropiados a cada ministerio, para el cual el candidato es ordenado”.

Como todo sacramento, existen ritos complementarios en la celebración. Así, al obispo y al presbítero se le unge con el Santo Crisma, como signo de la unción especial del Espíritu Santo que se hace fecundo en su ministerio. Al obispo se le entrega el libro de los Evangelios, el anillo, la mitra y el báculo. Al presbítero se le entregan la patena y el cáliz, los Evangelios. Al diácono se le entrega el libro de los Evangelios.

En las tres consagraciones, la unción significa la consagración de la persona en su totalidad a Cristo y a la Iglesia.


Los tres grados del Orden
El episcopado, el presbiterado y el diaconado.
 


Hemos mencionado que existen tres grados en el Sacramento del Orden: el episcopado, el presbiterado, y el diaconado.

Entre los diversos ministerios, el Ministerio de los Obispos, ocupa un lugar preponderante, pues por medio de una sucesión apostólica, que existe desde el principio, son los que transmiten la semilla apostólica.

Los primeros apóstoles, después de recibir al Espíritu Santo en Pentecostés, comunicaron el don espiritual que habían recibido a sus colaboradores, mediante la “imposición de manos”.

El Concilio Vaticano II, “enseña que por la consacración episcopal se recibe la ‘plenitud’ del sacramento del Orden”. Se puede decir que es la “cumbre del ministerio sagrado”. Cfr. LG 20; Catec. n. 1555).

Su poder para consagrar no excede a la de los presbíteros, pero sí tienen otros poderes que los sacerdotes no tienen, como son:
  • El poder de administrar el sacramento del Orden y de la Confirmación.

  • Son los que normalmente bendicen los óleos que se utilizan en los diferentes sacramentos.

  • También poseen el poder de predicar en cualquier lugar.

  • Normalmente, el Obispo tiene el gobierno de una diócesis o Iglesia local que le ha sido confiada, siempre bajo la autoridad del Papa, pero al mismo tiempo, “tiene colegialmente con todos sus hermanos en el episcopado la solicitud de todas las Iglesias”. (Cfr. Catec. n. 1566).

  • Es quien dicta las normas en su diócesis sobre los seminarios, la predicación, la liturgia, la pastoral, etc.

  • Además, son los Obispos los encargados de otorgar a los presbíteros el poder de predicar la palabra de Dios y de regir sobre los fieles.


Existen Obispos con territorio, que son los que están al frente de una diócesis y Obispos sin territorio, que son, generalmente, todos aquellos que colaboran en el Vaticano, en una misión específica.

Algunos Obispos son nombrados Cardenales, en virtud de su entrega y su labor especial a la Iglesia. El Papa es quien los nombra y no se necesita de una celebración especial. En cuanto al poder del sacramento, es igual que la de los Obispos, ambos tiene la plenitud del ministerio, por ser Obispo. Los Arzobispos son aquellos Obispos encargados de una arquidiócesis, es decir, que dado lo extenso del territorio se ve la necesidad de dividir una diócesis, en varias diócesis.

Los presbíteros - palabra que viene del griego y significa anciano – no poseen la plenitud del Orden y están sujetos a la autoridad del Obispo del lugar para ejercer su potestad. Sin embargo, tienen los poderes de:
  • Consagrar el pan y el vino.

  • Perdonar los pecados.

  • Ayudar a los fieles, transmitiendo la doctrina de la Iglesia y con obras.

  • Pueden administrar cualquier sacramento en el cual el ministro no sea un Obispo.


Los sacerdotes o presbíteros son los que ayudan a los Obispos en diferentes funciones. Por ello, cuando un sacerdote llega a una diócesis tiene que presentarse ante el Obispo, y éste será quien le otorgue los permisos necesarios.

Los presbíteros, a pesar de no poseer la plenitud del Orden y dependan de los Obispos, están unidos a ellos en el honor del sacerdocio y, en virtud del Sacramento del Orden, quedan consagrados como verdaderos sacerdotes de la Nueva Alianza, a imagen de Cristo, sumo y eterno Sacerdote. (Cfr. Hb.5, 1-10; 7,24; 11, 28). Además, por el Sacramento del Orden, los presbíteros participan en la universalidad de la misión confiada por Cristo a los Apóstoles.

En el grado inferior de la jerarquía están los diáconos – del griego, igual a servidor – a los que se les imponen las manos “para realizar un servicio, y no para ejercer el sacerdocio”. A ellos les corresponde:


  • Asistir al Obispo y a los presbíteros en diferentes celebraciones.

  • En la distribución de la Eucaristía, llevando la comunión a los moribundos.

  • Asistir a la celebración del matrimonio y bendecirlo, cuando no haya sacerdote.

  • Proclamar el Evangelio.

  • Administrar el Bautismo solemne.

  • Dar la bendición con el Santísimo.
El diaconado, generalmente, se recibe un tiempo antes de ser ordenado presbítero, pero a partir del Concilio Vaticano II, se ha restablecido el diaconado como un grado particular dentro de la jerarquía de la Iglesia. Este diaconado permanente, que puede ser conferido a hombres casados o solteros, ha contribuido al enriquecimiento de la misión de la Iglesia. (Cfr. LG. N. 29).


Efectos, ministros y sujetos del Orden
Con este sacramento se reciben varios efectos de orden sobrenatural que le ayudan al cumplimiento de su misión.
 
Efectos

Con este sacramento se reciben varios efectos de orden sobrenatural que le ayudan al cumplimiento de su misión.

El carácter indeleble, que se recibe en este sacramento, es diferente al del Bautismo y el de la Confirmación, pues constituye al sujeto como sacerdote para siempre. Lo lleva a su plenitud sacerdotal, perfecciona el poder sacerdotal y lo capacita para poder ejercer con facilidad el poder sacerdotal.

Todo esto es posible porque el carácter configura a quien lo recibe con Cristo. Lo que hace que el sacerdote se convierta en ministro autorizado de la palabra de Dios, y de ese modo ejercer la misión de enseñar. Así mismo, se convierte en ministro de los sacramentos, en especial de la Eucaristía, donde este ministerio encuentra su plenitud, su centro y su eficacia, y de este modo ejerce el poder de santificar. Además, se convierte en ministro del pueblo, ejerciendo el poder de gobernar.

Otro efecto de este sacramento es la potestad espiritual. En virtud del sacramento, se entra a formar parte de la jerarquía de la Iglesia, la cual podemos ver en dos planos. Una, la jerarquía del Orden, formada por los obispos, sacerdotes y díaconos, que tiene como fin ofrecer el Santo Sacrificio y la administración de los sacramentos. Otra es la jerarquía de jurisdicción, formada por el Papa y los obispos unidos a él. En este caso, los sacerdotes y los diáconos entran a formar parte de ella, mediante la colaboración que prestan al Obispo del lugar.

Por ser sacramento de vivos, aumenta la gracia santificante y concede la gracia sacramental propia, que en este sacramento es una ayuda sobrenatural necesaria para poder ejercer las funciones correspondientes al grado recibido.


Ministro y Sujeto

Cristo eligió a doce apóstoles, entre sus numerosos discípulos, haciéndoles partícipes de su misión y de su autoridad. Desde entonces hasta hoy es Cristo quien otorga a unos el ser Apóstoles y a otros ser pastores.

Por lo tanto, el ministro del Sacramento del Orden es el Obispo, descendiente directo de los Apóstoles. Los obispos válidamente ordenados, es decir que están en la línea de la sucesión apostólica, confieren válidamente los tres grados del sacramento del orden. Así consta en los Concilios de Florencia y de Trento.

“Dado que el sacramento del Orden es el sacramento del ministerio apostólico, corresponde a los obispos, en cuanto sucesores de los Apóstoles, transmitir el don espiritual; la semilla apostólica”. (Catec. n. 1576).

Para que se administre válidamente, solamente se necesita que el obispo tenga la intención de hacerlo y que cumpla con el rito externo de la ordenación. No importa la condición en que se encuentre el obispo.

En cuanto a la licitud de la ordenación, para ordenar a un obispo se requiere ser obispo y poseer una constancia del mandato del Su Santidad, el Papa. En la ordenación de obispos, además del ministro, se necesita que estén presente otros dos obispos.

Para ordenar lícitamente a los presbíteros y los diáconos, el ministro es el propio Obispo o en su defecto, cualquier otro Obispo autorizado por el Ordinario del lugar. Además debe de corroborar que el candidato sea idóneo, de acuerdo a las normas del derecho. Cuando la ordenación es realizada por un Obispo que no es el propio, debe de cerciorarse mediante Cartas Testimoniales. Además el ministro debe de estar en estado de gracia.

