viernes, 7 de octubre de 2011

TINAJAS REBOSANTES


"En el evangelio de las bodas de Caná, el Señor les dice a los sirvientes que llenasen las tinajas hasta arriba, ellos así lo hicieron, luego Cristo convertiría aquel agua del pozo en vino excelente. Llenaron seis tinajas de piedra para las purificaciones de los judíos. Cada una de esas tinajas tenían una capacidad aproximada de entre 80 y 120 litros, en total entre unos 480 y 720 litros. Eran tinajas rituales para las abluciones purificatorias según el rito judío. Al venir de la calle y antes de sentarse a la mesa, debían lavarse las manos, y también restregaban y fregaban las ollas, cazuelas y otros útiles de cocina, realizaban sus purificaciones según la Ley de Moisés y las tradiciones judías. Eran muy escrupulosos con ésto, de hecho en otro episodio vemos como le echan en cara a Jesús que sus discípulos se sienten a la mesa sin observar las tradiciones de sus mayores. Purificarse era algo muy importante, tenía no sólo un carácter higiénico, sino que significaba un ritual de purificación interior, de no tomar con manos impuras, sucias, el alimento que Dios les concedía. No olvidemos la costumbre de bendecir la mesa que también nosotros los cristianos hemos heredado del pueblo de Israel. Sentarse a la mesa tiene un simbolismo litúrgico importante puesto que la mesa terrena es imagen de la mesa celeste. Al igual que nos sentamos a tomar los alimentos que perecen para poder vivir, deseamos un día sentarnos en la mesa del banquete celestial para tomar el alimento de la inmortalidad. En cierto sentido la mesa familiar es imagen también de la mesa del altar de nosotros los cristianos, en él nos alimentamos del Cuerpo y Sangre de Cristo, el manjar de la Vida eterna. La familia es como una pequeña iglesia doméstica, para los judíos también la mesa terrenal tenía este sentido místico, de ahí su ritual que era mucho más sublime en la cena pascual, el banquete por excelencia, reflejo del banquete del Reino de los Cielos. En la Sagrada Escritura aparece muchas veces esta imagen. El Señor compara la vida eterna con un banquete, con sentarse a la mesa, con asistir a un banquete de bodas, etc... Ellos llenaron pues las vasijas de las purificaciones hasta arriba. Fueron obedientes a las palabras del Señor que no era más que un invitado entre otros muchos. ¿Porqué obedecieron con tal prontitud y diligencia al Señor, que no era el encargado del banquete, ni el novio, ni el padre, ...? No lo sabemos. Quizás por la autoridad con que el Señor hablaba, por su mirada o porque lo habían invitado por ser alguien muy querido y cercano a los novios y a sus familias. No podemos sino imaginar el porqué. Ciertamente no sería por la fama de Jesús, pues todavía no había llegado su hora y éste iba a ser su primer milagro. Lo importante es contemplar la escena y ver como María, la madre de Jesús y El, son los protagonistas indiscutibles del episodio evangélico. El diálogo entre la madre y el hijo, la aparente distancia entre Jesús y la petición de María: No les queda vino, de María, el déjame que todavía no ha llegado mi hora, la respuesta de la Virgen, haced lo que El os diga, y la acción posterior de Jesús, cobran un primer plano extraordinario. María que pide y Jesús que otorga. Es una gran enseñanza, pues María adelanta la hora del Señor. No había llegado la hora de manifestarse a los hombres con el poder de Dios, obrando milagros, pero la súplica de María vence la aparente reticencia de Jesús a entrometerse en aquel problema que tenían los novios. Mujer, ¿qué nos va a tí y a mí? Ellos estaban invitados pero no eran los protagonistas, ni estaban directamente implicados por lazos familiares de la carne o la sangre, quizás sólo eran conocidos de las familias de los novios, vecinos, ... En aquel tiempo una boda era algo muy importante para un pueblo pequeño, era un acontecimiento público del que participaban todos, pequeños y grandes. En aquella sociedad rural, ganadera, de pequeños agricultores, de artesanos, ..., cerrada sobre sí misma, dónde quizás la mayor parte de los vecinos tenían parientes en común, una boda era una gran fiesta. Todos participaban de la alegría de las familias de los novios, todos acudían al banquete y seguramente, ayer como hoy, irían con algún regalo. Que era algo público y dónde todo aquel que llegara era bien recibido y no se le preguntaba el porqué, es el hecho de que los discípulos también acompañaban a Jesús. Ellos fueron también testigos del milagro, de ahí las palabras de Juan, en Caná de Galilea hizo Jesús el primero de sus milagros con el que manifesto su gloria, y sus discípulos creyeron en El. El vino en un banquete era algo muy importante en tiempos de Jesús, es sinónimo de alegría. El vino, junto al pan y a la sal, eran tres alimentos que tenían una gran carga simbólica desde el punto de vista de la fe. Compartir el pan y la sal, eran un signo de hospitalidad entre los judíos desde tiempos inmemoriales, costumbre de un pueblo de pastores nómadas, dónde la sal era algo imprescindible para conservar los alimentos. El pan es el alimento básico, el más humilde pero también el más necesario. No olvidemos la importancia del pan en toda la Escritura (el maná, convertir las piedras en pan, ofrecer pan y vino, el pan de vida, tomó el pan y lo partió, etc...) y también del vino en lo puramente festivo y también en lo religioso en toda aquella tierra del creciente fértil, desde Egipto hasta Mesopotamia. Nuestra Eucaristía sigue teniendo como elementos materiales imprescindibles del sacramento precisamente el pan y el vino. Quedarse sin vino, y precisamente en una boda, era una gran desgracia, no sólo desde el punto de vista de los invitados que demandarían más vino para seguir la fiesta, y el consiguiente bochorno de los novios y sus familias, pensando en el que dirán, o que habían sido tacaños a la hora de preveer las existencias, etc..., sino también desde el punto de vista simbólico. Una boda dónde falta el vino es igual que pronosticar un matrimonio desgraciado, dónde va a faltar la alegría y la abundancia, dónde el dolor y la tristeza se van a hacer presentes. Entre los cuatro ríos del Paraiso, había uno totalmente de vino, los otros eran de agua, leche y miel. Es la imagen que la leyenda otorgaba a la abundancia de la vida sobrenatural. El Paraiso tenía que ser así, sobreabundar de todos los manjares, disfrutar de todo lo bueno sin hartura. Por eso una boda sin vino, donde se parara la fiesta, la música, la alegría entre todos, y se comenzara a protestar por la falta de vino, a cuchichear entre los invitados, a elucubrar sobre la falta de previsión de los novios y de sus familias, era algo terrible, un mal augurio, un gran infortunio. El Señor, por la insistencia de María, accede a poner remedio. ¿Cuántas veces no sucede ésto en nuestra vida? En muchas ocasiones, a causa de nuestros pecados, que no es sino una pobreza grave de nuestra alma, una imprevisión de sus consecuencias, una tacañeria en nuestro amor a Dios, nos vemos también abocados a la tristeza, al bochorno, a la angustia, al fracaso. Cuando pecamos perdemos la alegría, perdemos la gracia que simboliza el vino, nos encontramos secos, y nuestro fracaso es el fracaso también de cuántos nos rodean. No solamente nos quedamos nostros sin vino, sin la gracia de Dios y de hacer fiesta con El, sino que también nuestro pecado afecta a los que nos rodean, a toda la Iglesia. Aquella boda de Caná era también reflejo de la Iglesia, allí estaba Cristo y su Madre, sus discípulos y los invitados al banquete, tú y yo, y todos los cristianos. Faltó el vino, y Jesús obró el milagro. También cuando nos falte a nosotros el vino, la gracia de Dios, acudamos a El para que obre el milagro. Se llenaron seis tinajas hasta arriba, rebosantes de agua límpia para las purificaciones de los judíos, así también nosotros somos purificados en las aguas del bautismo y rebosamos de la gracia santificante. Esas tinajas somos también cada uno de los cristianos, primero estaban vacías de agua, pues tuvieron que llenarlas, así también nosotros estamos vacíos hasta ser hechos hijos de Dios, mi alma tiene sed de Tí, Dios mío, como tierra agostada, sin agua. Hemos sido llenados hasta rebosar, hasta arriba, porque Dios no se deja ganar en generosidad, y ese agua ha sido transformada en vino nuevo, excelente. El mayordomo al probar el agua convertida en vino dijo al novio, todos ponen primero el vino bueno y cuando están los invitados bebidos, el peor, pero tú has guardado el vino bueno hasta ahora. Era la picaresca humana, cuando los invitados están sobrios se les da a gustar el vino bueno porque pueden apreciarlo y así la familia recibe las felicitaciones de todos, cuando están borrachos y ya no saben distinguir lo que beben, se puede sacar el vino de peor calidad sin peligro de quedar en mal lugar, porque sacar un vino bueno al final sería un desperdicio, nadie lo iba a agradecer, sería tirar el dinero. Y sin embargo Cristo rompe de nuevo los esquemas, el vino del Señor es el mejor vino. El es la séptima tinaja, pues de El hemos recibido gracia tras gracia, y beberéis de sus ubres abundantes hasta saciaros, de sus entrañas brotarán manantiales que saltan hasta la vida eterna. Cristo nos da el vino más excelente, su propia Sangre, como bebida de gracia y salvación. Aquel vino último, el más excelente que jamás habían probado los invitados al banquete de bodas, era imagen del vino de la Nueva Alianza sellada con la Sangre de Cristo. El nos da el vino nuevo. Tomad y bebed todos de él. Bebamos pues el vino que nos ofrece Cristo, entremos en el banquete de sus bodas eternas, alegrémonos y hagamos fiesta, porque el Señor se ha desposado con su pueblo, con la Iglesia, con cada uno de nosotros los cristianos que comemos y bebemos del cáliz del Señor hasta que vuelva y volvamos a beber del fruto de la vid verdadera que es Cristo, en la mesa del Reino de los Cielos.

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