Para poder recibir válidamente este sacramento, el sujeto es “todo varón bautizado”. (Cfr. CIC c. 1024). El sujeto debe de tener la intención de recibirlo y haberla manifestado. Se le llama intención habitual a la que tenía antes y de la cual no se retractó. En la práctica será intención actual, en el momento de recibirlo, pues está dispuesto a recibirlo y a cambiar de estado de vida, adquiriendo nuevas obligaciones. Debe recibirlo en total libertad, pues sino la intención no existe y la ordenación es nula y las obligaciones dejan de existir.

En la actualidad, existe una corriente muy fuerte que propugna por la ordenación al sacerdocio de las mujeres. La Iglesia siempre ha enseñado que Jesucristo escogió a hombres para continuar su misión redentora. Todos los Apóstoles eran varones. La Iglesia no tiene ningún poder para cambiar la esencia de los sacramentos que Cristo estableció. En 1994, el Papa, Juan Pablo II, en su Carta Apostólica sobre la Ordenación Sacerdotal reservada sólo a los hombres nos dice: “Con el fin de alejar toda duda sobre una cuestión de gran importancia, que atañe a la misma constitución divina de la Iglesia, en virtud de mi ministerio de confirmar en la fe a mis hermanos (cfr. Lucas 22, 32), declaró que la Iglesia no tiene modo alguno la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres, y que este dictamen debe ser considerado como definitivo por todos los fieles de la Iglesia”. Con esto queda definitivamente aclarada la cuestión.

Por otro lado, sí el sacerdote tiene que representar a Cristo, tiene que tener una cierta semejanza natural con Él para poder celebrar la Santa Misa y la Eucaristía. Cristo es hombre.

Quienes por este motivo dicen que la Iglesia rebaja la dignidad de la mujer, están equivocados, el ejemplo lo tenemos en la Santísima Virgen María. Para la Iglesia el hombre y la mujer tienen la misma dignidad.

Condiciones y obligaciones del Oden
Existen cualidades necesarias por derecho divino, y otras por por derecho eclesiástico.
 
Condiciones para recibirlo lícitamente

Existen unas cualidades necesarias por derecho divino,
es decir por voluntad divina:
  • Que exista una vocación, un llamado específico de Dios, que posee unos signos tales como; la recta intención que significa buscar siempre la gloria de Dios, el bien de las almas y la propia santificación y una sólida vida de piedad y mortificación, afán de servicio. No olvidemos que el sacerdote es el mediador entre Dios y el hombre.

  • Al ser sacramento de vivos, se necesita recibirlo en estado de gracia.



  • Por otro lado existen unas cualidades por derecho eclesiástico, es decir por disposición de la Iglesia:
    • Las llamadas Cartas o Letras dimisorias, que es el acto por el cual alguien que tiene la autoridad necesaria autoriza la ordenación. Se llaman así porque casi siempre son por escrito.

    • El sujeto debe de conocer todo lo referente al sacramento y sus obligaciones. A esto se le llama "Ciencia Suficiente". El ordenado debe de presentarlo por escrito de su puño y letra. En cuanto al diaconado es necesario haber terminado el quinto año de estudios filosóficos – teológicos. Para el episcopado, Doctorado, o cuando menos la licenciatura en Sagradas Escrituras, Derecho Canónico o Teología.

    • La edad para recibir el episcopado, es decir para ser obispo es de 35 años. Para el presbiterado es de 25 años. Los diáconos que van a recibir el presbiterado deben de tener cuando menos 23 años. En el caso de diáconos permanentes han de tener 35 años y si están casados se necesita que su esposa de su consentimiento. (Cfr. CIC 378; 1031).

    • Entre el diaconado y el presbiterado debe existir un intervalo de tiempo, de al menos seis meses. A este espacio de tiempo que existe entre los dos primeros grados, se le llama intersticio.

    • El candidato debe haber recibido el sacramento de la Confirmación.

    • Para poder recibir el diaconado o el presbiterado el sujeto tiene que ser admitido como candidato por la autoridad competente, después de haber hecho la solicitud de su puño y letra. Esto se efectúa con un rito litúrgico establecido, llamado rito de admisión.

    • También se requiere la asistencia a Ejercicios Espirituales previos a la ordenación, de cinco días cuando menos.

    • Estar libre de impedimentos o irregularidades. La irregularidad tiene carácter perpetuo. Los impedimentos no son perpetuos.

    Las irregularidades, impedimentos perpetuos, impiden recibir lícitamente el sacramento, y son:

    • Padecer de amnesia o de algún trastorno psíquico.

    • Haber cometido alguna apostasía, herejía o ser causante de un cisma.

    • Intento de recibir el sacramento del Matrimonio, teniendo algún impedimento como un vínculo por orden sacerdotal o voto público perpetuo de castidad.

    • Homicidio voluntario.

    • Haber participado en un aborto.

    • Haberse mutilado gravemente a sí mismo.

    • Intento de suicidio.

    • Haber cometido un acto que solamente tiene el poder de realizar un obispo o un sacerdote.

    Los simples impedimentos son:

    • Estar casado.

    • Desempeñar un cargo público, prohibido a los clérigos.

    • Haber recibido el Bautismo recientemente, pues se considera que no está lo suficientemente probado.


    Obligaciones

    El celibato sacerdotal, fundamentado en el misterio de Cristo, es obligatorio para los sacerdotes de la Iglesia latina. (Cfr. CIC c. 227; Catec. N. 1579).

    Este tema ha sido y es muy discutido. El Concilio Vaticano II, Paulo VI, el II Sínodo de Obispos en 1971 han tratado este tema en documentos, encíclica y lo han ratificado. Juan Pablo II en 1979 reafirmó la postura del magisterio de la Iglesia.

    Todo esto nos demuestra, que a pesar de los ataques, la Iglesia posee una decidida voluntad por mantener la praxis antiquísima, pues aunque el celibato no es una exigencia de la naturaleza misma del sacerdocio, es muy conveniente.

    De la Encíclica de Paulo VI, Sacerdotalis celibatus, podemos tomar algunas razones que demuestran su conveniencia. Hay razones cristológicas y razones eclesiásticas.

    De las razones cristológicas se muestra la conveniencia en que:

    • Mediante el celibato, los sacerdotes se pueden entregar de un modo más profundo a Cristo, pues su corazón no está dividido en diferentes amores.

    • Por su vocación, el sacerdote lleva un vida de total continencia, a ejemplo de la virginidad de Cristo.

    • Cristo no quiso para Sí otro vínculo nupcial que el de su Amor a los hombres en la Iglesia. Por lo tanto, el celibato sacerdotal facilita la participación del ministro de Cristo en su Amor universal.

    De las razones eclesíasticas, vemos su conveniencia en que:

    • Con el celibato, la dedicación de los sacerdotes al servicio de los hombres, es más libre, en Cristo y por Cristo.

    • Toda la persona del sacerdote le pertenece a la Iglesia, la cual tiene a Cristo como esposo.

    • El celibato le facilita al sacerdote ejercer la paternidad de Cristo.


    No debemos olvidar que el celibato es un don de Dios, otorgado por Él a ciertas personas. Por lo tanto, la Iglesia aunque no se lo puede imponer a nadie, si puede exigirlo a aquellos que desean ser sacerdotes.

    Entre los derechos y deberes de los clérigos se encuentra el deber de buscar la santidad de vida, ya que son los administradores de los misterios de Cristo, para ello, deben leer la Sagrada Escritura. Que la celebración Eucarística sea el centro de su vida, por lo cual debe hacerlo diariamente. Rezar la Liturgia de las Horas. Practicar la meditación diariamente. Es recomendable tener un director espiritual y confesarse con mucha frecuencia. Asistir a Ejercicios Espirituales y tener una especial veneración a la Santísima Virgen María, rezando frecuentemente el Rosario, el Angelus, etc. El sacerdote tiene que luchar y esforzarse por ser santo.

    Todos aquellos que han recibido el sacramento del Orden tienen la obligación de mostrar respeto y obediencia al Papa y a su Ordinario propio, es decir, a su Obispo. Aceptando y desempeñando con fidelidad las tareas encomendadas por el Ordinario del lugar.

    Los sacerdotes deben de vestir el traje eclesiástico marcado por la Conferencia Episcopal donde sea posible. Esto tiene como finalidad, no solamente el decoro externo, sino que con ello da testimonio público de su pertenencia a Dios y su propia identidad. (Cfr. CIC c.284)

    El Sacramento del Orden confiere a los que lo reciben una misión y una dignidad especial, causa por la cual la Iglesia no permite que se ejerzan ciertas actividades, que podrían ser causa que obstaculice, o de rebajar su ministerio. Por ello, no permite que participen en cargos públicos que suponen una participación en los poderes civiles. No deben administrar bienes que son propiedades de laicos. Tampoco es conveniente que sean fiadores. No está permitido ejercer el comercio, ni participar en sindicatos o partidos políticos, ni presentarse voluntariamente al servicio militar.

    Por todo lo que se ha dicho antes, podemos concluir que los sacerdotes necesitan una formación especial que les permita desempeñar cabal y eficientemente la misión que les ha sido encomendada. La cual debe estar centrada en lo fundamental de su misión: enseñar el Evangelio, administrar los sacramentos y dirigir a los fieles. Con este motivo, la Iglesia fomenta el hecho que esta formación se desarrolle en lugares e instituciones especiales.

    Recordemos que Cristo pasó su vida pública enseñando a sus Apóstoles, de manera especial, fomentando su piedad y su amor a Dios, los instruía sobre el contenido de su predicación, les explicaba las parábolas y poco a poco fue instruyéndolos en la labor pastoral.


    “Ninguno, sin embargo, de los motivos con los que a veces se intenta ‘convencernos’ de la inorportunidad del celibato, corresponde la verdad que la Iglesia proclama y que trata de realizar en la vida a través de un empeño concreto, al que se obligan los sacerdotes antes de la ordenación sagrada. Al contrario, el motivo esencial, propio y adecuado está contenido en la verdad que Cristo declaró, hablando de la renuncia al matrimonio por el Reino de los Cielos, y que San Pablo proclamaba, escribiendo que cada uno en la iglesia tiene su propio don. El celibato es precisamente un ‘don del Espíritu’”. (Juan Pablo II, Carta Novo incipiente, n.63)


    El Padre llama a la Vida Eterna
    Mensaje del Santo Padre por las Vocaciones.
     
    MENSAJE DEL SANTO PADRE PARA LA XXXVI JORNADA MUNDIAL DE ORACIÓN POR LAS VOCACIONES

    "El Padre llama a la Vida Eterna"
    1 de octubre de 1998


    La celebración de la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, programada para el 25 de abril de 1999, cuarto domingo de Pascua, constituye un anual reclamo a considerar con atención un aspecto fundamental de la vida de la Iglesia: la llamada al ministerio sacerdotal y a la vida consagrada.

    En el camino de preparación al Gran Jubileo, el año 1999 abre "los horizontes del creyente según la visión misma de Cristo: la visión del "Padre celestial" (cfr Mt 5,45)" (Tertio millennio adveniente, 49) e invita a reflexionar sobre la vocación que constituye el verdadero horizonte de cada corazón humano: la vida eterna. Propiamente en esta luz se revela toda la importancia de las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada con las cuales el Padre celestial, de quien "viene toda dádiva perfecta y todo don perfecto" (Sant 1, 17), continúa enriqueciendo a su Iglesia.

    Un himno de alabanza brota espontáneo del corazón: "Bendito sea Dios, Padre del Señor nuestro Jesucristo" (Ef 1,3) por el don, también en este siglo que está llegando a su fin, de numerosas vocaciones al ministerio sacerdotal y a la vida consagrada en sus diversas formas.

    Dios continúa manifestándose Padre a través de hombres y de mujeres que, impulsados por la fuerza del Espíritu Santo, testimonian con la palabra y con las obras, e incluso con el martirio, su entrega sin reservas al servicio de los hermanos. Mediante el ministerio ordenado de Obispos, presbíteros y diáconos, él ofrece garantía permanente de la presencia sacramental de Cristo Redentor (cfr Christifideles laici,22), haciendo crecer la Iglesia, gracias a su específico servicio, en la unidad de un solo cuerpo y en la variedad de vocaciones, ministerios y carismas.

    El ha derramado abundantemente el Espíritu en sus hijos de adopción, poniendo de manifiesto en las diversas formas de vida consagrada su amor de Padre, que quiere abarcar la humanidad entera. Es un amor, el suyo, que espera con paciencia y acoge con gozo a quien se ha alejado; que educa y corrige; que sacia el hambre de amor de cada persona. El continúa mostrando horizontes de vida eterna que abren el corazón a la esperanza, aun a pesar de las dificultades, del dolor y de la muerte, especialmente por medio de cuantos han abandonado todo por seguir a Cristo, consagrándose enteramente a la realización del Reino.

    En este 1999 dedicado al Padre celestial, quisiera invitar a todos los fieles a reflexionar sobre las vocaciones al ministerio ordenado y a la vida consagrada, siguiendo los pasos de la oración que Jesús mismo nos enseñó, el "Padre nuestro".

    1 "Padre nuestro, que estás en el cielo"

    Invocar a Dios como Padre significa reconocer que su amor es el manantial de la vida. En el Padre celestial el hombre, llamado a ser su hijo descubre "haber sido elegido antes de la constitución del mundo, para ser santo e irreprensible en su presencia por la caridad" (Ef, 1,4). El Concilio Vaticano 11 recuerda que "Cristo... en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación" (Gaudium et spes, 22). Para la persona humana la fidelidad a Dios es garantía de fidelidad a sí mismo y, de esta manera, de plena realización del propio proyecto de vida.

    Toda vocación tiene su raíz en el Bautismo, cuando el cristiano, "renacido por el agua y por el Espíritu" (Lc 3,5) participa del acontecimiento de gracia que a las orillas del río Jordán manifestó a Jesús como "hijo predilecto" en el que el Padre se había complacido (Lc 3,22). En el Bautismo radica, para toda vocación, el manantial de la verdadera fecundidad. Es necesario, por tanto, que se preste especial atención para iniciar a los catecúmenos y a los pequeños en el redescubrimiento del Bautismo, y conseguir establecer una auténtica relación filial con Dios.

    2 "Santificado sea tu nombre"

    La vocación a ser "santos, porque él es santo" (!,,v 11,44) se lleva a cabo cuando se reconoce a Dios el puesto que le corresponde. En nuestro tiempo, secularizado y también fascinado Por la búsqueda de lo sagrado, hay especial necesidad de santos que, viviendo intensamente el primado de Dios en su vida, hagan perceptible su presencia amorosa y providente.

    La santidad, don que se debe pedir continuamente, constituye la respuesta más preciosa y eficaz al hambre de esperanza y de vida del mundo contemporáneo. La humanidad necesita presbíteros santos y almas consagradas que vivan diariamente la entrega total de sí a Dios y al prójimo; padres y madres capaces de testimoniar dentro de los muros domésticos la gracia del sacramento del matrimonio, despertando en cuantos se les aproximan el deseo de realizar el proyecto del Creador sobre la familia; jóvenes que hayan descubierto personalmente a Cristo y quedado tan fascinados por él como para apasionar a sus coetáneos por la causa del Evangelio.

    3. "Venga a nosotros tu Reino"

    La santidad remite al "Reino de Dios", que Jesús representó simbólicamente en el grande y gozoso banquete propuesto a todos, pero destinado sólo a quien acepta llevar la "vestidura nupcial" de la gracia.

    La invocación "venga tu Reino" llama a la conversión y recuerda que la jornada terrena del hombre debe estar marcada por la búsqueda del reino de Dios antes y por encima de cualquier otra cosa. Es una invocación que invita a dejar el mundo de las palabras que se esfuman para asumir generosamente, a pesar de cualquier dificultad y oposición, los compromisos a los que el Señor llama.

    Pedir al Señor "venga tu Reino" conlleva, además, considerar la casa del Padre como propia morada, viviendo y actuando según el estilo del Evangelio y amando en el Espíritu de Jesús; significa, al mismo tiempo, descubrir que el Reino es una "semilla pequeña" dotada de una insospechable plenitud de vida, pero expuesta continuamente al riesgo de ser rechazada y pisoteada.

    Que cuantos son llamados al sacerdocio o a la vida consagrada acojan con generosa disponibilidad la semilla de la vocación que Dios ha depositado en su corazón. Atrayéndoles a seguir a Cristo con corazón indiviso, el Padre les invita a ser apóstoles alegres y libres del Reino. En la respuesta generosa a la invitación, ellos encontrarán aquella felicidad verdadera a la que aspira su corazón.

    4. "Hágase tu voluntad´

    Jesús dijo: "Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y acabar su obra" (Jn, 4,34). Con estas palabras, él revela que el proyecto personal de la vida está escrito por un benévolo designio del Padre. Para descubrirlo es necesario renunciar a una interpretación demasiado terrena de la vida, y poner en Dios el fundamento y el sentido de la propia existencia. La vocación es ante todo don de Dios: no es escoger, sino ser escogido; es respuesta a un amor que precede y acompaña. Para quien se hace dócil a la voluntad del Señor la vida llega a ser un bien recibido, que tiende por su naturaleza a transformarse en ofrenda y don.

    5. "Danos hoy nuestro pan de cada día"

    Jesús hizo de la voluntad del Padre su alimento diario (cfr Jn, 4,34), e invitó a los suyos a gustar aquel pan que sacia el hambre del espíritu: el pan de la Palabra y de la Eucaristía.

    A ejemplo de María, es preciso aprender a educar el corazón a la esperanza, abriéndolo a aquel "imposible" de Dios, que hace exultar de gozo y de agradecimiento. Para aquellos que responden generosamente a la invitación del Señor, los acontecimientos agradables y dolorosos de la vida llegan a ser, de esta manera, motivo de coloquio confiado con el Padre, y ocasión de continuo descubrimiento de la propia identidad de hijos predilectos llamados a participar con un papel propio y específico en la gran obra de salvación del mundo, comenzada por Cristo y confiada ahora a su Iglesia.

    6. "Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden"

    El perdón y la reconciliación son el gran don que ha hecho irrupción en el mundo desde
    el momento en que Jesús, enviado por el Padre, declaró abierto "el año de gracia del Señor" (Lc 4,19).El se hizo "amigo de los pecadores" (Mt 11, 19), dio su vida "para la remisión de los pecados" (Mt 26,28) y, por fin, envió a sus discípulos al último confín de la tierra para anunciar la penitencia y el perdón.

    Conociendo la fragilidad humana, Dios preparó para el hombre el camino de la misericordia y del perdón como experiencia que compartir -se es perdonado si se perdona para que aparezcan en la vida renovada por la gracia los rasgos auténticos de los verdaderos hijos del único Padre celestial.

    7. "No nos dejes en la tentación, y líbranos del mal"

    La vida cristiana es un proceso constante de liberación del mal y del pecado. Por el sacramento de la Reconciliación el poder de Dios y su santidad se comunican como fuerza nueva que conduce a la libertad de amar, haciendo triunfar el bien.

    La lucha contra el mal, que Cristo libró decididamente, está hoy confiada a la Iglesia y a cada cristiano, según la vocación, el carisma y el ministerio de cada uno. Un rol fundamental está reservado a cuantos han sido elegidos al ministerio ordenado: obispos, presbíteros y diáconos. Pero un insustituible y específico aporte es ofrecido también por los Institutos de vida consagrada, cuyos miembros "hacen visible, en su consagración y total entrega, la presencia amorosa y salvadora de Cristo, el consagrado del Padre, enviado en misión" Vita consecrata, 76). ¿Cómo no subrayar que la promoción de las vocaciones al ministerio ordenado y a la vida consagrada debe llegar a ser compromiso armónico de toda la Iglesia y de cada uno de los creyentes? A éstos manda el Señor: "Rogad al Dueño de la mies para que envíe obreros a su mies" (Lc, 10,2). Conscientes de esto, nos dirigimos unidos en la oración al Padre celestial, dador de todo bien:

    8. Padre bueno, en Cristo tu Hijo nos revelas tu amor, nos abrazas como a tus hijos y nos ofreces la posibilidad de descubrir en tu voluntad los rasgos de nuestro verdadero rostro.

    Padre santo, Tú nos llamas a ser santos como tú eres santo. Te pedimos que nunca falten a tu Iglesia ministros y apóstoles santos que, con la palabra y los sacramentos, preparen el camino para el encuentro contigo.

    Padre misericordioso da a la humanidad descarriada hombres y mujeres que, con el testimonio de una vida transfigurada a imagen de tu Hijo, caminen alegremente con todos los demás hermanos y hermanas hacia la patria celestial.

    Padre nuestro, con la voz de tu Espíritu Santo, y confiando en la materna intercesión de María, te pedimos ardientemente: manda a tu Iglesia sacerdotes, que sean valientes testimonios de tu infinita bondad. ¡Amén!

    En el Vaticano, 1 de octubre de 1998, memoria de Santa Teresa del Niño Jesús, Doctora de la Iglesia.

    S.S. Juan Pablo II


    Respuestas del Papa Benedicto XVI a las preguntas de seminaristas
    Preguntas de los seminaristas del Seminario Romano Mayor durante la visita del Papa, el 17 de febrero de 2007.
     

    1. Cómo habla Dios en nuestro interior

    Gregorpaolo Stano: Diósecesis de Oria, Italia del I año (1° Filosofía)

    Santidad, durante el primero de los dos años que dedicamos al discernimiento nos esforzamos por escrutar a fondo nuestra persona. Es un ejercicio arduo para nosotros, porque el lenguaje de Dios es especial y sólo quien está atento puede captarlo entre las mil voces que resuenan dentro de nosotros. Por eso, le pedimos que nos ayude a comprender cómo habla Dios en concreto y cuáles son las huellas que deja al hablarnos en nuestro interior.

    Benedicto XVI:

    ¿Cómo podemos discernir la voz de Dios entre las mil voces que escuchamos cada día en nuestro mundo? Yo diría que Dios habla con nosotros de muchísimas maneras. Habla por medio de otras personas, por medio de los amigos, de los padres, del párroco, de los sacerdotes —aquí, os habla a través de los sacerdotes que se encargan de vuestra formación, que os orientan—. Habla por medio de los acontecimientos de nuestra vida, en los que podemos descubrir un gesto de Dios. Habla también a través de la naturaleza, de la creación; y, naturalmente, habla sobre todo en su Palabra, en la sagrada Escritura, leída en la comunión de la Iglesia y leída personalmente en conversación con Dios.

    Es importante leer la sagrada Escritura, por una parte, de modo muy personal, y realmente, como dice san Pablo, no como palabra de un hombre o como un documento del pasado, como leemos a Homero o Virgilio, sino como una palabra de Dios siempre actual, que habla conmigo. Aprender a escuchar en un texto, que históricamente pertenece al pasado, la palabra viva de Dios, es decir, entrar en oración, convirtiendo así la lectura de la sagrada Escritura en una conversación con Dios.

    San Agustín dice a menudo en sus homilías: llamé muchas veces a la puerta de esta Palabra, hasta que pude percibir lo que Dios mismo me decía. Por una parte, esta lectura muy personal, esta conversación personal con Dios, en la que trato de descubrir lo que el Señor me dice; y juntamente con esta lectura personal, es muy importante la lectura comunitaria, porque el sujeto vivo de la sagrada Escritura es el pueblo de Dios, es la Iglesia.

    Esta Escritura no era algo meramente privado, de grandes escritores —aunque el Señor siempre necesita a la persona, necesita su respuesta personal—, sino que ha crecido con personas que estaban implicadas en el camino del pueblo de Dios y así sus palabras son expresión de este camino, de esta reciprocidad de la llamada de Dios y de la respuesta humana.

    Por consiguiente, el sujeto vive hoy como vivió en aquel tiempo; la Escritura no pertenece al pasado, dado que su sujeto, el pueblo de Dios inspirado por Dios mismo, es siempre el mismo. Así pues, se trata siempre de una Palabra viva en el sujeto vivo. Por eso, es importante leer la sagrada Escritura y escuchar la sagrada Escritura en la comunión de la Iglesia, es decir, con todos los grandes testigos de esta Palabra, desde los primeros Padres hasta los santos de hoy, hasta el Magisterio de hoy.

    Sobre todo en la liturgia se convierte en una Palabra vital y viva. Por consiguiente, yo diría que la liturgia es el lugar privilegiado donde cada uno entra en el "nosotros" de los hijos de Dios en conversación con Dios. Es importante: el padrenuestro comienza con las palabras "Padre nuestro". Sólo podré encontrar al Padre si estoy insertado en el "nosotros" de este "nuestro"; sólo escuchamos bien la palabra de Dios dentro de este "nosotros", que es el sujeto de la oración del padrenuestro.

    Así pues, esto me parece muy importante: la liturgia es el lugar privilegiado donde la Palabra está viva, está presente; más aún, donde la Palabra, el Logos, el Señor, habla con nosotros y se pone en nuestras manos. Si nos disponemos a la escucha del Señor en esta gran comunión de la Iglesia de todos los tiempos, lo encontraremos.

    Él nos abre la puerta poco a poco. Por tanto, yo diría que en este punto se concentran todos los demás: el Señor nos guía personalmente en nuestro camino y, al mismo tiempo, vivimos en el gran "nosotros" de la Iglesia, donde la palabra de Dios está viva.

    Luego vienen los demás puntos: escuchar a los amigos, escuchar a los sacerdotes que nos guían, escuchar la voz viva de la Iglesia de hoy, escuchando así también las voces de los acontecimientos de este tiempo y de la creación, que resultan descifrables en este contexto profundo.

    Por tanto, para resumir, diría que Dios nos habla de muchas maneras. Es importante, por una parte, estar en el "nosotros" de la Iglesia, en el "nosotros" vivido en la liturgia. Es importante personalizar este "nosotros" en mí mismo; es importante estar atentos a las demás voces del Señor, dejarnos guiar también por personas que tienen experiencia con Dios, por decirlo así, y nos ayudan en este camino, para que este "nosotros" se transforme en mi "nosotros", y yo, en uno que realmente pertenece a este "nosotros". Así crece el discernimiento y crece la amistad personal con Dios, la capacidad de percibir, en medio de las mil voces de hoy, la voz de Dios, que siempre está presente y siempre habla con nosotros.



    2. Puntos fundamentales en la formación para el sacerdocio. ¿Qué lugar ocupa en ella María?

    Claudio Fabbri: Doócesis de Roma del II año (2° Filosofía)

    Santo Padre, ¿cómo estaba articulada su vida durante el tiempo de formación para el sacerdocio y cuáles eran los intereses que cultivaba? Teniendo en cuenta su experiencia, ¿cuáles son los puntos fundamentales de la formación para el sacerdocio? En particular, ¿qué lugar ocupa en ella María?

    Benedicto XVI: Creo que nuestra vida, en el seminario de Freising, estaba articulada de un modo muy semejante a vuestro horario, aunque no conozco exactamente vuestro reglamento diario. Me parece que se comenzaba a las 6.30, a las 7.00, con una meditación de media hora, en la que cada uno en silencio hablaba con el Señor, trataba de disponer su alma para la sagrada liturgia. Luego seguía la santa misa, el desayuno y, durante la mañana, las clases.

    Por la tarde, seminarios, tiempos de estudio, y luego de nuevo oración en común. En la noche, los "puntos": el director espiritual o el rector del seminario, alternándose, nos hablaban para ayudarnos a encontrar el camino de la meditación; no nos daban una meditación ya hecha, sino elementos que podían ayudar a cada uno a interiorizar las palabras del Señor que serían objeto de nuestra meditación.

    Así era el itinerario de cada día. Luego, naturalmente, estaban las grandes fiestas, con una hermosa liturgia, con música... Pero, me parece —tal vez volveré a hablar de esto al final— que es muy importante tener una disciplina que nos precede y no deber inventar cada día de nuevo lo que hay que hacer, lo que hay que vivir. Existe una regla, una disciplina que ya me espera y me ayuda a vivir ordenadamente este día.

    Ahora bien, por lo que respecta a mis preferencias, naturalmente seguía con atención, como podía, las clases. En los dos primeros años, desde el inicio me fascinó la filosofía, sobre todo la figura de san Agustín; luego también la corriente agustiniana en la Edad Media: san Buenaventura, los grandes franciscanos, la figura de san Francisco de Asís.

    Me impresionaba sobre todo la gran humanidad de san Agustín, que no tuvo la posibilidad de identificarse con la Iglesia como catecúmeno desde el inicio, sino que, por el contrario, tuvo que luchar espiritualmente para encontrar poco a poco el acceso a la palabra de Dios, a la vida con Dios, hasta que pronunció el gran "sí" a su Iglesia.

    Fue un camino muy humano, donde también nosotros podemos ver hoy cómo se comienza a entrar en contacto con Dios, cómo hay que tomar en serio todas las resistencias de nuestra naturaleza, canalizándolas para llegar al gran "sí" al Señor. Así me conquistó su teología tan personal, desarrollada sobre todo en la predicación. Esto es importante, porque al inicio san Agustín quería vivir una vida puramente contemplativa, escribir otros libros de filosofía..., pero el Señor no quería eso; lo llamó a ser sacerdote y obispo; de este modo, todo el resto de su vida, de su obra, se desarrolló fundamentalmente en el diálogo con un pueblo muy sencillo. Por una parte, siempre tuvo que encontrar personalmente el significado de la Escritura; y, por otra, debía tener en cuenta la capacidad de esa gente, su contexto vital, para llegar a un cristianismo realista y, al mismo tiempo, muy profundo.

    Naturalmente, para mí además era muy importante la exégesis: tuvimos dos exegetas un poco liberales, pero a pesar de ello grandes exegetas, también realmente creyentes, que nos fascinaban. Puedo decir que, en realidad, la sagrada Escritura era el alma de nuestro estudio teológico: vivíamos con la sagrada Escritura y aprendíamos a amarla, a hablar con ella. Ya he hablado de la patrología, del encuentro con los santos Padres. También nuestro profesor de dogmática era un persona entonces muy famosa; había alimentado su dogmática con los Padres y con la liturgia.

    Para nosotros un punto muy central era la formación litúrgica. En aquel tiempo no había aún cátedras de liturgia, pero nuestro profesor de pastoral nos dirigió grandes cursos sobre liturgia y él, en ese momento, era también rector del seminario. Así, la liturgia vivida y celebrada iba muy unida a la liturgia enseñada y pensada.

    Juntamente con la sagrada Escritura, estos eran los puntos más importantes de nuestra formación teológica. De esto doy siempre gracias al Señor, porque en su conjunto son realmente el centro de una vida sacerdotal.

    Otro interés era la literatura: era obligatorio leer a Dostoievski; era la moda del momento. Luego estaban los grandes franceses: Claudel, Mauriac, Bernanos; pero también la literatura alemana; teníamos una edición alemana de Manzoni: en aquel tiempo yo no hablaba italiano. Así, en cierto sentido, también formábamos nuestro horizonte humano. Asimismo, sentíamos gran amor por la música, al igual que por la belleza de la naturaleza de nuestra tierra. Con estas preferencias, estas realidades, en un camino no siempre fácil, seguí adelante. El Señor me ayudó a llegar hasta el "sí" del sacerdocio, un "sí" que me ha acompañado todos los días de mi vida.


    3. Cómo responder a la vocación tan exigente del sacerdocio, sintiendo constantemente la debilidad e incoherencia

    Gianpiero Savino: Diócesis de Taranto del III año (1° Teología)

    Santidad, a los ojos de mucha gente, podemos parecer jóvenes que dicen con firmeza y valentía su "sí" y que lo dejan todo para seguir al Señor; pero sabemos que estamos muy lejos de una verdadera coherencia con ese "sí". Con confianza de hijos, le confesamos la parcialidad de nuestra respuesta a la llamada de Jesús y el esfuerzo diario por vivir una vocación que nos pide dar un "sí" definitivo y total. ¿Cómo responder a la vocación tan exigente de pastores del pueblo de Dios, si sentimos constantemente nuestra debilidad e incoherencia?

    Benedicto XVI: Es muy saludable reconocer nuestra debilidad, porque sabemos que necesitamos la gracia del Señor. El Señor nos consuela. En el colegio de los Apóstoles no sólo estaba Judas, sino también los Apóstoles buenos. A pesar de eso, Pedro cayó. El Señor reprocha muchas veces la lentitud, la cerrazón del corazón de los Apóstoles, la poca fe que tenían. Por tanto, eso nos demuestra que ninguno de nosotros está plenamente a la altura de este gran "sí", a la altura de celebrar "in persona Christi", de vivir coherentemente en este contexto, de estar unido a Cristo en su misión de sacerdote.

    Para nuestro consuelo, el Señor nos dio también las parábolas de la red con peces buenos y malos, del campo donde crece el trigo pero también la cizaña. Nos explica que vino precisamente para ayudarnos en nuestra debilidad; que no vino, como dice, para llamar a los justos, a los que se creen ya plenamente justos, a los que creen que no necesitan la gracia, a los que oran alabándose a sí mismos, sino que vino a llamar a los que se saben débiles, a los que son conscientes de que cada día necesitan el perdón del Señor, su gracia, para seguir adelante.

    Me parece muy importante reconocer que necesitamos una conversión permanente, que no hemos llegado a la meta. San Agustín, en el momento de su conversión, pensaba que ya había llegado a la cumbre de la vida con Dios, de la belleza del sol, que es su Palabra. Luego comprendió que también el camino posterior a la conversión sigue siendo un camino de conversión, que sigue siendo un camino donde no faltan las grandes perspectivas, las alegrías, las luces del Señor, pero donde tampoco faltan valles oscuros, donde debemos seguir adelante con confianza apoyándonos en la bondad del Señor.

    Por eso, es importante también el sacramento de la Reconciliación. No es correcto pensar que en nuestra vida no tenemos necesidad de perdón. Debemos aceptar nuestra fragilidad, permaneciendo en el camino, siguiendo adelante sin rendirnos, y mediante el sacramento de la Reconciliación convirtiéndonos constantemente para volver a comenzar, creciendo, madurando para el Señor, en nuestra comunión con él.

    Naturalmente, también es importante no aislarse, no pensar que podemos ir adelante nosotros solos. Necesitamos la compañía de sacerdotes amigos, también de laicos amigos, que nos acompañen, que nos ayuden. Es muy importante para un sacerdote en la parroquia ver cómo la gente tiene confianza en él y experimentar, además de su confianza, su generosidad al perdonar sus debilidades. Los verdaderos amigos nos desafían y nos ayudan a ser fieles en este camino. Me parece que esta actitud de paciencia, de humildad, nos puede ayudar a ser buenos con los demás, a tener comprensión ante las debilidades de los demás, a ayudarles también a ellos a perdonar como nosotros perdonamos.

    Creo que no soy indiscreto si digo que hoy he recibido una hermosa carta del cardenal Martini, agradeciendo la felicitación que le envié con ocasión de su 80° cumpleaños; somos coetáneos. Expresando su agradecimiento, dice: sobre todo doy gracias al Señor por el don de la perseverancia. Hoy —escribe— incluso el bien se hace por lo general ad tempus, ad experimentum. El bien, según su esencia, sólo se puede hacer de modo definitivo, pero para hacerlo de modo definitivo necesitamos la gracia de la perseverancia. Pido cada día al Señor —concluye— que me dé esta gracia.

    Vuelvo a san Agustín: al inicio estaba contento de la gracia de la conversión. Luego descubrió que necesitaba otra gracia, la gracia de la perseverancia, que debemos pedir cada día al Señor. Pero, volviendo a las palabras del cardenal Martini, "hasta ahora el Señor me ha dado esta gracia de la perseverancia; espero que me la dé también para esta última etapa de mi camino en esta tierra". Me parece que debemos confiar en este don de la perseverancia, pero que también debemos orar al Señor con tenacidad, con humildad y con paciencia, para que nos ayude y nos sostenga con el don de la perseverancia final, para que nos acompañe cada día hasta el final, aunque el camino pase por un valle oscuro. El don de la perseverancia nos da alegría, nos da la certeza de que somos amados por el Señor y que este amor nos sostiene, nos ayuda y no nos abandona en nuestras debilidades.
    Nuestro verdadero tesoro es el amor del Señor.


    4. Cómo afrontar el peligro de buscar conseguir una buena posición mediante la Iglesia

    Dimov Koicio: Diócesis de Nicópolis ad Istrum (Bulgaria) IV año (2° Teología)

    Santo Padre, usted, comentando el vía crucis del año 2005, habló de la suciedad que hay en la Iglesia; y en la homilía de la misa de ordenación de sacerdotes romanos del año pasado nos puso en guardia contra el peligro "de buscar hacer carrera, de tratar de subir más alto, de esforzarse por conseguir una buena posición mediante la Iglesia". ¿Cómo afrontar estos problemas del modo más sereno y responsable posible?

    Benedicto XVI: No es fácil responder a esta pregunta, pero ya he dicho —y es un punto importante— que el Señor sabe, sabía desde el inicio, que en la Iglesia también hay pecado. Para nuestra humildad es importante reconocer esto y no sólo ver el pecado en los demás, en las estructuras, en los altos cargos jerárquicos, sino también en nosotros mismos, para ser así más humildes y aprender que ante el Señor no cuenta la posición eclesial, sino estar en su amor y hacer resplandecer su amor.

    Personalmente considero que, en este punto, es muy importante la oración de san Ignacio, que dice: "Suscipe, Domine, universam meam libertatem. Accipe memoriam, intellectum atque voluntatem omnem. Quidquid habeo vel possideo mihi largitus es; id tibi totum restituo, ac tuae prorsus voluntati trado gubernandum. Amorem tui solum cum gratia tua mihi dones, et dives sum satis, nec aliud quidquam ultra posco". (Toma mi Señor, y recibe mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer. Tú me lo diste, a Ti, Señor, lo torno; todo es tuyo; dispón de ello conforme a tu voluntad. Dame tu amor y gracia, que esto me basta)

    Precisamente esta última parte me parece muy importante: comprender que el verdadero tesoro de nuestra vida es estar en el amor del Señor y no perder nunca este amor. Luego somos realmente ricos. Un hombre que ha encontrado un gran amor se siente realmente rico y sabe que esta es la verdadera perla, que este es el tesoro de su vida y no todas las demás cosas que posee.

    Nosotros hemos encontrado, más aún, hemos sido encontrados por el amor del Señor, y cuanto más nos dejemos tocar por su amor en la vida sacramental, en la vida de oración, en la vida de trabajo, en el tiempo libre, tanto más podemos comprender que, si hemos encontrado la verdadera perla, todo lo demás no cuenta, todo lo demás sólo es importante en la medida en que el amor del Señor me atribuye esas cosas. Con este amor yo soy rico, soy realmente rico, y estoy en una posición elevada. Encontremos aquí el centro de la vida, la riqueza. Luego dejémonos guiar, dejemos que la Providencia decida qué hace con nosotros.

    Al respecto, me viene a la mente una anécdota de santa Bakhita, la gran santa africana, que era esclava en Sudán y luego en Italia encontró la fe y se hizo religiosa. Cuando ya era anciana, el obispo visitaba su monasterio, su casa religiosa, y no la conocía. Al ver a esta pequeña religiosa africana, ya encorvada, le dijo: "Pero, ¿qué hace usted, hermana?". Bakhita le respondió: "Yo hago lo mismo que usted excelencia". El obispo admirado preguntó: "¿Qué cosa?". Y Bakhita le contestó: "Excelencia, los dos hacemos lo mismo, hacemos la voluntad de Dios".

    Me parece una respuesta hermosísima. El obispo y la pequeña religiosa, que ya casi no podía trabajar, hacían lo mismo, en posiciones diversas: trataban de hacer la voluntad de Dios, y así estaban cada uno en el lugar debido.

    También me vienen a la mente unas palabras de san Agustín, que dice: Todos somos siempre sólo discípulos de Cristo y su cátedra está en un lugar más alto, porque esta cátedra es la cruz, y esta altura es la verdadera altura, la comunión con el Señor, también en su pasión. Me parece que, si comenzamos a entender esto, en una vida de oración diaria, en una vida de entrega al servicio del Señor, podemos librarnos de esas tentaciones tan humanas.


    5. Sacerdote, testigo del sentido cristiano del sufrimiento

    Francesco Annesi: Diócesis de Roma del V año (3° Teología)

    Santidad, la carta apostólica "Salvifici doloris" del Papa Juan Pablo II pone de relieve que el sufrimiento es fuente de riqueza espiritual para todos los que lo aceptan en unión con los sufrimientos de Cristo. En un mundo que busca todos los medios, lícitos e ilícitos, para eliminar cualquier forma de dolor, ¿cómo puede el sacerdote ser testigo del sentido cristiano del sufrimiento y cómo debe comportarse ante quienes sufren, sin resultar retórico o patético?

    Benedicto XVI: ¿Qué hacer? Debemos reconocer que conviene tratar de hacer todo lo posible para mitigar los sufrimientos de la humanidad y para ayudar a las personas que sufren —son numerosas en el mundo— a llevar una vida buena y a librarse de los males que a menudo causamos nosotros mismos: el hambre, las epidemias, etc.

    Pero, reconociendo este deber de trabajar contra los sufrimientos causados por nosotros mismos, al mismo tiempo debemos reconocer también y comprender que el sufrimiento es un elemento esencial para nuestra maduración humana. Pienso en la parábola del Señor sobre el grano de trigo que cae en tierra y que sólo así, muriendo, puede dar fruto. Este caer en tierra y morir no sucede en un momento, es un proceso de toda la vida.

    Cayendo en tierra como el grano de trigo y muriendo, transformándonos, somos instrumentos de Dios y así damos fruto. No por casualidad el Señor dice a sus discípulos: el Hijo del hombre debe ir a Jerusalén para sufrir; por eso, quien quiera ser mi discípulo, debe tomar su cruz sobre sus hombros y así seguirme. En realidad, nosotros somos siempre, un poco, como san Pedro, el cual dijo al Señor: No, Señor, este no puede ser tu caso, tú no debes sufrir. Nosotros no queremos llevar la cruz. Queremos crear un reino más humano, más hermoso en la tierra.

    Eso es un gran error. El Señor lo enseña. Pero Pedro necesitó mucho tiempo, tal vez toda su vida, para entenderlo. Porque la leyenda del Quo vadis? encierra una gran verdad: aprender que precisamente llevar la cruz del Señor es el modo de dar fruto. Así pues, yo diría que antes de hablar a los demás, nosotros mismos debemos comprender el misterio de la cruz.

    Ciertamente, el cristianismo nos da la alegría, porque el amor da alegría. Pero el amor es siempre un proceso en el que hay que perderse, en el que hay que salir de sí mismo. En este sentido, también es un proceso doloroso. Sólo así es hermoso y nos hace madurar y llegar a la verdadera alegría. Quien quiere afirmar o quien promete sólo una vida alegre y cómoda, miente, porque esta no es la verdad del hombre. La consecuencia es que luego se debe huir a paraísos falsos. Precisamente así no se llega a la alegría, sino a la autodestrucción.

    Sí, el cristianismo nos anuncia la alegría; pero esta alegría sólo crece en el camino del amor y este camino del amor guarda relación con la cruz, con la comunión con Cristo crucificado. Y está representada por el grano de trigo que cae en tierra. Cuando comencemos a comprender y a aceptar esto, cada día, porque cada día nos trae alguna insatisfacción, alguna dificultad que también produce dolor, cuando aceptemos esta escuela del seguimiento de Cristo, como los Apóstoles tuvieron que aprender en esta escuela, entonces también seremos capaces de ayudar a los que sufren.

    Es verdad, siempre resulta problemático que uno que tiene buena salud o está en buena condición trate de consolar a otro que está afectado por un gran mal, sea enfermedad, sea pérdida de amor. Ante estos males, que conocemos todos, casi inevitablemente todo parece sólo retórico y patético. Pero yo diría que, si estas personas pueden percibir que nosotros tenemos com-pasión, que somos com-pacientes, que queremos llevar juntamente con ellos la cruz en comunión con Cristo, sobre todo orando con ellos, asistiéndolos con un silencio lleno de simpatía, de amor, ayudándoles en la medida de nuestras posibilidades, podemos resultar creíbles.

    Debemos aceptar que, tal vez en un primer momento, nuestras palabras parezcan sólo palabras. Pero si vivimos realmente con este espíritu del seguimiento de Jesús, también encontraremos la manera de estar cerca de ellos con nuestra simpatía. Simpatía etimológicamente quiere decir com-pasión por el hombre, ayudándolo, orando, creando así la confianza en que la bondad del Señor existe incluso en el valle más oscuro. Así podemos abrirles el corazón para el Evangelio de Cristo mismo, que es el verdadero Consolador; abrirles el corazón para el Espíritu Santo, llamado el otro Consolador, el otro Paráclito, que asiste, que está presente.

    Podemos abrirles el corazón no para nuestras palabras, sino para la gran enseñanza de Cristo, para su estar con nosotros, ayudándoles para que el sufrimiento y el dolor se transformen de verdad en gracia de maduración, de comunión con Cristo crucificado y resucitado.


    6. Consejos para vivir lo mejor posible el inicio del ministerio presbiteral

    Marco Ceccarelli: Diócesis de Roma, diácono (será ordenado sacerdote el próximo 29 de abril)

    Santidad, en los próximos meses mis compañeros y yo seremos ordenados sacerdotes. Pasaremos de una vida bien estructurada por las reglas del seminario a la situación mucho más compleja de nuestras parroquias. ¿Qué consejos nos da para vivir lo mejor posible el inicio de nuestro ministerio presbiteral?

    Benedicto XVI: Aquí en el seminario tenéis una vida bien articulada. Yo diría, como primer punto, que también en la vida de los pastores de la Iglesia, en la vida diaria del sacerdote, es importante conservar, en la medida de lo posible, un cierto orden: que nunca falte la misa; sin la Eucaristía un día es incompleto; por eso, crecemos ya en el seminario con esta liturgia diaria. Me parece muy importante que sintamos la necesidad de estar con el Señor en la Eucaristía, que no sea un deber profesional, sino que sea realmente un deber sentido interiormente, que nunca falte la Eucaristía.

    El otro punto importante es tomar tiempo para la liturgia de la Horas, y así para esta libertad interior: con todas las cargas que llevamos, esta liturgia nos libera y nos ayuda también a estar más abiertos, a estar en contacto más profundo con el Señor. Naturalmente, debemos hacer todo lo que exige la vida pastoral, la vida de un vicario parroquial, de un párroco o de los demás oficios sacerdotales. Pero no conviene olvidar nunca estos puntos fijos, que son la Eucaristía y la liturgia de las Horas, para tener durante el día cierto orden, pues, como dije al inicio, no debemos estar inventando cada día. Hemos aprendido: "Serva ordinem et ordo servabit te". Esas palabras encierran una gran verdad.

    Asimismo, es importante no descuidar la comunión con los demás sacerdotes, con los compañeros de camino; y no descuidar el contacto personal con la palabra de Dios, la meditación. ¿Qué hacer? Yo tengo una receta bastante sencilla: combinar la preparación de la homilía dominical con la meditación personal, para lograr que estas palabras no sólo estén dirigidas a los demás, sino que realmente sean palabras dichas por el Señor a mí mismo, y maduradas en una conversación personal con el Señor. Para que esto sea posible, mi consejo consiste en comenzar ya el lunes, porque si se comienza el sábado es demasiado tarde: así la preparación resulta apresurada, y tal vez falte la inspiración, porque hay otras cosas en la cabeza. Por eso, ya el lunes conviene leer sencillamente las lecturas del domingo siguiente, que tal vez parecen inaccesibles, como las piedras de Massá y Meribá, ante las cuales Moisés dice: "Pero, ¿cómo puede brotar agua de estas piedras?".

    Dejemos que el corazón digiera estas lecturas. En el subconsciente las palabras trabajan y cada día vuelven un poco. Obviamente, también hay que consultar libros, si es posible. Con este trabajo interior, día tras día, se ve cómo poco a poco va madurando una respuesta, poco a poco se abre esta palabra, se convierte en palabra para mí. Y dado que soy un contemporáneo, también se convierte en palabra para los demás. Luego puedo comenzar a traducir lo que veo en mi lenguaje teológico al lenguaje de los demás; sin embargo, el pensamiento fundamental es el mismo para los demás y para mí.

    Así se puede tener un encuentro permanente, silencioso, con la Palabra, que no requiere mucho tiempo, tiempo que tal vez no tenemos. Pero reservadle un poco de tiempo: así no sólo madura una homilía para el domingo, para los demás, sino que también nuestro propio corazón es tocado por la palabra del Señor. Permanezcamos en contacto también en una situación donde tal vez disponemos de poco tiempo.

    Ahora no me atrevo a dar demasiados consejos, porque la vida en la gran ciudad de Roma es un poco diversa de la que yo viví hace cincuenta y cinco años en Baviera. Pero creo que lo esencial es precisamente esto: Eucaristía, liturgia de las Horas, oración y conversación con el Señor cada día, aunque sea breve, sobre sus Palabras que debo anunciar.

    No hay que descuidar nunca la amistad con los sacerdotes, la escucha de la voz de la Iglesia viva y, naturalmente, la disponibilidad con respecto a las personas que nos han sido encomendadas, porque precisamente de estas personas, con sus sufrimientos, con sus experiencias de fe, con sus dudas y dificultades, podemos aprender a buscar y encontrar a Dios, encontrar a nuestro Señor Jesucristo.

    Argumentos en contra del celibato y cómo refutarlo
    Para responder ante las críticas al celibato.
     

    CINCO ARGUMENTOS EN CONTRA DEL CELIBATO Y CÓMO REFUTARLOS

    1. Permitir el matrimonio a los sacerdotes acabará con la pedofilia.

    Es completamente falso que los sacerdotes célibes sean más susceptibles de cometer actos de pedofilia que cualquier otro grupo de hombres, ya sean casados o no. La pedofilia afecta solamente al 0.3% del total del clero católico; dentro de la población mundial de abusadores sexuales, en general, menos del 2% corresponde a casos de sacerdotes católicos. Estas cifras son comparables a las estadísticas, de hombres casados involucrados en actos similares, presentadas por el investigador y académico no católico Philip Jenkins en su libro Pedofilia y sacerdocio. Algunas iglesias protestantes han admitido tener problemas similares entre sus pastores (a quienes está permitido el matrimonio); esto nos permite concluir claramente que el problema no es el celibato.


    2. Un sacerdote casado inspirará sanamente a un grupo mayor de vocaciones sacerdotales, resolviendo la actual escasez.

    Actualmente hay un gran número de vocaciones, entre los hombres que se están incorporando a la vida sacerdotal, en las fieles diócesis de: Denver, Virginia del Norte y Lincoln, Nebraska. Si otras diócesis, tales como la de Milwaukee, quieren responderse la pregunta del por qué tienen tan pocas vocaciones, la respuesta es simple: hay que retar a hombres jóvenes a llevar una vida religiosa dispuesta a ir contracorriente, sacrificada y leal al Santo Padre y al Dogma Católico. Esta es la forma más segura para garantizar un número mayor de vocaciones.


    3. Los sacerdotes casados están más relacionados con los temas y problemáticas del matrimonio y la familia.

    Siendo honestos, no se necesita ser un adúltero para aconsejar a los adúlteros. Los sacerdotes entienden perfectamente el sacrificio y la santidad propia del matrimonio, visión que otros no contemplan. ¿Quién mejor que un sacerdote, que mantiene el voto de castidad, para aconsejar a alguien sobre la forma de santificar el voto de fidelidad en el matrimonio?


    4. Es antinatural, para los hombres, permanecer célibes

    Esta idea reduce la condición humana a lo llanamente animal y nos hace ver como criaturas que no pueden vivir sin que sus necesidades sexuales sean satisfechas. Afortunadamente los humanos no somos animales. Los humanos podemos ejercer nuestra libertad al elegir cómo satisfacer nuestros apetitos; podemos controlar y canalizar nuestros deseos de tal manera que esa facultad nos aparta del resto del mundo animal. De nueva cuenta, surge la afirmación: la mayoría de los abusadores sexuales no son célibes. Es el apetito sexual incontrolado el que lleva al abuso, no el celibato.


    5. El celibato en el rito latino es injusto. Siendo que el rito Oriental permite el matrimonio en los sacerdotes y el rito latino también entre los conversos del Episcopalismo y del Luteranismo, ¿por qué no todos los sacerdotes se pueden casar?
    La disciplina del celibato es uno de los sellos distintivos de la tradición Católica Romana. Todo aquel que opta por ser un sacerdote, acepta esta disciplina. Por otro lado, el rito Oriental, el Luteranismo y el Episcopalismo, cuentan con una larga tradición de sacerdotes casados y poseen una vasta infraestructura y experiencia para manejarlo. De cualquier forma, hay que aclarar que los sacerdotes del rito Oriental y los sacerdotes casados que se han convertido del Luteranismo o Episcopalismo no tienen permitido casarse después de su ordenación o volverse a casar después de la muerte de su esposa. Además, la Iglesia Oriental, solamente escoge a los obispos de entre los sacerdotes célibes; una clara demostración de que ven un valor inherente en la naturaleza del celibato.



    CINCO ARGUMENTOS A FAVOR DEL CELIBATO

    1. El celibato reafirma el matrimonio.

    En una sociedad que está completamente saturada de sexualidad, los sacerdotes célibes son la prueba viviente de que las necesidades sexuales pueden ser controladas y canalizadas de una manera positiva. Lejos de la denigración del acto sexual, el celibato reconoce la bondad del sexo solamente dentro del matrimonio, ofreciéndolo como sacrificio a Dios. La santidad del matrimonio se prostituye si se ve como una simple válvula de escape del impulso sexual. Nosotros, como cristianos, estamos llamados a entender el matrimonio como un compromiso inviolable entre un hombre y una mujer, que se aman y honran mutuamente. De igual forma, un sacerdote ofrece un compromiso de amor a la Iglesia; un vínculo que no puede romperse y que es tratado con el mismo respeto y gravedad que en el matrimonio.


    2. El celibato está en la Sagrada Escritura.

    Los fundamentalistas suelen argumentar que el celibato no cuenta con bases bíblicas afirmando que, según las Escrituras, los cristianos “están llamados a ser fructíferos y a multiplicarse” (Génesis 1:28). Este mandato habla a la humanidad en general, pasando por alto numerosos pasajes bíblicos que apoyan el celibato. Por ejemplo, en la Primera carta a los Corintios, Pablo apoya la vida célibe: “¿No estás unido a mujer? No la busques... El no casado se preocupará de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor. El casado se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer, está por tanto dividido”. (7, 27-34) Esto no implica que todos los hombres deban ser célibes; Pablo explica que el celibato es un llamado para algunas personas y para otros no, al decir: “Mi deseo sería que todos los hombres fueran como yo; mas cada cual tiene de Dios su gracia particular; unos de una manera, otros de otra”. (7, 7).

    Jesús mismo habla del celibato en Mateo 19, 11-12: “Pero él les dijo: No todos entienden este lenguaje, sino aquellos a quienes se les ha concedido. Porque hay eunucos hechos por los hombres y hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el Reino de los Cielos. Quien pueda entender, que entienda”. Otra vez, el énfasis está puesto en la naturaleza especial del celibato, para lo que muchos hombres no son aptos, pero que de todas maneras da gloria al reino de Dios”.

    Quizá la mejor evidencia que podemos encontrar en la Sagrada Escritura sea que el mismo Jesús practicó el celibato.


    El celibato es una práctica histórica

    La mayoría de las personas asumen que el celibato es una conveniencia introducida por la Iglesia algo tarde en la historia. Por el contrario, existe la evidencia que los primeros Padres de la Iglesia como San Agustín, San Cirilo y San Jerónimo apoyaron el celibato. En el Concilio Español de Elvira (entre 295 y 302) y en el Primer Concilio de Aries (314), una especie de concilio general de Occidente, se presentó la legislación prohibiendo a los obispos, sacerdotes y diáconos tener relaciones conyugales con sus esposas, siendo penados con la exclusión del clero si esto sucedía. La redacción de estos documentos sugiere que estos concilios no introdujeron una nueva regla, sino que se mantienen firmes ante una tradición establecida con anterioridad. En el año 385, el Papa Siricio emitió el primer decreto papal acerca del tema, diciendo que la continencia clerical era una tradición que se remontaba a los tiempos apostólicos.

    Mientras concilios y Papas posteriores proclamaron edictos similares, la promulgación definitiva del celibato vino en el Segundo Concilio de Letrán en 1139 con el Papa Gregorio VII. Lejos de ser una ley impuesta al sacerdocio medieval, fue la aceptación del celibato sacerdotal siglos antes y se llevó, en carácter de universal, hasta el siglo XII.


    El celibato enfatiza el único rol del sacerdocio.

    El sacerdote es un representante de Cristo, un er Christuseste respecto, el sacerdote entiende su identidad en el seguimiento del modelo impuesto por Jesús; un hombre que vivió su vida en perfecta castidad y dedicación a Dios. El Arzobispo Crescenzio Sepe de Grado explica: “El ser y el actuar de un sacerdote debe ser como Cristo: indivisible”. (The Relevance of Priestly Celibacy Today, 1993). De igual forma, el sacerdocio sacramental es sagrado, algo separado del resto del mundo. Tal como Cristo sacrificó su vida por su esposa, la Santa Iglesia, el sacerdote ofrece su vida por el bien del pueblo de Cristo.


    El celibato permite a los sacerdotes tener como prioridad a la Iglesia.

    La imagen utilizada para describir el rol de los sacerdotes es la de un matrimonio con la Iglesia. Tal como el matrimonio es la donación total de una persona al otro, el sacerdocio requiere la total donación a la Iglesia. El primer deber de un sacerdote es hacia su rebaño, mientras que el primer deber de un esposo es a su esposa. Obviamente estos dos roles están a menudo en conflicto, tal como lo notó San Pablo y algunos sacerdotes lo dirán. Un sacerdote célibe puede dedicar su total atención a sus feligreses sin la responsabilidad de atender a su familia. Está disponible para ir adonde sea, siempre que sea necesario, aunque implique trasladarse a una nueva parroquia o respondiendo a una crisis durante la noche. Los curas célibes están en la posibilidad de responder a estos frecuentes cambios y demandas de su tiempo y atención.

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